"Dios no mostraría que su poder es inmenso si hiciera cosas tales que después pudieran ser sin él mismo, sino que, por el contrario, testimoniaría con esto que su poder es finito porque una vez creadas las cosas no dependerían más de él"[413]
En relación con esta doctrina Descartes llega a expresarse de un modo que, aunque pueda interpretarse como metafórico, es propio del panteísmo:
"es mucho más cierto que no puede existir nada sin el concurso de Dios que el que haya luz solar sin sol"[414]
El pensador francés puntualiza además, aunque sólo sea por una simple convención lingüística, que, a pesar de su definición del concepto de sustancia como "una cosa existente que no requiere más que de sí misma para existir", sin embargo juzgó que podía seguir hablando de sustancia extensa y desustancia pensante en cuanto eran realidades que para existir sólo requerían del "concurso divino". En cualquier caso, como consecuencia del concepto teológico de "conservación", ni la "res cogitans" ni la "res extensa" serían autosuficientes en ningún momento, ya que en todo instante seguirían dependiendo de su creación continuada por Dios. Pero, además, en contra de la ligera interpretación de Rodis-Lewis, este concepto teológico de "conservación" implica que, en cuanto no haya una continuidad independiente en la existencia de las cosas sino sólo una creación continuada, no podría existir influencia causal de unos fenómenos en otros, sino sólo la apariencia de dicha relación. Ningún fenómeno se produciría como consecuencia de otro u otros anteriores sino siempre por la acción de Dios, quien le conferiría su existencia a lo largo de cada uno de los instantes que él quisiera y las diversas modificaciones con que fuera apareciendo en los instantes sucesivos en que Dios lo quisiera conservar. En este sentido, del mismo modo que, cuando se está viendo una película, se tiene la impresión de que existe una relación causal entre las diversas imágenes que aparecen en la pantalla hasta que se repara en que la película está formada por toda una serie de imágenes independientes entre sí y sin otra relación que la de la sucesión en su aparición, igualmente Descartes, al considerar el Universo como una realidad cuya existencia depende de Dios en cada uno de sus instantes, lo hace existir en cada momento con las diversas diferencias con que va apareciendo. Tal interpretación implica la negación de la relación de causalidad entre los distintos fenómenos del Universo en un instante y en el siguiente con sus diferencias respecto al anterior, de manera que tales diferencias se deben exclusivamente a la acción de Dios en cada acto de esa creación continuada y no a una relación de causalidad entre el Universo en un instante y en el siguiente.
La concepción del Universo desde la perspectiva de la teología católica y desde la científica son enteramente distintas, pues el científico considera que todos los fenómenos a lo largo del tiempo están causal-mente relacionados, mientras que el teólogo, mediante este concepto de "conservación" tiene que considerar que todo depende causalmente de su dios en cualquier momento del tiempo, por lo que, en realidad, no puede existir una relación de causalidad entre los diversos aspectos del universo en momentos sucesivos. Sin embargo, a efectos prácticos, el científico, olvidando la "verdad teológica", puede seguir trabajando como si existiera esa relación de causalidad entre los diversos fenómenos del Universo, aunque tal relación fuera un espejismo.
En este punto tiene interés señalar que, aunque en sus planteamientos acerca de esta misma cuestión Malebranche podría haber llegado a sus conclusiones de modo independiente respecto al planteamiento cartesiano, es lógico suponer que extrajera esta fácil consecuencia a partir de esa idea cartesiana sobre la conservación del mundo, que coincidía plenamente con la de los teólogos católicos, como no podía ser de otra manera. Así, cuando Malebranche propuso su doctrina del ocasionalismo para explicar la aparente relación causal entre las diversas realidades del Universo, consideró que las cosas no podían influir causalmente entre sí y que sólo Dios era la causa de su aparente relación en cuanto causar equivalía a producir algo que anteriormente no existía y, en consecuencia, equivalía a crear. Por ello y teniendo en cuenta que sólo Dios podía crear, sólo Dios podía causar, mientras que las cosas eran sólo la ocasión para la intervención de Dios.
5.3.8. Aspectos más relevantes de la obra cartesiana en la Filosofía y en la Ciencia.
A lo largo de estas páginas no se ha pretendido presentar una apología de Descartes ni de su obra, sino hacer hincapié en aquellos aspectos negativos que los críticos en general no han tenido especial interés en señalar. Sin embargo y a pesar de lo dicho hay que reconocer que en la labor cartesiana hubo una serie de aspectos de una importante relevancia como punto de partida para que la Ciencia y la Filosofía adquiriesen un nuevo empuje que las liberase del lastre del pensamiento antiguo y medieval, especialmente mediatizado por las doctrinas de la jerarquía católica, guiada por intereses ajenos a los del progreso del pensamiento libre y de la búsqueda de la verdad.
Hay que reconocer por ello que, a pesar de su servilismo interesado con respecto a las doctrinas de la iglesia católica, la crítica de Descartes a la tradición de la escolástica y su intento –teórico al menos- de conseguir un pensamiento más independiente, crítico y riguroso tuvieron una importante repercusión en el pensamiento posterior, tanto en la corriente racionalista que él inició como en la filosofía en general, que desde ese momento se fue desvinculando más claramente del lastre de la tradición de la Escolástica y del de muchas otras doctrinas absurdas del pasado. Por ello y a pesar de las críticas realizadas a su enfoque acerca del método y a sus incoherentes razonamientos filosó-ficos y científicos, hay que reconocer la importancia de su esfuerzo por convertir la Filosofía en un conocimiento riguroso. En este sentido hay que reconocer que sus escritos tuvieron una serie de aspectos positivos que conviene tener presentes para no quedarnos con un perfil en el que sólo se iluminen los aspectos más negativos de su labor.
En relación con tales aspectos positivos, hay que hacer referencia a los siguientes:
a) La idea de que, en la búsqueda de un auténtico conocimiento, era necesario hacer abstracción de todas las doctrinas del pasado, aceptadas de modo acrítico, poniéndolas en duda y tratando de encontrar un método seguro para no aceptar como verdad aquello que no ofreciera las más estrictas garantías de serlo.
Sin embargo y como ya se ha dicho, en este punto Descartes no fue consecuente con los propósitos anunciados, al aceptar, sin el requisito de la superación de la duda metódica, las doctrinas o "prejuicios" religiosos de la iglesia católica en los que había sido adoctrinado a lo largo de su infancia y de su juventud.
