La niebla empezaba a desvanecerse. En los altozanos de enfrente, situados a dos verstas, todo lo más, de distancia, se distinguían vagamente las tropas enemigas. Abajo, a la izquierda, el ruido de los tiros se oía más claro. Kutuzov se detuvo y empezó a hablar con el general austriaco. El príncipe Andrés, algo apartado, les observaba. Necesitó un anteojo de larga vista y se lo pidió a un ayudante de campo.
– Vea, vea – dijo el ayudante de campo, que miraba no al ejército lejano, sino al que se encontraba delante de él, en la montaña -. ¡Son los franceses!
Los dos generales y los ayudantes de campo cogieron con un vivo movimiento los anteojos, que se arrancaban de las manos uno al otro. De pronto, todos aquellos rostros se demudaron; un frío mortal cruzó por ellos. Creían que los franceses se encontraban a diez verstas e inesperadamente los veían ante ellos.
– Sí,, sí, es verdad… ¿Qué significa eso? – exclamaron diversas voces.
El príncipe Andrés descubrió, a simple vista, abajo, a la derecha, una fuerte columna francesa que avanzaba contra el regimiento de Apcheron, a unos quinientos pasos de donde estaba Kutuzov.
«¡Ha llegado el momento decisivo! ¡Ahora entraré yo en juego!», pensó el príncipe Andrés.
Y, espoleando a su caballo, se acercó a Kutuzov.
-Hay que detener al regimiento de Apcheron, Excelencia – gritó.
Pero en aquel mismo instante, el espacio cubrióse de humo, las descargas oyéronse muy cerca y una voz delgada y asustada gritó a dos pasos del príncipe Andrés: «¡Ya estamos, camaradas!»
Hubiérase dicho que aquel grito era una orden. Y al oírlo, todo el mundo echó a correr.
Una multitud que crecía por momentos corría, retrocediendo hacia el lugar donde cinco minutos antes las tropas desfilaban por delante de los emperadores. No sólo era difícil contener a aquella multitud, sino que al mismo tiempo era imposible evitar el ser arrastrado por los que corrían. Bolkonski hacía esfuerzos por mantenerse firme, sin retroceder, y miraba estupefacto a su alrededor, sin comprender lo que estaban viendo sus ojos. Nesvitzki, enardecido, furioso, desconocido, gritaba a Kutuzov que si no se marchaba inmediatamente de allí acabarían por hacerle prisionero. Pero Kutuzov no se movía de su sitio; no respondió a aquel requerimiento y se sacó un pañuelo del bolsillo. Le salía sangre de una mejilla. El príncipe Andrés se abrió paso hasta llegar a su lado.
– ¿Estáis herido, Excelencia? – le preguntó, conteniendo a duras penas el temblor de su mandíbula.
– No está aquí la herida, sino allá – replicó Kutuzov apretando el pañuelo contra su mejilla y señalando a los fugitivos -. ¡Contenedlos! – gritó.
Pero, al convencerse de que era imposible hacerlo, espoleó a su caballo y se lanzó hacia la derecha.
El creciente alud de fugitivos le atrapó entre sus redes y se lo llevó hacia atrás.
Los grupos de soldados que corrían eran tan compactos que el que caía en medio no lograba levantarse.
Uno gritaba: «¡Vamos, vamos! ¿Por qué te detienes?» Y otros se volvían y disparaban al aire. Un tercero golpeaba al caballo de Kutuzov, el cual, a costa de duros esfuerzos, logró atravesar la riada y pasar a la izquierda con su escolta reducida por lo menos a la mitad, lanzándose hacia donde sonaban los cañones. Libre del aluvión de fugitivos, el príncipe Andrés, procurando no separarse de Kutuzov, descubrió a través del humo, en la pendiente de la montaña, una batería rusa que continuaba haciendo fuego y contra la cual avanzaban los franceses. Más arriba, la infantería rusa manteníase inmóvil: ni avanzaba ni retrocedía para sumarse a los fugitivos. Un general montado a caballo se destacó de la batería y se acercó a Kutuzov. La escolta del Generalísimo había quedado reducida a cuatro hombres. Todos estaban pálidos y se miraban en silencio.
– ¡Detened a esos miserables! – gritó, ahogándose, Kutuzov al jefe del regimiento señalándole a los fugitivos.
Pero en aquel mismo instante, como si fuera un castigo a sus palabras, las balas, semejantes a una bandada de pequeños pájaros, empezaron a pasar silbando por encima del regimiento y de la escolta de Kutuzov. Los franceses atacaban la batería. Al distinguir a Kutuzov, dispararon contra él. Pasada aquella descarga, el comandante se llevó una mano a la pierna y algunos soldados cayeron. El subteniente que llevaba la bandera la dejó resbalar de sus manos. La bandera se balanceó y cayó, enganchándose con los fusiles de los soldados que estaban cerca. Los soldados empezaron a tirar sin esperar ninguna orden.
– ¡Oh! ¡Oh! – sollozaba Kutuzov con desesperado acento. Se volvió -. ¡Bolkonski! – llamó con voz temblorosa, consciente de su debilidad senil -. ¡Bolkonski! – murmuró designando al batallón desorganizado y al enemigo -. ¿Qué es eso?
Pero antes de que acabara lo que deseaba decir, el príncipe Andrés, que sentía que lágrimas de vergüenza y de rabia le subían a la garganta, se bajó del caballo y corrió hacia la bandera.
– ¡Muchacho, adelante! – gritó Kutuzov con voz aguda e infantil.
«Ha llegado la hora», pensó el príncipe Andrés mientras esgrimía el asta de la bandera, oyendo con placer el silbido de las balas dirigidas a él.
Los soldados continuaban cayendo.
– ¡Hurra! – gritó el príncipe Andrés, que con trabajo llevaba la bandera. Se lanzó hacia delante, seguro de que le seguiría todo el batallón. En efecto, no había andado sino unos pasos y ya vio moverse a un soldado, después a otro y después a todo el batallón gritando: «¡Hurra!» Y corrieron tanto que le dejaron atrás.
Un suboficial cogió la bandera, que se balanceaba por ser demasiado pesada para las manos del Príncipe, pero pronto cayó mortalmente herido. El príncipe Andrés volvió a apoderarse de ella y, arrastrando su mástil por el suelo, corrió hacia el batallón. Ante sí veía a los artilleros: unos se batían, otros dejaban las piezas y se iban con el batallón. Y los soldados de infantería franceses se apoderaban de los caballos de los artilleros y daban la vuelta a los cañones. El príncipe Andrés, con el batallón estaba ya a veinte pasos de las piezas. Sentía muy cerca los silbidos de las balas y continuamente, a su derecha y a su izquierda, los soldados caían lanzando gemidos. Pero él no les prestaba atención. Miraba tan sólo hacia delante. Distinguía claramente la cara de un artillero rojo con el quepis de medio lado, que tiraba del escobillón que un francés le quería quitar. El príncipe Andrés veía perfectamente la expresión rabiosa de aquellos dos hombres que visiblemente no sabían lo que les pasaba. «¿Qué hacen?», pensó el príncipe Andrés mirándolos. «¿Por qué no huye el artillero rojo, ya que no tiene ningún arma? ¿Por qué no le mata el francés? En cuanto el otro quiera huir, el francés se acordará que tiene un fusil y le matará.» Efectivamente, otro francés se acercó al grupo, preparó su arma y el artillero rojo, que no sabía lo que le esperaba y acababa de arrancar triunfalmente a su contendiente el escobillón, cayó herido. Pero el príncipe Andrés no vio cómo terminó la cosa. Le pareció que algunos soldados, los que tenía más cerca, le golpeaban en la cabeza con todas sus fuerzas. Sentía un dolor agudo, pero lo que más le contrariaba era que tal dolor le distraía y le privaba de ver lo que deseaba.
«Pero… ¿qué es esto? ¿Me caigo? ¿Se me doblan las piernas?», pensó. Y cayó de espaldas.
Abrió luego los ojos para enterarse de cómo había acabado la lucha de los franceses contra el artillero. Quería saber si el artillero rojo había sido muerto o no, si los cañones habían sido salvados o habían caído en manos de los enemigos. Pero no veía nada. Sobre él no se extendía otra cosa que el cielo, el alto cielo, lleno de nubes grises, que pasaban dulcemente. «¡Qué dulzura, qué calma, qué solemnidad! ¡Qué distinto es esto de lo de hace un momento, cuando corría yo, cuando corríamos gritando – pensaba el príncipe Andrés -, cuando nos batíamos, cuando, con los rostros furiosos, descompuestos, el francés y el artillero se disputaban el escobillón! Entonces no desfilaban de esta forma las nubes por el cielo infinito. ¿Cómo no me he dado cuenta hasta ahora de este cielo? ¡Qué contento estoy ahora! Sí, todo es tontería, engaño, fuera de este cielo infinito. No existe nada sino este cielo. Pero ni este mismo cielo existe. No hay sino la calma y el reposo. ¡Alabado sea Dios!»
X
El príncipe Andrés yacía en las montañas de Pratzen, en el mismo sitio en que había caído con la bandera en la mano. Se desangraba, medio desmayado, y gemía plañideramente, dejando escapar un débil e infantil gemido.
Al atardecer dejó de gemir y calló por completo. No tenía la menor idea del tiempo que había durado su desmayo. Sentíase vivir de nuevo mientras un violento dolor le martilleaba en la cabeza.
