Descartes tenía razón en que Galileo "sólo [había] investigado las razones de algunos efectos particulares", pero no la tenía cuando afirmaba que había "construido sin fundamento". Galileo, más realista que Descartes, comprendía que para explicar los fenómenos de la Naturaleza debía comenzar a investigar desde abajo, desde lo más simple, desde los datos de la observación empírica, pero eso no significaba "construir sin fundamento" sino construir desde el único fundamento del que podía disponer, que era precisamente la experiencia. Sin embargo, Descartes, especialmente ambicioso, orgulloso y seguro de su capacidad, pretendía construir su ciencia desde un fundamento absoluto y último, como aspiraba a que lo fuera el dios católico, considerado como el principio y fundamento último de toda la realidad, prejuicio gratuito asumido como consecuencia del adoctrinamiento recibido durante su infancia, que le condujo a asumir con demasiada ligereza la convicción de haber demostrado la existencia de dicho ser y de que a partir de ese momento podía "construir con fundamento" el resto de los conocimientos. En definitiva, Descartes consideraba en su crítica a Galileo que éste había construido sin fundamento porque no había construido un sistema deductivo que, partiendo de Dios, dedujera las leyes de la Naturaleza de manera simplemente racional y tomando como principio deductivo la inmutabilidad divina. Y, efectivamente, el proyecto cartesiano podía ser más "completo" en cuanto todas las leyes se dedujeran de Dios, pero era una pretensión propia de un megalómano la de considerar que la existencia de Dios era algo demostrable, así como la de afirmar que a partir de tal principio las leyes del universo podían ser deducidas por él con la misma facilidad con que podía demostrar el teorema de Pitágoras.
Por ello, la verdad era contraria a la opinión cartesiana, pues Galileo construía a partir del fundamento de la experiencia, mientras que Descartes partía de un "fundamento" meramente supuesto y muy alejado de la comprobación experimental, a pesar de haber concedido a la experiencia cierta utilidad como mecanismo auxiliar para suplir las limitaciones de la razón humana a medida que las verdades racionales más evidentes iban quedando demasiado alejadas a lo largo del proceso deductivo que llevaba desde supuestos conocimientos absolutos, como el que se relacionaba con Dios, a otros conocimientos más concretos[226]
La tendencia a dejar en un segundo plano la experiencia fue su tónica general, a pesar de que en las Reglas para la dirección del espíritu todavía había llegado a criticar a
"aquellos filósofos que, desdeñando las experiencias, creen que la verdad saldrá de su propio cerebro como Minerva del de Júpiter"[227]
y a pesar de que posteriormente, hacia los años 1638–1640, se atrevió a realizar disecciones con diversos animales, como peces y conejos. Pero este diletantismo experimental en Anatomía y en Medicina no le duró mucho tiempo y pronto abandonó la experimentación para dedicarse de nuevo a la mera especulación.
En su línea general de pensamiento consideró que la experiencia sin la razón era un conocimiento sumamente imperfecto, pues sólo mostraba que algo era, pero no por qué era, mientras que, para él, lo esencial en el conocimiento científico era mostrar la conexión deductiva y sistemática de todos los fenómenos en cuando derivados de la perfección divina, y, por ello, la experiencia sólo tenía un valor secundario que podía servir para asegurar la verdad de los resultados a los que conducían las deducciones racionales o para la obtención de aquellos conocimientos que en lugar de ser el resultado deductivo de la inmutabilidad de Dios dependían sólo de su omnipotencia, por lo que no podían ser deducidos sino solo constatados por ella.
Resulta lamentable que Descartes llegase a menospreciar tan frívolamente la obra de Galileo, el cual había elaborado un método especialmente útil para el progreso de la Ciencia, el método hipotético deductivo, que combinaba la experiencia, la imaginación y la inteligencia para observar la realidad, crear hipótesis explicativas de lo observado, deducir consecuencias teóricas de tales hipótesis y realizar experimentos que sirvieran para confirmar o desmentir las hipótesis previamente establecidas, dando paso de este modo al asombroso progreso que desde entonces ha tenido la Ciencia.
3.2.4. Críticas al cogito
Por lo que se refiere a la proposición "cogito, ergo sum", fundamento del método y del sistema cartesiano, hubo una serie de críticas relacionadas tanto con su contenido como con la originalidad de Descartes a la hora de utilizarla como verdad absoluta:
a) Gassendi criticó esta "primera verdad" considerando que en el fondo se trataba de un silogismo en el que estaba implícita la premisa mayor "todo lo que piensa existe". Descartes replicó que su planteamiento no tenía carácter deductivo sino que se trataba de una intuición intelectual directa por la que veía con absoluta evidencia que el pensamiento y la existencia iban necesariamente unidos, de manera que no podía afirmar "pienso" sin afirmar al mismo tiempo la verdad según la cual existo como ser pensante. No obstante, la crítica de Gassendi era correcta por lo que se ha dicho más arriba, pues por muy fácil y directa que pudiera resultar la implicación entre pensar y existir, el paso deductivo era inevitable. Se podría matizar que la premisa implícita no tenía por qué ser "todo lo que piensa existe" sino que podía adoptar la forma "es imposible pensar sin existir" u otra similar, que suponía la admisión del principio de contradicción como fundamento implícito de tal proposición.
Como la pretensión cartesiana era la de convertir cualquier deducción en una intuición intelectual, eso explicaría en parte su empeño en defender el carácter intuitivo de la proposición "cogito, ergo sum", a pesar de que no podía dejar de tener carácter deductivo en cuanto los conceptos de pensar y de existir no eran sinónimos, por lo que a fin de establecer la conclusión "existo" había que introducir de manera más o menos explícita la premisa "todo lo que piensa existe" o la de que "es imposible pensar sin existir", había que añadir a continuación la premisa "pienso" y entonces podía establecerse la conclusión "existo", como lo había hecho Gómez Pereira el siglo anterior.
