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Análisis del libro Guerra y Paz, de León Tolstoi (página 2)


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– ¡Ah! No me hable de esa marcha, no me hable. No quiero oír hablar de ello – dijo la Princesa, con el tono caprichoso que tenía cuando hablaba con Hipólito en el salón, pero que contrastaba visiblemente en un círculo de familia del cual Pedro era uno de los miembros -. ¡Pensar que una ha de interrumpir todas las relaciones más apreciables… ! Y después… Ya lo sabes, Andrés – abría sus grandes ojos a su marido -. ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! – murmuró, y sus hombros se estremecieron.

Su marido la miró, como extrañado de darse cuenta de que en la habitación hubiese todavía alguien más fuera de Pedro y de él, y con una fría galantería y en tono interrogador preguntó a su esposa:

– ¿Miedo de qué, Lisa? No comprendo…

– Ya ve usted si son egoístas los hombres. Todos, todos, unos egoístas. Me deja porque quiere. Dios sabe por qué. Y para encerrarme sola en el campo.

-No olvides que estarás con mi padre y mi hermana -dijo en voz baja el príncipe Andrés.

– Como si fuera sola – contestó ella -. Sin mis amistades. Y quiere que no tenga miedo – y el tono de su voz era de rebeldía; su pequeño labio se levantaba, dándole a la cara no la expresión sonriente, sino la bestial de una ardilla. Calló, como si considerase inconveniente hablar ante Pedro de su embarazo, porque en esto radicaba todo el sentido de su discusión.

-No comprendo por qué tienes miedo-dijo lentamente el príncipe Andrés sin apartar la vista de su mujer.

La Princesa, sofocada, agitaba desesperadamente los brazos.

– No, Andrés. Te digo que has cambiado mucho, mucho.

– El médico te ha ordenado que te acuestes más temprano – murmuró el Príncipe -. Harás muy bien acostándote.

La Princesa no respondió, y, de pronto, su breve y corto labio cubierto de vello rubio tembló. El Príncipe se levantó y, encogiéndose de hombros, comenzó a pasearse por la estancia.

Pedro, por encima de los lentes, miraba con sorpresa e ingenuidad tanto al Príncipe como a su esposa. Hizo un movimiento como para levantarse, pero reflexionó y continuó sentado.

– ¿Y qué importa que esté monsieur Pedro? – dijo de pronto la Princesa; y su hermoso rostro se transformó bruscamente bajo la mueca de un fingido sollozo -. Hacía mucho tiempo que quería preguntártelo, Andrés. ¿Por qué has cambiado tanto para mí? ¿Qué te he hecho? Te vas a la guerra y no me compadeces. ¿Por qué?

– ¡Lisa! – dijo tan sólo el príncipe Andrés, y en esta palabra había al mismo tiempo un ruego y una amenaza, y sobre todo la confianza absoluta de que ella se detendría al escucharla.

Pero su esposa continuó apresuradamente:

– Me tratas como si fuera una enferma o una niña. Lo veo claramente. ¿Hacías esto seis meses atrás?

– ¡Lisa, por favor, no sigas! – continuó el Príncipe, con un gesto más expresivo.

Pedro, cada vez más desconcertado por esta conversación, se levantó y se acercó a la Princesa. Parecía que no pudiese soportar la visión de las lágrimas y que también fuese a romper en llanto.

– Cálmese, Princesa. Le aseguro que todo esto son figuraciones suyas. Yo sé por qué…, por qué… Pero perdóneme. Soy un extraño. No, no. Sosiéguese. Hasta la vista.

El príncipe Andrés le detuvo, cogiéndole de la mano.

– No, espérate. La Princesa es tan amable que no querrá privarme de la satisfacción de pasar la velada contigo.

– Solamente piensa en él – dijo la Princesa, no pudiendo detener unas lágrimas de rabia.