Igualmente, se equivocó cuando defendió que la razón por sí sola podía alcanzar conocimientos que fueran más allá de los meramente lógicos, matemáticos o analíticos, y, como consecuencia de este racionalismo dogmático, defendió teorías absurdas y contrarias a la experiencia.
b) Su intento de construir un método seguro para el avance del conocimiento, poniendo entre paréntesis las doctrinas y prejuicios del pasado, fue realmente decisivo para un cambio de enfoque en el estudio de los problemas filosóficos.
Sin embargo, su mayor fracaso en el terreno de la metodología fue haber adoptado como criterio de conocimiento la regla de la evidencia, no comprendiendo que, a pesar de su utilidad para las Matemáticas, donde la utilizó junto con el conjunto de reglas de su método con un éxito innegable, era manifiestamente insuficiente en cuanto, a pesar de estar basado en el principio de contradicción, no servía para alcanzar el conocimiento de las ciencias relacionadas con un contenido material o empírico. Además, en cuanto Descartes no aceptó que la regla de la evidencia estuviera fundamentada en el principio de contradicción, dicha regla se convertía en una simple "impresión de evidencia", que en consecuencia sólo podía tener un valor subjetivo, de manera que, sin la ayuda inexcusable de la experiencia era un instrumento totalmente insuficiente para la obtención de conocimientos empíricos. En algunos momentos Descartes fue consciente de esta dificultad, reconociendo que en diversas ocasiones había tenido evidencias que posteriormente había visto como erróneas, y, por ello, trató de fundamentar su valor en la veracidad divina, incurriendo en un círculo vicioso, en cuanto para afirmar la existencia de un dios veraz y garante de la verdad de los "conocimientos evidentes" debía basarse ya en la regla de la evidencia, cuyo valor todavía no estaba fundamentado.
Y de este modo, al basarse en la regla de la evidencia, necesariamente subjetiva, su sistema filosófico y científico fue realmente decepcionante, tanto por lo anteriormente señalado como por aquellas otras consideraciones relacionadas con su pretensión de demostrar la existencia de un dios, es decir, de un ser omnipotente, inmaterial, trascendente, inmutable, sumamente veraz y creador del Universo, a pesar del círculo vicioso que suponía partir de la regla de la evidencia para llegar hasta ese dios, y partir de ese mismo dios para garantizar el valor de la regla de la evidencia. Igualmente fue especialmente negativa, aunque acorde con sus intereses personales, su arrogante pretensión de construir un sistema científico deductivo fundamentado en el supuesto dios del cristianismo, que no se atrevió a someter a la prueba de la duda metódica, supuestamente universal, por su temor a la jerarquía católica y por sus intereses tan ligados al apoyo que pudiera recibir de tal organización.
c) La consideración de que la Filosofía aristotélica o la Escolástica en general no tenían por qué seguir siendo consideradas como la base a partir de la cual reconstruir el edificio de la Filosofía, de manera que había que abordar con espíritu crítico su total reconstrucción partiendo de una duda universal acerca de los supuestos conocimientos anteriores a fin de que sus errores no fueran un freno para el progreso filosófico.
Sin embargo y como ya se ha dicho, también aquí la labor cartesiana fue inconsecuente con sus propias pretensiones al eximir de esta supuesta duda universal todo lo relativo a las creencias religiosas de la iglesia católica y al seguir utilizando diversas doctrinas de la teología católica mezcladas con teorías que debían tener un carácter científico.
d) La comprensión de la importancia decisiva de la razón para lograr el conocimiento de la realidad.
Sin embargo, este descubrimiento, que había sido ciertamente el origen de la Filosofía, Descartes lo valoró excesivamente en relación con el escaso valor que concedió a la experiencia. Su valoración de la razón fue tan exagerada que le llevó a la convicción de que por su mediación podía llegar a demostrar la existencia del dios del cristia-nismo y a deducir el conjunto de leyes que rigen en el Universo, menos-preciando la imposibilidad de tal empresa sin la mediación ineludible de la experiencia. Tanto el empirismo como la filosofía kantiana señalaron que era la experiencia la que debía proporcionar la materia del conocimiento, mientras que el entendimiento debía proporcionar sus principios para poder entender el material proporcionado por las sensaciones. De ahí que fuera Kant quien, desde el punto de vista de la mera reflexión teórica, apoyado especialmente en las aportaciones especulativas de Bacon, Galileo y Hume, y en la práctica de grandes científicos, como en especial Galileo y Newton, corrigiese a Descartes y, desde una perspectiva integradora del racionalismo con el empirismo, dijese que: "los pensamientos sin contenido son vacíos; las intuiciones sin conceptos son ciegas. Por ello es tan necesario hacer sensibles los conceptos (es decir, añadirles el objeto en la intuición) como hacer inteligibles las intuiciones (es decir, someterlas a conceptos)"[415].
e) Su interpretación mecanicista de la realidad, la cual propició una línea de avance científico muy importante que sólo ha sufrido cierta crisis a partir del siglo XX.
El mecanicismo, defendido un siglo antes por Gómez Pereira en referencia al modo de ser del mundo animal, con la única exclusión del ser humano, introdujo la perspectiva de que la Naturaleza funcionaba de acuerdo con leyes estrictamente deterministas de manera que todos los fenómenos se producían como consecuencia de causas antecedentes de las que éstos derivaban, que a su vez determinaban la aparición de los sucesivos cambios en la Naturaleza. A diferencia del mecanicismo cartesiano, que consideraba que las plantas y los animales sólo eran máquinas muy complejas, un mecanicismo mucho más avanzado considera que las plantas y los animales, aunque se comporten de acuerdo con leyes mecánicas, son estructuras materiales organizadas de un modo tan especialmente sofisticado que les permite alcanzar una serie de cualidades psíquicas, cuya existencia Descartes había excluido como consecuencia de que sus creencias religiosas le llevaron a pensar que debía de existir una diferencia radical entre el ser humano y el resto de los seres vivos, de manera que estos últimos serían máquinas muy complejas, pero máquinas en definitiva sin capacidad de sentir. El mecanicismo de los últimos tiempos incluye al ser humano dentro de las mismas leyes que rigen en todo el ámbito de la Naturaleza, y no concede al hombre una peculiaridad tan especial como la de poseer un principio misterioso alejado de la materia –el alma-, capaz de interactuar con ella y estando a salvo del determinismo mecanicista. Al mismo tiempo, reconoce sin dificultad la existencia en el mundo biológico de toda una serie de fenómenos sensitivos, afectivos y cognitivos similares a los existentes en el ser humano, al margen de las diferencias, mayores o menores, igualmente constatables.
