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René Descartes, hijo póstumo del fideísmo medieval (página 8)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15

Es decir, esta página de las Meditaciones resulta especialmente llamativa porque en ella Descartes parece estar pensando en voz alta y reflejando los pensamientos contradictorios que le vienen a la mente, tanto los que se relacionan con la idea de que cualquier verdad estaría subordinada a Dios como los que se relacionan con la idea de que habría verdades absolutas e independientes de la omnipotencia divina. Pero, a continuación de los textos anteriores, Descartes presenta una aparente solución a tal contradicción, según la cual:

"puesto que no tengo ninguna razón para creer que existe algún Dios engañador, e incluso que no he considerado aún las que prueban que existe un Dios, la razón para dudar [de la verdad de las evidencias antes afirmadas] es bien ligera […] Pero para poder eliminarla por completo debo examinar […] si existe un Dios; y si encuentro que existe uno, debo examinar también si puede ser engañador; pues, sin el conocimiento de esas dos verdades, no veo que pueda estar jamás seguro de cosa alguna"[260].

Es decir, que a pesar de haber afirmado en el primer texto como verdaderas las evidencias de carácter matemático –además de la del cogito y la de la imposibilidad de que lo que ha sucedido no haya sucedido-, ahora, al reconocer que debe "examinar […] si existe un Dios" y "examinar también si puede ser engañador" –ya que sin el conocimiento de esas dos verdades no ve "que pueda estar jamás seguro de cosa alguna"-, eso le lleva finalmente a negar que tales intuiciones tengan un valor absoluto, supeditando éste al de la existencia de un Dios veraz. Pero, de forma inexorable, Descartes incurre de nuevo en el círculo vicioso que le objetó Arnauld, pues, si no podía estar seguro de nada hasta que demostrase la existencia de Dios, no podía contar con ningún fundamento sólido para demostrar su existencia.

d2) A continuación hay otros textos en los que se plantea nuevamente la misma cuestión con cierta ambigüedad, pero que finalmente, igual que en caso anterior, se resuelven en favor de la subordinación del valor de cualquier evidencia a la omnipotencia y a la veracidad de Dios.

–En el primero se dice:

"aunque sea de tal naturaleza que, tan pronto comprenda alguna cosa muy clara y distintamente, no puedo dejar de creerla verdadera, sin embargo, puesto que soy también de tal naturaleza que no puedo mantener el espíritu siempre fijo en una misma cosa y que a menudo me acuerdo de haber juzgado una cosa como verdadera, cuando dejo de considerar las razones que me han obligado a juzgarla así, puede suceder en el intervalo que se me presenten otras razones que me hagan cambiar fácilmente de opinión, si ignorara que hay un Dios. Y así jamás poseería una ciencia verdadera y cierta de nada, sino solamente opiniones vagas e inconstantes"[261].

Conviene llamar la atención acerca de que en este texto Descartes no afirma que en cuanto comprenda alguna cosa muy clara y distintamente sea verdadera, sino sólo que no puede dejar de creerla verdadera, pero que sólo el conocimiento de la existencia de un Dios veraz puede proporcionarle la seguridad de que lo es, pues, como señala en otros lugares, si hubiera sido producido por la naturaleza y no por un dios veraz, no podría estar seguro acerca de la correspondencia de las propias evidencias con la verdad. Sin embargo, Descartes se olvida aquí de las ocasiones en que había reconocido que en el pasado había tenido ciertas evidencias que posteriormente comprendió que eran falsas y de que la supuesta existencia de Dios no le había servido de garantía –a él ni a nadie- respecto a la verdad de aquellas falsas evidencias.

Por otra parte, tiene especial interés señalar que la respuesta cartesiana a la objeción de Arnauld se basó en una consideración de esta clase: Para salir del apuro que suponía la objeción de Arnauld a Descartes no se le ocurrió otra cosa que decir que las evidencias demostradas eran independientes de Dios y que Dios era sólo la garantía de la verdad de las "evidencias olvidadas", es decir, de aquellas evidencias cuyo proceso deductivo no se encontrase actualmente presente en la propia mente, de manera que esa garantía divina serviría para no tener que estar demostrando continuamente la serie de evidencias cuyo proceso deductivo se hubiera olvidado.

Pero evidentemente esta respuesta fue una simple argucia lamentable en que Descartes tuvo que caer en cuanto su egolatría era incompatible con la admisión de su error tan frívolo.

–En el texto que sigue Descartes incurre en los mismos errores, afirmando de modo explícito que sabe que los ángulos de un triángulo equivalen a dos rectos mientras está atento a la demostración, pero que nuevamente necesita saber que Dios existe para estar seguro de aquella verdad en cuanto, si hubiera siso creado por la naturaleza, no podría estar seguro de que sus "evidencias olvidadas" fueran verdaderas:

"cuando considero la naturaleza del triángulo, sé con evidencia, puesto que estoy versado en geometría, que sus tres ángulos valen dos rectos, y no puedo por menos de creerlo, mientras está atento mi pensamiento a la demostración; pero tan pronto como esa atención se desvía, aunque me acuerde de haberla entendido claramente, no es difícil que dude de la verdad de aquella demostración, si no sé que hay Dios. Pues puedo convencerme de que la naturaleza me ha hecho de tal manera que yo pueda engañarme fácilmente, incluso en las cosas que creo comprender con más evidencia y certeza, dado principalmente que me acuerdo de haber estimado a menudo muchas cosas como verdaderas y ciertas, a las que después otras razones me han llevado a juzgar como absolutamente falsas"[262].

Sin embargo y como se acaba de decir, el texto citado es contradictorio porque, mientras al principio afirma:

"sé con evidencia, puesto que estoy versado en geometría, que [los] tres ángulos [de un triángulo] valen dos rectos",

considera después que

"no es difícil que dude de la verdad de aquella demostración, si no sé que hay Dios",

y, al igual que en otras ocasiones, incurre en la contradicción de considerar que la evidencia y la duda sean conceptos compatibles.

