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René Descartes, hijo póstumo del fideísmo medieval (página 14)


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Esta respuesta es sorprendentemente lamentable. Descartes parece haberse confundido de público, de manera que en lugar de escribir meditaciones filosóficas este escribiendo meditaciones teológicas y místicas pues esa referencia a lo "sobrenatural" y a la "luz de la gracia" podría resultar muy poético y sugerente, pero está a millones de años luz de lo que podría considerarse como un discurso racional. Por otra parte, es igualmente deplorable en cuanto incurre en un nuevo círculo vicioso al proclamar que la razón formal por la que se pueden afirmar los contenidos oscuros de la fe consiste en que "Dios nos ilumina de un modo sobrenatural" para que tales contenidos puedan ser afirmados. Sin embargo, el "teólogo" francés no explica qué proceso místico le ha conducido a tal iluminación sobrenatural o cómo ha llegado al conocimiento de que otros hayan llegado, pues, si eso hubiera sucedido, la voluntad habría tenido bases suficientes para pronunciarse sin necesidad de recurrir a la fe, pero ya se sabe que en el terreno de las creencias religiosas siempre se recurre a seguridades meramente subjetivas que nada aportan al conocimiento, pero sí al dogmatismo, al fanatismo y a la intolerancia contra quienes pretenden conseguir algo de claridad acerca de estos asuntos pretendidamente sobrenaturales a los que solo unos pocos escogidos tendrían un privilegiado acceso.

En los Principios de la Filosofía Descartes vuelve a expresarse de un modo ingenuamente dogmático, que para nada se corresponde con lo que debería ser la actitud de un filósofo, sino sólo con la de un obispo o con la del lacayo de un obispo, como lo fue en muchas ocasiones la actitud del "teólogo" francés, tal como se muestra en el siguiente texto, en el que defiende el "deber de creer" en doctrinas que exceden el alcance de la razón, dando como supuesto que han sido reveladas por Dios:

"Se deben creer todas las cosas reveladas por Dios, por más que excedan nuestro alcance"[439].

En otros momentos se pronuncia en un sentido idéntico al del texto anterior e idéntico al de Tomás de Aquino cuando escribe:

"que sea evidentísimo que las cosas reveladas por Dios deben ser creídas y que debe preferirse la luz de la gracia a la luz de la naturaleza no puede ser motivo de duda o asombro para nadie que verdaderamente tenga fe católica"[440].

Es verdad, por otra parte, que, si se analizan estos textos de manera algo minuciosa, podría considerarse que no dicen nada criticable en cuanto simplemente proclaman que "las cosas reveladas por Dios deben ser creídas", sin especificar si realmente hay cosas reveladas por Dios. Y, si con esta puntualización no es suficiente, hay que tener en cuenta que se refiere a quien "tenga la fe católica", cuyas implicaciones estarían reflejadas en las palabras anteriores.

Ahora bien, en cuanto Descartes esté afirmando de forma dogmática, como así parece, que en efecto hay un dios, el dios católico, que ha revelado determinadas doctrinas, en tal caso incurre en un dogmatismo fideísta simplemente irracional, lógicamente motivado por el temor a la jerarquía católica, pero también y de manera muy especial por su deseo de servir fielmente a los intereses de esa jerarquía en espera de reciprocidad.

Más adelante, en una carta al marqués de Newcastle, Descartes vuelve a tratar del tema de la fe del siguiente modo:

"todos los conocimientos que podemos tener de Dios sin milagro en esta vida descienden del razonamiento y del progreso de nuestro discurso, que los deduce de los principios de la fe, que es oscura, o proceden de las ideas y de las nociones naturales que hay en nosotros, que, por claras que sean, son groseras y confusas respecto de asunto tan alto. De manera que el conocimiento que tenemos o adquirimos por el camino de la razón conserva, en primer término, las tinieblas de que fue sacado y, además, la incertidumbre que experimentamos en todos nuestros razonamientos"[441].

Lo más llamativo de este escrito es que en él, cuando el autor habla acerca de las condiciones para la aceptación de cualquier doctrina o teoría como auténtico conocimiento, se acepta la existencia de dos aspectos por los cuales la fe estaría en contradicción con los propios puntos de vista cartesianos. Pues, cuando dice que el "progreso de nuestro discurso […] deduce [los conocimientos] de los principios de la fe, que es oscura", reconoce que por muy exactas y perfectas que sean las deducciones efectuadas a partir de tales "principios de la fe", en cuanto ésta es "oscura", las implicaciones últimas de tales principios serán tan oscuras como lo eran esos principios. Y así lo reconoce el propio pensador cuando escribe a continuación que "el conocimiento que tenemos o adquirimos por el camino de la razón conserva […] las tinieblas de que fue sacado". La pregunta que surge a continuación es: ¿Cómo se puede seguir hablando de "conocimiento" en relación con unos contenidos de los que se considera que su fundamento es "oscuro" o que "conserva […] las tinieblas de que fue sacado?

A pesar de que estos escritos pertenecen a momentos avanzados de la vida de Descartes, conviene no olvidar que en el fondo su actitud respecto a estas "verdades de fe" fue la misma que había tenido desde el principio, aunque pudo intensificarse en esos últimos años de su vida como consecuencia de su constante relación con diversos representantes del clero católico y como consecuencia de otros factores personales, relacionados por ejemplo con el amargo final de sus discusiones con los teólogos protestantes holandeses.

6.2. La perspectiva sobre la religión

Desde un punto de vista teórico Descartes pretendió ser fiel a las doctrinas de la jerarquía católica y, en líneas generales, lo fue hasta el punto de intentar demostrar en ocasiones algunas de ellas. Sin embargo, en algún momento se atrevió a pensar de un modo más independiente y eso le condujo a defender doctrinas menos ortodoxas que llegaron a rozar la herejía.

6.2.1. Ortodoxia

Por lo que se refiere a la dogmática católica, inundada de tantos absurdos, resulta sorprendente que Descartes la aceptase con tanta facilidad y sin plantearle apenas objeciones. La única explicación de este hecho parece que se relaciona con una actitud de sumisión instintiva al inmenso poder de la jerarquía católica ejercido cruelmente contra toda forma de pensamiento que pudiera ser discordante respecto a sus propias doctrinas. Y, como a Descartes le importaba su propio prestigio en la sociedad en que le tocó vivir más que la búsqueda de la verdad en un terreno tan delicado como el religioso, ello determinó posiblemente que estableciese los límites dentro de los cuales poder pensar, discutir y escribir libremente, dejando al margen de dichos límites todo –o casi todo- lo concerniente a la religión, como el propio pensador declaró en el Discurso del método.

