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Mujeres que sufren violencia de pareja: estilo de apego a la relación actual (página 2)


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b).- Los patrones de respuesta emocional: Los modelos internos de trabajo también guían los patrones de respuesta afectiva. Se sugiere que los modelos internos operan a través de dos vías o patrones de respuesta: la apreciación primaria, que se relaciona con la evocación automática de una respuesta emocional inmediata frente a situaciones relacionadas con el apego; y la apreciación secundaria, que equivale a una interpretación de una respuesta emocional, vale decir, cómo se explica. A partir de ello, se deduce la existencia de una influencia recíproca entre ambos procesos, ya que la emoción puede ser mantenida, cambiada o alterada por la apreciación secundaria.

c).- Patrones comportamentales de respuesta: Los modelos operativos ejercen influencia sobre lo que las personas piensan y sienten sobre sí mismos y sus relaciones, guiando así el comportamiento. De este modo, al igual que en las dimensiones anteriores, exististirá variación en las conductas de personas con distintos tipos de apego, en tanto piensan y sienten de manera disímil.

Sistemas de memoria y proceso de exclusión defensiva

El estudio de la memoria a largo plazo llevado a cabo por Tulving (1972)[7] y Norman (1976)[8], concluyó que existe más de una forma de almacenamiento y recuperación de la información. De este modo, se introdujo una distinción entre memoria episódica y semántica, donde la primera conlleva el almacenamiento de la información se lleva a cabo en forma secuencial y autobiográfica, en forma de episodios o hechos ordenados temporalmente y de acuerdo con un significado particular, cuyo elemento central es la identidad personal de la experiencia recordada, a partir de lo percibido. En contraste, la memoria semántica contiene información en forma de proposiciones generalizadas sobre el mundo y los otros, derivadas de la experiencia personal o aprendida de otros cercanos, donde predomina lo que los otros le dicen. Esto implica que la entrada al sistema de recuerdos semánticos implica la existencia de una estructura cognitiva (Bowlby, 1980, 1993; Schacter y Tulving, 1994). En 1987, Schacter distinguió entre dos tipos de memoria: la memoria explícita, que se refiere a lo intencional y a la recolección consciente de episodios pasados, mientras que memoria implícita alude al uso no intencional e inconsciente de información previamente adquirida. Si bien ha existido una reformulación de los conceptos y tipos de memoria[9]se mantiene la idea de que no es una entidad unificada y estanca, y lo que se entiende por memoria representa varios sistemas en interacción (Schacter y Tulving, 1994).

Respecto a la información del apego, los recuerdos de la conducta y las palabras pronunciadas en ocasiones particulares se archivan en forma episódica, mientras que las generalizaciones sobre la madre, el padre y sí-mismo, contenidas en los modelos internos de trabajo se almacenan en forma semántica, sea de manera analógica, proposicional o una combinación de ambas. Es común que la información semántica no sea congruente con lo almacenado de manera episódica, pudiendo ser contradictoria e incluso incoherente entre los juicios generalizados y los ejemplos concretos, situación que tiende a producir una sensación de perturbación y malestar. En otros casos puede existir seria dificultad para acceder a la información contenida en alguno de estos dos sistemas, presumiblemente porque no existe unificación de lo almacenado a largo plazo. Independiente de cual sea el caso, Bowlby consideró que las imágenes, propias del almacenamiento episódico, contendrían información de mayor validez, en tanto involucra al sí-mismo que las personas experimentan como verdadero (Bowlby, 1980, 1993).

Existen dos formas de información predictiva (temporal y contextual) que conducen a dos patrones de apego básicos, los tipos A y C respectivamente. Los individuos que usan una estrategia tipo A "pura" (evitativos) omiten la información afectiva después de un procesamiento posterior, y de ese modo la conducta, mientras los individuos que usan una estrategia tipo C "pura" (ansiosos) omiten la cognición después de un procesamiento posterior y también la conducta. En contraste, las personas con un patrón tipo B (seguros) logran integrar información sobre el afecto y la cognición, existiendo una comunicación recíproca, abierta y directa de las expectativas, sentimientos y, consecuentemente, menor vulnerabilidad a psicopatología (Bowlby, 1980, 1993).

En los seres humanos, la gran mayoría de la información que llega es sistemáticamente excluida del procesamiento posterior con el fin de evitar que las capacidades atencionales se vean constantemente distraídas y sobrecargadas de información trivial, mostrando un propósito adaptativo en la mayoría de los casos. Este proceso, denominado exclusión defensiva, puede producirse respecto a información almacenada previamente en la memoria a largo plazo, o bien como resultado de cierto bloqueo perceptual de la información que llega a través de los órganos sensoriales. Se plantea que la evidencia tiende a avalar con mayor fuerza esta segunda alternativa (Bowlby, 1980, 1993). En esta línea, Bowlby planteó que "es posible procesar la entrada sensorial fuera de la conciencia y, de acuerdo al significado anterior que se le atribuye, la entrada anterior puede verse aumentada o reducida" (Bowlby, 1980, 1993, p.72).

Basándose en los planteamientos de Peterfreund (1971)[10], Bowlby plantea que la información que es excluida defensivamente fue procesada en algún momento, pero produjo un importante grado de sufrimiento o puso al sujeto en conflicto con los propios padres. Este proceso puede ocurrir cuando la conducta de apego de un niño es activada pero no encuentra respuesta por parte de sus cuidadores, situación que, de repetirse con frecuencia y durante largos períodos promueve la desactivación de los sistemas que controlan la conducta y el apego emocional (total o parcial). Esta desactivación suele aparecer durante los primeros años de vida, período donde el infante es más vulnerable a la separación o a las amenazas relacionadas con ella. También puede constituirse si el niño observa rasgos conductuales en su cuidador, que él mismo desee ocultar, lo que puede manifestarse en alguien que mantenga una imagen consciente favorable de su progenitor, pero a nivel menos consciente coexista una imagen caracterizada por el abandono, rechazo o maltrato sufridos. En este caso, ambas imágenes se mantienen escindidas y se excluye cualquier información que no coincida con la almacenada a nivel más consciente (Bowlby, 1980, 1993).

Es posible que en la adultez, la exclusión defensiva gatille respuestas conductuales aparentemente desconectadas de la situación, persona o estado anímico que las causa, genere tendencia a culparse a si mismo por lo que ocurra, o bien, que el individuo llegue a ocuparse insistentemente en sus propias dificultades o enfermedades. Todas estas estrategias cumplirían la función de desviar la atención de lo que ocurre, siendo menos doloroso que atender al verdadero origen del malestar (Bowlby, 1980, 1993).

Finalmente, es importante señalar que otros autores han descrito procesos que pueden asemejarse a la exclusión defensiva. Crittenden señala que en algunos casos, la información relativa al apego puede ser errónea, omitida, distorsionada o utilizada engañosamente (Robson, y Savage, 2001), mientras Fonagy señala que los individuos con apego desorganizado presentarían modelos mentales donde no existe conciencia de lo mental y prima el fraccionamiento por sobre la integración (Fonagy, 1999b).

EVALUACIÓN DEL APEGO EN ADULTOS

En la perspectiva del apego han existido dos vertientes de investigación: las observaciones conductuales de los niños y de sus progenitores y, paralelamente, las representaciones mentales del apego en adultos y en el funcionamiento diádico.

a).- Observaciones conductuales de los niños y de sus progenitores: Esta tradición se ha basado en la observación de niños y sus figuras de cuidado, para investigar los patrones de conducta social infantil, en tanto reflejan una organización de apego subyacente y, a partir de ellos, es posible hacer un seguimiento de los efectos que tienen estos patrones sobre el desarrollo. Así, en 1978, Mary Ainsworth realizó por primera vez el experimento de la Situación Extraña (SST), medición estandarizada que permitió determinar la seguridad de los apegos en la díada niño-progenitor. En ésta, un progenitor y un niño de entre 12 y 18 meses de edad, entran en una sala de laboratorio llena de juguetes; luego se les une una mujer extraña; el progenitor deja al/la niño/a solo/a con la extraña; el progenitor vuelve y la extraña sale; el progenitor sale; la extraña vuelve y; finalmente, el progenitor vuelve. En respuesta a las dos secuencias de separación y reunión con el progenitor, los niños fueron clasificados en una de las tres categorías primarias de apego, a las que posteriormente se adicionó el estilo desorganizado (Fisher y Crandell, 2001; Martínez y Santelices, 2005).

b).- Representación mental del apego en adultos y funcionamiento diádico: La segunda vertiente ha estudiado las representaciones mentales en adultos respecto de las relaciones de apego, enfocándose en la manera como los individuos piensan y organizan mentalmente sus vínculos de apego infantiles y como ésto influye en la calidad y naturaleza de sus relaciones en la adultez. En otras palabras, para las relaciones interpersonales adultas, lo central son las "representaciones mentales" de esos apegos, más que la calidad de estos apegos primarios en si mismos (Fisher y Crandell, 2001). De este modo, a partir de las experiencias de apego tempranas, se construye un "modelo de trabajo interno" de las relaciones que se lleva adelante y se repite en las relaciones subsecuentes (Bowlby, 1969, 1998), lo que, de acuerdo a Main, implica la existencia de un cambio desde la identificación de los patrones conductuales, hacia la representación mental del apego (Fisher y Crandell, 2001).