El interés cartesiano por afirmar el valor del cogito como principio absoluto de su filosofía, tanto de su sistema como de su método, convirtiéndolo por ello en fundamento del principio de la evidencia, tenía en cualquier caso el inconveniente radical de que, desde el momento en que el pensador francés recurría a una impresión necesariamente subjetiva como la de la evidencia, relacionada con "la claridad y distinción" con que un supuesto conocimiento se presentase a su mente, tal planteamiento podía dar pie a la aparición de toda clase de intuiciones "evidentes", en cuanto fueran sentidas así por quien las afirmase como tales. En definitiva, ni existía un criterio intersubjetivo para contrastar el valor objetivo de evidencias necesariamente subjetivas, ni existía ningún otro método de corroboración de lo que cualquiera pudiera afirmar como "verdad evidente", tanto si se refería a los "milagros" de Lourdes como a su particular "regreso al futuro" o a sus abducciones por los tripulantes de una nave marciana, fenómenos al parecer muy evidentes, al menos para quienes los cuentan.
b) Fue igualmente acertada la crítica posterior de P. D. Huet en 1689 en su obra Censura philosophiae cartesianae, indicando que en el planteamiento cartesiano había un círculo vicioso[228]por cuanto si el principio "cogito, ergo sum" se aceptaba porque era evidente, en dicho caso había que considerar la regla de la evidencia como su fundamento, y, en consecuencia, dicha regla no podía a su vez quedar justificada en virtud de aquel principio.
En relación con esta crítica muchos años antes Descartes había defendido el valor de esa primera verdad como fundamento de la regla de la evidencia señalando que el "cogito, ergo sum" poseía la cualidad de ser una evidencia absoluta cuya negación habría sido contradictoria. Ahora bien, con esta defensa Descartes pasó por alto, en primer lugar, que toda evidencia –y no sólo la del cogito– debía tener ese mismo carácter absoluto, pues no tiene sentido hablar de evidencias más o menos evidentes, del mismo modo que no tiene sentido hablar de circunferencias más o menos redondas, ni de difuntos más o menos muertos, ni de igualdades más o menos iguales. En consecuencia, a la hora de aceptar como conocimiento "otras evidencias", sólo podía hacerlo en cuanto fueran tan absolutas como esa primera verdad, pues en caso contrario habría aceptado frívolamente la equivalencia entre lo evidente y lo probable, olvidando su intención de reconstruir la Filosofía como un sistema de conocimientos evidentes. Y, en segundo lugar, una consecuencia derivada de esta justificación era la de que, aunque la verdad del cogito no procediera de la regla de la evidencia sino que fuera la regla de la evidencia la que hallase su justificación en aquella primera verdad, en cualquier caso, como se ha dicho antes, el valor de la verdad del cogito derivaría del principio de contradicción, pues, desde el momento en que dice Descartes que es imposible pensar o dudar sin existir, está reconociendo implícitamente que el pensar es incompatible, o, lo que es el mismo, contradictorio, con la no existencia y, por ello, a la vez que se afirma el pensar se afirma la existencia de ese pensar[229]en cuanto su negación sería contradictoria. Y así, desde el momento en que el valor del cogito se justifica a partir del principio de contradicción, esta primera verdad sirve a su vez de justificación para la regla de la evidencia, lo cual implica la aceptación implícita de que esta regla no podía representar por sí misma un criterio suficiente para la aceptación de cualquier supuesto conocimiento.
En definitiva, el principio de contradicción posee una prioridad gnoseológica sobre la verdad del cogito y sobre la regla de la evidencia, y representa el fundamento último de todos los conocimientos.
Por otra parte, cuando Descartes recurre al principio de contra-dicción, utilizándolo sin proponérselo, como fundamento objetivo de la verdad del cogito, todavía no es consciente de que el valor absoluto que en esos momentos concede a este principio más adelante se lo negará, al considerarlo subordinado al poder divino, y esta incoherencia complicará todavía más sus reflexiones, en cuanto supone un círculo vicioso del que le será imposible salir. En este sentido escribe:
"En cuanto a la dificultad de concebir cómo Dios ha sido libre e indiferente para hacer que no fuera cierto que los tres ángulos de un triángulo fuesen iguales a dos rectos o en general que los contradictorios no puedan existir juntos, se la puede suprimir fácilmente considerando que el poder de Dios no puede tener ningún límite"[230].
Pues, en efecto, con la introducción de Dios, lejos de solucionarse el problema, todo él se complica todavía más en cuanto, si la verdad del cogito se justifica a partir del principio de contradicción y este principio se justifica a partir de Dios, considerando por ello que su valor no es absoluto, en cuanto depende de la libre voluntad divina, en tal caso la justificación del cogito a partir del principio de contradicción se muestra tan arbitraria como el mismo principio de contradicción. Pero, además, hay que tener en cuenta que, como la existencia de Dios había sido introducida a partir de la aplicación de la regla de la evidencia, la cual debía haber sido previamente justificada por Dios, en tal caso el círculo se completaba en cuanto sus términos inicial y final eran la "res cogitans" y Dios, mientras que el principio de contradicción y la regla de la evidencia eran los términos intermedios. Y así, Descartes incurrió en un nuevo círculo vicioso que, evidentemente, no podía servirle para demostrar nada:
Por otra parte, en cuanto para demostrar la existencia de Dios era necesario aceptar previamente la regla de la evidencia, en cuanto para aceptar la regla de la evidencia había que aceptar el principio de contradicción y en cuanto, según Descartes, el valor de este principio se sustentaba en la voluntad de Dios, no podía aceptarse como un principio con valor absoluto y, por ello, todo lo que se hubiese pretendido demostrar a partir de él habría sido inútil
En resumen, si la demostración de la existencia de Dios se fundamentaba en una argumentación basada en la previa aceptación del valor de la regla de la evidencia, si la regla de la evidencia tenía un valor subordinado al del cogito, si éste se basaba en el principio de contradicción y, finalmente, si el valor del principio de contradicción dependía de la omnipotencia divina, entonces cualquier demostración que pudiera obtenerse por su mediación sería tan arbitraria como el propio principio.
Por otra parte y desde perspectivas posteriores, hubo una serie de pensadores que realizaron diversas críticas al cogito cartesiano, no tanto por lo que se refiere a la relación necesaria entre pensamiento y existencia como por la doctrina cartesiana acerca del yo como una realidad sustancial que serviría de soporte para el pensamiento, sin identificarse con él.
