Descargar

René Descartes, hijo póstumo del fideísmo medieval (página 9)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15

pues, efectivamente, esta afirmación representa un absurdo evidente en virtud misma del concepto de "necesario" en cuanto se entienda como tal "aquello que no puede ser de otro modo que como es". Por ello, afirmar que "lo necesario" está subordinado a la voluntad de Dios es lo mismo que afirmar que lo necesario no es necesario, lo cual es una contradicción evidente. Ahora bien, como entre esas verdades necesarias, que a la vez serían innecesarias en cuanto dependerían de la libre voluntad divina, se encuentra el principio de contradicción, eso libera a Descartes de la necesidad de dar más explicaciones en cuanto dicho principio se encontraría subordinado a la omnipotencia divina.

En efecto, como ejemplo de tales verdades necesarias, pero libremente establecidas por Dios, Descartes menciona el principio de contradicción o la serie de verdades matemáticas de carácter analítico, como la de la igualdad de longitud de los radios de una circunferencia, que es una verdad en virtud de la propia definición de la circunferencia. Lo cierto es que, desde el momento en que el francés llega a considerar que el principio de contradicción no tiene valor por sí mismo sino que depende de la omnipotencia divina, puede ya defender cualquier teoría, en cuanto efectivamente a partir de la aceptación de una contradicción se puede deducir cualquier cosa. Y así, Descartes podría afirmar, como lo hace, el absurdo de que Dios hubiera podido determinar libremente la necesidad de tales verdades, y tal afirmación sería coherente con su negación del valor absoluto del principio de contradicción. Ahora bien, desde la aceptación de que dicho principio es la base mínima necesaria de cualquier argumentación racional, considerar que la necesidad de un principio lógico como el de contradicción o el de las verdades analíticas sea consecuencia de una libre decisión divina convierte en absurdo cualquier diálogo y cualquier argumentación, en cuanto nada puede argumentarse sin la aceptación previa de tal principio como instrumento esencial de cualquier argumentación, por lo que desde tal perspectiva la defensa o la crítica de cualquier doctrina sería simplemente una distracción intrascendente.

Cuando uno se plantea por qué Descartes llegó a ser capaz de defender doctrinas tan absurdas, una de las posibles respuestas es la de que, a la hora de reflexionar acerca de las doctrinas de la teología católica, el pensador francés consideró conveniente presentarlas como situadas más allá de la razón humana a fin de protegerlas de cualquier intento de crítica, como las que él mismo llegó a hacer cuando, sin desearlo, se adentraba en la reflexión acerca de tales cuestiones teológicas.

Pero, ¿realmente llegó a defender por convicción toda esa serie de argumentos absurdos? En realidad parece increíble que una persona con una capacidad intelectual tan considerable, según la había demostrado en su labor como matemático, pudiese creer toda esa serie de elucubraciones en el vacío, y, por ello, parece mucho más probable que Descartes jugase, en primer lugar, a creerse lo que escribía para tratar de encontrar un camino que le permitiera escapar del solipsismo en que le mantenía su regla de la evidencia que le impedía salir de la propia subjetividad, y, en segundo lugar, que quisiera ganarse los favores de la jerarquía católica o al menos la seguridad de poder dormir sin que a media noche aparecieran las fuerzas de la Inquisición para juzgarle por cualquier desliz racional que su mente pudiera haberle llevado a cometer. Conviene recordar nuevamente aquí aquel lema que utilizó en su juventud: "Larvatus prodeo" –avanzo enmascarado-, que pudo conducirle a defender doctrinas de la religión católica tanto por el afán de asegurarse el apoyo de la jerarquía católica ante cualquier posible adversidad derivada de sus ideas más racionales como también por el simple gusto de argumentar para defender lo indefendible, pero haciéndolo como una especie de gimnasia mental a la que le apasionaba dedicar su tiempo, al igual que también lo dedicó a la esgrima, como una forma de gimnasia física. No obstante, puede aceptarse que, hasta cierto punto al menos, Descartes creyese en las doctrinas católicas y en todo aquello que él mismo trataba de argumentar en su favor.

El "irracionalismo" teológico

A pesar de que se considera a Descartes como "padre del racionalismo" por su valoración de la razón como instrumento fundamental para la obtención del conocimiento, el hecho de que considerase al dios católico como garantía última del valor de la regla de la evidencia y del valor del principio de contradicción y en general del conjunto de todas las verdades, así como la pretensión de construir su sistema filosófico considerando a ese dios como el principio a partir del cual derivaba el resto de la realidad y considerando igualmente, por ello mismo, que se podía deducir el conocimiento de dicha realidad a partir del mismo, hacen que, junto a tal paternidad respecto al racionalismo, se pueda hablar con mucho mayor motivo de una paternidad similar respecto a un "irracionalismo teológico", en cuanto sus puntos de vista acerca de la realidad no provenían del empleo de una razón que le hubiese conducido hasta Dios sino de unos prejuicios religiosos de carácter fideísta –y por ello mismo irracionales-, recibidos a lo largo de su formación educativa, fomentados en su ámbito social, tan ligado al clero católico, y reforzados por su temor y por su interés en contar con el favor de la jerarquía católica, prejuicios que fueron asumidos por ello mismo sin ser sometidos a la prueba de la duda metódica, al margen de que el pensador francés intentase a posteriori aportar diversas demostraciones en favor de la existencia de ese dios, y de que a partir de dichas demostraciones pretendiera igualmente deducir el resto de la realidad, tanto de la "res cogitans" como de la "res extensa". Ninguno de estos intentos podía conducir al éxito, no sólo por la imposibilidad intrínseca de tales demostraciones sino porque el propio Descartes se había cerrado las puertas para lograrlas desde el momento en que, a pesar de que había considerado que cualquier supuesto conocimiento sólo podía adquirir la categoría de tal en cuanto se mostrase como evidente para la razón, añadió a esta condición la de juzgar necesaria una garantía del valor de la propia evidencia, pues, mientras no se demostrase la no existencia del genio maligno o de un dios engañador, siempre podía dudarse del valor de cualquier conocimiento por muy evidente que pareciera. Como ya se ha señalado antes, Descartes no reparó en que, desde el momento en que tenía que justificar el valor de la evidencia, se cerraba las puertas para escapar al solipsismo en cuanto cualquier intento por demostrar la existencia de Dios debía basarse en argumentos que sólo podían conducir a una evidencia subjetiva, es decir, sin garantías de que se correspondiese con una auténtica verdad y no con una ilusión provocada por aquel hipotético genio maligno o por una divinidad engañosa –o por el propio dios de su religión, supuestamente omnipotente, que por ello mismo podía ser infinitamente más engañador que aquellos otros seres hipotéticos-.

