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René Descartes, hijo póstumo del fideísmo medieval (página 6)


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3.1. La duda metódica

Para la puesta en práctica del método a fin de fundamentar y reconstruir el conjunto de los conocimientos Descartes aplicó la duda de manera generalizada –aunque no por completo, pues la religión quedó libre de ella-, y llegó a la conclusión de que podía existir una duda razonable tanto respecto a la existencia de una realidad externa como respecto al valor de las verdades matemáticas y, en consecuencia, del conjunto de todos los conocimientos. Sin embargo, la aplicación de dicha duda no podía conducirle a la negación del valor de todos esos conocimientos, en cuanto tuviera realmente argumentos suficientes para ello, de manera que, si adoptó una actitud aparentemente escéptica respecto a ellos, lo hizo de manera teatralmente calculada, sirviéndose de manera inadecuada de argumentos que, como puede verse a continuación, en realidad no conducían ni a una duda razonable acerca de la existencia de la realidad externa ni acerca de las verdades matemáticas, sino sólo a la negación del carácter objetivo de las sensaciones y al reconocimiento de que hay quien se equivoca al realizar cálculos matemáticos, lo cual se sabe precisamente porque existe un procedimiento objetivo para verificarlos.

3.1.1. La duda artificiosa sobre la existencia de la realidad externa

Por lo que se refiere a la aplicación de la duda metódica universal –y al margen de la contradictoria excepción al no aplicarla a la religión-, Descartes aplicó la duda a los conocimientos sensibles –incluido el de la existencia del propio cuerpo-, considerando en el Discurso del método que

"como nuestros sentidos a veces nos engañan, quise suponer que no había ninguna cosa que fuese tal como ellos nos hacen imaginar"[194].

Igualmente, en las Meditaciones metafísicas escribió posteriormente:

"a veces he experimentado que estos sentidos eran engañosos, y es más prudente no confiar por entero en nada que ya alguna vez nos ha engañado"[195].

Además, consideró que la duda tenía pleno sentido en este terreno en cuanto podía suceder

"que estemos dormidos, y que todas esas particularidades, por ejemplo, que abrimos los ojos, movemos la cabeza, extendemos las manos, y cosas semejantes"[196]

sólo fueran ilusiones provocadas por el sueño, teniendo en cuenta además la imposibilidad de diferenciar de un modo seguro entre la vigilia y el sueño.

Como consecuencia de estas consideraciones Descartes pensó, o, mejor, dijo que pensaba, que tenía motivos suficientes para dudar de la existencia de una realidad externa independiente del sujeto.

Sin embargo, lo que el propio autor había escrito en el Discurso del método como base para afirmar la problematicidad de la realidad externa no le permitía llegar a tal conclusión, pues efectivamente en esta obra indicaba simplemente que "no había ninguna cosa que fuese tal como ellos nos hacen imaginar" pero no que no existiera ninguna cosa, aunque fuera distinta de la que los sentidos mostraban. De manera que el hecho de que las cosas no fueran "tal"[197] como los sentidos las presentan sólo debería haberle servido para desconfiar acerca del valor objetivo de las sensaciones a la hora de mostrar cómo era la realidad en sí misma, pero no para dudar acerca de su existencia.

Por esto el planteamiento cartesiano del Discurso del método, que finalmente ponía en duda la existencia de la realidad externa, era simplemente una falacia que no se deducía de la consideración del carácter engañoso de los sentidos. Además, parece que el propio filósofo se traiciona cuando utiliza la expresión "quise suponer"[198], que indica que en realidad no se produjo en él una duda de tan largo alcance sino que era el propio pensador quien se forzaba a sí mismo para dudar acerca de la existencia de la realidad externa a partir de un supuesto que no debía conducirle a otra duda que a la relacionada con la creencia ingenua en el valor objetivo de las sensaciones.

Por otra parte y a diferencia del planteamiento del Discurso del Método, en las Meditaciones metafísicas la argumentación cartesiana tiene un matiz muy distinto, en el que tal vez los críticos no parecen haber reparado, pues aquí Descartes ya no dice simplemente que las cosas no sean tales como aparecen sino que, en cuanto los sentidos nos engañan, hay que dudar de su valor de una manera total, no concediéndoles crédito alguno ni siquiera para afirmar la existencia de aquello que provoca las sensaciones.

Es decir, parece que Descartes pudo tomar conciencia de la insuficiencia del planteamiento del Discurso del método en cuanto servía para reconocer que los sentidos eran engañosos, considerando que las sensaciones no eran un fiel reflejo de la realidad, pero no para demostrar que fueran engañosos hasta el punto de que no sirvieran para informar al menos de que existía una realidad que afectaba a los sentidos, pues si sabía que los sentidos le engañaban, eso sólo podía haberlo descubierto en cuanto hubiera conocido una perspectiva más objetiva en comparación con la cual había observado ese error de los sentidos o porque los mismos sentidos y la razón le habían servido para corregir errores anteriores respecto a lo observado.

Por otra parte, conviene observar que en el texto citado de las Meditaciones Descartes se contradice por lo que se refiere a su doctrina acerca del error, pues mientras aquí afirma que "es más prudente no confiar por entero en nada que ya alguna vez nos ha engañado"[199], considerando que el engaños estarían causados por una realidad independiente de la voluntad del sujeto, en otros momentos indica con mayor acierto que el engaño o el error no provienen de los sentidos sino de una actuación de la voluntad que se pronuncia de forma inadecuada en cuanto se haya determinado a afirmar o a negar sin que el entendimiento le haya proporcionado bases suficientes para hacerlo. Y así, en este caso concreto, no tendría por qué haber afirmado que los sentidos eran engañosos sino sólo que podía producirse un error cuando se confundían las sensaciones con aquello que las causaba: Que uno vea a lo lejos un árbol que parece más pequeño que el lápiz con el que lo dibuja puede ser motivo para afirmar que los sentidos son engañosos respecto al tamaño de los objetos, pero no respecto a su existencia, pues la mente se sirve de las sensaciones, pero tiene procedimientos complementarios para corregir los errores iniciales a que puedan inducir por sí mismos, de manera que el error no proviene de los sentidos sino de los pronunciamientos de la mente cuando no tiene en cuenta aquellos mecanismos, como el recuerdo de experiencias pasadas, que deben servirle para corregir la información procedente de manera exclusiva de la información sensible actual. Por ello, si –como defiende Descartes- a la hora de juzgar la voluntad se refiere a las sensaciones que aparecen en su mente, acertará al decir que son como son, mientras que será el sujeto quien deberá aprender a interpretarlas del modo más adecuado, que en ningún caso concluirá en la identificación del mundo de las sensaciones con el mundo de la realidad externa sino sólo al reconocimiento de la existencia de cierto isomorfismo, ya que, por definición, sensación y mundo externo son realidades diversas.