En este sentido son especialmente interesantes las observaciones de Hume, de Kant y de Nietzsche, aunque Kant no llegase a realizar una crítica tan radical como los otros:
a) Las reflexiones de D. Hume respecto a la existencia de un yo sustancial representan una crítica implícita al planteamiento cartesiano. Respecto a la idea de alma, entendida como un sujeto permanente de carácter inmaterial que serviría de soporte para las sucesivas percepciones a lo largo del tiempo, Hume se pregunta desde la aplicación más rigurosa del empirismo y de su principio "nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu" si percibimos la impresión correspondiente a ese supuesto sujeto al que llaman "alma" o "yo". Señala Hume que
"si alguna de nuestras impresiones nos da la idea del yo, dicha impresión ha de permanecer invariable, a través de toda nuestra vida […] Pero no existen impresiones constantes e invariables […] y, en consecuencia, no existe…"[231]
…una realidad objetiva que se corresponda con dicha idea.
Hume negó, en consecuencia, el conocimiento de un yo permanente o alma y comparó el espíritu humano con una especie de teatro en el que se suceden las percepciones y en el que "sólo las percepciones sucesivas constituyen el espíritu"[232], es decir, que a partir de la sucesión de las diversas percepciones no podía concluirse en la existencia de un yo sustancial o del alma, tal como Descartes había hecho. A pesar de todo, Hume manifestó su propia insatisfacción con su explicación del conocimiento al comprender la necesidad de la existencia de un centro unificador de las diversas percepciones que explicase las relaciones que se producían entre ellas[233]
b) También en este punto el planteamiento kantiano difiere radicalmente del cartesiano, pues mientras Descartes considera que el yo es transparente respecto a sí mismo, Kant considera, en primer lugar, que, si se hace referencia al yo como sujeto del conocimiento, en tal caso se estará hablando del "yo trascendental" que, aunque es la condición apriórica de todos los conocimientos, no puede ser conocido directamente, sino sólo ser objeto de una "deducción trascendental", entendiéndolo como condición apriórica necesaria para el establecimiento de las diversas relaciones entre los fenómenos, aplicándoles los conceptos puros del entendimiento; en segundo lugar, que, si se hace referencia a la propia realidad subjetiva conocida a través de los sentidos, se estará hablando del yo empírico o yo fenoménico, es decir, del yo tal como aparece ante uno mismo, pero no del yo tal como pueda ser en sí mismo; y, en tercer lugar, que, si se hace referencia al "alma" como realidad trascendente, en tal caso se produce un alejamiento de la experiencia, y, en consecuencia, nada podrá decirse de ella en cuanto la construcción de todo conocimiento requiere de una materia, las sensaciones empíricas, y una forma, las estructuras aprióricas de la sensibilidad y del entendimiento, mientras que en el caso del pretendido conocimiento del alma sólo tendríamos "pensamientos sin contenido", es decir, ideas o estructuras mentales sin relación alguna con un material sensible al que tales estructuras pudieran ser aplicables.
c) Por su parte, Nietzsche critica este primer pilar de la filosofía cartesiana considerando que se basa en el "hábito gramatical" que condujo a la construcción antropomórfica de la categoría de "sustancia" o de "sujeto", como si la acción requiriese de "alguien" que "hiciera": " "Se piensa: luego hay una cosa que piensa": a esto se reduce la argumentación de Descartes. Pero esto es dar por verdadera "a priori" nuestra creencia en la idea de sustancia. Decir que, cuando se piensa, es preciso que haya una cosa que piensa, es simplemente la formulación de un hábito gramatical que a la acción atribuye un actor […] Si se redujese la afirmación a esto: "se piensa, luego hay pensamientos" resultaría una simple tautología"[234].
Igualmente considera Nietzsche que la creencia en el alma, que es en definitiva el sujeto del "cogito" cartesiano, es una consecuencia de la creencia en el valor objetivo de las estructuras gramaticales de sujeto y predicado[235]
En definitiva, de acuerdo con estas críticas, la proposición "pienso, luego existo" prejuzga la existencia del sujeto "yo", que lo sería tanto del pensar como del existir, de forma que en esta proposición no sólo se afirma la relación del pensar con el existir del pensamiento, sino que también se presupone la existencia diferenciada de un yo que piensa, pero que no se identifica con el pensamiento sino que es algo más. Pero, ¿cómo se llega a demostrar –y a demostrar con evidencia absoluta- que por debajo del pensamiento exista un sujeto que tenga pensamientos, pero que no se identifique con ellos?
Parece evidente, como criticó Nietzsche, que en el planteamiento cartesiano subyace el prejuicio gramatical que diferencia entre un sujeto y un predicado, entre el yo (sujeto) y el pensamiento (predicado). Y, por ello, el rigor de su método hubiera debido conducir a Descartes a la afirmación de la existencia del pensamiento, pero sin añadir a tal afirmación el supuesto de que debiera existir "una cosa" pensante, pues o bien dicha cosa se identificaría con el pensamiento, y, en tal caso, esa afirmación habría sido una redundancia, o bien no se identificaría, y en dicho caso al conocimiento de que existe el pensamiento se estaría añadiendo la idea de que existe algo más como sujeto de la actividad pensante, pero distinto de ella. Para entender mejor esta crítica puede observarse que una oración impersonal, como "llueve", no conduce a extraer la conclusión "existe una cosa que llueve", como si por una parte existiera la lluvia, y, por otra, una realidad invisible de la que surgiera la lluvia, sino que sólo podría extraerse la conclusión tautológica "existe la lluvia", y puede entenderse igualmente que la incorporación al lenguaje de la categoría gramatical de sujeto tiene un carácter utilitario para la manipulación de la realidad, pero ésta no está dividida en realidades atómicas, como lo serían tales sujetos, sino que se identifica con el conjunto de sus manifestaciones.