A pesar de todo, más que el hecho de que Descartes no discutiera la absurda dogmática católica, en cuanto era realmente peligroso hacerlo, lo que llama la atención es que llegase a defender de un modo explícito doctrinas realmente deplorables y en ningún caso asumibles desde la racionalidad. Y, en cuanto es difícil aceptar que Descartes no alcanzase a comprender la contradicción de tantas doctrinas del cristianismo, una explicación de su actitud, como ya se ha indicado, consiste en la de que, llevado de su propio instinto de conservación, renunciase a sumergirse en el terreno peligroso del análisis crítico de las doctrinas teológicas y decidiese construir su propio pensamiento, partiendo de su aceptación acrítica. Tal actitud no era la más propia de un auténtico buscador de la verdad, pero tanto su vida como su producción filosófica parecen congruentes con esta explicación.

A esto hay que añadir que la actitud cartesiana en torno a las doctrinas de la Iglesia Católica en algunas ocasiones fue más allá de la aceptación de sus doctrinas y no se conformó con ser prudente sometiendo todas sus ideas a la autoridad de la Iglesia en lo en que pudiera estar equivocado, sino que llegó a internarse en este terreno de modo innecesario en apoyo de estas doctrinas y lo hizo de un modo tan deplorable que su actitud conduce a pensar que este pensador, en lugar de ser considerado como "el padre de la filosofía moderna", debería haber sido considerado como uno hijo póstumo del fideísmo medieval.

En este sentido y como ejemplo de esta actitud de interesada sumisión a la jerarquía católica, Descartes habló de dogmas de fe con toda la naturalidad del mundo, como si se tratase de verdades evidentes. Así, por lo que se refiere al tema de la creación, trató de justificar el dogma correspondiente a partir de la omnipotencia divina preguntando:

"¿de qué serviría la infinita potencia de ese imaginario infinito, si nunca pudiera crear nada?"[442].

La pereza mental del momento y su rendición incondicional a la dogmática católica le impidió plantearse otra pregunta: ¿qué necesidad podía tener un ser infinito y perfecto en cualquiera de los sentidos de crear nada? Alguien podría quizá contestar: "No lo creó porque lo necesitase, sino porque quiso". Pero igualmente se le podría responder: "Necesitar y querer son el fondo una misma cosa, pues sólo se quiere lo que se echa en falta, algo de lo que se carece, algo que de algún modo se siente una necesidad, pero, por definición, un ser perfecto no carece de nada, y, por ello mismo, no puede querer nada, por lo que suponer que haya querido crear el mundo sólo tiene sentido desde una visión antropomórfica de lo que podría ser un dios, pero ni siquiera desde lo que sería una consecuencia de aquel constitutivo formal de dios, como "ipsum esse subsistens", del que hablaba Tomás de Aquino, pues un ser infinito y perfecto en todos los sentidos sería tan autosuficiente que no haría absolutamente nada, a pesar de que Descartes opone que, dado su poder infinito, sería muy extraño que no lo utilizase… Sí, muy extraño, pero mucho más extraño que un dios que todo lo programa y todo lo controla, juzgue, premie, castigue a sus juguetes como si fueran responsables de los actos para los que él mismo les habría programado y que además realice la comedia de encarnarse en un hombre para sufrir y morir para conseguir que su padre renuncie a la venganza del castigo y perdone al hombre sus pecados, como si, al margen de esa comedia, para la concesión del perdón fuera insuficiente su supuesta misericordia infinita.

En relación con esta cuestión, Descartes acepta igualmente sin discusión de ninguna clase el dogma de la "Encarnación", el dogma central del cristianismo según el cual Dios se hizo hombre para ser sacrificado en una cruz y pagar de ese modo por el pecado original del que, por cierto, no se dice ni una sola palabra en el Génesis, por lo que es uno de los inventos originales del Nuevo Testamento. El pensador francés menciona ese dogma en una carta a Chanut, haciendo referencia al amor que el hombre debe sentir hacia ese Dios por el hecho de que Dios se haya hecho uno más con nosotros y haya pagado por los pecados del hombre con el sacrificio de su muerte. Dice el "teólogo" francés:

"…no me asombra que algunos filósofos estén convencidos de que sólo la religión cristiana nos hace capaces de amar a Dios al enseñarnos el misterio de la Encarnación con el que Dios se rebajó hasta hacerse semejante a nosotros"[443].

Como era comprensible hasta cierto punto, Descartes no se detuvo a analizar si tenía algún sentido la idea de un dios que se hiciera hombre, si tenía sentido la idea de que tuviera que sacrificarse en una cruz, que tal sacrificio fuera el instrumento necesario para perdonar al hombre, que hubiera algo de lo que tuviera que perdonar a los hombres, que el dios católico no pudiera perdonar sin necesidad de ninguna comedia especial como la de su encarnación y muerte para "pagar por los pecados del hombre", como si tuviera algún sentido un perdón que no fuera gratuito.

Toda esa serie de ideas absurdas se podían rebatir con la simple consideración de que un ser omnipotente puede lograr directamente y sin mediación de nada todo aquello que pueda conseguirse a través de la mediación de cualquier instrumento. Y, en este sentido, la idea de un Dios que se hace hombre a fin de sacrificarse y obtener así el perdón para los hombres se convierte en un mito sádico y relacionado en el fondo con la Ley del Talión, que deja de tener sentido desde el momen-to en que se considere que una consecuencia de la supuesta misericordia infinita de ese dios sería la de que concedería su perdón al hombre –si es que tenía algo de qué perdonarle- sin necesidad de tanta historia.

La referencia de Descartes a la importante doctrina católica relacionada con el amor a Dios por parte del hombre, a pesar de ser una doctrina muy importante en el cristianismo, tampoco parece tener otro sentido que el que le da el hecho de que quienes practican esa religión tienen un concepto antropomórfico de ese dios y consideran que su amor a él será correspondido hasta el punto de que será compensado con la eterna felicidad en una vida igualmente eterna. Pero, por añadir una ligera crítica a esta doctrina, es ciertamente difícil entender la idea de un dios, amor infinito, que mantenga al ser humano en unas condiciones de vida lamentables, sometido al dolor y a todo tipo de enfermedades, hambre y sufrimientos, hasta que llegue el momento en que se le ocurra permitirle gozar de esa felicidad eterna. ¿Tendría sentido que un padre mantuviera encerrado a su hijo sin comer y pasando toda clase de penalidades hasta que finalmente se le ocurriera dejarle disfrutar de la vida? ¿Qué otra cosa es la vida humana terrena en comparación con esa otra vida en la que todo sería felicidad sin mezcla de sufrimiento alguno? Desde la doctrina católica, cuando no se dispone de respuestas para estas preguntas tan simples, siempre se recurre a la idea de que se trata de un "misterio" y de que hay que ser humilde y someter la propia razón a los dogmas que la jerarquía católica establece, por muy contradictorios que sean.