Conviene recordar, además, en contra de esta tesis en favor de la existencia de evidencias independientes de Dios, la serie de ocasiones en que a propósito de las verdades matemáticas, a propósito de la verdad del principio de contradicción y a propósito de toda verdad, Descartes, teniendo en cuenta la omnipotencia divina, proclama que todas ellas son verdades no por su propia consistencia sino sólo porque Dios así lo ha querido, pues la omnipotencia y la voluntad divina son el fundamento absoluto de todo valor y de toda verdad. Y, además, Descartes incurre en una nueva contradicción cuando considera que Dios debe ser veraz, considerando la veracidad como un valor en sí misma, con independencia de la omnipotencia divina.

Precisamente como consecuencia de tal omnipotencia divina, que podría conducirle a engañar siempre que lo quisiera, el creyente tendría mayores motivos para desconfiar de la verdad de sus evidencias que el ateo, en cuanto fuera consciente de que su dios omnipotente podría sugerirle evidencias a las que no les correspondiera verdad alguna, mientras que el ateo contaría con principios lógicos como el de contradicción para las Matemáticas y el contacto con la experiencia para confirmar o falsar sus teorías acerca de la realidad empírica. Descartes no parece darse cuenta de que la certeza, en cuanto sea posible en las ciencias empíricas, viene proporcionada por la aplicación de la metodología científica, que es la clave para el establecimiento, el mantenimiento o la sustitución de cualquier hipótesis o teoría en cuanto sea coherente con la experiencia. Igualmente, el pensador francés hubiera podido recordar que la aplicación de la cuarta regla de su método servía precisamente para conseguir que los resultados obtenidos en una investigación pudieran ser más seguros, sin necesidad de recurrir al argumento mágico de una divinidad necesariamente veraz.

Por otra parte, hay que insistir en que la mayor o menor seguridad de cualquier científico acerca del valor de sus teorías no tiene nada que ver con sus creencias o incredulidades religiosas, sino con los resultados del uso de una metodología adecuada que le permita confirmar o desmentir cualquier teoría en cualquier momento. Y, por cierto, tiene interés también recordar que no han sido las creencias religiosas las que abrieron el camino de la ciencia, sino que, por el contrario, fue precisamente la creencia en el dios católico y en las "verdades bíblicas" lo que condujo al mantenimiento a sangre y fuego de teorías erróneas como el geocentrismo, y a la condena de pensadores y científicos como Bruno y Galileo por haber defendido el heliocentrismo, y fue esa misma creencia religiosa la que de manera asombrosa ha seguido siendo un obstáculo absurdo para la aceptación del evolucionismo defendido por Darwin.

En definitiva, la tesis cartesiana según la cual el ateo no podría tener más que opiniones, en cuanto no contase con la garantía de Dios en apoyo de sus evidencias, además de ser absurda, parece un intento más del "teólogo" francés por ganarse los favores de la jerarquía católica al haber situado al dios católico en la cúspide de su sistema y como garantía del valor de su método. Una visión tan teológica de la realidad debía de ser bien vista por la jerarquía católica y debía de potenciar el prestigio de Descartes como adalid del catolicismo.

Pero lo más lamentable de todo no fue la absurda utilización que Descartes hizo de Dios, considerándolo como garante de las verdades evidentes en general y de las evidencias olvidadas, sino el hecho de que hubiese criticado la objeción de Arnauld mediante este argumento y mediante la complementaria y novedosa doctrina, incompatible con las defendidas en esta misma obra, según la cual las evidencias actuales eran verdaderas por sí mismas, pasando por alto la serie de textos a los que se ha hecho referencia, en los cuales el francés insistió en la idea de que Dios era la fuente y el fundamento de toda verdad, tal como le dijo a su amigo Mersenne.

En definitiva, como resultado de su frivolidad Descartes había incurrido en un círculo vicioso, Arnauld lo había criticado acertadamente y el pensador francés, como consecuencia de su orgullo aparentó haber olvidado su doctrina esencial acerca de la evidencia, según la cual sólo un dios veraz podía garantizar su valor, y dejó de lado, sin explicación de ninguna clase, su hipótesis acerca de la existencia de un genio maligno o de una divinidad embaucadora que determinasen que las evidencias fueran falsas. De manera asombrosamente frívola y contradictoria pretendió defenderse de la objeción de Arnauld proclamando en esta ocasión que las evidencias eran verdaderas por sí mismas y que era Arnauld quien se había equivocado en la comprensión de esta cuestión. Resultaba especialmente lamentable que, para defenderse de una crítica justa, lo hiciera afirmando que Arnauld no le había entendido bien respecto al valor de las verdades evidentes, en lugar de aceptar que, aunque había concedido a Dios el papel de avalista de "evidencias olvidadas" –lo cual, por cierto, no tenía ningún sentido-, su papel primordial era el de garantizar el valor de cualquier evidencia.

e) Crítica a la respuesta cartesiana.- Es difícil creer que Descartes no fuera consciente de que su respuesta era incongruente, pero, al parecer, su orgullo le impidió aceptar la crítica de Arnauld y, en consecuencia, parece que, para que su incoherencia pasara desapercibida, lo que hizo fue afirmar que éste había interpretado erróneamente el sentido que él daba a la evidencia, alegando que él no había negado que ésta tuviera valor por sí misma sino sólo que lo tuviera en aquellos momentos en que sólo se conservaba el recuerdo de haberla tenido, pero sin recordar las razones que habían conducido a ella, de manera que en esos casos Dios sería la garantía de su valor, y, por ello, en cuanto las evidencias actualmente presentes a la conciencia tenían valor por sí mismas, podían ser utilizadas para demostrar la existencia de Dios.

Pero, después de haber examinado esta serie de textos relacionados con el valor que Descartes concedió a la evidencia, parece claro que su actitud ante la crítica de Arnauld no fue nada veraz en cuanto, como se ha podido comprobar, los textos del Discurso del método, los de las Meditaciones metafísicas e incluso los de los Principios de la Filosofía defendieron de un modo claro la subordinación a Dios del valor de cualquier evidencia, con la única excepción, si acaso, de uno de los textos citados, en el que, de modo contradictorio con los otros, considera que las evidencias matemáticas serían verdaderas por sí mismas. Y, por ello mismo, es del todo comprensible que Arnauld, conocedor del valor relativo que Descartes había concedido a la evidencia en el Discurso del método y en las Meditaciones metafísicas, desconociese que en esta última obra Descartes, a la vez que seguía afirmando el anterior valor condicionado de la evidencia, hubiese introducido –posiblemente para defenderse de críticas como la de Arnauld[263]un sentido nuevo de dicho concepto, defendiendo –al menos en una ocasión- que las verdades evidentes eran verdaderas por ellas mismas y con independencia de Dios, y concediendo a Dios sólo el papel secundario de garante de la verdad de las "evidencias olvidadas", es decir de aquellas verdades cuya explicación evidente no se encontraba actualmente presente en la propia conciencia.