3.2.5. Antecedentes del cogito cartesiano
Por otra parte, la proposición "cogito, ergo sum" no fue una novedad introducida por Descartes como ejemplo de verdad absoluta, sino que tuvo diversos precedentes, como Agustín de Hipona (s.IV-V), Jean de Mirecourt (s.XIV), Gómez Pereira (s. XVI), y Jean Silhon (s. XVII), amigo de Descartes. Resulta difícilmente creíble que la obra de al menos alguno de estos pensadores no hubiese llegado a ser conocida por Descartes, a pesar de que él no menciono a ninguno de estos pensadores.
a) Agustín de Hipona había utilizado la proposición "si fallor, sum"[236] ("si me equivoco, existo") como ejemplo de verdad absoluta y, en este sentido, el "cogito" cartesiano no parecía especialmente original. Sin embargo, Descartes, aunque reconoció la existencia de una similitud entre la verdad agustiniana y la suya propia, consideró que mediante ella Agustín sólo pretendía refutar a los escépticos, mientras que él pretendía convertirla en el fundamento de su método y de su sistema. Otra diferencia en este punto consistía en que Agustín consideraba que la realidad sensible estaba sometida al cambio mientras la verdad tenía un carácter inmutable; y que, por ello, el conocimiento de la verdad no podía depender del hombre por ser una realidad cambiante, sino del propio Dios, como ser inmutable del que procedían las verdades que el hombre descubría en el interior de su alma. Por ello mismo, la afirmación cartesiana de la existencia de verdades innatas que procederían de Dios, y el hecho de que el fundamento del método y del valor de los diversos conocimientos en general –a excepción de la verdad del "cogito"- quedasen justificados a partir de Dios sugieren que el paralelismo entre su planteamiento y el de Agustín fue mucho más cercano de lo que él aceptó. La sospecha de que la "coincidencia" entre ambos pensadores fuera en realidad una influencia del obispo de Hipona sobre Descartes aumenta si se tiene en cuenta que mientras Agustín había manifestado su deseo de profundizar en el conocimiento exclusivo de Dios y del alma[237]Descartes entendió igualmente que sus Meditaciones Metafísicas representaban en lo esencial una demostración de la existencia de Dios y de la independencia e inmortalidad del alma respecto al cuerpo:
"Siempre he considerado que estas dos cuestiones de Dios y del alma eran las que principalmente deben ser demostradas por las razones de la Filosofía antes que por las de la Teología"[238].
b) Igualmente, en el siglo XIV Jean de Mirecourt habló acerca de esta misma cuestión cuando se preocupó por el problema del conocimiento, defendiendo tres tipos de evidencia:
1) la evidencia lógica, como criterio infalible de verdad, en cuanto se fundamentaba en el principio de contradicción;
2) la evidencia relacionada con la experiencia ("evidentia naturalis") que tenía un valor muy alto, pero no absoluto en cuanto podría ser consecuencia de la acción directa de Dios sobre la mente, sin necesidad de que existieran realidades independientes que la causaran; y
3) la evidencia de la experiencia interna de la propia existencia, que no podía tener carácter meramente subjetivo, ya que si alguien dudara de su propia existencia, tendría que reconocer que existe, pues para dudar era preciso existir.
De nuevo aparece aquí una similitud especialmente clara entre los puntos de vista de Jean de Mirecourt y Descartes, similitud que sugiere la existencia de una clara influencia del primero sobre el segundo, aunque Descartes nunca la mencionase. Además, por lo que se refiere a la evidencia relacionada con la experiencia externa (la "evidentia naturalis") Juan de Mirecourt, al igual que Ockham y posteriormente Descartes, plantea la hipótesis de "un dios engañador", considerando que implicaría una excepción a la necesidad de tal evidencia, en cuanto existiría la posibilidad de que ese dios provocase las sensaciones sin que existiera una realidad independiente causante de ellas.
Jean de Mirecourt plantea una cuestión que también aparece en Descartes, lo cual conduce a pensar que Descartes conoció la obra de Mirecourt, pero mientras el primero le dio una solución, el segundo le dio la contraria: Según Jean de Mirecourt, la omnipotencia divina hubiera podido hacer que lo que ya ha existido al mismo tiempo no haya existido, mientras que Descartes rechaza tal posibilidad. Curiosamente y por lo que se refiere al principio de contradicción, mientras Jean de Mirecourt lo considera necesariamente verdadero, Descartes considera que el poder de Dios está por encima de dicho principio. Pero lo más paradójico del caso es que desde la perspectiva cartesiana, que acepta la subordinación del principio de contradicción a la omnipotencia divina, se debería haber concluido que para él era posible hacer que lo que ha sucedido no haya sucedido, ya que tales enunciados serían simplemente contradictorios de forma que su valor estaría sometido a la omnipotencia divina, mientras que Mirecourt, que sí aceptaba el valor absoluto del principio de contradicción, para ser consecuente con él debería haber rechazado la contradicción consistente en afirmar que Dios pudiera hacer que un mismo hecho hubiera sucedido y, al mismo tiempo, no hubiera sucedido.
En cualquier caso, el hecho de que Descartes reflexionase acerca de estas cuestiones es un indicio más en favor de la existencia de una influencia de Jean de Mirecourt sobre él.
Por lo que se refiere a la consideración del carácter de evidencia incondicional del "cogito", el planteamiento de Jean de Mirecourt fue más acertado que el de Descartes, quien –como ya se ha comentado- no supo ver la dependencia del "cogito" respecto al principio de contradicción, y lo presentó como una verdad absoluta, no derivada de la aplicación de ninguna regla previa, y, a continuación, como fundamento de la regla de la evidencia, a pesar de que al final de sus discusiones acerca del fundamento del "cogito" reconoció de facto su origen en dicho principio. Por su parte, Jean de Mirecourt entendió que la verdad del "cogito" no era sólo un ejemplo de "evidentia naturalis" sino que se trataba igualmente de una "evidentia potissima", es decir, "una evidencia muy poderosa", en cuanto, a pesar de ser una verdad relacionada con la experiencia, se basaba igualmente en el principio de contradicción[239]
c) Igualmente, a mediados del siglo XVI el español Gómez Pereira había escrito "nosco me aliquid noscere, et quidquid noscit, est, ergo ego sum", frase que adopta cierta forma silogística y en la que el conocimiento aparece necesaria y deductivamente asociado a la existencia. La forma cartesiana del "cogito" se parecía en su estructura más a la agustiniana que a la de Gómez Pereira: Ambas eran entimemas donde estaba implícita la premisa que subsumía el concepto de ser pensante en el de existente. Sin embargo, en Gómez Pereira la premisa "quidquid noscit, est" expresa el contenido latente del cogito cartesiano y del fallor agustiniano. El interés de esta diferencia radica en que en Gómez Pereira se muestra claramente el carácter deductivo de esta verdad, en cuanto cualquier deducción presupone la aplicación implícita del principio de contradicción, mientras que Descartes pretendió darle un carácter intuitivo. Además, el planteamiento de Gómez Pereira deja clara la prioridad del principio de contradicción sobre el propio cogito y sobre la regla de la evidencia.