– ¡Lisa! – dijo secamente el príncipe Andrés elevando el tono de su voz para demostrar que su paciencia había ya llegado al límite.

De pronto, la expresión bestial, la expresión de ardilla del rostro despierto de la Princesa, adquirió otra más atrayente que incitaba a la piedad y al temor. Sus hermosos ojos contemplaban a su marido y apareció en su cara una expresión tímida, como la del perro que mueve la cola caída en rápidas y cortas oscilaciones.

– ¡Dios mío, Dios mío! -dijo la Princesa, y recogiéndose con una mano los pliegues de la falda se acercó a su marido y le besó en la frente.

– Buenas noches, Lisa – dijo el príncipe Andrés levantándose y besándole gentilmente la mano, como a una extraña.

Los dos amigos quedaron silenciosos. Ni uno ni otro sabían qué decir. Pedro miraba al Príncipe, que se pasaba la fina mano por la frente.

-Vamos a cenar-dijo con un suspiro, levantándose y dirigiéndose hacia la puerta.

Entraron en el comedor, amueblado recientemente, rico y elegante. Todo, desde la vajilla hasta la plata y el cristal, tenía ese sello particular de cosa nueva que se advierte en las casas de los recién casados. A mitad de la cena, el Príncipe se apoyó sobre la mesa. Tenía un aire de enervamiento que Pedro no había observado nunca en él; y, como un hombre que desde hace mucho tiempo tiene el corazón lleno de amargura y se decide finalmente a desahogarse, comenzó a hablar.

-No te cases nunca, Pedro, nunca. Es el consejo que te doy. No te cases nunca antes de haberte preguntado a ti mismo si has hecho cuanto has podido antes de dejar de querer a la mujer elegida, antes de verla tal como es.

Pedro se quitó los lentes y su rostro cambió, apareciendo entonces más lleno de bondad. Miró a su amigo, estupefacto.

– Mi esposa – continuó el príncipe Andrés – es una mujer admirable; es una de esas pocas mujeres con las que un hombre está tranquilo por lo que respecta a su honor. Pero, ¡Dios mío, qué daría yo por no estar casado! Tú eres el primero, el único a quien digo esto, porque te quiero.

Y al pronunciar estas palabras el príncipe Andrés era todavía mucho más distinto de aquel Bolkonski que se sentaba en una butaca en casa de Ana Pavlovna y que con los ojos medio cerrados dejaba escapar frases francesas entre dientes.

– En casa de Ana Pavlovna – siguió diciendo – se me escucha. Y esta sociedad imbécil, sin la cual mi mujer no puede vivir, y esas mujeres… ¡Si pudieses llegar a saber quiénes son todas las mujeres distinguidas y, en general, las mujeres! Mi padre tenía razón. El egoísmo, la ambición, la estupidez, la nulidad en todo. He aquí a las mujeres cuando se muestran tal como son. Cuando se les ve en sociedad parece que tengan algo, pero no tienen nada, nada. Sí, amigo mío, no te cases – concluyó el príncipe Andrés.

– Me parece divertido – dijo Pedro – que se considere usted un incapaz y tenga por destrozada su vida. Pero si todo le favorece, si usted… – no acabó la frase. Tenía a su amigo en la más alta consideración y esperaba de él un brillante porvenir.

«Pero ¿cómo puede decir todo esto?», pensaba Pedro.

Consideraba al príncipe Andrés como modelo de todas las perfecciones, precisamente porque el príncipe Andrés reunía en el más alto grado todas las cualidades que él no tenía y que podían resumirse con mucha exactitud en este concepto: la fuerza de voluntad. Pedro admirábase siempre de la capacidad del príncipe Andrés, de su comportamiento con toda clase de hombres, de su memoria extraordinaria, de todo lo que había leído; lo había leído todo, lo sabía todo y tenía idea de todo. Y, en particular, admiraba su facilidad para trabajar y aprender. Y si con frecuencia Pedro se había extrañado de encontrarle cierta falta de capacidad para la filosofía contemplativa, a la que Pedro se sentía especialmente inclinado, no veía en esto un defecto, sino una fuerza.