De este modo parecía que aquel círculo vicioso quedaba superado, en cuanto desde una evidencia válida por sí misma, Descartes podía intentar demostrar la existencia de Dios, dejando para el mismo Dios el papel secundario de garantizar a posteriori el valor de las evidencias, papel innecesario, por cierto, en cuanto, como el propio pensador ya había tenido en cuenta en su cuarta regla, siempre eran posibles nuevas revisiones y enumeraciones de las razones que confirmaban el valor de aquellos conocimientos cuya evidencia no fuera patente en un determinado momento, o siempre era posible también, como sucedía en las ciencias experimentales, en la Lógica o en las Matemáticas, realizar una nueva demostración o un experimento que confirmase el valor de las evidencias olvidadas en favor de una determinada deducción o de una determinada ley científica.

Arnauld hubiera podido replicar a Descartes con estas consideraciones, pero es posible que juzgase más prudente no entrar en discusiones con una persona tan dogmática y pendenciera como lo era el pensador francés. Además, en el año 1641, en el que se publicaron las Meditaciones metafísicas, Descartes cumplía 45 años, mientras que Arnauld sólo cumplía 29, de manera que el respeto al prestigio de Descartes así como la llamativa amabilidad con que éste le había tratado en su respuesta incluida en las Meditaciones metafísicas pudieron influir en que Arnauld no se atreviera a replicarle nuevamente.

En definitiva y por todo lo expuesto, la respuesta de Descartes a la objeción de Arnauld representa un falseamiento chapucero de su propia doctrina en cuanto efectivamente, como acaba de mostrarse, él había comprendido que, mientras no se descartase la posibilidad de la existencia de un genio maligno o de una divinidad engañosa que provocase la existencia de las diversas aunque falsas evidencias, y mientras no se demostrase la existencia de un Dios veraz, que sirviera de garantía del valor de cualquier evidencia, más allá de la verdad del cogito no podía avanzar un sólo paso en el conocimiento. Y, por cierto, resulta especialmente sintomático de que Descartes llegó a ser consciente del callejón sin salida en que se había introducido el hecho de que en su obra posterior, los Principios de la Filosofía, síntesis última de su pensamiento, el genio maligno dejase de aparecer, sin que, al igual que sucedía en otras cuestiones, el pensador francés se tomase la molestia de explicar los motivos de su ausencia, al margen de que cualquiera puede sospechar, con muchas probabilidades de acertar, que el "teólogo" francés había comprendido que aquella hipótesis convertía en imposible la tarea de escapar del solipsismo.

g) Finalmente, Descartes no comprendió –o no se atrevió a aceptar- que el dios católico podía ser infinitamente más engañador que el genio maligno, por lo que no tenía sentido tratar de fundamentar en él la regla de la evidencia ni confiar en que la verdad de cualquier evidencia dependiera de él. Por lo que se refiere a ese dios, en el pensamiento teológico tradicional había una contradicción interna que en apariencia podía servir para negar que pudiera ser engañador, pero que en realidad sólo servía para afirmarlo: Por su omnipotencia, podía ser engañador; por su veracidad y bondad, no. Si no se tenía en cuenta su omnipotencia, entonces se podía llegar a juzgar que la idea de que Dios fuera la causa de falsas evidencias o de cualquier mentira era un sacrilegio, y de esto fue de lo que Voetius, rector de la universidad de Utrecht, J. Trigland, profesor de teología de Leyden, y otros teólogos protestantes acusaron a Descartes, a pesar de que él negó haber defendido tal idea. Sin embargo, según se ha mostrado en citas anteriores, aunque Descartes afirmó en algún caso tal posibilidad, en general la negó, quizá por el temor a las represalias de la jerarquía católica ante una aparente herejía tan grave, pero especialmente porque para que su sistema tuviera cierta coherencia, necesitaba contar con un dios veraz.

Así, en el texto que se cita a continuación, Descartes admite claramente la posibilidad de que Dios sea la causa de que pueda equivocarse y en este sentido, escribe:

"hace mucho que tengo en mi espíritu cierta opinión, a saber, que existe un Dios que lo puede todo y por el cual he sido creado y producido tal como soy. Ahora bien, ¿quién me podría asegurar que este Dios no ha hecho que no exista tierra ninguna, ningún cielo, ningún cuerpo extenso, ninguna figura, ninguna magnitud, ningún lugar y que, sin embargo, yo tenga las sensaciones de todas estas cosas y que todo esto no me parezca existir sino como lo veo? E igualmente, como a veces juzgo que los demás se equivocan, incluso en las cosas que piensan saber con mayor certidumbre, puede ser que él [= Dios] haya querido que yo me equivoque siempre que hago la suma de dos y tres, o que cuento los lados de un cuadrado, o que juzgo acerca de algo aún más fácil que esto. Pero puede ser que Dios no haya querido que fuese engañado de esta manera, pues es soberanamente bueno. Con todo, si repugnara a su bondad el haberme hecho tal que yo me engañara siempre, parecería también ser contrario a él permitir que me engañe a veces y, sin embargo, no puedo dudar de que lo permite"[264].

Pero, a continuación y de forma categórica, aunque sin argumentar ni decir nada en contra de sus anteriores reflexiones y llegando en otro momento a recriminar a Voetius por haberle acusado de la afirmación de que Dios pudiera engañar, rechaza tal posibilidad a partir de la consideración contradictoria de que la veracidad es un aspecto de la perfección divina.