Por lo que se refiere a la construcción de su sistema filosófico, Descartes actuó desde ese mismo planteamiento que, por una parte, pretendía que fuera racional y deductivo, en cuanto a partir de Dios intentaba deducir el resto de la realidad, y, por otra, era simplemente irracional y teológico, en cuanto, al margen de que lo intentase, no podía encontrar justificación racional alguna que demostrase la existencia de ese dios sin el cual ningún otro conocimiento quedaba justificado, a excepción, en el mejor de los casos, de la proposición "cogito, ergo sum". Su sistema fue irracional y teológico además porque, aunque no podía escapar del solipsismo una vez introducida la hipótesis del genio maligno, pretendió haber demostrado la existencia de Dios y a continuación defendió la tesis que todo era tan absolutamente dependiente de él que incluso el principio de contradicción estaba sometido a su omnipotencia. Por ello, cuando consideró igualmente que las mismas verdades matemáticas dependían de él, no estaba diciendo nada que no se dedujera de la tesis anterior, y, en consecuencia, siendo en este punto más papista que el papa, defendió el hecho de que los radios de una circunferencia fueran iguales o desiguales, o que la suma de los ángulos de un triángulo fuera o no fuera de 180 grados, o que la multiplicación de dos por cuatro fueran ocho o no dependía del poder de Dios. En definitiva, si el principio de contradicción no valía por sí mismo, podía por ello defender igualmente que verdades tautológicas como las indicadas no valieran por sí mismas y en virtud de la definición del sujeto de tales proposiciones sino que dependieran de la voluntad de Dios.

Así que, a partir de tales doctrinas, no parece especialmente acertado considerar que el sistema cartesiano sea un modelo de racionalismo deductivo, sino más bien de irracionalismo teológico, en cuanto la razón no podía avanzar con legitimidad un solo paso más allá del cogito, en cuanto, con la excepción de esta evidencia, todas las demás podían ser falsas en cuanto la hipótesis del genio maligno implicaba esa posibilidad, y en cuanto ningún razonamiento tenía valor por sí mismo, ya que, si el principio de contradicción, arco de bóveda de la Lógica, estaba sometido a la voluntad divina, con mayor motivo lo estaban todas las reglas de la Lógica y cualquier razonamiento, en cuanto todos se regían por estas mismas reglas.

A la hora de plasmar su sistema filosófico Descartes comparó la Filosofía con un árbol cuya raíz sería la Metafísica, el tronco la Física y las ramas el resto de las ciencias. Pero, como este árbol estaba cortado precisamente de raíz, ni el tronco ni las ramas podían sustentarse adecuadamente y, por ello, todo aquello que pretendió deducir a partir de aquella raíz sólo hubiera podido considerarse como verdadero por accidente –o por casualidad- pero no porque hubiese sido deducido adecuadamente a partir de una verdad firme y segura.

La parte más importante de la Metafísica era la que se relacionaba con las reflexiones críticas acerca del método, con el intento de fundamentarlo, con el descubrimiento y el análisis de la única verdad que tal vez podía superar la duda metódica, con el análisis de la "res cogitans" y con los intentos por demostrar la existencia de Dios, considerado como "sustancia infinita" ("res infinita") de cuya voluntad omnipotente procedería el resto de la realidad: la "res cogitans", de carácter inmaterial, y la "res extensa" o realidad material, cuya existencia independiente había sido puesta en duda a partir de la consideración de los engaños de los sentidos, a partir de la imposibilidad de diferenciar entre las imágenes de los sueños y las de la vigilia, y a partir de la toma en consideración de que siempre se podía dudar de cualquier evidencia en cuanto podría ser una ilusión provocada por un "genio maligno", capaz de proporcionar evidencias subjetivas a las que no se correspondiesen verdades objetivas.

5.1. El concepto de sustancia y Dios

Descartes entendió por el concepto de sustancia

"una cosa existente que no requiere más que de sí misma para existir"[287].

Siendo coherente con tal definición, en sentido propio sólo podía aplicarla al dios católico, en cuanto Tomás de Aquino lo había definido como "ipsum ese subsistens", como el ser mismo subsistente. Sin embargo, Descartes juzgó que, aunque en un sentido secundario, podía considerar a la res cogitans y a la res extensa como sustancias en cuanto para su existencia sólo requerían de la acción creadora de Dios como realidad de la que dependían. No obstante, en un sentido riguroso el concepto de sustancia no era aplicable a otra realidad que a la divina en cuando las demás ni siquiera gozaban de una existencia independiente a partir del momento de su creación, sino que, de acuerdo con la teología de Tomás de Aquino, a través de la doctrina de la conservación del mundo, Descartes defendió igualmente la tesis de la creación continuada de la realidad por parte de Dios y, por ello, era una inconsecuencia considerar la res cogitans o la res extensa como sustancias en cuanto para existir seguían necesitando en todo momento de la acción conservadora de Dios. En consecuencia, parece que la causa que condujo a Descartes a considerar la res cogitans o la res extensa como sustancias pudo ser sencillamente la de su temor a incurrir en la herejía panteísta, considerando tales "sustancias" como simples atributos o manifestaciones de la divinidad. Conviene recordar a este respecto que no hacía muchos años, en 1619, G. C. Vanini había sido condenado a muerte por su defensa del panteísmo y que en aquel momento Descartes tenía 23 años, edad más que suficiente para tomar conciencia de los graves peligros que podían amenazar a quien se atreviese a opinar en contra de la dogmática católica. En consecuencia era poco menos que imposible que Descartes llegase a defender el panteísmo, a pesar de ser un punto de vista más coherente, y fue Spinoza, judío holandés de origen español, quien poco después defendió la doctrina panteísta, entendiendo la idea de dios –"Deus sive Natura"- como la de una sustancia infinita que integraba en sí misma el conjunto de toda la realidad.

Para Descartes el dios católico se caracterizaba en principio por su infinitud, atributo que incluía de forma indivisible el conjunto de todas las perfecciones, como la infinitud, la omnipotencia, la eternidad, la inmutabilidad, la omnisciencia, la veracidad[288]y todas las cualidades que le atribuía la jerarquía católica.

Consecuente con la cualidad de la inmutabilidad divina –pero no con la de la omnipotencia-, casi al comienzo de la quinta parte del Discurso Descartes escribió:

"…he advertido ciertas leyes que Dios ha establecido de tal manera en la naturaleza y cuyas nociones ha impreso en nuestras almas que, después de haber reflexionado bastante en ellas, no podríamos dudar de que son observadas exactamente en todo lo que es u ocurre en el universo"[289].