Sin embargo, a fin de corregir este error –no de los sentidos sino del sujeto que juzga y confunde las sensaciones con la realidad que las provoca- en las Meditaciones el pensador francés cambia el contenido y la forma de redacción del Discurso y habla simplemente de que, como los sentidos son engañosos, en principio hay que dudar de ellos no sólo en lo referente a la falta de adecuación entre ellas y la realidad que las causa sino incluso en la consideración de que las sensaciones podrían producirse en el sujeto sin una realidad que las provocase. Y en esta obra además, para poder asegurar que la duda tuviera un valor casi absoluto, introduce la artificiosa hipótesis del genio maligno, a partir de la cual todo sería efectivamente dudoso a excepción de la verdad del cogito.

Parece que en todas estas elucubraciones lo que Descartes pretende no es dudar de todo lo dudable sino introducir una duda artificial acerca de casi todo para que así su sistema apareciera más prodigioso: El conjunto de la realidad quedaba puesto entre paréntesis por la aplicación de la duda; a continuación se descubría una única verdad que superaba la prueba de la duda, cogito, ergo sum; a partir de ésta se recuperaba a Dios; y a partir de Dios se recuperaba la realidad externa. Realmente se trataba de un proceso portentoso, digno de la megalomanía del filósofo francés.

Pero, en resumidas cuentas, Descartes no jugó limpio en ese juego de la duda metódica, no sólo por haber excluido la religión de dicha duda sino especialmente por haber jugado a dudar de lo que quiso para luego aparentar que era capaz de realizar la proeza de redescubrirlo todo con la ayuda de Dios. Sin embargo, Descartes no tenía motivos para negar que por debajo de lo observado subyaciera una realidad X, al margen de que los sentidos no pudieran captar cómo era dicha realidad en sí misma y al margen de cómo apareciera como consecuencia de las sensaciones que las sensaciones provocaba como consecuencia del modo de ser de los sentidos.

En líneas generales ésta fue la crítica de Kant al "idealismo problemático" cartesiano, indicando que la categoría de existencia era aplicable a todo aquello que fuera objeto de sensación. En este punto, señaló Kant que no por el hecho de reconocer que la experiencia no capte le realidad de un modo objetivo, conociéndola en su ser más propio o como "cosa en sí", hay que llegar a una postura idealista que niegue la existencia de la realidad empírica, pues, aunque la realidad en sí misma no se identifique con el modo según el cual el sujeto la conoce, "la existencia de la cosa que aparece no es de este modo suprimida, […] sino que se indica que, por medio de los sentidos, no podemos, en modo alguno, conocer lo que esta existencia sea en sí misma"[200] y, así, era absurdo considerar que los sentidos fueran engañosos hasta el punto de mostrar puras apariencias sin algo que apareciera, al margen de que su forma de manifestarse estuviera con-dicionada por el modo de ser de la sensibilidad del sujeto y al margen de que nunca pudiera llegar a conocerse cómo fuera ese algo en sí mismo.

La crítica kantiana era acertada y servía además para restituir al concepto de "existencia" el significado propio de su uso en el lenguaje ordinario, concepto que, a la vez que se aplica al sujeto cognoscente, se aplica igualmente a la realidad conocida en cuanto ambos se encuentran en un mismo plano –hasta el punto de que, como el propio Kant señala, ni siquiera el sujeto se conoce tal como es en sí mismo, sino sólo tal como aparece para sí-.

Es decir, mientras Descartes enfocaba la cuestión partiendo de un yo inicial que se enfrentaba a unas sensaciones cuya relación con una realidad externa e independiente del sujeto se suponía pero no podía demostrarse, desde un planteamiento como el kantiano o el de la epistemología genética de J. Piaget lo inicial no sería el yo ni lo subsiguiente la experiencia de unas sensaciones supuestamente relacionadas con una realidad externa, sino que lo inicial sería un complejo de experiencias difusas que progresivamente se irían diferenciando y polarizando, dando lugar a la aparición de la conciencia subjetiva, como realidad unida a sensaciones, percepciones, recuerdos, actividad voluntaria, imágenes y pensamientos, y a la aparición de aquello que provoca estos fenómenos que aparecen ante la conciencia. Dicho con palabras del propio Piaget: "En el punto de partida de la evolución mental no existe seguramente ninguna diferenciación entre el yo y el mundo exterior, o sea, que las impresiones vividas y percibidas no están ligadas ni en una conciencia personal sentida como un "yo", ni a unos objetos concebidos como exteriores: se dan sencillamente en un bloque indisociado, o como desplegadas en un mismo plano, que no es ni interno, ni externo, sino que está a mitad de camino entre estos dos polos, que sólo poco a poco irán oponiéndose entre sí"[201]. La conciencia subjetiva aparece también y de modo especial como capacidad de actuar sobre la realidad de la que se tienen experiencias sin que el sujeto las haya creado, mientras que el otro polo de la experiencia, es decir, la realidad sensible manifiesta su ser imponiéndose a la subjetividad sin que ésta pueda hacer otra cosa que experimentarla, enfrentarse a ella o tratar de captarla y manipularla, sin poder trascender la experiencia para conocer la realidad independiente del sujeto.