«¿Dónde está aquel cielo tan alto, cuya existencia ignoraba y que he visto hoy por primera vez?» Tal fue su primer pensamiento. «¿Y este dolor que tampoco conocía? Sí, hasta ahora lo he ignorado todo, no sabía nada, nada. ¿Pero dónde me encuentro?» Aplicó el oído y oyó las pisadas de los caballos que se acercaban y el sonido de unas voces que hablaban en francés. Abrió los ojos. Sobre su cabeza resplandecía aún aquel cielo tan alto por el que flotaban algunas nubes y a través de las cuales percibíase el azul infinito. No hacía ningún movimiento con la cabeza, por lo que no pudo ver a los que se acercaban, según indicaba el ruido de los cascos de los caballos y de las voces, deteniéndose cerca de él.
Los jinetes que se acercaban eran Napoleón y dos de sus ayudantes de campo. Bonaparte recorría el campo de batalla y daba las últimas órdenes para fortificar las baterías, lanzando de vez en cuando una mirada a los muertos y a los heridos que habían quedado en el campo.
– ¡Bravos soldados! -dijo Napoleón mirando a un granadero ruso muerto caído boca abajo con el rostro hundido en la tierra y una mano, ya fría, vuelta hacia arriba.
– Las municiones de las piezas se han terminado – dijo en aquel momento el ayudante de campo que acababa de llegar de las baterías que disparaban contra Auhest.
– Ordene que avancen las reservas – replicó Napoleón, y alejándose algunos pasos se detuvo cerca del príncipe Andrés, tendido en el suelo boca arriba; con el mástil de la bandera en la mano. La bandera habíansela llevado los franceses como trofeo.
– ¡Bella muerte! – exclamó Napoleón mirando a Bolkonski.
El príncipe Andrés comprendió que las palabras dichas por Napoleón se referían a él. Oyó que daban el tratamiento de Sire a la persona que las había pronunciado. Pero oíalos como se oye el zumbar de una mosca. No sólo no les prestó atención, sino que ni siquiera los tuvo en cuenta y los olvidó enseguida. La cabeza le ardía, notaba cómo le corría la sangre, mientras encima de él veíase el cielo lejano, infinito. Sabía que el que se encontraba cerca de él era su héroe, Napoleón, pero en aquel instante Napoleón parecióle un hombre pequeño, insignificante, en comparación con lo que le sucedía a su alma bajo aquel cielo infinito por el que corrían las nubes… No le preocupaba lo más mínimo que alguien se detuviera cerca de él y dijese lo que le viniera en gana; sin embargo, producíale cierta satisfacción; anhelaba que aquellos hombres le prestaran ayuda y le devolviesen a la vida, que ahora parecíale tan bella, comprendiéndola de otra forma ignorada hasta entonces. Reunió todas sus fuerzas con el fin de ver si conseguía moverse un poco y podía emitir algún sonido. Pudo mover débilmente una pierna y de su garganta brotó un sonido enfermizo, débil, que hizo que sintiera compasión de sí mismo.
– ¡Ah, aún tiene vida! – exclamó Napoleón -. Levantadle y conducidle a la ambulancia.
A continuación, Napoleón dirigióse a recibir al mariscal Lannes, que, sombrero en mano, se acercó a él y le felicitó por la victoria.
El principe Andrés no recordaba lo que había sucedido después. Llegó al extremo de perder toda noción de los dolores que le produjo la instalación en la litera, los baches del camino, el examen de las heridas en la ambulancia. No volvió en sí hasta que le llevaron al hospital, con otros oficiales rusos heridos y prisioneros. Durante el camino se sintió algo mejor y pudo mirar e incluso hablar.
Las primeras palabras que oyó al volver en sí fueron las de un oficial francés que decía precipitadamente:
– Hemos de detenernos aquí. El Emperador no tardará en pasar y seguramente habrá de gustarle ver a los señores prisioneros.
-Hay tantos hoy que puede decirse que casi todo el ejército ruso lo es; por esto mismo creo que le fastidiará un poco el verlos – dijo otro oficial francés.
– ¡Lo que usted quiera! Dicen que éste que va aquí es el jefe de la guardia del Emperador – dijo el primer oficial señalando a un oficial herido que llevaba el uniforme blanco de la caballería de la guardia.
Bolkonski reconoció al príncipe Repnin, con el que se había encontrado más de una vez en los salones de San Petersburgo.
A su lado se veía a un muchacho de diecinueve años, de la caballería de la guardia, también herido.
Bonaparte, que llegaba al galope, detuvo el caballo.
– ¿Cuál es el oficial de más graduación? – preguntó al ver a los prisioneros.
Le indicaron al coronel príncipe Repnin.
– ¿Guardaba la guardia del Emperador de Rusia? – le preguntó el Emperador.
-Soy coronel y jefe de escuadrón del regimiento de caballería de la guardia – respondió Repnin.
– Su regimiento ha cumplido con su deber de un modo heroico – añadió Napoleón.
— El que le parezca así a un gran hombre es una magnífica recompensa – replicó Repnin.
-Pues os la concedo de buen grado – dijo Napoleón-. ¿Quién es ese joven que está a su lado?
– Es el hijo del general Sukhtelen. Es teniente de mi escuadrón.
Napoleón dirigió al muchacho una mirada y dijo sonriendo:
– Joven ha empezado a vérselas con nosotros.
– No es necesario ser viejo para ser valiente – respondió Sukhtelen con acento enfático.
– Bien contestado – replicó Napoleón -. ¡Joven, irá usted lejos!
El príncipe Andrés, colocado también en primer término, para completar el grupo de prisioneros, no podía pasar inadvertido a la atención del Emperador. Napoleón debió recordar haberle visto en el campo de batalla, pues le dirigió la palabra.
-Y usted, joven, ¿está mejor?
El príncipe Andrés había podido, cinco minutos antes, dirigir la palabra al soldado que le transportaba, pero en aquel momento, con los ojos fijos en Napoleón, guardó silencio.
¡Parecíanle tan pequeños todos los intereses que ocupaban la atención de Napoleón! Su héroe parecíale tan mezquino con aquella su minúscula ambición y la expresión de alegría que reflejaba su rostro, producida por la victoria, en comparación con el alto cielo justo y bueno que veía… Comprendió que no tenía ánimo para responderle.
¡Parecía todo tan inútil y tan mezquino al lado de aquellos serenos y majestuosos pensamientos que hacían brotar en él la debilidad de sus fuerzas, producida por la pérdida de sangre, los sufrimientos y la espera de una muerte próxima! Con los ojos fijos en los de Napoleón, el príncipe Andrés pensaba en el vacío de la grandeza, en el vacío mucho mayor de la muerte, del cual ningún ser viviente puede percibir ni explicarse el sentido.
El Emperador, sin aguardar la respuesta, volvióse, y mientras se alejaba dirigióse a uno de los jefes:
– Que atiendan a estos señores. Que los lleven a mi vivac y que digan a Larrey que mire sus heridas. Hasta la vista, príncipe Repnin.
Y se alejó al galope.
Su rostro resplandecía de alegría y de satisfacción; estaba satisfecho de sí mismo. Los soldados que conducían al príncipe Andrés habíanle quitado la pequeña imagen que la princesa María le colgó al cuello; al ver la benevolencia con que el Emperador había tratado al prisionero, apresuráronse a devolvérsela.
El príncipe Andrés no vio quién se la devolvía ni en la forma en que lo efectuaban, pero encima del pecho, bajo el uniforme, notó de pronto el contacto de la medalla colgada de la fina cadena de oro.
«La cosa estaría muy bien si fuera tan clara y sencilla como cree la princesa María-pensó mientras miraba aquella medalla que su hermana habíale colocado en el pecho poseída de tanta piedad como veneración -. La cosa estaría bien si supiéramos dónde ir a buscar la ayuda que se necesita para esta vida y qué nos espera después, más allá de la tumba. ¡Qué tranquilo viviría, qué feliz sería si pudiera decir ahora: Señor, perdonadme! Pero… ¿a quién decírselo? A una fuerza indefinida, incomprensible, a la cual no puedo dirigirme ni hacerme entender con palabras: el gran todo o la nada. ¿Dónde se encuentra ese Dios que hay aquí, en este amuleto que me ha dado la princesa María? Nada hay cierto fuera del vacío que alcanzo a comprender y de la majestad de algo incomprensible mucho más importante aún.»
La litera seguía avanzando. A cada brusco movimiento, el Príncipe experimentaba un dolor insoportable. La fiebre aumentaba; Bolkonski empezaba a delirar. Pesadillas en las que intervenía su padre, su mujer, su hermana, el hijo que esperaba; pesadillas en las que tan pronto surgía la ternura que sintiera durante la noche, la víspera de la batalla, como la figura del desmedrado, del ínfimo Napoleón y, dominando todo aquello, el alto cielo, constituían el tema principal de sus visiones.
Representábase la vida tranquila y la felicidad de Lisia-Gori; encontrábase gozando de aquella felicidad cuando de pronto aparecía el pequeño Napoleón, con su mirada indiferente, limitado, satisfecho al comprobar la desventura de otro; y las dudas y los sufrimientos volvían a aparecer y sólo el cielo prometíale tranquilidad. De madrugada, los sueños confundiéronse en un caos de tinieblas y de olvido que, según la opinión de Larrey, el médico de Napoleón, no tardaría en resolverse en la muerta o en la curación.
– Es un individuo muy nervioso y de una gran cantidad de bilis. No saldrá de ésta – declaró Larrey.
