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René Descartes, hijo póstumo del fideísmo medieval (página 11)


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Cuando Descartes escribe que Dios "supo exactamente cuáles serían todas las inclinaciones de nuestra voluntad", que "él mismo [fue quien] las puso en nosotros, [y] supo que nuestro libre albedrío nos determinaría a tal o cual cosa" en ese momento comete un desliz "teológico" que pudo pasar desapercibido a la princesa Elisabeth, pero que en cualquier caso resulta evidente. Efectivamente, su utilización del término "inclinations"[353] es muy sintomático respecto a su predisposición en favor de una solución que pudiera salvar el libre albedrío, ya que podría haberse servido de un término mucho más claro, como el de "decisiones", para precisar que, de acuerdo con la teología católica, Dios no sólo causa las inclinaciones sino también las decisio-nes del hombre. El hecho de que a continuación reconozca que fue Dios mismo quien puso en nosotros tales inclinaciones sigue sin solucionar esta cuestión, pues sigue sin afirmar de forma clara que, además, Dios puso también en el hombre las decisiones que toma, aunque crea que las toma de manera independiente y autónoma. Además, aunque pudiera seguir aceptándose que las decisiones del hombre serían voluntarias en cuanto el hombre desconociera la programación divina y no sintiera coacción externa alguna que le determinase a tomarlas, es un completo absurdo la afirmación de que el hombre -o los hidalgos del ejemplo cartesiano- pudieran "ser castigados justamente"[354].

En consecuencia y en cuanto Descartes pudiera haber afirmado exclusivamente la presciencia divina, ignorando la predeterminación, habría incurrido en una herejía respecto a la dogmática católica, lo cual, por otra parte, era inevitable en cuanto efectivamente, aunque las accio-nes humanas predeterminadas por Dios pudieran seguir siendo con-sideradas libres en cuanto voluntarias, no podían serlo hasta el punto de poder considerar al hombre como responsable y como merecedor de castigos por las acciones realizadas en contra de las leyes divinas, en cuanto habría sido el propio Dios quien le habría programado para querer obrar de ese modo y para tomar las decisiones correspondientes.

En esa misma ficción, cuando Descartes se refiere a "dos diferentes grados de voluntad" –en lugar de hablar de "dos formas contradictorias de voluntad"-, emplea un eufemismo con el que parece pretender que pase desapercibida la contradicción que sigue a estas palabras, pues afirmar que Dios "ha querido que estos hidalgos se batieran"[355] y afirmar después que "no lo ha querido"[356] es una contradicción evidente, por más que el francés intentase disimularla, posiblemente de forma consciente y mendaz, con la expresión "dos grados diferentes de voluntad"[357].

Además, cuando Descartes afirma al mismo tiempo que Dios

"supo que nuestro libre albedrío nos determinaría a tal o cual cosa, y lo ha querido así, pero no por eso ha querido obligarlo"[358]

se contradice con la mayor frivolidad en cuanto afirma y niega al mismo tiempo que Dios haya querido que el hombre actúe de un modo o de otro. Descartes comete aquí la falacia de diferenciar entre el hecho de que Dios haya querido que nuestro libre albedrío nos determinara a tal o cual cosa y el hecho de que haya querido obligarlo, como si realmente hubiera alguna diferencia entre ambas expresiones, pues no existe diferencia alguna entre el hecho de que Dios quiera una cosa y el hecho de que quiera obligarla, ya que el término "obligarla" no es otra cosa que una redundancia respecto al simple querer de Dios en cuanto, desde el momento en que la quiere, la "obliga", es decir, la encadena a su voluntad. ¿Tendría sentido considerar que Dios quisiera algo y que su querer dejara de cumplirse porque el libre albedrío humano no hubiese quedado "obligado" al querer de Dios? ¿Qué clase de omnipotencia sería ésa?

Y, cuando habla de la distinción en Dios de una voluntad absoluta por la que "quiere que todas las cosas sucedan como suceden" y de una voluntad relativa por la que "quiere que se obedezcan sus leyes" –lo cual en muchas ocasiones no sucedería-, incurre de nuevo en un sofisma en cuanto considera que existe alguna diferencia entre el hecho de que Dios quiera que todo suceda como sucede y el hecho de que quiera que se cumplan sus leyes, como si esto último pudiera dejar de suceder, pues en tal caso estaría afirmando que Dios quiere y no quiere que todo suceda como sucede, en cuanto el cumplimiento de sus leyes, como parte de "lo que sucede", se corresponde con el querer de Dios que en ningún caso podría dejar de cumplirse, por lo que Descartes incurre en esta nueva contradicción por su interés en salvar la libertad del hombre a la vez que la omnipotencia divina, pero, sobre todo, por su interés en satisfacer a la princesa Elisabeth, de quien en esos momentos ya estaba enamorado.

Es decir, si la obediencia a sus leyes es una parte de lo que Dios quiere, en tal caso no puede afirmarse que el querer de Dios se aplica a todo para a continuación afirmar que este querer [de Dios] deja de cumplirse como consecuencia de una desobediencia debida al mal uso del libre albedrío por parte del hombre, pues ello implicaría una negación de la omnipotencia y de la predeterminación divinas. Dicho en forma de esquemática:

Si Dios quiere que todas las cosas sucedan como él quiere

y puede hacer todo lo que quiere (porque es omnipotente),

entonces todas las cosas suceden como él quiere

y

Si todas las cosas sucedan como él quiere

y quiere que se cumplan sus leyes,

entonces sus leyes se cumplen

Y, por ello, sería una contradicción en relación con la omnipotencia divina afirmar, como lo hace Descartes, que las leyes divinas dejan de cumplirse en algunos casos relacionados con el cumplimiento de las leyes morales, en cuanto el hombre se sirviera de su libre albedrío para actuar en contra de tales leyes… escapando a la predeterminación divina

Respecto a esta cuestión, la solución cartesiana anterior, según la cual en tales casos Dios simplemente permite que el hombre actúe de acuerdo con su propia voluntad, implica efectivamente una negación de la omnipotencia de Dios en cuanto a ella escaparían los actos debidos exclusivamente a la voluntad humana. En definitiva, de acuerdo con la dogmática católica no sólo se trata de que Dios permita que el hombre actúe libremente en contra de su voluntad omnipotente, sino de que es Dios mismo quien programa la voluntad humana para que tome las decisiones que toma, y, en consecuencia, Dios no permite otra cosa sino que las cosas sucedan como él quiere.