En las mejores relaciones, las más amistosas, las más sencillas, la adulación o el elogio son tan necesarios como la grasa lo es a los ejes de las ruedas para que funcionen.

– Soy un hombre acabado – dijo el príncipe Andrés -. Vale más que hablemos de ti – y calló, sonriendo a sus ideas consoladoras.

Instantáneamente, la sonrisa se reflejó en la cara de Pedro.

– ¿Qué podemos decir de mí? – dijo, dilatando la boca con una sonrisa confiada y alegre -. ¿Qué soy yo? Un bastardo – y de pronto se ruborizó. Evidentemente, había hecho un esfuerzo extraordinario para decir esto -. Sin nombre, sin fortuna – añadió – y que, positivamente… – y dejó la frase sin terminar -. Por ahora soy un hombre libre y me considero feliz. Pero no sé por dónde empezar. Con gusto quisiera pedirle a usted un consejo.

El príncipe Andrés dirigió a Pedro su mirada bondadosa, pero incluso en su amistosa mirada apuntaba la conciencia de la superioridad.

– Te quiero sobre todo porque entre la gente de nuestro mundo eres el único hombre que vive. A ti ha de serte muy fácil. Escoge lo que quieras, que para ti todo será igual. Por dondequiera que vayas serás un hombre bueno. Pero permíteme una cosa nada más… No te relaciones con Kuraguin. Prescinde de esa vida. Ninguna de esas orgías te conviene y…

– ¿Qué quiere usted que haga, amigo mío? – preguntó Pedro encogiéndose de hombros-. Las mujeres, querido, las mujeres…

– No te comprendo – replicó Andrés -. Las mujeres como deben ser son otra cosa. Pero no las mujeres de Kuraguin, las mujeres y la bebida. No te comprendo.

Pedro vivía en casa del príncipe Basilio Kuraguin y compartía la vida licenciosa de su hijo Anatolio, aquel a quien, para corregirle, querían casar con la hermana del príncipe Andrés.

– ¿Sabe usted – dijo Pedro, como si se le ocurriese repentinamente una idea luminosa – que hace mucho tiempo que pienso en esto seriamente? Con esta vida no puedo reflexionar ni decidir nada. La cabeza me da vueltas y no tengo dinero. Hoy me ha invitado, pero no iré.

– ¿Me lo prometes?

– Mi palabra de honor.

VII

En casa de los Rostov se celebraba la fiesta de las dos Natalias, la madre y la hija menor. Desde por la mañana, las berlinas conducían a las visitas. Llegaban y desfilaban ante el gran palacio de la condesa Rostov, muy conocida de todo Moscú, situado en la calle Povarskaia. La Condesa, con la hija mayor y las visitas que se sucedían incesantemente, no se movía del salón.

La Condesa era una mujer de unos cuarenta y cinco años, de tipo oriental, de rostro ahusado y visiblemente fatigado por los partos continuos: había tenido doce hijos. Sus lentos movimientos y la premiosidad de su conversación, debida a la falta de fuerzas, le daban un aire imponente que inspiraba respeto. La princesa Ana Mikhailovna Drubetzkaia, que se encontraba allí como si estuviera en su casa, la ayudaba a recibir y conversar con las visitas.

Los jóvenes hallábanse en una habitación próxima, y no creían necesario participar de la recepción. El Conde salía a recibir a las visitas y las invitaba a comer.

– María Lvovna Kuraguin y su hija – anunció con profunda voz el corpulento criado de la Condesa abriendo la puerta del salón.

La Condesa reflexionó y aspiró un polvo de rapé extraído de una tabaquera de oro con el retrato de su marido.