El texto cartesiano citado más arriba es en cierto modo equívoco, pues al principio dice que "puede ser que Dios haya querido que yo me equivoque", es decir, que no existiría contra-dicción alguna en la idea de un Dios engañador; pero luego añade que "puede ser que Dios no haya querido que fuese engañado, pues es soberanamente bueno" y con ese "puede ser"[265] está reconociendo la posibilidad, aunque no la necesidad, de que Dios no engañe, sin ver en ninguna de ambas alternativas contradicción alguna con la esencia divina. Sin embargo, cuando afirma que la bondad de Dios es incompatible con el engaño, incurre en una contradicción tanto con el texto en el que dice "puede ser que Dios haya querido que yo me equivoque", como también con su anterior defensa absoluta de la omnipotencia divina, según la cual no puede aceptarse que existan valores por encima de su voluntad, de manera que el hecho de que Dios sea veraz o no, no dependería de que la veracidad fuera un valor en sí misma al que debiera someterse la actuación divina, ya que, en cuanto la acción de Dios quedase sometida a supuestos valores independientes de su voluntad, no sería omnipotente, tal como reconoce el "teólogo" francés en las Meditaciones metafísicas:

"Cuando se considera con atención la inmensidad de Dios, se ve con evidencia que no puede haber nada que no dependa de Él; y no sólo todo lo que subsiste, sino todo orden, ley o criterio de bondad y verdad, de Él dependen […] Pues si algún criterio de bondad hubiera precedido a su preordenación, le hubiese determinado, entonces, a hacer lo mejor. Mas sucede al contrario: que, como se ha determinado a hacer las cosas que hay en el mundo, por esa razón […] son muy buenas: es decir, que la razón de que sean buenas depende de que las ha querido así. […] Así, no hay por qué pensar que las verdades eternas dependen del entendimiento humano, o de la existencia de las cosas, sino tan sólo de la voluntad de Dios que, como supremo legislador, las ha ordenado y establecido desde toda la eternidad"[266].

En consecuencia, nuevamente hay que insistir en que la doctrina cartesiana acerca del valor de cualquier verdad es la de que todas ellas dependen de Dios hasta el punto de que sin él no habría forma de escapar de la duda. Pero además, desde la consideración de que por su omnipotencia ese dios podría ser engañador, su existencia no sería ninguna garantía en favor de que las evidencias que uno tuviera se correspondieran con auténticas verdades, sino que, por el contrario, el supuesto dios católico hubiera podido ser causa de los errores humanos sin que tal actitud hubiera implicado defecto alguno en su ser, de manera que

"hubiera podido hacer, desde toda la eternidad, que dos por cuatro no fuesen ocho"[267].

Sin embargo y a fin de evitarse problemas con la jerarquía católica, cuando en Los principios de la Filosofía juzgó que había demostrado la existencia de Dios, dijo igualmente, de un modo sospechosamente servil y acorde con las doctrinas de la Iglesia Católica pero contradictorio con su anterior afirmación, según la cual

"la razón de que [las cosas] sean buenas depende de que [Dios] las ha querido así"[268],

que en la idea innata que tenía de Dios veía

"que es eterno, omnisciente, omnipotente, fuente de toda bondad y verdad, creador de todas las cosas […]"[269],

y que

"la luz natural nos enseña que el engaño depende necesariamente de algún defecto[270]

sin detenerse a pensar que, desde el momento en que consideró que Dios era omnipotente, dejaba de tener sentido cualquier referencia a una supuesta veracidad como un valor en sí mismo al que Dios debiera someterse, en cuanto todo valor dependía de su voluntad omnipotente, y en cuanto el hecho de que Dios debiera ser necesariamente veraz representaría un límite a su teórica omnipotencia. Pero Descartes, sometiéndose a la doctrina más ortodoxa de la teología católica y sin preocuparse por su frívola contradicción, volvió a defender que

"el primero de sus atributos que parece que ha de ser considerado aquí consiste en que [Dios] es veracísimo y la fuente de toda luz, de tal modo que repugna en absoluto que nos engañe"[271].

Pero, como ya se ha dicho, la afirmación de que "repugna en absoluto que nos engañe" es contradictoria con la simultánea afirmación de la omnipotencia divina, proclamada igualmente por Descartes. Ésta debía situar a Dios por encima de cualquier valor moral que fuera anterior a las decisiones de su voluntad, pues todo valor dependía de ella, por lo que, en consecuencia, habría podido engañar, si así lo hubiera querido, sin que tal engaño hubiese implicado la existencia en él de imperfección alguna.

3.4. Francisco Sánchez, "despertador de Descartes"

En relación con los antecedentes que muy probablemente influyeron en la búsqueda y en la elaboración por parte de Descartes de un método para la elaboración de una Filosofía –o de una Ciencia- bien fundamentada, tiene especial interés hacer referencia a Francisco Sánchez (1551-1623), médico español –o portugués- que fue profesor en la universidad de Toulouse, que escribió en primera persona, como después el propio Descartes, y con alguna frase que tanto por su tono como por su contenido, en el que se hace referencia a la duda metódica universal, lleva de modo natural a recordar otra que después escribiría el filósofo francés, pues efectivamente Francisco Sánchez escribió en 1.580: "Entonces me encerré dentro de mí mismo, y poniéndolo todo en duda y en suspenso, como si nadie en el mundo hubiese dicho jamás nada, empecé a examinar las cosas en sí mismas, que es la única manera de saber algo"[272]. Por su parte, en el Discurso del método Descartes dijo:

"después que hube empleado algunos años en estudiar así el libro del mundo y en tratar de adquirir alguna experiencia, tomé un día la resolución de estudiar también en mí mismo y de emplear todas las fuerzas de mi espíritu en elegir los caminos que debía seguir"[273]

La semejanza del punto de vista de Sánchez con el de Descartes consiste en que ambos consideran que deben distanciarse de las opiniones mal fundamentadas y ambos pensaron que era necesario partir de una duda universal para reconstruir el conocimiento en la medida en que fuera posible. La diferencia entre ellos consiste en que Descartes llevó la duda hasta un nivel tan extremo que se quedó atrapado en la propia subjetividad y luego le resultó imposible escapar de ella sin cometer diversos atentados contra la Lógica. Sin embargo, Sánchez, sin la exagerada osadía de Descartes, se conformaba con dejar de lado el lastre de las diversas opiniones para "examinar las cosas en sí mismas", que recuerda el lema de la Fenomenología "zu den Sachen selbst!" –¡a las cosas mismas!- y que sugiere una clara tendencia a estudiar los diversos fenómenos desde una perspectiva empírica, a diferencia del camino seguido por Descartes, consistente en partir de la propia subjetividad para deducir a partir de ella el conjunto de la realidad.