El príncipe Andrés, al igual que los demás heridos desahuciados por el médico, fue abandonado a manos de los habitantes del país.
Cuarta parte
I
De vuelta de la campaña, Nicolás Rostov fue recibido en Moscú por su familia como el mejor de los hijos, como un héroe, como el querido Nikolenka. Para todas sus amistades era un joven respetuoso, amable y gentil, un guapo teniente de húsares, muy buen bailarín y uno de los mejores partidos de Moscú.
Los Rostov se trataban con todo Moscú. El Conde estaba bien de dinero aquel año, pues había hipotecado por segunda vez todas sus tierras. Nicolás, que pudo comprarse un buen caballo y encargarse unos pantalones a la última moda, como aún no se habían visto en Moscú, y unas botas elegantísimas y puntiagudas, con pequeñas espuelas de plata, pasaba el tiempo muy divertido. El joven, al vivir de nuevo en su casa, experimentaba la agradable sensación de acostumbrarse, después de la ausencia, a las antiguas condiciones de vida. Parecíale que se había vuelto muy marcial y que había crecido. Su disgusto a causa de la mala nota que le dieron en religión, él préstamo que tomó en casa del cochero Gavrilo, los besos furtivos que dio a Sonia, parecíanle chiquilladas de las que ahora se encontraba muy lejos. Era teniente de húsares, adornaban su pecho varias tiras de plata y la cruz de San Jorge y estrenaba un caballo, montado en el cual se reunía con los aficionados más respetables y distinguidos. Iba a pasar todas las tardes a casa de una señora del bulevar, dirigió la mazurca en el baile de los Arkharov, hablaba de guerra con el mariscal Kaminsky, frecuentaba el club inglés y se tuteaba con un coronel de cuarenta años que le había presentado Denisov.
En Moscú se murió un poco su entusiasmo por el Emperador, ya que no le veía ni tenía esperanza de poderle ver más adelante. Hablaba mucho de él, sin embargo, y sacaba a relucir el amor que le profesaba, dando a entender que no decía todo lo que podía decir y que en su afecto por el soberano había algo que no todo el mundo estaba en condiciones de entender. Todo Moscú profesaba este mismo sentimiento de adoración por el soberano, a quien llamaban «el ángel terrenal».
Durante su corta estancia en Moscú, antes de marchar de nuevo al ejército, Nicolás no se acercó a Sonia; al contrario, se apartó de ella todo lo que pudo. Sonia estaba encantadora y era notorio que le amaba apasionadamente, pero él se encontraba entonces en ese período de juventud en el que parece que hay tantas cosas que hacer en el mundo que no queda tiempo para ocuparse de «ella». Nicolás temía encadenarse para siempre. La libertad le parecía necesaria por un puñado de razones. Cuando pensaba en Sonia se decía: «¡Bueno! Ya quedarán otras como ella.»
El día 3 de marzo se celebró en el club Inglés un banquete en honor del príncipe Bagration al que asistieron trescientas personalidades del ejército y la aristocracia.
Pedro sentábase enfrente de Dolokhov y de Nicolás Rostov. Comía y bebía ávidamente y en gran cantidad, como siempre. Pero los que le conocían observaron aquel día un gran cambio en él. No pronunció una palabra durante toda la comida y estuvo guiñando los ojos y frunciendo las cejas mientras lanzaba miradas a su alrededor. Otras veces se metía los dedos en las narices, completamente abstraído. Mostraba un rostro triste y sombrío y parecía que no se daba cuenta de lo que pasaba a su alrededor y que tuviera el pensamiento en alguna cosa penosa e insoluble.
La cuestión insoluble que le atormentaba eran las alusiones de la Princesa referentes a la intimidad de Dolokhov con su mujer. Además, aquella misma mañana había recibido una carta anónima en la que le decían, con la cobarde desvergüenza de todos los anónimos, que los lentes no le dejaban ver lo que tenía ante las mismas narices y que las relaciones de su mujer con Dolokhov eran un secreto para él, mas para nadie más. Pedro no concedía ninguna atención ni a las alusiones de la Princesa ni al anónimo, pero en aquel momento le era penoso mirar a Dolokhov, sentado frente a él. Cada vez que sus ojos tropezaban por casualidad con la mirada insolente de Dolokhov, algo extraño y terrible se alzaba en su alma y veíase precisado a apartar la vista inmediatamente. Recordando, a pesar suyo, el pasado de su mujer y la forma en que Dolokhov se había presentado en su casa, Pedro se daba cuenta de que lo que decían los anónimos podía ser cierto. Si no se hubiera tratado de «su mujer», él habría creído que la cosa era muy verosímil. Involuntariamente, Pedro se acordaba de cómo Dolokhov vino a su casa, reintegrado a su grado, de vuelta de San Petersburgo, después de la campaña.
Dolokhov, Denisov y Rostov, instalados ante Pedro, parecían muy alegres. Rostov hablaba animadamente con sus vecinos de mesa, un bravo húsar y un reputado espadachín. Este último parecía bastante cazurro y, de cuando en cuando, lanzaba una mirada de burla a Pedro, que llamaba la atención por su aire concentrado y distraído.
Rostov, por su parte, miraba a Pedro con hostilidad, ya que Pedro, para él, no era más que un hombre civil y rico, marido de una mujer muy bella, pero, al fin y al cabo, un cobarde. Además, Pedro, de tan distraído que estaba, no le había reconocido ni correspondió a su saludo.
Cuando comenzaron los brindis a la salud del Emperador, Pedro, que no se daba cuenta de nada, no se puso en pie ni vació su copa.
– ¿En qué está usted pensando? – le gritó Rostov mirándole con ojos irritados y entusiastas -. ¿No oye usted? ¡A la salud del Emperador!
Pedro, suspirando, se puso en pie dócilmente, vació su copa y, mientras esperaba a que todos se volvieran a sentar, miró a Rostov con su sonrisa bondadosa.
– ¡Caramba! ¡Y yo que no le había reconocido!
Pero Rostov no se dignó hacerle caso y gritaba: «¡Hurra!»
– Pero… ¿por qué no le ha contestado usted? – preguntó Dolokhov a Rostov.
– ¡Bah! ¡Si es un imbécil! – contestó Rostov.
– Es necesario halagar a los maridos de las mujeres guapas – dijo Dolokhov.
Pedro no oía lo que decían, pero comprendió que estaban hablando de él.
-Bien, pues ahora, ¡a la salud de las mujeres guapas! – dijo Dolokhov.
Y afectando un gesto de seriedad, pero con una sonrisita en el ángulo de los labios se dirigió a Pedro con la copa en la mano.
– ¡A la salud de las mujeres bonitas, Pedro, y a la de sus amantes!
Pedro, con los ojos bajos, bebió sin mirar a Dolokhov y sin responderle. El criado que distribuía la cantata de Kutuzov puso en aquel momento una hoja ante Pedro, como invitado respetable. Pedro iba a coger la hoja, pero Dolokhov se la arrebató y se puso a leerla. Pedro miró a Dolokhov y bajó los ojos. Pero de repente, aquella cosa terrible y monstruosa que le había atormentado durante toda la comida se apoderó totalmente de él. Se echó con todo su cuerpo sobre la mesa.
– ¡Deje usted eso ahí! – gritó.
Al oír el grito y al darse cuenta de lo que se trataba, Nesvitzki y su otro vecino de la derecha, asustados, se dirigieron vivamente a Pedro.
– ¡Cállese usted! ¿Qué le pasa? – le bisbisearon, inquietos.
Dolokhov, sonriendo, miraba a Pedro con sus ojos claros, alegres y crueles. Parecía decir: «¡Vamos! ¡Esto me gusta!»
– Me lo quedo – pronunció claramente.
Pálido, con labios temblorosos, Pedro le arrebató el papel.
– ¡Es usted…, es usted un cobarde! ¡Salga, si quiere algo conmigo! – exclamó, retirando violentamente la silla y levantándose de la mesa.
En el mismo momento que Pedro hacía aquel gesto y pronunciaba aquellas palabras, sintió que la culpabilidad de su mujer, que tanto le atormentaba aquel día, quedaba definitivamente resuelta en sentido afirmativo. La odiaba y se separaría para siempre de ella.
Quedó concertado el desafío.
Al día siguiente, a las ocho de la mañana, Pedro y Nesvitzki llegaron al bosque de Sokolniki, donde ya se encontraban Dolokhov, Denisov y Rostov. Pedro ofrecía el aspecto de un hombre preocupado por cosas completamente extrañas al desafío. Su azorado rostro mostraba señales inequívocas de habérsele removido la bilis; parecía no haber dormido. Miraba con expresión distraída todo cuanto le rodeaba y contraía las cejas como si le molestara la luz del sol. Dos cosas le absorbían por completo: la culpabilidad de su mujer, de la cual, tras una noche de insomnio, no dudaba, y la inocencia de Dolokhov, que no tenía motivo alguno para respetar el honor de un extraño como era Pedro para él.
Cuando los sables fueron clavados en la nieve, para indicar el lugar de cada adversario, y las pistolas cargadas, Nesvitzki se acercó a Pedro.
– No cumpliría con mi deber, Conde – le dijo con voz tímida-, ni justificaría la confianza con que me ha distinguido ni el honor que me ha hecho al elegirme como testigo en estos momentos graves, terriblemente graves, si no le dijera toda la verdad. A mi modo de ver, en esta cuestión no hay motivos lo suficientemente serios para llegar al extremo de tener que verter sangre… Se ha mostrado usted demasiado impetuoso; no tiene razón; sufre usted una obcecación…
– Sí, esto es algo terriblemente estúpido.