En 1985, Main, Kaplan y Cassidy, desarrollaron la Adult Attachment Interview (AAI) o Entrevista del Apego en Adultos, una entrevista semi-estructurada que tiene por finalidad evaluar "el estado mental individual respecto del apego" o significado actual que los sujetos le dan a sus relaciones de apego infantiles, considerando las descripciones de estas vivencias, el lenguaje utilizado durante la entrevista, así como la capacidad para entregar un relato integrado y coherente de la experiencia y de su significado (Thompson, 2000).

En esta entrevista, los adultos deben describir su relación con sus padres durante la niñez. Las transcripciones de estas entrevistas son evaluadas para determinar la coherencia del relato. Al respecto, Main entiende este concepto como el grado de conexión, lógica, argumentación e ilación en lo que se dice, tomando como base los planteamientos de Grice (1975), sobre el principio de cooperación y las máximas de cantidad, cualidad, relevancia y modo. A partir de ellas se determinaron parámetros y características propias de cada estilo discursivo[11](Fisher y Crandell, 2001; Main, 2001; Martínez y Santelices, 2005). A partir de las particularidades del relato, Main identificó las mismas 4 categorías delineadas por el experimento de la Situación Extraña, pero en adultos:

1.- Los adultos clasificados como seguros o libres de evaluar, comparten una organización común de pensamiento con respecto a su relación temprana con sus padres. Muestran un discurso coherente y disposición a colaborar, tanto si sus experiencias son descritas como favorables o no. Valoran el apego y mantienen cierta objetividad frente a cualquier otra relación o experiencia concreta. Su razonamiento es flexible, siendo capaces de acceder a recuerdos específicos, integrando aspectos positivos y negativos de sus padres en el contexto de una representación coherente y considerando que estas experiencias fueron importantes para su propia personalidad en la adultez.

2.- Los sujetos clasificados como inseguros evitativos suelen describir a sus padres como normales o excelentes, pero sus recuerdos específicos de infancia pueden incluso contradecir estas descripciones, o presentar dificultad para acceder a ellos. Sus descripciones son cortas y tienden a señalar que las experiencias negativas no les han afectado, minimizando la importancia del apego en sus vidas.

3.- Los individuos clasificados como inseguros ambivalente-ansiosos se muestran preocupados por sus experiencias, parecen enfadados, confusos, temerosos o abrumados. Tienen acceso a recuerdos específicos, pero predominantemente negativos, no logrando integrar sus experiencias en un conocimiento coherente de la relación con sus progenitores. En la entrevista presentan expresiones imprecisas y confusión gramatical en algunas frases. Sus descripciones son largas y sus respuestas irrelevantes. Se observan preocupados por sus experiencias pasadas, las que no son descritas de manera coherente o lógica.

4.- Del mismo modo que para la Situación Extraña, algunos adultos en la AAI pueden ser clasificados como irresueltos o desorganizados. Estas personas muestran un pensamiento desorganizado y desorientado, pudiéndose observar grandes lapsos en el relato al tocar temas relativos a la pérdida de familiares o abusos. La entrevista pone de manifiesto que alguna experiencia traumática no ha podido ser superada; a su vez, las relaciones de apego en la infancia se caracterizaron por la presencia de conflicto, desamparo, disforia y conducta coercitiva o impredecible de parte de sus cuidadores (Fisher y Crandell, 2001; Martínez y Santelices, 2005).

Además la AAI, existen otros instrumentos similares que se han derivado de ella, como la Entrevista de Historia de apegos (HAI) de Bartholomew y Horowitz (1991b), la Entrevista de Relación Corriente (CRI) de Crowell y Owens (1998), y la Entrevista conjunta de apego en la pareja (CAJI), instrumento que hasta el año 2001 estaba siendo desarrollado por un equipo del Instituto de Estudios Maritales de Tavistock (TMSI) (Fisher y Crandell, 2001).

La HAI es una combinación modificada de entrevistas anteriores como la Entrevista del apego de pares (PAI) y la Entrevista del apego de la familia (FAI). Evalúa el carácter de las relaciones familiares, al considerar la relación del individuo con sus padres, la presencia de eventuales separaciones, experiencias de rechazo, relación de pareja entre los padres, entre otras. A su vez, indaga en la relación con pares, considerando las amistades, relaciones de pareja, historia de relaciones, relación de pareja actual, comunicación, apoyo y reciprocidad, entre otras dimensiones. Del mismo modo, se adentra en conocer algunas características de sus relaciones en general (Bartholomew y Horowitz, 1991b).

La CRI explora el apego adulto en la relación de pareja, aplicándose a ambos integrantes por separado. Evalúa dimensiones como la intensidad de relaciones pasadas, satisfacción con la relación, aceptación o rechazo al apego, búsqueda y entrega de cuidados, valoración de la intimidad y la independencia, temor a la pérdida, coherencia de la transcripción y características del discurso, entre otras (Crowell y Owens, 1998).

La CAJI es una entrevista clínica semiestructurada que surgió con el propósito de evaluar el apego complejo, concepto planteado por Fischer y Crandell (2001). Se inspiró en la AAI, pero difiere de la Entrevista de relación actual (CRI) y de otras evaluaciones, en que se dirige y conduce conjuntamente con ambos integrantes de la pareja, como si fueran una sola entidad. Su objetivo es indagar las representaciones conjuntas de la pareja y la conducta observada, apuntando a capturar la seguridad de la relación como un todo y no para cada miembro de la pareja (Fisher y Crandell, 2001).

Además de las entrevistas, existe otro método para medir el apego en adultos, que difiere en varios aspectos: los cuestionarios. Su objetivo, más que examinar los modelos usados actualmente en las primeras relaciones padre e hijo, es evaluar los estilos de apego en las relaciones de pareja adultas a través de preguntas que se enfocan explícitamente en si un individuo se siente merecedor de recibir cariño y si su pareja estará disponible para apoyarlo cuando él lo necesite (Mikulincer, Florian, Cowan y Cowan, 2002).

En 1987, Hazan y Shaver crearon un Cuestionario de autorreporte para adultos basados en los tres patrones de apego de niñez descritos por Mary Ainsworth: seguro, evitativo y ansioso. Estos autores centran su interés en grandes poblaciones de sujetos normales, prefiriendo utilizar cuestionarios simples y enfocarse en las relaciones sociales adultas, incluyendo las amistades, relaciones de noviazgo y el matrimonio (Bartholomew y Shaver, 1998).

Luego de revisar ambas tradiciones de investigación en el área del apego adulto, Bartholomew (1990) concluyó que existen diferencias en las áreas de enfoque, en tanto uno se centra en descripciones retrospectivas de las relaciones padres-hijo y el otro en experiencias más recientes de las relaciones amorosas en la adultez, por lo que no sería correcto asumir una equivalencia de representaciones en ambos dominios, ya que las distintas posibilidades vitales de un individuo hacen probable que los modelos operativos internos con los padres difieran de los modelos de relaciones de pareja en la adultez, toda vez que se puede sentir y actuar de modos diferentes en distintos tipos de relación (Bartholomew y Shaver, 1998).

Por otra parte, ambas líneas de investigación reflejan diferentes conceptualizaciones del apego adulto, en tanto las entrevistas (principalmente la AAI) se enfocan en las dinámicas de los modelos operativos internos que se revelan indirectamente en el lenguaje del individuo, bajo el supuesto de que no existe conciencia de estas dinámicas (Bartholomew y Shaver, 1998). En contraste, las mediciones realizadas a través de cuestionarios de autorreporte se enfocan sólo en los sentimientos y conductas más concientes que un sujeto puede describir sobre sus relaciones, aunque muestran validez respecto a la forma en que las personas se comportan realmente en sus relaciones cercanas[12](Martínez y Santelices, 2005). De este modo, Bartholomew y Horowitz han estudiado ambos tipos de mediciones, concluyendo que ambos no son convergentes. Adicionalmente, estas comparaciones no han arrojado asociaciones estadísticamente significativas, particularmente con respecto a las categorías tipológicas dadas por ambos tipos de instrumentos, en tanto existen clasificaciones que no son equivalentes y términos que no pueden ser replicados, como la distinción hecha por Bartholomew entre las dos subclasificaciones del estilo evitativo: rechazante (de la AAI) y temeroso (propio de Hazan y Shaver) y estudios incluyen la categoría AAI de apego desorganizado y autorreportes que no la consideran (Bartholomew y Shaver, 1998; Martínez y Santelices, 2005).

Pese a existir un acuerdo parcial entre los métodos de medición del apego, la revisión de las investigaciones efectuada por Mikulincer y cols. (2002) concluyó que estos estudios, pese a utilizar métodos disímiles, tienden a producir resultados similares en lo relativo a las conexiones entre los patrones de apego y la calidad de la relación marital.