Pero, al margen de estas semejanzas y diferencias entre estos textos, cualquiera puede observar las curiosas semejanzas entre los puntos de vista de ambos pensadores, pues existieron otras similitudes especialmente llamativas en las ideas de ambos pensadores, ya que tanto uno como otro

1) consideraron que debían encerrarse dentro de sí mismos y debían ponerlo todo en duda como único camino para llegar a "saber algo",

2) manifestaron su deseo de construir una nueva ciencia más segura, y

3) tomaron conciencia de la necesidad de encontrar un nuevo método basado en la razón para conseguir este fin. En este sentido Francisco Sánchez había escrito: "Yo […] propondré en otro libro si es posible saber algo y de qué modo; esto es, cuál puede ser el método que nos conduzca a la ciencia en cuanto lo permita la humana fragilidad"[274]

Sin embargo, Descartes en ningún momento mencionó al filósofo español, como si no hubiera conocido su obra, lo cual habría sido bastante extraño si se tienen en cuenta las llamativas coincidencias entre ambos pensadores, el hecho de que el español ejerció como profesor en la universidad francesa de Toulouse y el hecho de que el pensador francés no mencionaba casi nunca las fuentes en las que de algún modo pudo haberse inspirado. Por ello, la semejanza entre el programa de Francisco Sánchez y su desarrollo en la obra de Descartes llevan a pensar que tal coincidencia no fue una simple casualidad sino que en realidad hubo una auténtica influencia del español sobre el francés, al margen de que éste no tuviera especial interés en mencionarla. Quizá pensó que referirse a los escritos de Sánchez redactados en primera persona y manifestando la necesidad de dudar de todo y de buscar un método racional para avanzar en el descubrimiento de la verdad podía arrebatarle ante los demás la "originalidad" de sus ideas, lo cual no habría sido muy coherente con su vanidad[275]Por otra parte, en la obra de Sánchez había una crítica a algunos aspectos del catolicismo y eso pudo contribuir a que Descartes considerase más prudente que no se le relacionase con él.

La existencia del Dios del cristianismo

Como ya se ha dicho, el papel que jugó la regla de la evidencia como punto de partida para demostrar la existencia del dios católico y la utilización posterior de tal supuesta realidad para justificar el valor de la regla de la evidencia determinó que Descartes incurriese en un círculo vicioso que fue incapaz de reconocer porque su interés en recuperar el valor de los conocimientos sometidos a la duda metódica fue un objetivo esencial que le impidió tomar conciencia de la imposibilidad de escapar desde aquellas bases más allá de la propia subjetividad. Por ello, a partir de la consideración según la cual era necesario fundamentar el valor de la regla de la evidencia para asegurar el valor de cualquier supuesto conocimiento, y a partir de la consideración errónea de que sólo el dios católico podía proporcionar tal garantía, la consecuencia inevitable fue la de la imposibilidad de librarse del solipsismo, en cuanto la demostración de la existencia de tal divinidad quedaba imposibilitada desde el momento en que la regla de la evidencia, única herramienta para lograr tal demostración, sólo podía utilizarse con éxito a partir del momento en que ese dios, cuya existencia había que demostrar, hubiera garantizado su valor.

No obstante y aun pasando por alto esta imposibilidad, explicada posteriormente de manera especial por Hume y por Kant, la utilización cartesiana de la regla de la evidencia para intentar tal demostración fue realmente desafortunada como consecuencia de haber empleado unos argumentos que, además de estar radicalmente alejados de la evidencia, en ocasiones sólo hubieran podido servir para demostrar lo contrario de lo que el filósofo francés se propuso.

Y así, por lo que se refiere a esta problemática, Descartes no contaba con otro apoyo que el proporcionado por su primera proposición considerada como verdadera, "pienso, luego existo", junto con de la regla de la evidencia, aunque utilizándola de manera ilegítima según las propias exigencias cartesianas, en cuanto ésta no había quedado fundamentada de acuerdo con las requerimientos metodológicos del pensador francés.

Esa primera verdad del cogito le condujo a definirse como "una cosa que piensa", esto es, como un ser que tenía ideas. Respecto a tales ideas, señaló que existían diferencias entre ellas respecto al modo de presentarse: Unas eran innatas, en cuanto las encontraba en sí mismo; otras debía considerarlas adventicias, en cuanto parecían proceder de algo distinto del propio ser; y finalmente las llamadas facticias las construía él mismo combinando distintas ideas.

En cuanto la afirmación de la existencia de una realidad externa había quedado en suspenso por la aplicación de la duda metódica, Descartes sólo contaba con esa serie de ideas como base para intentar demostrar la existencia del dios de la iglesia católica. Con este fin utilizó diversos argumentos, ninguno de los cuales podía ser concluyente porque, al margen de la imposibilidad intrínseca para el logro de tal objetivo, los planteamientos cartesianos contribuyeron todavía más si cabe a reforzar el carácter quimérico de tal hazaña.

1) Así en las Meditaciones Metafísicas utilizó un argumento similar al tipo de los empleados por Tomás de Aquino, quien, partiendo del movimiento, de la causalidad o de la contingencia, consideraba que en el conjunto de seres movidos, causados o contingentes no era posible remontarse al infinito sino que era necesario suponer la existencia de un primer motor inmóvil, una primera causa incausada o un ser necesario que explicasen respectivamente la existencia de realidades movidas, causadas o contingentes. Ahora bien, como Descartes no podía contar para sus argumentaciones con el punto de partida de la realidad externa, en cuanto su existencia había quedado puesta entre paréntesis como consecuencia de la aplicación de la duda metódica a los conocimientos sensibles, sólo le quedaban las ideas existentes en la "res cogitans". Y así, utilizando un procedimiento similar al de Tomás de Aquino pero referido exclusivamente a tales ideas, estimó en primer lugar que éstas debían estar causalmente relacionadas de tal modo que había de existir una idea primera de la que las demás dependían, y, en segundo lugar, que la causa de dicha idea primera debía ser una realidad correspondiente a dicha idea, en la que existiría realmente la perfección que en las ideas sólo estaba por "representación":

"Y aunque pueda suceder que una idea dé origen a otra idea, esto, sin embargo, no puede continuar al infinito, sino que es necesario llegar por fin a una idea primera, cuya causa sea como un patrón o un original, en la que se halle contenida formal y efectivamente toda la realidad o perfección que se encuentra sólo objetivamente o por representación en estas ideas"[276]