– Entonces, permítame que transmita sus excusas. Estoy seguro de que su adversario las aceptará de buen grado – dijo Nesvitzki, que, como todos los que intervienen en estas cuestiones, no estaba muy convencido de que las cosas hubieran de terminar fatalmente en un desafío -. Ya sabe, Conde, que es mucho más noble reconocer las propias faltas que llevar las cosas a extremos irreparables. No ha habido ofensa por parte de ninguno. Permítame, pues, que trate de arreglarlo.
– No, ¿por qué? – dijo Pedro -. Así como así, todo vendrá a quedar igual… ¿Está todo a punto? – añadió -. Dígame, se lo ruego, cuándo he de avanzar y cómo he de tirar.
Y en sus labios apareció una sonrisa dulce y contenida. Cogió la pistola y preguntó cómo se disparaba, pues hasta entonces no había tenido nunca un arma en las manos y no quería confesar su ignorancia.
– ¡Ah, sí, sí! ¡Eso es! Lo sabía pero no me acordaba – dijo.
– No hay excusas, es inútil – dijo Dolokhov a Denisov, que también por su parte hacía tentativas de conciliación.
Y se acercó al lugar señalado.
II
Bien, empecemos – dijo Denisov.
– ¿Qué? Preguntó Pedro, sin abandonar su sonrisa.
La situación se hacía insostenible. Era evidente que la cosa no podía detenerse, que marchaba por sí sola, independientemente de la voluntad de los hombres, y que tarde o temprano acabaría por consumarse.
Denisov fue el primero en avanzar hasta la señal y dijo:
– Puesto que los adversarios se niegan a reconciliarse, pueden empezar. Coged las pistolas y al oír la voz de «¡tres!» avanzad… Uno…, dos…, ¡tres! – gritó Denisov con acento irritado, situándose al margen.
Los dos adversarios empezaron a avanzar por el camino indicado, reconociéndose a través de la niebla.
Los adversarios podían disparar cuando les pareciera, mientras avanzaban hacia el límite señalado. Dolokhov andaba lentamente, sin levantar la pistola. Miraba al rostro de su adversario con sus ojos claros, azules y brillantes. En su boca, como siempre, parecía flotar una sonrisa.
-Así, ¿puedo disparar cuando quiera? – preguntó Pedro.
A la voz de «¡tres!», avanzó precipitadamente, apartándose de la línea señalada, caminando por encima de la nieve. Pedro sostenía la pistola con el brazo extendido y parecía como si tuviera miedo de matarse con su propia arma. Mantenía apartada, haciendo un esfuerzo, su mano izquierda, porque sentía impulsos de cogerse la mano derecha, y sabía que esto no podía ser. Cuando hubo dado seis pasos por encima de la nieve, fuera del camino, Pedro dirigió la vista al suelo, lanzó una rápida mirada a Dolokhov y, encogiendo el dedo, tal como le habían enseñado, disparó. Como no esperaba una explosión tan fuerte, tuvo un sobresalto, riéndose a continuación de sí mismo, de su excesiva impresionabilidad; al fin se detuvo. En el primer momento, el humo, muy espeso debido a la niebla, impidióle ver lo que sucedía a su alrededor; sin embargo, el tiro que esperaba oír no sonó. Tan sólo oyó los pasos apresurados de Dolokhov, distinguiendo a su adversario a través de la humareda que se había formado. Dolokhov se apretaba el costado con la mano izquierda y con la otra sostenía la pistola con el cañón apuntando al suelo. Su palidez era muy acentuada.
Rostov corrió hacia él y le dijo alguna cosa.
– No…, no – dijo Dolokhov con los dientes apretados -. No, esto no ha terminado aún.
Todavía dio algunos pasos, tambaleándose, y, al llegar adonde estaba el sable, cayó de bruces sobre la nieve. Tenía la mano izquierda completamente cubierta de sangre. Su rostro estaba amarillo, contraído, y sus labios temblaban.
– Hacedme… -.- empezó a decir, pero hubo de detenerse antes de acabar -, hacedme el favor… – concluyó haciendo un esfuerzo.
A Pedro érale casi imposible contener los sollozos y corrió hacia Dolokhov. Disponíase a atravesar la raya indicadora de los campos fijados, cuando Dolokhov gritó:
– ¡A la raya!
Pedro comprendió de lo que se trataba y se detuvo junto al sable que limitaba su campo. La separación que existía entre uno y otro era de dos pasos. Dolokhov cayó al lado de la nieve, la mordió con avidez, volvió a levantar la cabeza y se incorporó sobre las piernas hasta que pudo sentarse, mientras buscaba un punto resistente donde apoyarse. Se tragaba la nieve. Sus labios temblaban, y al mismo tiempo sonreía; sus ojos brillaban debido al esfuerzo que hacía y la ira que le dominaba. Levantó la pistola y apuntó.
— ¡Colóquese de perfil! ¡Cúbrase con la pistola! – exclamó Nesvitzki.
– ¡Cúbrase! – dijo Denisov al adversario de su amigo, sin poderse contener.
Pedro, con una sonrisa de lástima y de arrepentimiento flotando en los labios, manteníase derecho ante Dolokhov; indefenso, con las piernas abiertas y los brazos separados del cuerpo, presentaba su amplio pecho, mirando a su rival con mirada triste y compungida.
Denisov, Rostov y Nesvitzki cerraron los ojos. En aquel instante oyeron un disparo y un grito despechado de Dolokhov.
– ¡He errado la puntería! – exclamó, dejándose caer boca abajo sobre la nieve.
Pedro se cogió la cabeza entre las manos y echó a correr hacia el bosque. Corría por la nieve, dejando escapar frases incomprensibles.
– ¡Estúpido…! ¡Estúpido…! ¡La muerte…! ¡La mentira…!-repetía, frunciendo las cejas.
Nesvitzki logró contenerle y le acompañó a su casa.
Rostov y Denisov lleváronse al herido.
Dolokhov yacía en el trineo con los ojos cerrados y no respondía a las preguntas que le dirigían. Pero al entrar en Moscú pareció reanimarse un poco y, alzando la cabeza con gran esfuerzo, cogió la mano de Rostov, sentado a su lado.
La expresión totalmente distinta, entusiasta y tierna del rostro de Dolokhov maravillaba a su amigo.
– ¿Cómo vamos? ¿Cómo estás? – le preguntó Rostov.
– Bastante mal, pero eso no tiene importancia – dijo Dolokhov con voz ahogada -. ¿Dónde estamos?
– En Moscú.
– Ya lo veo. Por mí, nada, pero ella morirá, no podrá resistirlo.
– ¿A quién te refieres? – preguntó Rostov.
– A mi madre, a mi ángel adorado, a mi madre.
Y Dolokhov lloraba mientras apretaba la mano de Rostov.
Cuando estuvo algo calmado contó a Rostov que vivía con su madre y que si ésta le veía morir no lo podría soportar. Rogó a Rostov que fuera a su casa y preparara a su madre.
Rostov adelantóse con el fin de cumplir aquella misión. Con gran extrañeza por su parte, Rostov descubrió que Dolokhov, aquel cínico, aquel pendenciero, vivía en Moscú con su madre anciana y una hermana contrahecha, y que era el más tierno y cariñoso de los hijos y de los hermanos.
III
A la mañana siguiente, cuando el criado le entregó el café, Pedro dormía extendido sobre el diván, con un libro abierto en la mano. Despertóse, miró durante un rato a su alrededor, desorientado, sin darse cuenta de donde estaba.
– La señora Condesa ha preguntado si Su Excelencia estaba en casa – dijo el criado.
No había decidido aún la respuesta que daría, cuando la Condesa, cubierta con una bata de seda blanca bordada en plata y peinada con extrema sencillez – dos enormes trenzas formaban en torno a su bella cabeza una especie de diadema -, entró en el despacho. Se mostraba tranquila y majestuosa; sobre su frente marmórea, ligeramente abombada, parecía flotar, sin embargo, una nube de cólera.
Haciendo alarde de serenidad, no empezó a hablar hasta que el criado hubo cerrado la puerta tras de sí. Habíase enterado de lo del desafío y venía a tratar del asunto.
Pedro la miraba tímidamente, a través de sus lentes, como una liebre acorralada por los perros que, con las orejas en el cogote, permanece agazapada delante de sus enemigos. Pedro trataba de continuar la lectura, pero comprendía que sería grotesco e imposible, y volvía a mirarla tímidamente.
Su mujer permanecía en pie, mirándole con sonrisa desdeñosa, en espera de que el criado cerrara la puerta.
– ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué has hecho? – preguntó con entonación severa.
– ¿Yo? ¿Que qué he hecho yo? – dijo Pedro.
– ¡Ah, se las quiere dar de valiente! Pero, respóndeme, ¿qué significa ese desafío? ¿Qué has querido demostrar con él? ¡Vamos, respóndeme!
Pedro se dejó caer pesadamente en el diván, abrió la boca y no pudo responder.
