El Éxodo: un aporte a la concreción del reino de Dios en la historia latinoamericana (página 2)
Enviado por H�ctor Amado Mart�nez
Cristo mismo debe convertirse en el eje histórico y metahistórico no solamente de Occidente sino de la humanidad entera, no meramente en la estructura teórica de la filosofía y la teología sino también en los planteamientos eclesiales en cuanto potencial transformador en el compromiso de Dios y la implantación de su Reino siendo aún un motor histórico no legitimado. (2)
El rompimiento de la Alianza entre Dios y el Cristo humanizado, es decir entre Dios y la humanidad, es una realidad histórica y concreta; y no hay nada de asombroso en esto. Se ha roto el pacto desde la venida (parusía) del Hijo y de su legitimación institucional en el poder de Roma. Su ideologización a la adoración institucional – tema ya pasado de moda por demás – dio origen a la Reforma y a la Revolución Francesa, en cuanto acontecimientos gestores de ese rompimiento, pero condiciones necesarias para la revelación del Anuncio. Desde luego, comprimiendo la historia, nos encontramos con salidas más humanizadas y menos espirituales, tenidas nada más que como medios de concreción histórica, pero que nos muestran con el recorrer del tiempo, la necesidad de su revisión y de su aplicación práctica, caída dentro de los mismos errores administrativos en los que incurrió la Iglesia cristiana medieval. Estas salidas ideológicas en su principio, doctrinales en el caso de las derivaciones políticas; y teológicas en el caso de las sectas, nos conducen a planteamientos históricos conocidos como relativismos ideológicos que han conllevado innegablemente a la humanidad a ser partícipe de una crisis que reclama para sí misma una salida potencial dentro de un nuevo argumento de la civilización.
Presa de una angustia en la que las contradicciones sociales se hacen cada día más reveladoras, la humanidad – y sobre todo esa parte de la humanidad que vive en el Tercer Mundo – no encuentra una salida al alivio en la que los planteamientos de los relativismos alegan poseer su propia visión evolutiva. La urgencia reclama también una revisión de la universalidad de la Iglesia, un acercamiento de la postura filosófica y teológica a los designios del Reino de Dios trazando una verdad absoluta de la historia y un resurgimiento por qué no, de una Nueva Alianza entre Dios y los hombres. Y lo decimos con esta franqueza porque entrado el siglo XXI, la humanidad es presa de los relativismos ideológicos, de una confusión de sus potencialidades racionales frente al desborde de sus deseos y aspiraciones y a la minimización del ethos espiritual en su abierta relación con Dios y su misiva eclesial. También asistimos a las crisis de ambos relativismos y a la necesidad de una revisión conceptual de la generación de la riqueza para llevarla a derroteros más socializantes sin caer desde luego, en la práctica ideologizada que plantearon los marxistas a lo largo del Siglo XX y que parece no quieren abandonar.
Este esbozo superficial tratará de introducir un inquietud de exploración a planteamientos más concretos y empíricos acerca de la presencia de Dios en la historia y el papel preponderante de una Iglesia que se acerca a los planteamientos de la razón y la ciencia frente a los signos de los tiempos, tanto para el fortalecimiento del logos histórico como para la vigorización y contundencia de la pedagogía y magisterio de Roma hacia el mundo; hacia la misma humanidad en el recorrer evolutivo; en este Exodo metahistórico y trascendente en la búsqueda de la salvación humana.
EL EXODO COMO PARANGON DE LA EVOLUCION HISTORICA
Poder y autoridad
El Éxodo supone una esperanza. Es una liberación entendida del modo más simple y sencillo: el fin del sufrimiento de un pueblo determinado. Las condiciones sociales se vuelven en una situación que genera desesperanza y agotamiento en la credibilidad del ser humano. No se visualizan salidas al tema de la crisis, y por más que se busque, cualquier contribución no es más que un enfoque parcial desde el ángulo en que se le mire.
Dios nos ejemplifica con el ejemplo de un paralelo histórico acerca de un pueblo que, como el judío, preso en el lejano Egipto, iluminará al mundo con una verdadera revolución de la libertad y la fraternidad. La esclavitud, como condición humana es un devenir histórico concreto; una forma de relación social legitimada en los tiempos arcaicos y que va tomando nuevas formas con la evolución de la humanidad. La esclavitud es solamente un enfoque, digámosle mundial, aunque el mundo en los tiempos de Moisés era apenas una fragmentación geográfica, bastante pequeña si lo comparamos a la magnitud terrena de hoy en día. Estas relaciones sociales toman formas y características muy peculiares, como todo tipo de relación social en la historia. Todas entran en una fase de poder y autoridad que representa su mera legitimidad histórica, pero también forma parte de un proceso que va cayendo en un franco deterioro bastante comprensible por el mismo patrón de ciclo vital que caracteriza a las etapas de la humanidad. Hegel entendía muy bien esto.
Las contradicciones de las relaciones sociales se manifiestan con el tiempo y en el espacio dependiendo de la forma como la autoridad y la ley, brazo de imposición del poder, se hacen evidentes ante los ojos de la sociedad. Se acusa una alteración de los fundamentos políticos y de visión de sociedad, si acaso la hay, y una forma de alteración en el manejo de los hilos conductores de los principios que le dan forma y vida a la sociedad. Así, la esclavitud rompe en un momento determinado esas condiciones de convivencia, merced a las contradicciones encontradas en la aplicación de las leyes, en la distribución de la riqueza generada por el esfuerzo de otros; en la participación cultural y en la canalización de la participación ciudadana en las decisiones del poder. Si estos requisitos son dejados de lado, entonces nos acercamos inminentemente a la fase que precipita una serie de contradicciones sociales que, como repetimos, son condiciones "normales" en cualquier situación de conformación política y de relaciones sociales tal como las vivimos hoy en el presente. Su diferencia radicará en la forma como el poder y la autoridad las conduzcan por lo caminos más lógicos en consonancia a los reclamos sociales.
Hay dos mundos que se mezclan y sin embargo se diferencian antagónicamente en una sociedad determinada: la que deviene en el poder absoluto y la que genera la sociedad en sí, entre sus miembros dándole vida de esta manera a una composición estructural y relacional. Todas las sociedades se conforman de acuerdo a un patrón cultural predeterminado en la que las asociaciones internas devienen en agrupaciones institucionales según los intereses sociales.
En el caso de las relaciones sociales de poder y autoridad, la asignación de la potencia de "poder" tiene implícita una cuota que transmitida a la agrupación social más grande que es la civil – si utilizamos el término moderno – puede expresarse de diferentes grados de hacer sentir ese poder y esa autoridad respectiva, que son dos cosas distintas. En otras palabras, cualquier poder siendo una minoría debe contemplar en todo momento, que su fragilidad numérica está sustentada sobre la base y la dependencia de la calidad del uso de su magnitud regencial y de su acercamiento proyectivo sobre la población, en procura de satisfacer las necesidades materiales y espirituales de ésta.
Cualquier emplazamiento – porque los hay cada día y cada hora – y apreciación sobre la proyección política del poder tenderá a formar una opinión pública, por simple que sea la conformación estructural y funcional de la sociedad. Si el poder ejercido obliga a dar más de lo que el individuo pueda contribuir; si las condiciones en las que el poder tiene responsabilidad directa no satisfacen las aspiraciones populares, entonces la conformación asociativa por naturaleza bastante humana, tenderá a estructurar medios de acercamiento al poder o por el contrario: medios de presión ante la oclusión manifiesta por parte de ese poder constituido.
El cierre de espacios de manifestación, la represión o el libertinaje que corroe los miembros de la sociedad y hasta las esferas del poder mismo, trae consecuencias que ponen en peligro al poder y a la autoridad ejercida si ésta no cuenta con los medios lógicos y civilizados para canalizar las energías opositoras o bien para hacerlas entrar en razón en función de la lógica que beneficie a la colectividad. Comienza un proceso de medición de fuerzas y de tanteo entre la representación legítima del poder versus la concentración de fuerzas correlativas entre las diferentes asociaciones concordantes y asociadas de la sociedad civil.