Este argumento casi parecía una burla a causa de su superficialidad, pues, en primer lugar, partía de la falsa premisa de que las ideas estuvieran causalmente enlazadas entre sí de forma que la intuición de una debiera conducir necesariamente hasta otra anterior y así hasta llegar a una primera idea de la que las demás dependerían, lo cual resulta realmente llamativo si se tiene en cuenta que nadie más ha hablado de la existencia de una cadena causal de ideas que conducirían a una primera idea que sería el origen de las demás. Todos tenemos ideas que aparecen de acuerdo con diversas leyes del psiquismo humano, pero a nadie se le ocurre que exista una relación de causalidad entre una idea y cualquier otra, a no ser que se está haciendo referencia a las leyes de asociación de ideas, que no son leyes de las ideas sino leyes de carácter psíquico. En segundo lugar, porque el hecho de que considere que la causa de esa idea primera deba ser una realidad que posea en sí la perfección existente en ella por representación es una burda falacia, pues si Descartes había puesto en duda la existencia de un mundo externo relacionado y causa de las sensaciones, parecía al menos igual de lógico que se abstuviese de considerar que cualquiera de las ideas tuviera un origen que estuviera más allá de la propia subjetividad. Además, podría haber comprendido que nadie se encuentra en posesión de una "idea primera", identificada con el dios cristiano o con una "sustancia infinita", por más que posea conceptos confusos de series infinitas, como la de los números naturales o la del espacio de la geometría euclídea entendido como infinito.

2) Desde otra perspectiva y partiendo nuevamente de las ideas, Descartes indicó que entre las ideas innatas había una que tenía un carácter muy especial cuando se la comparaba con el carácter limitado del propio ser. Se trataba de la idea de dios –del dios cristiano-, y, en el Discurso del Método señala que, en cuanto yo era un ser que dudaba y en cuanto por ello

"mi ser no era completamente perfecto, pues veía claramente que conocer era una perfección superior a dudar, quise indagar de dónde había aprendido a pensar en algo más perfecto que yo; y conocí evidentemente que debía de ser por alguna naturaleza que fuese, en efecto, más perfecta"[277].

Igual que el anterior y que el siguiente y que todos los argumentos empleados, éste era también asombrosamente pobre, frívolo y contradictorio, especialmente si se tenía en cuenta el rigor empleado por Descartes a la hora de aplicar la duda metódica con aquel rigor que le llevó a dejar en sus pensó el valor de las verdades matemáticas. Cuando escribe "quise indagar de dónde había aprendido a pensar en algo más perfecto que yo" parece no querer entender que del mismo modo que se puede crear el concepto de "Superman" sin tener capacidad que la de una fantasía simplemente normal por el mismo procedimiento se puede crear el concepto de un ser como aquel al que hace referencia el dios del cristianismo. Pero además se trata de una demostración contradictoria en cuanto el reconocimiento de que "mi ser no era completamente perfecto" no podía conducir a la conclusión de la existencia de un "ser perfecto", pues del mismo modo que "el obrar sigue al ser", un ser perfecto no crearía seres imperfectos. Simplemente no crearía, precisamente por ser perfecto, por tenerlo todo y por no faltarle nada.

3) A continuación y como un nuevo argumento Descartes indica que, si él hubiera sido causa de sí mismo, se habría dado las perfecciones que conocía y que estaban contenidas en la idea de dios, y que, por ello, era evidente que había debido crearle un ser que tuviera todas las perfecciones cuya simple idea él poseía, pues

"si hubiese estado solo e independiente de cualquier otro de tal manera que procediese de mí mismo todo lo poco en que participaba del ser perfecto, hubiera podido tener por mí mismo, por la misma razón, todo lo demás que sabía que me faltaba y así ser yo mismo infinito, eterno, inmutable, omnisciente, todopoderoso y en fin tener todas las perfecciones que podía advertir en Dios"[278].

Pero al utilizar este argumento Descartes incurrió en el mismo error existente en el anterior al no darse cuenta de que con tal planteamiento estaba afirmando que el amor de ese dios hacia él, a pesar de ser supuestamente infinito, era inferior al que él mismo se tenía, en cuanto ese ser le había dotado de una naturaleza muy inferior respecto a la que él mismo se habría dado si hubiera podido hacerlo, pues se habría dotado de todas las perfecciones que conocía y no se habría conformado con su simple conocimiento.

De nuevo y frente a esta "demostración", tan fácilmente alcanzada, resulta sorprendente comprobar la frivolidad con que Descartes llega a considerar "evidente" un argumento tan absurdo, pues, partiendo de los datos de su argumentación, más bien debería haber concluido en un resultado totalmente contrario, ya que la propia imperfección sería una prueba en contra de la existencia de dios como ser perfecto, pues, de acuerdo con el adagio "operari sequitur esse", las obras de ese supuesto dios, en cuanto ser perfecto, deberían haber sido perfectas, y, por ello, si su omnipotencia le permitía crear lo que quisiera y su bondad le impulsaba a conceder todas las perfecciones posibles a lo creado, ese dios no habría actuado de acuerdo con su supuesta bondad y poder infinitos al haberle creado de un modo tan imperfecto; y, por ello, la propia existencia del pensador francés, que conocía perfecciones que no tenía, constituía una clara demostración de la inexistencia de aquel supuesto ser perfecto meramente pensado al que se refería con la palabra "dios".

Conviene recordar a este respecto que una de las críticas de Hume al argumento físico-teleológico de Tomás de Aquino se basaba precisamente en el hecho de que la consideración del mundo, como imperfecto y limitado que era, no permitía concluir de manera válida en la necesidad de una causa perfecta e infinita, como lo sería el dios cristiano, sino, en el mejor de los casos, imperfecta y limitada como el propio mundo.

Parece que en algún momento Descartes llegó a ser consciente de esta dificultad y parece igualmente que trató de resolverla mediante un argumento realmente insostenible. En efecto, en las Meditaciones metafísicas había escrito:

"habría sido mucho más perfecto de lo que soy si Dios me hubiese creado de modo que no me equivocara jamás"[279],

pero a continuación y como justificación la actuación de Dios, aparentemente incompatible al menos con su omnipotencia e infinita bondad, se atreve a escribir:

"Pero no por eso puedo negar que en cierto modo el que algunas de las partes de todo el Universo no estén exentas de defectos es una perfección mucho mayor que si todas fueran iguales"[280].