3.1.2. La duda artificiosa sobre las verdades matemáticas

A continuación y pese a que el método aplicado a los conocimientos matemáticos fue el que inspiró al pensador francés para la depuración y posterior recuperación en su caso de los conocimientos que pudieran superar la criba de la duda metódica, éste la aplicó a esos mismos conocimientos a partir de la consideración de que

"puesto que hay hombres que se equivocan al razonar incluso en los temas más simples de la geometría e incurren allí en paralogismos, y juzgando que estaba sujeto a error lo mismo que cualquier otro, rechacé como falsas todas las razones que antes había tomado por demostraciones"[202].

Sin embargo, el pensador francés no se percató –o lo disimuló- de que desde el momento en que afirmaba que había hombres que se equivocaban o que incurrían en paralogismos eso sólo podía haberlo descubierto a partir del conocimiento de cuál era la verdad acerca de estas cuestiones, descubrimiento que efectivamente se produce realizando las revisiones, enumeraciones y pruebas previstas en la cuarta regla del método y contando con el principio de contradicción. Y, así, la duda metódica sobre las verdades matemáticas no podía tener sentido desde la referencia a los errores que eventualmente puedan cometerse al realizar cualquier cálculo, pues tales errores pueden corregirse mediante los procedimientos señalados y además, como ya se ha señalado, sólo la conciencia de la verdad permite reconocer tales errores. En consecuencia, sólo el supuesto de la existencia de un genio maligno o de un dios engañador, introducido en las Meditaciones, podría servir para dudar del valor de las verdades matemáticas o de cualquier otro conocimiento con la única excepción de la verdad del cogito, en cuanto su evidencia estuviera provocada por tales seres hipotéticos

3.1.3. Duda metódica y religión

La duda metódica debía extenderse en teoría también a la religión, que no sólo tiene como base doctrinas dogmáticas indemostrables en muchos casos sino también contradictorias en casi todas. Por ello, Descartes fue inconsecuente con su teórica pretensión acerca de la universalidad de la duda por haber eximido de dicha prueba las supuestas verdades de su religión, que desde el principio aceptó, con asombrosa frivolidad, como reveladas, tanto por haber sido adoctrinado en ellas durante su infancia como por su temor a enfrentarse con la jerarquía católica y por su deseo de contar con su apoyo. Teniendo en cuenta estos motivos, en la primera máxima de su moral provisional, introducida en el Discurso del método, se refiere a su decisión de

"conservar con firmeza la religión en la que Dios me ha concedido la gracia de ser instruido desde mi infancia"[203].

En relación con esta cuestión, con su frivolidad habitual aunque siempre sorprendente, Descartes en ningún momento aclara nada acerca del portentoso acontecimiento en el que ese dios le habría concedido tal gracia de ser instruido en su religión, ni acerca de cualquier otro procedimiento mediante el cual hubiese podido alcanzar tales conocimientos a los que se abstuvo de aplicar la duda. Además, para dejar zanjada una cuestión que podía haberle reportado algún serio disgusto, el pensador francés no sólo no sometió la religión a la duda sino que proclamó abiertamente la total subordinación de su razón a la "autoridad de la Iglesia"[204] y tal actitud representaba el reconocimiento explícito de que la exclusión de la Religión respecto a la aplicación de la duda metódica no tenía su justificación en las exigencias de la vida diaria, como había declarado en relación con las máximas de su moral provisional, sino en el temor a las represalias de la jerarquía católica y de su "Santa Inquisición" en el caso de que se hubiese atrevido a dudar –o a simular que dudaba- de las doctrinas impuestas por dicha jerarquía, y en su deseo de contar con el apoyo de dicha jerarquía cuando pudiera interesarle para su promoción personal como filósofo, como defensor de la dogmática católica y de la armoniosa convivencia del conocimiento con las verdades de fe, que, al igual que había defendido Tomás de Aquino, Descartes consideró siempre por encima de la razón en cuanto procedentes del propio Dios.

Resulta ciertamente asombroso que la frivolidad cartesiana llegase tan lejos, hasta el punto de llevarle a afirmar que aquellas doctrinas habían sido reveladas por Dios, pues, si no iba a comunicar cómo había averiguado la existencia de tal revelación, al menos podía haber tenido la coherencia metodológica de no haber hecho referencia a ella, ya que indudablemente a todo el mundo le habría interesado saber cómo convertir las propias creencias en verdades evidentes y, si él hubiera sabido cómo hacerlo, su informe habría sido de extraordinaria utilidad. Pero parece que no fue capaz de llegar tan lejos y que, tal vez por no haber considerado que sus lectores podrían pedirle explicaciones, se atrevió a afirmar de modo gratuito aquello que debía haber demostrado previamente en lugar de presentarlo como verdad absoluta. Resulta asombroso por ello que quien fue considerado como "padre del Racionalismo" destacase en tantas ocasiones como uno de los mayores defensores de este irracionalismo teológico fideísta, tan absurdo e injustificable en cualquier filósofo, en cualquiera que aspire a la verdad. Paradójicamente, este fideísmo se encontraba mucho más próximo a la tradición de la Escolástica que a la Filosofía Moderna, de la que se ha considerado a Descartes como "el padre", pues, al margen de la modernidad de su pensamiento en otros planteamientos, su doctrina relacionada con la fundamentación de su método y de su sistema filosófico, en la que afirma la total subordinación de la razón a la fe, se encuentra en la misma línea que las de Agustín de Hipona (siglos IV-V), Anselmo de Canterbury (siglo XI) o Tomás de Aquino (siglo XIII).

Y resulta, por cierto, casi igual de sorprendente el hecho de que los analistas de la obra cartesiana en general hayan pasado por alto esta incoherencia tan grave por lo que se refiere a su exclusión de la religión a la hora de aplicar la duda metódica supuestamente universal. Los críticos suelen mencionar como única explicación de esta actitud aquel temor a la Inquisición y, en general, a las reacciones de las autoridades eclesiásticas con las que Descartes mantenía buenas relaciones. Y, efectivamente, el Discurso del Método se publicó en el año 1.637, es decir, cuando la condena de Galileo por la Inquisición católica en 1.633 todavía estaba demasiado reciente como para haberla olvidado. Sin embargo, tal justificación de la actitud cartesiana sólo hubiera servido para entender que el pensador francés no se atreviera a escribir nada que representase un ataque frontal a las doctrinas católicas, pero no para entender que quien es conocido como "padre del racionalismo moderno" dedicase tantas páginas de su obra a afirmar el valor superior de la fe sobre la razón, a defender los dogmas católicos y a afirmar como verdades absolutas todas las doctrinas supuestamente provenientes de una "revelación" o de las altas jerarquías de la Iglesia Católica, sobre todo si se tiene en cuenta su insistencia en la necesidad construir la Filosofía de un modo totalmente riguroso y a partir de verdades absolutamente evidentes.