– Si no puedes responderme, ya lo haré yo – díjole ella -. Crees en todo cuanto te dicen. Te han dicho… -Elena sonrió – que Dolokhov es mi amante – la última palabra la pronunció en francés, recalcándola groseramente -, y tú lo has creído. ¿Y qué has demostrado con todo eso? ¿Qué has conseguido probar con el desafío? Que eres un estúpido. Todo el mundo lo sabe. ¿Y a qué conducirá lo que has hecho? A que yo sea el hazmerreír de todo Moscú, a que todo el mundo diga que tú, estando borracho, has provocado a un hombre del que no tenías motivo alguno para estar celoso -Elena iba alzando la voz poco a poco y se mostraba más animada cada vez – y que vale más que tú en todos los sentidos…
– ¡Hum! – balbuceó Pedro, restregándose los ojos, sin mirar a su mujer y sin moverse.
– ¿Por qué, por qué has creído que era mi amante? ¿Por qué? Acaso porque me gusta estar entre personas, ¿no es así? Si fueras más inteligente y más amable preferiría tu compañía.
– No sigas…, te lo ruego – murmuró Pedro con voz enronquecida.
– ¿Por qué he de callar? Estoy en mi derecho al decir, y lo diré muy alto, que habría muy pocas mujeres que con un marido como tú no tuvieran un amante. Yo, en cambio, no lo tengo.
Pedro hacía esfuerzos por hablar; miraba a su mujer con ojos extraños, cuya expresión ella no acertaba a comprender. Luego volvió a tumbarse en el diván.
En aquel momento sufría físicamente. Sentía una opresión en el pecho, no podía respirar. No dudaba que para acabar con aquel sufrimiento debía hacer alguna cosa, pero lo que deseaba hacer era demasiado terrible.
– Es mejor que nos separemos – dijo con voz ahogada.
– Nos separaremos si quieres, pero ha de ser a condición de que me des lo que me pertenece – díjole Elena –. ¡Separarnos! ¿Tratas de infundirme miedo con eso?
Pedro saltó del diván y tambaleándose se acercó a su mujer.
– ¡Te mataré! – gritó, arrancando, con fuerza para ella desconocida e insospechada, el mármol de la mesa.
Pedro alzó el mármol en el aire y dio un paso hacia ella.
El rostro de la joven adoptó una expresión terrible. Dio un grito y se echó hacia atrás. La sangre de su padre se manifestaba ahora en Pedro; dominábale en aquel instante la exaltación y el goce del furor. Arrojó el mármol contra el suelo, rompiéndose en dos pedazos. Con los brazos extendidos se acercó a Elena y le gritó: «¡Vete!», con voz tan terrible que toda la casa se estremeció al oírle.
Dios sólo sabe lo que hubiera hecho si Elena no llega a salir huyendo del despacho.
Una semana más tarde, Pedro remitía a su mujer poderes para administrar todas las haciendas de la Gran Rusia, cesión que equivalía a más de la mitad de su fortuna. Hecho esto, Pedro dirigióse a San Petersburgo.
IV
Dos meses habían transcurrido desde que en Lisia-Gori se habían recibido noticias de la batalla de Austerlitz y de la desaparición del príncipe Andrés. A pesar de todas las cartas cursadas por mediación de la Embajada, a pesar de todas las pesquisas, su cadáver no había podido ser hallado, ni tampoco su nombre figuraba en la lista de prisioneros.
Lo terrible para su familia era que aún tenía la esperanza de que hubiese sido recogido en el campo de batalla y que se encontrase convaleciente, o tal vez moribundo, solo entre extraños, sin posibilidad de enviar noticias suyas. Los periódicos, por los cuales el viejo Príncipe se había enterado de la batalla de Austerlitz, decían, con palabras breves e imprecisas, como de costumbre, que los rusos, después de brillantes combates, habíanse visto obligados a retirarse y que la retirada se había efectuado con el orden más perfecto. El viejo Príncipe comprendió, por aquella noticia oficial, que los rusos habían sido aniquilados. Una semana después de recibir el periódico con la noticia, el viejo Príncipe recibió una carta de Kutuzov dándole cuenta de la hazaña de su hijo.
«Su hijo – decía la carta -, ante mis ojos, ante el regimiento entero, ha caído con la bandera en la mano, como un héroe digno de su padre y de su patria. Con harto dolor por parte mía y de todo el ejército, debo decirle que actualmente no se sabe si vive o ha muerto. Deseo creer, igual que usted, que su hijo vive aún, pues de otro modo sería mencionado entre los oficiales hallados en el campo de batalla que indica el registro que me han remitido los parlamentarios.»
El viejo Príncipe recibió aquella noticia muy tarde, cuando se encontraba solo en su gabinete de trabajo. Al día siguiente, como de costumbre, salió para dar su paseo matinal. Mostróse ante el mayordomo y el jardinero con expresión taciturna, y, pese a poner cara de pocos amigos, no riñó a nadie.
Cuando, a la hora usual, la princesa María entró en la habitación de su padre, el viejo Príncipe permanecía de pie junto al torno, trabajando, pero, contra su costumbre, no se volvió al oírla entrar.
– ¡Ah, Princesa! – exclamó de pronto con la mayor naturalidad.
Abandonó el torno y la rueda continuó girando por su propia inercia. Mucho tiempo después, aún recordaba la princesa María el chirriar, que se debilitaba por momentos, de la rueda. Y este chirrido se confundía en su memoria con todo lo que sucedió a continuación.
– ¡Padre! ¿Andrés? – exclamó aquella joven tan poco favorecida por la Naturaleza, con tal tristeza y un olvido tan completo de ella misma, que a su padre le fue imposible sostener la mirada, volviendo la cabeza hacia otro lado, sollozando.
-He recibido noticias. No se encuentra entre los prisioneros ni entre los muertos. Kutuzov me escribe – dijo con voz estridente, como si quisiera alejarla -. ¡Ha muerto!
La Princesa no se desplomó ni se desmayó. Pálida, desencajada, al oír aquellas palabras, la expresión de su rostro cambió. En sus bellos ojos brilló algo, como si una especie de alegría, una alegría superior; independiente de las tristezas y de las alegrías de este mundo, flotara por encima del profundo dolor que latía en su corazón. Olvidóse del miedo que le inspiraba su padre; se le acercó, tomó su mano y, tirando de él, se abrazó a su descarnado cuello, surcado de venas.
– ¡Padre, no te apartes! Lloremos los dos – dijo.
– ¡Bandidos! ¡Cobardes! – exclamó el viejo desviando la vista -. ¡Perder un ejército! ¡Perder a todos sus hombres! ¿Por qué? Ve y díselo a Lisa.
Cuando María regresó de hablar con su padre, la pequeña Princesa estaba ocupada en su labor. Su rostro tenía aquella expresión particular, eco de una serenidad que únicamente se da en las mujeres próximas a ser madres. Miró a la princesa María, pero sus ojos no la veían, sino que permanecían contemplando un no sé qué beatífico y misterioso que acontecía dentro de ella.
– María… – dijo alejándose de la rueca -. Pon la mano aquí. – Cogió la mano de la Princesa y la colocó sobre su vientre. Sus ojos reían. Su labio superior, más corto que el otro, cubierto de una especie de bozo, dábale una expresión infantil y feliz.
La princesa María cayó de rodillas a los pies de su cuñada y escondió el rostro entre los pliegues de su vestido.
– ¿No lo notas? ¿No lo notas? ¡Me parece una cosa tan insólita! ¡Cómo lo voy a querer!-dijo Lisa mirando a su cuñada con ojos brillantes y felices.
La princesa María no podía levantar la cabeza. Estaba llorando.
– ¿Qué te ocurre, Macha?
– Nada… No lo sé, estoy triste… Triste por Andrés -dijo, enjugándose las lágrimas en las rodillas de su cuñada.
Durante aquella mañana, la princesa María intentó varias veces preparar a su cuñada, pero siempre echábase a llorar. Aquellas lágrimas turbaban a la pequeña Princesa, que no comprendía la razón de ellas. Guardaba silencio, mirando, inquieta, a su alrededor, como si buscara alguna cosa. El viejo Príncipe, a quien temía tanto, entró en el aposento antes de comer. Parecía trastornado y se marchó sin decir una palabra. Lisa miró a la princesa María y quedóse pensativa, con aquella expresión de sus ojos que parecían mirar hacia dentro. De pronto echóse a llorar.
– ¿Se han recibido noticias de Andrés? – preguntó.
– No; ya sabes que no han podido llegar, pero nuestro padre se inquieta por ello y esto es terrible para mí.
– Así. ¿No hay nada?
– Nada – repuso la princesa María mirando fijamente a su cuñada con sus ojos resplandecientes.
Había decidido no decirle nada y tratar de convencer a su padre de que ocultara la terrible noticia a su nuera hasta después del parto, que tendría lugar al cabo de pocos días.
V
Querida – dijo la pequeña Princesa la mañana del l9 de marzo, después de almorzar, y su labio superior, cubierto de bozo, se le levantó como de costumbre. Pero como la casa rezumaba tristeza desde que se recibiera la terrible noticia, la sonrisa de la pequeña Princesa, que obedecía a la impresión general de ignorancia de la causa, resultaba tan singular que hacía resaltar más la tristeza del ambiente -. Querida, temo que el almuerzo me haya hecho daño.
– ¡Cómo! ¿Qué tienes? Estás amarilla…, amarilla del todo – dijo espantada la princesa María acercándose con su pesado andar a su cuñada.
– Excelencia, ¿y si hiciéramos venir a María Bogdanovna? – preguntó una criada que se encontraba en la estancia.
María Bogdanovna era una comadrona del pueblo vecino, que desde hacía dos semanas estaba instalada en Lisia-Gori.
– Sí – repuso la princesa María -, tal vez sería lo mejor. Ya iré yo a buscarla. ¡No tengas miedo, querida!