El absurdo de esta justificación de la actuación divina a la hora de considerar que el Universo sea más perfecto con imperfecciones que sin ella se advierte muy sencillamente si alguien tratase de aplicar esta misma justificación a la propia esencia divina: ¿Aceptarían los teólogos católicos la doctrina de que Dios, además de poseer perfecciones, posee imperfecciones porque de ese modo es más perfecto? Por otra parte, esta doctrina no era del todo nueva, pues en la antigüedad griega ya Heráclito había escrito que "la armonía oculta es superior a la manifiesta", refiriéndose con esas palabras a la propia realidad del Universo entendido de un modo panteísta como realidad divina que tendría toda una serie de aspectos diversos y contrapuestos. Que Heráclito hablase en esos términos del Universo-Dios tenía sentido en cuanto no pretendía hablar de otra cosa que de aquella Naturaleza que se le ofrecía mediante la experiencia. Pero que Descartes aplicase esa misma consideración a la realidad del Universo, supuestamente creado por el dios cristiano, no tenía ningún sentido lógico, aunque sí el de escapar a la persecución de la jerarquía católica como se le hubiera ocurrido decir que la bondad o la omnipotencia divina eran limitadas en cuanto su creación tenía imperfecciones, como en especial la del sufrimiento que rodea la vida del ser humano y la de la gran mayoría de los seres vivos: ¿Tenía algún sentido la afirmación de que el Universo fuera más perfecto con sus imperfecciones que sin ellas? ¿Tiene algún sentido, más allá del sadismo, considerar que la humanidad es más perfecta con la enorme dosis de sufrimiento que contiene por las enfermedades, por el hambre, por la conformación biológica de los seres vivos que se alimentan de otros seres vivos a quienes causan sufrimientos absurdos que si no existieran toda esa serie de aspectos negativos? ¿O acaso la omnipotencia divina no llegaba tan lejos como para crear un mundo sin dolor? Descartes en ningún momento llega a plantearse estas consideraciones, aunque tuvo el atrevimiento de afirmar la absurda idea de que el hecho de

"que algunas de las partes de todo el Universo no estén exentas de defectos es una perfección mucho mayor que si todas fueran iguales",

afirmación insensata y frívola que, desde luego, no encajaba para nada con su aparente exigencia de rigor, de claridad y distinción, a la hora de aceptar cualquier supuesta verdad y que tendría idéntica justificación que la de quien afirmase que la suma de lo que tiene y de lo que debe le hace más rico que si no tuviera deudas.

De este modo Descartes pretendía solucionar el problema de la incompatibilidad entre la perfección divina y la "aparente" imperfección del Universo, que se muestra de manera especialmente clara en la existencia del sufrimiento. No obstante, parece sintomático de cierta inseguridad el hecho de que al final del párrafo citado Descartes escribiera el término "semblables"[281], como si no se hubiera atrevido a escribir "igual de perfectas", en cuanto pudo ser consciente de que con tal expresión habría puesto en mayor evidencia lo absurdo de considerar que la imperfección pudiera ser tan perfecta como la perfección.

4) Descartes utilizó también una variación del argumento ontológico de Anselmo de Canterbury, señalando que

"volviendo a examinar la idea que yo tenía de un ser perfecto, encontraba que la existencia estaba comprendida en ella de la misma manera que en la de un triángulo está comprendido que sus tres ángulos son iguales a dos rectos"[282].

Una exposición similar de este argumento, aunque más breve pero igualmente criticable, aparece en las Meditaciones Metafísicas, donde escribe:

"como no puedo concebir a Dios sin existencia, se infiere que la existencia es inseparable de él y, por lo tanto, que existe verdaderamente"[283].

Resulta curioso que una de las críticas que pueden presentarse contra este argumento, que ya había sido criticado por el mismo Tomás de Aquino y por Guillermo de Ockam, la proporcionó el propio Descartes de manera involuntaria. En efecto, del mismo modo que consideró que Dios hubiera podido hacer que los radios de una circunferencia no midieran lo mismo y que la suma de los ángulos de un triángulo no equivaliesen a dos rectos, si el argumento que concluye en la existencia de Dios se basa en la semejanza existente entre la afirmación de que en Dios su existencia está contenida en su esencia "de la misma manera que en la de un triángulo está comprendido que sus tres ángulos son iguales a dos rectos", en tal caso y en cuanto Descartes entiende que el principio de contradicción en que se basan tales afirmaciones de la geometría no tendría un valor necesario y absoluto sino sólo derivado de la omnipotencia divina, no estaría legitimado para servirse de tal principio para demostrar la existencia de Dios mientras dicha existencia no estuviera ya demostrada, lo cual era, como en tantas otras ocasiones, un círculo vicioso.

Una segunda crítica a este argumento deriva del propio planteamiento, en el cual, de acuerdo con su frivolidad, Descartes habla de "la idea que yo tenía de un ser perfecto", añadiendo que "la existencia estaba comprendida en ella", es decir, que en esta argumentación Descartes ni siquiera llega a hablar de la existencia de "Dios" sino sólo de la existencia de la "idea de Dios", idea que, aun cuando pudiera existir de un modo más o menos confuso, en ningún caso sería equivalente al propio Dios como realidad supuestamente denotada por dicha idea. Es decir, afirmar que la existencia está contenida en la idea de un ser perfecto no equivale a demostrar la existencia de un ser perfecto sino sólo a señalar de manera redundante la existencia de esa misma idea de un ser perfecto.

Pero, al margen de estas críticas, ya en la época de Anselmo de Canterbury, primer defensor de este argumento, surgieron otras críticas igualmente acertadas. Así, el fraile Gaunilon indicó que, siguiendo la argumentación anselmiana, igual podría demostrarse la existencia de las Islas Afortunadas, ya que, si no existieran, no serían afortunadas, queriendo dar a entender que una cosa es que la mente sea capaz de forjar ideas diversas, pero otra muy distinta es que a partir de tales ideas se pueda deducir la existencia de realidades trascendentes que se correspondan con ellas.