Reconociendo las diferencias entre entrevistas como la AAI y las mediciones de autorreporte de los estilos de apego, Waters, Crowell, Elliott, Corcovan y Treboux (2002) plantean que ambos métodos no son excluyentes para evaluar y extender la lógica de la teoría del apego, y la combinación de ambos abre la posibilidad de detallar la teoría y, paralelamente, mantenerla accesible al análisis empírico.

En conclusión, las mediciones del apego adulto difieren en término de dominio (familiar, de pares, o de relaciones románticas), metodológicos (entrevista, Q-tipo, o auto-reporte), dimensionales (categorías, clasificaciones de prototipos, o dimensiones) y en relación a los sistemas de categorización, donde las diferentes mediciones pueden constituirse en un continuo de todas estas áreas (Bartholomew y Shaver, 1998).

En Chile no existe una tradición en medición o investigación del apego en adultos, por lo que los investigadores no cuentan con instrumentos adaptados para nuestro país, que permitan evaluar apego en adultos. Pese a ello, existen proyectos de validación de algunos instrumentos existiendo sólo algunas tesis de pregrado. Dentro de ellas, cabe mencionar los estudios realizados por Michel y Vega el año 2001, quienes utilizaron mediciones de apego para evaluar muestras clínicas de adultos y, en 1997, Albala y Sepúlveda realizaron una adaptación y validación del cuestionario de autorreporte "Parental Bonding Instrument" (PBI) de Parker, Tupling y Brown (1979) (Martínez y Santelices, 2005).

ESTILOS DE APEGO EN RELACIONES DE PAREJA ADULTA

Collins y Read (1990) analizaron la relación entre la historia de apego y las creencias sobre si mismo y los otros. Concluyeron que, en comparación con los individuos inseguros, los sujetos seguros tienen una imagen de si mismos más positiva, con mayor propensión a creer en la generosidad y buena voluntad de las personas, sintiéndose más capaces de controlar sus propias vidas. Sus visiones del amor fueron más románticas que prácticas, tienen expectativas más positivas acerca de su relación de pareja, y tendieron a reportar relaciones cálidas con sus figuras de cuidado durante los primeros años de vida.

Complementando estos hallazgos, elementos como la auto-aceptación, seguridad y una visión positiva de sí mismo y de los otros favorecen el acercamiento a los demás y relaciones interpersonales ricas, largas y satisfactorias (Díaz y Sánchez, 2002). Así también, se encontró que las personas con apego seguro tienen mejor autoestima (Bartholomew, 1991), tienden a reaccionar con menos stress emocional a los eventos estresantes que la personas con apego evitativo o ansioso y presentan mayor capacidad de percibir las necesidades de otros que los individuos con estilos inseguros (Mikulincer, 1998).

En contraposición, los individuos inseguros tienden a mostrar una menor autoconfianza, creen que la naturaleza humana es un tanto complicada y difícil de entender y que los otros son menos altruistas. Los estilos de amor predominantes se caracterizan por la obsesión y dependencia, y señalaron que durante su infancia experimentaron inconsistencia en la entrega de cuidados. Se concluye también que existe relación entre los distintos estilos de apego y las diferentes creencias de si mismo y de los otros (Collins y Read, 1990). En esta misma línea, Baldwin, Keelan, Fehr, Enns y Koh-Rangarajoo (1996), encontraron que haber sufrido experiencias de ser herido, abandonado o rechazado, incluso pocas veces, puede sentar las bases para un acercamiento negativo de apego, de carácter crónico.

Estos hallazgos pueden explicarse desde lo planteado por Fonagy, quien hipotetiza que los individuos inseguros pueden encontrarse en desventaja porque durante la infancia sus cuidadores no facilitaron la capacidad de mentalización en una relación de apego seguro, instalando un sentido de vulnerabilidad; pueden haber desarrollado desinterés emocional para considerar la perspectiva de los demás, quienes son vistos como hostiles y no reflexivos; o porque las relaciones subsecuentes se ven amenazadas por la falta de un modelo que haga atribuciones sobre el estado mental en el trauma original y en las experiencias ulteriores; o bien, porque no distribuyen de manera balanceada los recursos mentalizantes entre sus mundos interno y externo, volviéndose hipervigilantes hacia los otros pero sin aprehender sus propios estados (Fonagy, 1999 b).

El mejor predictor de la calidad de la relación para las mujeres fue si sus compañeros están cómodos con la cercanía, y para los hombres el mejor predictor fue si sus compañeras evidenciaban ansiedad frente al abandono o al rechazo. A juicio de los autores, esto sugiere que las diferencias de sexo son consistentes con los estereotipos de género y son atribuibles a que las mujeres han sido socializadas para desarrollar la cercanía y los hombres para desarrollar la identidad personal. Esto puede llevar a que los hombres sean más sensibles a las muestras de preocupación y apego por parte de las mujeres, mientras que las mujeres estarían más atentas ante una eventual evitación de los hombres (Collins y Read, 1990).

A su vez, otras evidencias indican que el estilo de apego y la calidad de la relación son predictores del resultado de una relación amorosa. Así, el estilo de apego por si solo, predice las respuestas emocionales, hallazgo que resulta consistente con la idea de que los adultos con diferentes modelos operativos internos están predispuestos a pensar, sentir y comportarse de manera distinta en sus relaciones (Collins, 1996). Otros autores han encontrado evidencias que sugieren que los modelos representacionales del apego pueden influir o reflejar la calidad de las relaciones íntimas en la adultez. Así, las parejas formadas por individuos inseguros muestran mayor grado de negatividad y conflicto, menos patrones constructivos de comunicación, ajuste marital más pobre y una mayor dificultad para regular los afectos que las parejas en las que al menos uno de los miembros presenta un estilo seguro (Fisher y Crandell, 2001).

Las parejas que muestran un mejor funcionamiento se involucran en interacciones constructivas y sus participantes las perciben como un factor que mejora la calidad de la relación. En el ámbito interpersonal, las personas seguras tienden a ser más cálidas, estables y con relaciones íntimas satisfactorias, y en el dominio intrapersonal, tienden a ser más positivas, integradas y con perspectivas coherentes de sí misma. Además, de presentar menos propensión a la rabia, expresan su enojo de manera controlada, sin señales de hostilidad a los otros y buscan resolver la situación una vez que están enojados (Mikulincer, 1998).

En contraste, el apego evitativo suele ser un predictor de ineficiencia en la búsqueda de cuidados (Collins y Feeney, 2000), vinculándose a incomodidad, rechazo y en ocasiones ansiedad ante la cercanía de otros, lo que va en desmedro de la satisfacción y conductas positivas en las relaciones de pareja (Díaz y Sánchez, 2002).

Contrariamente al estilo evitador, el apego ansioso predice una pobre entrega de cuidados (Collins y Feeney, 2000). Ambos tipos de apego se caracterizan por tener mayor propensión al enojo, caracterizándose por metas destructivas, frecuentes episodios de rabia y otras emociones negativas (Mikulincer, 1998).

De acuerdo a Bartholomew y Horowitz (1991a), se espera que en las relaciones de pareja adultas cada uno de los miembros logre funcionar como una figura de apego para el otro, es decir, que el sistema de apego sea bidireccional, donde cada cual pueda tolerar la ansiedad de ser dependiente del otro y también que el otro dependa de él. Como las exigencias de la relación requieren, los miembros de la pareja pueden moverse empática y flexiblemente entre las posiciones de dependencia y de ser quien brinda apoyo. Esta naturaleza dual del apego en la pareja corresponde al término "apego complejo", en tanto presenta una dimensión adicional en comparación con el apego en las díadas padre/hijo.

La calidad del apego complejo en la pareja se encuentra influenciada en gran medida por los modelos de apego de cada uno. Así, es posible suponer que los estados de seguridad mental en las relaciones de apego infantil se relacionen con la capacidad de reciprocidad en la adultez. Por el contrario, los estados mentales inseguros suelen relacionarse con patrones rígidos y posiciones fijas en la relación (Fisher y Crandell, 2001).

En base a la conceptualización de apego complejo, Fisher y Crandell (2001) describieron posibles combinaciones de los patrones de apego en las parejas adultas:

  • a) Las parejas en que los dos miembros presentan un apego seguro, presentan mayor flexibilidad para moverse entre la dependencia y el apoyo, mejor capacidad de empatía con los pensamientos y sentimientos del otro, así como expresión y recepción abierta de las necesidades de cuidado.

  • b) Respecto a aquellas parejas en que ambos integrantes tienen un estilo inseguro, es preciso señalar que existen tres posibles combinaciones de patrones de apego. Pese a ello, las tres presentan aspectos comunes como la falta de flexibilidad, mutualidad y bidireccionalidad propia del apego adulto, evidenciándose asimetría y escasa preocupación por las necesidades del otro.

  • Las parejas en que ambos tienen un tipo de apego evitativo se presenta una desvalorización de la dependencia, así como negación de las necesidades y sentimientos que impliquen vulnerabilidad. Se adopta una posición de "pseudoindependencia" que, más que independencia natural, refleja una postura defensiva. La expresión de dependencia de alguno de los miembros, pone en crisis el contrato implícito de no-dependencia.