f) Los descubrimientos de Descartes en el terreno de las Matemá-ticas y en el de la Física, de los que se ha hablado antes, fueron especial-mente relevantes, aunque en el caso de sus teorías astronómicas y físicas vinieron acompañados de bastantes errores como consecuencia de su continuo olvido de la experiencia. En este punto tiene interés hacer referencia a Beeckman como el amigo que le ayudó a tomar conciencia de importancia de las Matemáticas para la comprensión de las leyes físicas, aunque hay que recordar igualmente que en este punto ya Galileo había proclamado que "el Universo está escrito en lenguaje matemático"[416]. Los descubrimientos de Descartes en el terreno de las Matemáticas, ciencias formales en las que el principio de contradicción y la regla de la evidencia sí eran suficientes, fueron especialmente nota-bles, pero no se exponen aquí en cuanto no son objeto de este trabajo.
Sin embargo, en este campo de la ciencia, el orgullo cartesiano alcanzó límites exagerados cuando, según cuenta R. Watson, Descartes comentó a Beeckman que en Matemáticas había llegado todo lo lejos que podía alcanzar la mente humana[417]Su éxito en este terreno le deslumbró hasta el punto de llegar a confiar de modo exagerado en el valor del método que había aplicado en él, creyendo que sería un instru-mento adecuado para avanzar en el resto de los conocimientos, a pesar de que ya Galileo había propuesto su método hipotético-deductivo, que tantos progresos científicos ha determinado hasta la actualidad.
g) En relación con la Física y desde una perspectiva racionalista, el pensador francés negó que en sentido estricto existieran átomos, ya que toda partícula de materia debía ser extensa, y, si era extensa, debía ser divisible, aún cuando no se tuvieran los medios de dividirla física-mente. Sin embargo en su argumentación de los motivos por los que no podían existir átomos Descartes cayó en el error de mezclar el espacio de la geometría pura, en el que efectivamente no existe un espacio último indivisible, ya que, por definición, ser espacial implica ser divisible, con el de la geometría física que se refiere a la espacialidad como cualidad de la materia, de una materia de la que no puede afirmarse nada de forma apriórica sino sólo a partir de la experiencia. Por ello, su conclusión, al margen de su carácter verdadero o falso, era inadecuada desde el punto de vista de la metodología utilizada.
Kant consideró esta cuestión como una de las antinomias de la Razón Pura, en cuanto se trataba de un problema que admitía tanto una solución positiva como una negativa, lo cual significaba que no se le podía dar una auténtica solución, pues desde la Ciencia siempre se debe investigar suponiendo, como afirma Descartes, que todo cuerpo, en cuanto modo de la res extensa, sea divisible por el hecho de ser espacial. Pero, en cuanto las ciencias empíricas no trabajan con meros conceptos, como sucede con las ciencias formales, el planteamiento cartesiano carecía de relevancia científica en cuanto la misma expe-riencia es incompatible con una demostración empírica acerca del ca-rácter infinitamente divisible de la res extensa. Dicho de otro modo: Si se parte del concepto de materia como realidad extensa y del concepto de lo extenso como realidad infinitamente divisible, en tal caso el punto de vista cartesiano sería formalmente verdadero por definición, es decir, por tratarse de una verdad analítica, que nada diría acerca de la expe-riencia. Pero, si se pretende hacer referencia al carácter infinitamente divisible de la materia desde una perspectiva empírica, nos encontramos ante una afirmación indemostrable, porque a partir de la experiencia es imposible demostrar la supuesta divisibilidad infinita de la materia.
h) Otro mérito indiscutible en la labor cartesiana fue el de su anticipación a Paulov en más de dos siglos en el descubrimiento de los reflejos condicionados. En 1630, en una carta a Mersenne le decía que, después de azotar a un perro varias veces al son de un violín, el perro temblaría de miedo al escuchar su sonido. Esta observación representa un aspecto francamente positivo de su perspicacia que no ha sido suficientemente valorado y constituye una confirmación del valor de su mecanicismo, aplicable a los seres "vivos", que consideró como máquinas muy sofisticadas.
5.3.9. "No hay nada en todo este mundo visible o sensible sino lo que he explicado"
Para finalizar esta última parte tiene cierto interés mencionar unas afirmaciones especialmente sorprendentes que se suman a la serie de incoherencias y absurdos a que se ha hecho referencia en otros momentos. Estas afirmaciones apenas requieren de comentario alguno, pues se califican por sí mismas. Pero lo extraño del caso es que no suelen mencionarse en los estudios acerca de la filosofía cartesiana, a pesar de representar una confirmación especialmente significativa del valor de las críticas realizadas en estas páginas a una parte importante de los planteamientos cartesianos.
Efectivamente, en Los Principios de la Filosofía afirma Descartes que
"no hay ningún fenómeno en la Naturaleza cuya explicación haya sido omitida en este Tratado"[418],
y poco después, en este mismo capítulo, añade:
"he probado que no hay nada en todo este mundo visible o sensible sino lo que he explicado"[419]
Es decir, Descartes afirma que el conjunto de todo lo explicado por él es una exposición completa de todos los fenómenos naturales. O lo que es lo mismo, si un supuesto fenómeno es real, en tal caso ha sido explicado por él, y, si él da una explicación de algo, esa explicación coincide con la descripción racional de un fenómeno real, mientras que, si no la da, es porque no existe.
Verdaderamente hay que reconocer que estas afirmaciones tan atrevidas encajan perfectamente con la serie de incoherencias, errores y círculos viciosos antes señalados, aunque superando a todas por su osa-día, y encajan plenamente con aquel orgullo característico de la perso-nalidad cartesiana. Esta serie de planteamientos nos muestran al "padre del racionalismo" como un pensador ególatra, osado, orgulloso y frívo-lo, merecedor de un estudio más extenso y profundo acerca de su perso-nalidad y de las causas que influyeron en sus delirios tan asombrosos.