Posteriormente, Tomás de Aquino, Ockham, Hume y Kant aportaron sus propias críticas, considerando, en definitiva, que había que diferenciar entre el orden del pensamiento y el orden de la realidad: Por lo que se refiere al pensamiento y admitiendo la posibilidad de tener en él la idea de un ser perfecto, a fin de poder afirmar que tal ser exista en la realidad y no sólo como idea, sería necesaria la experiencia correspondiente de tal supuesto ser perfecto, cuyas cualidades deberían corresponderse con las de su idea, de manera que dicha experiencia debe ser la piedra de toque para saber si la idea pensada se corresponde con una realidad independiente del pensamiento cuyas cualidades se identifiquen con las de aquella idea.

Adelantándose a Kant, Hume había dicho que era posible pensar en Dios o en cualquier quimera como existentes o como no existentes, pero que, en el mejor de los casos, a la hora de afirmar la existencia de realidades distintas a las meramente pensadas no podía ser suficiente el simple hecho de pensarlas sino que había que recurrir a la experiencia.

Igualmente Kant señaló más adelante que la existencia no era un predicado real, es decir, no era una cualidad nueva que se añadiese al conjunto de cualidades que se asocian con determinado concepto, sino que hacía referencia a la "posición absoluta de una cosa", es decir, a la afirmación de la existencia de una realidad empírica que se correspondía en sus cualidades con las de un determinado concepto, de manera que las cualidades que éste tuviera en el pensamiento serían las mismas que tendría en la realidad si en verdad existiera, pero sólo la experiencia podía mostrar si lo pensado se correspondía con una realidad existente fuera del pensamiento, además de existir en él.

En cuanto todas estas críticas son aplicables al planteamiento cartesiano, vuelve a mostrarse el fracaso del pensador francés a la hora de aplicar la regla de la evidencia al conformarse con una argumentación tan absurda que sólo sirve como un ejemplo más para mostrar que nunca se deben aceptar las "evidencias" subjetivas –que son todas- como criterio suficiente de conocimiento.

5) Finalmente, en las Meditaciones Metafísicas indica Descartes que toda idea posee un doble valor: En el hecho de pensar algo puede diferenciarse, por una parte, el hecho mismo de pensar, y, por otra, la realidad pensada. El hecho de pensar posee, según Descartes, una "realidad formal", mientras que la realidad pensada posee una "realidad objetiva". A continuación afirma que como actos diversos de un sujeto pensante las ideas no plantean problema alguno desde la perspectiva de su realidad formal; pero dice que se plantea un problema cuando uno se pregunta por la causa que pueda haber producido tales ideas en cuanto contienen una realidad objetiva. Indica a continuación que la realidad objetiva de la mayoría de las ideas, en la medida en que es limitada por representar diversas realidades naturales, que son limitadas, podría haber sido causada por él mismo; pero, según el pensador francés, no ocurre lo mismo con la idea de Dios, pues la realidad objetiva que en ella se contiene es infinita y, en consecuencia, no podría ser explicada su presencia en él como si él mismo fuera su causa, pues

"lo que es más perfecto, es decir lo que contiene en sí más realidad, no puede seguirse ni depender de lo menos perfecto"[284].

Indica por ello que el yo, como sustancia finita, no podría poseer la idea de una sustancia infinita a menos que ésta estuviera causada en él por una sustancia infinita realmente existente. En consecuencia, llegó a afirmar que la simple presencia en él de la idea de Dios demostraba la existencia del propio Dios.

Resulta asombrosamente decepcionante la facilidad con que a Descartes se le mostró como evidente un argumento tan absurdo y, en cualquier caso, tan carente de evidencia, al menos si se tiene en cuenta la rigurosa "claridad y distinción" que él parecía exigir para la aplicación segura de la regla de la evidencia, y si se tiene en cuenta la serie de filósofos que le sucedieron, en cuanto ninguno o casi ninguno llegó a compartir su aparente convicción acerca del valor demostrativo de tal argumento –aunque tampoco de los otros-. Cuando se refirió a la realidad objetiva de la idea de Dios diciendo que era infinita, el "teólogo" francés no tuvo en cuenta que en sentido estricto no se tiene una idea positiva de "lo infinito", pues, cuando se intenta una hazaña como ésa, lo único que se consigue es pensar en la negación de lo finito, pero en ningún caso una comprensión positiva de "lo infinito", del mismo modo que tampoco se abarca con el pensamiento la serie infinita de los números naturales, sino sólo que dicha serie nunca termina y que todos y cada uno de los números tienen su correspondiente sucesor de forma indefinida. En consecuencia, la "realidad objetiva" de la idea de Dios, no podía ser pensada como infinita sino sólo como indefinida, de manera que estar en posesión de tal idea no implicaba abarcar con absoluta comprensión su significado. En este sentido indicó Spinoza que Dios tenía infinitos atributos, pero que el ser humano, como parte del mismo "Deus sive Natura", sólo conocía el pensamiento y la extensión. Por otra parte, la realidad objetiva de las ideas del Universo, de Atenea, de la Vía Láctea, de Odiseo, del Everest, de Asterix o del pueblo en que uno vive son mayores o más complejas que los pensamientos correspondientes de quien se encuentra en posesión de tales ideas, y, sin embargo, nadie se plantea el problema de cómo es posible que estén almacenadas en su mente. En consecuencia, parece evidente que puede pensarse cualquier ente imaginario, por muy inmenso y extraño que sea, aunque se piense de modo impreciso, y que no por ello hay que concluir en que deban existir seres reales independientes que se correspondan con el contenido de tales ideas y que sean causantes de ellas.

Por otra parte y en relación con esta cuestión Hobbes objetó a Descartes que no tenía sentido afirmar de algo que tuviera más o menos realidad: "¿Admite la realidad el más y el menos? O bien, si piensa que una cosa es más cosa que otra, considere cómo es posible explicar eso con toda la claridad y evidencia requerida por una demostración"[285].

Por ello y teniendo en cuenta el cúmulo de circunstancias que conformaron el ambiente social y cultural de Descartes, no resulta demasiado extraño que se conformase con unos argumentos tan endebles y tan alejados de la evidencia para demostrar la existencia del dios católico, argumentos asumidos con la misma frivolidad con que defendió otras doctrinas igualmente absurdas, como sucede con su consideración según la cual

"aunque Dios haya querido que algunas verdades fuesen necesarias, esto no significa que las haya querido necesariamente"[286],

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