Estos dogmas y creencias, tan irracionales y antropomórficos, fueron los que ocuparon la mente y la pluma del pensador francés para ganarse los favores de la jerarquía católica y para poder sobrevivir con cierto sentimiento de tranquilidad en aquellos tiempos en los que el poder de la iglesia católica no se limitaba al de las simples excomuniones sino que trataba de colaborar para el cumplimiento de los designios de su dios, enviándole con diligencia a los herejes para que fueran juzgados y condenados al fuego eterno.

6.2.2. Heterodoxia

A pesar de la preocupación cartesiana por mantenerse fiel a la ortodoxia católica, en algunas ocasiones la tendencia espontánea de su discurso racional le llevó a defender alguna doctrina que se alejaba de esa línea de pensamiento. En este sentido tiene interés reflejar su punto de vista acerca de la oración y su pretensión de demostrar algunos dogmas de fe, lo cual era contradictorio con el concepto de dogma o misterio; finalmente, hay que señalar que en algunos casos su racionalidad le condujo al rechazo de algún dogma de la fe católica, aunque manteniendo sus opiniones de manera privada.

1) Críticas al sentido tradicional de la oración

Por lo que se refiere al tema de la oración, el punto de vista cartesiano, siendo coherente en líneas generales con el concepto católico de dios, criticó el sentido que tradicionalmente ha tenido y sigue teniendo la oración en el cristianismo como petición a Dios de determinados bienes. En este punto, la jerarquía católica ha sabido encontrar en la oración un enorme filón económico para seguir llenando de manera compulsiva las arcas del Vaticano, las de algunas sucursales distribuidas por diversos lugares del planeta y las de los comerciantes que instalan sus negocios en torno a los "santos lugares" como Jerusalén, Lourdes, Fátima, Roma o Santiago de Compostela, donde acuden los fieles confiando en que su dios o alguno de sus más allegados, como María o algún otro personaje bíblico o moderno, les concederán sus peticiones como satisfacción por sus peregrinaciones, donativos y oraciones.

En relación con esta cuestión Descartes escribió:

"cuando [la teología] nos obliga a orar a Dios no es para que le enseñemos cuáles son nuestras necesidades ni para que tratemos de impetrarle que cambie algo en el orden establecido desde toda la eternidad por su providencia: una y otra conducta sería reprensible, sino sólo para que obtengamos lo que ha querido desde toda la eternidad que obtuviéramos mediante nuestras plegarias"[444].

Tenía razón en sus críticas a estas formas de oración, pero no la tenía en la defensa de que la oración pudiera tener algún sentido, como lo sería el de que "obtengamos lo que [Dios] ha querido desde toda la eternidad que obtuviéramos mediante nuestras plegarias", lo cual seguía siendo ridículo en cuanto Descartes olvidaba aquí que

a) en cuanto ese dios, como consecuencia de su omnipotencia y de su infinita bondad, siempre haría lo mejor, no tenía sentido la actitud antropomórfica de pretender recordarle o pedirle que lo hiciera;

b) en cuanto tenía mucho menos sentido pedirle que hiciera algo distinto de lo mejor.

Era muy difícil que Descartes llevase a sus últimas consecuencias la idea de que, habiendo predeterminado ese dios la marcha del Universo hasta en sus detalles ínfimos, la oración pudiera tener sentido alguno. Y considerar que la oración pudiera servir para que ese dios concediera al hombre lo que había decidido concederle como consecuencia de sus oraciones era una solución absurda que hacía de-pender las decisiones divinas de las oraciones del hombre, pues si ese dios siempre hacía lo mejor, esto no podía depender de que el hombre lo pidiera o lo dejara de pedir, y, por ello, las acciones divinas debían ser las mismas, con independencia de que el hombre se lo pidiera o no. Es decir, en cuanto ese dios hacía siempre lo mejor, la oración no podía determinar que hiciera algo distinto de lo que tenía planificado como si el hecho de que el hombre se lo pidiera pudiera determinar que lo mejor dejara de ser lo que era para ser algo distinto. La oración tendría un carácter tan antropomórfico como lo tendría la actitud de quien entendiera a ese dios como un padre que espera a que su hijo le suplique la comida para dársela, olvidando que, en cuanto la comida fuera buena para el hijo, el padre se la daría sin condición de ninguna clase, y que, en cuanto no lo fuera, aunque se la pidiera no se la daría.

No obstante, aunque desde el punto de vista simplemente teórico no parecía nada difícil llegar comprender el carácter simplemente antropomórfico de la oración, teniendo en cuenta las graves consecuencias que habrían derivado de que Descartes hubiera defendido públicamente un punto de vista como éste, resulta comprensible que no tratase de profundizar demasiado en esta cuestión.

En relación con este punto, Descartes hace referencia en otro momento a la doctrina católica particular, que va unida a toda una serie de actos litúrgicos en los cuales se habla de la "gloria" de su dios y se le rinde pleitesía como si se tratase al menos de un faraón egipcio. Sin embargo, Descartes no se atreve o no se plantea profundizar en el tema sino que sólo lo menciona de pasada, aceptando la doctrina de que "todas las cosas han sido creadas para gloria de Dios", pero defendiendo, sin avanzar más lejos, que ese dios debió de tener otro fin al crear el Universo, tal como lo indica cuando escribe:

"aunque es verdadero […] que todas las cosas han sido creadas para gloria de Dios sería, sin embargo, pueril y absurdo si alguien afirmara en Metafísica que Dios, como un hombre muy soberbio, no ha tenido otro fin al crear el universo que el de ser alabado por los hombres"[445]

En este punto Descartes tiene en principio la prudencia de aceptar que, en efecto, "todas las cosas han sido creadas para gloria de Dios", pero luego tiene también la inocente valentía de considerar absurdo que ese dios "como un hombre muy soberbio, no [hubiera] tenido otro fin al crear el universo que el de ser alabado por los hombres", aunque no se atreve a profundizar hasta el punto de señalar qué valor podría tener que los creyentes fueran a la iglesia a alabar a su dios, como si estuvieran tratando con un ser humano especialmente necesitado de autoestima a quien cualquier manifestación acerca de sus valores pudiera ayudarle en algo para salir de un estado depresivo. ¿Para qué iba a necesitar ese dios de las alabanzas de los hombres? ¿Acaso desconocía su propio poder y necesitaba de esas alabanzas? De nuevo, pues, más antropomorfismo, y el pensador francés sin enterarse.