La conclusión de estos razonamientos es la de que las leyes de Dios se cumplirían siempre, tanto cuando se actúa de acuerdo con un tipo más concreto de leyes -las que se relacionan con el cumplimiento de la norma moral-, como cuando aparentemente no se cumplen, en cuanto habría sido Dios mismo quien habría establecido que hubiera personas que cumpliesen sus leyes y otras que no las cumpliesen, de forma que todo se amoldaría al cumplimiento de su voluntad más absoluta.

Al margen de tal contradicción, el intento cartesiano de solución de este problema según este ejemplo se parece al del jesuita español Luís de Molina, quien mediante su concepto de "ciencia media" hacía hincapié de modo especial en el conocimiento divino de lo que el hombre haría libremente, pasando por alto la predeterminación divina de la voluntad, según la había explicado Tomás de Aquino, para quien Dios no sólo conoce qué hará el hombre en cada circunstancia sino que le predetermina a obrar de esa cierta manera. En efecto, por lo que se refiere esta cuestión, Tomás de Aquino refleja de modo muy claro la doctrina católica cuando escribe: "Mas como quiera que Dios, entre los hombres que persisten en los mismos pecados, a unos los convierta previniéndolos y a otros los soporte o permita que procedan naturalmente [?], no se ha de investigar la razón por qué convierte a éstos y no a los otros, pues esto depende de su simple voluntad […] tal como de la simple voluntad del artífice nace el formar de una misma materia, dispuesta de idéntico modo, unos vasos para usos nobles y otros para usos bajos"[359], o cuando igualmente, refiriéndose a la predestinación, considera que la elección y la reprobación del hombre han sido ordenadas por Dios desde la eternidad, sin que pueda aceptarse que la decisión divina dependa de los méritos del hombre: "Y como se ha demostrado que unos, ayudados por la gracia, se dirigen mediante la operación divina al fin último, y otros, desprovistos de dicho auxilio, se desvían del fin último, y todo lo que Dios hace está dispuesto y ordenado desde la eternidad por su sabiduría […], es necesario que dicha distinción de hombres haya sido ordenada por Dios desde la eternidad. Por lo tanto, en cuanto que designó de antemano a algunos desde la eternidad para dirigirlos al fin último, se dice que los predestinó […] Y a quienes dispuso desde la eternidad que no había de dar la gracia, se dice que los reprobó o los odió […] Y puede también demostrarse que la predestinación y la elección no tienen por causa ciertos méritos humanos, […] porque la voluntad y providencia divinas son la causa primera de cuanto se hace; y nada puede ser causa de la voluntad y providencia divinas"[360].

En conclusión, parece que Descartes no se atrevió a ser veraz en esta carta a la princesa Elisabeth confesándole al menos, si no se atrevía a manifestarle que la solución tradicional era contradictoria, que el tema que estaban tratando era simplemente un dogma de fe del cristianismo, cuya comprensión no estaba al alcance de la razón humana –ni de ninguna, podría añadirse-. Y posiblemente, si no se lo dijo, debió de ser porque ya en diversos lugares de sus escritos se había atrevido a defender la doctrina católica respecto al problema de la compatibilidad entre la omnipotencia divina y la libertad humana. Por otra parte, era evidente que Descartes se encontraba ante un problema irresoluble, como lo son todas las contradicciones, pues la omnipotencia de Dios implica que todo está sometido a su voluntad, mientras que la libertad humana implica que hay acciones que no están sometidas a la voluntad de Dios sino que dependen exclusivamente de la voluntad humana.

Tiene interés reflejar finalmente que el planteamiento cartesiano, presentado en esta carta a la princesa Elisabeth coincide en su núcleo fundamental con el de la carta antes citada a la reina Cristina de Suecia, en la cual decía que en cierto modo el libre albedrío

"nos hace semejantes a Dios y parece eximirnos de estar sujetos a él"[361].

En esta última carta puede observarse que Descartes tiene la precaución de escribir simplemente "parece eximirnos" sin atreverse a afirmar que, en efecto, nos exima, aunque al mismo tiempo afirme que esa facultad del "libre albedrío" realmente "nos hace semejantes a Dios" en lugar de decir que "parece que nos hace semejantes a Dios", que habría sido la frase coherente con la anterior.

5.3. El "racionalismo" teológico y la res extensa

A partir de aquella primera verdad, "cogito, ergo sum", y a partir de la "demostración" de la existencia de Dios, Descartes pasa a deducir la existencia de la realidad material externa o res extensa. Indica que existe en su yo una facultad pasiva de recibir ideas de cosas sensibles de forma que no parece que sea ese yo quien las produzca, pues aparecen sin su intervención e incluso contra su voluntad. Por ello, considera que deben estar causadas por una realidad distinta, la cual no puede ser más que una realidad externa o el mismo Dios. Pero, desde la tesis de que Dios no es engañador y en cuanto le ha dado una intensa inclinación a creer que estas ideas provienen de realidades externas independientes, deduce finalmente que existe una sustancia extensa (res extensa) causante de tales ideas, distinta del yo o sustancia pensante (res cogitans).

Sin embargo conviene recordar que, aunque en líneas generales Descartes considera que Dios no puede ser engañador –pues dice que la "luz natural" le enseña que el engaño depende necesariamente de algún defecto[362]en alguna ocasión, siendo más coherente con la tesis de la omnipotencia divina, había aceptado la posibilidad de que Dios, y no sólo un "genio maligno" ni tampoco un extraño dios mentiroso, fuera también engañador, tal como puede verse en las Meditaciones Metafísicas, donde escribe:

"hace mucho tiempo que tengo en mi espíritu cierta opinión, a saber, que existe un Dios que lo puede todo y por el cual he sido creado y producido tal como soy. Ahora bien, ¿quién me podría asegurar que este Dios no ha hecho que no exista tierra ninguna, ningún cielo, ningún cuerpo extenso […] y que, sin embargo, yo tenga las sensaciones de todas estas cosas y que todo esto no me parezca existir sino como lo veo? E, igualmente, como a veces juzgo que los demás se equivocan, incluso en las cosas que piensan saber con mayor certidumbre, puede ser que él haya querido que yo me equivoque siempre que hago la suma de dos y tres o que cuento los lados de un cuadrado, o que juzgo acerca de algo aun más fácil, si es que se puede imaginar algo más fácil que esto. Pero quizá Dios no ha querido que fuese engañado de esa manera, pues es soberanamente bueno. Con todo, si repugnara a su bondad el haberme hecho de tal modo que yo me engañara siempre, parecería también ser contrario a él permitir que me engañe a veces y, sin embargo, no puedo dudar de que lo permita".