Pues bien: en el caso del Éxodo las condiciones de opresión y de esclavitud nos marcan un punto referente en la vida de una nación y de una sociedad cualquiera. No nos interesa marcar y referenciar al pueblo judío en cautiverio para efectos de análisis sociológico y teológico si no entendemos la dinámica estructural social en cualquier parte del mundo, ahí donde las condiciones de relaciones sociales entre poder y autoridad comienzan a tomar la forma de contradicciones dialécticas – al decir del "espíritu de sistema" de Hegel – y en donde la situación distintiva de la salvación cristiana se enmarca en la pobreza y el sufrimiento de la población, los indicadores cristológicos por excelencia. Si este no fuese el caso, el discurso crítico y el análisis no tendría sentido, desde luego.
Condiciones del Éxodo
El Éxodo nos enseña varias lecciones que podemos sopesar desde la perspectiva de la Salvación y bajo ciertas consideraciones históricas que tienen cabida al enmarcarse dentro del parangón veterotestamentario de la experiencia del pueblo judío y que podemos – por qué no – encuadrarla en la historia presente y futura del pueblo latinoamericano, pero que puede ser el caso de cualquier pueblo que sufre las condiciones de la pobreza económica, de la corrupción política, de la persecución de la iglesia, de la amenaza del hambre, etc. Estas condiciones son:
1. La condición social y de relaciones sociales que implica una situación de sufrimiento, de sometimiento sobre una sociedad, país o región en las que se reflejan factores de contradicciones socioeconómicas polarizadas en extremos que no concuerdan con la justicia y peor aún: que no encuentran una viabilidad a la salida de ese sufrimiento
2. La condición de necesidad de liderazgo en lo que representa una alianza prometida entre Dios y los hombres, precisamente en la figura del liderazgo moral y espiritual no necesariamente plasmada en la estampa mesiánica del líder en tanto individuo, sino que la historia compromete a la comunidad entera en cuanto iglesia a escoger sus líderes. Ser hijos de un pueblo oprimido nos lleva a pensar que la liberación de ese pueblo tiene mucha relación con el mesianismo autóctono vivido dentro de una cultura propia. Pueden existir liderazgos surgidos allende los límites geográficos que sirvan de ejemplos liberadores.
3. La condición de un recorrido o de un "viaje" histórico preñado de vicisitudes a lo largo de la historia en las que el tejido social se va conformando en una serie de sucesos conectados a una estructura de poder que lleva en una dirección equivocada a una sociedad. Es tan caótica la situación y tan llena de contradicciones que un pueblo determinado puede disgregarse, dividirse hasta entrar en una etapa de "entropía social" o anomia hasta que llega un punto en el tiempo en que se hace necesaria la espera por la salvación (Kairós o parusía)
4. La otra condición del Éxodo es el problema de la cohesión social basada en una moral y su relación con la verdad-virtud-felicidad en cuanto eje axiológico de un pueblo. Desde este punto de vista, podemos trasladarnos a considerar el problema de la salvación y el triunfo de su difusión alrededor del mundo. Como el problema que repunta es la característica del pecado, entonces nos remontaremos al problema del ser como punto de discusión, pero sobre todo considerando la utilidad de aproximarnos a la triada de la negación del ser (No-ser) entre la Verdad (sabiduría); la Virtud (El problema del mal) y la Felicidad (El problema del alivio al sufrimiento humano). ¿Cómo puede superarse este problema? Surge así el debate filosófico que provocó diferencias en el surgimiento del helenismo: ¿dónde encontramos la respuesta a la negación del ser? Este problema original se resolverá con el tiempo fuera de los planteamientos liberales y marxistas para convertirse desde luego, en un problema político con respaldo teológico-filosófico y en todo lo que deriva en otros campos en la búsqueda de la felicidad del hombre.
5. La condición de la constatación de lo que ya fue escrito versus la realidad circundante o la realidad histórica; que tenga estrecha relación con la salvación de la humanidad a partir de la herencia de Jesús que se propone "bienaventurar" la pobreza y la salida de ésta, en cuanto esclavitud social sin reducirla desde luego a una condición ideológica.
La denuncia del mal y el protagonista de la liberación
De igual manera, Dios se hace presente en la vida social y se vuelve un imperativo usar algunos medios para el ejercicio práctico de la liberación de determinada sociedad. Si se requiere de una liberación, – entendida como el rompimiento de un estado de cosas en que la humanidad se enfrenta a lo largo de su historia frente a situaciones que impiden el acercamiento a la paz, a la justicia, al reconocimiento de los derechos vitales y a la vida misma en su amplia expresión – es porque necesariamente se manifiestan condiciones que reclaman una vía fáctica para deshacer la estabilidad férrea de una negación del ser humano y que pareciera muchas veces no tener fin.
Y este rompimiento no solamente tiene características de materialidad en lo que los marxistas denominaban las relaciones sociales de producción en general, o de un modo de social de producción particular en la historia. Se refiere también desde el mismo requisito de la factorización de la desviación espiritual o el no reconocimiento de esa condición humana tan necesaria para establecer el Reino de Dios. Sin los preceptos espirituales, la unidad de una sociedad o la cohesión de la misma, predispone al individuo a tomar diferentes caminos que resultan ser vías alternativas y accesibles para ejercer el mal (3) . Y este mal debemos advertir, no se trata solamente desde el punto de vista estructural como lo pueden proponer algunos teólogos de la Liberación, sino también desde la perspectiva espiritual – axiológica que promueve la opresión en las esferas del poder político y económico. En otras palabras, el estado de la espiritualidad social refleja en los individuos su comportamiento material y viceversa.
En Egipto, la autoridad (Auxano) y el poder con sus símbolos tan atractivos, el esplendor del imperio, en general, no se diferencian en mucho a los signos de nuestros tiempos. Dios quiere un mensajero que no estará solo, sino que se hará acompañar de aquellos que registran los dones para otros. Dios hace de la selectividad su reserva al derecho de la asignación de los roles salvadores. Primero simboliza: el profeta le es externo a la idiosincrasia del oprimido, no surge necesariamente de la muchedumbre, sino del anverso promedio, pues es necesario que no piense como ese promedio aunque viva inmerso en su realidad histórica (selectividad del líder probo).
Las instrucciones de Dios a pesar del misticismo envuelto (la conversión del agua en sangre, las siete plagas, etc.) están íntimamente ligadas a los símbolos del pecado o del mal: ahí están la serpiente y la sangre dadora de vida. El mal guiará lo que precisamente decora la sociedad y la sangre simbolizará la explosión de la crisis. Quizás estos argumentos iconográficos carezcan de importancia histórica sino más bien teológica para los efectos de Dios en la renovación del mundo presente y futuro, pero no hay suceso sin una causa original – visto desde la concepción cartesiana de eficiencia y formalidad – y sin una simbología que la ilustre.
¿Y qué relación guardan estas señales históricas del pasado con el fin de nuestra realidad histórica? La presencia de Dios en la historia no puede estar circundada a la mera religiosidad de la cronología ni a la mera aceptación tácita de la descripción literaria. Nos urge aceptar que la fecundidad de la verdad eterna de Dios y plasmada en su Iglesia, es poseedora de un manto liberador tan grande como los sucesos en Egipto, en el Monte Horeb y los acontecimientos en el Sinaí. Es claro que se trata de una Nueva Alianza entre Dios y los hombres y que reclama para sí ese pacto liberador tan trascendente en pleno siglo XXI.