En definitiva, parece que la referencia a la "gloria de Dios" o al hecho de "ser alabado por los hombres" no es otra cosa que una forma de ese antropomorfismo que Descartes se atreve a mencionar cuando habla de "un hombre muy soberbio". Pues, efectivamente, no tiene ningún sentido la idea de que un supuesto Ser Perfecto pudiera sentir satisfacción alguna causada por el ser humano, supuesta creación suya, programado de manera ridícula para adorarle y para cantarle "Gloria in excelsis Deo" en cuanto lo que haría no sería otra cosa que cumplir con aquello para lo que había sido programado. A estas consideraciones puede añadirse la de que los sentimientos de un ser inmutable, suponiendo que esta expresión pudiera tener algún sentido, que no lo tiene, no podrían cambiar como consecuencia de las alabanzas humanas: La consideración según la cual ese dios pudiera sentirse más o menos feliz, o más o menos satisfecho, dependiendo su estado de ánimo de que los hombres le adorasen o le despreciasen es contradictoria con las cualidades de su inmutabilidad y de su omnipotencia y responde, si acaso al ingenuo orgullo de quienes creen en religiones como la católica en las que su dios está siempre pendiente de ellos como si no tuviera algo más agradable que hacer, en el caso de que tuviera sentido que ese dios hiciera algo.

Lo absurdo de esas alabanzas al dios católico puede verse más fácilmente todavía si se tiene en cuenta lo ridícula que resultaba la madrastra de Blancanieves con su espejito mágico al que cada mañana le preguntaba quién era la más guapa del mundo. ¿Qué satisfacción podría producir la respuesta del espejito en una persona normal? Pues, por ello mismo, ¿qué satisfacción podría sentir un Ser Perfecto por las alabanzas que él mismo hubiera programado recibir de los seres humanos? Así que este aspecto tan ridículo de la religión no es otra cosa que antropomorfismo puro, del que están llenas todas las religiones, aunque muy útil para la recaudación de las limosnas y donaciones "ofrecidas" a Dios, aunque luego se lo queden los curas y cardenales, como ya sucedía en el Antiguo Testamento con los bienes que se quedaban los sacerdotes judíos.

2) A diferencia de Ockham, que criticó diversas doctrinas tomistas defendiendo la separación entre la fe y el conocimiento, Descartes tuvo la pretensión de demostrar la verdad de algún dogma de fe, a pesar de que la jerarquía católica afirmaba que se encontraban por encima de la razón humana, como sucedió con el misterio de la transustanciación en relación con el cual en 1638 el "teólogo" francés había intentado dar una explicación, comentando al padre Vatier que

"especialmente la transubstanciación, que los calvinistas consideran como imposible de explicar con la filosofía ordinaria, es muy fácil con la mía"[446].

Respecto a otros dogmas, como los del pecado original o el de la existencia del Infierno, según indica Watson, Descartes negó el primero y "en una carta dirigida a Huygens el 10 de octubre de 1642, también parecía negar el infierno"[447]. No obstante, respecto a este último dogma de fe, en otra carta posterior al embajador Chanut en la que Descartes se mostraba especialmente piadoso, reconoció de manera indirecta su aceptación de esta doctrina:

"aunque algunos se deleitan haciendo daño a los demás, me parece que la voluptuosidad que sienten se asemeja a la de los demonios que, como dice nuestra religión, no dejan de estar condenados porque crean estarse vengando continuamente de Dios al atormentar a los hombres en los infiernos"[448].

También es verdad que el valor representativo de esta carta como expresión de las creencias religiosas de Descartes puede ponerse en cuestión si se tiene en cuenta que en aquellos años parecía actuar de un modo especialmente calculador a fin de ganarse la estima e incluso la compasión del embajador Chanut, especialmente religioso, a fin de que éste le pusiera en contacto con la reina Cristina de Suecia.

En principio resulta bastante patético que el teórico padre del racionalismo moderno llegase a plasmar en esta carta su creencia en los demonios, la libertad de éstos para dañar a los hombres y su voluptuosidad por realizar tales acciones. Es decir, sería realmente patético que Descartes hubiera podido llegar a creer en la verdad de la contradicción de que un ser infinitamente bueno castigase a un fuego eterno tanto a una serie de ángeles como a una parte importantísima de la humanidad a cuyo sufrimiento contribuirían estos ángeles condenados; que no pudiera o no quisiera controlar las acciones maléficas de los demonios contra los hombres; y que, encima, les permitiera disfrutar voluptuosamente con su crueldad.

Sin embargo, habría una explicación para la defensa de estas doctrinas tan absurdas. La explicación de esta serie de dislates parece que podría consistir, como se ha dicho, en que Descartes estuviera jugando a convencer a Chanut de su beateril religiosidad para ganarse su amistad al presentarse como un hombre muy piadoso y para que la reina Cristina llegase a conocerle desde esta perspectiva, como de hecho sucedió poco tiempo después.

Por lo que se refiere al misterio de la Trinidad seguramente sintió la tentación de explicarlo, pero con calculada prudencia simplemente le dijo a Mersenne que era una cuestión de fe y no una cuestión acerca de la cual la razón humana pudiera alcanzar una explicación. Y así, para salir de esta dificultad, se acogió a la autoridad de Tomás de Aquino diciendo:

"En cuanto al misterio de la Trinidad, juzgo con Santo Tomás que pertenece puramente a la fe y no se puede conocer por la luz natural"[449]

3) Por otra parte tuvo el atrevimiento de afirmar, como un conocimiento evidente al que había llegado, la existencia del alma, concepto religioso que él pretendió demostrar racionalmente como equivalente e la res cogitans, dotada curiosamente de las mismas cualidades del alma de esa religión, como en especial a de la inmaterialidad. Tuvo también la osadía de pretender explicar cómo se relacionaba con el cuerpo y, como era de esperar, sólo se le ocurrió la absurda explicación de encontrarle un lugar en el cerebro, tratándola de este modo como res extensa. Y finalmente e incluso pretendió igualmente demostrar su supuesto carácter inmortal, de acuerdo con la dogmática católica, tanto en el Discurso del método como en las Meditaciones metafísicas, hasta el punto de llegar a afirmar dicha inmortalidad como si realmente la hubiera demostrado:

-"…puesto que no vemos otras causas que la destruyan, nos inclinaremos naturalmente a juzgar por todo esto que es inmortal"[450].