– Me han rendido las visitas – dijo -. Bien, recibiré a ésta, pero será la última. Marea todo esto. Hazlas entrar -dijo al criado con voz triste, como si le hubiera dicho: «Bien, acaba de matarme.»

Una dama alta, fuerte, de altivo aspecto, y una joven carirredonda y sonriente siempre entraron en el salón con gran rumor de telas.

El tema de la conversación era la gran noticia del día: la enfermedad del riquísimo y excelente conde Bezukhov, un hombre viejo, superviviente de la época de Catalina. También se hablaba de su hijo natural Pedro, aquel que se había portado tan desgraciadamente en la velada.

– ¿De veras? – preguntó la Condesa.

– Compadezco mucho al pobre Conde – dijo la visitante-. ¡Está tan enfermo! Estos disgustos de su hijo lo matarán.

– ¿Qué ocurre? – preguntó la Condesa, como si no supiera nada de lo que le hablaba su interlocutora, a pesar de que en muy poco rato le habían contado quince veces el motivo de los disgustos del conde Bezukhov.

– Éstos son los resultados de la educación actual. Este joven, en el extranjero, no tenía a nadie que le guiase, y ahora, en San Petersburgo, dicen que comete tales atrocidades, que ha sido expulsado por la policía.

– ¿De veras? – preguntó la Condesa.

– Ha elegido muy malas compañías – intervino la princesa Ana Mikhailovna -. Según parece, él, el hijo del príncipe Basilio y un tal Dolokhov han hecho alguna sonada. Los han castigado a los dos. Dolokhov ha sido degradado y el hijo de Bezukhov enviado a Moscú. Por lo que respecta a Anatolio Kuraguin, el padre ha podido echar tierra sobre el asunto. Pero parece que también le han expulsado de San Petersburgo.

– Pero ¿qué han hecho? – preguntó la Condesa.

-Son unos verdaderos bandidos. Sobre todo ese Dolokhov – dijo la visitante -. Es hijo de María Ivanovna Dolokhova. Ya ve usted. ¡Una dama tan respetable! Figúrese usted que los tres cogieron un oso de no sé dónde, lo metieron en un coche y se fueron a casa de unas actrices.

Tuvo que ir un policía para calmarlos. Y ¿sabe usted qué hicieron? Cogieron al policía, lo ataron a la espalda del oso y lo tiraron al Moika. El oso se puso a nadar, llevando al policía en las espaldas.

– Querida, debía de ser muy divertido el espectáculo – exclamó el Conde retorciéndose de risa.

– ¡Oh, qué horror, qué horror! ¿Por qué se ríe así, Conde?

No obstante, las damas no pudieron contener la risa.

– Fue muy difícil salvar a aquel desgraciado – continuó la visitante -. Y, ya ve usted: el hijo del príncipe Cirilo Vladimirovitch Bezukhov se divierte de este modo – añadió -. ¡Lo han educado bien! ¡Tan inteligente como decían que era! Ya ve usted adónde nos conduce la educación en el extranjero. Supongo que aquí, a pesar de su fortuna, no le recibirá nadie. Querían presentármelo, pero me he negado en absoluto. Tengo dos hijas.

– ¿Por qué dice usted que este joven es tan rico? -preguntó la Condesa mirando de soslayo a las dos jóvenes, que inmediatamente hicieron ver que no escuchaban-. El conde Bezukhov solamente tiene hijos naturales. Parece que Pedro es también hijo natural.

La visitante hizo un ademán.

– Creo que tiene veinte hijos naturales.

– ¡Y qué joven se conservaba aún el año pasado! – dijo la Condesa -. Daba gusto verlo.