Con estas palabras Descartes venía a decir que el Universo en general y no sólo el ser humano estaba hecho a imagen y semejanza de Dios, al menos en el sentido de que con sólo profundizar en la propia mente, a partir de comprensión de la esencia divina se podían deducir las leyes que rigen el funcionamiento de la naturaleza, de manera que las investigaciones empíricas podrían ser innecesarias en cuanto la razón por sí sola fuera capaz de deducir las leyes que se desprendían de la inmutabilidad divina, o, en el mejor de los casos, tales experiencias podrían tener un carácter meramente auxiliar para el logro de este objetivo, en cuanto la limitación de la razón humana impidiese la realización de un proceso racional que, comenzando desde Dios, fuera capaz de establecer una cadena deductiva tan amplia que le llevase hasta la comprensión de las realidades empíricas más concretas, demasiado alejadas de Dios como para que la mente humana pudiera abarcar los innumerables pasos deductivos de tal proceso. A la vez, junto a este punto de vista Descartes defendía un racionalismo teológico según el cual, si la razón humana era capaz de alcanzar el conocimiento de las verdades primeras de carácter innato y el de todas las que se deducían de éstas, no era por otro motivo sino porque Dios la había dispuesto con aquellas ideas innatas que era capaz de recuperar en cuanto se encontraban ya en ella de forma latente. Sin embargo y de manera desconcertante, Descartes relativizó su aparente racionalismo teológico y lo convirtió en irracionalismo en cuanto consideró que no era la racionalidad intrínseca de las distintas verdades lo que permitía conocerlas, sino el hecho de que toda verdad dependía de Dios y emanaba de su naturaleza, escribiendo a Mersenne en este sentido:

"en cuanto a las verdades eternas le digo sin más que sólo son verdaderas o posibles porque Dios las conoce como verdaderas o posibles, pero no, por el contrario, que sean conocidas por Dios como verdaderas como si fuesen verdaderas con independencia de él […] La existencia de Dios es la primera y la más eterna de todas las verdades que puede haber y la única de que proceden todas las demás"[290].

Por ello, la razón no demostraría nada si no fuera porque Dios había establecido que pudiera conectar con la verdad, y, en consecuencia, no sería autosuficiente por ella misma para alcanzarla, pues la justificación de toda verdad se encontraba en el propio Dios y no en una racionalidad independiente, capaz de determinar su verdad.

5.2. El "racionalismo" teológico y la res cogitans

A partir de la primera verdad, "cogito, ergo sum", Descartes había introducido la idea del alma como la de una sustancia, "una cosa que piensa". Especificando un poco más el modo de ser de tal realidad, en Las pasiones del alma considera, por lo que se refiere a su esencia, que ésta se reduce al pensamiento, en el cual pueden distinguirse las acciones o "voluntades", que proceden de ella, y las pasiones, que son los conocimientos existentes en ella. Escribe en este sentido:

"en nosotros no queda nada que debamos atribuir a nuestra alma excepto los pensamientos, los cuales son principalmente de dos tipos, a saber: unos son las acciones del alma, otros son sus pasiones. Las que llamo sus acciones son todas nuestras voluntades, puesto que experimentamos que proceden directamente de nuestra alma y parecen depender sólo de ella […y las pasiones son] todas las clases de percepciones o conocimientos que se hallan en nosotros…"[291].

Descartes, fiel al adoctrinamiento católico recibido y al ambiente clerical en que transcurrió su vida, consideró que la res extensa era incapaz de pensar, por lo que juzgó que el pensamiento, entendido en un sentido muy amplio como cualquier tipo de vivencia, era el atributo esencial del alma:

"Así pues, como no concebimos que el cuerpo piense de ninguna manera, tenemos razón creyendo que todo tipo de pensamiento existente en nosotros pertenece al alma"[292].

De nuevo resulta asombrosa la frivolidad con que Descartes establece sus conclusiones, pues a partir de que él no concibiera que el cuerpo pensase de alguna manera, es absurda la deducción según la cual "todo tipo de pensamiento existente en nosotros pertenece al alma". Y, por ello mismo, considerando que la única evidencia de que disponía era la de la existencia del pensamiento, no podía justificar a partir de él la serie de características que atribuyó a esa supuesta realidad del alma, como en especial su carácter simple, inmaterial e inmortal. Se trataba de una creencia básicamente religiosa, que, aunque se había mantenido a lo largo de los siglos, la aplicación rigurosa de la regla de la evidencia debiera haber conducido al pensador francés a ser más prudente a la hora de afirmar como evidente la existencia de una realidad fantasmagórica que se correspondiese con tal creencia. El hecho de que ni siquiera llegase a ser consciente del carácter al menos problemático de tal concepto es una prueba más no sólo de su frivolidad y de su entera acomodación en las "verdades" de la religión católica, sino también y de manera especial de la debilidad de la regla de la evidencia como criterio para avanzar en el descubrimiento de la verdad.

¿Por qué incurrió el filósofo francés en afirmaciones tan precipitadas y tan mal fundamentadas? Antes ya se ha sugerido que posiblemente uno de los factores que podían haberle condicionado en este sentido era el de la frivolidad de su carácter, que le conducía a ofuscarse a la hora de establecer conclusiones para las que no tenía otra base que la de aquellas creencias religiosas a las que no se había atrevido a aplicar la duda metódica. Otro factor que pudo contribuir a la aparición de tales errores pudo consistir en que tuviera tan arraigadas tales creencias que llegase a verlas como auténtico conocimiento. Pero en realidad y a pesar de la serie de ocasiones en que Descartes trata el tema de Dios en sus escritos, no parece que lo hiciera por ningún tipo de sentimiento místico ni de religiosidad especialmente intensa, sino más como un modo de construir su sistema de un modo que no perjudicase a la iglesia católica. De otro modo sería difícilmente explicable que una persona tan capacitada para las Matemáticas hubiese considerado como verdades evidentes aquellas doctrinas que eran simples dogmas de la religión católica, que no sólo se encontraban alejados de cualquier procedimiento de verificación sino que en algunos casos introducían problemas insolubles o incluso contradictorios, como sucedía en el caso del alma y en el de su supuesta interacción con el cuerpo, problema que el pensador francés tuvo la frívola osadía de abordar y de pretender haber solucionado, al igual que había pretendido hacer con algunos otros dogmas igualmente incomprensibles por definición.