La dedicación del filósofo francés a la búsqueda del conoci-miento, tanto en el ámbito de la Filosofía como en el de la Ciencia, hubiera sido incomparablemente más productiva si sus circunstancias personales y sociales hubieran sido más favorables, pues los factores señalados en la segunda parte de este trabajo fueron especialmente negativos y se convirtieron en un obstáculo insalvable que impidió que su capacidad para el pensamiento filosófico fructificase a una altura similar a la que había alcanzado en el terreno de las Matemáticas.
"Philosophia, ancilla theologiae"
6.1. La subordinación de la razón a la fe.
A pesar de su decepción por la formación recibida, Descartes en ningún momento pareció dudar del valor de la fe, de las Sagradas Escrituras y de la Teología, manifestando en sus diversos escritos su absoluto respeto y sumisión a las doctrinas de la iglesia católica y construyendo su filosofía desde la sumisión a tales supuestos.
Así, en las Reglas para la dirección del espíritu, escrita mucho antes que el Discurso del método, escribe:
"todo lo que ha sido revelado por Dios es más cierto que cualquier otro conocimiento"[420].
Posteriormente, en el Discurso del Método, a fin de evitarse problemas con la iglesia católica en relación con las verdades de la Teología manifiesta su incapacidad para opinar sobre ellas diciendo:
"no me hubiese atrevido a someterlas a la debilidad de mis razonamientos"[421],
y, en este mismo sentido, en las Meditaciones metafísicas, desde la frivolidad y sin preocuparse de si cumplía o no las reglas de la Lógica, como ya se ha dicho antes, proclama igualmente:
"es preciso creer que hay un Dios porque así se enseña en las Sagradas Escrituras, y […] es preciso creer las Sagradas Escrituras porque vienen de Dios"[422].
Resulta asombroso constatar cómo, en estas sencillas afirmacio-nes, Descartes incurre de modo inexplicable en un irracionalismo fideísta absurdo, cayendo además en un círculo vicioso incomprensible, tal como puede verse claramente comparando ambas afirmaciones tan próximas en el texto:
"es preciso creer que hay un Dios porque así se enseña en las Sagradas Escrituras",
y
"es preciso creer las Sagradas Escrituras porque provienen de Dios",
observando que cada una de ellas se justifica mediante la otra, con lo cual ninguna de ellas queda justificada, y comprobando igualmente que incurre en un absurdo razonamiento fideísta, al proclamar que se debe creer en Dios a partir del enunciado meramente dogmático según el cual
"como la fe es un don de Dios, aquel que otorga la gracia para hacer creer las demás cosas puede también otorgarla para hacernos creer que existe"[423].
Resulta sorprendente que el pensador francés incurriese en errores tan graves y tan fáciles de percibir; resulta todavía más sorprendente que éstos no fueran los únicos sino que a lo largo de sus escritos haya bastantes más del mismo calibre, que incitan a tratar de comprender qué motivos pudieron impedir que fuera consciente de ellos, siendo tan evidentes. Y resulta más sorprendente todavía que la mayoría de los críticos haya silenciado esta larga serie de absurdos del "padre del racionalismo" sin que les pusieran la menor objeción. Teniendo el pensador francés una capacidad tan extraordinaria para el razonamiento matemático, resulta difícil explicar sus errores tan infantiles en estas argumentaciones, así como aquellos en los que incurrió igualmente a la hora de fundamentar su método. Sea cual sea la explicación, en cualquier caso parece que una parte importante de ella se encuentra en la frivolidad a la que se ha hecho referencia en la segunda parte de esta obra, unida al hecho de que los condicionamientos relacionados con su propia formación religiosa así como el ambiente clerical que le rodeaba pudieron determinar que no se preocupase excesivamente por el rigor de sus razonamientos, relacionados con unas creencias cuya verdad se daba de antemano como segura. No parece que Descartes pretendiera tomar el pelo a sus lectores o a los doctores de la facultad de Teología, al menos de forma consciente, pero por ello mismo y dada su capacidad para el rigor matemático, resulta mayormente difícil de comprender que no se diese cuenta de la serie de incoherencias y círculos viciosos en que estaba incurriendo. Estos "razonamientos" –por llamarlos de algún modo- resultan tan sorprendentes que sólo parecen consecuencia de la frivolidad o de la existencia de un interés muy ajeno al de la búsqueda de la verdad, y, por ello mismo, inducen a pensar que, si los críticos en general no han reparado en su inconsistencia, o bien ha sido por haberlos considerado marginales respecto a los temas centrales de su pensamiento filosófico y científico, o bien por haber compartido –al menos en bastantes casos- las mismas creencias religiosas que Descartes, lo cual podría haberles llevado a ignorar cualquier aspecto criticable en sus planteamientos, a pesar de las diversas aberraciones lógicas que contiene. Por otra parte es posible que Descartes, siendo consciente de que el último texto citado iba dirigido a los doctores de una facultad de Teología, se despreocupase del círculo vicioso en que incurría y alcanzase ese nivel tan asombroso de frivolidad, al suponer que ningún teólogo pondría objeciones a sus "pequeñas" incoherencias lógicas relacionadas con unos puntos de vista tan fieles a las doctrinas de la iglesia católica.
En cualquier caso la actitud cartesiana, muy cohibida a la hora de analizar críticamente el valor de la Teología por su temor a la Inquisición y a las altas jerarquías católicas, se mantuvo a lo largo de toda su vida y, por ello, representó un lastre excesivo y fatal en quien hablaba de la necesidad de dudar de todo aquello que no ofreciese las garantías más estrictas acerca de su verdad a fin de alcanzar un conocimiento sólido de todo lo que la mente humana pudiera lograr.
Por otra parte, llama la atención el hecho de que en el Discurso del Método al hablar de la religión Descartes diga que "enseña a ganar el cielo", pues tal afirmación supone, en primer lugar, el absurdo de considerar que "ganar el cielo" dependa de "determinadas enseñanzas"[424], y, en segundo lugar, el de aceptar de manera ingenua y dogmática que tales enseñanzas fueran verdaderas, al margen de que en principio sólo las hubiera asumido de manera provisional, ya que la puesta en práctica de su método le exigía dudar de todo para comenzar la búsqueda de una primera verdad evidente.