d) Finalmente, Jean Silhon, amigo de Descartes, había escrito una obra, Las dos verdades, publicada en 1626, once años antes que el Discurso del método, en la que exponía esta misma consideración acerca de la unión necesaria entre el pensamiento y la existencia y es más que probable que Descartes la conociera, por lo que igualmente por este medio pudo haber llegado a su decisión de adoptar el "cogito" como primera verdad de su filosofía, tanto para su método como para su sistema. Según indica R. Watson, "en 1626 Silhon publicó un libro sobre Dios y la inmortalidad del alma, Las dos verdades, que contiene algunos conceptos que Descartes trató en sus Meditaciones de 1641, de manera que las ideas de Silhon bien pudieron haber influido en Descartes […] En Las dos verdades (1626) Silhon sostenía que "es imposible que un hombre que posea la capacidad, como la poseen muchos, de escrutar su interior y formular el juicio de que existe, pudiera engañarse a sí mismo en este juicio, y no existir"[240].
3.3. A. Arnauld: Su objeción a la demostración de la existencia de Dios a partir de la regla de la evidencia
a) La necesidad de fundamentar la regla de la evidencia.- Descartes consideró en principio que la claridad y distinción con que se le había presentado la verdad de la propia existencia podía ser la clave para distinguir los auténticos conocimientos de aquellos que no ofrecían garantías suficientes de serlo, pero pensó también que debía justificar esta regla antes de aplicarla de forma generalizada a los demás conocimientos, pues su utilidad en las Matemáticas no era una garantía de su valor para obtener otros resultados igualmente seguros en el resto de conocimientos, de manera que el proceso para la recuperación de los conocimientos sometidos a la duda no consistió en afirmar sin más la verdad de todo lo que se presentase con una evidencia similar a la del cogito, sino también en tratar de justificar el derecho a aplicar esa regla a esos otros conocimientos sometidos a la duda. Por otra parte, en las Meditaciones metafísicas, llevando su afán crítico a un extremo hiperbólico –como el propio Descartes lo califica-, se planteó la posibilidad de que un genio maligno o de un dios tan poderoso como engañador le hiciera ver como evidentes "conocimientos" que en realidad fueran simples engaños, de manera que a partir de esta hipótesis la duda acerca de la existencia de un mundo externo o acerca de los conocimientos matemáticos quedaba afianzada con mucho mayor motivo hasta el punto de que, siendo coherente con tal supuesto, Descartes no hubiera podido escapar del solipsismo escéptico. Esta hipótesis ya había sido planteada en el siglo XIV por Ockham y por J. de Mirecourt. Este último pensador apenas le concedió valor, considerando por ello que la "evidentia naturales", relacionada con la experiencia, aunque no tendría un valor absoluto como el derivado del principio de contradicción, que era el fundamento de las verdades matemáticas, sin embargo tampoco tenía tanta fuerza como para rechazar los conocimientos procedentes de la experiencia.
Por su parte, en las Meditaciones metafísicas el pensador francés había plantado la hipótesis de la existencia de un dios engañador escribiendo:
"siempre que se presenta a mi pensamiento esta opinión preconcebida del soberano poder de un Dios me veo obligado a confesar que le es fácil, si quiere, hacer de modo que yo me equivoque incluso en las cosas que creo conocer con una evidencia muy grande […] Pero para poder eliminarla [ = la razón para dudar] debo examinar si existe un Dios […]; y si encuentro que existe uno, debo examinar también si puede ser engañador; pues sin el conocimiento de esas dos verdades, no veo que pueda estar jamás seguro de cosa alguna"[241].
Una consideración de este tipo debía haberle conducido a comprender que la regla de la evidencia no era fiable a la hora de fundamentar cualquier conocimiento, de manera que, en cuanto esto era así, debía haber abandonado tal criterio de verdad, basado simplemente en una impresión subjetiva como ésa, tan variable incluso en una misma persona a lo largo del tiempo, según reconoció el propio pensador al escribir:
"me puedo convencer de haber sido hecho de tal modo por la naturaleza que me pueda engañar fácilmente, incluso en las cosas que creo comprender con la mayor evidencia y certeza, dado principalmente que me acuerdo de haber estimado a menudo muchas cosas como verdaderas y ciertas, a las que después otras razones me han llevado a juzgar como absolutamente falsas"[242].
Sin embargo y como ya se ha dicho, a pesar de la sensatez de esta reflexión Descartes no renunció a considerar la regla de la evidencia como talismán del conocimiento sino que trató de encontrarle una garantía para su aplicación segura, más allá de la propia subjetividad y pretendió haberla encontrado en el dios veraz de la religión católica. Pero, como a continuación se verá, esta "solución" sólo representó una incoherencia más en las argumentaciones cartesianas.
b) Dios como fundamento de la regla de la evidencia y de la verdad de los conocimientos evidentes.- Para conseguir esta justificación de la regla de la evidencia y con ella la de los conocimientos que se le mostrasen con absoluta claridad y distinción, según exigía esta regla general, Descartes consideró necesario demostrar la existencia de un dios veraz que garantizase que lo que se le presentaba como evidente no fuera en realidad producto de un espejismo, de una evidencia puramente subjetiva o de un engaño del propio dios, sino que se correspondiera con una auténtica verdad. Una vez demostrada la existencia de ese dios, caracterizado entre otras infinitas perfecciones por la de la veracidad, podría considerarlo como garantía del valor de la regla de la evidencia y de todos los conocimientos que se obtuvieran por su mediación. Así lo afirmó en el Discurso del método al escribir:
"Esto mismo que antes he tomado como una regla, a saber, que las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas, sólo es segura porque Dios es o existe y que es un ser perfecto y que todo lo que está en nosotros procede de él"[243].