La interlocución de la advertencia contra el sistema que promueve el mal, parece ser una constante de negociación colectiva de la misma forma en que se nos advierte hoy y se nos conmina a no ser más esclavos que los esclavos israelitas en la tierra del faraón (Ex. 3;17). La mies que se goza en el esplendor de la riqueza material nos invita, como en aquellos días a esclavizarnos apasionadamente al juego del sistema mismo o al modelo imperante y a dejarnos llevar por el acomodamiento y la pasividad dentro de la vivencia de los males de la sociedad, perdiendo no solamente la perspectiva de la solidaridad y la justicia, sino también siendo parte de la complicidad con esos signos de apariencia inocente.
Las dificultades libertarias a partir de la pedagogía de la iglesia misma nos recuerda el arduo camino que recorrieron Moisés y Aaron en su negociación para liberar al pueblo israelita, no sólo con el poder sino también con la muchedumbre liberada cuya fe en la libertad decrece en la medida que avanza en la historia y comienzan a experimentar las dificultades normales. La promesa de una salida de una situación aceptada como inevitable y quizás como irremediable o necesaria, exige una cuota de sacrificio que nos obliga a cambiar toda la vida misma de la travesía del individuo en comunidad. No hay lugar para casos excepcionales: las tentaciones y los peligros, así como la promesa del lugar final vale para toda la colectividad. Lo que parece ser "normal y bueno" se vuelve una inconsistencia existencial que parece no tener fin cuando se manifiesta en sus contradicciones sociales y filosóficas y por ende, cuando se estrella contra los argumentos de la salvación.
La elección del que anuncia y denuncia empero, es una dura lucha y una ingente prueba no sólo de fe sino también de consistencia personal para llevar a cabo una misión casi imposible pero devastadora en su conjunto; porque el que se erige en selectividad anunciadora y denunciadora traspasa el límite permitido por el sistema imperante; llamémosle subversión si queremos, porque le toca trastocar precisamente la "solidez inconsistente" del poder y de la idiosincrasia popular.
También es cierto que el anunciante debe contar no solamente con la información que le confiere la realidad reñida con los argumentos de Dios, sino también modelar lo opuesto al del promedio de las costumbres y tradiciones culturales así como a las leyes establecidas cuando éstas se convierten en frágiles reglas que oprimen en lugar de justificar los derechos inalienables de los individuos (Is. 49, 5-6). Tampoco puede acomodarse porque su convicción nace precisamente de la dialéctica interactiva entre la afirmación de la realidad y la negación de la misma. La promesa de Dios es clara: la liberación de la esclavitud a partir del anuncio de Moisés; y el mismo proyecto le es encomendado a Jesús; el mismo que les dice a sus discípulos en la comida de Samaria: "Mi alimento es hacer la voluntad de aquél que me ha enviado y llevar a cabo su obra" (Jn. 4.32) y esa obra tiene un nombre sino ¿ A qué su enunciado?
Pero hay algo más importante desde el punto de vista de la partida liberadora y es el conocimiento pleno de la misión de Dios y su proyecto sobre la humanidad. Dios le anuncia a Moisés: "Yo Soy me ha enviado a ustedes" (Ex. 3,14) y esta anunciación oficial es vital no soslayarla para la virtud del entendimiento de la misión. La justicia tiene un precio muy caro de pagar. Cuando Dios dice Yo Soy, nos está diciendo que El es todo lo que existe y que no hay límites a su verdad eterna ya que no es encontrada en ningún argumento político ni filosófico. El ser de Dios, que encierra toda la existencia del mundo se encuentra en la unidad dadora de vida y por lo tanto, ese regalo en gratuidad, aunque se encuentre con su antítesis (el mal), nos invita a convivir con ese defecto bilateral otorgándonos la libertad de elección para ser posible ese proyecto divino y terrenal. Pero ¿cuál es esa verdad eterna? La que se encuentra en el fundamento básico de amor al prójimo, conocimiento que cambia nuestro proceder y nuestra conducta individual y social y que al mismo tiempo nos indica que ese amor representa un sacrificio que debemos recorrer a la manera de Moisés en el desierto junto a su pueblo. La sencillez de este ejemplo tan universalmente trabado en la libre elección entre el bien y el mal, se encuentra en el epicentro de toda la discusión del mundo y que ha llevado a la humanidad a dividirse entre dos opciones en la que la antítesis parece ganar la partida, muy al contrario de la misión liberadora que nos propone Dios.
Enfrentando al mal social
La renuncia de los gobernantes a prescribir mandatos que dispongan el camino a la paz, a la justicia y por tanto a la prosperidad, tiene su parangón en la tozudez del faraón. Los contraargumentos liberadores contradicen la solidez de la estructura de la autoridad y el poder. No resulta fácil deponer un sistema sólidamente establecido si fuese el caso en que los demandantes de cualquier situación social fuesen satisfechos en sus demandas. La autoridad se expresa por la convicción firme de sus políticas: se cambia la decisión solamente en aquellos casos en que el poder presiente la posibilidad de la amenaza contra la estabilidad del régimen. Pero la convicción se sitúa por encima de los deseos de la colectividad y si surge un brote de descontento que rebase los límites de la tolerancia se acude al principio de la fuerza atemorizante. Eso se llama equilibrio de poder y nos gustaría entender que los sistemas modernos juegan entre el peso de un lado de la balanza y el otro. De hecho, la figura de Artemisa tiene algo de relación con lo antes dicho.
Pues bien, los signos de nuestros tiempos y las consecuencias sociales de prácticas del poder en que la negación de las libertades y la justicia hacen de contrapeso a las demandas de la colectividad se tornan en una universalidad del mal que reclama una exigencia de cambios y reformas no solamente a nivel político, sino también de acuerdo a las exigencias del plan de Dios. De estos cambios que se habla hoy en día y tan en boga en pleno siglo XXI ¿Qué es preciso cambiar a tenor de las estructuras de poder y cuáles son esos poderes que debemos procurar trastocar? Si hablamos de esclavitud en tiempos de Akenathon y de una liberación física de un pueblo minúsculo en comparación a los millones de habitantes que precisan de un cambio social, los signos de los tiempos nos hablan de dos relativismos que tradicionalmente a lo largo del siglo XIX y XX fueron el centro de la discusión filosófica y política de la época moderna: el liberalismo y el socialismo. Hemos asistido a la caída estrepitosa del segundo y asistimos a un derrumbe parcial del primero, pero en cuyo seno, sus amarres son más firmes que los que se sustentan los principios del modelo socialista. Y hay otras fuentes no menos importantes que han aparecido bajo un estandarte mezclado de justicia divina y terror, y las amenazas de persecución de la Iglesia Romana frente a los fundamentalismos que la dividen y la potenciación de la sociedad en el tema de la liberalidad sexual y los patrones de consumo excesivo como icono de libertad individual y de modelo de confort moderno.
Sin embargo, frente a la amenaza de corrientes y de sistema establecidos que socavan la esperanza del ser humano, la Iglesia (4) se guarda para sí las alternativas que hacen contrapeso al mal social. El papel de la Iglesia frente a estas características de contradicciones se fundamenta en una serie de enseñanzas a través de las llamadas encíclicas papales que nos muestra el enfrentamiento institucional frente a los signos de los tiempos. Hay un orden eclesial que no cambia frente a esos signos y que podemos denominar un "orden que preserva" y que muchos lo tildan de "conservación" y petrificación inmóvil. Ese no es el caso.
La Iglesia va adaptándose a los cambios de los tiempos, sin desdibujar sus fundamentos y su ortodoxia; pero cuando el orden mundial entra en un colapso o en crisis, le corresponde a la Iglesia señalar las contradicciones que entran en choque con los preceptos de Dios. Si para eso debe renovarse, la Iglesia misma tendrá que decidir esas variantes que le revelen al mundo una posibilidad esperanzadora y salvadora. Más esa renovación no implica un libertinaje que la aparte del mandato de Dios. Por ello la designación de Joseph Ratzinger en el trono papal no es ninguna muestra del capricho o del azar. Benedicto XVI lucha constantemente por mantener la "ortodoxia revitalizadora" que le dio vida a la Iglesia desde los días de su instauración. (Lc. 11,20; 22,20).