En su exaltación de la "res cogitans" frente a la "res extensa", Descartes llegó a escribir:

"Yo niego que la cosa pensante necesite otro objeto distinto de sí mismo para ejercitar su acción"[293].

Se trata de una afirmación que recuerda la aristotélica en relación con la propia divinidad considerada como "nóesis noéseos", como pensamiento que se piensa a sí mismo, afirmación carente de contenido, pues "pensar que se piensa" sin que tal pensamiento recaiga sobre una realidad ajena a la propia acción de pensar sería más absurda e inútil que la de un artilugio formado por dos espejos encarados de tal modo que cada sólo pudiera reflejar lo que se muestra en el otro: ¿Qué reflejarían? Sólo su propio vacío. Así que, de este mismo modo, considerar que la "res cogitans" pudiera tenerse a sí misma como objeto, sin necesidad de ninguna otra realidad, tiene tanto sentido como afirmar que se puedan tener recuerdos sin algo que recordar.

En su interpretación de la idea del alma Descartes se encuentra en una posición bastante próxima a los dualismos pitagórico y platónico, y, por ello mismo, instalado frívolamente en el mundo de lo mítico. Aristóteles había progresado mucho en este punto al considerar que el alma sólo era la forma o estructura del cuerpo por la que éste era apto para realizar sus funciones vitales[294]es decir, como aquella estructura de un cuerpo organizado de tal forma que permitía a los seres que la poseían realizar diversas funciones vitales. Y del mismo modo que el concepto de estructura no se refiere a una realidad material ni espiritual sino que se trata simplemente de un concepto abstracto, igual que lo sería el de movimiento, de manera que a nadie que no fuera un idealista platónico se le ocurriría afirmar que se trataba de una realidad existente en sí misma sin ser la estructura de algo y existiendo al margen de ese algo, con ese mismo sentido común Aristóteles consideró que la corrupción del cuerpo implicaba o era equivalente a la correspondiente disolución de su forma o estructura y, por ello mismo, negó que el alma, en cuanto forma y naturaleza del cuerpo, pudiera ser inmortal.

Sin la presencia de tales prejuicios religiosos, Descartes hubiera podido preguntarse por qué sus diversos pensamientos "parecían" acompañar a su cuerpo en cualquier lugar en que éste se encontrase, en lugar de quedarse al margen de cualquier referencia espacial, y por qué le parecía tan inconcebible que el cuerpo fuera capaz de pensar, si podía saber perfectamente que, cuando el cerebro de una persona quedaba dañado por un accidente o por una enfermedad, su mente sufría una serie de anomalías que podían alcanzar hasta la pérdida de la conciencia, lo cual constituía por lo menos un claro indicio de que sí había una clara relación entre el alma y el cerebro. Es cierto que Descartes no negó esta relación, pero no lo es menos que habría simplificado el "problema psicofísico" si, en lugar de introducir la idea del alma para explicar las diversas vivencias, sensaciones, sentimientos y pensamientos, hubiera actuado, de acuerdo con el principio de economía de Ockham, considerando el cerebro como la realidad que determinaba la aparición de tales vivencias y sin la cual ninguna de ellas se daba. Curiosamente Descartes utilizó como argumento para defender la independencia del alma respecto al cuerpo la observación por la cual cuando un brazo es amputado el alma sigue teniendo las mismas cualidades que antes de la amputación, pero no se detuvo a pensar –o no se atrevió a explicar- si habría podido decir lo mismo en el caso de que en lugar del brazo lo amputado hubiera sido una parte del cerebro. Por otra parte, si con su mecanicismo había introducido la teoría de que la conducta de los animales podía explicarse adecuadamente considerando que eran máquinas complejas, pero máquinas al fin y al cabo, parece que sólo sus prejuicios, temores y ambiciones, especialmente ligados a sus relaciones con la jerarquía católica, pudieron desviarle de una aplicación audaz de su mecanicismo al ser humano, como más adelante defendió su compatriota La Mettrie (1709-1751), defensor del materialismo y de la idea del "hombre-máquina", quien señalaba que el único adversario de estas ideas era la fuerza de los prejuicios, defendiendo métodos empíricos para el estudio del psiquismo humano, interesándose en el estudio del sistema nervioso y del cerebro, pues siendo los estados anímicos correlativos con los del cuerpo, resultaba evidente para La Mettrie que tales estados anímicos se explicaban por las características del cerebro. Por otra parte, a partir de la afirmación de la existencia de la res cogitans como una sustancia distinta de la res extensa, Descartes se internó en un callejón sin salida a la hora de explicar cómo esta supuesta realidad inmaterial del alma podía relacionarse con otra sustancia tan radicalmente heterogénea como lo era el cuerpo.

Sin duda era verdad que, si se hubiera atrevido a alejarse de las doctrinas religiosas tradicionales defendidas en el medio en que se movía, su prestigio intelectual se habría derrumbado, su presencia en cualquier universidad hubiera sido impensable, su pretensión de contar con el apoyo de la jerarquía católica habría sido inútil y su temor a las represalias de la jerarquía católica, que ya sufría a pesar de su cuidado en no alejarse de sus doctrinas, hubiera estado plenamente justificado. Conviene también tener en cuenta que, a pesar de su prudencia en cuestiones teológicas, tuvo serios conflictos tanto con algunos miembros del clero católico como con los teólogos protestantes de las universidades de Utrecht y de Leiden en Holanda, y que pocos años después de su muerte sus obras fueron incluidas por la jerarquía católica en su "Índice de libros prohibidos".

A pesar de todo, a la hora de explicar determinados fenómenos como el de la muerte, Descartes la explicaba desde un planteamiento mecanicista, considerando que ésta no era una consecuencia de que el alma se separase del cuerpo, como era la opinión tradicional de la teología católica y del platonismo en general, sino de que los órganos del cuerpo sufrían un deterioro y una desorganización que impedía la continuación de su ciclo vital, de forma que tal situación era la que determinaba la muerte y la subsiguiente separación del alma respecto al cuerpo. Por ello consideró que la muerte se producía

"porque alguna de las principales partes del cuerpo se corrompe; y pensemos que el cuerpo de un hombre vivo difiere del de un hombre muerto lo mismo que un reloj u otro autómata […] cuando está montado y tiene en sí el principio corporal de los movimientos para los cuales fue creado, con todo lo necesario para su funcionamiento, difiere del mismo reloj o de otra máquina cuando se ha roto y deja de actuar el principio de su movimiento"[295].