  • Las relaciones donde ambos integrantes tienen un estilo ansioso se caracterizan por un estado mental en el sistema de apego de la pareja que se traduce en un sentimiento crónico de carencia, potenciando la creencia de que el otro nunca va a satisfacer las necesidades propias. En este patrón existe rabia, demanda constante, ambivalencia y frustración, con alto nivel de desacuerdo abierto y conflicto, ya que ambos miembros compiten por la posición de dependencia y, al mismo tiempo, la resisten.

  • Aquellas parejas donde existe combinación de los estilos evitativo y ansioso suelen caracterizarse por ser sistemas muy conflictivos, en tanto el individuo ansioso expresa la mayor parte del descontento, mientras que el evitativo piensa que el único problema es el descontento del otro. Coincidiendo con el estereotipo tradicional de género, el ansioso se siente permanentemente frustrado y abandonado y el evitativo ataca y menosprecia estas demandas. Al intensificarse la protesta del individuo ansioso, se produce una respuesta de aumento en la defensividad del evitativo. Así también, es muy probable que tiendan a ejercer violencia contra el otro.

  • c) La combinación de un miembro seguro y otro inseguro en una pareja puede representar un desafío a las tendencias rigidizadas de los individuos con apego evitativo y ansioso. Así, puede significar una experiencia emocional correctiva si el miembro inseguro de la pareja (sea ansioso o evitativo) llega a ser capaz de comprometerse de manera más flexible. Puede ocurrir, con menor probabilidad, que el individuo seguro tienda a insegurizarse, lo que se encontrará mediado en mayor medida por la variable género (Fisher y Crandell, 2001).

En este sentido, resulta indispensable para el desarrollo de una relación armónica entre dos individuos, que ambos logren ser conscientes del punto de vista del otro, de sus objetivos, sus sentimientos e intenciones y exista disposición a realizar los ajustes conductuales necesarios en pos de alcanzar objetivos comunes. Esto hace necesario que cada uno tenga modelos relativamente exactos de si mismo y del otro, con flexibilidad para actualizarse e incorporar nuevas experiencias (Bowlby, 1988, 1989).

Berman, Marcus y Berman (1994), plantearon que los modelos operativos internos son procesos cognitivos que pueden ayudar a predecir las reacciones esperables de una pareja, sobre la base de interacciones reciprocas anteriores (almacenadas en el inconsciente). Estos modelos suelen activarse al percibir amenazas en el apego (Ballard, 2004).

Kobak y Hazan (1991) enfatizaron que la no actualización de los modelos internos puede hacer que los compañeros conserven expectativas irrealistas del otro, incentivando así relaciones con mayor disfuncionalidad.

De este modo, las parejas con buen ajuste marital describen modelos internos de trabajo caracterizados por la seguridad y capacidad de comprometerse, negociar, regular las emociones y mantener una buena autoestima (Collins y Read, 1990; Kobak y Hazan, 1991). Al confrontar problemas, los adultos con apego seguro se sienten cómodos al pedir ayuda si están angustiados (Feeney, Noller y Roberts, 2000). Al mismo tiempo, se ha sugerido que una pareja apoyadora puede contribuir a erradicar modelos internos negativos de su compañero (Bartholomew, Henderson y Dutton, 2001), presentan modelos de trabajo donde cada uno es capaz de confiar en el otro y describen mejores niveles de ajuste marital que las parejas inseguras. Desde un punto de vista relacional, las personas inseguras, tienden a dudar de sus parejas de manera significativa, pudiendo predecir desconfianza o irresponsabilidad de su compañero/a y se anticipan al rechazo de los otros, al basarse en modelos operativos anteriores de sus relaciones pasadas (Kobak y Hazan, 1991).

Crittenden critica el concepto de modelos operativos internos, por encontrarlo supuestamente estático y por estar contenido en el concepto "representación disposicional" que utiliza en su reemplazo. Éste último es entendido como un proceso intrapersonal derivado del contexto relacional con las figuras de apego, donde la representación incluye el apego, el cuidado y la conducta sexual, configurando una percepción de sí mismo en el contexto presente, guiando la conducta particular (Crittenden, 2005; 2006).

VIOLENCIA CONTRA LA MUJER

CONTEXTO ACTUAL DE LA VIOLENCIA CONTRA LA MUJER EN CHILE

Al adentrarse en este tema es necesario considerar que en el 98% de los casos de violencia intrafamiliar en Chile, corresponden a violencia contra las mujeres (Marín, 2006). El estudio "Detección y Análisis de la prevalencia de la violencia intrafamiliar", realizado por la Universidad de Chile por encargo del SERNAM el año 2001, consideró un total de 1.358 mujeres en la Región Metropolitana y 1.363 en la Región de la Araucanía, concluyendo que un 50.3% de las mujeres ha experimentado situaciones de violencia en la relación de pareja alguna vez en su vida; un 34% de quienes se encuentran casadas reconoce haber vivido violencia física y/o sexual; y un 16.3% ha sufrido violencia psicológica (SERNAM, 2001a).

En sectores bajos, la cifra de mujeres que ha sufrido violencia asciende a un 59.4 %. En contraste con estos datos sólo un 49.7%, nunca ha experimentado episodios de violencia (SERNAM, 2001a). Al respecto, cabe considerar que en la Región Metropolitana, las menores tasas de denuncias por violencia intrafamiliar corresponden a las comunas de Vitacura, Las Condes y Providencia (Gobierno de Chile, 2006). Estros datos ponen en evidencia los factores que constituyen mayor riesgo para las mujeres, dentro de los cuales se encuentra la baja escolaridad, el comportamiento violento de su pareja con los pares, la precariedad de los empleos, así como la historia de violencia de cada uno de los miembros de la pareja, elemento que resulta crucial como factor de reproducción en la vida conyugal (SERNAM, 2001a). Según informa la Organización Mundial de la Salud (OMS), las mujeres que viven en la pobreza sufren violencia en mucha mayor proporción, lo que comprueba que al descender en la escala socioeconómica y mientras menor sea el nivel educacional de la mujer, mayor es el riesgo de encontrarse en situación de malos tratos por parte de la pareja (Peña, 2005; SERNAM, 2001a).

Así, la expresión más extrema de la violencia de género, que ocurre tanto en el ámbito privado como público, puede manifestarse en el femicidio (Rojas, Maturana y Maira, 2004). Al respecto, un informe elaborado por la Corporación La Morada y encargado por Naciones Unidas, señala que la mitad de los asesinatos de mujeres en Chile corresponden a femicidios. Estos crímenes pueden evidenciar algunos patrones comunes, como los intentos de dominación, posesión y control por parte de los agresores, donde la muerte constituye un castigo a la resistencia de la víctima. El SERNAM estima que se cometen, en promedio, 70 femicidios al año, cifra total que coincidió con la del año 2004. Hasta diciembre de 2005 las víctimas de este fenómeno sumaban 40 (Revista Ercilla, 2005), pese a lo cual se estima que las cifras pueden ser aun más altas, ya que no todos los femicidios aparecen en la prensa y no existen estadísticas que permitan conocer el fenómeno a cabalidad. (Rojas, Maturana y Maira, 2004).

Desde la aprobación de la primera Ley N° 19.325, de Violencia Intrafamiliar, que la sanciona (1994), prácticamente se duplican las denuncias de mujeres que sufren maltrato de parte de sus parejas (SERNAM, 1997). La crítica central a esta ley fue que un gran porcentaje de las causas terminaban por conciliación, conteniendo acuerdos que no apuntan a detener la violencia (SERNAM, 1997; Silva, 2003).

A partir de octubre de 2005 se encuentra vigente la nueva Ley sobre Violencia Intrafamiliar, Nº 20.066, que amplía este concepto, al considerar como todo maltrato que afecte la vida, la integridad física y psíquica entre las personas que mantienen el vínculo de parentesco. Así también, los actos de violencia intrafamiliar que constituyen la figura delictiva de "maltrato habitual" se encuentran bajo la competencia del Ministerio Público, mientras los que no constituyen delito son tomados por los Juzgados de Familia (Ministerio Público, 2005).

Con la llegada de los gobiernos democráticos se crea el Servicio Nacional de la Mujer en 1991 y, un año más tarde, el Programa Nacional de Prevención de la Violencia Intrafamiliar, que aborda por primera vez desde el Estado la temática de la atención y prevención en violencia. En este periodo se instalan los seis primeros Centros de Atención en convenio con municipios y se desarrollan los primeros módulos de capacitación a funcionarios públicos (SERNAM, 2002).

Durante el período de 1990 a 1999, el Estado logró instalar en la agenda pública la problemática de la violencia al interior de la familia, creando una red de Centros y Programas de Atención y Prevención de la Violencia Intrafamiliar, redes comunales inter-institucionales a lo largo del país, capacitación a funcionarios públicos y la implementación de campañas nacionales de difusión entre 1994 y 2001, con el propósito de sacarlo del mundo privado, crear sensibilidad pública en torno al tema e instalarlo como realidad en el imaginario colectivo (SERNAM, 2001b; 2002).

Pese a que en un comienzo el SERNAM priorizó la línea de atención mediante la implementación de "Centros de Atención Integral y Prevención en Violencia Intrafamiliar" a lo largo del país, esta modalidad de atención no se encuentra actualmente en funcionamiento, por lo que la demanda ha sido cubierta por las Corporaciones de Asistencia Judicial y los Centros Comunitarios de Salud Mental y Familiar (COSAM) existentes en algunas comunas (SERNAM, 2002).