3.1.4. La duda metódica y los primeros conocimientos

A partir de la puesta en práctica de la duda metódica Descartes consideró la proposición "cogito ergo sum" como la única que superaba la duda en cuanto por más que quisiera considerar que todo era falso,

"era preciso necesariamente que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa"[205].

A partir de esta primera verdad consideró en principio que se encontraba en posesión de una regla general para la recuperación de los conocimientos puestos en duda en cuanto cumplieran con dicha regla, según la cual

"las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas"[206].

Sin embargo el propio Descartes se cerró el paso para la recuperación de cualquier otro conocimiento más allá del cogito cuando unas páginas después escribió:

"esto mismo que antes he tomado como una regla, a saber, que las cosas que concebimos muy clara y muy distintamente son todas verdaderas, sólo es segura porque Dios es o existe y que es un ser perfecto y que todo lo que está en nosotros procede de él. De donde se sigue que siendo nuestras ideas o nociones cosas reales y provenientes de Dios, en cuanto son claras y distintas, no pueden ser en esto más que verdaderas"[207].

Por ello, el paso siguiente para el proceso de recuperación de los diversos conocimientos sometidos a la duda consistió en tratar de demostrar la existencia de Dios. Sin embargo, Descartes no reparó en que desde el momento en que el valor de aquella regla general y la posibilidad de aplicarla para la obtención de nuevos conocimientos estaba subordinada a la previa existencia de Dios, era inevitable que, a la hora de intentar demostrar la existencia de Dios, incurriese en un círculo vicioso ya que, para realizar dicho intento, se estaba sirviendo de aquella regla general cuyo valor debía haber sido garantizado previamente por aquel ser cuya existencia todavía no estaba demostrada, tal como se muestra en el siguiente esquema:

? ———– Existencia de Dios ———— ?

? ?

Regla de la evidencia Justificación de la

ya justificada ? —————— ? regla de la evidencia

Por otra parte, en las Meditaciones metafísicas había introducido una consideración que complicaba la situación todavía más, si cabe. Consistía en la hipótesis hiperbólica de que siempre podría imaginar la posibilidad de la existencia de

"algún genio maligno, tan poderoso como engañoso que [hubiera] empleado todo su ingenio en engañarme"[208],

proporcionándole evidencias subjetivas a las que no les correspondieran verdades objetivas.

El pensador francés añadió a esta hipótesis la de la posible existencia de un dios igualmente poderoso con la misma capacidad de engaño que el genio maligno, y también la de que el auténtico Dios, que para él sería el dios de la religión católica, podría ser igualmente el causante de tales engaños, aunque más tarde, cuando Voetius, rector de la universidad de Utrecht, le acusó de haber defendido esa hipótesis, Descartes no tuvo la valentía de aceptar que efectivamente la había defendido. En favor de la crítica de Voetius puede verse cómo en el texto que sigue Descartes defiende que el poder de Dios es tal que, si quisiera –y nada ajeno a su voluntad podría impedir que lo quisiera-, podría hacer que él se equivocase en todo lo que considera cierto, y en este sentido escribe:

"hace mucho tiempo que tengo en mi espíritu cierta opinión, a saber, que existe un Dios que lo puede todo y por el cual he sido creado y producido tal como soy. Pues, ¿quién me podría asegurar que este Dios no ha hecho que no exista tierra ninguna, ningún cielo, ningún cuerpo extenso, ninguna figura, ninguna magnitud, ningún lugar y que, sin embargo yo tenga las sensaciones de todas estas cosas y que todo esto no me parezca existir sino como lo veo? E, igualmente, como a veces juzgo que los demás se equivocan, incluso en las cosas que piensan saber con la mayor certidumbre, puede ser que él haya querido que yo me equivoque siempre que hago la suma de dos y tres, o que cuento los lados de un cuadrado, o que juzgo acerca de algo aun más fácil, si es que se puede imaginar algo más fácil que esto"[209].

A continuación, sin embargo, desde otra perspectiva y planteando sus dudas acerca de esta cuestión, pero sin llegar a negar tal posibilidad, escribe que

"quizá Dios no ha querido que fuese engañado de esta manera, pues es soberanamente bueno"[210].

Existe la posibilidad teórica de que tales dudas se le planteasen a partir del dilema según el cual desde el supuesto de la omnipotencia divina el engaño universal era una más entre las opciones que tal divinidad hubiera podido escoger, mientras que desde la consideración de la bondad y de la veracidad divinas tales engaños resultaban incompatibles con ese dios. Sin embargo, esta aparente antinomia tenía una solución evidente en el sentido según el cual Dios sí podía ser engañador, pues, teniendo en cuenta la prioridad de la omnipotencia divina sobre cualquier valor, en cuanto todo valor –como el de la veracidad- estaba subordinado a su voluntad, en tal caso, Dios hubiera podido ser tan engañador o infinitamente más que el genio maligno sin que eso implicase una imperfección en él, ya que todos los valores estaban subordinados a su voluntad. Por ello, al considerar Descartes que Dios no podría haber querido que él se equivocara por ser infinitamente bueno, olvidaba que la omnipotencia divina era el fundamento de todos los valores.

Por ello y teniendo en cuenta que Descartes sabía que el poder del supuesto dios católico era infinito y fundamento de cualquier valor, pero no sometido a ninguno que él no quisiera, es lógico suponer que optase por no meterse en líos teológicos ni con los protestantes ni con los católicos y que, por ello, negase haber defendido que Dios sí podía ser engañador. En este tipo de cuestiones Descartes siempre procuró ser lo suficientemente astuto para evitarse problemas, menos en las ocasiones en que los tuvo con los protestantes en cuanto no sentía que su vida pudiera peligrar por ello.