Nos han vendido la idea que la salvación del mundo viene dada por planteamientos concretos de naturaleza política haciendo acopio de las ideas iluminadas de grandes pensadores. Eso no tiene nada de malo si estuviesen estos planteamientos en correspondencia con la enseñanza de Dios a través de su Hijo, y eso no es para nada un infantilismo teológico, se llama "aplicar la lógica y la inteligencia a la ciencia política". Pronto, los planteamientos que han derivado en prácticas de postura socialista o liberal en sus formas varias, van encontrando una serie de problemas de ingente resolución práctica que da origen a sendos tratados sobre las posibilidades de resolución de la crisis de sus principios y sus postulados. El camino del Éxodo nos irá mostrando el duro devenir de la humanidad frente a los problemas que la aquejan hoy en día y la necesidad imperiosa de contar con una salida mesiánica que la guíe por el desierto de la historia recopilando para sí todas estas contradicciones y las posibilidades de liberación que los relativismos ideológicos han reclamado como de su propiedad y como parte de su verdad dogmática e intransigente. Creemos sin duda que los planteamientos de John Locke, del mismo Rosseau y de Thomas Hobbes fueron claves para la creación de los fundamentos de la historia moderna; pero no menos importancia tuvieron en esa concepción original, Bentham, James Mill y John Stuart Mill desde el lado del liberalismo y las tesis revolucionarias de Marx y Lenin, en la conformación de socialismo. Pues bien: es tiempo que la Iglesia retome la readaptación a esos cambios ideológicos a partir de una nueva pedagogía en sus planteamientos sobre la liberación de la humanidad.
El sufrimiento de la humanidad: ¿Es material, espiritual o ambos?
Esta respuesta tiene una enorme importancia para la pedagogía de la Iglesia aunque no sea nada nuevo lo que aquí se diga. Pero dentro de las enseñanzas más que teóricas sino protagónicas en la aplicación empírica de la salvación, la Iglesia tiene una deuda a pesar de las buenas intenciones de iluminación práctica que nos hereda Roma con sus planteamientos y críticas fuertes sobre los signos de los tiempos. Y aquí aparece el signo de la "justicia" que tanto ha dado que hablar en los fundamentos políticos. Y otro concepto tan utilizado y "manoseado" en esos fundamentos políticos y desarrollistas de la Naciones Unidas es el de la "Pobreza" en tanto categoría estocástica y de clasificación general de países para efectos formales y de políticas.
Pues bien: el tema de los pobres aparece desde las primeras señales de los signos de los tiempos apareada con el tema de la justicia y ambos se muestran indisolubles en boca de los profetas y en el anuncio primario de Dios. Y esa indisolubilidad entre pobres y la calidad de justicia que se les imparte, no sólo desde el punto de vista del código penal sino también en la esencia fundamental de marginamiento por esa condición de "ser desposeído" representa la máxima exigencia de Dios que nos conmina a equilibrar lo que de torcido tiene la medida institucionalizada de la justicia. (Ex. 23,6; Is. 1,24)
Por ese mismo camino Dios nos muestra en el Levítico el planteamiento del "Año del Jubileo" o el cumplimiento del ciclo de la propiedad privada. Dios nos plantea un límite de los tiempos en que la propiedad se convierta no en cosa que deba repartirse por igual a todos porque esos tiempos no han llegado todavía a pesar de ser planteadas por los socialistas utópicos. El símbolo del Levítico nos confiere la advertencia de justicia social en el que la propiedad privada no es una propiedad eterna en la que hay que asumir un determinismo triunfalista de verdad eterna, porque sino se convierte la propiedad en un signo de opresión. De ahí los acontecimientos de las revoluciones y el derramamiento inútil de sangre inocente a través de los tiempos. El anacronismo de detentar la propiedad, los medios de producción y la riqueza para ser usufructuada por una minoría en el poder, deben acabar antes que la crisis alcance su punto más álgido en las estructuras de cualquier sociedad. Obviamente esto no se hace de la noche a la mañana de manera persuasiva sino obrando con la inteligencia humana en lo político y en lo axiológico.
La justicia no significa conformarse con las reglas; eso está bien; el justo es el que está ordenado de acuerdo al plan de Dios dentro de su corazón y el mandato de la Palabra revelada. Esperamos que a mayor cantidad de fieles a la orden y a la querencia de Dios en la misión de salvación, la sociedad pueda ordenarse de acuerdo a las expectativas para instaurar lo que más se parezca al Reino (5). Aquí la iglesia juega un papel de primer orden en la proyección en el mundo, en la realidad histórica. Aquí es donde por vez primera debe juntarse la verdad revelada con la realidad del mundo a partir de un conocimiento de la misma: el problema aunque parezca de origen filosófico (porque lo es) exige una definición teológica tan simple como aplicar al problema ontológico, al plan de Dios.
A pesar de la verdad revelada, la institucionalización va perdiendo su pulso frente al mundo. Los poderes terrenales y los relativismos implantados a través de la historia chocan frontalmente contra las enseñanzas eclesiales, no porque la iglesia deberá mostrarnos el camino político, pues el ámbito es cuestión de los hombres, sino porque en los efectos del bien y el mal que generan las ideologías y los cánones políticos, se van dejando por fuera ingentes masas de personas que comienzan a perder sus esperanzas en los términos políticos. La esperanza es "una luz en el oscuro país de la muerte" y esa esperanza generacional no llegará por inercia sino que exigirá un tremendo esfuerzo consolidado entre la iglesia y los hombres. (Is. 9,1)
Por ello es lícito preguntarnos: ¿La muerte es la última justicia? Esa es la desesperanza de nuestros tiempos y Dios nos remite a Job porque mucho de la salvación y la concreción del Reino pasa por las conductas de la misma feligresía en grado sumo y que debe ser preocupación constante de la iglesia dentro de una pedagogía más combativa que se acerque lo más próximo a las decisiones de los hombres. (Job 31,16 y 20, 10-24). Los sistemas políticos deberán acercar más sus agendas a la Buena Nueva porque es más grande la posibilidad de la fraternidad y solidaridad que el contenido técnico de las ideologías concebidas para uso exclusivos de solamente una porción de los hombres. Y no estamos hablando de la Democracia Cristiana en tanto partido político, aunque ella puede formar parte de la tutela transformadora, pero no es exclusividad suya.
Por ello no es de extrañar que el planteamiento socialista se acerque engañosamente a esa posibilidad única que confiere la justicia y la moral de cara a la injusticia de los hombres. El tiempo que se ha cumplido comienza con esa "parusía" primera y se destaca hoy más que nunca en los signos de los tiempos abriendo las posibilidades a las instancias políticas, siempre y cuando no usurpen el mandato supremo que Dios nos está otorgando en la historia contemporánea.
Dios hace al hombre a imagen y semejanza y confía en él para hacer realidad su Reino de justicia. Y esa realidad no se circunscribe a las obligaciones que como iglesia promueve la espiritualidad dentro de la pedagogía, no. El Reino se conquista y no nos corresponde decidir si el uso de la fuerza sea un mal necesario, porque ningún mal lo es si tiene que tomar en cuenta la desaparición física de las personas y el sufrimiento de otros.