Su explicación de la muerte como consecuencia del deterioro y desorganización de los órganos vitales era correcta, al igual que la del cese del funcionamiento de cualquier máquina cuando sus piezas dejan de estar adecuadamente organizadas, y precisamente por ello no tuvo necesidad alguna de hacer referencia a un concepto religioso como el del alma. Por ello, aunque puedan encontrarse motivos por los cuales no llegase a dar el paso que posteriormente dio La Mettrie, considerando que el ser humano era tan asimilable a una máquina como el resto de seres vivos –aunque con la importante diferencia respecto a las "máquinas artificiales" de que, al menos hasta el momento actual, éstas, a diferencia de los seres vivos, no sienten ni piensan realmente, tales motivos no eran de carácter científico ni de simple especulación racional, sino sólo consecuencia de aquellos prejuicios y de aquellos factores que se han mencionado en la segunda parte de este trabajo. Tales prejuicios fueron los que le llevaron a asumir como evidente (!) el dualismo psicofísico, el rechazo de que el cuerpo fuera capaz de pensar y la doctrina de que la existencia del pensamiento sólo resultaba explicable a partir de la existencia de una realidad como la "res cogitans", radicalmente distinta de la "res extensa".

5.2.1. Realidad, independencia e inmortalidad del alma

Llevado de sus prejuicios religiosos y de su frivolidad habitual, en el Discurso del método Descartes consideró evidente (!) la existencia de la supuesta realidad a la que tradicionalmente se denomina "alma", que se trataba de una realidad independiente del cuerpo, que no estaba sujeta a morir con él y que, en consecuencia, era inmortal, según tuvo la osadía de escribir:

"conocí […] que era una sustancia cuya esencia íntegra o naturaleza sólo consiste en pensar y que para ser no necesita ningún lugar ni depende de ninguna cosa material. De manera que este yo, es decir, el alma por la cual yo soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo […] y que aunque él no existiera ella no dejaría de ser todo lo que es"[296].

Resulta realmente inaudito que después de su teórica exigencia de una claridad y distinción tan rigurosa que le condujese a una evidencia plena acerca de la verdad de cualquier doctrina, Descartes afirme ahora con tanta alegría doctrinas tan alejadas de una evidencia simplemente normal, como las que se acaban de citar.

Igualmente y como un descubrimiento asombroso, aunque especialmente insensato y sospechosamente coincidente con el dogma de la religión católica, en las Meditaciones Metafísicas declara haber demostrado que

"el alma del hombre […] es por su naturaleza inmortal"[297].

Pero, más allá de esta simple declaración y de algún argumento platónico sin valor alguno, no existe en sus planteamientos nada que se parezca a una demostración ni de la existencia del alma como sustancia independiente del cuerpo ni, por supuesto, de la inmortalidad de tal supuesta sustancia.

A través de estas afirmaciones, Descartes se muestra especialmente osado y nada escrupuloso al afirmar como evidentes doctrinas muy alejadas de cualquier posible demostración, alejadas igualmente de la experiencia y, por ello mismo, de una deducción que derivase de datos objetivos, pues no contaba con otra cosa que con prejuicios religiosos, asentados en su mente como consecuencia del adoctrinamiento recibido durante su infancia y su juventud, de su ambiente de su círculo de amistades clericales, de su ambición por triunfar como filósofo con la ayuda de la jerarquía católica y, en una cierta medida, de su temor a esta misma jerarquía.

En cualquier caso resulta sorprendente en grado sumo que Descartes pudiera ver como evidentes doctrinas como las de que el yo era una sustancia pensante, que sólo consistía en pensar, que no necesitaba ni dependía de ninguna sustancia material, que se identificaba con el alma, que ésta era enteramente distinta del cuerpo y que aunque el cuerpo no existiera, el alma no dejaría de ser todo lo que era, pues todas estas doctrinas no eran otra cosa que prejuicios basados en aquellas creencias religiosas a las que no había aplicado la duda. Por ello, desde una perspectiva ajena a tales prejuicios y a ese ambiente clerical en que se movía especialmente, Descartes no habría llegado a defender el carácter evidente de tales doctrinas, que podían ser aceptadas de forma acrítica, pero que, en cualquier caso, ya en el siglo XIV se habían presentado como problemáticas al mismo Ockham, al menos desde el punto de vista del conocimiento, quien mostró una coherencia infinitamente mayor que la de Descartes, en cuanto, a pesar de no haberse opuesto a los dogmas religiosos, consideró que había que establecer una barrera entre aquello que podía ser objeto de conocimiento y aquello que sólo podía afirmarse desde la fe. Descartes, sin embargo, llevado de su megalomanía que le condujo a creer que su razón podía conducirle a la consecución de un objetivo semejante, tuvo la frívola pretensión de establecer un lazo entre la realidad cognoscible y las doctrinas teológicas católicas.

Por otra parte, la sorpresa se convierte en asombro ante la osadía del pensador francés cuando afirma con la misma sensación de "evidencia" (!) que aunque el cuerpo no existiera el alma no dejaría de existir, pues algo muy parecido a la evidencia más bien muestra lo contrario: Cuando se observa a alguien en estado de coma profundo se constata sin demasiada dificultad que, en cuanto el cerebro no se encuentra en condiciones adecuadas, su actividad pensante parece ser nula o muy escasa, y, en cualquier caso, nada evidente; y, del mismo modo, asociamos de forma espontánea los ciclos de vigilia y de sueño con ciclos paralelos de conciencia psíquica similarmente diferenciables, sin necesidad de recurrir a una tecnología científica especialmente sofisticada a fin de comprobarlo. Además, cuando no median los prejuicios religiosos, todo el mundo entiende por simple autoobser-vación que se identifica con el cuerpo material en el que siente, observa, sufre, recuerda, desea, piensa y decide, causando así los actos volun-tarios ejecutados por ese cuerpo con el que se identifica espontá-neamente a no ser que los prejuicios en que ha sido adoctrinado, puedan llevarle a pensar que su cuerpo es un simple instrumento de su "alma", entendida como una realidad platónica inmaterial capaz de interactuar con el cuerpo, a pesar de que a nadie se le ocurre decir que se haya percibido a sí mismo existiendo con independencia de su cuerpo, o pensando a mil kilómetros de distancia del lugar en el que su cuerpo se encuentra, a no ser que, como a Descartes, determinadas creencias religiosas y otras causas ambientales le hayan llevado a la convicción de que alma y cuerpo sean realidades diferenciables e independientes.

La serie tan asombrosa de evidencias cartesianas, tan alejadas de auténticas verdades objetivas, sirve en cualquier caso para comprobar una vez más que estas sensaciones internas, por mucha evidencia (!) subjetiva que puedan proporcionar, en ningún caso pueden servir por ellas mismas como criterio de verdad.