Como puede observarse, Descartes planteó la hipótesis de que, como consecuencia de su omnipotencia, Dios pudiera mentir y, de hecho, tal posibilidad era una consecuencia perfectamente lógica derivada de la omnipotencia divina. Sin embargo, a pesar de los diversos momentos en que afirmó tal posibilidad, luego discutió y se enfadó furiosamente con Voetius porque éste le acusó de haber defendido tal hipótesis, la cual no implicaba contradicción alguna en cuanto nada podía estar por encima del poder divino y nada podía tener un valor por sí mismo, con independencia de la voluntad divina.

Por ello y como ya se ha dicho antes, siendo consecuente con los motivos que justificaban la duda metódica y especialmente la hipotética existencia de un genio maligno o de un dios engañador, desde tales planteamientos era imposible demostrar el valor supuestamente objetivo de sus "evidencias" en favor de

1) la existencia de un Dios auténtico;

2) la tesis según la cual mentir sería un defecto que en ningún caso podría estar en Dios;

3) la existencia de un mundo material; y

4) todo lo que pretendiera deducir a partir de ese Dios cuya existencia era indemostrable.

Y, como consecuencia de esta imposibilidad lógica de fundamentar el valor de la regla de la evidencia, el yo debería haber permanecido encerrado en los límites del solipsismo representado por la res cogitans y sus ideas.

Sin embargo, Descartes cerró los ojos a esta imposibilidad lógica e insistió en sus planteamientos teológico-irracionales hasta un punto asombrosamente absurdo, pues, a pesar de estas dificultades insalvables, siguió mostrando una confianza absurda en los fundamentos teológicos de su "racionalismo" y en su doctrina del innatismo, pretendiendo haber deducido las diversas leyes de la Física así como la existencia de los diversos tipos de materia y los astros del Universo basándose para esto, al menos, según dijo, "nada más que en Dios, que lo ha creado" y pretendiendo haberlas extraído "de ciertas semillas de verdades que están en nuestras almas", tal como escribe de manera asombrosamente superficial y jactanciosa, diciendo:

"…primero he tratado de encontrar en general los principios o primeras causas de todo lo que es o puede ser en el mundo sin considerar para esto nada más que a Dios, que lo ha creado, ni sacarlas de otra parte que de ciertas semillas de verdades que están naturalmente en nuestras almas. Después de esto examiné cuáles eran los primeros y más ordinarios efectos que se podían deducir de estas causas: y me parece que por ahí encontré cielos, astros, una tierra e incluso en la tierra, agua, aire y fuego, minerales y algunas otras cosas"[363].

Hacía falta ser frívolo, osado y jactancioso para afirmar tales doctrinas como evidentes cuando, si las vio así, no fue porque de verdad lo fueran sino porque o bien se trataba de doctrinas generalmente aceptadas, o bien de doctrinas procedentes de la filosofía griega, relacionadas con la búsqueda del arkhé, doctrinas que él debió de conocer por su formación, pero cuyo valor no era ni mucho menos el resultado de una deducción racional derivada de la consideración de la esencia divina ni de la toma de conciencia de supuestas ideas innatas que le hubieran conducido al descubrimiento de tales doctrinas, muchas de las cuales además eran falsas.

5.3.1. Las Matemáticas y la Física

Una vez "demostrada" la existencia del dios cristiano -al menos según las frívolas evidencias cartesianas-, el pensador francés consideró que tanto los conocimientos matemáticos como la existencia de una realidad externa podían aceptarse ya como seguros, no por ser evidentes sin más, sino porque su evidencia no era fruto de un espejismo sino que estaba garantizada por el propio Dios[364]

Sin embargo, Descartes se contradijo con su frivolidad acostumbrada desde el momento en que afirmó que las verdades matemáticas no eran verdaderas por ellas mismas sino sólo porque Dios así lo había querido, pues esta doctrina planteaba la siguiente cuestión: Suponiendo que la perfección divina hubiera sido incompatible con el engaño, Descartes no podía proclamar que la verdad de los contenidos de las Matemáticas dependía de Dios y que no fueran verdaderos por su propio carácter tautológico, en cuanto esta propiedad era la que les había hecho aparecer como evidentes; ni podía manifestar al mismo tiempo que, si tales contenidos eran evidentes, entonces eran verdaderos, si a la vez consideraba que, si eran verdaderos, lo eran porque Dios así lo había querido y no porque fueran evidentes. La evidencia no parecía tener valor alguno en cuanto la verdad de cualquier aspecto de la realidad sólo dependía de la voluntad divina y no de una correspondencia entre la propia evidencia y el modo de ser de la realidad que se mostraba como evidente; la impresión de evidencia no podía tener ningún valor en cuanto los contenidos a los que se refería hubieran podido ser falsos si Dios así lo hubiera querido. Pero, además, habría sido contrario a la supuesta veracidad divina provocar evidencias acerca de verdades cuyo valor no fuera intrínseco y absoluto sino sólo derivado de su voluntad. Pues, en principio, el sentido de la evidencia no era el de conducir a la convicción de que Dios había decidido que determinada verdad lo fuera de manera condicionada a su voluntad sino el de asegurar que la realidad con que se relacionaba dicha impresión de evidencia debía corresponderse con ella, con independencia de la voluntad divina. La regla de la evidencia, según la definición cartesiana, hacía referencia a la aceptación como verdad de "lo que se presentase tan clara y distintamente a mi espíritu, que no tuviese ninguna ocasión de ponerlo en duda"[365], de manera que si esa claridad y distinción no se correspondían con una auténtica verdad objetiva, en cuanto ésta dependiera de la voluntad divina, en tal caso el hecho de que Dios sugiriese evidencias no relacionadas con verdades objetivas habría sido una forma de engaño. Habría sido absurdo que Dios hubiera suscitado en él evidencias acerca de "verdades" que sólo lo fueran porque el propio Dios así lo hubiera decidido, en lugar de serlo respecto a contenidos que fueran verdaderos por su propia consistencia o por corresponderse con auténticas realidades con las que guardasen una relación de correspondencia. Es decir, si uno comprendía con evidencia que los radios de una circunferencia debían ser iguales, esa impresión no le serviría de nada en cuanto luego tuviera que asumir que tal evidencia no provenía de que en realidad dichos radios fueran iguales sino de que Dios había establecido libremente que

1) los radios fueran iguales, y

2) que él tuviera la impresión de que eso era una verdad "clara y distinta" pero sólo porque Dios así lo habría querido.