La promoción del Reino busca la conversión comunitaria mundial en grado máximo posible. Para ello hay que atravesar diferentes fases y lo primordial es acercar al Pueblo a la Buena Nueva que no es tan nueva, sino por su "eternitud". Entonces el sufrimiento paralelo nos despierta y nos crea consciencia de que algo no anda bien en la realidad del mundo y que no concuerda con los propósitos de Dios. Entonces la única salida debe ser por obligación buscar lo contrario al mal de la humanidad; y esa búsqueda no debe ser una propuesta inocente ni una salida escrita sin sentido de revolución. Debe ser una proyección de la iglesia y una conversión al Reino de una manera radical e irrevocable. Y si esa renovación debe pasar por una reestructuración institucional eclesial, debemos promover entre toda la sociedad mundial, esa intención de sanidad y remoción sin alterar lo que de bueno tradicionalmente hablando tiene la iglesia. Y cuando me refiero a la Iglesia como tal, me refiero a la Iglesia Católica históricamente heredada por el mandato de Jesús a sus discípulos. Pero esto no es exclusividad suya. El Protestantismo tiene su cuota en los signos transformadores de la sociedad, una vez haya revolucionado su doctrina espiritualista y se convierta en un quehacer del mundo par el mundo.
La transformación del mundo y por tanto de la cristiandad en la búsqueda de la salvación, entendida como la vivencia de la humanidad en tiempos y lugares mejores a las condiciones actuales no viene por añadidura pasiva pero tampoco vendrá desde la perspectiva de las ideologías. ¿Tratamos de decir que confiemos en el decantamiento de los signos de los tiempos y que el fin llegará de una manera profética al estilo de la resignación hinduista? no, el reino no es un lugar ni un tiempo fechado. El Reino está aquí con nosotros desde hace mucho tiempo, pero se nos imposibilita su percepción porque implica trastocar estructuras sólidas y milenarias de poder e implica la renovación del individuo, aunque en esta batalla, la iglesia lleve las de perder por los mismo signos del mundo. Jesús ya lo sabía.
La transmisión de la Palabra de padres a hijos ayudados por la institución eclesial, debe ser una manutención sólida en estos días de crisis social para la posibilidad de instaurar la "Ciudad de Dios". La Buena Nueva a través de la pedagogía de la iglesia, debe ser el fundamento y la guía de la sociedad independiente del sistema en que se viva y que quiera llamarse a sí mismo como alternativa de la humanidad. La Buena Nueva y la transmisión de una sociedad más justa a partir de sus estructuras sociales, deberá ser el basamento de la "Anunciación Siguiente" y la edificación de la solidaridad. (Dt. 4,6). Esto nos lleva al problema de la dualidad entre espiritualidad como salvación y materialización de la Palabra en la historia, requisito de salvación en el mundo.
EL JUICIO DESTRUCTIVO Y EL ACERCAMIENTO AL REINO
Mucho se habla de la salvación a partir de la individualidad espiritual y la apropiación de la Verdad revelada a pura observancia de los preceptos de Dios y más aún dentro de los fundamentalismos y la popularización de la iglesia dentro de aquellas poblaciones más pobres y poco cultivadas. Este problema tiene profundas raíces sobre todo en los tiempos actuales en que ingentes masas poblacionales están a merced de los fundamentalismos protestantes en las zonas más pobres y en el caso del catolicismo en el que los dogmas más bien populares se han apoderado de la feligresía latinoamericana entre una especie de "conciencia salvadora" y "pecado adjunto" de las clases medias y altas y mucho de una afiliación nominal sin acercarse a los fundamentos de la iglesia.
Este aspecto nos pone al descubierto una alienación completa de la visión y misión de la iglesia y su papel preponderante en la salvación de la humanidad. Para los hombres, apartarse del camino de Dios, la rutina, los acontecimientos fatalistas; el rumbo negativo que sigue la sociedad, encuentra su decantamiento en la desesperación del pueblo que se ve obligado a buscar – dentro de su racionalidad más común – la espiritualidad en la "bondad" que ofrece el mundo o en el somnífero del pastor (6). Se aparta de los preceptos que Dios fundó y que ha heredado en su amor al mundo. Y en eso se nos muestra el Libro de Moisés: Aarón es el típico contaminado y el líder disruptivo que guía al pueblo por la bifurcación entre el bien y el mal. Los sacrificios paganos no son más que símbolos de cansancio y desesperanza; de baja intensidad de la fe y la esperanza. Es lógico que los íconos del Éxodo sean suplantados en la modernidad por la ardua faena y la promoción del sacrificio para obtener la mayor cantidad de activos y bienes que las necesarias. (Ex. 32: 9-10) Más la sentencia de Yah-veh encuentra la rebeldía del mundo; el dolor del parto que implica la entrega fatalista al desenfreno, a la codicia; a las ansias del poder; el individualismo egoísta sin encontrar en la solidaridad por los menos, una fuente de vivificación del Reino, nos sitúa en una condición de las sociedades en la que se polariza la misión de Dios y la misión de la humanidad. Esta descripción más bien fatalista y antagónica, en la que se rompe la Alianza entre Dios y el Hombre, nos sirve de marco para encontrar algo más profundo que subyace a esta aparente situación estructural socialmente aceptada y legitimada a veces por la misma institucionalidad eclesial, fuera de los dominios de Roma. Ese subyacer a las condiciones sociales no son tan sencillas: la profundidad explicativa nace desde la visión del cosmos de pensadores que buscan legitimar el estatus de una nación o un conjunto de naciones en su búsqueda por obtener el poder del mundo. Y ese mal que se genera – y se degenera de una aparente buena intención conceptual y práctica – no implica un alcance escatológico, sino una "normalidad evolutiva" de la humanidad en su paso por la historia.
De modo que la propuesta de Dios a través de la última Alianza perpetrada y la institucionalidad de la salvación se van deteriorando por la misma incapacidad del hombre de ver dentro de la moral cristiana, el canon primordial y eterno que regule las consciencias y las conductas de los hombres. Desde luego que eso es fácil plantearlo pero tampoco resulta descabellado proponer una opción que nos encamine hacia la salvación de la humanidad. Y aquí surge el diseño valorativo de las formaciones sociales.
Hacer "nacer un nuevo pueblo" es un grito tan contemporáneo como lo fue en el ancien régime el rompimiento de la tradición cristiana que promovió la cesión de una supuesta liberación del esquema judeo-cristiano por una nueva concepción nacida del seno del hombre que margina la Providencia de Dios en el destino de la sociedad. No vamos a discutir aquí si dicha ruptura fue un efecto necesario porque resulta bastante discutible si la degeneración eclesial fue la causa de que los movimientos liberales en Europa se fueran dando hasta desembocar en la formación burguesa y su ideología demoliberal (7). Pues precisamente de esto último es que parten las diferencias y los problemas en América Latina. Los críticos liberales en el continente aducen que esta posición es un tanto "victimizadora" en tanto que surge desde una posición en el cual nos lamentamos eternamente de la historia que se nos escribió, sin haber participado nosotros como protagonistas directos de ella. La historia la escriben los hombres, pero no todos participan en sus designios sino lo mejor – o lo peor – de ellos.
La historia de los pueblos latinoamericanos y mucho de la degeneración del sacrificio societal tiene que ver con la influencia extraterritorial y de los influjos filosóficos originados en el viejo continente. Nuestros códigos de valores y de leyes son facsímiles de la España transformada y liberal que se licuó dentro de la mezcla ecléctica de los pensadores latinoamericanos. El constitucionalismo que no esperó por una madurez del pensamiento criollo sentó las bases de la legalidad y procedimientos políticos que fueron plasmándose en las raíces culturales ancestrales sin respetar las posibilidades propias. Por ello la historia se tuerce: laxitud en la normativa; endiosamiento partidista; poder dinástico y justicia que legitima el poder corrupto, son la encarnación viva del mal que aqueja a Latinoamérica y que profundiza y agudiza la pobreza y el marginamiento. Eso desde el plano político. Y si desde la perspectiva económica se trata, para nadie es desconocido que el capitalismo, incipiente en la mayoría de las naciones nuestras sólo ha promocionado la acumulación de capital en oligarquías poco solidarias que polariza la brecha entre ricos y pobres. Hasta aquí nuestro discurso no es muy diferente de la crítica marxista y de la posición de la Teología de la Liberación: los fundamentos propositivos por supuesto no pueden ser iguales.