Violencia contra las mujeres: consecuencias a nivel clínico

Según datos del Banco Mundial, en las economías de mercado establecidas la violencia de género es responsable por uno de cada cinco días de vida saludable perdidos por las mujeres en edad reproductiva (PNUD, 1997).

Además de los costos para la salud física, existen consecuencias a nivel clínico. La literatura ha descrito que la violencia disminuye la valoración personal e induce a un menor autocuidado, favoreciendo el descuido personal y conductas perjudiciales para la salud como el abuso de medicamentos, alcohol, drogas, alteración de la conducta alimenticia, falta de ejercicio, deterioro en la autoestima, ansiedad, trastornos de la alimentación, disfunciones sexuales, depresión, intentos de suicidio 12 veces más frecuentes en comparación con mujeres de la población general, diversos impactos sobre la salud reproductiva y trastorno por estrés postraumático, (Heise, Pintanguy y Germain, 1994; Mulrow, 1995; Echeburúa, Corral, Amor, Sarasúa y Zubizarreta, 1997; PNUD, 1997 [13]Heise, Ellberg y Gottemoeller, 1999; OMS, 2002b; Sojo, Sierra y López, 2002; Ruíz-Jarabo y Blanco, 2004).

Otros estudios señalan que los síntomas de trastornos mentales son 6 veces más frecuentes en mujeres maltratadas que en aquellas que no han vivido agresión. De la misma manera, es 4 ó 5 veces más probable que se encuentren en tratamiento psiquiátrico que mujeres de la población general, existiendo 5 veces más frecuencia en los intentos de suicidio en las mujeres que sufren violencia doméstica comparadas con aquellas que no la viven (Stark y Flitcraft, 1991). Se ha comprobado, además, que estos efectos negativos en la salud mental son independientes del contexto cultural en que se encuentre la mujer (Stotland, 2005).

Puntualmente en Chile, el estudio sobre prevalencia de violencia intrafamiliar realizado por SERNAM el año 2001 considera el impacto específico en las mujeres, señalando que entre los síntomas más frecuentes de trastornos en la salud mental se encuentran la disminución del apetito, dificultad para disfrutar de las actividades diarias, sentirse incapaz de jugar un papel útil en la vida e ideación suicida (SERNAM, 2001a).

Los problemas de salud mental en estas mujeres interfieren su capacidad de poder visibilizar y detener la dinámica de violencia, provocando dificultad para actuar con autonomía, sobre todo cuando ésta ha sido parte de la cotidianeidad por muchos años (Calvin y Stella, 2003).

Dadas las múltiples consecuencias negativas que afectan directamente a quienes sufren violencia doméstica, el fenómeno puede comenzar a ser asumido como un problema de salud pública, más allá de la competencia de algunas instituciones. La existencia de un proyecto del Fondo Nacional de Salud, FONASA, pretende incluir la atención a quienes sufren este flagelo ya que, hasta este momento, no se contempla dentro del Plan de Garantías Explícitas en Salud (AUGE) (Calvin, 2001; Asociatividad, 2006a; Asociatividad, 2006b).

En consideración a lo expuesto, resulta innegable el aporte realizado por distintas instituciones y organizaciones gubernamentales y no gubernamentales durante décadas, en dirección a visibilizar, denunciar y frenar la violencia contra las mujeres. Si bien existe amplia evidencia sobre las condicionantes socioculturales, de género y una aguda descripción de las alteraciones y características individuales que se manifiestan como consecuencia de este fenómeno, es necesario poder describir de manera más enriquecedora lo que ocurre con este tema desde la teoría del apego. Es posible que esta descripción pueda entregar elementos que posibiliten la elaboración de intervenciones psicoterapéuticas que se aproximen a otros elementos subjetivos en la vinculación de quienes se encuentran en situación de violencia en sus relaciones de pareja.

DEFINICIONES Y TIPOS DE VIOLENCIA

La violencia es un fenómeno complejo y difuso, por lo que la definición que se utilice depende fundamentalmente del área y el propósito con el que se aborde, relevando algunos aspectos del fenómeno (OMS, 2002b). La Real Academia de la Lengua Española entiende por violencia: "la acción y efecto de violentar o violentarse", término que a su vez define como "aplicar medios a personas o cosas para vencer su resistencia" (Real Academia de la Lengua Española, 2002, p. 1565).

El concepto de violencia puede ser definido también como "toda situación en la que se produce abuso físico o psíquico, de una persona sobre otra que, casi siempre, se encuentra inferiorizada con relación a la primera" (Mesterman, 1988, p.51).

Específicamente, el concepto de violencia intrafamiliar puede entenderse dentro de un grupo social doméstico "que manifiesta una relación cotidiana y significativa, supuestamente de amor y protección existe violencia intrafamiliar cuando una persona, físicamente más débil que otra, es víctima de abuso físico o psíquico por parte de otra" (Ravazzola, 1997, p. 40).

Por su parte, la Organización Mundial de la Salud (OMS) la define como: "el uso intencional de la fuerza o el poder físico, de hecho o como amenaza, contra uno mismo, otra persona o un grupo o comunidad, que cause o tenga muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones" (OMS, 2002b, p.5). Esta definición vincula la intención con la comisión del acto mismo, abarcando las numeras consecuencias, como daños psíquicos, privaciones y deficiencias del desarrollo que comprometen el bienestar de los individuos, las familias y las comunidades, excluyendo los incidentes no intencionales (OMS, 2002b).

En este sentido, los autores Perrone y Nannini (1997), hacen una distinción clara entre la agresividad, donde habría un sentido de definir el propio territorio y "hacer valer su derecho", contrariamente a la violencia, que rompería los límites del propio territorio y del territorio de la otra persona, tornándose una relación confusa e invasiva que conlleva sentimientos de coerción y peligro.

La OMS considera la violencia intrafamiliar como uno de los tipos de violencia interpersonal, entendiéndola como: "la violencia que se produce sobre todo entre los miembros de la familia o de la pareja, y que por lo general, sucede en el hogar, aunque no exclusivamente. Se incluye el maltrato de los menores, la violencia contra la pareja y el maltrato de las personas mayores" (OMS, 2002b, p. 6-7).

Desde una perspectiva jurídica, la ley Nº 20.066 de violencia intrafamiliar, en su artículo 5º, señala que lo constitutivo de violencia intrafamiliar es "todo maltrato que afecte la vida o la integridad física o psíquica de quien tenga o haya tenido la calidad de cónyuge del ofensor o una relación de convivencia con él; o sea pariente por consanguinidad o por afinidad en toda la línea recta o en la colateral hasta el tercer grado inclusive, del ofensor o de su cónyuge o de su actual conviviente". Por otra parte, también se considerará violencia intrafamiliar "cuando la conducta referida en el inciso precedente ocurra entre los padres de un hijo común, o recaiga sobre persona menor de edad o discapacitada que se encuentre bajo el cuidado o dependencia de cualquiera de los integrantes del grupo familiar" (Ley de Violencia Intrafamiliar Nº 20.066).

La terapeuta familiar María Cristina Ravazzola define la violencia intrafamiliar como un fenómeno que ocurre en un grupo social doméstico, que mantiene una relación cotidiana y significativa de amor y protección donde "una persona , físicamente más débil que otra, es víctima de un abuso físico o psíquico por parte de otra persona", en condiciones tales que "resulta difícil la implementación de recursos de control social capaces de regular e impedir esas prácticas, las que, por lo tanto tienden a repetirse" (Ravazzola, 1997, p.40).

Las definiciones tienden a poner el acento en los conceptos de relación y abuso, marcando la diferencia de episodios aislados de agresión versus la instalación de la violencia como una dinámica familiar característica, lo que ocurre cuando una interacción ha llegado a definirse en función de la violencia como forma de comunicación, de organización y de resolución de conflictos, de modo tal que prácticamente no existen alternativas en el repertorio relacional de los involucrados (Rabí, 2004).

En este sentido, distintos autores señalan que dentro del campo de la violencia intrafamiliar existen tres grandes fenómenos con significación epidemiológica: el maltrato infantil, la violencia conyugal y el maltrato a ancianos (Corsi, 1994; Ravazzola, 1997; Rabí, 2004).

Si se analizan estas tres categorías, es posible concluir que los destinatarios más frecuentes de la violencia en la familia, son los niños, los ancianos y las mujeres, lo que tiene relación con que en nuestra cultura ellos aparecen definidos como los más vulnerables y los que tienen menos poder al interior de la jerarquía familiar. En este sentido, Corsi (1994) afirma que la violencia al interior de la familia se dirige siempre desde quienes son los más fuertes a los que son más débiles y desde quienes tienen más poder hacia quienes tienen menos.

A diferencia del concepto anterior, la violencia doméstica alude al espacio en donde se desarrolla el fenómeno, relevando el carácter político del problema, entendiendo que el espacio doméstico, surgido históricamente a raíz de la separación respecto de un espacio público productivo, no es sólo el lugar de lo privado o íntimo, sino también un espacio de significaciones, y articulaciones externas. La instalación de este concepto por el movimiento feminista, señala la discriminación expresada en la separación de espacios y el carácter político de problemas que han sido tratados como íntimos o personales (Rabí, 2004).