-"De donde se sigue que el cuerpo humano puede fácilmente perecer, pero que el espíritu o el alma del hombre […] es por su naturaleza inmortal"[451].

Pero, esa serie de especulaciones eran simplemente gratuitas y no tenían nada que ver con el conocimiento, aunque sí con doctrinas religiosas del cristianismo con las que a Descartes le venía bien entretenerse para ganarse el favor de la jerarquía católica y compensar con tales elucubraciones las posibles doctrinas heterodoxas o simples puntos de vista personales que pudieran desagradar a las autoridades eclesiásticas.

4) Precisamente en relación con tales doctrinas heterodoxas, tiene interés hacer mención de una carta especialmente "devota", escrita al embajador Chanut, donde llegó a defender una doctrina emanantista del alma, según la cual comentaba a Chanut:

"estimo que el camino que debemos seguir para llegar al amor de Dios es pensar que es un espíritu puro o un ente que piensa, con lo que, ya que la naturaleza de nuestra alma tiene cierto parecido con la suya, nos convenceremos de que ésta es emanación de su suprema inteligencia"[452].

Como se trataba de una carta particular, Descartes debió de calcular que no habría ningún peligro en manifestar un punto de vista tan alejado de la ortodoxia católica, pero es evidente que existe una diferencia radical entre los conceptos de creación y emanación. La creación hace referencia a la formación directa de un ser a partir de la omnipotencia de un dios que podría hacer algo a partir de nada, mientras que la emanación, como indica el propio texto del pensador francés, es la difusión de un ser que se manifiesta en otras realidades que siguen guardando una estrecha relación o incluso unión con el ser originario del que proceden. Y por ello las doctrinas emanantistas tienen generalmente un carácter panteístas, según las cuales dios sería como el Sol, mientras que sus rayos serían sus "emanaciones", que, a la vez que procedían de él, seguían formando parte de él. Esta doctrina le servía a Descartes para intentar hacer sentir a Chanut la íntima unión en que se encontraba con él por ser ambos una manifestación de esa unidad suprema de la que formaban parte. Y, a partir de la comunicación de un sentimiento como ese, Descartes debió de pensar que le sería más fácil conseguir que el embajador Chanut tratase de ayudarle a conseguir sus objetivos relacionados con aquel viaje a la corte sueca. Es decir, que no parece que Descartes defendiera seriamente una doctrina tan herética como el emanantismo, pero, como la jerarquía católica hablaba también de algo parecido, al menos cuando utiliza expresiones como la de "el cuerpo místico de Cristo", referido a la iglesia católica, y como al pensador francés podía serle útil defender en esa ocasión concreta una doctrina como ésa, en cuanto podía impactar positivamente a Chanut respecto a su religiosidad, no tuvo ningún inconveniente en manifestarse ante Chanut como una especie de místico que compartía con él sus ideales y emociones religiosos.

Todo lo dicho respecto a las causas de la defensa cartesiana del emanantismo es una especulación nada más, pero es lo que sugiere al autor de este trabajo la reflexión sobre tantos aspectos de la vida del pensador francés y, entre otras cosas, de su tendencia a la manipulación de personas para conseguir sus propios intereses, tal como ya se ha comentado en la segunda parte de este trabajo.

Respecto al libre albedrío, doctrina imprescindible para montar sobre ella los conceptos de responsabilidad, mérito y culpa, Descartes trató esta cuestión con una frivolidad asombrosa, como se ha podido comprobar en el apartado correspondiente de este trabajo, hasta el punto de haber llegado a defender el intelectualismo socrático sin ser consciente de que esa defensa implicaba un punto de vista determinista y, en consecuencia, una negación de la doctrina religiosa del "libre albedrío" y hasta el punto de haber defendido un concepto de libertad que representaba una limitación de la supuesta omnipotencia divina.

6.3. La ambigua religiosidad de Descartes

6.3.1. El enfoque hagiográfico de Rodis-Lewis sobre Descartes.

A lo largo de su biografía sobre Descartes, Rodis-Lewis, siguiendo la estela de A. Baillet, dedica diversos párrafo de su obra a manifestar su admiración por la religiosidad piadosa de Descartes y por su ciega aceptación de la fe católica, diciendo de él, entre otras cosas, que "sin pretender explicarlos, se inclina ante los misterios de la creación ex nihilo y del Hombre-Dios (AT X, p. 218) y que conserva "la religión en la que Dios le ha concedido la gracia instruirlo desde su infancia" (DM, 3ª parte)"[453], asumiendo como propias las declaraciones del pensador francés en el sentido de que efectivamente fue el dios católico quien le concedió la gracia de ser instruido en dicha religión. En esta misma línea interpretativa y en relación con su pensamiento, afirma que

a) para el pensador francés "la filosofía es el punto de apoyo de una creencia recibida en la infancia, y establece sus bases sólidamente", como si Descartes se hubiera preocupado de manera especial por fundamentar las bases de la doctrina católica, proyectando, al parecer, en tal punto de vista su propio interés de que así hubiera sido, en cuanto ella parece defender esas mismas doctrinas.

Pero, frente a esta interpretación, hay que decir que, después de haber analizado la vida y la obra cartesiana, parece que el pensador francés no estuvo preocupado en ningún momento por cuestiones religiosas por el interés intrínseco de tales cuestiones sino que, si se ocupó de ellas, no fue por otro motivo que por su interés personal en aumentar su prestigio como pensador en un ámbito básicamente católico, en donde era fundamental contar con el apoyo de la jerarquía católica o por lo menos no escribir nada que pudiera parecer una oposición o la más ligera crítica a sus doctrinas. Descartes tenía miedo a la jerarquía católica y por ello intentó matar dos pájaros de un tiro: Por una parte, liberarse de su temor, y, por otra, que la propia jerarquía católica aprobase y defendiera la utilidad de sus escritos como un apoyo de sus doctrinas teológicas desde el campo de la Filosofía.

b) que "Descartes reconoce que la fe completa el saber racional", expresión que lleva consigo el mensaje de que la fe es ya por sí misma una forma de conocimiento, lo cual es evidentemente falso.