Poco más adelante, en la meditación tercera, Descartes plantea igualmente la hipótesis de un dios inauténtico que, como consecuencia de su poder, fuera engañador y, en este sentido, escribe:

"se me ocurría que quizá un Dios podía haberme dado una naturaleza tal que yo me equivocara incluso con respecto a las cosas que me parecían más claras. Pero siempre que se presenta a mi pensamiento esta opinión, anteriormente concebida, acerca de la suprema potencia de un Dios, me veo forzado a reconocer que le es muy fácil, si quiere, obrar de manera que yo me engañe aun en las cosas que creo conocer con una evidencia muy grande"[211]

Sin embargo y sin argumento alguno, como el pensador francés debió de comprender que ni el genio maligno, ni esta divinidad engañosa, ni la otra supuesta divinidad auténtica le iban a conducir a ninguna salida del pozo del solipsismo escéptico en que había caído, a continuación, olvidando sus preocupaciones respecto a estas teóricas posibilidades y en medio de una nueva incoherencia, reafirmó su punto de vista anterior según el cual aquellos conocimientos que se le hubiesen manifestado con claridad y distinción, cumpliendo con la regla general de la evidencia, podía considerarlos como verdaderos, sin necesidad de que Dios confirmase su valor y escribiendo en este sentido:

"engáñeme quien pueda, que lo que nunca podrá será hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensado que soy algo, ni que alguna vez sea cierto que yo no haya sido nunca, siendo verdad que ahora soy, ni que dos más tres sean algo distinto de cinco"[212].

Y, de este modo, se contradijo de nuevo al menos en lo que se refiere a la proposición de carácter matemático, en relación con la cual en diversas ocasiones había proclamado de manera rotunda que la verdad de tales proposiciones dependía de Dios de un modo absoluto, hasta el punto de que, el hecho de que los ángulos de un triángulo sumasen dos rectos, o que los radios de una circunferencia fueran iguales o, en definitiva, que el principio de contradicción fuera válido dependía de la voluntad divina y no de una supuesta verdad intrínseca e independiente que pudiera existir en tales proposiciones.

Por ello, a partir de estas consideraciones Descartes se metió en un callejón sin salida, ya que, al margen de la verdad del cogito, la hipótesis del genio maligno, la del dios engañador –o incluso la de que el mismo dios católico podría engañar como consecuencia de su omnipotencia- eran obstáculos insalvables para la recuperación de cualquier otro conocimiento, lo cual, sin embargo, no fue un obstáculo para que el pensador se saltase sus contradicciones afirmando lo que antes había negado y proclamando con su frivolidad habitual que las proposiciones evidentes eran verdaderas con independencia de Dios.

3.2. "Cogito, ergo sum"

Una vez aplicada la duda al ámbito de la realidad externa y al de los conocimientos matemáticos, considerando que podía estar equivocado respecto a su valor como consecuencia de que los sentidos eran engañosos, o de que todo aquello que consideraba real fuera sólo producto de un sueño o de que podía estar siendo engañado por un dios poderoso pero caprichosamente mentiroso, Descartes llegó finalmente a la conclusión de que

"mientras yo quería pensar de ese modo que todo era falso era preciso necesariamente que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa"[213],

y, por ello, juzgó que

"notando que esta verdad, pienso, luego existo, era tan firme y segura que no eran capaces de conmoverla las más extravagantes suposiciones de los escépticos, juzgué que podía aceptarla, sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que buscaba"[214].

Y efectivamente Descartes pretendió convertir esa proposición en "el primer principio" de su filosofía, haciéndolo en un doble sentido: como fundamento –al menos parcial- de la regla de la evidencia y del método en general, y como primera verdad de su sistema filosófico.

3.2.1. Cogito e intuición

Como se acaba de decir, la proposición "cogito, ergo sum" se mostró a Descartes como fundamento, aunque no absoluto, de la regla de la evidencia en cuanto su carácter de verdad evidente podía servirle de criterio para aplicarlo al resto de conocimientos, que sólo podría considerar como verdaderos en cuanto se presentasen a su mente con la misma evidencia con la que se le había mostrado aquella única proposición que había superado la prueba de la duda. Esta proposición sería además la primera verdad de su sistema filosófico en cuanto sólo contaba con ella para intentar deducir cualquier otra.

Sin embargo y por lo que se refiere al supuesto carácter intuitivo del cogito hay que señalar que, de acuerdo con los supuestos cartesianos, en realidad no lo tenía, pues las intuiciones se referían a conceptos mientras que la proposición "cogito, ergo sum" evidentemente no era un concepto sino un entimema, es decir, un razonamiento abreviado en el que estaba implícita la premisa universal "todo aquello que piensa existe" o la premisa individual "si pienso, existo". En las Reglas para la dirección del espíritu Descartes había definido la intuición como un concepto, pero no como una relación entre conceptos, es decir, como un juicio, y en este sentido había escrito que la intuición era

"un concepto que forma la inteligencia pura y atenta con tanta facilidad y distinción que no queda ninguna duda sobre lo que entendemos"[215].

Así pues el cogito no podía tener carácter intuitivo, en cuanto la intuición se refería a una realidad clara y distinta, es decir, separada de cualquier otra, mientras que la proposición "cogito, ergo sum" hacía referencia no a una sola sino a dos realidades, al hecho de pensar y al hecho de existir, y, por ello, tal proposición, a pesar de la evidencia con que se dedujera su relación, no podía tener carácter intuitivo sino deductivo, en cuanto el pensar y el existir se relacionaban desde la Lógica entendiendo que el primero no podía darse sin el segundo, tal como ya lo había planteado Gómez Pereira en el siglo anterior cuando escribió: "nosco me aliquid noscere, et quidquid noscit, est, ergo ego sum"[216] y tal como comentó Gassendi.