Un subtipo de este fenómeno es la violencia contra la pareja o violencia conyugal, entendido como: "un fenómeno social que ocurre en un grupo familiar, sea éste el resultado de una unión consensual o legal, y que consiste en el uso de medios instrumentales por parte del cónyuge o pareja para intimidar al otro psicológicamente o anularlo física, intelectual o moralmente, con el objeto de disciplinarla, según su arbitrio y necesidad la vida familiar" (Larraín, 1994, p.26).

También ha sido definida como "aquella situación de daño o abuso que se da en el seno de la pareja sea o no legalmente constituida". (Corsi, 1994, p.15).

Este problema puede presentarse de dos formas: unidireccional o bidireccional. La primera comprende los casos en que uno de los miembros ejerce violencia y el otro la recibe, hecho que, de acuerdo a los estudios, constituye un 93% de los casos de violencia conyugal (Ravazzola, 1997). A su vez, Jorge Corsi señala el maltrato de la mujer hacia el hombre representa el 2% de los casos de maltrato conyugal (Corsi, 1994).

La violencia conyugal también puede ser bidireccional o cruzada, en los casos en que ambos miembros de la pareja se agreden mutuamente (Aron, 2001). Según Corsi (1994) éste representa un 23% de los casos. Cabe puntualizar que si bien las mujeres pueden agredir a sus parejas masculinas y también se dan actos violentos en parejas del mismo sexo, la violencia de pareja es soportada en proporción abrumadora por las mujeres e infligida por los hombres (OMS, 2002b). Por ello resulta importante tomar el concepto de violencia de género, que "abarca todos los actos mediante los cuales se discrimina, ignora, somete y subordina a las mujeres en los diferentes aspectos de su existencia. Es todo ataque material y simbólico que afecta su libertad, dignidad, seguridad, intimidad e integridad moral y/o física" (Velásquez, 2003, p. 29).

Es importante precisar que al hablar de violencia se supone la existencia de una relación abusiva, entendiendo por abuso "un estilo, patrón o modalidad de trato que una persona ejerce sobre otra (…) con la característica de que la primera no advierte que produce daños que van de un malestar psíquico hasta lesiones físicas concretas" (Ravazzola, 1997, p. 28). Al respecto cabe señalar que el término abuso se homologa a las modalidades en que se presenta la violencia, por lo que el Abuso Físico es lo mismo que la violencia física, pero con énfasis en las relaciones de poder. Según lo descrito por la literatura, este fenómeno puede adoptar tres formas diferentes:

1.- Abuso o violencia física: la violencia física contra la pareja es entendida como "todo acto que infiera un daño en el cuerpo de otro" (Mesterman, 1988, p.51). De esta forma, se refiere a las manifestaciones de violencia dirigidas a ocasionar algún daño en el cuerpo de la persona, comprendiendo diversas conductas que incluyen una escala que puede comenzar con un pellizco y continuar con empujones, bofetadas, puñetazos, patadas, torceduras, pudiendo llegar a provocar abortos, lesiones internas, desfiguraciones, hasta el homicidio" (Corsi, 1994; Aron, 2001; Martínez, Crempien y Walter, 2002; Díaz, Fernández y Valdebenito, 2002; Rabí, 2004; Ruíz-Jarabo y Blanco, 2004).

2.- Violencia sexual: "consiste en la imposición de actos de orden sexual, contra la voluntad de la mujer" (Corsi, 1994, p.35). Incluye situaciones en que la pareja actual o cualquier otra pareja haya tenido una o más veces comportamientos como: forzar físicamente al otro a tener relaciones sexuales cuando éste/ésta no lo deseaba; la violación marital, el acoso sexual,querer tener relaciones sexuales cuando la otra persona no quería, pero accedió por miedo a lo que él le podía hacer, exposición a actividades sexuales no deseadas o insultos y acusaciones durante las relaciones sexuales (PNUD y Fundación Nacional para la superación de la pobreza, 1997; Aron, 2001; SERNAM, 2001a; Ruíz Jarabo y Blanco, 2004). Este tipo de abuso en la pareja, ha sido considerada la manifestación de mayor gravedad y riesgo de violencia conyugal y, del mismo modo, indica un mayor deterioro de la relación, al transgredir gravemente los límites personales, provocando sentimientos de confusión e indefensión en quienes lo sufren (Martínez y cols., 2002; Díaz y cols., 2002). Las mujeres que lo sufren, experimentan mayor angustia, temor y vergüenza de reconocerlo, en comparación con la violencia física (Larraín, 1996).

3.- Abuso financiero o violencia económica: se refiere a las conductas orientadas a privar al otro de sus necesidades básicas y puede manifestarse a través de la privación económica, la extorsión, la apropiación de bienes o de dinero, entre otras. Una forma frecuente de abuso financiero hacia la mujer lo constituye el control económico cotidiano, en el que el cónyuge deja diariamente dinero insuficiente para cubrir necesidades de la mujer y/o del grupo familiar completo, lo que muchas veces está en función de controlar la movilidad de la mujer y su posibilidad de establecer contacto con el mundo exterior (Rabí, 2004; Martínez y cols., 2002; Díaz y cols., 2002; Ruíz Jarabo y Blanco, 2004).

4.- Abuso psicológico o violencia emocional: son aquellas conductas que por acción u omisión tienen como propósito causar temor, intimidación y controlar la conducta, los sentimientos y pensamientos de la persona agredida. Se pueden distinguir dentro de esta forma de abuso, los insultos, descalificaciones, amenazas de herir a la persona o a alguien importante para ella, extorsiones, manipulaciones, control, restricciones de la libertad personal, y abandono (Corsi, 1994; PNUD y Fundación Nacional para la superación de la pobreza, 1997; SERNAM, 2001a; Martínez y cols., 2002; Díaz y cols., 2002; Ruíz-Jarabo y Blanco, 2004). En interacciones más específicas pueden observarse actitudes como no ayudar a su pareja cuando está seriamente lesionada, minimizar dolores y sus consecuencias, silenciar o invisibilizar el daño sufrido por ella, frases descalificatorias, gestos de desprecio, órdenes, uso de frases disciplinadoras de autoridad o preguntas tipo mesa examinadora (Ravazzola, 1997).

Estas distintas formas de maltrato se dan, por lo general, en forma simultánea, si bien existe mayor prevalencia de violencia psicológica durante los primeros años de convivencia, siendo mayor la violencia física en parejas que llevan más años, dato que confirma que este tipo de agresiones tiende a darse en escalada (Larraín, 1994). Así, no es posible pensar en violencia física, por ejemplo, que no incluya en si misma la presencia de violencia psicológica y a menudo ésta es la antesala de la violencia física. Todas las formas de agresión física implican temor, intimidación y un sentido de control sobre la persona agredida. El abuso psicológico en cambio, puede ocurrir en forma independiente, sin ser acompañado de otra manifestación de violencia (PNUD y Fundación Nacional para la superación de la pobreza, 1997; Martínez y cols., 2002).

ALGUNOS MODELOS EXPLICATIVOS SOBRE LA VIOLENCIA EN PAREJA

i).- Síndrome de Adaptación Paradójica a la violencia doméstica

Con el fin de intentar explicar por qué muchas mujeres que viven situaciones de violencia doméstica mantienen relaciones abusivas, pese a que ser autosuficientes en lo laboral, personal y participar de actividades sociales, Andrés Montero de la Universidad Autónoma de Madrid, plantea que, además de las condicionantes socioculturales y de género, existen tres grupos de factores que contribuyen a este problema, como los procesos paralizantes generados y mantenidos por el miedo; la percepción de la víctima de no contar con vías de salida a la situación de violencia; y carecer de recursos alternativos, especialmente en el caso de mujeres con hijos, que no visualizan un apoyo externo viable (Montero, 2001).

Así, desde la perspectiva cognitiva, postula una teoría que intenta explicar esta dinámica, describiendo el Síndrome de Adaptación Paradójica a la Violencia Doméstica (SAPVD), definido como: "un conjunto de procesos psicológicos que, a través de las dimensiones de respuesta cognitiva, conductual y fisiológico-emocional, culmina en el desarrollo paradójico de un vínculo interpersonal de protección entre la mujer víctima y el hombre agresor, en el marco de un ambiente traumático y restringido de estimulación, a través de la inducción de un modelo mental, de génesis psicofisiológica, naturaleza cognitiva y anclaje contextual, que estará dirigido a la recuperación de la homeostasis fisiológica y el equilibrio conductual, así como a la protección de la integridad psicológica en la víctima" (Montero, 2001, p.9). Este fenómeno constituye un mecanismo adaptativo que activamente tiende a amortiguar el impacto que producen los estresores amenazantes sobre la víctima, proceso que se desarrolla en cuatro fases, las que forman parte de un contínuo:

1.- Fase Desencadenante: los primeros episodios de agresión producen un quiebre en la seguridad y confianza existentes, aun cuando hayan existido episodios de maltrato psicológico previos. En esta fase, la función atencional de quien sufre violencia se ve limitada, estrechando el nivel de conciencia y la evaluación posible de los riesgos, reduciendo también la disponibilidad de recursos de afrontamiento, lo que provoca desorientación y pérdida de referentes. De este modo, la acumulación de sentimientos de miedo, ansiedad y estrés pueden contribuir a generar un estado depresivo posterior.