En este punto Rodis-Lewis se coloca en una línea parecida a la de la Escolástica en la que la Filosofía se definía como "sierva de la Teología": "Philosophia, ancilla Theologiae", y sitúa a Descartes en esa misma línea de continuidad con respecto al pensamiento de Agustín de Hipona y de Tomás de Aquino, a pesar de que lo que Descartes pretendía era reconstruir unitariamente el edificio de la Filosofía y de la Ciencia, al margen de que, por el adoctrinamiento cristiano recibido y por las circunstancias sociales y políticas en que vivió, no fuera capaz de liberarse de su fuerte dependencia de las doctrinas y de la teología católica. Rodis-Lewis parece desconocer que la fe no puede considerarse en ningún caso como conocimiento, por lo que la Filosofía no podía ser complemento de la fe ni viceversa sino, siendo el conocimiento lo que debería sustituirla a medida que avanzase en aquellos aspectos en los que se había pretendido suplir la ignorancia humana con toda clase de supersticiones y de dogmas absurdos, aprovechando la credulidad y la necesidad humana de obtener respuesta a sus preguntas sobre los diversos aspectos oscuros de la realidad. Rodis-Lewis parece desconocer igualmente el fenómeno según el cual el aumento del conocimiento suele ir acompañado de una disminución de la fe, en cuanto los misterios y dogmas religiosos se muestran como absurdos y en cuanto la misma doctrina de la fe, entendida como ciega afirmación de una doctrina de la que se desconoce que sea verdadera, deja paso a una postura más crítica y veraz, que afirma o niega cuando sabe, y que se abstiene de juicio cuando ignora.

c) que "el alma escapa del cuerpo cuando éste sufre una avería que le impide funcionar, sin ser ella misma causa de su muerte: su suerte es por tanto independiente"[454].

Por el modo de estar escrita esta afirmación parece ser compartida y defendida por Rodis-Lewis, por lo que no presenta ningún comentario crítico a esta antigua doctrina mítica asumida por las actuales religiones monoteístas no por su verdad sino por su utilidad para sus propios montajes económico-religiosos.

d) Finalmente, cuando Descartes va a Italia en 1623 por motivos relacionados con la compra del cargo de "comisionado general" que finalmente no efectuó y que hubiera significado un cambio radical en su vida, Rodis-Lewis comenta que en ese viaje hubo cierta intencionalidad religiosa relacionada con sus famosos sueños de los que se ha puesto en duda incluso su propia existencia, en cuanto pudieron ser una broma del propio pensador en sus años de juventud, al margen de lo que creyese e interpretase su primer biógrafo A. Baillet.

Sin embargo, Rodis-Lewis presenta como un hecho incontro-vertible que los sueños fueron reales tal y como los refleja Baillet, y que una de las finalidades del joven Descartes en su viaje a Italia en el año 1623 fue la de "celebrar piadosamente el aniversario de los sueños de 1619"[455]. Rodis-Lewis parece haber trabajado y haberse documentado mucho para escribir su obra sobre Descartes, pero, como biógrafa parece que es demasiado atrevida cuando introduce una referencia a la intencionalidad "piadosa" de ese viaje, así como en los momentos en los que habla en general de la religiosidad de Descartes, proyectando en el pensador francés lo que posiblemente sólo se corresponda con sus propios deseos y creencias.

6.3.2. La importancia de la religión en la vida de Descartes

Al margen de que las palabras y de que los escritos de Descartes fueran sinceros o interesados según los casos, es un hecho que la religión católica y la idea de Dios jugaron un papel primordial en su filosofía, hasta el punto de que sin el recurso a la divinidad no hubiera podido escapar del solipsismo representado por la verdad cogito ergo sum –y al margen de que su recurso a la divinidad ya implicaba incurrir en contradicción consigo mismo en cuanto, si la hipótesis del genio maligno tenía sentido, en tal caso la pretensión de que sus diversas "demostraciones" de la existencia de Dios tuvieran alguna consistencia implicaba rechazar que su evidencia pudiera haber sido una simple broma del genio maligno para hacerle creer que había demostrado la existencia del dios católico.

a) Descartes, como era lógico, asumió la religión católica de modo incuestionable como consecuencia del largo e intenso adoctrinamiento recibido durante su infancia y su juventud, pasados en el colegio de los jesuitas de La Flèche. A partir de tal aceptación acrítica de las doctrinas católicas y habiendo conocido durante su juventud el enorme poder de esta organización, cuando escribió el Discurso del método temió con razón tomarse la libertad de incluir las doctrinas religiosas entre el conjunto de conocimientos a los que debía aplicar la duda metódica y, por ello, las excluyó de ella sin más aclaración que la de que iba a conservar

"con firmeza la religión en la que Dios me ha concedido la gracia de ser instruido durante mi infancia"[456],

a pesar de que en teoría y de acuerdo con sus propios planteamientos metodológicos, la duda debía haber tenido carácter universal, aplicán-dola por ello a las mismas doctrinas y creencias religiosas. La exclusión de tales doctrinas respecto a la "duda universal" fue una muestra de incoherencia en relación con su propia norma metodológica, aunque su actitud fuera comprensible como consecuencia de aquel adoctrina-miento religioso recibido a lo largo de su infancia y de su adolescencia y adquiriendo tal naturalidad en el conjunto de sus convicciones que alrededor de 1628, cuando escribió las Reglas para la dirección del espíritu, afirmó en ellas, como un hecho evidente, que Dios existía y que había revelado determinadas verdades, diciendo por ello que

"todo lo que ha sido revelado por Dios es más cierto que cualquier otro conocimiento"[457],

sin llegar a plantearse en ningún momento cómo sabía que Dios existía, que había revelado algo, y a quién y cómo lo había revelado. Esta actitud, tan carente de espíritu crítico ante estas cuestiones, resultaba especialmente desconcertante por su enorme contraste con la actitud que pretendía adoptar en el Discurso del Método, donde iba a considerar que –con la excepción de las "verdades reveladas" de la religión católica- podía y debía dudar de todo, incluso del valor de las Matemáticas, de la existencia del mundo material o del propio cuerpo, o del valor del mismo principio de contradicción, mientras no encontrase una verdad tan evidente que fuera capaz de superar tales dudas y que pudiera servirle como principio para una fundamentación firme y segura del conjunto del conocimiento.

b) En segundo lugar, hay que decir que la excepcionalidad concedida a las supuestas "verdades reveladas" de la Religión Católica, aunque fue una consecuencia de su formación cristiana, interiorizada como una creencia espontánea, fue también una creencia mantenida a partir de la presión ejercida sobre él por el círculo de sus amistades religiosas y, sin duda, como consecuencia de su temor a enfrentarse con la jerarquía católica, de la que conocía su extensa serie de actuaciones criminales a lo largo de muchos años.

