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René Descartes, hijo póstumo del fideísmo medieval


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    1. Descartes: su vida y su época
    2. Aspectos personales y sociales que condicionaron la obra de Descartes
    3. Método y sistema
    4. La existencia del Dios del cristianismo
    5. El "irracionalismo" teológico
    6. "Philosophia, ancilla theologiae"
    7. Índice onomástico

    Introducción

    Al margen de sus méritos como matemático y como científico, desde hace ya tiempo se considera a René Descartes (1596-1650) como el creador de la corriente racionalista de los siglos XVII y XVIII, como el fundador de la Filosofía moderna y como un filósofo de extraordinaria valía por haber liberado al pensamiento filosófico de su férrea dependencia de la tradición anterior y, en especial, de la Filosofía Escolástica.

    En este trabajo no se va a hablar de los muy discutibles méritos que hayan podido hacerle acreedor a tales títulos sino de una serie de aspectos de su obra que muestran el sorprendente y lamentable uso que hizo de esa razón que en teoría tanto valoró, defendiendo absurdas doctrinas sin un análisis crítico serio, que en una gran medida se correspondían con prejuicios religiosos asumidos por el pensador francés como consecuencia de su formación en un entorno religioso ligado al catolicismo. Tanto el método como el sistema cartesiano están viciados ab initio por la subordinación que mantienen respecto a las doctrinas de la iglesia católica, hasta el punto de que el completo fracaso en la justificación de su método y de su sistema tienen como causa más importante la de haber pretendido fundamentar en Dios tanto el uno como el otro, proyectando construir el segundo desde el supuesto de una inmutabilidad divina de la que tuvo la osadía de pretender haber deducido las leyes del Universo.

    Por ello, si al pensador francés se le ha considerado como "padre del Racionalismo" y como "padre de la Filosofía Moderna", con mucho mayor motivo habría que considerarlo como padre del irracionalismo teológico moderno y como hijo póstumo del fideísmo medieval, porque, entre otros muchos motivos, se atrevió a defender la Revelación como fundamento de todas las verdades por encima de toda razón, y porque tuvo la frivolidad de defender el círculo vicioso según el cual:

    "Es preciso creer que hay un Dios porque así se enseña en las Sagradas Escrituras, y […] es preciso creer las Sagradas Escrituras porque vienen de Dios"[1],

    y en cuanto proclamó igualmente:

    "Yo someto todas mis opiniones a la autoridad de la Iglesia"[2].

    Afirmó igualmente la existencia de verdades reveladas sin haber explicado en ningún momento cómo sabía que tales verdades existían, proclamando, al igual que Tomás de Aquino, que

    -"las verdades reveladas […] están por encima de nuestra inteligencia"[3],

    – "todo lo que ha sido revelado por Dios es más cierto que cualquier otro conocimiento"[4], y

    -la revelación divina "nos eleva de un solo golpe a una creencia infalible"[5].

    Su actitud de lacayo fiel de la jerarquía católica puede comprobarse en muy diversas ocasiones. Así, cuando Galileo fue condenado por la jerarquía católica por su defensa del heliocentrismo, doctrina que Descartes compartía, le escribió a Mersenne:

    "He decidido suprimir por completo el tratado que he escrito y confiscar toda mi obra de los últimos cuatro años para prestar obediencia a la Iglesia, puesto que ha proscrito la opinión de que la Tierra se mueve"[6].

    Resulta sarcástica la tradición que ha determinado que a este "teólogo" francés se le conozca como "padre del racionalismo", en cuanto se atrevió a afirmar que tanto el principio de contradicción como las verdades matemáticas dependían de la voluntad del dios católico, de manera que, si él lo hubiera querido, dicho principio no habría tenido valor, al igual que los radios de una circunferencia podrían haber sido desiguales, o la suma de 2 + 3 hubiera podido ser 18 ó 375, o que los ángulos de un triángulo no hubiesen sumado 180 grados.

    Como consecuencia de su megalomanía y de aquella primera verdad del cogito, Descartes pretendió demostrarlo todo: la existencia del alma como realidad independiente del cuerpo, su carácter inmaterial, su relación con el cuerpo y su inmortalidad. Pretendió igualmente demostrar la existencia del dios católico, el cual debía, de manera paradójica, garantizar el valor del método y servir de explicación de la existencia y del modo de ser del Universo. Sin embargo, sus argumentaciones estuvieron llenas de sofismas y de razonamientos en círculo, de las que resulta casi impensable que no fuera consciente y su megalomanía oscureció hasta tal punto su sensatez que se atrevió a afirmar:

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