2.- Fase de Reorientación: constituye una etapa de evaluación posterior de la agresión, donde la mujer experimenta sentimientos de culpa, vergüenza, junto con sensación de desorientación e incertidumbre, que afectan su autoimagen, autoestima y definición personal. Paralelamente, la intermitencia de las agresiones contribuye a mantener altos niveles de respuesta frente al estrés, acrecentando la sensación de indefensión para afrontar estos eventos. La persona agredida intenta reajustar sus expectativas y creencias para compatibilizar las expectativas de continuar con su pareja y la situación traumática que vive, evitando así la disonancia cognitiva (Festinger, 1971).

3.- Fase de Afrontamiento: en esta fase se hace evidente la dificultad para evaluar, anticipar y predecir, lo que afecta la posibilidad de buscar ayuda en redes externas. El proceso de cronificación del estrés propio de las primeras fases puede evolucionar hacia un estado depresivo similar al fenómeno de indefensión aprendida propuesto por Seligman, donde el recurso adaptativo disponible es asumir el modelo mental del agresor con el fin de preservar la integridad psicológica.

4.- Fase de Adaptación: la mujer termina por someterse a las condiciones externas, buscando nuevos factores que puedan entregarle estabilidad y asumiendo que no es capaz de incidir sobre la situación. Así, tenderá a aproximarse al agresor y culpabilizar a otros por la violencia, desarrollando un vínculo paradójico.

El síndrome de adaptación paradójica a la violencia doméstica se diferencia de otros cuadros explicados sobre la base de la indefensión aprendida como el trastorno de estrés postraumático, en que durante la fase de adaptación la mujer logra superar la desesperanza para lograr identificarse con el agresor, haciendo que sus atribuciones sean globales y externas.

Este modelo encarna un marco de referencia propio y una identidad disociada en la mujer, ésto es, un conjunto de esquemas autorreferenciales que se construyen teniendo como referentes al agresor y la situación traumática. Estos esquemas o modelo mental está conformado por las premisas cognitivas del abusador, esto es, un esquema explicativo que tiene una clara función adaptativa. El autor de este modelo aclara, sin embargo, que no todas las mujeres permanecen en relaciones de violencia debido al Síndrome de Adaptación Paradójica a la Violencia Doméstica, pudiendo estar presentes factores de orden económico, familiar, social o alteraciones de personalidad.

ii).- La perspectiva de género

Si bien se ha tratado de explicar las razones que llevan a muchas mujeres a permanecer en situaciones de violencia, se ha planteado que dicho fenómeno tiene un carácter multicausal que está fuertemente influido por variables socioculturales, no siendo posible comprenderlo desde explicaciones lineales, ya que en muchos casos la situación se perpetúa a pesar de contar con redes de apoyo incondicionales, tener una buena situación económica o no existir hijos en común. De esta manera, existirían razones psicológicas más profundas, que "atan" a las mujeres a estas relaciones, siendo relevante la variable género (Cantón, 2003).

El concepto de género fue acuñado por John Money, quien sostuvo que la identidad del yo tenía un referente de carácter simbólico, basado en el entorno familiar y social por sobre la anatomía sexual. El término género, entonces, hace referencia a aquellos componentes psicológicos y culturales que forman parte de las definiciones sociales que categorizan las conductas en femeninas y masculinas (Money y Ehrhardt, 1982).

Por su parte, autores como Martínez Benlloch y Bonilla (2000) definen el género como "un deber ser social, una categoría basada en las definiciones socioculturales relativas a las formas en que deben diferenciarse los hombres y mujeres y las distintas esferas sociales que deben ocupar. No es, entonces, un concepto que pueda entenderse desde una perspectiva individual y libre de la influencia sociocultural. Las interacciones sociales y lo simbólico entregan contenido a la identidad de género" (Martínez Benlloch y Bonilla, 2000, p. 56). De este modo, queda claro que el género no es sólo un rol social, sino que determina en gran medida la conformación de la identidad personal y social de los sujetos. Estos autores también hacen la distinción entre los conceptos sexo y género, entendiendo que el primero es una contingencia que tiene que ver con las características fisiológicas innatas relacionadas con la reproducción, mientras que el género tiene un carácter psico-sociocultural (García-Mina, 2000).

De esta manera, el género es un concepto cultural que define y alude a la asignación de tareas, roles y significados de lo masculino o femenino en una determinada sociedad, no siendo una cualidad o rasgo fijo sino relaciones socialmente construidas y situadas por hombres y mujeres, como parte de modelos de trabajo interno que cada persona tiene sobre si mismo y los otros (Hart, 1996). Los roles asociados a cada género pueden volverse creencias cerradas y estereotipadas en la medida en que definen que ciertas actitudes, conductas y sentimientos como apropiados y deseables sólo para uno de los sexos (García-Mina, 2000; Martínez, 2002; Ruíz-Jarabo y Blanco, 2004).

Esta perspectiva ha sido utilizada como modelo explicativo de la violencia contra la mujer. Desde este prisma, la violencia constituye una manifestación de la socialización de género, como construcción cultural que se basa en la distribución asimétrica del poder y que produce relaciones de desigualdad entre los géneros, en las que domina lo masculino, situación que se ha denominado "violencia invisible", en tanto se asume como natural (Vidal, 2001). La expresión radical de esta asimetría podría ser una posible explicación al fenómeno de la violencia de género (Goldner, Penn, Sheinberg y Walker, 1990; González, 2003; Matad, Gutiérrez y Padilla, 2004).

En el período de desarrollo del autoconcepto en que se integran las percepciones de género, las mujeres tienden a incorporar una imagen devaluada de sí mismas en relación a los hombres (Goldner y cols., 1990). Por este motivo, suelen desarrollar actitudes negativas y condescendientes hacia ellos, transfiriendo su energía a las relaciones familiares más satisfactorias con sus madres o hermanos, o bien elaborar la fantasía de un "hombre ideal", asumiendo roles protectores complementarios que contribuyen a perpetuar la dinámica complementaria y estereotipada, haciendo caso omiso de sus propias necesidades para satisfacción del otro, rechazando en sí todos los aspectos que impliquen exteriorizar las propias demandas y ejercer autoridad, con el fin de preservar los vínculos casi a cualquier costo (Martínez, 2002; Ruíz-Jarabo y Blanco, 2004).

Existen estudios que han comprobado la relación existente entre cultura patriarcal y violencia en la familia. En sociedades donde las relaciones entre hombres y mujeres son más igualitarias, los niveles de violencia tienden a ser menores y, de manera inversa, otros estudios evidencian la correlación positiva que se da entre violencia en la pareja y actitudes estereotipadas sobre los roles sexuales (Larraín, 1994; Martínez, 2002)[14]. Todos estos factores van confluyendo en la configuración de una mujer que tienda a ser dependiente, subordinada, que inhiba la agresión y que experimente culpa por sentirla (Cantón, 2003).

Pierre Bourdieu, desde una perspectiva estructuralista, verifica la constancia de las estructuras sexuales existentes y su negación a cambiar este estado de cosas. Plantea que en la historia se evidencia el producto de un trabajo de eternización que involucra a distintas instituciones de poder interconectadas y sus mecanismos que, desde una visión naturalista y esencialista, intentan negar la acción histórica y la arbitrariedad cultural que existe en la relación entre los sexos, llevando a cabo un trabajo de socialización de lo biológico y de biologización de lo social, invirtiendo la relación entre las causas y los efectos para hacer aparecer una construcción social arbitraria de lo biológico como naturalizada, legitimando así las relaciones de dominación (Goldner y cols., 1990; Ravazzola, 1997; Vidal, 2001).

Se deduce por tanto, la existencia de operaciones simbólicas que han logrado organizar la sociedad de acuerdo a un principio androcéntrico, cuyo producto es la división de la actividad sexual y de la división sexual del trabajo. Así, los esquemas construidos funcionan como matrices que organizan las percepciones, acciones y pensamientos de los miembros de la sociedad, donde el aprendizaje del código o reconocimiento de estos esquemas crea de algún modo la violencia simbólica, entendida como "aquella violencia que se ejerce sobre un agente social con su complicidad o consentimiento" (Vidal, 2001), y que adicionalmente "es amortiguada, violencia insensible e invisible para sus propias víctimas, que se ejerce esencialmente a través de los caminos puramente simbólicos de la comunicación y del conocimiento o, más exactamente, del desconocimiento, del reconocimiento o, en último término, del sentimiento" (Bourdieu, 2003, p. 12). De esta forma, los hombres son considerados "agentes singulares" e instrumentos serviles a las estructuras de dominación que, producto de un trabajo histórico continuo, reproducen y perpetúan la violencia física y simbólica (Bourdieu, 2003).

El efecto de la dominación simbólica funciona ejerciendo los mecanismos de coacción, consentimiento, coerción mecánica y sumisión voluntaria, que no se producen en la lógica consciente, sino a través de los esquemas de percepción, apreciación y acción, que constituyen los hábitos y que sustentan una relación de conocimiento oscura. Esta fuerza simbólica es una forma de poder que se ejerce directamente sobre los cuerpos, pero sin coacción física, operando sobre disposiciones registradas en lo más profundo de ellos.

De este modo, los actos de conocimiento y reconocimiento de los límites existentes entre dominadores y dominados adoptan la forma de emociones o sentimientos, evidenciando que la eficacia de la violencia simbólica se encuentra inscrita en las cosas y en los cuerpos bajo la forma de disposiciones e inclinaciones que resultan eficaces, en tanto existen instrumentos de conocimiento y estructuras objetivas compartidas con el dominador que instauran su poder en ellas y que contribuyen a su reproducción, evidenciando así su "poder hipnótico". En este sentido, se admite que los oprimidos tienen un rol de contribución al poder simbólico, aunque estos actos de "consentimiento" no son conscientes, libres y deliberados, ya que se circunscriben a las estructuras y formas de percepción que delimitan algunas manifestaciones simbólicas del poder en tanto sólo dispone de ellas y no otras, para concebir la relación con el dominador (Bourdieu, 2003). Por otra parte, las evidentes inconsistencias o cuestionamiento a estas premisas culturales puede, paradojalmente además, contribuir en la génesis de episodios violentos (Goldner y cols., 1990).

Las aproximaciones que relevan el concepto de género intentan conectar el macrosistema de creencias y valores culturales que define los estereotipos de género y que contribuye a validar los actos de violencia y, en otro nivel, puede orientar la intervención terapéutica de manera diferencial para hombres y mujeres (Martínez, 2002; Cantón, 2003).

iii).- El modelo ecológico

Para intentar comprender las raíces del fenómeno de la violencia, la OMS ha tomando el modelo ecológico de Bronfenbrenner, marco teórico que plantea una visión integral, sistémica y naturalística del desarrollo psicológico, entendido como un proceso complejo, que responde a la influencia de una multiplicidad de factores ligados al entorno ecológico en que tiene lugar. Este modelo se ha usado para comprender la violencia de pareja por terapeutas como Jorge Corsi, planteando que el maltrato sería el resultado de la acción mutua y compleja de factores individuales, relacionales, sociales, culturales y ambientales que influyen en el comportamiento (Corsi, 1994; OMS, 2002b).

De esta forma, categoriza los factores en distintos niveles. En primer término, el nivel individual, centra la atención en las características de los individuos que podrían aumentan la probabilidad de ser víctima o perpetrador de actos violentos, considerando su historia de vida y antecedentes familiares. El segundo nivel indaga los factores microsistémicos, es decir, el modo en que las relaciones sociales cercanas aumentan el riesgo de convertirse en víctima o perpetrador de actos violentos. El tercer nivel examina los factores exosistémicos o contextos comunitarios para identificar las características de estos ámbitos que se asocian con ser víctimas o ejecutores de actos violentos. El cuarto y último nivel examina los factores macrosistémicos o sociales más generales que determinan las tasas de violencia, entre los que se cuenta el clima de aceptación de la violencia en una sociedad determinada, los valores y normas culturales que refuerzan el dominio masculino sobre las mujeres y los niños, las políticas sanitarias, educativas, económicas y sociales que mantienen niveles altos de desigualdad económica o social entre distintos grupos sociales. Este modelo ha logrado instalarse con gran fuerza en tanto muestra cómo los distintos factores actúan en cada nivel (OMS, 2002b; Díaz, Fernández y Valdebenito, 2002).

iv).- Perspectivas Interaccionales

Desde una aproximación relacional, los autores Perrone y Nannini (1997) plantean que la violencia ocurre de manera cíclica, existiendo una anticipación o preparación de la interacción violenta, la que aparece como una necesidad de mantener el equilibrio. Los miembros de la pareja forman parte de un "consenso implícito rígido" que contempla el dónde, cuándo y a propósito de qué "puntos sensibles", que resuenan con la historia individual de cada uno, puede producirse una dinámica de agresión.

Así, en las relaciones complementarias se desencadenan hechos de violencia cuando una secuencia de interacción implica algún grado de quiebre en la asimetría relacional entre ambos, situación que inevitablemente desencadenará episodios de violencia, en tanto este hecho significa una trasgresión al contrato establecido.

Estos autores, se basan en la observación de ciertas recurrencias en las relaciones abusivas, planteando que este fenómeno no sería azaroso o indiscriminado, sino que tomaría dos formas definidas: la violencia agresión y la violencia castigo (Perrone y Nannini, 1997).

1.- La violencia agresión surge en relaciones de tipo simétrico y se caracteriza por agresiones mutuas o cruzadas y una escalada en la que cada uno tiene que restablecer su status de poder y fuerza frente al otro, existiendo una verdadera guerra entre los miembros de la pareja, dinámica que se retroalimenta en la medida que al vencer uno de ellos, la pareja queda en un desequilibrio intolerable, que sólo es posible de restituir con una alternancia en las posiciones. En estas relaciones se produce una "pausa complementaria", en la que el agresor pide perdón, pasando a una posición de inferioridad o "one-down". A su vez, que la persona agredida está dispuesta a aceptar este arrepentimiento, abre paso al momento de reconciliación o luna de miel, que posibilita la continuidad del circuito interaccional. Este momento, aparentemente inconsistente con los episodios de violencia, suele ser el elegido por la pareja para buscar ayuda. Sin embargo, es posible observar que este período contribuye a restablecer el equilibrio, llevando a la pareja a sentir que ya no necesita ayuda, en el contexto además que ninguno está dispuesto a dejar la lucha por el poder.

2.- La violencia castigo ocurre en relaciones complementarias, que se organizan en función de la desigualdad, por lo que la violencia es unidireccional, donde uno de los miembros de la pareja se define como esencialmente superior al otro, el que tiende a aceptar esta definición. Quien ejerce violencia tiene la percepción de que su pareja merece ser castigada por sus conductas, o por no cumplir con sus expectativas. La definición de la relación se basa en la gran diferencia de poder, donde la persona que se encuentra en posición de inferioridad no tiene más opción que someterse al otro.

A diferencia de la anterior, en este tipo de dinámicas no existe la pausa, tomando una forma privada, secreta y aislada del medio. Quien sufre el castigo tiene una autoestima muy deteriorada, presentando un sentimiento de deuda respecto de quien lo castiga, lo que lleva a justificar el abuso. Por su parte, la persona que agrede presenta rigidez y falta de empatía hacia el otro, centrándose en corregir todo lo que se aleje de su percepción de "mundo correcto". En estos casos, la reconciliación cursa con una aceptación del castigo de la persona agredida y la compasión de quien lo ejerció, situación que implícitamente avala la premisa de que el castigo no sería necesario si la persona agredida fuese como el otro considera que debe ser (Perrone y Nannini, 1997).

Autores como Johnson (1995) establece la existencia de dos formas cualitativa y cuantitativamente diferentes de violencia en la pareja: el "terrorismo patriarcal" y la "violencia común de pareja". La primera incluye a los hombres que perpetran violencia de forma más frecuente y severa contra sus parejas, mostrando poco remordimiento por hacerlo. Adicionalmente, suelen ser más violentos fuera de la relación. Por el contrario, el segundo grupo de golpeadores perpetran actos violentos menos severos y frecuentes, restringen la violencia a su relación de pareja y muestran remordimiento por sus agresiones.

El ciclo de violencia en la pareja

Distintas aproximaciones teóricas han intentado describir lo que ocurre en las parejas que se agreden físicamente. Al respecto ha existido un espectro de marcos explicativos que van desde las perspectivas sociológicas que resaltan el factor sociocultural y las relaciones de dominación establecidas desde la cultura patriarcal, hasta las explicaciones psicopatológicas tradicionales, que enfatizan el factor lo individual (Corsi, Domen y Sotés, 1995). Pese a ello, los intentos por encontrar una clasificación diagnóstica que explique y dé cuenta del fenómeno de la violencia han sido infructuosos, encontrándose sí escasas condicionantes individuales, pero sí ciertas pautas interaccionales que se repiten a lo largo del tiempo (Corsi y cols., 1995; Dutton, 1997).

En este sentido, la dinámica que caracteriza el desarrollo de la violencia en las parejas fue descrita por primera vez por Leonore Walker en 1979, quien entrevistó a 120 mujeres estadounidenses, llegando a describir el ciclo de violencia, que se caracteriza por tres fases (Mesterman, 1988; Dutton, 1997; Martínez, Crempien y Walter 2002):

1.- Estadio de acumulación de tensión: período que antecede una crisis, pudiendo prolongarse por un tiempo variable. En esta fase existe una tensión difusa, no simbolizada y difícil de identificar, evidenciándose conductas de rumiación y aparente estrés. Pueden existir abusos "menores" o invisibles, frente a los cuales la mujer intenta controlar que su pareja llegue a explotar, desconectándose de lo que le ocurre y justificando las agresiones.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6
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