5.2.2. La conexión entre el alma y el cuerpo

Por lo que se refiere a esta cuestión Descartes afirma en un primer momento que existe una unión del alma con el conjunto del cuerpo, aunque sin explicar cómo se daría. Indica en este sentido que

"el alma está de verdad unida a todo el cuerpo y […], hablando con propiedad, no se puede decir que esté en una de sus partes con exclusión de las otras, puesto que es uno y en cierto modo indivisible debido a la disposición de sus órganos que se relacionan entre sí de tal manera que, cuando uno de ellos es suprimido, eso hace defectuoso a todo el cuerpo; y puesto que el alma es de una naturaleza que no tiene relación alguna con la extensión ni con las dimensiones u otras propiedades de la materia de que se compone el cuerpo, sino solamente con todo el conjunto de sus órganos, como se deduce del hecho de que en modo alguno se podría concebir la mitad o la tercera parte de un alma, ni qué extensión ocupa, y de que no se hace pequeña porque se suprima una parte del cuerpo, sino que se separa enteramente de él cuando se disuelve el conjunto de sus órganos"[298].

Sin embargo, a continuación especifica que se encuentra alojada en la glándula pineal:

"el alma no puede ocupar en todo el cuerpo ningún otro lugar que esta glándula [= la glándula pineal] en la que ejerce inmediatamente sus funciones"[299],

afirmación que no parece especialmente coherente con la anterior, pues, al margen de la absurda frivolidad de defender la inmaterialidad del alma concediéndole a la vez una cualidad propia de la res extensa como lo es la de ocupar un lugar, además, cuando dice que "el alma está de verdad unida a todo el cuerpo", tales palabras son incompatibles con las que asocian al alma con un lugar concreto del cuerpo como sería la glándula pineal, pues decir que el alma está unida a todo el cuerpo o que tiene su sede principal en medio del cerebro es localizarla, es decir, dar de ella unas referencias espaciales. Parece que el pensador francés no tenía nada fácil escapar a esta contradicción, pues, aunque la interacción entre ambas sustancias se mostraba como un misterio irresoluble, la consideración de que el alma ocupaba un lugar parecía que podía servir para aproximar un poco las distancias insalvables entre ambas sustancias y para intentar "comprender" (?) su interacción con el cuerpo.

Por otra parte, aunque Descartes dice con razón que no puede pensarse "media alma" sin embargo no se le ocurrió pensar que una enfermedad o la extirpación de una parte del cerebro provocaban la pérdida de determinadas funciones mentales, que eran las que Descartes atribuía al alma, ni tampoco se le ocurrió que, aunque no tenía sentido hablar de "medio movimiento", a nadie se le ocurría considerar el movimiento como una tercera sustancia, la "res mobilis", sino sólo como una cualidad de la "res extensa". Ahora bien, si las funciones del pensamiento y de la voluntad realmente pertenecieran al alma, ¿no deberían conservarse aunque se perdiera una parte del cerebro? En este punto Descartes no llegó a plantearse una cuestión como ésta, aunque observó con especial agudeza que la pérdida de un brazo no afectaba a ninguna de las funciones del alma, lo cual, al parecer, demostraba de forma evidente –al menos para él- la independencia del alma respecto al cuerpo.

Una vez afirmada la localización del alma en la glándula pineal y a pesar de que la interacción entre el alma y el cuerpo seguía siendo contradictoria, al parecer a Descartes le resultó ya más fácil dar una explicación de esta cuestión, atreviéndose con su frivolidad y osadía habituales, a considerarla evidente, y, así, en este sentido afirmó:

"me parece haber reconocido evidentemente [!!!] que la parte del cuerpo en la que el alma ejerce inmediatamente sus funciones no es el corazón ni tampoco el cerebro, sino solamente la más interior de sus partes, que es una determinada glándula muy pequeña, situada en el centro de su sustancia y suspendida encima del conducto a través del cual los espíritus animales[300]de las cavidades anteriores se comunican con los de la posterior, de tal manera que los menores movimientos que se producen en ésta contribuyen mucho a cambiar el curso de estos espíritus, y recíprocamente, los más pequeños cambios que tienen lugar en el curso de los espíritus contribuyen en gran medida a cambiar los movimientos de dicha glándula"[301].

Como comentario anecdótico de estas palabras conviene llamar la atención acerca de su carácter contradictorio en cuanto la expresión "il me semble", utilizada por Descartes, implica –a diferencia de "je sais"- una forma inconsciente de expresar la propia inseguridad respecto a la verdad de lo que estaba afirmando como evidente: la relación del alma con la glándula pineal; y así, a pesar de querer basar sus conocimientos en "evidencias", al utilizar ese verbo tan curiosamente contradictorio con "lo evidente" a diferencia de la expresión "je sais", estaba afirmando y negando al mismo tiempo la evidencia respecto a tal cuestión.

Resulta difícilmente creíble que, al considerar que una realidad material como la glándula pineal podía servir de intermediaria entre el cuerpo y el alma, Descartes no entendiera que el problema de la relación entre estas sustancias teóricamente heterogéneas lejos de solucionarse se desplazaba al de tener que explicar a continuación cómo se relacionaba el alma, supuestamente inmaterial, con la glándula pineal, evidente-mente material. Sin embargo, Descartes tuvo la incomprensible osadía de presentar su teoría de forma minuciosamente detallada, con la intención aparente al menos de presentar una descripción auténticamente científica, como si realmente creyese en la verdad de lo que estaba diciendo. Y así, como si lo que estaba anotando fuera la expresión de minuciosas observaciones, escribió de manera meticulosamente descriptiva:

"la pequeña glándula, sede principal del alma, está suspendida de tal modo entre las cavidades que contienen esos espíritus que puede ser movida por ellos de tantas maneras diferentes como diferencias sensibles hay en los objetos; pero que puede también ser diversamente movida por el alma, la cual es de tal naturaleza que recibe tantas impresiones diferentes, es decir, tiene tantas percepciones distintas como diversos movimientos se producen en esta glándula; así también, recíprocamente, la máquina del cuerpo está compuesta de tal modo que, por el mero hecho de que esta glándula es diversamente movida por el alma o por cualquier otra causa por la que pueda serlo, impulsa a los espíritus que la rodean hacia los poros del cerebro y éstos los conducen a través de los nervios hasta los músculos, mediante lo cual les hace mover los miembros"[302].