Por ello, una vez "demostrada" –al menos supuestamente- la existencia de ese dios, el "teólogo" francés llega a defender la doctrina de que la práctica totalidad de las verdades depende de Dios en el sentido de que no son verdades por ellas mismas sino sólo como resultado de su libre decisión. Así lo indica en diversas ocasiones, como en su correspondencia con el padre Mersenne, en la que le dice:
-"las verdades matemáticas, que usted llama eternas, han sido establecidas por Dios y dependen enteramente de él, lo mismo que todo el resto de las criaturas. En efecto, decir que estas verdades son independientes de él es hablar de Dios como de un Júpiter o Saturno y someterlo a la estigia y a los destinos"[244].
-"la existencia de Dios es la primera y la más eterna de todas las verdades que puede haber y la única de que proceden todas las demás"[245].
La doctrina que contradice esta serie de textos es precisamente la de que haya evidencias que se correspondan con verdades que lo son con independencia de Dios, que fue la respuesta que Descartes dio a la objeción de Arnauld y que el propio pensador francés niega en estas últimas citas, aunque tanto éstos como otros textos confirman la subordinación a Dios del valor de toda verdad.
Y así, Descartes juzgó que las verdades aparentemente evidentes no se justificaban por ellas mismas sino que era necesario justificarlas en el propio Dios y, en consecuencia había que demostrar primero la existencia de ese dios veraz.
Sin embargo, Arnauld consideró acertadamente los intentos cartesianos por demostrar la existencia de Dios a partir de la regla de la evidencia implicaban un círculo vicioso, en cuanto el "teólogo" francés utilizaba la regla de la evidencia para demostrar la existencia de Dios antes de que ésta hubiese sido justificada por el propio Dios, lo cual era evidentemente un frívolo atentado contra la Lógica, tal como se muestra en el siguiente esquema:
c) La objeción de A. Arnauld.- Efectivamente, como indicó A. Arnauld (1612-1694), Descartes, en su intento de justificar la regla de la evidencia incurrió en un círculo vicioso del que no podía escapar sin romper con su propio método y con las reglas de la Lógica, pues pretender demostrar la existencia de Dios a partir de la regla de la evidencia y fundamentar a continuación el valor de la regla de la evidencia a partir de Dios era precisamente eso.
En este sentido, en sus objeciones a las Meditaciones Metafísicas, Arnauld había objetado con total claridad:
"Sólo un escrúpulo me resta, y es saber cómo [el señor Descartes] puede pretender no haber cometido círculo vicioso cuando dice que sólo estamos seguros de que son verdaderas las cosas que concebimos clara y distintamente, en virtud de que Dios existe. Pues no podemos estar seguros de que existe Dios, si no concebimos eso con toda claridad y distinción; por consiguiente, antes de estar seguros de la existencia de Dios, debemos estarlo de que es verdadero todo lo que concebimos con claridad y distinción"[246].
La respuesta de Descartes a esta objeción fue decepcionante, como no podía ser de otra manera, pues en lugar de aceptar el valor de esta crítica, se defendió de ella mediante una burda artimaña, diciendo que, por lo que se refería al valor de la evidencia había hecho una distinción…
"entre las cosas que concebimos […] muy claramente, y aquellas que recordamos haber concebido muy claramente en otro tiempo. En efecto, en primer lugar, estamos seguros de que Dios existe, porque atendemos a las razones que nos prueban su existencia; mas tras esto, basta con que nos acordemos de haber concebido claramente una cosa para estar seguros de que es cierta: y no bastaría con esto si no supiésemos que Dios existe y no puede engañarnos"[247],
…de manera que las verdades actualmente evidentes no requerirían de la garantía divina, mientras que las últimas sí.
Esta respuesta a la objeción de Arnauld era rotunda y absolutamente falta y en contradicción con la práctica totalidad de los textos en que Descartes se refería a esta misma cuestión, en los que defendió constantemente la subordinación permanente a Dios del valor de todas las evidencias con la excepción de la del cogito. El argumento de Descartes para defenderse de la crítica de Arnauld era tan absurdo que, si hubiera tenido algún sentido, todo aquel proceso relacionado con la duda metódica, por el que tanto los conocimientos referidos al mundo sensible como los de carácter matemático quedaban puestos en suspenso mientras su verdad no quedase garantizada por la existencia de un Dios veraz que garantizase el valor de la regla de la evidencia no habría sido sino una simple comedia –como, por otros motivos, parece que lo fue-.
¿Qué sentido tenía la afirmación cartesiana de la autosuficiencia de evidencias como las de las Matemáticas cuando en el Discurso del método había puesto en duda su valor aplicándoles la duda metódica? Conviene insistir por ello en que, como le criticó Arnauld, si Descartes podía dudar del valor de la evidencia mientras no demostrase la existencia de Dios, no podía contar con ninguna base sólida a partir de la cual demostrar tal existencia, pues por muy evidente que fuera tal demostración, siempre podría tratarse de una falsa evidencia provocada, por ejemplo, por el genio maligno.
Además, como puede comprobarse mediante la lectura de las principales obras del pensador francés y como se mostrará a continuación, aunque en las Reglas para la dirección del espíritu había defendido el carácter de verdad absoluta de algunas evidencias como las de carácter matemático, posteriormente defendió de modo insistente la subordinación de toda evidencia y de toda verdad a Dios, hasta el punto de llegar a considerar que el mismo principio de contradicción dependía de la omnipotencia divina[248]
Por otra parte y en relación con esta cuestión, resulta francamente sorprendente que una objeción tan fundamental como la presentada por Arnauld sólo diera lugar a una respuesta tan escueta como la que le dio Descartes. Parece que el motivo de tan breve respuesta se relaciona con la aparente intención del pensador francés de minimizar su importancia, tratando de que pasara lo más desapercibida posible, precisamente porque era consciente de que, en cuanto la objeción era correcta, su sistema deductivo quedaba cortado de raíz.