Con el panorama resumidísimo, la situación de América Latina contrasta grandemente con la propuesta de la salvación vista como tierra ubérrima de justicia, de paz y de solidaridad. Diríamos que las circunstancias no avalan la querencia de Dios ni los preceptos cristianos: la antítesis de esa promesa encarna precisamente una condición de extrema gravedad que no pueden resolver los relativismos demoliberales ni socialistas y que la iglesia – protestante o católica – deberán retomar a partir de ahora. (Ex. 21-22)
Un corazón nuevo para una nación implica una constante preocupación en su rediseño, no porque la misma sea un laboratorio donde se prueben los experimentos. Tal como se concibió la partida de Egipto, la semblanza para la consolidación de una nueva sociedad implica una "solicitud social" (utilizando el concepto de S.S. Juan Pablo II) orientada al auténtico desarrollo del hombre en la promoción de su ámbito. Hay un signo vital en el diagnóstico de la sociedad: la preocupación latente de la iglesia nos conduce a concluir que los símbolos de los tiempos marcan a las nuevas generaciones en la inmensidad de la angustia de esos pobres que sufren y que no encuentran en la democracia ni en las fuerzas del mercado su signo promisorio. Pero tampoco la iglesia en cualquiera de sus denominaciones ha proyectado – bajo la concepción doctrinal de no intervención en las cosas terrenas pues su campo es meramente espiritual – un afán constante en la remoción del mal porque tiene sus limitantes conceptuales en el problema latinoamericano. Quien no haya abierto los ojos en estas tierras y crecido en ella, no puede entender nuestro problema. Por ello ha cedido gran parte de esa asunción crítica a la tesis de la Teología de la Liberación cuya concepción aunque bastante arraigada en la cultura de la pobreza y el sufrimiento, todavía no pudo penetrar en los cimientos culturales ni entendió los planteamientos extrapolados de sus defensores como Jon Sobrino, Pedro Casaldáliga o Leonardo Boff. No encontramos en estas estrellas respetadas, el aterrizaje empírico que vulnere los cimientos de una sociedad enclavada en la desigualdad social. Primero porque la mayoría de los teólogos de la liberación nadan en un mar de conceptos académicos poco o nada entendibles para el profano; y segundo porque los planteamientos se acercan demasiado a la teoría marxista, tanto así que no es extraño encontrar sacerdotes sobre todo jesuitas que coquetean ardientemente con la revolución armada. Muchos de ellos han encontrado en tierras latinoamericanas el fermento que necesitan para apoyar sus tesis por la riqueza profunda en símbolos evangélicos y la misma pobreza como tema central de su anhelo de cambio social, pero entre su "epistemología teológica" y la praxis transformadora existe un profundo abismo espiritual.
Pues bien, independientemente de donde se le quiera ver, la realidad de Latinoamérica exige una nueva visión que retome lo mejor de los relativismos en un sincretismo que lleve a nuevos derroteros políticos, pero la verdad única y absoluta – a pesar de la crítica que pueda desencadenar un pensamiento mecanicista y si se quiere providencial – es que las sociedades con una acentuada pobreza material, pero con una riqueza de afiliación eclesial tienen una gran oportunidad de generar sus propios cambios sociales con la ayuda de la pedagogía eclesiástica, del razonamiento propio que la motive y una nueva teología de profunda raíz cultural que no caiga en la desmesura académica ni en los planteamientos fuera de un orden racional ni empírico. Ese proceso no será repentino como lo quieren ver los teólogos de la liberación, sino cuando las condiciones de una iglesia unificada con una pedagogía que promueva dichos cambios sean una realidad. Y esa pedagogía tenga un respaldo filosófico serio y concatenado a la teología latinoamericana, futuro directo de la iglesia unificada basada en la verdad del continente sin importar los procedimientos ritualísticos. Esa promoción de la pedagogía latinoamericana deberá contar con mucha paciencia para inculcar en los individuos, que las condiciones de pobreza y atraso exigen nuevas generaciones de líderes espirituales que tengan en sus manos la verdad heredada para la salvación. Y esto no tiene mucho de utopía ni mesianismo inocente: surgirá una nueva alianza que nos determine el punto de partida con Dios en una nueva Israel (entiéndase Latinoamérica y los países donde el atraso es evidente) designada para la historia, no como propiedad privada de la selectividad de Dios, sino como un punto de verificación del Nuevo Pacto con Él (Jer. 31, 31-34).
Desde luego, eso nos lleva a un enfrentamiento teórico y práctico con las leyes y el contenido de las mismas dentro de un contexto degenerado del planteamiento demoliberal y de corrupción latente en el continente. Este enfrentamiento tendrá que surgir de una nueva forma de visión legal y legítima fuera del ámbito de esos planteamientos promovidos por el liberalismo y su asentamiento de la democracia. Porque el nuevo hombre y la nueva mujer tendrán que ser ciudadanos conocedores de su historia y de su cultura que implica el conocimiento de sus derechos y de su deber para con Dios. Y habrá que tener mucho cuidado con un sincretismo vulgar que nos limite nuestra concepción del mundo y que incluya las aberraciones que tanto mal le están causando al mundo como la promoción de la homosexualidad y la institución de ésta. Tampoco se trata de legitimar la generación de la riqueza a costa de la destrucción del entorno ecológico o la generación de la riqueza como una virtud colectiva produciéndose más bien una torpeza que fortalezca al estado benefactor que promociona el corporativismo o el paternalismo empobrecedor.
Los políticos tienen una ingente empresa por delante una vez que hayan profesado su fe decisiva dentro de una nueva concepción del mundo que promociona los principios cristianos aún dentro de los contenidos de la ley; que las instituciones están rediseñadas con valores emancipadores que no reconocen afiliación alguna o denominación determinada sino que pasan por los valores universales del respeto y de la solidaridad. Centrarse en el Nuevo Hombre y en la Nueva Mujer aún dentro de los principios políticos, significará que ninguna ideología podrá suplantar a la Verdad Eterna de Dios.
Dentro de la estructura social deberá existir un arreglo que racionalice la generación y la acumulación de la riqueza para que ésta no quede en concentrada inútilmente en pocas manos sin socializarla en la promoción del desarrollo del ser humano. Y debe existir algo distinto dentro de las bondades del capitalismo que nos obligue a diferenciar la acumulación privada sin compartir la riqueza con quienes ayudan a generarla y el capitalismo renovado que promocione el goce compartido de la rentabilidad. De eso se trata la justicia.
Por otro lado, debe existir algo distinto al socialismo que nos diga que esa riqueza puede ser distribuida pero sin demagogia, promoviendo un igualitarismo ineficiente, cuando en la realidad nadie es dueño de nada. Ese socialismo por muy nuevo que sea, no puede existir sin un verdadero compromiso con la fe y la salvación, elementos que le faltaron en la nueva concepción de la nueva sociedad.
No menos enredada la tendrán los intelectuales que tendrán que brindar una nueva concepción de la sociedad basada en aquellos parámetros cristianos; las expresiones de fe no pueden estar separadas y reñidas con los enunciados filosóficos ni científicos. Si Grecia fue conquistada en el Areópago bajo las premisas nuevas del Amor de un Dios desconocido pero no menos verdadero, las ciencias podrán enriquecerse con esta visión de un Ser Humano nuevo; la profesión de la fe no tiene antagonismo con el experimento ni la pesquisa: al contrario: lo místico es para lo místico; la Palabra es un aplicación histórica.