En este sentido además hay que tener en cuenta que, en cuanto Descartes había llegado finalmente a recuperar como conocimiento la existencia de la res extensa a partir de la consideración de que Dios no podía ser engañador y de que, puesto que la existencia de la realidad externa se manifestaba como evidente a partir del supuesto de la veracidad divina, había que aceptar que realmente existía, por lo mismo debía haber aceptado que las evidencias relacionadas con los conocimientos matemáticos se relacionaban igualmente con verdades objetivas, ya que, en caso contrario, estaría afirmando que Dios proporcionaba falsas evidencias en cuanto, por ejemplo, la evidencia de que 1+1 fuera igual a 2 no provendría de que efectivamente 1+1 fuera igual a 2, sino de que la voluntad divina lo habría establecido así de acuerdo con su omnipotencia y su libertad absoluta del mismo modo que hubiera podido establecer otra cosa, y, en consecuencia, tal evidencia –al igual que cualquier otra de carácter empírico- no tendría valor por ella misma sino sólo en cuanto Dios hubiese querido que la intuyese como evidente.

Por otra parte y a partir de la subordinación de cualquier verdad a la omnipotencia divina y, en consecuencia, de su carácter arbitrario, Descartes se contradijo de nuevo, pero en un sentido contrario al anterior, al afirmar que

"aunque Dios hubiera creado muchos mundos no podría haber ninguno en que [tales leyes] dejaran de ser observadas"[366],

pues tal suposición estaría en contradicción con la omnipotencia divina, al restringir el poder de Dios a la plasmación de unas mismas leyes para cualquier Universo que hubiera querido crear en lugar de aceptar que, de acuerdo con su omnipotencia hubiera podido crear no sólo infinitos universos sino infinitas leyes diversas para cada uno de ellos.

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Al mismo tiempo, su consideración de que las leyes del Universo tenían un carácter matemático[367]junto con su afirmación según la cual la verdad de los conocimientos matemáticos no era absoluta, ya que Dios hubiera podido hacer

"que no fuese verdad que todas las líneas tiradas desde el centro de la circunferencia fuesen iguales"[368],

daba un carácter contingente a tales leyes, y, por ello mismo, resultaba incoherente con su pretensión de deducir las leyes del universo a partir de la inmutabilidad divina, dando prioridad a esta cualidad sobre la de la omnipotencia, que es la que destaca en el texto anterior.

Este planteamiento representa un absurdo total, aunque Descartes dio como explicación que, como todo, incluido el principio de contradicción, dependía de Dios, había que aceptar que las mismas verdades matemáticas, ¡a pesar de ser tautológicas!, eran verdades porque Dios así lo había querido, y, por eso, llegó a afirmar que Dios pudo haber hecho que la suma de los ángulos de un triángulo no fuese igual a dos rectos o que los radios de una circunferencia no fuesen iguales entre sí:

"La dificultad de concebir cómo Dios ha sido libre e indiferente para hacer que no fuera cierto que los tres ángulos de un triángulo fuesen iguales a dos rectos o en general que los contradictorios no puedan existir juntos, se la puede suprimir fácilmente considerando que el poder de Dios no puede tener ningún límite"[369].

Y, así, no sólo las verdades concretas de las Matemáticas sino en general el principio supremo de la Lógica, el principio de contradicción, quedaba igualmente subordinado a la voluntad divina, a pesar de que, de modo paradójico, tal principio fue el fundamento último del que se sirvió, aunque sin reconocerlo de modo explícito, para justificar el valor de la regla de la evidencia.

Por ello este nuevo punto de vista le condujo a un nuevo círculo vicioso en cuanto la verdad del cogito servía de fundamento, aunque no absoluto, para la regla de la evidencia, la regla de la evidencia servía de fundamento para demostrar la existencia de Dios, y a partir de la existencia de Dios se justificaba el principio de contradicción, el cual a su vez servía para alcanzar la verdad del cogito, con lo que razonamiento en círculo quedaba completado, tal como puede verse con mayor facilidad en el siguiente esquema:

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Pero, si la evidencia por sí misma era incapaz de conducir a la verdad, en cuanto toda verdad provenía de Dios, en tal caso no tenía sentido pretender demostrar la existencia de Dios mediante la utilización de esta regla cuyo valor dependía de la existencia de ese ser cuya existencia se pretendía demostrar mediante dicha regla.

Por otra parte, el "teólogo" francés afirma de manera inequívoca que

"la certeza misma de las demostraciones geométricas depende del conocimiento de un Dios"[370],

lo cual implicaría que los ateos o los agnósticos no podrían estar seguros de la verdad de tales proposiciones en cuanto para ellos no sería suficiente la dudosa certidumbre proporcionada por el principio de contradicción o por la misma evidencia de tales proposiciones. Pero, claro, si esa dudosa certidumbre, basada en el principio de contradicción, era la que supuestamente había permitido a Descartes alcanzar la demostración de la existencia de Dios, en tal caso el resultado venía a ser el mismo: El fundamento últimos de los conocimientos asumidos por los creyentes era el mismo que el de los ateos, el principio de contradicción, y, en consecuencia el nivel de certeza de sus conocimientos sería idéntico.

Resulta sorprendente además que, mientras el pensador francés hace depender de la omnipotencia de Dios el valor de las verdades matemáticas, sin embargo, por lo que se refiere a las verdades físicas, las haga depender de su inmutabilidad, la cual supondría una limitación contradictoria de su omnipotencia, en cuanto su inmutabilidad habría sido un obstáculo para crear el Universo de otro modo y con otras leyes que las que él dispuso en el momento de la creación.