Como prueba en favor de la crítica de Arnauld respecto al valor condicionado de las diversas evidencias, tiene interés mostrar algunos textos en los que Descartes proclama la subordinación a Dios de cualquier verdad y de que en definitiva las supuestas verdades evidentes sólo tuvieron un valor independiente en las Reglas, pero no después, en cuanto Descartes las presentó como dependientes de la divinidad:
c1) Así puede verse, en primer lugar, en el Discurso del método, donde, como ya se ha podido mostrar, había hecho referencia a Dios como garantía de toda evidencia y no sólo de aquellas cuyas razones habían dejado de estar presentes en la conciencia, escribiendo en este sentido:
"si no supiéramos que todo lo que en nosotros es real y verdadero proviene de un ser perfecto e infinito, por claras y distintas que fuesen nuestras ideas no tendríamos ninguna razón que nos asegurara que tienen la perfección de ser verdaderas"[249].
Es decir, que la claridad y distinción, o sea, la evidencia por sí misma sería insuficiente para estar seguros de nada mientras no se dispusiera del conocimiento de la existencia de un Dios del que tales evidencias dependerían. A partir de esta consideración la objeción que Arnauld le planteó, relacionada con la imposibilidad de alcanzar el conocimiento de ese ser perfecto mientras la verdad de las evidencias que pudieran conducir hasta él no hubiese sido fundamentada por ese mismo ser, era absolutamente clara, indiscutible y concluyente, de manera que el argumento cartesiano constituía un círculo vicioso.
c2) Este círculo vicioso siguió apareciendo en diversos lugares de las Meditaciones Metafísicas, obra en la que se encontraba la objeción de Arnauld y donde el "teólogo" francés, en contradicción con su respuesta a Arnauld, había escrito:
-"la certeza misma de las demostraciones geométricas depende del conocimiento de un Dios"[250]
-"reconozco muy claramente que la certeza y la verdad de toda ciencia depende únicamente del conocimiento del verdadero Dios, de modo que antes de conocerlo no podía saber perfectamente ninguna otra cosa"[251].
-"no niego que un ateo pueda conocer con claridad que los ángulos de un triángulo valen dos rectos; sólo sostengo que no lo conoce mediante una ciencia verdadera y cierta, pues ningún conocimiento que pueda de algún modo ponerse en duda puede ser llamado ciencia; y, supuesto que se trata de un ateo, no puede estar seguro de no engañarse en aquello que le parece evidentísimo […] y no estará nunca libre del peligro de dudar, si no reconoce previamente que hay Dios"[252].
En todas estas consideraciones existen diversos atentados contra la Lógica que conviene comentar.
Así el primer texto se encuentra en contradicción con el hecho de que no existe incompatibilidad alguna en ser ateo y considerar evidentes las verdades matemáticas. De hecho el propio autor francés consideró de manera asombrosa y contradictoria en esta misma obra que las evidencias matemáticas eran verdaderas por encima incluso del capricho de un Dios que se empeñase en engañarle, escribiendo en este sentido:
"engáñeme quien pueda, que jamás logrará hacer que no sea nada mientras pienso que soy algo o que algún día será verdad que no he sido nunca, siendo verdad ahora que soy, o bien que dos y tres reunidos hacen más o menos que cinco o cosas parecidas, que veo claramente que no pueden ser de otro modo que como las concibo"[253].
Además, en los dos primeros textos citados Descartes se contradice con la serie de ocasiones en que considera que las proposiciones matemáticas son evidentes, y se contradice igualmente con su propia respuesta a Arnauld, en la que le decía que las verdades evidentes valían por sí mismas y que, por ello, podían utilizarse para demostrar la existencia de Dios, a pesar de que el propio pensador francés había proclamado que la regla de la evidencia, por la que podían aceptarse como verdaderos aquellos contenidos que se mostrasen como evidentes, sólo era válida en cuanto la veracidad divina garantizase su valor.
En el tercer texto el "teólogo" francés sorprende nuevamente por la inconsistencia de sus planteamientos, ya que, si deseaba mantener la tesis de que la evidencia tenía un valor absoluto e independiente, no podía afirmar que el ateo "no puede estar seguro de no engañarse en aquello que le parece evidentísimo […] si no reconoce previamente que hay Dios", pues tal afirmación es contradictoria con el anterior punto de vista y, además, el concepto de evidencia es incompatible con el de cualquier inseguridad o duda respecto a la verdad de aquello que aparece como evidente. Y, por otra parte, aunque existiera la posibilidad de que el creyente en una divinidad veraz pudiera albergar mayor seguridad subjetiva acerca del valor de sus evidencias, eso no demostraría nada en favor de la verdad de tales evidencias.
Este último texto tiene además la particularidad –que aparece también en otros momentos- de que en él se defiende el prejuicio de que sólo puede considerarse como científico el conocimiento que sea absolutamente seguro al afirmar que "ningún conocimiento que pueda de algún modo ponerse en duda puede ser llamado ciencia". Pero este punto de vista es erróneo, aunque el pensador francés pudo haberlo defendido porque desde Aristóteles la ciencia se había entendido como "conocimiento de lo necesario" y porque su dedicación a una ciencia formal como las Matemáticas, cuyos conocimientos son efectivamente necesarios por ser tautológicos, pudo haber llevado a Descartes a creer que esa misma necesidad era igualmente exigible y podía obtenerse en toda clase de ciencias situando a Dios como garantía de la verdad objetiva de aquellas evidencias subjetivas de forma que condujeran a ese conocimiento necesario.
Y, para finalizar, Descartes, llevado de su frivolidad tan habitual, incurre en una nueva contradicción en los términos en este último texto al afirmar que "un ateo [puede] conocer con claridad que los ángulos de un triángulo valen dos rectos", proclamando a continuación que "no lo conoce mediante una ciencia verdadera y cierta", pues, si en el texto citado se parte del supuesto de que el ateo conoce con claridad, en tal caso su conocimiento debe calificarse como verdadero y, por ello mismo, como científico.
La respuesta cartesiana a esta crítica es la de que, como toda verdad dependería de Dios, la seguridad del ateo podría quedar siempre cuestionada en tanto desconociese o negase la existencia de ese ser de quien procedería toda verdad. Pero esta respuesta es una falacia desde el momento en que en texto anterior Descartes partía del supuesto de que un ateo puede "conocer con claridad", de manera que en cuanto esto se acepte, no tiene sentido afirmar a continuación que no "conoce mediante una ciencia verdadera y cierta [y que] no estará nunca libre del peligro de dudar, si no reconoce previamente que hay Dios"[254], pues en tal caso se estaría rechazando el supuesto aceptado de que el ateo puede "conocer con claridad".