Dentro de ese argumento, Dios ya pone en las manos y en la misión de teólogos y científicos sociales, que la presencia histórica de Dios sólo es posible a partir de ese concepto renovado de Justicia, aplicación que no debe esperar por una explosión violenta de la sociedad sino por una edificación política y eclesial después de un tiempo de consciencia social y cristiana desde luego (Mi. 3, 9-11 y 2, 9). De la justicia pasamos a la ley y de ésta a los sistemas políticos. Saltamos hacia la historia deformada que toma la justicia en el nombre institucional en clara aplicación represiva pero favoreciendo los intereses políticos de grupos y camarillas, excluyendo un gran porcentaje de la población. Pues bien esta legalidad del sistema "democrático" resulta ser su propia negación y su perdición, en el buen sentido de la palabra. Y esta "legitimidad legal" es la que produce la desesperanza y que reclama para sí una revisión de los tiempos en que estamos viviendo.
Porque, aunque la base legal del capitalismo y del socialismo – pero sobre todo del primero – sea la promotora de la injusticia y el desorden imperante, no podemos negar que la ley es necesaria para mantener el orden de la sociedad. Sin ley no hay orden y por tanto no puede haber justicia. Pero la mera presencia de la ley no garantiza la aplicación de una justicia que beneficie a todos por igual. En todos nuestros países, en unos más que en otros, el desaliento que sella en nuestros espíritus la aplicación de las leyes beneficiando a unos más que a otros; de unas leyes que funcionan para favorecer a los mismos grupos de poder, va dejando una estela de poca credibilidad a pesar de los pronunciamientos de los principios democráticos y a la ceguera de la población promedio. Pero más grave aún es que los ciudadanos de esas sociedades crean en un camino sin alternativas posibles; que no exista teleológicamente (visión nihilista) una salida a la crisis de los valores del mundo, especialmente en nuestro continente. Esas leyes que nos han sido heredadas por difusión cultural junto a las costumbres que se permean por todos los medios posibles y que no podemos detener, calan en los espíritus de las naciones jóvenes: las leyes, los códigos, la manera de manejar la economía y la política así como las instituciones siguen un patrón común en toda la región. Y ese patrón se llama inequidad, injusticia, pobreza y muerte de la fe. Pero también significa bajos ingresos, desempleo, cautividad de mercados, baja productividad, bajo acceso a la vivienda, etc. E incluimos la muerte de la fe porque existe una crisis institucional y en la profesión de la fe misma aún con todo el esfuerzo denodado de Roma (más que en el lado del protestantismo) por preservar los valores del mundo.
De manera breve pues, estas son las consideraciones que proponemos desde la perspectiva de la necesidad de una nueva visión para la salvación de la humanidad, surgida desde el centro de la pobreza y del sufrimiento como ejemplo trascendente hacia el mundo. Esa necesidad exige por tanto un nuevo despliegue filosófico, teológico y científico para que Roma y la Iglesia Protestante puedan contribuir al diseño de una nueva sociedad en el Nuevo Milenio.
Conclusiones
1. El Éxodo tal como lo planteamos, supone una esperanza.
Es una esperanza para un pueblo elegido no por la iluminación ni designio de Dios, ni porque pretenda sustituir al gran pueblo de Israel ni distorsionar ni usurpar el camino trazado por la trascendencia judeo-cristiana. Tampoco tiene una ubicación determinada aunque hablemos de América Latina como una limitación geográfica; la trascendencia del mensaje va más allá de esa demarcación. Lo que pretendemos es una liberación entendida del modo más simple y sencillo: el final del sufrimiento de un pueblo determinado. El camino no es utópico por más que lo señalen los Teólogos de la Liberación porque el mal no puede ser una "eternitud" teleológica ni ontológica que nos sirva solamente para generar crítica cómoda. La trascendencia debe derivar de un conocimiento y una vivencia pura in situ de esas contradicciones que presenta la cotidianeidad de la pobreza que experimentamos los latinoamericanos hacia un estado de cualidad de vida e concordancia con los preceptos morales y la solicitud de Dios para sus hijos. Y son condiciones que aunque se plasmen en indicadores macroeconómicos que satisfagan a organismos internacionales, a prestatarios bancarios o a los mismos gobiernos, en la realidad reflejan empíricamente un estatus social de la que emana más bien una pobreza prolongada y una falta de fe de la persona en su presente (si la queremos llamar desesperanza en medio del proceso cotidiano de integración holística a su medio) en el que no encuentra un alivio material ni espiritual precisamente porque su realidad de calidad de vida menguante, no corresponde con la realidad de la materialidad que experimenta los hombres en el Primer Mundo o dentro de una clasificación social en sus propios países.
Las condiciones actuales de la humanidad son condiciones de extrema gravedad para el devenir de la humanidad: odios religiosos; aumento de la violencia en el nombre de Dios; en la creencia firme por la aplicación de los relativismos que no hacen sino, empobrecer más a la población sobre todo del Tercer Mundo; y derivado de ello, todas las contradicciones que degeneran en políticas económicas y sociales que contrastan grandemente con el Plan de Dios para sus pueblos. A ese mal le queda un camino por recorrer que quisiéramos se acabase pronto en estos tiempos actuales, pero sabemos de antemano que no se puede interrumpir abruptamente en el camino de la historia tal como lo planteaba Marx. Nos toca esperar por un recorrido que nos indique el fin de la historia o de los tiempos sin que necesariamente nos refiramos a un final apocalíptico devastador como lo imagina el folklore popular sino a generar las condiciones que la Razón de los pueblos en consonancia con su espiritualidad cristiana inunde las esferas más decisorias de la historia. No interesa la destrucción del estado ni su sustitución, sino más bien su vuelta los orígenes en la pura concepción de Locke. Pero si ese estado se vuelve contra los preceptos de Dios y de los hombres, entonces no queda otro camino más que poner bajo la soberanía del liderazgo, el parlamentarismo de los hombres ante la oclusión de su supuesta representatividad. Todo ello cuando las condiciones sociales pinten para que esos cambios sucedan.
2. El Éxodo es un camino dialéctico.
Se trata de un camino histórico enclavado en la realidad de los pueblos que no encuentran una salida a las condiciones de vida actuales. No hay una salida porque los determinismos económicos y políticos se degastaron en el tiempo y, a pesar del impacto probado del capitalismo en la generación de la riqueza, los resultados de la liberación económica y las supuestas aperturas de la democracia liberal han dejado expuestas en la pobreza a ingentes masas poblacionales que se mueven angustiosamente en medio de mercados tendientes al colapso y en medio de democracias altamente corruptas por el partidismo tradicional. Y entendemos por un camino dialéctico – al decir de Hegel – un recorrido histórico y pragmático en el que las condiciones sociales entren en un choque de fuerzas que planteen la síntesis histórica debida para que los hombres protagonicen en el proceso y puedan decidir sobre sus destinos. Pero a diferencia de Marx, ni las leyes de la naturaleza ni de las de la sociedad pueden emplearse para desatar acontecimientos calculados; estas fuerzas a pesar de las condiciones sociales establecidas, no pueden ser turbulentas ni revolucionarias; y al contrario del mismo Hegel los destinos de la humanidad no pueden verse como dejados al azar ni como predestinación al estilo calvinista ni como meros acontecimientos que se resuelven por inercia. En el medio del fuego dialéctico, la bondad de los hombres es manifiesta desde el mismo momento en que siente que su federación no le abandona y que le preserva su seguridad frente a los demás miembros de la sociedad. Y aunque las diferencias entre los hombres siempre serán una verdad incontrovertible, estas diferencias pueden reducirse en la medida en que los hombres impregnen la política de los valores fundamentales que sólo pueden venir desde la óptica de Dios a través de su Iglesia. Y esos valores cristianos eternos no se deterioran sino que se solapan con la materialidad de la vida, cuando los preceptos cristianos son dejados de lado; se han dejado de lado porque no están hechos con arreglo a cálculo. Son eternos y por ello no caen en la antítesis axiológica ni dentro del marco hegeliano, sino que acompañan las tesis de los hombres y las acciones en cada etapa histórica por una necesidad de transformación cualitativa.