Por otra parte y en cuanto subordinó los principios de la Física a los de las Matemáticas cuando afirmó

"no admito en Física principios no admitidos también en Matemáticas para poder probar por demostración todo lo que de ellas deduzca, y […] estos principios bastan, puesto que por ellos pueden ser explicados todos los fenómenos de la Naturaleza",

y, en cuanto las principios de las Matemáticas dependían de la omnipotencia divina, en tal caso los principios de la Física serían tan arbitrarios y tan subordinados a la omnipotencia divina como los de las Matemáticas. Por ello, la consideración de que las leyes del Universo debían deducirse a partir de la inmutabilidad divina era contradictoria con respecto a su derivación de la omnipotencia, según la cual Dios hubiera podido crear el Universo de cualquier modo que hubiera deseado. Es cierto, por otra parte, que un teólogo católico podría argumentar que, aunque desde una perspectiva humana las cualidades divinas de la omnipotencia y la bondad se ven como distintas, en Dios son una misma cosa. Sin embargo, conviene tener en cuenta igualmente que, cuando Descartes distingue entre estas cualidades, es porque él las está considerando como distintas. Además, asumiendo tal argumen-tación, podría plantearse el problema de cómo hacer compatible que desde su inmutabilidad Dios no hubiera podido crear el Universo de acuerdo con otras leyes que las que éste tiene, y que desde su omnipo-tencia sí hubiera podido hacer todo aquello que hubiera querido, como el propio Descartes reconoce, defendiendo incluso que tanto las Mate-máticas como el valor del principio de contradicción dependían de Dios.

En cualquier caso, Descartes debería haber renunciado a extender la omnipotencia divina hasta el absurdo de considerar que el valor del principio de contradicción estaba sometido a ella, entre otros motivos porque para demostrar la existencia de Dios se había basado en la regla de la evidencia, la cual, a su vez, se basaba en el principio de contradicción, por lo que sería absurdo valorar de forma absoluta tal principio antes de dicha demostración para relativizarlo después, una vez que por su mediación se hubiera demostrado la existencia de Dios, y, así, sin duda de ninguna clase, habría tenido mayor sentido igualmente que hubiese considerado que las verdades matemáticas eran simples tautologías y que, por ello mismo, se deducían de aquel principio, aunque hubiese considerado que las verdades de la Física eran una consecuencia de la omnipotencia divina, que habría podido crear el mundo de muy diversas maneras de acuerdo con su voluntad y libertad absolutas.

Su solución, sin embargo, fue contradictoria en cuanto, al reducir las posibilidades de Dios a la hora de crear el mundo de acuerdo con un único modelo derivado de su inmutabilidad, de hecho estaba negando su omnipotencia, según la cual habría podido crear infinitos universos de acuerdo con infinitas leyes diversas si así lo hubiese querido.

Por otra parte, siguiendo una especie de mística matemática, que ya había sido sustentada por los pitagóricos y por Platón en la antigüedad, y modernamente por el mismo Kepler, Descartes defendió igualmente que todos los fenómenos naturales podían deducirse de ciertos principios que tenían carácter matemático.

Sin embargo, esta defensa del carácter matemático de las leyes naturales fue contradictoria con la justificación de tales leyes naturales en el propio Dios en cuanto tal justificación implicaba la aceptación de la existencia de aspectos del universo cuyo modo de ser no se deduciría de ningún principio matemático sino que serían una consecuencia arbitraria de la omnipotencia divina. Es decir, a pesar de que Descartes juzgaba que, -en general, aunque no en todos los casos- las leyes del Universo dependían de la inmutabilidad divina y que, por ello mismo, tenían carácter matematizable, esta pretensión era contradictoria con la de que dicha realidad derivase en alguno de sus aspectos de la libre omnipotencia divina, que la habría creado al margen de tales leyes.

La metodología de Galileo, a pesar de conceder un valor especialmente importante a las Matemáticas al afirmar que "el universo está escrito en lenguaje matemático", en la práctica no fue tan exagerada a la hora de buscar subsumir cualquier fenómeno observado en una determinada fórmula matemática sino que fueron muy numerosas las ocasiones en las que Galileo se conformó con descubrir y describir diversos fenómenos, en especial los de carácter astronómico, sin dar excesiva importancia al hecho de no encontrar una fórmula matemática que los explicase. El mismo método de Galileo se basaba inicialmente en la mera observación y descripción de fenómenos, la cual venía seguida de la construcción de hipótesis explicativas acerca de las relaciones matemáticas que pudiera encontrar entre ellos, para pasar después a establecer las diversas deducciones que derivarían de tales hipótesis y para idear a continuación experimentos que pusieran a prueba tales deducciones derivadas de tales hipótesis. Sin duda ninguna, este método iba acompañado de una valoración fundamental de las Matemáticas como un instrumento sin cuyo conocimiento era imposible avanzar un solo paso en la comprensión de los fenómenos de la naturaleza, pero mientras para Descartes un conocimiento meramente descriptivo de fenómenos naturales sin la comprensión de las leyes necesarias de las que se deducían no podía considerarse conocimiento, la actitud de Galileo fue mucho más transigente a la hora de valorar los fenómenos naturales por ellos mismos, al margen de que pudiera encontrar o no una ley matemática que los explicase en su relación con otros fenómenos. Por otra parte, el hecho de prejuzgar que cualquier conjunto de fenómenos físicos deba relacionarse con una fórmula matemática con la que encaje puede ser un postulado científico -o un principio del entendimiento puro, como diría Kant-, pero no una verdad absolutamente demostrada, y, desde luego, no tendría por qué implicar una negación o una especie de rechazo de aquellos fenómenos para los que inicialmente no se encontrase la fórmula matemática según la cual se relacionasen con otros. En este sentido conviene considerar que el hecho de la simple existencia del Universo, tanto si es gratuita como si hubiera sido creado, no parece que pueda ser explicado a partir de ninguna fórmula matemática: El científico se encuentra con su existencia bruta simplemente, y a partir de ella trata de encontrar las fórmulas matemática mediante las cuales sus diversas manifestaciones se relacionan entre sí, sirviéndose especialmente para ello del método experimental. Pero el hecho de que se ignore si su existencia es o no un hecho bruto del que hay que partir no conduce al investigador a buscar desesperadamente una justificación matemática ni mística de su existencia. El empirismo, más respetuoso con los fenómenos que el racionalismo, no desprecia los hechos no "matematizados", por mucho que se tenga la convicción de que debe de existir una fórmula matemática que los describa y por la que se puedan ir descubriendo otras nuevas relaciones. Además, hay muchas ciencias que tienen, al menos inicialmente, un carácter descriptivo y que no por eso dejan de estudiarse, al margen de la dificultad que pueda haber en encontrar una fórmula matemática de sus contenidos. Pensemos en la misma Astronomía, en la Geografía, en la Historia, en la Sociología y en tantas otras ciencias que inicialmente se abordan a partir de una simple descripción de los fenómenos correspondientes y a los que sólo con posterioridad se intenta encontrar una explicación matemática, estadística o probabilista.