Pero, además, esta respuesta, de carácter teológico, tiene el interés de servir para mostrar, una vez más, la contradicción existente entre este punto de vista y el expresado en la respuesta a Arnauld, a quien le había expresado que el valor de los conocimientos evidentes era independiente de la divinidad y que precisamente por eso a partir de ellos podía demostrar la existencia de Dios.
c3) En un sentido muy similar el "teólogo" francés escribió más adelante:
"dije que los escépticos no habrían dudado acerca de las verdades geométricas si hubiesen conocido a Dios como se debe, porque como estas verdades de la geometría son sumamente claras, no habrían tenido ninguna ocasión de dudar de ellas si hubiesen sabido que todas las que se entienden claramente son verdaderas; pero esto está contenido en el conocimiento suficiente de Dios y esto mismo es un medio que no estaba a su alcance"[255].
Descartes defiende aquí que "todas las [proposiciones de la Geometría[256]que se entienden claramente son verdaderas" en cuanto "esto está contenido en el conocimiento suficiente de Dios", situando nuevamente a Dios como garante de la verdad de cualquier evidencia, de forma que sin el previo conocimiento de Dios cualquier supuesto conocimiento sería siempre dudoso, incurriendo nuevamente en la contradicción de haberse defendido de la crítica de Arnauld afirmando la existencia de verdades evidentes, con independencia de Dios, y negando ahora que tales evidencias pudieran darse si no estaban garantizadas por la existencia de Dios.
c4) Y finalmente en los Principios de la Filosofía comentó:
"cuando después [la mente] recuerda que aún no sabe si […] ha sido creada de tal naturaleza que se engañe aun en aquellas cosas que le parecen muy evidentes, ve que duda justificadamente de ellas y que no puede tener ninguna ciencia cierta antes de haber conocido al autor de su origen"[257].
En este último texto Descartes incurre de nuevo en la contradicción de afirmar que la mente podría a un mismo tiempo dudar y tener como evidente un determinado contenido, pues la duda y la evidencia son impresiones contradictorias: No se duda de lo que se siente como evidente y no se tiene como evidente aquello de que se duda. Insiste además en que la única forma de conseguir una "ciencia cierta" –que, según el propio pensador, sería la única digna de tal nombre-, es necesario el conocimiento de un Dios, en cuanto éste sería la única garantía de la verdad absoluta de lo que se pudiera intuir como evidente.
Sin embargo y aunque en teoría pudiera ser que la existencia de un "dios veraz" fuera la mejor garantía de la verdad de las propias evidencias, eso no demostraría nada en favor de la existencia de un ser como ése.
Parece que la obsesión cartesiana por situar a Dios como garantía de la verdad de cualquier evidencia era consecuencia de dos motivos:
1º) En primer lugar, de que de un modo más o menos consciente debió de sospechar que la regla de la evidencia no era un criterio seguro para la obtención de conocimiento en cuanto, como ya se ha comentado la evidencia es sólo una impresión, muy variable en cada persona, y por eso pretendió reforzar su valor recurriendo a la divinidad mediante una serie de procesos deductivos inevitablemente incorrectos desde el momento en que partían de premisas "condicionadamente evidentes", es decir de premisas cuya seguridad dependía de que Dios existiera, por lo que, como indicó Arnauld, pretender demostrar la existencia de Dios mediante tales premisas era incurrir en un círculo vicioso.
El problema principal de Descartes en relación con esta cuestión era que, a diferencia de lo que sucedía en los planteamientos metodológicos de Galileo, como consecuencia de la aplicación de la duda metódica él se había negado el acceso a la experiencia y por ello no podía servirse de un método como el de Galileo.
2º) En segundo lugar, el prejuicio del autor francés en favor de la búsqueda de una "ciencia necesaria" le obsesionó hasta el punto de buscar tal justificación en Dios, sin ser capaz de entender que, como sucede en la actualidad, la ciencia no es un conocimiento de lo necesario ni un conocimiento necesario, sino que se constituye perfectamente a base de aproximaciones que, aunque no representen un reflejo exacto de la realidad, proporcionan un acercamiento progresivo a la comprensión de las leyes por las que se regulan sus manifestaciones, de manera que son los aciertos de los científicos en sus predicciones y experimentos los que sirven para ir asegurando el valor de sus teorías, al margen de que el científico sea ateo o creyente.
d) Textos ambiguos acerca de la correlación entre evidencia y verdad.- Junto a estos textos que demuestran que Arnauld había interpretado de manera acertada la teoría cartesiana respecto al valor condicionado de la evidencia, en las Meditaciones metafísicas aparecen otros en los que Descartes plantea esta cuestión de un modo más ambiguo y que requiere, por ello mismo, de algún comentario:
d1) Dice en el primero:
"engáñeme quien pueda, que jamás logrará hacer que no sea nada mientras pienso que soy algo o que algún día será verdad que no he sido nunca, siendo verdad ahora que soy, o bien que dos y tres reunidos hacen más o menos que cinco o cosas parecidas, que veo claramente que no pueden ser de otro modo que como las concibo"[258].
Consideradas de forma aislada, estas palabras podrían considerarse al menos como una prueba de que la defensa cartesiana frente a la objeción de Arnauld se correspondía al menos con lo afirmado en algún texto de las Meditaciones. Sin embargo, además del texto, hay que tener en cuenta el contexto en el que estas consideraciones se producen. Por ello, conviene atender a lo que el autor dice antes y después de las palabras citadas. Y así, dice unas líneas antes:
"si después he juzgado que se podía dudar de estas cosas [de las verdades matemáticas], no fue por ninguna otra razón, sino porque se me ocurría que quizá un Dios podía haberme dado una naturaleza tal que me equivocase incluso con respecto a las cosas que me parecían más claras. Pero siempre que se presenta a mi pensamiento esta opinión preconcebida del soberano poder de un Dios me veo obligado a confesar que le es fácil, si quiere, hacer de modo que yo me equivoque incluso en las cosas que creo conocer con una evidencia muy grande"[259].
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