Conviene llamar la atención acerca del hecho de que Descartes utiliza en muchos otros lugares esta manera de escribir, tan aparentemente seria y meticulosa, como si hubiera estado realizando investigaciones con un microscopio electrónico de precisión infinita durante al menos veinte años, que le hubieran conducido a la obtención de esos asombrosos conocimientos. Así sucede también, por ejemplo, cuando, tratando de presentar una explicación del movimiento del corazón, critica la de Harvey, que era la correcta, y presenta la suya como "necesariamente" [!!!] verdadera, escribiendo en este sentido:

"…este movimiento que acabo de explicar se sigue tan necesariamente de la sola disposición de los órganos que están a la vista […] que se puede conocer por experiencia, como el movimiento del reloj se sigue de la fuerza"[303].

Pero la verdad es que, cuando se observa la descripción de todas esas falsedades como si se tratase de verdades evidentes, la impresión que producen es o bien que el autor era un incompetente muy osado o bien que era un cínico sin escrúpulos con una ambición sin medida por ganar prestigio como científico, confiado en que nadie comprobaría sus investigaciones y, en consecuencia, nadie se atrevería a refutarlas. Y, en cuanto se sabe que Descartes no era precisamente un incompetente, parece que la explicación más lógica de su actitud se encuentra en la segunda parte de la alternativa presentada.

Otro planteamiento similar puede observarse cuando, al hablar de los "espíritus animales", a pesar de tratarse de un concepto confuso y casi metafísico, lo hace con la misma seguridad –aparente al menos- que si los estuviera viendo moverse de un sitio para otro con su microscopio de máxima resolución:

"…justamente estas partes muy sutiles de sangre componen los espíritus animales, para lo cual no necesitan experimentar ningún otro cambio en el cerebro, sino que en él quedan separadas de las partes de la sangre menos sutiles, pues lo que aquí llamo espíritus no son sino cuerpos y no tienen otra propiedad que la de ser cuerpos muy pequeños y que se mueven muy rápidamente […] De manera que no se detienen en ningún sitio y que, a medida que algunos de ellos entran en la cavidad del cerebro, salen también algunos otros por los poros que hay en su sustancia, los cuales los conducen a los nervios y desde aquí a los músculos, lo que les permite mover el cuerpo de las distintas maneras en que puede ser movido"[304].

Por cierto que, en relación con toda esta serie de barbaridades del "teólogo" francés, resulta chocante y ridículo el comentario de Rodis-Lewis, "hagiógrafa" actual de Descartes, cuando escribe: "la reflexión cartesiana sobre la unión del alma y el cuerpo no deja de enriquecerse en el periodo siguiente [a este del año 1638]"[305]. El chovinismo de Rodis-Lewis se muestra de forma superficial y descarada cuando se atreve a formular esta afirmación, pues ¿cómo puede decir una majadería semejante?, ¿cómo puede hablar del enriquecimiento de la reflexión cartesiana acerca de la unión entre al alma y el cuerpo, cuando, incluso aunque existiera la supuesta "res cogitans", no podría darse un solo paso en la investigación de la supuesta interacción entre ambas sustancias?

Al parecer la forma culminante de enriquecimiento de la psicología cartesiana se produjo unos años después cuando en una carta a Regius le comunicó, redescubriendo a Aristóteles a sus 46 años, que "el alma es realmente forma sustancial del hombre"[306], punto de vista que, por cierto no conducía a la conclusión de que el alma fuera inmortal sino, por el contrario, tan mortal como el cuerpo.

Otra explicación igualmente "profunda", al menos en apariencia, es la citada unas páginas atrás, correspondiente al artículo 34 de Las pasiones del alma, donde describe tan meticulosamente el funcionamiento de la glándula pineal en su relación con el alma que tal descripción parece el resultado de unas observaciones directamente efectuadas por este matemático francés con su secreto microscopio de precisión infinita, aunque resulte francamente complicado averiguar cómo pudo inspeccionar una realidad supuestamente inobservable como lo debía ser la "res cogitans", supuestamente inmaterial y, por ello mismo, inobservable.

La frivolidad y la mendacidad del "teólogo" francés se muestran igualmente en aquellos otros lugares en los que tiende a sustituir los razonamientos y las experiencias rigurosas por frases y discursos teatrales y pretendidamente eruditos, pero asombrosamente absurdos. Esta actitud aparece en los textos señalados relacionados con la supuesta interacción de alma y cuerpo, pero también en muchos otros lugares de la obra cartesiana. Así, por ejemplo, en Las pasiones del alma, en donde Descartes habla de manera dogmática y con aparente seguridad y minuciosidad absoluta acerca de cuestiones simplemente absurdas en cuanto se basan en el falso supuesto de que la sangre procedente de los diversos lugares del cuerpo se mantuviera separada de la del resto a la hora de pasar por el corazón de manera que, según de donde procediera, provocase diferencias apreciables en la forma de dilatarse el corazón, y que además él lo hubiera observado personalmente, tal como se desprende de la siguiente "descripción":

"la sangre que procede de la parte inferior del hígado, donde está la bilis, se dilata en el corazón de modo distinto de la que proviene del bazo y esta última (se dilata) de modo diferente a la que procede de las venas de los brazos o de las piernas, y finalmente, ésta (se dilata) muy diferentemente que el jugo de los alimentos cuando, al salir nuevamente del estómago y de las tripas, pasa rápidamente por el hígado hasta el corazón"[307]

Pero, ¡¿cómo podía verificar de dónde procedía cada partícula de sangre que entraba en el corazón?! ¿Es posible que el filósofo francés creyese de verdad lo que escribía? Parece que su mitomanía, acompañada de su megalomanía, pudo llevarle a crear y a creer después las absurdas explicaciones que daba, para las cuales no tenía otro procedimiento de verificación que el de su propia fantasía.

Y de un modo ya realmente escandaloso esta manera de escribir, tan aparentemente seria, meticulosa y auténticamente científica aunque igualmente llena de falsedades, aparece en los Principios de la Filosofía en general y en su cuarta parte en particular, donde, entre otras cosas, habla de forma detallada de cada uno de los cuatro elementos de Empédocles como si se tratase de los más recientes y revolucionarios descubrimientos de la Física.

En definitiva, mediante su teoría de la relación psicosomática Descartes pretendió haber demostrado no sólo que el alma se encontraba ubicada en el cuerpo sino que era capaz de mover la glándula pineal, la cual a su vez determinaría los diversos movimientos de los espíritus animales, de los nervios y de los músculos, y, a su vez, podría recibir información del estado de su cuerpo mediante un proceso similar pero inverso.