Besó a Lisa y se dispuso a salir de la habitación.
– No, es el estómago… Dile que es el estómago; díselo, María.
Y la pequeña Princesa lloraba como un chiquillo que sufre, caprichosamente, e incluso con cierta exageración retorcíase las manos hasta hacer que crujiesen sus dedos. La Princesa salió de la habitación para ir a buscar a la comadrona.
– ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Oh…! – oía decir a la pequeña Princesa mientras se alejaba.
La comadrona le salió al paso. La expresión de su rostro era grave y tranquila mientras se frotaba las manos, blancas y regordetas.
– María Bogdanovna, creo que la cosa ha empezado – dijo la princesa María a la comadrona con ojos asustados.
– ¡Alabado sea Dios, Princesa! – repuso María Bogdanovna lentamente -. Usted, que es una muchacha, no tiene necesidad de saber de estas cosas.
– Sí, pero ¿cómo nos las arreglaremos? El doctor de Moscú no ha llegado todavía – dijo la Princesa.
Con el fin de satisfacer el deseo de Lisa y Andrés, habían llamado a un especialista de Moscú y esperaban su llegada de un momento a otro.
– La cosa no tiene importancia, Princesa; no os preocupéis, que aun sin médico todo saldrá bien – dijo María Bogdanovna.
Cinco minutos más tarde, la Princesa, desde su habitación, oyó arrastrar algo muy pesado. Abrió la puerta y vio a unos criados que trasladaban al dormitorio el diván de cuero del despacho del príncipe Andrés. La cara de los hombres que lo llevaban tenía una expresión solemne y tranquila. La princesa María permaneció sola en su habitación y escuchaba todos los ruidos de la casa. De vez en cuando, al oír los pasos de alguien que pasaba por delante de su puerta, María abría y miraba lo que se hacía en el pasillo.
Los criados iban de un lado a otro con ligero paso; miraban a la Princesa y se volvían. La joven no se atrevía a preguntarles nada; volvía a cerrar la puerta y se sentaba. Tan pronto cogía un libro de oraciones como se arrodillaba ante las imágenes. Con harta pena y no menos extrañeza comprobaba que sus plegarias no la aligeraban del peso de su emoción. De pronto la puerta de la habitación empezó a abrirse poco a poco y en el umbral apareció una vieja criada envuelta en un chal. Era Prascovia Savichna, que, por prohibición del Príncipe, casi nunca entraba en el aposento de la joven.
– He venido a hacerte un poco de compañía, Machenka, y he traído los cirios del casamiento del Príncipe para encenderlos delante de la santa imagen – dijo la vieja criada suspirando.
-¡Cuánto te lo agradezco!
– ¡Que Dios te proteja, paloma mía!
La vieja encendió el cirio y lo colocó ante las imágenes, sentándose luego cerca de la puerta a hacer calceta. La Princesa cogió un libro y empezó a leer. Pero cuando oía pasos o voces, adoptaba, con la mirada extraviada, un gesto interrogador, mientras la criada contemplábala con expresión tranquila.
El sentimiento que experimentaba la princesa María derramábase por todos los rincones de la casa. Como la tradición dice que cuantos menos saben que una mujer está en los dolores del parto menos padece la parturienta, todos hacían ver que lo ignoraban. Nadie hablaba de ello, pero todos, por encima de la gravedad y respeto ordinarios, que eran la regla en casa del Príncipe, demostraban una atención general, un entretenimiento profundo, al mismo tiempo que les dominaba la convicción de que un grande e incomprensible acontecimiento se estaba consumando.
No se oían risas en la habitación perteneciente a las criadas; los criados permanecían sentados, en silencio, en espera de alguna cosa. El viejo Príncipe se paseaba por su despacho, y de vez en cuando enviaba a Tikhon a preguntar a María Bogdanovna si había alguna novedad. «Di que el Príncipe te ha enviado a preguntar, y ven a darme la respuesta.»
– Di al Príncipe que el parto ha empezado – respondía María Bogdanovna mirando al criado con expresión grave.
Tikhon salía y llevaba la respuesta al Príncipe.
– Bien – respondía el Príncipe cerrando la puerta tras de sí.
Tikhon no oía el más pequeño ruido dentro del despacho.
Algo más tarde entró Tikhon con el pretexto de arreglar las bujías. El Príncipe se había tendido en el diván. Tikhon le miró y, al darse cuenta de la expresión trastornada de su rostro, se le acercó poco a poco y le besó el hombro, saliendo sin despabilar las bujías y sin decir el motivo por el cual había entrado.
El misterio más solemne del mundo estaba en vías de cumplirse.
Transcurrió la tarde, vino la noche, y la sensación de la espera ante lo incomprensible no disminuía, sino que, por el contrario, aumentaba. Nadie dormía en la casa.
Era una de aquellas noches de marzo en que el invierno parece que quiere recuperar sus fueros y arroja con rabia las últimas nieves y desata los últimos temporales.
Había sido enviado un carruaje hasta el límite de la carretera para recibir al doctor alemán de Moscú; pero como éste no podía pasar de allí, unos hombres, provistos de faroles, avanzaron hasta el recodo del camino para acompañarle.
Hacía tiempo que la princesa María había dejado el libro de oraciones. Sentada, en silencio, permanecía con sus brillantes ojos fijos en el arrugado rostro de la criada que conocía en todos sus detalles, en el mechón de cabellos grises que le salía por debajo del pañuelo y en las profundas arrugas que le atravesaban el cuello.
La vieja criada, con las agujas de hacer calceta entre los dedos, contaba, sin darse cuenta ella misma de lo que decía, historias relatadas centenares de veces: cómo la difunta Princesa había dado a luz a la princesa María en Kishinev, asistida por una campesina moldava. «Si Dios lo quiere, los médicos no son necesarios.»
De súbito, una fuerte ráfaga de viento chocó contra los cristales, abrió las ventanas mal cerradas, hinchó la cortina y arrojó dentro de la estancia un puñado de nieve, apagando la luz. La princesa María se estremeció. La criada dejó la labor que estaba haciendo, se acercó a la ventana y, asomándose, trató de cerrar los postigos de la parte de afuera. El viento helado agitaba la punta de su pañuelo y el mechón de cabellos grises.
– Princesa, por el camino viene gente con faroles… Debe de ser el médico – añadió, cerrando los postigos sin echar la falleba.
– ¡Dios sea loado! – exclamó la princesa María -. Vamos a recibirle; no habla ruso.
La princesa María se echó sobre los hombros un chal y corrió a recibir al que llegaba. Al atravesar la sala vio por la ventana varias luces y un coche bajo el porche del portal. Corrió hacia la escalera.
En ésta había una candela, que el viento hacía estremecer. Felipe, el mayordomo, en cuyo rostro se retrataba una expresión de miedo, estaba más abajo, en el primer rellano, con un cirio en la mano. Al final, en la entrada, oíanse los pasos precipitados de una persona calzada con botas forradas y una voz que la princesa María creyó reconocer. La voz decía:
– ¡Gracias a Dios! ¿Y mi padre?
– En la cama – respondió la voz de Damián, el criado, que se encontraba en la entrada.
La voz conocida pronunció algunas otras palabras y el ruido de pasos fue acercándose.
«¡Es Andrés! – pensaba la princesa María -. Pero no, no es posible. Sería demasiado extraordinario.»
Y en aquel mismo instante apareció en el rellano, donde esperaba el mayordomo con la candela, el príncipe Andrés, con el cuello de su abrigo cubierto de nieve. Sí, era él, pero pálido, delgado, con una expresión distinta, de una rigidez extraordinaria, trastornado por completo. Subió la escalera y abrazó a su hermana.
– ¿No has recibido ninguna carta mía? – preguntó. Sin esperar respuesta, que no podía obtener, debido a que la Princesa había quedado como muda, volvióse y con el médico que marchaba tras él (se habían encontrado en la última parada) continuó subiendo con paso ligero, abrazando otra vez a su hermana.
– ¡Qué suerte, querida Macha!
Y, quitándose el abrigo y las botas, se dirigió a la habitación de su mujer.
VI
Le pequeña Princesa, que tenía puesta una cofia blanca, estaba tendida entre almohadones; los dolores habían cesado poco antes. Sus negros rizos le caían alrededor del rostro, que la fiebre cubría de sudor. Su boca, pequeña y graciosa, estaba entreabierta; sonreía, animada. El príncipe Andrés entró en el aposento y se detuvo ante ella, al pie del diván.
Los brillantes ojos de Lisa, que miraban asustados y llenos de emoción, como los de un niño, se posaron sobre su marido sin cambiar de expresión: «Os quiero a todos y no hice mal a nadie; ¿por qué he de sufrir tanto, pues? ¡Ayudadme!», parecían decir. Veía a su marido, pero no comprendía lo que significaba su presencia allí.
El príncipe Andrés le besó la frente.
– No tengas miedo, corazón – nunca le había dicho esta palabra -. Dios será misericordioso.
Ella le miraba con aire interrogador, infantil, como reconviniéndole.
«Yo esperaba que tú me ayudarías, ¡y no lo haces! », decían sus ojos. No se extrañaba de su regreso. No comprendía lo sucedido. Aquel regreso no tenía relación alguna con sus dolores ni con el remedio que los podría calmar.
Y los dolores comenzaron de nuevo. María Bogdanovna aconsejó al príncipe Andrés que saliera de la habitación.