3. El Éxodo es una utopía realizable.
Es realizable porque pretende que la voluntad de los hombres se imponga por sobre la racionalidad del cálculo y el poder per se. No exige de los hombres más que esa férrea voluntad que ha dejado tantas secuelas en la historia y ha sido objeto de tantas discusiones muchas veces estériles desde el punto de vista filosófico. La salida de los problemas que aquejan con el síndrome de la pobreza en toda la expresión de la acepción demográfica a nuestros países, es una y no es desconocida; no se trata de un determinismo religioso, ni un arrebato espiritualista: la salida a los problemas de nuestra región se determinará en la medida que la extensión de la Iglesia a partir de que una nueva pedagogía más intensa inunde los ámbitos políticos y los ámbitos económicos tornando las condiciones del poder en una humanizada lucha por competir en beneficio de la sociedad.
4. El Éxodo no es una Tercera Vía sino una realidad necesaria.
La salida de esta tierra que parece no acabar en la expresión de la pobreza y el ahondamiento del sufrimiento, es una necesidad no planteada todavía desde la perspectiva teológica, filosófica o científica, por lo menos desde la perspectiva latinoamericana de no ser cuando se siguen los planteamientos marxistas o el modelo del liberalismo económico. En nuestro caso, se trata de un planteamiento que surge de la Verdad Eterna, de la Palabra de Dios y de su misión salvadora para la humanidad proyectada en la figura de Cristo. La pretensión que es ingente y quizás desmesurada, es sencilla por su aplicabilidad pero que requiere de su maduración en el tiempo aunque las señales del Año del Jubileo (8) comienzan a tomar forma. No es un planteamiento político aunque su respaldo moral brinda al artificio estructural político, los elementos necesarios para la práctica de la consecución del poder. No es económica pero exige de la racionalidad y el cálculo una base sólida de los principios cristianos, no por sus contenidos que no tienen nada de tecnicismos sino por su verdad en la generación de la riqueza desde la óptica del libre acceso pero sin confundirla con la libre iniciativa que ha llevado al descalabro al capitalismo. La Verdad así planteada no es ninguna novedad; no es un episodio de la historia para nuestros días sino, una verdad eterna y absoluta aunque choque con los principios y métodos científicos y filosóficos. Irradia desde el contenido y la práctica del cristianismo no como un confesionalismo que en nombre de la Iglesia bien podría proponerlo cualquier corriente o bien a la manera de una Democracia Cristiana. Los partidos deben estar abiertos a los principios y enunciados ya sea de Roma o de otra denominación una vez que la pedagogía de la Iglesia adquiera el compromiso no sólo de enunciar sino también de hacer de la comunión una búsqueda denodada en establecer los vínculos con todas las esferas de la sociedad. No quedándose como mera homilética, sino siendo parte de una escalada eclesial en la búsqueda de la felicidad del ser humano como una querencia de Dios.
Si una estructura de poder adquiere visos de un socialismo moderno pero en sus principios no reina la valía de la salvación de los hombres, en el entendido que la mixtura con la Iglesia y su pedagogía no se vislumbre por ningún lado, el igualitarismo empobrecedor seguirá siendo el producto final de esa pretérita práctica del siglo XX que echó por tierra sus cimientos al finalizar el milenio.
Si una estructura de poder deviene en un planteamiento liberal con una estructura parlamentaria exclusivista, el empobrecimiento y la corrupción del atesoramiento desembocará en los líos en la que se encuentra metido el capitalismo actualmente. Porciones inmensas de la población estarán a merced de la corrupción en que ha terminado la democracia liberal a estas alturas de la historia.
Notas
1. Nos referimos al origen del cristianismo y la extensión de la Iglesia alrededor del mundo para salvar a la humanidad desde la trascendencia del espacio geográfico limitado asignado a un país como Israel y a la mundialización ilimitada de la Verdad en la personificación de la Palabra de Dios a partir de su Iglesia.
2. Entendemos el Reino de Dios como el anuncio de una era en la humanidad, caracterizada por un orden social distinto en sus características al establecido en Occidente y Oriente a estas alturas del Siglo XXI y enunciado a partir de la proclamación de los profetas en cuanto a nuevos tiempos de la gracia de Dios. (Mc. 1,14, Lc. 4,21 y Lc. 4,19). Significa también una nueva relación con Dios a partir de una crisis de la humanidad en el que el sufrimiento y las contradicciones se manifiestan a grado tal que nuestro compromiso con la moral se rompe y los valores de la humanidad atestiguan una condición de "flaqueza humana" ante la evidencia de que la opresión de los hombres como una realidad sin salida, sea económica, política e ideológica. Las diferencias de las posturas filosóficas, teológicas y científicas, así como la buena intención de la Iglesia de Dios, contribuyen en poco o en nada a lau liberación o salvación de esa humanidad.
3. Entendemos por el mal, el carácter de aquello que se opone al bien y a los propósitos de Dios. Se concibe como un defecto o daño hecho a la creación de Dios. El mal se entiende como los actos voluntarios hechos por una o más personas que dañan a terceros y que afectan los derechos naturales y divinos de los hombres. Este carácter del mal puede extenderse desde los actos individuales contra los preceptos de Dios pero también contra las leyes de los hombres y que puede convertirse en un mal social cuando en un sistema, el poder y la autoridad rompen el pacto original en que se concibe un acuerdo o contrato de convivencia.
4. Cuando nos referimos a la Iglesia estamos hablando desde luego de la Iglesia Católica, pero en esta consideración, buscamos que el Protestantismo en cualquiera de sus variantes tome el papel correspondiente que trascienda a la espiritualidad tan necesaria para cambiar el destino del mundo actual y trascienda en una pedagogía ecuménica que coadyuve a la transformación y entronización del reino de Dios.
5. Para efectos de la misión de Dios revelada al mundo, ver la Pascua, el paso del Señor no como una utopía sino como una realidad concreta que subyace en la sustancia de los sistemas políticos (Is. 1,24)
6. Estos conceptos, de mi responsabilidad, no están basados en estudios científicos ni tienen respaldo bibliográfico; nada más a pura observación y constatación conductual, las personas de clase media y alta en países como Honduras, tienen como actitud férrea, la asistencia al ritual litúrgico como medio de salvación, pero sus conductas sociales no reflejan la fe que afirman poseer. Esta hipocresía se apoya con otros comportamientos como el endiosamiento del consumo y de la posesión material que no requiere más que una ligera afiliación eclesial para conjuntar una vida sin limitaciones y en abundancia material.
7. La historia, según Hegel no es más que una sucesión de causas y efectos no separados de modo que los sucesos tan necesarios en la formación de la historia de la humanidad forman un continuum que no distingue qué vino de qué. En otras palabras, pueden haberse dado tantas opciones, no sólo la degeneración eclesial en su institucionalidad, la que promovió los cambios sociales, sino también una larga línea de fenómenos como la formación del capitalismo en Inglaterra desde el Medioevo. Una buena referencia a ello buscarla en Maurice Dobb y su obra "El origen del capitalismo".
8. El Año del Jubileo se trata de un final de la historia donde el usufructo de los medios de generación de la riqueza pasa a manos colectivas. No tiene ninguna connotación marxista sino que en Levítico, surge una ley judaica de profundo contenido social que hace frente a la desigualdad y a la injusticia social. El paralelismo con la realidad del mundo de hoy en Latinoamérica como en otras partes del planeta tiene que ver con la necesidad de plantear con entereza y ejecutar profundos y revolucionarios cambios en la tenencia de los medios de producción, al menos en el entendido de por lo menos aquellos factores que ayuden a cumplir las aspiraciones de los individuos a sabiendas de sus potencialidades individuales
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Autor:
Héctor Amado Martínez
(Biólogo y Sociólogo)
San Pedro Sula, Honduras
Septiembre del 2008
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