3.2.2. El cogito y el principio de contradicción

Por otra parte, en su análisis acerca de la verdad absoluta del cogito Descartes no fue consciente de que la justificación de dicha proposición implicaba la previa aceptación del principio de contradicción en cuanto la reflexión acerca de la imposibilidad de pensar sin existir implicaba ya el uso de una regla lógica relacionada esencialmente con dicho principio. Y así –como se acaba de ver-, el cogito cartesiano no era una simple intuición sino una deducción, aunque muy simple, en la que se ponían en conexión los conceptos de pensar y existir. Esta deducción podía esquematizarse de acuerdo con su estructura lógica subyacente, mostrando así que decir "es imposible pensar sin existir" presuponía haber comprendido que la existencia de pensamiento o de la duda era contradictoria con la inexistencia de la propia realidad pensante. El proceso cartesiano que culminaba en el "cogito, ergo sum" había comenzado con una primera verdad: "cogito", auténtica primera verdad incluso en cada momento en que se estuviera cuestionado su valor, pues tal cuestionamiento era imposible sin pensar. Y, en segundo lugar, Descartes completaba su deducción con la nueva verdad, "existo", en cuanto ya sobreentendía en la primera parte de su deducción que pensar sin existir era una contradicción, pues el argumento "pienso, luego existo" era necesariamente verdadero porque su negación: "no es verdad que si pienso, entonces existo" habría sido una contradicción.

Este punto de vista fue el que Descartes había defendido en las Reglas para la dirección del espíritu aplicándola a las proposiciones de la Aritmética:

"si digo: cuatro y tres son siete, esta unión es necesaria, pues no podemos concebir distintamente el número siete si no incluimos en él de un modo confuso el número tres y el número cuatro"[217],

pues aquí, sin mencionar el principio de contradicción Descartes venía a considerar que había verdades necesarias en cuanto el sujeto de la proposición correspondiente incluía en su definición el predicado, por lo que su negación habría sido una contradicción, y, así, la necesidad de esta conclusión es clara y distinta no de un modo mágico y misterioso sino en cuanto cumplía con el principio de identidad y, por ello mismo, con el de contradicción.

Del mismo modo, cuando Descartes escribe

"habiendo notado que en todo esto: pienso, luego soy, no hay nada que me asegure que digo la verdad, sino que veo muy claramente que para pensar es necesario ser"[218],

juzga que el criterio de verdad es el de la claridad y distinción con que algo se presenta a la mente, pero no llega plantearse que, en cuanto existe una causa que determina la aparición en la mente de la vivencia de tal "claridad y distinción", es decir, de tal "evidencia", es precisamente esa causa anterior la que debería ser considerada como el auténtico criterio de verdad de ese conocimiento. Es decir, si Descartes afirma que en la proposición pienso, luego existo "no hay nada que me asegure que digo la verdad, sino que veo muy claramente que para pensar es necesario ser", la consecuencia de esta afirmación no debería haber sido que en adelante debería considerar como verdad aquello que se apareciera con la misma evidencia, sino aquello que se le mostrase con la misma necesidad, pues, como el propio Descartes reconoce, la vivencia de la evidencia procedía de la necesidad con que la existencia aparecía unida al pensamiento. Pero, ¿en qué consistía tal necesidad? Al margen de que Descartes no quisiera o no supiera reconocerlo, dicha necesidad provenía simplemente de que la negación de tal unión habría resultado contradictoria. Precisamente en este mismo sentido indicó Hume un siglo después que sólo es demostrable como necesario aquello cuya negación implica una contradicción, situación que se produciría en las proposiciones analíticas, en las que el predicado está contenido por definición en el sujeto, por lo que su negación resultaría contradictoria. Y, en este caso, aunque fuera de manera implícita, en el pensamiento estaba incluida la existencia.

Complementariamente, cuando Descartes escribe:

"por lo mismo que pensaba en dudar de la verdad de las demás cosas se seguía [il suivait] muy evidente y muy ciertamente que yo era"[219],

su utilización de la expresión "il suivait" viene a ser equivalente a "se deducía", aunque parece que Descartes rehuyó esa expresión de forma premeditada para tratar de presentar el cogito como un principio absoluto al margen de cualquier deducción, a pesar de considerar que el hecho de que algo "se siga" o "se deduzca" de otra cosa presupone el uso implícito del principio de contradicción, el cual es en definitiva el auténtico fundamento de la verdad que se descubre. Así, por ejemplo, si se afirma que todos los hombres son mortales y se niega que los chinos sean mortales, se incurre en una contradicción en cuanto se está afirmando y negando a la vez que todos los hombres sean mortales, en cuanto los chinos son una parte de ese conjunto y es la conciencia de tal contradicción la que conduce a la evidencia de la falsedad necesaria de la unión de tales proposiciones contradictorias.

A quienes le objetaron que la verdad del principio de contradicción tendría un carácter anterior al de la verdad del cogito Descartes replicó indicando que él no se basaba en dicho principio sino que la verdad de dicha proposición se le mostraba como evidente de un modo intuitivo, es decir, de un modo racionalmente directo y no por la mediación de algún principio lógico anterior que tuviera que aplicar. Sin embargo, el punto de vista de quienes defendieron la anterioridad del principio de contradicción respecto al de la evidencia era el correcto, teniendo en cuenta de manera especial no sólo la existencia de una causa –y no siempre apropiada – a partir de la cual surge la impresión de evidencia sino además que la evidencia –o la impresión de evidencia– tiene siempre y necesariamente un carácter subjetivo por ser una impresión o una vivencia, lo cual explica que haya evidencias para todos los gustos, de manera que, aunque no haya por qué desecharla como indicio de algo, está muy lejos de ser un criterio suficiente para la aceptación de una determinada proposición como verdadera, y, en cualquier caso, debe ir unida a otros criterios, como el principio de contradicción en el caso de las ciencias formales, y la constatación empírica en el caso de contenidos relacionados con la experiencia[220]Además el punto de vista del pensador francés era erróneo, pues mientras el principio de contradicción se muestra como evidente, son muchas las evidencias que no van más allá de una seguridad puramente subjetiva, como lo demuestra la misma existencia de tantas evidencias contradictorias entre diversas personas o en una misma persona en distintos momentos, como el propio Descartes reconoció respecto a sus propias evidencias. En consecuencia hay que rechazar que haya una equivalencia entre lo evidente y lo verdadero en cuanto hay toda una serie de puntos de vista que mientras para unos son verdades evidentes, para otros son evidentemente absurdos, especialmente en el terreno de la política, en el de las diversas supersticiones, prejuicios y creencias religiosas, y en toda una serie de afirmaciones dogmáticas cuya única y pobre base para considerarlas verdaderas es la consideración de que uno tiene la evidencia o viva impresión de que lo son. ¿Qué valor tiene la "evidencia" de quienes compran determinado billete de lotería porque han soñado en el número al que van a jugar y tienen la absoluta evidencia y seguridad de que va a tocarles?