Entró el médico. El príncipe Andrés salió y hallóse con la princesa María. Comenzaron a hablar en voz baja, pero la conversación deteníase a cada momento. Callaban y escuchaban.
– Vuelve allí – dijo la princesa María.
El príncipe Andrés volvió cerca de su mujer. En la espera, sentóse en una habitación contigua. Del aposento de la pequeña Princesa salió una mujer con rostro asustado, y al ver al príncipe Andrés quedóse confusa. Él escondió su cara entre las manos y permaneció algunos momentos en esta posición. A través de la puerta llegaban gemidos de un dolor animal. El príncipe Andrés se levantó y se dirigió a la puerta con ánimo de abrirla. Alguien le detuvo.
– No se puede pasar. No se puede pasar – dijo una voz asustada.
El Príncipe se puso a dar paseos por la habitación.
Los gritos cesaron. Transcurrieron unos segundos. De pronto, un terrible grito – no era ella; ella no podía gritar de aquella manera – estalló en el aposento contiguo. El Príncipe corrió hacia la puerta. Solamente oíase el llanto de un niño.
«¿Por qué han traído un chiquillo? – pensó de momento el príncipe Andrés -. ¿Una criatura? ¿Cuál? ¿Por qué está allá? ¿Es un recién nacido?'
Y de súbito comprendió todo el gozoso significado de aquel grito. Las lágrimas le ahogaban. Se apoyó en el marco de la ventana y echóse a llorar como un niño. La puerta se abrió. El doctor, en mangas de camisa, arremangado, pálido, temblorosa la barba, salió de la habitación tambaleándose. El príncipe Andrés se le acercó. El médico le miró tristemente y pasó ante él sin decirle nada.
Salió una mujer. Al darse cuenta de la presencia del Príncipe, se detuvo perpleja en el umbral de la puerta. El Príncipe entró en el aposento de su mujer. Estaba muerta, tendida tal como la viera cinco minutos antes. Y a despecho de la inmovilidad de su mirada y de la palidez de sus mejillas, en su bonito rostro, casi infantil, de labio corto sombreado de bozo, se reflejaba la misma expresión.
«Os quiero a todos y no hice daño a nadie; ¿qué habéis hecho conmigo?», parecía decir su bello rostro, triste y sin vida.
En un rincón de la estancia, una forma pequeña, rosada, que sostenían las manos blancas y temblorosas de María Bogdanovna, respiraba y prorrumpía en agudos gritos.
Dos horas más tarde, el príncipe Andrés, con lento paso, penetraba en el despacho de su padre. El anciano estaba ya enterado de todo lo ocurrido. Se hallaba en pie, cerca de la puerta, y, en cuanto vio a su hijo, le enlazó el cuello silenciosamente, con sus manos duras como tenazas, y lloró como un niño.
Los funerales de la pequeña Princesa celebráronse tres días más tarde. El príncipe Andrés, de pie en las gradas del catafalco, le daba el último adiós. En el ataúd, el rostro, a pesar de tener los ojos cerrados, continuaba diciendo: «¡Ah! ¿Qué me habéis hecho?»
Y el príncipe Andrés sentía que algo se desgarraba en su alma y que era culpable de alguna desgracia irreparable e inolvidable. No podía llorar. El viejo Príncipe también subió al catafalco y besó una de las manitas de cera, que permanecían inmóviles una encima de otra. También a él le decía el rostro de la pequeña Princesa: «¿Por qué se han portado así conmigo?» Y al darse cuenta de este reproche, el viejo volvióse con visible enojo.
Cinco días después bautizaron al pequeño príncipe Nicolás Andreievitch. La nodriza sujetaba la envoltura, mientras el sacerdote ungía, con una pluma, las encarnadas y arrugadas palmas de las manitas y la planta de los pies.
Era padrino el abuelo, quien, temeroso de que se le cayese el chiquitín, lo llevó temblando hasta la pila bautismal, donde lo entregó a la madrina, la princesa María. El príncipe Andrés, presa de un terrible miedo de que ahogaran al niño, permanecía en el aposento contiguo, esperando el fin de la ceremonia. Cuando la vieja criada le trajo el bebé, le miró con gozo, inclinando la cabeza en señal de aprobación cuando la anciana le contó que el pedazo de cera echado a la pila – en el que se habían pegado unos cabellos del niño – había flotado.
VII
La participación de Rostov en el desafío de Dolokhov y Pedro quedó oculta gracias a las gestiones del anciano Conde, y Rostov, en lugar de ser degradado como esperaba, fue nombrado ayudante de campo del general gobernador de Moscú. Por este motivo no pudo ir al campo con su familia y pasó todo el verano en Moscú.
Dolokhov se repuso y Rostov estrechó sus lazos de amistad con él, sobre todo durante la convalecencia. Dolokhov había pasado todo el tiempo que duró su curación en casa de su madre, que le quería apasionadamente. La anciana María Ivanovna, que apreciaba mucho a Rostov a causa de la amistad que le unía a su hijo, siempre le hablaba de éste.
– Sí, Conde, tiene demasiado noble el corazón y demasiado pura el alma para vivir en este mundo actual, tan depravado – decía -. Nadie tiene en aprecio la virtud, porque, vamos a ver, dígame: ¿es honesto lo que ha hecho Bezukhov? Mi Fedia, llevado por su buen natural, le quería, y ni ahora dice nada contra él. ¿No se burlaron de la policía juntos en San Petersburgo? Pues a Bezukhov no le ocurrió nada y mi hijo cargó con todas las consecuencias. ¡Y lo que ha tenido que aguantar! Claro que le rehabilitaron, ¡pero cómo no lo habían de hacer si estoy segura de que hijos de la patria tan valerosos como él existen muy pocos! ¡Y ahora este desafío! Estos hombres desconocen lo que es el honor. ¡Provocarle sabiendo que es único hijo y hacerle blanco de ese modo…! Pero Dios ha querido guardármelo. Y total, ¿por qué? ¿Quién se ve libre de intrigas en estos tiempos? ¿Y qué culpa tiene mi hijo si el otro tiene celos…? Comprendo que desconfiara…, pero el asunto ya tiene un año de duración… Y vamos…, lo provocó suponiendo que Fedia no aceptaría el reto porque le debe dinero. ¡Ah, cuánta vileza! ¡Cuánta cobardía! Veo, Conde, que comprende a mi hijo; por eso le quiero con todo mi corazón. Le comprenden muy pocos. ¡Tiene un gran corazón y un alma muy pura!
A menudo, durante su convalecencia, Dolokhov decía cosas a su amigo que éste jamás hubiera sospechado oír de sus labios.
– Me creen malo, y lo sé – decía -. Pero me es igual. No quiero conocer a nadie excepto a los que aprecio, y a éstos les quiero tanto que hasta daría la vida por ellos; a los demás, los pisotearía si los hallara en mi camino. Tengo una madre inapreciable, que adoro, dos o tres amigos (tú uno de ellos), y en cuanto a los otros poco me importa que me sean útiles o perjudiciales. Y casi todos estorban, las mujeres las primeras. Sí, amigo mío; he tropezado con hombres enamorados, nobles y elevados, pero mujeres, salvo las que se venden (condesa o cocinera, que para el caso es lo mismo), no he hallado ninguna. Todavía no me ha sido dado hallar la pureza celestial, la devoción que busco en la mujer. Si hallara una, le daría mi vida. Y las demás… – hizo un gesto despreciativo -. Puedes creerme que si aún me interesa la vida es porque espero hallar a esa criatura divina que me purificará, me regenerará, me elevará. Pero tú no puedes comprender esto…
– Lo comprendo muy bien – dijo Rostov, que se hallaba bajo la influencia de su nuevo amigo.
La familia Rostov regresó a Moscú en otoño. Denisov volvió durante el invierno y permaneció una temporada en la ciudad.
Los primeros meses del invierno de l806 fueron muy felices para Rostov y su familia.
Nicolás llevaba a muchos jóvenes a la casa de sus padres. Vera era una bella muchacha de veinte años. Sonia, una jovencita de dieciséis, con todo el esplendor de una flor acabada de abrir. Natacha, ni capullo ni mujer, tan pronto con zalamerías de niña como con el encanto de una mujercita.
Durante aquella época, la casa de los Rostov estaba saturada de una atmósfera de amor, como suele acontecer en la casa donde hay muchachas bonitas.
Todos los jóvenes que acudían a casa de los Rostov, al contemplar aquellos rostros jóvenes, móviles, sonrientes a cualquier cosa – probablemente a su misma felicidad -, al ver aquel animado movimiento, al oír aquel charloteo inconsecuente pero tierno para todos, al oír las canciones y la música, sentían la misma atracción del amor, el mismo deseo de felicidad que experimentaban los jóvenes habitantes de la casa de los Rostov.
Entre los jóvenes que Nicolás había presentado en primer lugar se hallaba Dolokhov, que gustó a toda la familia excepto a Natacha. A causa de Dolokhov se peleó con su hermano. Ella decía que se trataba de una mala persona y que en el desafío con Bezukhov la razón estaba de parte de éste y no de Dolokhov, a quien consideraba como único culpable, y además le hallaba desagradable y lleno de pretensiones.
– Sí, sí, todo lo que quieras, pero es malo – decía Natacha obstinadamente -, es malo; no tiene corazón. Tu Denisov sí que me gusta; es un calavera y no sé cuántas cosas más, pero aun así me gusta. No sé cómo decírtelo: en Dolokhov, todo está calculado, y esto no lo puedo aguantar, mientras que en Denisov…
– Denisov es otra cosa – replicó Nicolás como dando a entender que Denisov, comparado con Dolokhov, no era nada -. Es preciso verle al lado de su madre. ¡Tiene un gran corazón!