Pero, ¡¿cómo podía un pensador, que decía exigir la máxima claridad y distinción a la hora de aceptar cualquier supuesto conoci-miento, imaginar y creer toda esa serie de sandeces relacionadas con la supuesta interacción entre el alma y el cuerpo?! ¿Qué explicación puede encontrarse para esta pretensión tan absurda? Parece que la explicación de esta actitud se encuentra expuesta en la segunda parte de este trabajo, en donde se habla de la megalomanía de este escritor y de la serie de vertientes en que se manifestó, que, en este caso concreto, habría que ver como mendacidad y falta de escrúpulos para tratar de encontrar un reconocimiento social por su labor científica y filosófica, todo lo cual debió determinar que el pensador francés no sólo fuera incapaz de enfrentarse a las doctrinas tradicionales de la jerarquía católica sino que incluso tuviera un interés especial en defenderlas, "aclarando" (?) sus misterios más insondables mediante explicaciones aparentemente serias y profundas. En cualquier caso parece evidente que el hecho de que una persona capacitada como él incurriese en semejantes errores y en interpretaciones tan superficiales sólo resulta explicable por motivos ajenos a los que se relacionan con su capacidad intelectual.

Por suerte y en contra de las orientaciones de la "investigación" [?] cartesiana, en la actualidad la Biología o la Psicología experimental explican la interacción "psicofísica" sin aferrarse a doctrinas religiosas y, desde luego, sin hacer referencia alguna a un concepto metafísico o religioso como el de "alma", hablando sólo de la relación entre el cerebro y el resto del cuerpo a través del sistema nervioso y de sus neuronas sensitivas o motoras y olvidando, a efectos prácticos, cualquier referencia a aquella supuesta sustancia de carácter inmaterial, que, quienes la siguen aceptando lo hacen sólo desde una perspectiva mítico-religiosa, pero no científica.

Desde luego, la explicación cartesiana no era ni clara, ni distinta, ni evidente, sino todo lo contrario, pues, desde el momento en que para explicar la conexión entre lo inmaterial y lo material recurría a un tercer elemento que seguía siendo material, el problema no sólo quedaba sin solucionarse sino que se multiplicaba, al tener que explicar la relación entre el alma y ese tercer elemento constituido por la glándula pineal, pues por mínimo que fuera el punto de conexión entre ambas realidades, el misterio de cómo lo inmaterial podía influir en lo material y viceversa se mantenía tan inexplicable como al principio. Resulta por ello doblemente asombroso que un filósofo que se había propuesto no aceptar como verdad ninguna doctrina que no fuera absolutamente evidente se conformase con una explicación tan absurda desde el punto de vista del análisis racional y tan claramente alejada de la comprobación experimental[308]y que además fuera capaz de verla como evidente. En resumidas cuentas, se trataba de un error asombroso.

La consideración según la cual el alma era una sustancia distinta del cuerpo le sirvió para excluir al ser humano del mecanicismo que había defendido como explicación del comportamiento de la res extensa y del resto del mundo biológico, insistiendo en la existencia de una diferencia esencial entre los animales y el hombre porque, mientras los animales serían simples configuraciones de la materia especialmente complejas, pero sometidas en todo caso al determinismo mecanicista, el ser humano, aunque era una realidad dual, se identificaba propiamente con su alma que gozaba de "libre albedrío" y que, por lo tanto, no estaba sometido al mecanicismo determinista de la res extensa. Por ello el "teólogo" francés escribió que

"después del error de los que niegan a Dios […] no hay nada que aleje tanto a los espíritus débiles del recto camino de la virtud como el imaginar que el alma de las bestias es de la misma naturaleza que la nuestra, y que, por lo tanto, no hemos de temer ni esperar nada después de esta vida, de la misma manera que las moscas o las hormigas; mientras que, si sabemos cómo son de diferentes, se comprenden mucho mejor las razones que prueban que la nuestra es de una naturaleza enteramente independiente del cuerpo, y por lo tanto, que no está sujeta a morir con él y puesto que no vemos otras causas que la destruyan, nos inclinaremos naturalmente a juzgar por todo esto que es inmortal" [309]

Sin embargo, al igual que en otras ocasiones y aunque la defensa cartesiana del mecanicismo aplicado al mundo biológico fue realmente una intuición fructífera para el avance de la Biología, las explicaciones que introdujo para mantener las diferencias abismales entre los animales y el hombre se basaban en la aceptación de prejuicios procedentes de la filosofía platónica y, sobre todo, del cristianismo y de la filosofía escolástica, que tuvieron mucho más peso en Descartes que la toma en consideración de puntos de vista de otros filósofos de la antigüedad como los atomistas, que habían defendido el materialismo y, en consecuencia, una interpretación determinista del conjunto de cambios de la naturaleza, o como Anaximandro y Empédocles, que ya habían defendido el evolucionismo, o como también el mismo Aristóteles, que no había aceptado el dualismo platónico radical según el cual el alma podía existir separada del cuerpo, ni la de la existencia de una diferencia tan radical entre el alma del ser humano y la del resto de seres vivos, sino sólo una diferencia de cualidades, que, en el caso del ser humano, radicaba en su capacidad racional. En estos planteamientos Descartes ni siquiera puso el cuidado más mínimo a la hora de aplicar la regla de la evidencia, a la que en teoría tanto valor concedía. Pues, en contra de la doctrina cartesiana, idéntica a la cristiana, lo evidente no era la existencia de diferencias tan radicales entre el psiquismo de los animales y el del hombre, sino, por el contrario, la de unas semejanzas realmente claras, especialmente si, en lugar de comparar el psiquismo humano con el de las moscas o el de las hormigas, como hizo Descartes con la intención –aparente al menos- de que la distancia entre el psiquismo humano y el de los animales en general pareciera más radical, hubiese realizado tal comparación en referencia a animales como el chimpancé o el gorila o como el perro, con cualidades psíquicas especialmente desarrolladas, que en algún caso llegan a superar a las del propio ser humano[310]Además, no era tan difícil comprender que los animales percibían, sentían y tenían toda una serie de procesos mentales similares a los del hombre, al margen de que tales fenómenos tuvieran una explicación natural que ni en el caso de los animales ni en el caso del hombre requerían de un principio fantasmagórico inmaterial como el que pretende expresarse mediante el concepto de "alma". En cualquier caso, si algo estaba cerca de la "evidencia", por lo menos de una evidencia mayoritaria entre los pensadores no ligados o controlados por la jerarquía católica, era precisamente lo contrario de lo que Descartes defendió.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente