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Mujeres que sufren violencia de pareja: estilo de apego a la relación actual (página 3)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6

2.- Fase crítica o episodio agudo de violencia: corresponde al momento en que ocurre la agresión propiamente tal. En la mujer existiría ansiedad y terror ante la aproximación de una crisis, llegando a plantearse que, al saber que con el episodio agudo llegará la calma, puede preferir entrar en esta segunda fase, para propiciar, tal vez inconscientemente, su desenlace, logrando tener algún sentido de control sobre la situación. Durante el episodio, prima la sensación de que es inútil resistirse o tratar de escapar a las agresiones, sintiendo que no está en sus manos detener la conducta de su pareja. Un mecanismo adaptativo muy común frente a este evento es la disociación, en el cual las mujeres sienten que no fueran ellas mismas quienes están siendo atacadas. Por su parte, la vivencia del agresor es tener la sensación de estar liberando tensión con el ataque de ira, experimentando un estado disociativo en que no resulta posible evaluar consecuencias futuras ni empatizar. Generalmente, el estímulo desencadenante no guarda relación con la intensidad de la respuesta agresiva. Una vez finalizado el episodio, la mujer experimenta ambivalencia en sus conductas y deseos. Esto se relaciona con la vinculación afectiva hacia su pareja y con la esperanza de que no haya nuevos episodios, temiendo que una eventual petición de ayuda pueda implicar algún riesgo a su integridad.

3.- Fase de arrepentimiento o "luna de miel": esta etapa que ocurre con posterioridad a la disipación de la tensión, se caracteriza por arrepentimiento, demostraciones de afecto y promesas de cambio de parte del hombre quien, en un intento por reparar el daño causado. Se presenta un eventual mecanismo de negación de lo sucedido o reconstrucción del acto en el lenguaje, donde se atribuye la responsabilidad a la persona abusada. En el caso de la mujer, existe una fuerte necesidad de creer que no volverá a ser maltratada, que su pareja realmente ha cambiado, como lo demuestra con sus conductas arrepentidas y reparatorias. Comienza entonces a idealizar este aspecto de la relación, reforzada además por la creencia de que todo es superable con amor y que esto también depende de ella. En ocasiones, las redes sociales, amistades y familiares juegan un rol central, pudiendo presionar a la víctima para reconciliarse con el agresor, lo que despierta fuertes sentimientos de culpa y duda en ella sobre sus propias percepciones de la realidad.

Cabe señalar que, según algunos autores, la fase de tensión tiende a repetirse cada vez con mayor frecuencia en relaciones de maltrato prolongadas, disminuyendo la duración de la fase de conciliación o "luna de miel" y pudiendo incluso desaparecer. Esta situación puede gatillar que algunas mujeres se decidan a pedir ayuda, en tanto se evidencia la existencia de la violencia como problema (González, 1996).

Jorge Corsi señala que para que una mujer sea diagnosticada como "mujer maltratada", deben haber ocurrido por lo menos dos ciclos de violencia (Corsi, 1994). Complementariamente, Leonore Walker describió el concepto de escalada de violencia como "un proceso de ascenso paulatino de la intensidad y duración de la agresión en cada ciclo consecutivo" (Mesterman, 1988; Dutton, 1997).

En general, los abusos comienzan en los primeros años de la relación de pareja, sin ser constantes, pudiendo darse por ciclos, o bien se alternándose las fases de agresión con las de reconciliación. Sí se ha descrito una tendencia al aumento de la gravedad de la violencia en el transcurso del tiempo y, al mismo tiempo, una relación entre la escalada y la aparición sucesiva de las distintas manifestaciones de violencia. Así, en el inicio de la relación, son frecuentes las manifestaciones de índole psicológica, incorporándose progresivamente el abuso físico y económico y por último, el indicador considerado de mayor gravedad y riesgos, la aparición de violencia sexual. Este concepto es especialmente útil en términos de diagnóstico y pronóstico, ya que mientras la intensidad de la escalada es menor, menos son los riesgos y mejores las posibilidades que tiene la intervención (Amor, Echeburúa, Corral, Zubizarreta y Sarasua, 2002; Martínez y cols., 2002).

El fenómeno de la violencia en la pareja, puede darse de dos maneras: violencia física ejercida por el hombre contra su pareja, que constituye la gran mayoría de los casos (Mesterman, 1988), o agresión recíproca de ambos miembros, también llamada "fuegos cruzados", que se entiende como "el maltrato ejercido por ambos miembros de la pareja de manera recíproca, excluyendo aquellas situaciones en que la violencia se da por legítima defensa" (Aron, 2001).

Cabe señalar que la violencia cruzada en la pareja puede considerarse como una escalada simétrica por tratar de resolver dimensiones del conflicto que se relacionan fundamentalmente con tratar de alcanzar igualdad en los niveles de poder, mayores niveles de autonomía y diferenciación, seguridad (por patrones de apego inseguro) o, en el intento por buscar una redefinición de la relación (Tapia, 2003).

Las características singulares que pueda tomar la violencia en cada caso están determinadas por los factores individuales, relacionales, limites externos, participación en la comunidad, características de las redes de apoyo, factores protectores y sistemas de creencias o discursos que eventualmente avalen o tiendan a condenar los estereotipos de género tradicionales y estancos (Mesterman, 1988).

En esta misma línea, la perspectiva de género interpreta la violencia recíproca no como una dinámica en que ambos miembros entran en una escalada simétrica, sino como un esfuerzo más del hombre por someter al género femenino que, por definición, presenta menores espacios y cuotas de poder en el contexto de la cultura patriarcal dominante y los estereotipos que ella promueve. De esta forma, se entiende la violencia de la mujer como una respuesta o defensa más que una "agresión", en tanto no se está en presencia de un contexto caracterizado por la igualdad de condiciones. Así, resulta fundamental el análisis del fenómeno, considerando los factores individuales, microsistémicos (estructura y pautas familiares), exosistémicos (entorno social) y macrosistémicos (sistema de creencias y elementos culturales) (Mesterman, 1988; Ravazzola, 1997; Contreras, Reyes y Asún, 1998).

Cabe señalar que el sistema de creencias, mandatos, mitos y "anestesias" resultan centrales en tanto pueden favorecer e incluso retroalimentar la perpetuación de dinámicas violentas. Es frecuente que la persona golpeada o abusada (habitualmente la mujer), experimente tendencia a culpabilizarse por el origen de la agresión, presente baja autoestima, desconozca sus recursos, no registre el malestar y sienta vergüenza por lo que le ocurre. En síntesis, que experimente el fenómeno llamado "doble ciego", donde no es capaz de visualizar que no ve (Ravazzola, 1997).

Ravazzola (1997) señala que el abuso o maltrato produce daños que pueden variar desde un malestar psíquico hasta lesiones físicas concretas. A su vez, estas personas presentan características tales como: dificultad para verse a sí misma como central y protagónica en sus sistemas sociales ni de su proyecto de vida, presentar baja autoestima, desconocer sus recursos, creer no tener derecho a defenderse, pensar que el agresor es dueño del saber, justificar el castigo que recibe por un supuesto mal comportamiento, creer que la falla está en ella, que el abusador no es responsable por el daño que inflige y sentir vergüenza por lo que le pasa (Ravazzola, 1997, p.95).

FACTORES DE RIESGO

Intentar encontrar factores causales que contribuyan a explicar este fenómeno resulta una tarea algo compleja. Los autores suelen hablar de factores de riesgo más que de causas, en tanto es difícil precisar relaciones lineales de causa y efecto para explicar un fenómeno donde se cruzan factores sociales, económicos, ideológicos y psicológicos. Es preciso, entonces, considerar que la explicación de este problema por parte de quienes lo han sufrido son construcciones teóricas a posteriori, siendo una consecuencia del maltrato más que una percepción de los factores causales (Larraín, 1994).

Son muchos los factores que se han relacionado con el riesgo de aparición, permanencia e intensidad de violencia en la pareja, teniendo presente que, en muchos casos, distintos tipos de violencia compartan varios factores de riesgo.

Si se analiza el macrosistema, pueden considerarse factores como el modelo económico imperante o las normas culturales que predominan, los que pueden relacionarse con varios tipos de violencia, generando que algunas personas que estén en riesgo de experimentar violencia la sufran de distintas formas. Del mismo modo, las mujeres son particularmente más vulnerables al maltrato por su pareja en sociedades en las que existe mayor desigualdad y rigidez en los roles de género, como marco cultural que respalda el derecho del hombre a mantener relaciones sexuales con independencia de los sentimientos de la mujer, sanciones blandas para estos comportamientos, determinando que para una mujer sea difícil o peligroso abandonar una relación en que ocurren malos tratos (Heise y cols., 1994). En esta misma línea, cobra relevancia la respuesta institucional. Distintas investigaciones muestran la influencia de este factor, que, en caso de ser positiva, puede no sólo ayudar a la mujer maltratada a evitar la violencia en el futuro, sino incluso mediar la gravedad de sus efectos, pero, en caso contrario puede generar victimización secundaria (OMS, 2002b).

Por otra parte, determinados ámbitos comunitarios pueden favorecer la violencia en mayor grado, principalmente los sectores donde existe mayor pobreza, deterioro físico, o donde hay poco apoyo institucional. Si bien la violencia contra la pareja se produce en todos los países, en todas las culturas y en todos los niveles sociales sin excepción, algunas poblaciones corren mayor riesgo que otras, como lo comprueban diversos estudios a nivel mundial en relación a los grupos de bajos ingresos (OMS, 2002b). Si bien no existe claridad sobre la relación entre bajos ingresos económicos y violencia, en Chile se ha identificado que la violencia psicológica tiende a predominar en sectores acomodados, mientras que las manifestaciones de violencia física son más frecuentes en familias pobres (Larraín, 1994). Puede suponerse, entonces, que en los hogares de escasos recursos existe mayor violencia por las condiciones de presión y estrés, lo que constituye un factor de riesgo que, junto con otros, puede entregar un motivo fácil para la discordia en la pareja o dificultar a la mujer la posibilidad de abandonar su relación. Así también, la violencia puede ser consecuencia de otros factores que acompañan a la pobreza, como el hacinamiento, desesperanza, inestabilidad laboral o el número de hijos. Si se considera que las personas sometidas a experiencias de estrés crónico experimentan irritabilidad, labilidad e inestabilidad emocional, con gran monto de tensión acumulada, esta situación viene a complejizarse aun más si se suman carencias económicas, lo que agrava los niveles de frustración y desesperanza (PNUD. y Fundación Nacional para la superación de la pobreza, 1997; Heise y cols., 1999; OMS, 2002b). De este mismo modo, los recursos materiales y el apoyo social pueden tener un importante efecto en la capacidad de la mujer para responder de forma efectiva ante la violencia (Dutton, 1992).

Según Gelles (1976), es más probable que las mujeres pidan ayuda si sufren violencia grave, poseen una historia de violencia en sus familias de origen, tienen trabajo remunerado, nivel educacional elevado e hijos adolescentes. A su vez, la falta de búsqueda de ayuda se correlaciona positivamente con condiciones opuestas a éstas. El hecho que una mujer pida ayuda implica un cambio de conducta y una mayor conciencia frente a lo injusto de la violencia y, por ende, cierto grado de avance en relación a la anestesia frente a esta situación (Grosman, Mesterman y Adamo, 1992).

Por otra parte, es pertinente considerar que el espacio de mayor riesgo de una mujer para sufrir violencia es su propio hogar, siendo necesario revisar las condiciones que contribuyen a la mantención de los circuitos de abuso, propias de los sistemas autoritarios (Larraín, 1994). Entre ellas cabe señalar las ideas que proporcionan una justificación para el abuso; las interacciones que expresan y transmitan estas ideas; las estructuras reificadas y con jerarquías fijas, que contribuyen a legitimar el abuso; las variables emocionales y la multiplicidad de selfs de quienes participan en esta dinámica (Ravazzola, 1997).

En relación al estado civil, se ha identificado que la probabilidad de violencia hacia la mujer es cinco veces mayor para las mujeres separadas o viudas que para las casadas (Larraín, 1994). Existen también factores riesgo que podrían incidir en el comportamiento agresivo masculino, que si bien no pueden entenderse como causa, tienen incidencia en su aparición y mantención, como son la inestabilidad laboral, cesantía, alcoholismo, drogadicción, embarazos no deseados, aislamiento social y situaciones de pérdida (Corsi y cols., 1995). Adicionalmente, es preciso señalar que un tipo de maltrato como el físico, puede ser un factor de riesgo para otro, por ejemplo de sufrir agresiones sexuales de parte de la pareja, (Heise y cols., 1999).

Entre los factores individuales destacan en muchos estudios, una significativa correlación entre el aumento en intensidad y gravedad de las manifestaciones de violencia en una pareja, con el antecedente de violencia intrafamiliar en las familias de origen tanto del hombre como de la mujer, sea como víctimas directas o como testigos, así como también la falta de vínculos emocionales e historias familiares marcadas por divorcios destructivos (Larraín, 1994; Corsi y cols., 1995; OMS, 2002b; Martínez y cols., 2002). En el presente de una relación, la presencia de estresores adicionales al maltrato pueden influir tanto en la reacción psicológica de la mujer como en sus esfuerzos por responder al maltrato y, paralelamente, la percepción de ella sobre los aspectos positivos y negativos de la relación, elementos que aportan a la comprensión de su conducta dentro de la situación de abuso (Dutton, 1992). Cabe señalar que, de acuerdo a un estudio realizado por La OPS y el SERNAM en 1992, una gran proporción de mujeres golpeadas por su pareja tienden ser más violentas con sus hijos e hijas, si bien la intensidad de la gravedad es menor que la violencia ejercida por los hombres contra sus hijos (Larraín, 1996).

ALGUNAS CARACTERÍSTICAS DE LAS MUJERES QUE SUFREN VIOLENCIA

Una investigación realizada por docentes de la Universidad Pontificia Bolivariana de Colombia estudió las características de personalidad, demográficas y de estilo de vida de mujeres maltratadas por su pareja y que en la actualidad permanecen con él, se observó que en el promedio de edad era 30 años, una media de tres hijos, han existido intentos previos de separación, pertenecían al estrato socioeconómico medio-bajo y bajo, presentaban 11 años de maltrato, practican la religión católica y tenían estudios medios incompletos. Predominantemente reciben maltrato psicológico y verbal, seguido por físico y sexual. En relación al estilo de vida, se caracterizan por contar con pocas redes de apoyo social y familiar, apareciendo con importante aislamiento social, la gran mayoría no tiene trabajo y son dueñas de casa. Las características de personalidad indican que existen factores tales como: sumisión, baja fuerza del yo, inestabilidad emocional, alta culpa, miedos difusos, alto apego a las normas, resistencia a los cambios y pensamiento concreto (Fajardo, Fernández y Escobar, 2004).

Numhauser (1999), realizó un estudio con mujeres que se encuentran en situación de maltrato en Chiloé, observando que existe una alta prevalencia de traumas precoces durante la infancia y duelos no elaborados, lo que se correlacionaría con un alto grado de dolores corporales, por lo que hipotetiza una tendencia a no registrar claves emocionales y somatizar los malestares. Este estudio corrobora investigaciones nacionales previas que asocian la presencia de trauma infantil y psicopatología significativa en la edad adulta.

Respecto de las consecuencias más específicas, los estudios existentes señalan que se puede observar una serie de características y consecuencias en la mujer que experimenta una relación de violencia (Larraín, 1994; Ravazzola, 1997).

La mujer que vive violencia conyugal, tiende a ubicarse en un lugar secundario o postergado en sus relaciones, orientándose a satisfacer las necesidades de los otros, no percibiendo su grado de satisfacción con la conducta de los demás, lo que se relaciona con la interiorización de un estereotipo femenino rígido. Por otra parte, atribuye a su pareja un gran poder, cree que él es dueño de la verdad y justifica los abusos, por una parte, porque siente que ella es responsable de ellos, y por otra, porque piensa que su pareja ha sido víctima de otros abusos y eso lo libera de la responsabilidad (Ravazzola, 1997).

A nivel emocional, la mujer que vive violencia se percibe a si misma como "dependiente de otro" o "necesitada por otro", al tiempo que evidencia sentimientos de "vergüenza ajena" por los actos de de su pareja o "delegaciones emocionales", aludiendo a que un miembro de la familia siente el malestar que debiera sentir otro. Al mismo tiempo, experimenta indefensión y desesperanza, como producto de los intentos fracasados por salir de su situación, teniendo la percepción de que nadie la puede ayudar. Paralelamente, el miedo es una emoción frecuente en estas personas y, generalmente, tiende a inmovilizar, lo que impide salir de la situación y buscar soluciones. Sin embargo, de acuerdo a la idea de "doble ciego", lo que la mujer no registra y no ve que no ve, es su propio malestar [15]y sufrimiento, tampoco evalúa el peligro y la desprotección a la que se expone, ni sus capacidades para reaccionar, actuando la negación y normalización de la violencia que, adaptativamente, puede ser producto de un bloqueo afectivo como defensa (Ravazzola, 1997).

Las situaciones repetidas de abuso sobre todo ligado a las desconfirmaciones de su persona, refuerzan los sentimientos de desvalorización. Los intentos fracasados por superar el problema, confirman su incapacidad y sentimientos de poco valor personal, pudiendo verse como una persona poco útil, tonta, loca y llegando a dudar de sus propias ideas y percepciones, mermando la capacidad de iniciativa para tomar decisiones, incluso en el ámbito más cotidiano (Ravazzola, 1997; Velásquez, 2003). Estos efectos del abuso crónico se constituyen en manifestaciones del fenómeno de "desestructuración psíquica", uno de los efectos más traumáticos de la violencia es que arrasa con la subjetividad, perturbando el aparato perceptual y psicomotor, la capacidad de raciocinio y los recursos emocionales, impidiendo reaccionar adecuadamente al ataque. Estos efectos dependerán fundamentalmente del tipo de agresión padecida, tiempo de duración de la agresión, gravedad, personalidad previa a la situación de violencia y el apoyo familiar y social. Específicamente, cabe señalar que, aquellas mujeres que han presentado mayores dificultades para resolver situaciones críticas acusarán un impacto del maltrato más difícil de procesar e incorporar (Velásquez, 2003).

En lo conductual, las personas que se encuentran en situación de violencia pueden desplegar estrategias de resistencia en actos o palabras con el fin de poner obstáculos al poder que ejerce quien las ofende. A su vez, pueden tender a aislarse y ocultar al entorno lo que vive en su relación, presentando conductas temerosas, evitativas, dependientes y sumisas hacia su pareja. Al mismo tiempo, mantiene diversas conductas de apoyo, cuidado y protección hacia él, por lo que su comportamiento puede aparecer contradictorio que expresa las ambivalencias en torno a su pareja y la relación (Larraín, 1994; Ravazzola, 1997; Velásquez, 2003).

A nivel sintomático frecuente es encontrar síntomas característicos de la depresión, en forma evidente o encapsulada, que son consecuencia de las experiencias de agresión y sentimientos de impotencia. Por otra parte es frecuente el aumento del consumo de alcohol y drogas, como parte de las conductas autodestructivas, o bien "anestesiadoras". Del mismo modo, presentan sintomatología de stress post-traumático, cuyos componentes principales son la tendencia a volver a experimentar el trauma expresado en pensamientos recurrentes, sueños e imágenes y sentimientos, que aparecen en forma súbita; pérdida de interés por las actividades, sentir a las personas como extraños, inexpresividad afectiva; estado de hipervigilancia, trastornos del sueño, dificultad de concentración y memoria o presentar conductas evitativas (Ravazzola, 1997). Sin embargo, otros autores señalan que la sintomatología de las mujeres que sufren violencia se asemeja a la de personas que viven situaciones de estrés prolongado más que estrés post-traumático, ya que en la violencia no se ha terminado el trauma, en tanto la amenaza a la integridad es permanente (Larraín, 1996).

Por otra parte, en el caso del hombre que ejerce violencia es recurrente observar la negación o minimización de la violencia, externalización de la responsabilidad, control de su pareja por temor a ser abandonado o llegar a ser muy dependiente, predominio de sus propias necesidades, expresión inadecuada de las emociones, dificultad para tolerar y resolver conflictos, pobre control de impulsos, sentimientos de inseguridad personal, conductas disociadas entre los dominios público y privado y escasa conciencia del problema (Corsi y cols., 1995; Ravazzola, 1997).

TEORÍA DEL APEGO Y VIOLENCIA

Las emociones de ansiedad y rabia suelen experimentarse cuando se percibe que una relación está en peligro. Dichas respuestas pueden servir para hacer frente a la amenaza de experimentar la pérdida de una relación que se considera especial (Bowlby, 1988, 1989; 1993). Al respecto, Bowlby señaló que "en el lugar correcto, en el momento correcto y en la medida correcta, la ira no es sólo apropiada sino que puede ser indispensable, sirviendo para disuadir la realización de una conducta peligrosa, para alejar a un rival, o para coaccionar a un compañero" (Bowlby, 1988, 1989, p. 97).

En este sentido, una gran parte de los casos de violencia intrafamiliar pueden ser comprendidos como una distorsión y exageración de una conducta que es potencialmente funcional, ya sea la de recepción o entrega de cuidados de apego (Bowlby, 1988, 1989).

APEGO Y VIOLENCIA EN LA INFANCIA

Al adentrarse en la relación existente entre violencia y apego es necesario revisar los principales aspectos relacionados con la violencia en la infancia. Ello se fundamenta en lo planteado por Bowlby, quien señaló que "la tendencia a tratar a los demás del mismo modo en que hemos sido tratados está muy arraigada en la naturaleza humana y nunca es más evidente que en los primeros años de vida" (Bowlby, 1988, 1989, p. 110).

En este sentido, los niños que han sido víctimas de maltrato suelen responder a situaciones sociales con modelos de violencia aprendidos durante la primera infancia, perpetuándose con ello el ciclo de violencia como conducta efectiva (Bowlby, 1988, 1989).

Tal como planteó Osofsky (1995), existen diversas formas en las que el niño puede experimentar violencia, ya sea de forma directa como víctima o indirectamente como testigo de episodios de abuso dentro de su familia (McClellan, 2000). En este sentido, Zeanah y Zeanah (1989) señalaron los infantes qiue sufren agresiones tenderán a desarrollar apegos inseguros con sus cuidadores y desplegar modelos de funcionamiento internos que incluyen la violencia o la imitación de la conducta de sus figuras de apego (McClellan, 2000). A su vez, padres que rechacen o ignoren la conducta de apego y/o interfieran la exploración del niño suelen generar un modelo de funcionamiento del self como devaluado e incompetente (Bretherton y Munholland, 1999). Esta condición posibilita que el individuo no se perciba como "respetable", dando espacio para la trasgresión de límites, permisividad ante la violencia y abuso.

En referencia al estilo de apego, Ayoub, Fischer, y O'Connor (2003) toman las ideas de Cichetti (1989) y Crittenden (1988) para afirmar que los niños maltratados muestran un estilo de apego desorganizado, con una conducta retraída y resistente en la interacción con sus padres o cuidadores y, en otros contextos un comportamiento oposicionistas y fuera de lugar. Gaensbauer y Sands (1979)[16] coinciden con esta descripción, enfatizando que a su vez este tipo de conductas suelen ser extremadamente perturbadoras para quienes otorgan cuidados al niño, pues estos infantes expresan sus emociones y necesidades de manera débil, ambigua y contradictoria, de manera que resulta fácil que los pasen a llevar evidenciando llanto e ira persistente, con dificultad para ser calmados (Bowlby, 1988, 1989).

De este modo, los efectos del maltrato temprano pueden ocasionar graves daños en el estilo de apego del niño repercutiendo en su conducta futura. Barudy y Dantagnan (2005) señalan que los trastornos del apego es "el trastorno de los trastornos", en tanto daña "la capacidad del niño para relacionarse consigo mismo y con los demás de manera sana y constructiva" (Barudy y Dantagnan, 2005, p.163). Agregan que estos niños pueden expresar su sufrimiento de manera indirecta o incluso contradictoria, pudiendo comunicar su contradicción mediante conductas que no pueden verbalizar, esto es, dificultades de aprendizaje, enuresis, hiperactividad, problemas conductuales o alteraciones del ánimo, entre otras (Barudy y Dantagnan, 2005).

Se hipotetiza que los fenómenos abusivos o de maltrato experimentados en la infancia cobrarán mayor ingerencia en la vida posterior, dificultando el desarrollo de un modelo de funcionamiento integrado de las relaciones cercanas. El abuso llevaría a desarrollar una imagen del self como "bueno" o "competente" en el dominio público, mientras que en la esfera privada la imagen suele ser de "malo" o "tiránico", dependiendo del contexto y el estado afectivo. Así, se describen mecanismos disociativos como la construcción de representaciones incompatibles y simultáneas de sí mismo y los otros. Esta alteración trae consigo dificultad en el manejo de la dimensión cercanía-distancia, utilización de mecanismos defensivos, y problemas en el establecimiento de vínculos posteriores, manifestándose en una tendencia a idealizar las relaciones interpersonales durante un primer tiempo, hasta recrear la violencia oculta cuando las relaciones se vuelven más intimas o privadas. Las experiencias abusivas imprimirían un sello que delimitará las tonalidades afectivas y el marco de experiencias con el mundo que son posibles de ser mentalizadas y referidas en el lenguaje (Ayoub y cols., 2003; Fonagy, 1999a).

En contraste con lo descrito por la teoría psicoanalítica tradicional, los niños maltratados o traumatizados no presentarían retraso en el desarrollo o fijación de sus modelos relacionales. Estas conductas y la disociación representan un mecanismo de adaptación frente al maltrato y al abuso que resultan coherentes para el niño frente al trauma vivenciado. Existe una fuerte necesidad de protección y temor a la pérdida que coexiste con la necesidad central de poder controlar el peligro, elemento que constituye el sello característico del apego desorganizado (Ayoub y cols., 2003).

En este sentido, ellos tienden a cuidar la imagen de sus padres e incluso negarse a sí mismos la existencia de algún conflicto por lealtad a ellos o por temor a sufrir maltrato, del cual se sienten responsables. De esta manera, la posibilidad de decepcionarse, cuestionar o desidealizar a los padres puede ser muy dolorosa, toda vez que la familia suele atribuir este problema a una dificultad individual del niño (Bowlby, 1998).

A partir de sus investigaciones, Barudy (1998) concluye que gran parte de los niños que sufren maltrato físico suelen adoptar una estrategia de tipo evitativa para afrontar las amenazas de sus progenitores. Lamentablemente, esta actitud suele ser interpretada como rechazo y agresión por los padres o cuidadores, generándose así una escalada de violencia. A diferencia de los niños maltratados físicamente, los niños víctimas de negligencia y abandono suelen presentar modelos de apego de tipo ansioso-ambivalente, evolucionando hacia apegos más seguros o elusivos después del año y medio de vida. Este autor concuerda con los hallazgos de Ainsworth, al señalar que la indiferencia y el abandono en el niño tienen consecuencias psicológicas más graves que las agresiones físicas (Barudy, 1998). A su vez, Roche, Runtz y Hunter (1999) estudiaron las consecuencias del abuso sexual en la infancia desde la teoría del apego, concluyendo que la violencia sexual intrafamiliar es la que provocan una mayor alteración en la visión de sí mismo y los demás durante la adultez.

Estas personas tienden a sentirse culpables por el abuso recibido y a creer que en sus futuras relaciones no recibirán un trato mejor, mostrando también dificultad para cortar relaciones abusivas en la adultez (Babcock, Jacobson, Gottman y Yerington, 2000).

Según lo afirmó MacEwen, ser testigo de abuso durante la niñez es altamente correlativo con ser víctima de abuso en la adultez, lo que puede ser comprendido desde la dificultad para actualizar adecuadamente los modelos de funcionamiento y, por otra parte, la introyección de patrones de incapacidad e impotencia durante las experiencias de violencia (McClellan, 2000). En algunos casos, esta sensación de ineficiencia personal puede incluso llegar a manifestarse como desesperanza aprendida (Robson y Savage, 2001).

Al respecto, Bowlby planteó que una persona vulnerada durante la niñez, interpretará como amenazantes un gran número de situaciones en la edad adulta. De esta forma, se activarán los distintos sistemas de apego, generando un lazo especialmente fuerte (aunque inseguro) con la figura de apego, incluso si ésta constituye el origen de la amenaza, condición que podría explicar la repetición del ciclo de violencia (Bartholomew, Henderson y Dutton, 2001; McClellan, 2000). Así, es más probable que durante la adultez, estos individuos presenten dificultad para generar hipótesis alternativas frente a situaciones de estrés, haciendo que su experiencia de peligro sea aún más intensa y no encuentre comprensión externa, permaneciendo innombrable y confusa (Fonagy, 1999b).

Sin embargo, no es posible afirmar categóricamente que un niño abusado o testigo de violencia en su infancia repetirá dicha conducta en sus futuras relaciones. Al respecto, la investigación revela que dicha repetición no siempre ocurre, es decir, que no todos los niños víctimas de violencia mostrarían esta tendencia, pues muchos individuos con pasados de mucho castigo, no terminan en relaciones abusivas. Ello puede sugerir que el modelo operativo interno puede cambiar, cómo resultado de una relación de apego mediadora o correctiva (Bowlby, 1988, 1989; Henderson y cols, 1997). Otros autores señalan que si los niños maltratados llegasen a recibir o ejercer violencia en la adultez, se debería en gran parte a que el significado otorgado contiene una legitimación de la violencia como método válido de resolución de las dificultades interpersonales (Corsi y cols., 1995; Dutton y Golant, 1997).

Algunas investigaciones[17]en personas que han vivido violencia intrafamiliar en la niñez han concluido que, en el caso de los hombres, existiría mayor propensión a incurrir en actos de violencia, mientras que en las mujeres existe tendencia a convertirse en víctimas de las agresiones. Sin embargo, la existencia de factores individuales u otras figuras significativas pueden promover factores protectores, permitiendo al adulto abusado durante su niñez, romper el ciclo de violencia e interrumpir su transmisión generacional (McClellan, 2000). En este sentido, es posible que un niño maltratado aprenda a actuar tímidamente con su padre para ser su aliado, estrategia que puede resulta inapropiada en otras relaciones con adultos, para quienes el individuo pasará inadvertido y se verá en una situación de mayor vulnerabilidad (Ayoub y cols., 2003).

APEGO Y VIOLENCIA EN LA PAREJA

A continuación se incluye una revisión de los principales aspectos vinculados a la violencia en las parejas durante la adultez, a partir de los hallazgos obtenidos en investigaciones realizadas en un contexto cultural anglosajón. Estas evidencias no son necesariamente extrapolables y generalizables a otras realidades sociales. Considerando que algunas culturas donde el divorcio es impracticable o donde la agresión masculina hacia las mujeres es algo justificado, la teoría del apego puede tener menos que ofrecer en la comprensión de la violencia doméstica (Bartholomew y cols., 2001).

Para comprender el desarrollo de la conducta abusiva en la adultez, es necesario considerar, por una parte, las tendencias generales de apego que presentan los individuos y, por otra, los patrones específicos que van desplegándose durante la relación. No es posible determinar si los patrones de apego son antecedentes o consecuentes de las experiencias abusivas en las relaciones, siendo más probable la ocurrencia de ambos fenómenos de manera simultánea (Bartholomew y cols., 2001).

Sin embargo, autores como Kirpatrick y Davis (1994) y Pietromonaco y Carnelley (1994) han planteado que el proceso de elección de pareja implica buscar la confirmación de los propios modelos internos, tendiendo a encontrarse a sí mismo en situaciones que confirman sus expectativas preexistentes, si bien no es claro de qué manera o en qué momento los procesos de verificación del self se vuelven relevantes para el calce de una pareja (Feeney, 1999).

En este sentido, existe evidencias en relación a los patrones inseguros, que representan un factor de riesgo para el involucramiento y permanencia de los individuos en relaciones abusivas. De este modo, si las experiencias abusivas tienen un carácter severo y crónico, podrán insegurizar a personas que previamente evidenciaban modelos seguros de sí mismos y los otros, especialmente si enfrentan abuso de sus parejas iniciales en la adultez joven. En contraste, es posible suponer que una pareja protectora, cariñosa y apoyadora puede ayudar a cambiar modelos internos negativos (Bartholomew y cols., 2001).

Algunos autores han señalado que los primeros episodios de violencia tienden a coincidir con periodos de transición de un nivel de intimidad a otro, al asumir mayor grado de compromiso, como ocurre después del matrimonio o un embarazo[18](Roberts y Noller, 1998).

Para comprender el apego de una persona a una pareja abusiva es necesario considerar que la fuerza del apego no tiene que ver con la calidad de la relación, en tanto los lazos fuertes se forman bajo condiciones de amenaza que activan el sistema de apego, llevando al individuo vulnerable a buscar proximidad con su figura significativa (Bowlby, 1973, 1998; Henderson, Bartholomew, Trinke y Kwong, 2005). Así, mientras se producen interacciones violentas entre los integrantes de una pareja, cada uno se encuentra apegado al otro de manera ansiosa y profunda y las conductas de coerción y agresión se constituyen en técnicas o estrategias tendientes a controlar al otro y evitar el abandono. Al mismo tiempo, cada cónyuge suele relevar lo mucho que el otro lo necesita, mientras niega su propia necesidad del compañero y su temor a estar solo (Bowlby, 1988, 1989).

En este sentido, es necesario considerar que las relaciones abusivas combinan variables intrínsecas y situacionales como el desequilibrio de poder y la intermitencia del abuso (Dutton y Golant, 1997), corroborando los hallazgos de Dutton y Painter (1993), quienes encontraron que las mujeres que sufren malos tratos tienen un apego emocional más fuerte cuando el abuso es mayor e inconsistente (Henderson y cols., 1997). Por su parte, Scharfe y Bartholomew entrevistaron a los miembros de distintas parejas por separado, entre 1994 y 1997, concluyendo que la mayoría de las relaciones de pareja disfuncionales presentaban mayor estabilidad que las de menos conflicto. Tal como se esperaba, el apego seguro tendió a asociarse con bajos niveles de abuso relacional, tanto en la perpetración como en la recepción del violencia (Bartholomew y cols., 2001).

Se ha descrito que las personas en situación de maltrato, tienen una visión negativa de sí misma caracterizada por la sensación de ser indignas y merecedoras de agresión. Ello dificulta la posibilidad de funcionar sin el "dominador" o plantearse un eventual término de la relación. Por su parte, el abusador también suele mantener una visión negativa de si mismo, la que procura compensar con el desarrollo de una percepción "inflada" de su self, que alimenta la ilusión de poder en la interacción asimétrica (Henderson y cols., 1997).

En este sentido, los sujetos con apego evitativo-rechazante suelen caracterizarse por tener un modelo positivo del self y poco interés en las relaciones íntimas, lo que llevaría a no mantener un compromiso ante una relaciones conflictiva (Bartholomew, 1990; Bartholomew y Horowitz, 1991a). En contraposición, los individuos evitativo-temerosos y ansiosos operan con un modelo interno caracterizado por la devaluación de sí mismo, al no sentirse merecedores de amor y respeto (Bartholomew, 1990; Bartholomew y Horowitz, 1991a), condición a partir de la cual el abuso se percibe como algo justificable (Henderson y cols., 1997).

Como complemento a estas ideas, el "Proyecto longitudinal de parejas", realizado por Henderson, Heinzl y Bartholomew en 1994, evaluó la asociación entre apego y abuso en 41 parejas jóvenes, revelando que el temor masculino es la variable que predice con mayor fuerza el abuso en ambos miembros de la pareja, especialmente de abuso verbal-emocional. Sin embargo, el temor de las mujeres no resultó ser un predictor de abuso para ninguno de los miembros de la pareja (Bartholomew y cols., 2001).

En contraposición a estas ideas, el proyecto de abuso domestico de Vancouver, Canadá, no se encontró asociación entre el temor y la perpetración o recepción de abuso en las parejas. Sin embargo, dicho estudio reveló que a mayor grado de ansiedad, mayores eran los niveles de perpetración y recepción de abusos psicológicos. En estos dos últimos estudios, el apego ansioso estuvo consistentemente asociado, tanto con la perpetración como con la recepción de abuso, o la tendencia a volver a una relación abusiva, en ambos sexos (Bartholomew y cols., 2001).

Por su parte, Roberts y Noller (1998), realizaron un estudio comparativo con 181 sujetos y sus parejas. La muestra estuvo conformada por parejas sin violencia y otras que presentaban violencia cruzada o común. Descubrieron existiría relación entre el estilo de apego individual y el uso de violencia en la pareja en hombres y mujeres, en tanto las relaciones violentas suelen ser menos satisfactorias y quienes las conforman parecen presentar apegos menos seguros. A su vez, los hombres que presentaban ansiedad frente al abandono tenían mayor probabilidad de ejercer violencia con sus compañeras violentas, en comparación con los hombres que no presentaban esta cualidad. En este sentido, las parejas conformadas por un miembro con un tipo de apego ansioso y otro evitativo tienden a evitar los conflictos, expresando altos niveles de hostilidad y rabia durante la interacción conflictiva, siendo las que presentan mayor riesgo de experimentar violencia, perpetrada generalmente quien presenta un estilo ansioso. Esta idea fue corroborada también por Ballard (2004).

Así, la relación entre el estilo de apego y el uso de violencia estaría restringida a la dimensión de la ansiedad frente al abandono, en tanto la disconformidad con la cercanía no fue un factor decisivo respecto a la presencia o ausencia de violencia. De esta forma, Roberts y Noller confirman lo planeado por otros autores como Fitzpatrck, Fey, Segrin y Chif (1993); Roban y Hazan (1991), y Babcock, Waltz, Jacobson y Gottman (1993), en el sentido de que los patrones de comunicación disfuncionales mediarían la asociación entre el apego inseguro y la violencia, creando un ambiente propicio para que ocurran episodios de agresión en la pareja, donde el conflicto se transforma en una situación altamente estresante para quienes presentan ansiedad frente al abandono y también para aquellos que se sienten incómodos con la cercanía. En el primer caso, los individuos tienen tres opciones: tratar de someterse a los deseos de sus parejas "abandonadoras"; impedir el abandono a través del despliegue de enojos exagerados y coerción, pudiendo utilizar la violencia como medio para impedir el abandono o bien, intentar escapar del conflicto al evitar la frustración que éste trae y negar su misma existencia, lo que, a su vez, puede incrementar la probabilidad de violencia. Las mismas tres opciones pueden ser replicables para quienes se sienten incómodos con la cercanía, en el caso de que el conflicto se asocie con expresiones de intimidad (Roberts y Noller, 1998). Estos resultados fueron confirmados por Feeney, quien encontró que los individuos con mayor "ansiedad sobre la relación" reportan mayor grado de conflicto, sugiriendo que los motores serían fundamentalmente la inseguridad básica y temor al abandono. Del mismo modo, este grupo tiende a resolución de conflictos de manera más coercitiva y suspicaz, generando justamente los resultados y situaciones que más temen (Feeney, 1999).

En síntesis, el estilo de apego explicaría sólo en parte la varianza de la violencia en pareja, en tanto es una variable que media la relación entre la comunicación y la violencia en la relación de pareja (Roberts y Noller, 1998).

Los autores señalan que sus descubrimientos confirman los hallazgos de investigadores como Collins y Read (1990), Feeney, Noller y Callan (1994), Levy y Daris (1988) y Whitchurch y Pace (1993), pero contrastan con lo obtenido por Pistole y Tarrant en 1993, quienes concluyeron los estilos de apego adulto se distribuían de manera similar a la de la población general. Roberts y Noller (1998) hipotetizan que dichas conclusiones pueden tener que ver con que esa muestra fue de 62 hombres convictos por violencia intrafamiliar, no existiendo grupo de comparación "no violento" y es probable que el tipo de violencia haya sido de tipo "terrorismo patriarcal", más que violencia cruzada.

Finalmente, Roberts y Noller (1998) encontraron una relación positiva entre altos grados de satisfacción marital y bajos niveles de inseguridad en el apego, pese a que esta primera variable no logra explicar la relación entre la violencia de pareja y el tipo de apego. Ello contradice lo encontrado por investigadores como Bookwala, Frieze y Grote (1994); Julian y Mckenry (1993); O´Leary, Barling, Arias y Rosenbaum (1989); y Smith, Vivian y O"Leary (1991), quienes sugirieron que la insatisfacción sería un proceso a través del cual el apego influye en la agresión de pareja.

En términos descriptivos, Bartholomew y cols. (2001) plantearon las combinaciones más comunes de estilos de apego de quienes se encuentran en relaciones abusivas. A diferencia de una perspectiva feminista que centra su mirada en la estructura patriarcal de la sociedad, estos autores se aproximan a la violencia domestica, considerando un contexto diádico o relacional, lo que se evidencia en la inclusión de ambos miembros de la pareja en sus estudios (Henderson, Bartholomew y Dutton, 1997; Bartholomew, Henderson y Dutton, 2001). De este modo, lograron identificar tres patrones:

1.- Las parejas en que ambos miembros tienen un estilo ansioso, suelen estar enfrascadas en relaciones altamente superficiales y conflictivas, pudiendo existir agresión mutua. En la medida que la violencia se vuelve mas extrema es más probable que la mujer resulte herida.

2.- La relación entre mujeres temerosas y hombres ansiosos muestra más abuso unidireccional del hombre hacia la mujer, conformando el estereotipo común del hombre abusivo demandante y controlador y la figura pasiva de la mujer, quien intenta acomodarse a su pareja para evitar mayor violencia. Para estos casos, Roberts y Noller (1998) agregan que si la victima se siente más disconforme con la cercanía, se intensificará la inseguridad de abandono de parte del agresor, incrementando la probabilidad de que ocurra violencia, especialmente del hombre hacia la mujer. En este sentido, Babcock y cols. (2000) hipotetizan que la conducta de este tipo de hombres puede explicarse como una descarga emocional que mantiene, momentáneamente, la proximidad de la esposa, como respuesta al temor de ser abandonados.

3.- Un tercer patrón es el de las mujeres ansiosas con hombres evitativo- temerosos, es característico en la mayoría de las relaciones severamente abusivas y en muestras clínicas. Coincidiendo con lo encontrado por Kesner y McKenry (1998), Bartholomew y cols. (2001) señalan que los hombres con apego temeroso serían quienes presentan mayor violencia física hacia sus parejas, ya que, frente a las demandas de su mujer suelen responder con un aumento de la evitación o, al sentirse presionados, sobrepasados o atacados, agreden a su pareja en mayor proporción si se compara con mujeres que tienen el mismo estilo vincular, hecho que puede ser explicado desde la interacción entre los roles de género y las dinámicas de apego. Cabe señalar que el nivel de agresión mostrada por hombres con este estilo de apego puede exacerbarse si existe la amenaza de abandono de parte de su pareja, y si ella es temerosa y si reacciona a este sobrecontrol alejándose aun más de él (Henderson y cols., 1997).

En términos de recepción de la violencia es necesario precisar que el estilo de apego afecta la interpretación de la persona, acerca del uso de la violencia por parte de su pareja, moldeando así su respuesta a ella. En particular, una persona ansiosa frente al abandono puede ver el uso de la violencia por parte de su pareja como un signo de rechazo, siendo más probable que tienda a "protestar" de manera también agresiva, en comparación con personas que no presentan ansiedad frente al abandono (Roberts y Noller, 1998).

Estas tipologías fueron corroboradas por Babcock, Jacobson, Gottman y Yerington (2000), en un estudio comparativo entre esposos violentos y no violentos, a través de la AAI, cuestionarios y el reporte de sus esposas. Adicionalmente encontraron evidencia para los hombres con estilo de apego evitativo- rechazante, donde la defensividad de las esposas fue un predictor significativo de agresión por parte del hombre, sugiriendo una función instrumental de la violencia para hacer valer su autoridad.

Por su parte, una investigación prospectiva realizada por Collins, Cooper, Albino y Allard (2002) concluyó que la evitación durante la adolescencia, se constituye en un factor de riesgo para la calidad de las relaciones de pareja adulta, presentando algunos efectos más fuertes en los hombres evitativos y sus parejas que de modo inverso Así, los resultados apuntan a que los sujetos evitadores tienden a establecer relaciones con personas que tienden a tener modelos más negativos de sí mismos, emocionalidad negativa y escasa "agencia"[19] o un estilo ambivalente (Feeney, 1999). Los hombres evitativos, muestran mayor crítica hacia sus parejas, menor comunicación en resolución de problemas y tendencia a manifestar conductas agresivas frente a los conflictos. Así también, aparece una interacción significativa entre el estilo evitativo y el género, considerando que las parejas mujeres de hombres evitativos, califican su relación como menos satisfactoria y más conflictiva. Así también, la ansiedad elevada aparece como una variable más perjudicial para las mujeres, quienes tenderían a involucrarse con parejas "menos sanas" (Collins y cols., 2002). Estas evidencias se contraponen con lo sugerido por Bartholomew y cols., (2001), quienes señalaron que los individuos evitativo- rechazantes tenderán a no protestar ni evidenciar rabia en sus relaciones íntimas, debido a la desactivación de sus sistemas de apego, siendo más esperable que dejen una relación insatisfactoria antes de protestar. (Bartholomew y cols., 2001).

Otros autores como Sharon B. Bond, y Michael Bond (2004) encontraron que la capacidad para resolver conflictos propia del hombre con estilo evitativo es un factor que predice la perpetración de abuso (Bond y Bond, 2004). Estos investigadores, realizaron un estudio con 41 parejas heterosexuales de habla inglesa, casadas y convivientes de Montreal, que constituían muestras clínicas y que adicionalmente presentaban dificultades relacionales. Coincidiendo con otros hallazgos, estos investigadores encontraron que la mezcla entre falta de habilidades comunicacionales en la resolución de conflictos, una elevada dependencia emocional y una combinación de estilo ansioso en la mujer con evitación en el hombre, fue de gran pronóstico para la ocurrencia de violencia. La combinación de estos estilos de apego tiene una probabilidad nueve veces mayor de presentar agresiones, en comparación con parejas que tienen otros patrones de apego. Adicionalmente, se observó que variables sociodemográficas como la edad y duración del matrimonio influyeron significativamente respecto a la violencia; no ocurrió lo mismo con el ingreso económico, educación, empleo, ocupación o número de horas de trabajo a la semana (Bond y Bond, 2004).

En un estudio cualitativo sobre violencia en parejas que ejercían violencia cruzada, desde la perspectiva del apego, Lynn Ballard observó que en las interacciones de pareja, donde la amenaza de abandono se hace inminente, existe activación automática del miedo, propio de los modelos operativos internos de personas con estilo inseguro, lo que genera un circuito relacional caracterizado por impulsividad que tiende a perpetuar la inseguridad y a gatillar un estado emocional negativo. En estas parejas apreció ausencia de preocupación recíproca, falta de confianza, carencia de habilidades para negociar frente a los conflictos, dificultad en la resolución de problemas y escasa tolerancia frente a discusiones de alta carga emocional. Cabe señalar que las personas de la muestra reportaron un vínculo inseguro con su familia de origen; incluso muchos de ellos señalaron haber sufrido violencia intrafamiliar de manera habitual. Por otra parte, se encontró que las parejas femeninas de estos hombres se encontraban predispuestas a tener estilos de apego inseguro, a partir de lo cual el investigador concluye que el apego temprano es un factor de gran influencia a la hora de determinar la agresión en la pareja, pero en combinación con la presencia o ausencia de otros eventos vitales estresantes (Ballard, 2004).

Finalmente, Henderson, Bartholomew, Trinke y Kwong (2005) evaluaron el grado de abuso psicológico y físico en 128 residentes de Vancouver, a través de una entrevista de apego. Concluyeron que el apego preocupado (ansioso) actúa como un predictor independiente tanto en la recepción como en la perpetración del abuso psicológico y físico. En este mismo sentido, no hubo evidencia que avalara la influencia de la variable género en esta asociación. Las conclusiones sugieren que la preocupación en el apego en uno u otro compañero puede incrementar la probabilidad de abuso en la violencia común de parejas (Henderson y cols., 2005).

Es necesario señalar que, si bien la mayoría de los estudios revisados no considera la categoría de apego desorganizado, Fonagy plantea que los hombres con este estilo de apego suelen ejercer violencia hacia los demás, especialmente hacia sus parejas e hijos. De acuerdo a este autor, la violencia hacia los demás cumple la doble función de recrear y re-experimentar el self "ajeno" dentro del otro y, por otra parte, destruirlo de manera inconsciente, recuperando su sentido de seguridad. En el caso de las mujeres que presentan este tipo de apego, las manifestaciones más frecuentes de agresión tienden a ser el suicidio y la agresión hacia sí mismas (Fonagy, 1999b).

APEGO EN MUJERES QUE SUFREN VIOLENCIA EN SU RELACIÓN DE PAREJA

Desde su conceptualización sobre los estilos de apego y la violencia, Henderson y cols. (1997), plantean que sería poco probable que aquellas personas que tienen un concepto positivo de sí mismos, propio de los estilos seguro y evitativo-displicente, logren permanecer en una relación abusiva donde reciben malos tratos. De esta forma, los individuos seguros no tolerarán la agresión de una pareja, o bien tenderán a dejar la relación al primer indicio de abuso, ya que se sienten merecedores de un trato más respetuoso. Por su parte, es poco probable que los individuos evitativo-rechazantes inviertan esfuerzos en permanecer con una pareja abusiva, ya que se caracterizan por su elevada autoconfianza y evitación de la intimidad (Henderson y cols., 1997).

Inversamente, la dependencia, ansiedad y un modelo negativo de sí mismo, características propias de los patrones temeroso y ansioso, pueden servir para exacerbar la mantención de la relación o profundizar el apego a una relación abusiva, sin que se espere un trato más respetuoso. Así, la relación de poder puede desbalancearse cuando la persona abusada siente que merece un trato más respetuoso de su pareja. Pese a ello, es posible pensar que no solamente los individuos ansiosos y temerosos crean que la violencia contra ellos es justificable o que respondan positivamente a las expresiones de arrepentimiento del abusador (Bartholomew y cols., 2001).

En la investigación "Mujeres que abandonan a sus parejas abusivas", realizada por Henderson y cols. (1997) se entrevistó a 63 mujeres que recientemente habían terminado relaciones donde sufrían violencia física y psicológica. Proporcionalmente, un 35% de ellas presentaba un apego temeroso y un 53% mostraba un estilo ansioso, confirmando que los patrones de apego donde existe un modelo negativo de sí mismo se asocian con la recepción de abuso. Al respecto, es importante señalar que la intermitencia de la agresión tiene un impacto mayor en personas que tienen un modelo negativo de si mismos y un modelo positivo de los otros, quienes tienden a justificar la violencia en su contra, ser más responsivas al afecto de su pareja y más proclives a aceptar las disculpas que siguen a episodios violentos. Así, a mayor ansiedad, mayor es la probabilidad de que hayan existido separaciones previas y mayor dificultad para que la separación de la pareja abusiva sea definitiva. Por otra parte, a mayor temor, menor fue la probabilidad de que estas mujeres se involucraran o estuviesen en contacto continuo con sus ex parejas luego de separarse. En este sentido, las características propias del estilo de apego ansioso pueden constituir un factor de riesgo en las mujeres para una separación exitosa de relaciones abusivas y, en sentido inverso, la orientación temerosa puede implicar un factor de protección respecto a esta circunstancia, ya que no existe una idealización del compañero como ocurre en las personas que presentan un estilo más preocupado (Henderson y cols., 1997).

A partir de estos hallazgos, que consideran el estilo global de apego, no fue posible determinar si la relación de maltrato fue consistente con un modelo negativo de sí mismas previo en las mujeres, o si este estilo de apego fue consecuencia de estar en una relación de violencia. En este caso, la pregunta central es cómo se comporta o emerge "un" estilo de apego particular en una relación de pareja, considerando que no es claro si los patrones de apego son propiedades de los individuos o tienen una esencia más bien relacional, cuestión que sólo puede dilucidarse con estudios longitudinales que sigan a las parejas durante el curso de la relación, en comparación con sujetos que transitan de una relación a otra (Feeney, 1999).

Los autores problematizan estos hallazgos, al no descartar la influencia de factores ambientales cómo la estabilidad económica y disponibilidad de apoyo social, que pesan al momento de decidir retomar o no la relación (Henderson y cols., 1997).

Ruth Gheler (1995), de la Universidade de Sao Paulo, realizó dos estudios con mujeres universitarias de raza blanca que sufren violencia de parte de sus compañeros, comparándolas con un grupo control, para evaluar los estilos de amor, tipos de apego y modelos operativos internos. El primer estudio concluyó que la mayoría de las mujeres que sufrían violencia tendían a no creer en el amor romántico, presentando un estilo de apego inseguro-evitativo, con propensión a evitar el contacto físico y la intimidad afectiva, a diferencia del grupo control donde primó el estilo seguro. En contraste con la mayoría de los hallazgos relativos a este tema, el tipo de apego ansioso apareció en una proporción secundaria. Sin embargo, se encontró una asociación significativa entre los patrones de apego inseguro (evitativo y ansioso) y la presencia de historias de maltrato durante la niñez y adolescencia (Gheler, 1995).

El segundo estudio, que contempló la realización de entrevistas en profundidad a las mujeres en situación de agresión, evidenció que sus relaciones de pareja se caracterizaban por ser asimétricas y complementarias, donde ellas no lograban asumir su propia agresividad, mostrando dificultad en la consolidación de una identidad independiente de lo masculino y lo social, tendiendo a adherir al estereotipo tradicional de género.

En términos históricos, pudo apreciarse el establecimiento de patrones de apego inseguro con sus propias madres, lo que habría condicionado el desarrollo de modelos operativos caracterizados por la vivencia de no ser dignas de manifestar sus propias necesidades emocionales ni merecer afecto por parte de los otros (Gheler, 1995).

En la ciudad de Antofagasta, Álvarez, Hernández y Araya (2005) realizaron un estudio cualitativo con mujeres que sufren violencia de sus parejas, revelando que la mayoría de ellas ha sufrido experiencias de agresión desde la infancia, sea como espectadoras o protagonistas. La tendencia general es haber desarrollado un apego adhesivo con sus madres durante la infancia, condición que influiría en las características del vínculo con sus parejas actuales, lo que implica además una dificultad para reconocer las características negativas del otro. En el presente, existe una marcada tendencia a la rigidez emocional y deprivación afectiva, donde las figuras son percibidas como poco cercanas y responsivas en lo emocional. Se pudo observar que aquellas mujeres que durante la niñez vivenciaron respuestas emocionales inadecuadas, poca accesibilidad de sus figuras de apego, separaciones o pérdidas, tienden a otorgar significados similares a sus figuras significativas presentes (especialmente sus parejas), así como a las conductas que ellos demuestran. Se concluyó que aquellas mujeres que permanecen en relaciones donde existe maltrato, consideran que la figura de apego principal es su pareja, no existiendo figuras simbólicas que sean significativas o tan intensas que les permitan decidirse a terminar la relación, a diferencia de las mujeres que sí lo han hecho (Álvarez y cols., 2005).

Los modelos operativos internos de estas mujeres suelen ser protectores del sí mismo y de la relación, excluyendo la significación de los eventos negativos que surgen en la dinámica relacional, contribuyendo a la mantención del vínculo mediante la identificación de aquellas características consideradas positivas de ellas, su pareja y la relación misma. Así, una eventual ruptura significaría la pérdida de estos aspectos deseables, o éstos adquieran sentido sólo en tanto se permanece en la relación (Álvarez y cols., 2005).

A partir del estudio de 41 parejas, Bond y Bond (2004) concluyeron que el estilo de apego ansioso fue un elemento significativo para distinguir a mujeres que eran víctimas de violencia de aquellas que no. Estos resultados se asemejan a lo encontrado por Henderson y cols. (1997).

Baja capacidad de resolución de conflictos, estilo de apego ansioso y larga duración del matrimonio, son variables que se asociaron significativamente con mujeres víctimas de violencia física. Cuantitativamente, este riesgo fue considerado una y media vez más grande si la persona no tiene la capacidad de resolver problemas, y aproximadamente 17 veces más grande si esta cualidad se combina con un apego ansioso (Bond y Bond, 2004).

Respecto a la posibilidad de modificar los modelos operativos internos en personas que experimentan malos tratos, Schank (1982) señala que el cambio profundo de los modelos internos y procesos defensivos requiere de revisiones o reinterpretaciones de muchos esquemas subyacentes y dominios relacionados. En el caso de las víctimas de violencia, es plausible pensar que los mecanismos que abren paso a la modificación carecerían de flexibilidad (Bretherton y Munholland, 1999).

Como parte de esta configuración estructural también se encuentran las "malas atribuciones defensivas", puestas en evidencia ante la aceptación de un evento extremadamente abusivo que, en lugar de constituirse en evidencia abrumadora de que el modelo de funcionamiento es sustancialmente inválido, el individuo puede tratar de reinterpretar el evento, operación favorecida por el carácter interpretable e "incompleto" de la información cotidiana (Bretherton y Munholland, 1999).

PREGUNTA DE INVESTIGACIÓN:

La interrogante que orienta el logro de los objetivos del presente estudio es: ¿Qué particularidades presenta la calidad de apego específica a la relación, en mujeres que sufren violencia de pareja?

OBJETIVOS

OBJETIVO GENERAL.

Caracterizar la calidad de apego específico a la relación de pareja, de mujeres que se encuentran en una relación de pareja en que sufren episodios recurrentes de violencia, así como describir aquellas cogniciones y explicaciones que contribuyen a mantenerla y hacerla viable.

OBJETIVOS ESPECÍFICOS.

Se decidió tomar como base los planteamientos de Collins y Read (1994), quienes adicionan elementos conductuales, cognitivos y emocionales a otras definiciones anteriores del mismo término. Así, el presente estudio intentará conocer y caracterizar los modelos de los Modelos Internos de Funcionamiento específicos a la relación de pareja actual, tomando en cuenta los cuatro elementos interrelacionados descritos:

1.- Describir el curso de la relación, en términos de la evolución del apego,

2.- Describir las creencias, actitudes y expectativas sobre sí misma y su pareja, en relación a este patrón de apego específico.

3.- Identificar las metas y necesidades relacionadas con el apego y analizar el grado en que éstas son satisfechas

4.- Indagar las estrategias y planes asociados a la búsqueda de la satisfacción de las metas y necesidades de apego.

MARCO METODOLÓGICO

METODOLOGÍA CUALITATIVA.

La Metodología se refiere al modo de enfocar los problemas, buscar respuestas y de qué forma realizar una investigación, considerando los intereses y propósitos de estudio (Taylor y Bogdan, 1997).

Para los propósitos de esta investigación, la metodología cualitativa se convierte en la técnica más apropiada y pertinente para aproximarse a conocer los estilos de apego y, específicamente, los modelos operativos internos en las relaciones, en tanto ellos se conciben como un espectro de analogías que puede tomar la forma de diálogos internos o interacciones con otros (Bretherton y Munholland, 1999).

De este modo, la indagación se centró en los hechos, intentando hacer sentido de lo cotidiano tal cual se despliega, sin intentar controlar influencias externas para conocer y comprender, desde su propia significancia, cuáles son los discursos de las mujeres que sufren violencia, caracterizando algunas dimensiones propias de los estilos de apego específico a sus relaciones de pareja actuales (Krause, 1995; Rodríguez, Gil y García, 1999; Mayan, 2001; Álvarez-Gayou, 2005).

Taylor y Bogdan (1987) consideran la investigación cualitativa como aquella que "produce datos descriptivos: las propias palabras de las personas, habladas o escritas, y la conducta observable" (p.19). De este modo, el énfasis está puesto en la validez de la investigación, a diferencia de la investigación cuantitativa que se centra en la confiabilidad y reproductibilidad de su estudio.

Según Guba y Lincoln (1994) y Angulo (1995), existirían distintos niveles de análisis que caracterizan la investigación cualitativa. A nivel ontológico, la metodología cualitativa considera la realidad como dinámica, global y construida en un proceso de interacción con la misma (Rodríguez, Gil y García, 1999). El paradigma interpretativo postula una realidad dependiente y construida a través de los significados que las personas le atribuyen, es decir, lo que la gente hace o dice, es producto de cómo define su mundo (Taylor y Bogdan, 1987; Krause, 1995).

A nivel del método, como forma característica de investigar, los diseños cualitativos tienen un carácter emergente, al irse construyendo a medida que se avanza el proceso de investigación (Rodríguez y cols.,1999). Esto supone el uso de una metodología "interpretativa-participante" por parte del investigador que se sumerge en la realidad estudiada para buscar comprender el significado de aquello que desea estudiar, utilizando la comunicación como herramienta (Krause, 1995).

Si se toma en consideración lo expuesto y las características del objeto de estudio, el paradigma interpretativo resulta el más pertinente para intentar responder las preguntas de investigación (Álvarez-Gayou, 2005).

Para salvaguardar la rigurosidad en la investigación se tomaron los criterios de confiabilidad y validez propuestos por Goetz y LeComte (1986), los que resultan coherentes con este paradigma. Se preservó la validez interna, seleccionando aquellas participantes que fuesen representativas de la situación global estudiada (Rodríguez y cols., 1999; Mayan, 2001). Para asegurar validez externa, se explicitaron los procedimientos de recolección, análisis de datos y caracterización de la muestra[20]para permitir que otros investigadores puedan transferir los hallazgos de esta investigación (Rodríguez y cols., 1999; Mayan, 2001).

Con el fin de asegurar la confiabilidad externa, se informó claramente a las participantes cuál era el rol que desempañaría el investigador, en qué contexto ellas iban a hablar y se describió precisamente las características más importantes de la investigación. Asimismo, se describió el modo cómo se efectuó la recolección de datos, las características de las informantes y los criterios para seleccionarlas.

Finalmente, para preservar la confiabilidad interna, se propusieron síntesis de los contenidos expuestos por las informantes durante la realización de las entrevistas, para chequear la correcta comprensión de lo expuesto por ellas. Al mismo tiempo, las entrevistas fueron grabadas en pendrive, para asegurar un adecuado registro y conservación de los datos (Rodríguez y cols., 1999).

TIPO DE INVESTIGACIÓN

La presente investigación utilizó una metodología cualitativa, de tipo descriptivo, donde las respuestas se sistematizaron tal como fueron expresadas, para aproximarse a comprender el sentido, existiendo un mínimo de interpretación y conceptualización (Taylor y Bogdan, 1997).

Desde el punto de vista de su alcance, se pretende describir la calidad de apego en mujeres que se encuentran en una relación en la que existen episodios de violencia.

DISEÑO DE LA INVESTIGACIÓN

Se trabajó con una muestra seleccionada intencionalmente, con un diseño de caso ideal- típico, intentando buscar los casos promedio de mujeres que sufren episodios de violencia de parte de sus parejas y que son atendidas en algunos Centros Comunitarios de Salud Mental y Familiar (COSAM). En estos centros existe mayor disponibilidad para acceder a este grupo de mujeres, que son quienes pueden entregar mayor y mejor información sobre el tema (Goetz y Le Comte, 1986; Mayan, 2001).

La elección de este diseño se fundamentó en la factibilidad de poder acceder y establecer una buena relación con las informantes, considerando también los recursos disponibles y el límite de tiempo estipulado para esta investigación.

MUESTRA.

DEFINICIÓN Y CARACTERÍSTICAS DEL UNIVERSO.

El universo está compuesto por todas las mujeres que se encuentran en una relación de pareja, casadas o convivientes, en la que existen episodios de violencia y que asisten a algún COSAM de la Región Metropolitana que tiene adosado un programa de violencia intrafamiliar, consultando espontáneamente o siendo derivadas entre los meses de Enero y Septiembre de 2006.

Respecto al universo, es importante reseñar algunas características de estos centros, en base a información proporcionada por los/as encargados/as. En ellos, las atenciones corresponden mayoritariamente a psicoterapia individual y talleres grupales, se dirigen fundamentalmente a adultos y los casos con mayor prevalencia son violencia intrafamiliar y agresiones sexuales. Al respecto, las mujeres consultantes por violencia intrafamiliar, tienen una edad promedio entre 25 y 60 años, con un nivel de escolaridad que va entre básica incompleta y enseñanza media completa y pertenecen a niveles socioeconómicos predominantemente bajos, con grave dificultad para acceder a los servicios básicos. Respecto al estado civil pueden ser casadas o convivientes y, por lo general, tienen más de 1 hijo. Con frecuencia experimentan violencia física y psicológica, pero no de gravedad severa actual. La agresión psicológica tiende a ser crónica y la violencia física de carácter ocasional. Al momento de consultar, muchas de ellas están comenzando a trabajar o con intenciones de hacerlo, situación que implica cierto riesgo, en tanto el trabajo constituye un tema o contenido para la violencia.

UNIDAD DE ANÁLISIS.

La unidad de análisis está constituida por un conjunto de siete mujeres que, al momento de las entrevistas, se encuentran en una relación de pareja en que sufren episodios de violencia física y/o sexual.

MUESTREO.

Se utilizó un muestreo de tipo intencionado, con el propósito de acceder a casos que sean ricos en información.

La muestra estuvo constituida por 7 mujeres, una de cada COSAM, a quienes se les realizó entrevistas en profundidad. Esta decisión se fundamentó en la disponibilidad de acceso a algunos centros, el límite de tiempo de la presente investigación y en la necesidad de acceder a casos ricos en información, con el propósito de ganar profundidad más que extensión (Patton, 1990). El estudio se llevó a cabo en los Centros Comunitarios de Salud Mental y Familiar (COSAM) de las comunas de Quilicura, Lo Prado, Quinta Normal, Macul, Maipú, San Bernardo y Recoleta, considerando la posibilidad de acceder a dichos centros y las limitaciones temporales contempladas para la investigación.

Los criterios de inclusión fueron los siguientes:

  • Pertenecer a un rango de edad promedio de las consultantes en cada centro, esto es, entre 25 y 60 años.

  • Presentar un nivel socioeconómico bajo ó medio-bajo, que corresponde a lo más habitual de la población atendida en cada centro.

  • Existencia de episodios de violencia física y/o sexual.

  • Independiente del estado civil, debían cohabitar con su pareja actual.

  • Al momento de la entrevista, fue requisito estar en proceso psicoterapéutico individual por un período no inferior a cuatro sesiones, en el COSAM.

Resguardando los objetivos de estudio, se definieron también los siguientes criterios de exclusión para la muestra:

  • Mujeres que estuvieran en proceso de rompimiento del círculo de violencia.

  • Existencia de intentos de suicidio recientes, esto es, durante los últimos seis meses.

  • Casos de violencia que estuvieran siendo tramitados en los Tribunales de Justicia, en tanto se corría el riesgo que entre los dos encuentros de entrevista se dictaran medidas o sentencias que dificultasen la culminación del proceso, o bien que el investigador fuese citado a prestar declaración, en calidad de testigo experto.

Dentro de las características más relevantes de las siete mujeres seleccionadas (ver Anexo 1), cabe señalar que el rango de edad osciló entre 25 y 58 años. Cuatro de ellas estaban casadas, mientras las tres restantes convivían con sus parejas. En relación al nivel de escolaridad, tres de las entrevistadas habían concluido la Enseñanza Media, mientras las otras cuatro no terminaron la Enseñanza Básica. Considerando la ocupación, tres de ellas se desempeñan en labores de casa, dos en servicio doméstico, una trabaja como asalariada y otra lo hace por cuenta propia. Respecto al número de hijos, una de las entrevistadas tiene cinco, tres de ellas tienen cuatro hijos, una tiene tres, otra uno y, finalmente, una de las entrevistadas no tiene hijos.

Todas las mujeres de la muestra experimentan violencia psicológica, seis sufren violencia física, cinco tienen violencia de tipo sexual de parte de sus parejas y cuatro viven violencia económica. La frecuencia de estos episodios es variable, en tanto tres de ellas reportan su ocurrencia una vez por semana o más, mientras otras tres mujeres los sufren entre una vez al mes y cada seis meses aproximadamente. En relación al inicio de las agresiones, cuatro entrevistadas señalan que éste se remonta a más de diez años, mientras otras dos manifiestan que la aparición data entre cinco y diez años atrás. Sólo una de las informantes sufre violencia desde hace menos de cinco años.

Respecto a los malestares físicos, todas señalaron haber sufrido dolores de cabeza durante el último año, mientras 6 de ellas han tenido dolores musculares, trastornos gastrointestinales y dificultad para conciliar el sueño. En relación al uso de fármacos, tres de las entrevistadas consumen Fluoxetina, dos Enalapril y dos toman Amitriptilina, mientras sólo una no consume ningún medicamento.

Dentro de los factores de riesgo presentes, destaca la presencia de celos por parte de la pareja, control de actividades cotidianas e ideación suicida en seis mujeres, consumo de alcohol por parte de la pareja en cinco casos e intentos de suicidio en cuatro de ellas. Del total de entrevistadas, tres han llegado a consultar, derivadas de otro consultorio y otras tres de profesionales de otra institución.

Del total de entrevistadas, cuatro han denunciado a la justicia situaciones de violencia en alguna ocasión., Pese a esta gestión, señalan no haber tenido respuesta satisfactoria de parte de las instituciones. Las tres mujeres que no lo han hecho, argumentan sentir "miedo" y "vergüenza". Pese a ello, todas han considerado la posibilidad de hacerlo.

Del total de entrevistadas, sólo en un caso su pareja desconoce que asiste al COSAM. En los seis casos restantes, las parejas están en conocimiento de esta situación y "no dicen nada" o "están de acuerdo".

PROCEDIMIENTOS.

PROCEDIMIENTO DE SELECCIÓN.

Se envió un mail dirigido al /la encargado/a de algunos Centros Comunitarios de Salud Mental y Familiar (COSAM) de la ciudad de Santiago que atienden casos de violencia intrafamiliar (ver Anexo 2), para solicitar una encuentro con ellos. En esta instancia se expuso los objetivos, alcances y limitaciones del estudio, consultando la factibilidad de poder entrevistar a una mujer que sea atendida en el centro y que correspondiese al perfil típico o promedio de quienes fueran atendidas allí. Para este efecto, se accedió a información proporcionada por informantes- clave[21]que en este caso fueron los/las psicólogos/as encargados/as de cada COSAM o de su programa de violencia intrafamiliar, quienes informaron sobre las características sociodemográficas de las mujeres que concurren. En cada centro, ellos entregaron al investigador dos o tres posibilidades de casos de mujeres que se encontraban en proceso psicoterapéutico individual y que calzaban con el perfil típico o promedio. Adicionalmente, los terapeutas evaluaron la oportunidad de abrir situaciones traumáticas, considerando el momento particular en que se encontraran las pacientes.

Luego de que las mujeres accedieron a participar, y previo al desarrollo de la entrevista, se generó un espacio donde se sondeó la disposición a colaborar y se explicó los propósitos, procedimientos y alcances de la investigación. Del mismo modo, se aplicó un cuestionario breve para conocer algunos antecedentes sociodemográficos (ver Anexo 3).

EVALUACIÓN Y MODALIDAD DE REGISTRO.

Se realizaron entrevistas individuales a cada una de las informantes. Para este efecto, los/las encargados/as facilitaron una oficina de atención, en dependencias de cada COSAM.

Estas entrevistas fueron grabadas utilizando un pendrive, que fue instalado sobre una mesa que se procuró ubicar a un costado de las entrevistadas, a una distancia aproximada entre cincuenta centímetros y un metro. Con posterioridad, se procedió a transcribir los diálogos de cada encuentro, considerando las convenciones de transcripción propuestas por Oxman (1998) (ver Anexo 4).

INSTRUMENTOS.

ESTRATEGIA DE RECOLECCIÓN DE DATOS: LA ENTREVISTA EN PROFUNDIDAD SEMI-ESTRUCTURADA.

Se entiende la entrevista en profundidad como "reiterados encuentros cara a cara entre el investigador y los informantes, encuentros éstos dirigidos hacia la comprensión de las perspectivas que tienen los informantes respecto de sus vidas, experiencias o situaciones, tal como las expresan con sus propias palabras" (Taylor y Bogdan, 1997, p.101). Estos encuentros son dirigidos y registrados por el entrevistador con la finalidad de favorecer la producción de un discurso conversacional contínuo y con una cierta línea argumental del entrevistado sobre el tema de investigación (Alonso, 1995).

La entrevista en profundidad implica siempre un proceso de comunicación, un tanto artificioso, a través del cual el investigador crea una situación concreta y única que da lugar a ciertos significados que sólo pueden expresarse y comprenderse en este contexto interaccional. Si bien en el transcurso de este espacio, entrevistador e informante pueden influirse mutuamente, el investigador intenta acceder, mediante empatía y sesgo, al modo de clasificar y experimentar el mundo del entrevistado, considerando sus significados, perspectivas e interpretaciones, procurando adentrarse en su propia subjetividad (Ruíz, 1996).

En el presente estudio, la utilización de la entrevista en profundidad resultó apropiada para responder la pregunta de investigación, en tanto pudo obtenerse información sobre cómo las informantes actúan y reconstruyen su propio sistema de representaciones sociales e individuales, que en este caso corresponden a las representaciones cognitivas del apego.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6
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