La vivencia de evidencia –cuando se relaciona con auténticos conocimientos- no funciona de esa forma inmediata e irracional y sin la ayuda de elementos a partir de los cuales se produzca, pues en el caso de las Matemáticas surge como consecuencia de la captación de la necesidad de una determinada tautología, aunque para llegar al "flash" de la vivencia de evidencia previamente haya que realizar un proceso deductivo más o menos largo que de pronto conduzca a la comprensión de la necesidad de tal igualdad. Y en el caso de las ciencias empíricas sucede lo mismo, pero con el factor añadido de la experiencia, que juega un papel tan decisivo como el principio de contradicción en las Matemáticas y en realidad muy similar a dicho principio en cuanto la experiencia sirve para rechazar como falsa cualquier teoría de la que se demuestre su contradicción con la experiencia.

En consecuencia, Descartes hubiera debido buscar unas bases mucho más firmes para asegurarse del valor objetivo de sus diversas evidencias y, en este sentido, hubiera debido valorar el principio de contradicción como una de las condiciones necesarias, aunque no suficientes, para garantizarlas, en lugar de confiar en ellas como garantía suficiente de la verdad de sus contenidos.

Por otra parte, afirmar, como lo hace Descartes, que el principio de contradicción no tiene un valor por sí mismo sino que depende de la omnipotencia divina, implicaría aceptar que en el fondo cualquier razonamiento tendría siempre un carácter arbitrario, pues el principio de contradicción es la regla fundamental sobre la que descansan todos los razonamientos y, por ello, la relativización de dicho principio implicaría la relativización de cualquier razonamiento. Por ello, si el principio de contradicción tuviera un valor relativo, subordinado a la voluntad del dios católico, la pretensión cartesiana de demostrar la existencia de ese dios sería absurda en sí misma, en cuanto en los momentos en que se intentase tal hazaña se estaría concediendo a dicho principio y a los razonamientos utilizados para conseguir tal demostración un valor absoluto para negárselo después, una vez obtenida tal demostración y suponiendo que fuera posible realizarla.

3.2.3. El cogito y la regla de la evidencia

Con respecto a esta primera proposición considerada como verdadera se pregunta Descartes a continuación qué es

"lo que se necesita en una proposición para que sea verdadera y cierta"[221]

y, dejando en segundo plano su referencia al principio de contradicción, que había utilizado de modo implícito para defender la verdad del cogito, concluye que lo que le confirma su verdad es la claridad y distinción –es decir, la evidencia- con que la contempla. Esta conclusión es la que le hace incurrir, con su frivolidad habitual, en el sorprendente círculo vicioso de pretender fundamentar el valor de la evidencia en la verdad del cogito y, al mismo tiempo, tratar de fundamentar la verdad del cogito en la evidencia con que se presentaba a su mente.

En efecto, a partir de esta proposición, Descartes considera que se encuentra ya en posesión de una "regla general" para progresar en el descubrimiento del resto de conocimientos que estén al alcance de la razón humana; se trata de la regla de la evidencia:

"habiendo notado que no hay nada en esto: pienso, luego, existo, que me asegure la verdad, sino que veo muy claramente que para pensar es necesario existir, juzgué que podía tomar como regla general que las cosas que concebimos muy clara y muy distintamente son todas verdaderas"[222].

Pero, de este modo y como era habitual en él, incurrió en un nuevo círculo vicioso, pues, como ya indicó Huet, la regla de la evidencia, que debía haber sido fundamentada a partir del "cogito, ergo sum", se convertía al mismo tiempo en el fundamento incoherente de ese primer conocimiento, de manera que el valor de la evidencia se fundamentaba en la verdad del "cogito", mientras que la verdad del "cogito" se fundamentaba en su carácter evidente. Pero, además, la regla de la evidencia, que debía servir de punto de partida para la fundamentación del método y para la recuperación de todos los conocimientos, planteaba otros problemas insolubles que determinaron que Descartes quedase encerrado en un solipsismo del que le resultó imposible escapar, pues, aunque hubiese podido dar por confirmado el valor de esta regla a partir de la verdad del cogito –como en un primer momento pareció pensar-, sin embargo consideró finalmente que por sí misma no tenía valor suficiente como para demostrar la existencia del mundo y la del propio cuerpo, ni la verdad de cualquier otra proposición, ya que todavía podía sospechar que

"quizá un dios podría haberme dotado de tal naturaleza que yo podría haberme engañado incluso a propósito de cosas que me parecieran máximamente manifiestas […] Estoy obligado a admitir que para él es fácil, si lo quiere, ser causa de mi error, incluso en materias en las que creo disponer de una evidencia muy grande"[223].

Y así, además de tener que solucionar el problema del círculo vicioso existente por lo que se refería a la relación entre la regla de la evidencia y el cogito, tenía que demostrar la existencia de un dios que no fuera engañador para que la regla de la evidencia quedase confirmada en su valor. Pero, al margen del fracaso en que Descartes incurrió en su intento de fundamentar dicha regla, ésta no podía servir como criterio de verdad porque:

a) Toda evidencia es una impresión y toda impresión es subjetiva; por ello toda evidencia es subjetiva; y, por ello, no puede demostrarse que se corresponda con una verdad objetiva a no ser mediante la ayuda del principio de contradicción para las proposiciones analíticas o mediante la ayuda de la experiencia para las sintéticas.