Sin embargo y a pesar de que desde el racionalismo cartesiano el valor de las Matemáticas y de la Lógica estaba subordinado a la voluntad divina, la pretensión de construir un sistema científico universal fundamentado en Dios fue tan atrevida que Descartes tuvo la osadía de criticar a Galileo porque

"sin haber considerado las primeras causas de la naturaleza sólo ha investigado las razones de algunos efectos particulares y así ha construido sin fundamento"[371].

Mediante esta crítica el pensador francés puso de manifiesto que aquello que él ambicionaba alegremente, aquello de lo que se creía capaz y aquello de lo que en definitiva tuvo la osadía de presumir era de haber creado un sistema científico deductivo fundamentado en el propio Dios y en sus infinitas perfecciones, en el que todos los fenómenos habían sido explicados. Pretendía reconstruir la Filosofía, entendida como ciencia universal, y, por eso, criticó a Galileo por no haber "considerado las primeras causas de la naturaleza" y por haber "construido sin fundamento", de manera que, desde su extraño engreimiento, nunca llegó a pensar ni de lejos que los conocimientos científicos iban a incrementarse de modo extraordinario gracias al método de aquél a quien criticaba: No desde un fundamento metafísico relacionado con un supuesto Dios, a partir de cuyas cualidades pudieran deducirse las diversas leyes de la Física y las de las demás ciencias, sino a partir del estudio de los fenómenos más concretos hasta las teorías más complejas, sin necesidad alguna de comenzar desde Dios o de llegar hasta él para ir deduciendo a partir de sus cualidades el conjunto de las leyes de la Naturaleza, tal como pretendió Descartes, quien incluso llegó a la absurda osadía de afirmar haber culminado este conocimiento universal, cuando en los Principios de la Filosofía, llevado de su megalomanía y de su frivolidad, tuvo la increíble pretensión y el atrevimiento asombroso de escribir:

"no hay ningún fenómeno en la Naturaleza cuya explicación haya sido omitida en este Tratado"[372].

5.3.2. Formación y "límites" del Universo. La teoría de los "torbellinos"

Por lo que se refiere a la formación y al movimiento del Universo, el filósofo francés consideró que Dios lo creó con una cantidad invariable de movimiento. Junto con esta doctrina y aunque en diversas cartas al padre Mersenne le había comunicado que opinaba de un modo similar al de Galileo respecto al movimiento de la Tierra, introdujo posteriormente una atrevida y errónea teoría según la cual los cuerpos celestes se encontrarían flotando en medio de una "materia celeste", una especie de fluido imperceptible a los sentidos que se movería en una serie de torbellinos principales y secundarios, similares a los remolinos que forma el agua en los ríos o en los alrededores de un desagüe. Estos torbellinos arrastrarían consigo los diversos planetas y estrellas fijas "en el gran torbellino de materia celeste cuyo centro es el Sol"[373].

De acuerdo con esta teoría, la Tierra, en sentido propio, no se movería; lo que se movería sería el fluido celeste que la rodeaba, del mismo modo que un barco en reposo en medio del mar es movido por la corriente del agua[374]El movimiento de la Luna alrededor de la Tierra estaría causado por un torbellino secundario de materia celeste en cuyo centro se encontraría la Tierra, el cual además provocaría el movimiento de rotación de ésta[375]mientras que el movimiento de este torbellino estaría subordinado a su vez al movimiento del torbellino mayor en cuyo centro se encontraría el Sol.

Por lo que se refiere a la explicación de los aparentes movimientos de la Tierra y del resto de los astros a partir de la teoría de los torbellinos celestes, Descartes hubiera podido presentarla como una simple hipótesis, que tendría, entre otras, la dificultad especial de explicar qué clase de materia era ésa de que hablaba en cuanto no era perceptible, pero en ningún caso podía ser aceptable que la presentase como una doctrina "evidente", cuando además era falsa y cuando además ya Copérnico, Kepler, Galileo y el mismo fraile M. Mersenne, amigo de Descartes, habían defendido la explicación correcta, renunciando Descartes a ella por temor a la jerarquía católica y para dar un hipócrita ejemplo de fidelidad a las doctrinas defendidas por dicha jerarquía.

Efectivamente, la condena de Galileo llevó al Descartes oportunista y calculador a alejarse de esa doctrina "herética" defendida por el gran científico pisano, confesando a su amigo Mersenne y también negando –en el Discurso del método– haber defendido tal doctrina, según se ha comprobado en la segunda parte de este trabajo, pero su actitud, al introducir esta doctrina ecléctica, sólo servía para demostrar una vez más la servil y esencial dependencia que el pensador francés tuvo respecto a la jerarquía católica, de la que siempre se declaró fiel devoto y obediente servidor, y con la que por todos los medios procuró siempre evitar cualquier enfrentamiento.

Parece que con la introducción de esta teoría Descartes pretendió, por una parte, librarse de una condena similar a la de Galileo en cuanto, según comunicó a su amigo el padre Mersenne[376]en su Tratado del Mundo había defendido la teoría heliocéntrica, renunciando a ella para

"prestar obediencia a la a Iglesia, puesto que ha proscrito la opinión de que la Tierra se mueve"[377],

y porque, según le escribió dos meses después,

"aunque [la teoría de que la Tierra se mueve] pensaba que se basaba en pruebas seguras y evidentes, no desearía por nada del mundo mantenerla contra la autoridad de la Iglesia".

y, por otra, para satisfacer servilmente a las autoridades de la iglesia católica ofreciéndoles una explicación astronómica que pudiese combatir con éxito las heréticas ideas defendidas por Kepler y por Galileo, que podían hacer peligrar los "sacrosantos" dogmas respaldados por dicha iglesia, pues, en efecto, la teoría heliocéntrica implicaba la aceptación de que la Tierra –y el resto de cuerpos celestes- se movían y no sólo la de que eran movidos.