Un poco más adelante se refiere nuevamente a la Teología mostrando de nuevo una frivolidad argumentativa asombrosa al afirmar que
"las verdades reveladas […] están por encima de nuestra inteligencia"[425],
sin habérsele ocurrido tratar de explicar cómo podía haber conocido la autenticidad de aquellas "verdades" supuestamente reveladas, pues el argumento según el cual una supuesta "verdad" podía aceptarse por haber sido revelada sólo habría sido aceptable si hubiera venido acompañada de una explicación mediante la que aclarase cómo y cuándo se había producido tal revelación, y, en su caso, qué doctrinas habían sido reveladas.
Pero esto en ningún momento sucedió ni tampoco podía suceder en cuanto a partir del propio método cartesiano se planteaba la posibilidad de la existencia de un dios muy poderoso o de un "genio maligno" que podría haber determinado que las evidencias más claras sólo fueran el resultado de un espejismo creado en la propia mente por tales seres, de manera que la misma pretensión de argumentar algo en favor del valor objetivo de unas verdades reveladas podía ser ya uno de los engaños de aquel "genio maligno" o de aquella divinidad engañosa.
Además, la consideración según la cual la razón humana era un instrumento insuficiente para analizar críticamente las verdades de la Teología resultaba especialmente absurda en cuanto por esa misma insuficiencia tampoco dispondría de capacidad para decidir acerca de la verdad de tales doctrinas teológicas, y, por ello, la afirmación de que pudiera estar segura de ellas era una incoherencia.
Sorprendentemente y a pesar de haber afirmado la necesidad de seguir las reglas del método, Descartes no sólo no se tomó la molestia de aplicar dicho método a sus creencias religiosas[426]sino que, además, consideró que Dios, cuya existencia pretendió demostrar, aunque de modo absurdo, se convertía en la última y necesaria justificación del método en general, de la regla de la evidencia en particular, de la misma verdad de los conocimientos evidentes, en cuanto, a pesar de la evidencia con que se presentasen a la mente, podrían ser falsos si no estuvieran respaldados por la propia veracidad divina. Sin embargo, la hipótesis de la existencia de ese genio maligno impedía la superación de la duda acerca de la existencia del mundo sensible, por más que la veracidad divina fuera incompatible con el engaño de hacerle creer en dicha existencia, pues la hipótesis de la existencia del genio maligno era un obstáculo insalvable para poder demostrar la existencia del dios católico.
Por otra parte, Descartes no se conformó con subordinar su razón respecto a los contenidos de la fe católica de un modo puramente teorético sino que de forma explícita proclamó en diversas ocasiones la sumisión de su pensamiento y de sus escritos a la autoridad de la Iglesia, es decir, a la de sus altas jerarquías. Y así, en relación con la alternativa de mantener o no la defensa del heliocentrismo que en principio parecía compartir con Galileo, en el Discurso del método escribe que dejó de publicar un trabajo anterior –El mundo- por miedo a que pudiera ser perjudicial para la religión o para el Estado:
"Hace tres años que llegué al término del tratado que contiene todas estas cosas y empezaba a revisarlo para ponerlo en manos de un impresor, cuando supe que unas personas [= jerarquía católica] por las que siento deferencia y cuya autoridad es tan poderosa sobre mis acciones como mi propia razón sobre mis pensamientos, habían desaprobado una opinión sobre física, publicada un poco antes por otro; no quiero decir que yo fuera de esa opinión, sino sólo que no había notado nada en ella, antes de que fuera censurada, que pudiera imaginar como perjudicial a la religión ni al Estado […] y esto me hizo temer que no fuera a haber también alguna en las mías en la que me hubiese engañado […] Pues aunque fueran muy fuertes las razones por las cuales la había adoptado antes, mi inclinación, que siempre me ha hecho odiar el oficio de hacer libros, me dio en seguida otras para excusarme"[427]
Un aspecto especialmente significativo de la frivolidad y falta de escrúpulos del pensador francés es el hecho de que en esta misma página niegue haber defendido la tesis heliocéntrica, teniendo en cuenta que en sus cartas a Mersenne le había comunicado explícitamente que había renunciado a publicar su trabajo porque en él defendía la misma tesis que Galileo. Está claro que Descartes miente en el Discurso del método, donde niega que él hubiera sido de esa misma opinión, a pesar de sus confidencias a su amigo Mersenne en diversas cartas.
Posteriormente en otra carta mostró su preocupación por la opinión del cardenal Bagni respecto a su filosofía, manifestando nuevamente su opinión a favor del heliocentrismo, pero declarándose su "servidor" y pidiendo a su amigo que comunicase al cardenal a través de su médico su sometimiento a la Iglesia y a su infalibilidad y su sentimiento de "inmenso respeto por todos sus adalides":
"Si escribís al doctor del cardenal Bagni, agradecería le dijerais que nada me impide publicar ni filosofía excepto la prohibición contra el movimiento de la Tierra, que no sé cómo separar de mi filosofía, pues toda mi física depende de ello […] Os pido que sopeséis la opinión del cardenal, pues siendo su servidor, mucho me afligiría disgustarle, y siendo muy celoso de la religión católica, siento inmenso respeto por todos sus adalides. No añadiré que no deseo ponerme a merced de la censura, pues creyendo con firmeza en la infalibilidad de la Iglesia, y sin tener dudas sobre mis pruebas, no temo que una verdad contradiga la otra"[428].
El interés de esta carta para conocer hasta qué punto llegaba el servilismo y el temor de Descartes a la jerarquía católica es mucho mayor todavía si se lo compara con la serie de escritos en los que el pensador francés muestra su desprecio insultante contra quienes, no perteneciendo al selecto grupo de la jerarquía católica, se atrevían a criticar algún aspecto de lo que él escribía.
Como ya se ha dicho, sin llegar tan lejos en sus manifestaciones serviles de acatamiento a las enseñanzas de la iglesia católica, comunicó igualmente a su amigo el padre Merssenne que había decidido no publicar su escrito El mundo a fin de prestar total obediencia a la Iglesia, que había proscrito la opinión de que la Tierra se mueve:
"El conocimiento que tengo de vuestra virtud me alienta a creer que tendríais mejor opinión de mí al ver que he decidido desechar totalmente el tratado que he escrito, y perder casi todo mi trabajo de cuatro años, con la finalidad de prestar total obediencia a la Iglesia, que ha proscrito la opinión de que la Tierra se mueve. Sin embargo, como todavía no he visto que el papa o el concilio ratificaran esta proscripción, lanzada solo por la Congregación de Cardenales constituida para censurar libros, me gustaría saber qué se piensa de ella en Francia y si la autoridad de los cardenales ha bastado para que sea artículo de fe"[429].
Igualmente en las Meditaciones metafísicas pide humildemente a los decanos y doctores de la facultad de Teología de La Sorbona que acojan bajo su protección el libro que les presentaba. En este caso la motivación que le guiaba era doble: En primer lugar, la de asegurarse que no iba a tener problemas con la jerarquía católica, en cuanto sometía su escrito a la revisión de ese importante colectivo de doctores en Teología, cuyo apoyo tuvo la precaución de buscar; y, en segundo lugar, la de la consideración de que ese mismo apoyo podría servirle para ganar prestigio ante la misma jerarquía católica, al mostrar su respeto incondicional a sus doctrinas teológicas:
"Por esto, Señores, cualquiera que sea el peso que puedan tener mis razones, porque pertenecen a la Filosofía, no espero que tengan gran predicamento sobre los espíritus si no las tomáis bajo vuestra protección"[430].
Sin embargo y a pesar de este servilismo rastrero, Descartes no consiguió que las Meditaciones metafísicas se publicasen con la aprobación de los doctores de la Sorbona.
Y esa misma actitud servil fue la que siguió manteniendo en los Principios de la Filosofía, en donde, regresando al oscurantismo más patético de la Edad Media y en contradicción con su prometedor mensaje del Discurso del método, relacionado con la liberación de la Filosofía respecto a cualquier dependencia doctrinal del tipo que fuera, entre otras cosas escribe:
"Yo someto todas mis opiniones a la autoridad de la Iglesia"[431].
6.1.1. Irracionalismo fideísta
Además de lo anterior y aunque no está nada claro que Descartes estuviera convencido de la verdad de sus propias palabras, hay que recordar que en su enumeración de los grados de sabiduría coloca, en un grado infinitamente superior a todos, la revelación divina, de la cual dice que
"nos eleva de un solo golpe a una creencia infalible"[432].
Afirma igualmente, haciendo una apología de la fe, tan alta o más que las de Agustín de Hipona o Tomás de Aquino, que
"se deben creer todas las cosas reveladas por Dios, por más que excedan nuestro alcance"[433],
y, en este mismo sentido y como si quisiera insistir en el testimonio de su fe para evitar cualquier posible polémica con la jerarquía católica, en la carta a los decanos y doctores de la Sagrada facultad de Teología de París, citada anteriormente, no sólo incurría en un círculo vicioso al subordinar la creencia en Dios a lo escrito en la Biblia y lo escrito en la Biblia a Dios, sino en un irracionalismo fideísta aparentemente cándido, que ponía en evidencia su ausencia de capacidad o, mejor, de interés crítico, junto con la presencia de una destacada frivolidad a la hora de tomar conciencia de sus incoherencias y, como en este caso, del círculo vicioso en que incurría de modo increíblemente torpe o, lo que es más probable, calculadamente interesado. Pues no hacía falta ser un genio para darse cuenta de que decir que Dios existe porque lo dicen las Sagradas Escrituras y que las Sagradas Escrituras son ciertas porque provienen de Dios era un ingenuo razonamiento en círculo, aunque seguramente no tan ingenuo, teniendo en cuenta que la carta en que aparecen estas deducciones tan especiales iba dirigida a los decanos y doctores de la facultad de Teología, ninguno de los cuales iba a poner objeción alguna a tales argumentaciones tan fácilmente asumibles desde el punto de vista religioso católico. Es muy probable que Descartes fuera consciente de lo absurdo de sus afirmaciones, aunque cabe también la remotísima posibilidad de que no lo fuera. En el primer caso, ¿qué explicación tendría su falta de escrúpulos para plantear como evidente lo que sólo era un evidente círculo vicioso? Parece que la explicación de tal actitud se relacionaría con las ansias del pensador francés por contar a cualquier precio con el respaldo que podía darle ante las autoridades religiosas la aprobación de sus escritos por parte de un colectivo como el de los doctores en de la Facultad de Teología de París. Y, en el segundo caso, ¿qué explicación tendría que, a pesar de su sobrada capacidad intelectual, no hubiera sido consciente de ese error tan grave en su argumentación? Resulta difícil encontrar una justificación para esta segunda parte de la disyuntiva. Quizá se podría admitir que sus creencias cristianas tenían para él un valor tan absoluto que le cegaron hasta el punto de impedirle ver lo que resulta evidente para cualquiera que reflexione unos segundos sobre esa argumentación. Una tercera posibilidad –quizá la más aceptable- es la de que la actitud cartesiana al defender tales argumentos tan absurdos pudo deberse a una mezcla de todos esos motivos: Su deseo de contar con la aprobación de los teólogos doctores como un apoyo ante cualquier posible amenaza o crítica de la jerarquía católica, y su deseo de contar con la aprobación de estos mismos doctores de la facultad de Teología como una plataforma para incrementar su prestigio como filósofo. Y, aunque se trate de una posibilidad muy remota, conviene tener en cuenta igualmente que sus mismas creencias cristianas, asumidas desde su infancia y desde su formación en el colegio de La Flèche, pudieron influir negativamente en el posterior uso adecuado de su capacidad para tratar estas cuestiones religiosas, con las que fue especialmente incapaz de adoptar un punto de vista crítico. De acuerdo con el adoctrinamiento recibido desde su infancia, resulta en cierto modo explicable que en la primera parte de los Principios de la Filosofía, cuando habla de las relaciones entre razón y fe, escriba en un sentido similar al de Tomás de Aquino:
"…se ha de grabar en nuestra memoria como regla suprema la de que deberán creerse, como las más ciertas de todas, aquellas verdades que nos fueron reveladas por Dios. Y aun cuando acaso la luz de la razón […] pareciera sugerirnos otra cosa, se ha de dar fe, sin embargo, únicamente a la autoridad divina más que a nuestro propio juicio"[434].
Afirmaciones como ésta conducen a la conclusión incuestionable de que si, en teoría, Descartes fue el padre del racionalismo moderno por haber defendido la independencia de la razón frente a la autoridad de la filosofía anterior, y por haber pretendido conseguir un método seguro para el progreso de la Filosofía hasta convertirla en un auténtico conocimiento, en la práctica siguió siendo un fiel hijo del fideísmo medieval por su falta de decisión para poner entre paréntesis no sólo los conocimientos sensibles, matemáticos y de cualquier otra ciencia, sino también las creencias religiosas a la hora de reconstruir la Filosofía, hasta el punto de situarlas por encima de la misma razón, que en ningún caso podría arrogarse ni de lejos el derecho de juzgarlas.
En definitiva, después de haber estado buscando un método para fundamentar con el máximo rigor todo el conocimiento, hasta el punto de no dar credibilidad alguna a nada que no se le hubiera manifestado con absoluta evidencia, con absoluta claridad y distinción, finalmente Descartes defendió una postura sorprendentemente contraria al propio racionalismo por el que se le conoce, al concluir que el mayor conocimiento es el que se obtiene mediante la fe en las verdades reveladas por Dios, lo cual podría parecer una broma de mal gusto en cuanto el "teólogo" francés no intentó demostrar en ningún momento cómo había podido asegurarse del valor de aquellas supuestas verdades, aceptadas simplemente por fe, es decir, sin fundamento alguno, ni racional ni empírico.
Es verdad, por otra parte, que el "teólogo" francés intentó demostrar la existencia del dios de su religión a la vez que hablaba de la Revelación, pero, al margen de que evidentemente era imposible que la demostrase, no presentó argumento alguno por el cual hubiese que aceptar que ese dios hubiera revelado algo, que se hubiera encarnado en Jesús o que hubiera revelado sus misterios a la Iglesia Católica. Y así, si en el Discurso del Método se exigió el mayor rigor a la hora de aceptar cualquier supuesto conocimiento, de manera que finalmente sólo consiguió estar seguro de la verdad "cogito, ergo sum", este aparente rigor se mantuvo incoherente y asombrosamente unido a unas supuestas verdades de fe que no tenían otra justificación que la de haberlas recibido como tales durante su infancia, hasta el punto de que ni siquiera la regla de la evidencia constituyó para él un principio seguro en su búsqueda del conocimiento, en cuanto no fue la evidencia lo que le condujo a defender las "verdades" de su fe religiosa, sino que fue su fe lo que le llevó a defender tales supuestas verdades como superiores a los conocimientos racionales, poniendo además de su temor consciente o inconsciente al poder de la jerarquía católica, cuya Inquisición hacía ya mucho tiempo que actuaba de modo implacable y cruel contra quienes se alejaban –o parecían alejarse- de la dogmática católica.
Conviene recordar en este sentido que el cisma protestante se había producido en el mismo siglo del nacimiento de Descartes y que, desde aquel momento, la iglesia católica siguió utilizando todas las armas a su alcance para evitar cualquier forma de pensamiento que pudiera debilitar su poder, tanto religioso como especialmente político y social. De hecho, ese poder era muy fuerte desde hacía ya muchos siglos, pero además hacía pocos años que de manera implacable y cruel se había manifestado condenando a la hoguera a Giordano Bruno en el año 1.600, a Giulio Caesare Vanini en el año 1619, a Jean Fontanier en el año 1.622, a Galileo Galilei, a quien condenó a un arresto domici-liario de por vida en el año 1633 y, de manera especialmente cruel y sanguinaria, cuando en 1628 Luís XIII y el cardenal Richelieu asediaron con sus tropas a los protestantes de La Rochelle, causando la muerte de 22.000 personas, es decir, de la gran mayoría de sus habitantes, pudiendo haber sido Descartes –al menos según cuenta Baillet- testigo de aquella brutal masacre. Además, el Parlamento de París, bajo el mando del cardenal Richelieu, había decretado en 1624, la prohibición bajo pena de muerte de enseñar cualquier opinión contraria a los autores antiguos aprobados y de mantener debates públicos sobre temas distintos a los aprobados por los doctores de la Facultad de Teología.
Teniendo en cuenta este ambiente tan denso de fanática intolerancia, es comprensible que, a raíz de todos estos hechos, que debían estar presentes en la memoria del pensador francés, y a raíz de la condena de Galileo, Descartes no se atreviera a publicar su obra El mundo y que en definitiva no se atreviera a publicar nada que pudiera poner en peligro su integridad física o su prestigio filosófico y, por eso, resulta explicable que en 1637, cuando publicó el Discurso del Método, optase por excluir de la duda metódica todo lo concerniente a las "verdades" de la religión católica.
Por otra parte, todas estas consideraciones conducen a pensar que, si Descartes fue un filósofo, fue igualmente un teólogo, aunque no llegase a serlo al estilo de Tomás de Aquino, en cuanto no se conformó con realizar escritos teológicos sino que tuvo la osada ambición de estructurar y sistematizar la totalidad del conocimiento, y porque, a pesar de haber realizado aquellos continuos panegíricos de la Revelación y de la iglesia Católica, a excepción de sus incursiones en el problema de la demostración de la existencia de Dios, no realizó deducción de ninguna clase para demostrar los contenidos relacionados con la fe en la que había sido educado, siendo por el contrario su creencia en el dios católico y sus cualidades el punto de partida no demostrado –a pesar de sus vanos intentos- para todas sus deducciones posteriores, que convertían su sistema en un gigante aparentemente hercúleo pero con los pies de barro y enormemente frágil en la casi totalidad de su estructura.
Así que, si Nietzsche dijo de Kant que era un teólogo disfrazado, con mayor razón podría haber dicho que Descartes era un teólogo sin disfraz en cuanto intentó deducir el árbol de la Filosofía a partir de unas raíces teológicas que siempre aceptó, al considerar que la supuesta revelación divina "nos eleva de un solo golpe a una creencia infalible"[435], sin haberla sometido a la prueba de la duda, a pesar de que en diversos momentos jugó a "demostrar" aquello que previamente había aceptado sin otras bases que las de las creencias recibidas, de las que afirmó que tenían un valor absoluto sin investigar si era posible justificarlas racionalmente en lugar de aceptarlas de modo irracional y por el solo hecho de haber sido adoctrinado en ellas. En este sentido ya en las Reglas para la dirección del espíritu no tuvo ningún reparo en hablar de "un poder superior" como origen de "creencias infalibles" sin aclarar el origen de su supuesto conocimiento de tal poder superior, y afirmando del modo más irracional imaginable y absolutamente inconciliable con lo que debería haber sido la actitud propia del llamado "padre del racionalismo" que
"componen por impulso sus juicios acerca de las cosas aquellos a quienes su propio espíritu mueve a creer algo, sin estar convencidos por ninguna razón, y sí sólo determinados por algún poder superior, por la propia libertad o por una disposi-ción de la fantasía: la primera influencia nunca engaña"[436],
es decir, una "influencia" que provendría de aquel "poder superior".