– Eso no lo sé; pero es un hombre que no me gusta. ¿Ya sabes que está enamorado de Sonia?
– ¡Qué estupidez…!
– Estoy convencida. Ya lo verás.
Lo que dijo Natacha se realizaba.
Dolokhov, que no era aficionado a la compañía de mujeres, empezó a frecuentar asiduamente la casa de los Rostov, y la pregunta ¿a qué debe venir? fue muy pronto contestada, a pesar de que nadie hablase de ello. Iba por Sonia. Y Sonia, sin confesárselo a sí misma, lo sabía, y cuando entraba Dolokhov enrojecía como una amapola.
Dolokhov se quedaba muy a menudo a cenar en casa de los Rostov, no perdía ningún espectáculo a los que éstos asistían y asimismo frecuentaba los bailes de adolescentes en casa de Ioguel, donde acudían siempre los Rostov. Mostraba una deferencia especial para con Sonia, y la miraba con tal expresión que no sólo ella no podía resistir aquella mirada, sino que la misma Condesa y Natacha enrojecían al sorprenderla.
Se veía muy claramente que aquel hombre frío, raro, se hallaba bajo el influjo invencible que sobre él ejercía la jovencita, morena, graciosa, enamorada de otro.
Rostov observó que algo ocurría entre Dolokhov y Sonia, pero no sabía definir de qué se trataba. «Están enamoradas de uno o de otro», pensaba de Sonia y de Natacha. Pero no sentía la misma libertad que antes cuando se hallaba en compañía de Sonia y Dolokhov, y ya no permanecía tanto en su casa.
Pasado el otoño de l806, todo el mundo hablaba, aún con más ardor que el año anterior, de una nueva guerra con Napoleón. Se había decidido el alistamiento de diez regimientos de reclutas, y, por si ello no fuera suficiente, se tomaban nueve reclutas más por cada mil campesinos. Por todos lados se maldecía a Bonaparte, y en Moscú no se hablaba de otra cosa que de la futura guerra.
Para la familia Rostov, todo el interés de esos preparativos guerreros se resumían en que Nicolás no quería permanecer en Moscú en modo alguno, y sólo esperaba que Denisov terminara su licencia para marchar con él a su regimiento, pasadas las fiestas. Su partida no le vedaba el divertirse, antes por el contrario, le excitaba más. Pasaba la mayor parte del tiempo en cenas, fiestas y bailes.
VIII
El tercer día de las fiestas navideñas, Nicolás quedóse a comer en su casa, cosa que muy pocas veces hacía durante aquella última temporada. Se trataba de la cena oficial de despedida, ya que él y Denisov partían después de la Epifanía, para incorporarse a su regimiento. Asistían unos veinte invitados, entre los que se hallaba Dolokhov.
Nunca la atmósfera del amor se había hecho sentir con tanta fuerza en casa de los Rostov como durante aquellas Navidades. «¡Toma el momento de felicidad, obliga a amar y ama tú también! Ésta es la única verdad de este mundo. Todo lo demás son tonterías. Y aquí solamente nos ocupamos de amar», decía aquella atmósfera.
Rostov, después de haber hecho cansar a dos caballos sin poder llegar, como siempre, donde precisaba, llegó a su casa en el instante de sentarse a la mesa. Al entrar observó y sintió la amorosa atmósfera de la casa, pero también descubrió una especie de inquietud que reinaba entre algunos de los allí reunidos.
Sonia, Dolokhov, la anciana Condesa y Natacha también se hallaban particularmente trastornados. Nicolás comprendió que antes de la comida había ocurrido algo entre Sonia y Dolokhov, y con la delicadeza de corazón que le distinguía procuró portarse con uno y otra, durante la cena, con todo el afecto posible. Aquella misma noche, en casa de Ioguel – el profesor de danza – se daba el acostumbrado baile de Navidad, al que asistían los discípulos.
– Nikolenka, ¿irás a casa de Ioguel? Ven con nosotros, por favor; te invito yo especialmente. Basilio Dmitrich – Denisov – también vendrá – dijo Natacha.
– ¿Dónde no iría yo si la Condesa me lo ordenaba? – dijo Denisov, que por pura chanza, entraba en casa de los Rostov como caballero de Natacha -. Estoy dispuesto a bailar el paso del chal.
– Si puedo, sí. Me he comprometido con los Ankharov. Tienen soirée – dijo Nicolás -. ¿Y tú? – preguntó a Dolokhov; y al formular la pregunta comprendió que hubiera hecho mejor en callarse.
– Sí, tal vez sí – contestó fríamente y con disgusto Dolokhov mirando a Sonia; después, con las cejas contraídas, dirigió a Nicolás la misma mirada que había lanzado a Pedro durante la comida del club.
«Ha ocurrido algo», pensó Nicolás. Y su suposición se confirmó al ver que Dolokhov marchaba inmediatamente después de cenar. Entonces preguntó a Natacha lo que había sucedido.
-Dolokhov se ha declarado a Sonia. Ha pedido su mano – contestóle Natacha.
Nicolás, en aquellos últimos tiempos, habíase olvidado mucho de Sonia, pero al oír a su hermana sintió que algo se le desgarraba en su interior. Dolokhov era un partido aceptable, y hasta brillante, para Sonia, huérfana y sin dote. Desde el punto de vista de la anciana Condesa y de la sociedad, no existía ningún motivo para rechazar la petición. Por ello, su primer impulso fue de cólera por la negativa de Sonia. Iba a decir: «Hay que olvidar las promesas que uno hace cuando es niño; y es preciso aceptar las peticiones… », pero no tuvo tiempo de decir nada.
– ¿Y sabes qué ha contestado ella? Pues que no; tal como lo oyes. Le ha dicho que estaba enamorada de otro – añadió después de un instante de silencio.
«Claro, Sonia no podía obrar de otra manera», pensó Nicolás.
– Mamá ha insistido mucho, pero ella ha dicho que no y que no, y yo sé que nadie le hará cambiar de parecer; cuando ella se pone de esta manera…
– ¿Mamá ha insistido? – preguntó Nicolás con tono de reconvención.
– Sí – contestó Natacha -; mira, Nicolás, no te lo tomes a mal, pero yo sé que nunca te casarás con Sonia. No sé por qué, pero estoy convencida de ello.
-¡Oh! Tú no puedes saber nada…-dijo Nicolás-. Pero he de hablar con ella… ¡Sonia es una criatura deliciosa! – añadió sonriendo.
– Tiene mucho corazón. Le voy a decir que venga. -Y Natacha abrazó a su hermano y alejóse corriendo.
Unos minutos más tarde, Sonia, asustada, avergonzada, con aire de culpable, se presentaba ante Nicolás. Acercósele éste y le besó la mano. Era la primera vez que estaban a solas desde el regreso de Nicolás.
– Sonia – le dijo tímidamente; luego fue excitándose poco a poco -, si quieres rechazar un buen partido, un brillante partido, y hasta conveniente, porque es un buen muchacho, noble, amigo mío…
Sonia le interrumpió:
– Le dije ya que no.
– Si lo haces por mí, temo que…
Sonia volvió a interrumpirle. Le miró con expresión suplicante, asustada.
– Nicolás, no digas eso.
– Te lo tengo que decir. Tal vez es presuntuoso por mi parte, pero te lo tengo que decir. Si es por mí por lo que le dices que no, yo he de confesarte la verdad: te quiero, tal vez eres lo que quiero más…
-Con eso tengo bastante – dijo Sonia ruborizándose.
– No. Me he enamorado miles de veces y probablemente volveré a hacerlo; aunque solamente guardo para ti ese sentimiento compuesto de amistad, confianza y amor. También hemos de pensar que soy muy joven. Mamá se opone a nuestro matrimonio. En una palabra: yo no puedo prometerte nada, y te ruego que reflexiones sobre la pretensión de Dolokhov – dijo Nicolás, pronunciando con pena el nombre de su amigo.
– No digas eso. Yo no quiero nada. Te quiero como a un hermano. Te querré siempre, y no deseo otra cosa.
– ¡Eres un ángel! Me siento indigno de ti. Pero tengo miedo a engañarte.
Y Nicolás volvió a besarle la mano.
Quinta parte
I
Avivábase la guerra y su teatro se acercaba a la frontera rusa.
En todas partes se oían maldiciones contra el enemigo del género humano, Bonaparte. De los pueblos donde eran reclutados los soldados y del teatro de la guerra llegaban noticias diversas, como siempre; falsas y, por tanto, interpretadas diferentemente.
Las vidas del príncipe Bolkonski, del príncipe Andrés y de la princesa María habían cambiado mucho a partir de l805.
En l806, el anciano Príncipe había sido nombrado uno de los ocho generales en jefe de las milicias formadas en toda Rusia. El anciano Príncipe, a despecho de la debilidad propia de sus años, debilidad que se había acentuado mientras creyó que su hijo había muerto, decía que no cumpliría con su deber si se negaba a desempeñar una función a cuyo ejercicio había sido llamado por el mismo Emperador. Aquella nueva actividad que se abría ante él le excitaba y le daba fuerzas. Viajaba siempre por las tres provincias que le habían sido confiadas; llevaba su cometido hasta la pedantería; se mostraba severo hasta la crueldad con sus subordinados y quería conocer personalmente hasta los más pequeños detalles.
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