Descartes, mediante su peculiar teoría de los "torbellinos", podía intentar frenar la fuerza de las nuevas ideas, que representaban un ultraje a la Biblia en cuanto olvidaban que en el Salmo 21 se decía "Asentaste la tierra sobre su cimiento y no vacilará nunca jamás" y en cuanto los defensores de la nueva teoría pasaban por alto igualmente que Josué, a fin de poder conquistar la ciudad de Jericó antes de que anocheciese, ordenó al Sol que se detuviese, lo cual era una demostración "evidente" de que era el Sol el que cada día daba una vuelta alrededor de la Tierra, mientras que la Tierra, como centro del Universo, permanecía inmóvil, como lógica consecuencia evidente de la propia inmutabilidad divina.

La honestidad intelectual del filósofo francés no se manifiesta especialmente diáfana en este asunto en cuanto no construyó esta teoría porque en verdad le convenciese sino por su interés en asegurar el apoyo de la jerarquía católica a su nueva filosofía, presentando una doctrina ecléctica alternativa a la de Copérnico que sirviera para aceptar el cambio constante de posición de la Tierra sin necesidad de aceptar que ésta se moviera.

Lo que resulta también objetable, además de la seguridad con que Descartes se atrevió a defender una teoría tan carente de fundamentos como ésa y a pesar de haber defendido anteriormente la doctrina correcta, es el hecho de que estableciera una distinción tan absurda entre un tipo de materia activa, la "materia celeste", que se movía y movía el conjunto de los astros, y una materia pasiva, la de todos los astros, que no poseían movimiento propio sino que sólo eran arrastrados por el movimiento de la "materia celeste". Este dualismo material era absurdo en cuanto, por una parte, aceptaba que un tipo de materia pudiera mover el otro, pero, por otra, negaba de modo implícito que pudiera haber transferencia de movimiento entre la materia celeste y la materia de los astros, y de este modo Descartes conseguía que, aunque pareciera que la Tierra tenía al menos un movimiento de rotación, dicho movimiento quedase explicado sin necesidad de afirmar que la Tierra se moviese sino sólo aceptando que era movida por esa materia celeste, que sólo arrastraba a los astros, pero no les imprimía movimiento alguno que les permitiera a continuación moverse por sí mismos. El absurdo crecía descaradamente cuando Descartes, a pesar de haber clasificado a la Tierra en el conjunto de los planetas[378]llega a decir más adelante que el resto de los planetas sí que se mueve mientras que la Tierra permanece inmóvil[379]aunque sí era arrastrada por los torbellinos de materia celeste[380]Lo más insólito de esta explicación es que Descartes no sólo había defendido la constancia de la cantidad de movimiento sino que también había intentado establecer ciertas leyes relacionadas con la transferencia de movimiento de unos cuerpos a otros –a pesar de los errores en que incurrió-, de manera que en este punto cayó en una nueva contradicción con respecto al principio de inercia y en un sofisma ridículo al considerar que la materia celeste se movía y movía los cuerpos celestes, mientras que éstos simplemente eran arrastrados de manera pasiva sin que recibieran un movimiento a partir del cual pudiera decirse que se movían por sí mismos en virtud del movimiento inercial generado, equivalente a la cantidad de movimiento recibido.

La creencia en la existencia de esa materia celeste provenía de la Astronomía aristotélica, que consideró el éter como una materia incorruptible de la que se componía la realidad supralunar, tanto la de los astros como la de las bóvedas celestes, desde la Luna hasta las consideradas "estrellas fijas". La Astronomía moderna en general desechó la doctrina del éter, aunque no por ello consideró que los espacios interplanetarios o intergalácticos estuvieran vacíos, pues, de acuerdo con el punto de vista aristotélico y cartesiano, entiende que el vacío absoluto no existe en cuanto su existencia sería equivalente a la existencia del no ser. En consecuencia, el vacío ni siquiera podría contener algo así como "espacio", en cuanto tal hipótesis supondría considerar al propio espacio como una realidad en sí misma en lugar de entenderlo como la cualidad esencial e inseparable de la "res extensa", a la cual está necesariamente unido, del mismo modo que el movimiento no es una realidad independiente sino ligada necesariamente a la res extensa como una de sus cualidades.

5.3.3. El Universo como realidad "indefinida"

Descartes considera que la extensión del Universo es "indefinida" y no se atreve a considerarlo infinito porque reserva exclusivamente ese adjetivo para Dios, único ser infinito en todos los sentidos, y no a lo que sólo sea infinito en determinado aspecto. Seguramente además evitó dar ese calificativo de infinito al Universo porque calculó acertadamente que la jerarquía católica podría encolerizarse con él por el uso de un calificativo como ése para aplicarlo a una realidad ajena a la divina. Conviene recordar –y Descartes seguramente lo recordó- que la Inquisición católica había quemado a Giordano Bruno entre otros motivos por haber afirmado el carácter infinito del Universo, por haber defendido la existencia de una pluralidad de mundos en él[381]y por haber apoyado la doctrina de un panteísmo basado precisamente en que la misma idea de "infinitud" era incompatible con la existencia de realidades ajenas a ella, en cuanto habrían constituido límites contradictorios con tal infinitud. Posteriormente Spinoza empleó este mismo argumento para defender su propio panteísmo, haciendo de Dios y la Naturaleza, "Deus sive Natura", una misma realidad.

Pero, volviendo a la cuestión anterior, es muy posible la condena de Giordano Bruno influyese de manera importante en que Descartes decidiera introducir su distinción entre los conceptos de "infinito" e "indefinido", reservando para Dios el primero y dejando el segundo para el mundo:

"Sólo llamo infinito, hablando con propiedad, a aquello en que en modo alguno encuentro límites, y, en este sentido, sólo Dios es infinito. Pero a aquellas cosas en las que sólo bajo cierto respecto no veo límite –como la extensión de los espacios imaginarios, la multitud de los números, la divisibilidad de las partes de la cantidad, y cosas por el estilo- las llamo indefinidas, y no infinitas, pues no en cualquier sentido carecen de límite"[382].

Sin embargo, aunque consideró que el Universo era infinito en extensión, en cuanto racionalmente no encontró argumentos para señalarle límites, cayó en una trampa derivada de su racionalismo y en una incoherencia con sus propias teorías, al mezclar el espacio geométrico –o de la imaginación– con el espacio físico, ya que, mientras el primero podía pensarse como indefinido o infinito sin problema alguno, el segundo, al no poseer una existencia sustantiva sino sólo adjetiva, es decir, como cualidad esencial de la res extensa, sólo podía tener la misma extensión que tuviera la res extensa, cuestión que, en el mejor de los casos, sólo la experiencia hubiera podido resolver.

Un texto especialmente importante relacionado con esta cuestión, donde puede comprobarse el error cartesiano, es el que aparece en una carta al embajador Chanut en el que dice:

"para decir que [el Universo] es indefinido, basta con no ver razón alguna que pueda probarnos que tiene límites. Y, así, me parece que no puede probarse, ni aun siquiera concebirse, que tenga límites la materia de que se compone el mundo. Pues, al examinar la naturaleza de esta materia, veo que no consiste sino en que es algo que se extiende a lo largo, a lo ancho y en profundidad, de forma tal que todo cuanto posee esas tres dimensiones es parte de esa materia; y no puede existir ningún espacio completamente vacío, es decir, que no contenga materia alguna, porque no podemos concebir ese espacio sin concebirlo con esas tres dimensiones, y, por consiguiente, con materia. Ahora bien, si suponemos el mundo finito, imaginamos, más allá de sus límites, algunos espacios con sus tres dimensiones, que no son, por lo tanto, puramente imaginarios […] sino que contienen materia que al no poder estar sino en el mundo nos muestra que el mundo se extiende más allá de los límites que habíamos querido ponerle. No pudiendo, pues, probar que el mundo tenga límites, y no pudiendo ni tan siquiera concebirlo, lo llamo indefinido. Mas no me permite eso negar que no tenga algunos, que conocerá Dios aunque me resulten incomprensibles; y por eso no digo de forma absoluta que es infinito"[383].

El problema fundamental de este texto aparece cuando Descartes introduce la imaginación para hablar del Universo, manifestándose en un sentido idéntico al de Arquitas de Tarento cuando argumentaba que el Universo era infinito porque siempre podía imaginarse a alguien que, llegando a sus límites, pudiera extender la mano o el báculo más allá del supuesto límite del Universo, lugar al que se podría llegar para extender de nuevo el báculo más allá de tales límites, lo cual demostraría su infinitud. Descartes habla de un Universo que en principio podría imaginarse limitado, pero añade a continuación, al igual que Arquitas, que "imaginamos más allá de sus límites algunos espacios con sus tres dimensiones". Sin embargo, a continuación, introduce la contradicción según la cual tales espacios "no son […] puramente imaginarios […] sino que contienen materia que al no poder estar sino en el mundo nos muestra que el mundo se extiende más allá de los límites que habíamos querido ponerle". La contradicción se basa en que al principio el propio Descartes parte del supuesto de que "imaginamos […] algunos espacios con sus tres dimensiones", lo cual es correcto en cuanto no existe dificultad alguna en imaginar ese concepto de espacio, perteneciente a la Geometría pura; sin embargo cuando a continuación dice que tales espacios "no son […] puramente imaginarios […] sino que contienen materia" se produce una contradicción porque Descartes ha dejado de hablar de ese espacio geométrico, para hablar de un espacio físico, unido a la materia como una cualidad suya. Y, mientras el primero puede imaginarse sin problema alguno como infinito, del segundo en ningún caso podría demostrarse su carácter ilimitado sino, si acaso, lo contrario, como sucede desde el punto de vista de la teoría de Einstein. En su ejemplo, Descartes, con su frivolidad habitual, mezcla ambos conceptos: Utiliza el primero para plantear la idea de que podría imaginar, más allá de los teóricos límites del Universo, un espacio que se extendiese ilimitadamente en sus tres dimensiones; pero dice a continuación que, como el espacio es una cualidad de la materia, entonces aquel espacio imaginado no sería meramente imaginado sino que sería real y, en consecuencia, el Universo sería infinito. Pero del mismo modo que el color de un objeto no se extiende más allá de los límites de dicho objeto, aunque mediante la fantasía se pueda imaginar una extensión coloreada infinita, igualmente la espacialidad real de un objeto o la del propio Universo coincide con los propios límites del Universo, sin que tenga sentido hablar de una extensión de la espacialidad del Universo más allá del propio Universo, pues, como el espacio no tiene una existencia independiente del mundo material, quedaría demostrada así que su dimensión coincidiría con la de los límites del Universo. Descartes, que identificaba adecuadamente el espacio como una cualidad de la materia y no como una realidad con existencia en sí misma, tuvo el error de recaer en esa trampa por la que mezclaba el espacio geométrico con el espacio físico.

En consecuencia, la afirmación de que el espacio sea infinito –o indefinido-, además de ser errónea, es un ejemplo más de los errores que el pensador francés cometió por realizar especulaciones gratuitas sin base ni confirmación en la experiencia, defecto propio del racionalismo en general y del suyo en particular.

5.3.4. Las leyes del Universo

Al relacionar las cualidades divinas de la inmutabilidad y de la omnipotencia para interpretar la realidad del Universo, Descartes incurrió en diversas contradicciones de las que, al parecer, ni siquiera llegó a ser consciente en cuanto algunos rasgos de su personalidad, como especialmente su megalomanía y su frivolidad, así como su medio político, social y religioso se lo dificultaron muy seriamente. En este sentido y desde el enfoque cartesiano, en cuanto Dios era omnipotente, ni siquiera el principio de contradicción representaba un límite para su poder; pero, en cuanto era inmutable, obraría siempre de acuerdo con esa inmutabilidad, y esta circunstancia representaría de hecho una limitación contradictoria a su supuesta omnipotencia.

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