Parece que el propio Descartes se dio cuenta de este problema y que por este motivo se planteó la hipótesis de la existencia de un dios engañador o de un genio maligno –o incluso la del propio dios católico como engañador- que pudieran ser causa de tales evidencias subjetivas, comprendiendo que éstas no garantizaban el valor de un supuesto conocimiento en cuanto la impresión de su evidencia podía no corresponderse con verdades objetivas. Sin embargo, de lo que parece que no se dio cuenta fue de que, una vez introducida la hipótesis del genio maligno o del posible dios engañador, tal hipótesis cerraba el camino a la posibilidad de demostrar cualquier otra verdad en cuanto siempre podía considerarse como un nuevo engaño de aquel hipotético ser embaucador.

b) En segundo lugar, Descartes no comprendió que, aunque esta regla era adecuada y suficiente para el progreso en los diversos conocimientos de carácter meramente formal, como la Lógica y las Matemáticas, compuestos de simples tautologías más o menos complejas pero reducibles a identidades mediante la ayuda del principio de contradicción y otras reglas lógicas, era absolutamente insuficiente para la obtención de conocimientos de carácter material, como los de las diversas ciencias empíricas, cuyo progreso requería no sólo del uso del principio de contradicción sino también del de la experimentación, que debía servir para confirmar o desmentir el valor de los diversos enunciados o deducciones, al margen de que en principio pudieran parecer evidentes al investigador. Y así, a pesar de haber tomado conciencia acerca de la existencia de "falsas evidencias", reconociendo que en el pasado él mismo había tenido como evidentes teorías que en la actualidad veía como erróneas, y que eran muchos quienes tenían por evidente aquello que otros tantos juzgaban como evidentemente falso, de manera inexplicable siguió aceptando el valor de la evidencia como requisito necesario y suficiente para la búsqueda de la verdad.

Y así, uno de los errores de Descartes consistió en no haber comprendido que el éxito de su método en las Matemáticas, que en el fondo se basaba en el uso del principio de contradicción, no podía trasladarse a los conocimientos no formales por no haber introducido en él una regla que incluyese, como en el caso del método de Galileo, la prueba de la verificación –o falsación- experimental. Descartes, en su método, fue incapaz de valorar la esencial importancia de la experiencia, a pesar de que en aquel momento el método experimental de Galileo ya estaba funcionando y dando como resultado el rápido desarrollo de las ciencias experimentales que ha continuado hasta la actualidad. Mediante este método el científico podía interrogar a la Naturaleza para que ésta garantizase o desmintiese el valor de las hipótesis que el investigador construía a fin de comprender las relaciones entre los diversos fenómenos, pues la simple impresión de evidencia, como "firme corazonada" de que algo fuera verdad, no permitía escapar del terreno de la subjetividad y asegurar la verdad de un juicio.

En las Reglas para la dirección del espíritu Descartes, al referirse a la intuición, ligada a la evidencia, no la había definido como una "firme corazonada", sino como

"un concepto que forma la inteligencia"[224],

pero desde el momento en que, aunque se refiriese a la inteligencia, lo que la caracterizaba era el hecho subjetivo de que no se tenía ninguna duda acerca de su verdad, el resultado sólo podía ser el de una seguridad meramente subjetiva, en cuanto no se explicasen los fundamentos objetivos que hubieran podido conducir a la eliminación de cualquier duda acerca de la evidencia y la verdad de tal intuición.

Por otra parte, el pensador francés no podía aplicar el método experimental mientras no lograse escapar de la propia subjetividad en la que él mismo se había encerrado cuando con la duda metódica había negado que la experiencia pudiera ser criterio suficiente para afirmar la existencia independiente de lo experimentado, más allá de la propia subjetividad, pues consideraba que no podía fiarse de los sentidos porque eran engañosos, que siempre podría suceder que estuviera soñando o incluso que un genio maligno provocase en él la creencia en la existencia de una realidad independiente, causante de las propias sensaciones. Pero, por otra parte, hubiera podido aplicar dicho método posteriormente, cuando dio el paso de aceptar la existencia de la "res extensa" como una realidad independiente del sujeto, garantizada por la veracidad del propio Dios, al margen de las críticas que deban hacerse a esta última doctrina. Es cierto que en algunos momentos Descartes intentó servirse de la experimentación, pero, aunque era especialmente apto para las Matemáticas, no parece haberlo sido para la investigación empírica, que exigía un rigor y una capacidad especial de observación para analizar con objetividad los datos empíricos. Pero el pensador francés no estaba especialmente preparado para el uso del método experimental, como queda demostrado, por ejemplo, en su explicación de la circulación sanguínea que llegó a considerar como necesariamente verdadera, a pesar de que era obviamente falsa y a pesar de que la explicación verdadera ya la había expuesto Harvey, cuya obra Descartes conocía, llegando incluso a criticarla en el Discurso del Método, o como queda igualmente demostrado cuando pretendió explicar cómo se relacionaban el alma y el cuerpo, presentando descripciones tan detalladas de esta supuesta relación que parecían que estuviera viendo tal conexión si no fuera porque, dada la supuesta heterogeneidad de tales sustancias, la "res cogitans" y la "res extensa", las descripciones cartesianas sólo podían ser el efecto de intensas alucinaciones o el discurso embaucador de un feriante sin escrúpulos con la pretensión de vender como un tesoro un producto carente de valor. El error del francés se hace más patente cuando se recuerda que su crítica a Galileo se relacionaba con el hecho de que el gran científico pisano se centraba en la explicación de fenómenos físicos inicialmente simples para encontrar la ley que describía su funcionamiento y su relación con otros fenómenos mediante el apoyo constante de la experimentación, pero sin tratar de alcanzar un sólido sistema deductivo en el que todos los fenómenos encajasen. En este sentido, Descartes, con su engreimiento y frivolidad habitual, no tuvo inconveniente en criticar el método de Galileo diciendo:

"Me parece que falla mucho porque hace continuamente digresiones y no se detiene a explicar completamente una materia, lo que muestra que no las ha examinado por orden y que sin haber considerado las primeras causas de la naturaleza sólo ha investigado las razones de algunos efectos particulares y así ha construido sin fundamento"[225].

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