Descartes hubiera podido someter a la duda metódica sus creencias religiosas, al igual que había sometido a la duda el valor de las verdades matemáticas y la existencia de un mundo externo, sin que ello significase que en verdad dudase del valor de tales verdades ni de la existencia del mundo material. Por ello parece que, si no lo hizo, fue por el temor a las reacciones virulentas de la jerarquía católica contra sus escritos y contra su propia persona, y por su intención y esperanza en contar con el apoyo de dicha jerarquía a su propia persona como filósofo al servicio incondicional de esa organización, pues, en definitiva, si hubiese tenido el atrevimiento de someter a la "duda" aquellas verdades de fe, es seguro que se habría ganado el rechazo de la jerarquía católica y seguramente algo más que ese rechazo.

No obstante y aunque resulte comprensible su actitud, el hecho de que en el Discurso del Método no sometiera a la duda las doctrinas relacionadas con el Dios del cristianismo y con las llamadas "verdades de fe" representa un aspecto negativo en la aplicación de aquella supuesta duda universal, y mucho más si se tiene en cuenta que el concepto de Dios jugó un papel fundamental en su filosofía, tanto en el aspecto metodológico como en el sistemático. Esa incoherencia es más grave en cuanto el Dios cartesiano aparece como la única justificación del valor de la regla de la evidencia, y, consecuentemente, como el único enlace entre el pensamiento y la hipotética realidad sensible, y entre el pensamiento y el resto de supuestas verdades de cualquier tipo, con la única excepción de la proposición "cogito, ergo sum", la cual, según el propio pensador francés, no requería ser justificada por la regla de la evidencia sino que, por el contrario, era la única verdad que superaba la prueba de la duda y que servía como principio para la justificación –aunque incompleta- de dicha regla, justificación que no llegó a producirse en ningún momento, a pesar de los intentos cartesianos por conseguirlo recurriendo a un Dios que a su vez debía ser justificado por dicha regla, pues ello constituía un círculo vicioso.

En definitiva, el hecho de no haber extendido la duda a las creencias religiosas representó en la práctica una contradicción por lo que se refiere a la universalidad de la duda metódica.

Eso mismo sucedió con las doctrinas religiosas, que con absoluta incoherencia consideró como verdaderas desde el principio, al margen de que a lo largo de sus reflexiones se entretuviera intentando demostrar algunas de ellas igual que el mago que hace aparecer un conejo de su chistera, aparentando no haberlo colocado previamente en ella.

Conviene insistir igualmente en que el miedo a la Inquisición o el simple temor a cualquier condena moral de la jerarquía católica debió de contribuir a que sus relaciones con el mundo clerical que le rodeaba como consecuencia del ambiente cultural en que se formó, fueran en líneas generales especialmente intensas y positivas, viendo en ellas un seguro y una protección ante cualquier posible condena, como la sufrida por Galileo en el año 1633, que provocó que el pensador francés renunciase a publicar su obra El Mundo, según refirió a Mersenne cuando le escribió:

"He decidido suprimir por completo el tratado que he escrito y confiscar toda mi obra de los últimos cuatro años para prestar obediencia a la Iglesia, puesto que ha proscrito la opinión de que la Tierra se mueve"[458],

Llama la atención que, en el Discurso del Método, a diferencia de lo que los críticos suelen decir acerca de las causas por las cuales dejó de publicar El mundo, considerando que se abstuvo de hacerlo por temor a la las represalias de la jerarquía católica, Descartes afirme que la causa real de su abstención fue que pensó que tal vez en su tratado hubiera errores similares a los de Galileo, de los que él no hubiera tomado conciencia y que pudieran ser perjudiciales para la religión o para el Estado, manifestando así no su temor sino su respeto y sumisión total a las doctrinas de la religión católica. Sin embargo, las palabras mediante las que en el Discurso del método explica los motivos por los que se abstuvo de publicar esa obra no se corresponden con las que escribió a Mersenne, al menos por lo que se refiere a la forma de exponerlos en cuanto en sus cartas a Mersenne dice simplemente que no desea oponer-se a la autoridad de la Iglesia, lo cual sugiere simplemente una precaución relacionada con sus intereses personales, mientras que en el Discurso del método se refiere a su deseo de no defender nada que pudiera ser "perjudicial" para la religión o para el estado, lo cual no sugiere ningún interés personal sino un interés por la propia iglesia católica. Pero la diferencia más relevante entre las cartas a Mersenne y el Discurso del método consiste en que, mientras en sus cartas reconoció haber defendido la misma tesis que Galileo, en el Discurso del método lo negó, por lo que una de tales afirmaciones era necesa-riamente falsa al estar en contradicción con la otra. Y esto dice muy poco en favor de su integridad intelectual, en cuanto hubiera podido evitar incurrir en esa falsedad si en el Discurso del Método no hubiese hecho referencia a su punto de vista sobre la cuestión del posible movimiento de la Tierra. Pero, al parecer, su pánico al poder despótico de la jerarquía católica era tan grande que prefirió mentir declarando que él no era de esa opinión antes que no pronunciarse, a pesar de que en su carta a Mersenne había reconocido su acuerdo con Galileo.

Por ello y siguiendo su propósito de conseguir que sus puntos de vista se ajustasen lo más posible a las doctrinas de la Iglesia Católica, no parece que tuviera otros motivos para establecer su posterior "teoría de los torbellinos" que precisamente el de buscar congraciarse todavía más con la jerarquía de dicha institución religiosa presentando una doctrina "ecléctica" que, aceptando la doctrina de Roma, al mismo tiempo reconociera el hecho del "movimiento" de los planetas alrededor del Sol, que no se moverían por sí mismos sino que serían movidos por la corriente de la materia celeste circundante[459]

c) El temor de Descartes hacia la jerarquía católica fue constante, de manera que incluso en 1640 y más adelante aún estuvo preocupado por si la Iglesia encontraba opiniones copernicanas en su obra y pudiera perseguirle por ello. Así, en el año 1645, preocupado por sus desagradables y peligrosas disputas teológicas en Utrecht y buscando la protección de la reina Cristina de Suecia, escribe a su amigo Chanut, embajador en Suecia, diciéndole:

"puesto que ya me conocen muchos hombres de escuela que buscan en mis escritos el error y procuran los medios de perjudicarme a cualquier costa, me inclino a esperar ser conocido también por las personas de alto rango, cuyo poder y virtud podrían protegerme"[460].

Igualmente llama la atención su preocupada búsqueda de cobijo en la autoridad de Tomás de Aquino o en otra autoridad católica de prestigio en relación con el contenido de sus escritos, como sucede cuando, apoyándose en la autoridad del "Doctor Angélico", escribe:

"En cuanto al Misterio de la Trinidad, juzgo con Santo Tomás que pertenece puramente a la fe y no se puede conocer por la luz natural"[461].