6.1.2. El valor de la fe
De manera complementaria con lo señalado en el apartado anterior, para comprender el pensamiento cartesiano tiene interés comentar algunos textos que reflejan su punto de vista acerca del valor de la fe, considerada en sí misma o en su relación con el conocimiento.
1) Así, en las Reglas para la dirección del espíritu defendió, al igual que Agustín de Hipona y Tomás de Aquino, la supremacía de la fe sobre el conocimiento hasta el punto de llegar a escribir:
"Todo lo que ha sido revelado por Dios es más cierto que cualquier otro conocimiento, puesto que, como la fe que tenemos en ello se refiere siempre a cosas oscuras, es acto no del espíritu sino de la voluntad, y si esa fe tiene fundamentos en el enten-dimiento, éstos pueden y deben ser descubiertos principalmente por una de las dos vías ya indicadas [intuición y deducción], como quizás algún día mostraremos con mayor amplitud"[437].
Estas palabras resultan especialmente sorprendentes por diversos motivos: a) porque dan por hecho que el dios de la iglesia católica existe, b) que ha revelado algo, c) que la fe se refiere a cosas oscuras, d) que es un acto de la voluntad y e) que podría tener fundamentos en el entendimiento.
a) Por lo que se refiere a la simple afirmación de la existencia del dios católico ya se han comentado en otro lugar los intentos y subsiguientes fracasos del pensador francés por demostrar la existencia de tal supuesta realidad. Aquí su simple afirmación se presenta como una declaración dogmática basada en el adoctrinamiento recibido por Descartes a lo largo de su infancia y de su juventud, que posteriormente no se atrevería a someter a la duda metódica por el temor al enorme poder de la Iglesia católica sobre la vida y la muerte de quienes se atrevían a criticar cualquiera de sus doctrinas y porque el propio pensador francés optó por ser un fiel lacayo de quienes tenían el poder religioso y político en aquellos momentos.
b) Respecto a la cuestión de si el dios católico había revelado algo o no, ya se ha hecho referencia al lamentable círculo vicioso en que incurrió el teólogo francés cuando escribió que había que creer en las sagradas Escrituras porque provenían de Dios y que había que creer en Dios porque así constaba en las Sagradas Escrituras, inspiradas por él. Aquí se muestra un nuevo dilema: O Descartes era consciente del círculo vicioso en que incurría o no lo era. Si lo era, la explicación de su actitud es algo complicada, pues o bien representaba una demostración de que no tenía escrúpulos para decir lo que creía que sentaría bien a la jerarquía católica o bien no daba importancia a saltarse las leyes de la Lógica porque en cualquier caso creía en el resultado último de su razonamiento, al margen de su incorrección lógica. Y, si no lo era, en ese caso demostraba que su frivolidad aumentaba hasta límites inimaginables cuando se trataba de aparecer ante la jerarquía católica como defensor de sus doctrinas.
c) La afirmación de que la fe se refiera a "cosas oscuras" plantea el problema de por qué habría que afirmar tales contenidos en cuanto fueran así, en lugar de abstenerse de juicio mientras no se dispusiera de la suficiente evidencia respecto a su verdad o falsedad. Conviene recordar a este respecto que, según indicaba en las Meditaciones metafísicas una actuación de la voluntad pronunciándose acerca de cuestiones en relación con las cuales el entendimiento no hubiese proporcionado suficiente claridad y distinción implicaba un uso incorrecto del libre albedrío, y eso era lo que en este caso sucedía.
d) La consideración de que la fe sea un acto de la voluntad es realmente una herejía respecto a la dogmática católica, según la cual es una "virtud teologal", es decir, una virtud que el hombre no adquiere por sus propios esfuerzos, como sucedería con las "virtudes cardinales", sino que recibiría de Dios como un don gratuito. El hecho de que Descartes la considere además como un acto de la voluntad no introduce novedad alguna en su pensamiento en cuanto para él cualquier juicio se forman mediante un acto de la voluntad mediante el cual se afirma o se niega determinada relación entre conceptos. Por ello es una incongruencia el hecho de que cuando se trata de actos de la voluntad referidos a los contenidos oscuros de la doctrina católica Descartes los considere meritorios a pesar de que, de acuerdo con la veracidad y de acuerdo con sus propias consideraciones, tales pronunciamientos de la voluntad no estarían justificados.
e) Plantear la posibilidad de que la fe tenga fundamentos en el entendimiento está en contradicción con el concepto mismo de fe, en cuanto ésta se refiere por definición a doctrinas incomprensibles para el entendimiento humano y, por ello mismo, el asentimiento a sus contenidos sería moralmente incorrecto en cuanto la actitud de la voluntad debería ser la de afirmar o negar tales contenido sólo cuando el entendimiento dispusiera de razones objetivas suficientes para hacerlo y abstenerse de juicio mientras tales razones fueran incompletas en cualquiera de ambos sentidos. Pero además, si existieran fundamentos en el entendimiento en relación con los contenidos de la fe, o bien tales fundamentos serían suficientes para que la voluntad se pronunciase y en tal caso la fe se convertiría en conocimiento, o bien no lo serían y en tal caso la fe, entendida como acto de la voluntad, implicaría un mal uso de ese libre albedrío.
En las Meditaciones metafísicas Descartes retoma sus reflexiones acerca de la fe y trata de encontrar una solución al problema que plantea el hecho de que se refiera a "cosas oscuras" en relación con las cuales la voluntad no tendría ningún derecho a pronunciarse. El "teólogo" francés responde a esta dificultad diciendo que
"aunque de ordinario se diga que la fe versa sobre cosas oscuras, se entiende eso solamente de su materia, y no de la razón formal en cuya virtud creemos; al contrario, dicha razón formal consiste en cierta luz interior con la que Dios nos ilumina de un modo sobrenatural, y gracias a ella confiamos en que las cosas propuestas a nuestra creencia nos han sido reveladas por Él, siendo enteramente imposible que mienta y nos engañe: lo cual es más seguro que cualquier otra luz natural, y hasta, a menudo, más evidente, a causa de la luz de la gracia"[438].
Página anterior | Volver al principio del trabajo | Página siguiente |