Este mismo temor es el que, según parece, le llevó a decir que trataba de alejarse de las cuestiones estrictamente teológicas, tal como lo expresa cuando dice:

"Nada me ha impedido hablar de la libertad que tenemos de seguir el bien o el mal, sino que he querido evitar […] las controversias de la Teología y mantenerme en los límites de la filosofía natural"[462].

Sin embargo y en contra de estas palabras, es un hecho que su obra no sólo contiene una cantidad importante de planteamientos teológicos sino que además pretendió basarse en Dios como justificación última del valor de su método y del conjunto de su sistema filosófico y científico, lo cual era una total aberración en cuanto mezclaba las creencias religiosas con los conocimientos filosóficos o científicos. Finalmente y en este sentido, cuando se enfrenta a algún problema algo vidrioso, en última instancia y a fin de evitar cualquier preocupación busca el refugio de la autoridad de la Biblia:

"Si esta razón no satisface a mis censores, quisiera saber qué dicen de las Sagradas Escrituras, con las que ningún escrito humano debe compararse"[463].

d) ¿Tenía Descartes motivos objetivos para temer los ataques de la Iglesia Católica, a pesar de la serie de ocasiones en que había proclamado su adhesión total a sus enseñanzas y doctrinas? Ciertamente sí, especialmente si se tiene en cuenta la tradicional intolerancia de la Iglesia de Roma, con su arma sanguinaria de la "santa Inquisición", y las ocasiones en que ésta había actuado en contra de los "herejes", reales o supuestos, así como el comportamiento cruel y despiadado de Luís XIII y del cardenal Richelieu contra los hugonotes de la Rochelle y su ley de 1624 contra la libertad en la enseñanza de la Filosofía. Como confirmación de lo dicho, hay que añadir que, efectivamente, la enseñanza de la metafísica cartesiana no sólo fue prohibida por el protestantismo holandés sino también por la Iglesia Católica pocos años después de la muerte de Descartes al incluir sus obras en su "Índice de Libros Prohibidos".

Por ello, parece que el motivo fundamental de la marcha de Descartes a Holanda, más que estar relacionado con la búsqueda de soledad para poder dedicarse a su trabajo, se relaciona especialmente con ese temor al poder y al peligro representado por la propia jerarquía católica, y más concretamente al representado por los cardenales Bérulle y Richelieu, quien en 1628 había masacrado a los habitantes de la ciudad de La Rochelle. Muy poco tiempo después de aquel suceso, tal vez sobrecogido por aquel despiadado asedio y por la sanguinaria intolerancia religiosa que implicaba, Descartes emigró a Holanda. Quizá la impresión que le produjo tanta crueldad absurda le hizo temer también por su propia vida hasta el punto de llevarle a tomar la decisión de alejarse de su país. Según algunos críticos, también es posible que el detonante que provocó su partida estuviera relacionado con una entrevista que habría tenido con el cardenal Bérulle, en la que éste pudo haberle amenazado o advertido del peligro que corría su vida en Francia, quizá por su anterior vinculación con la hermandad Rosacruz, o con los libertinos de París o quizá por su excesiva audacia al defender ideas que tal vez se alejaban de las que eran propias de la ortodoxia católica.

d) Su pertenencia a la hermandad Rosacruz ha sido objeto de estudio y algunos biógrafos especialmente importantes consideran que en efecto existió durante algún tiempo. Sus famosos sueños –o simples fantasías de juventud- de 1619 podían representar un argumento en favor de su pertenencia a tal organización, y tal pertenencia sería una muestra más de que, especialmente en esos años, Descartes no fue un seguidor ferviente y constante de las doctrinas de la iglesia católica, sino que se dejó llevar de una sana curiosidad para buscar la verdad allá donde pudiera encontrarla. Cierto es que cuando se le preguntó si pertenecía a dicha organización, él contestó con ironía que, según se decía, los rosacruces eran invisibles, mientras que a él podían verlo perfectamente. Se trataba de una respuesta irónica en cuanto la invisibilidad a que se hacía referencia era metafórica, refiriéndose en realidad a que los pertenecientes a tal organización tenían el cuidado de ocultar su pertenencia a ella. En cualquier caso su probable pertenencia a la Hermandad Rosacruz habría significado una actitud nada ferviente y fiel respecto a la dogmática católica.

e) Lo mismo puede decirse respecto a su probable relación con los libertinos de París, que buscaban precisamente libertad para investigar la búsqueda de la verdad sin impedimentos de ninguna clase. Quizá esta relación es la que pudo haber determinado su precipitada "huida" a Holanda, ante el fundado temor a una detención inmediata por parte de las autoridades político-religiosas.

Otros hechos que indican en cierto modo hasta qué punto Descartes fue o no un acérrimo defensor de la fe católica son los siguientes:

En primer lugar, su despreocupación por el hecho de que su hija Francine fuera bautizada en una iglesia protestante en lugar de hacerlo en una católica; en segundo lugar, su falta de escrúpulos a la hora de dedicar sus Principios de Filosofía a un princesa protestante, como lo era Elisabeth de Bohemia, y más aún tratándose de la obra que deseaba que los jesuitas pusieran como texto en sustitución de los anteriores basados en la filosofía escolástica; y, en tercer lugar, esa misma despreocupación a la hora de dedicar otra obra, Las pasiones del alma, a la reina Cristina de Suecia, que también era protestante.

Por todo ello, teniendo en cuenta esta serie de circunstancias ambientales y la propia biografía del filósofo francés, parece que, a pesar de sus muchas palabras elogiosas en favor de la religión, su religiosidad no fue vivida de un modo especialmente auténtico y consecuente, sino que se sirvió de sus declaraciones en favor de la religión como instrumentos para fomentar e incrementar su prestigio como filósofo, lo cual parece haber sido su ambición más importante, al margen de que tuviese un interés real en el avance de la Filosofía y de la Ciencia, superando el lastre del pensamiento aristotélico y de la filosofía Escolástica. Su método, que le obligaba a dudar de todo, así como su implícito y consecuente rechazo de las vías de Tomás de Aquino motivaron que en algún caso sus enemigos, como Voetius, llegasen a considerarle ateo y que el propio Pascal criticase "el Dios de los filósofos" –ese Dios utilizado por Descartes casi exclusivamente como fundamento y explicación físico-matemática de la realidad-, para reivindicar el Dios vivo de Abraham, de Isaac y de Jacob.

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