– Pues ahora está muy cambiado – dijo Ana Mikhailovna -. Pero vea usted lo que quería decir – continuó -: por parte de su mujer, el príncipe Basilio es el heredero directo, pero el viejo quiere mucho a Pedro. Se ha ocupado de su educación. Ha escrito al Emperador, de modo que nadie sabe, cuando muera (y está tan enfermo que se espera suceda esto de un momento a otro, puesto que Lorrain, el doctor, ha venido de San Petersburgo), quién de los dos será el poseedor de esta enorme fortuna: Pedro o el príncipe Basilio. Cuatro mil almas y muchos millones. Lo sé muy bien, porque el mismo príncipe Basilio me lo ha dicho, y Cirilo Vladimirovitch es pariente mío por parte de madre. Es padrino de Boris – añadió, como si no diese ninguna importancia a este hecho.

– El príncipe Basilio llegó ayer a Moscú. Dicen que va en viaje de inspección – dijo la visitante.

-Sí, pero, entre nosotras, ya se puede decir-interrumpió la Princesa -. Esto es un pretexto. Ha venido para ver al príncipe Cirilo Vladimirovitch, porque sabe que está enfermo.

– Pero, vaya, querida, ha sido una buena jugada – dijo el Conde. Y, observando que la visitante no le escuchaba, se dirigió a las jóvenes-. Ya veo la cara del policía. ¡Cómo me hubiera reído si lo hubiese visto!

Y suponiendo cómo debía mover los brazos el policía, rompió de nuevo a reír, con risa sonora y profunda, que conmovía su cuerpo repleto, tal como suelen hacerlo los hombres que han comido bien y, sobre todo, han bebido copiosamente.

– Así, pues, si ustedes lo desean, comeremos en nuestra casa – dijo.

VIII

Se extinguió la conversación. La Condesa miraba a la Princesa con una sonrisa amable, sin ocultar, sin embargo, que no la molestaría poco ni mucho que se levantase y se fuera. La hija de la visitante alisábase ya los pliegues del vestido y miraba interrogadoramente a su madre, cuando de pronto, desde la habitación vecina, cercana a la puerta, se oyó el ruido que hacían unos jóvenes al correr, seguido del de unas sillas movidas violentamente y caídas luego, y apareció en el salón una muchacha de trece años que, escondiéndose algo bajo la corta falda de muselina, detúvose en medio de la sala. Veíase claramente que todo aquello obedecía a la casualidad, porque no había sabido calcular el impulso de su carrera y encontrábase más allá del lugar a donde se había propuesto llegar. Casi inmediatamente aparecieron en la puerta un estudiante con el cuello azul, un oficial de la guardia, una muchacha de trece años y un jovencito fuerte y rojo vestido con una chaqueta.

El Conde se levantó y, balanceándose, abrió los brazos a la joven que entraba corriendo.

– ¡Ya está aquí! – gritó, riendo -. Hoy es su santo, querida, su santo.

-Hay un día para todo, querida – dijo la Condesa fingiendo ser severa -. Las malcrías demasiado, Elías – añadió dirigiéndose a su marido.

– Buenos días, hija mía. Para muchos años – dijo la visitante -. ¡Qué criatura más deliciosa! – continuó, dirigiéndose a la madre.

La jovencita, muy despierta, tenía los ojos negros, grande la boca, una linda nariz, unos hombros desnudos y gráciles, que temblaban por encima del corsé a causa de aquella alocada carrera, unos tirabuzones negros y unos brazos delgados y desnudos; caíanle hasta los tobillos unos calzones con puntillas y calzaba sus pies con unos zapatos descotados. Tenía aquella edad deliciosa en que la niña ya no es una chiquilla y en la que la chiquilla no es todavía mujer. Se escapó de su padre y corrió hacia su madre y, sin hacer caso de la severa observación que le había dirigido, escondió su ruboroso rostro bajo su chal de puntillas y se echó a reír. Reíase de algo y, jadeante, hablaba de su muñeca, que sacó de debajo de sus faldas.

– Ven ustedes… La muñeca… Mimí… ¿Lo ve?

Y Natacha, sin poder hablar, tan divertido le parecía, se abandonó a su madre y se echó a reír con una risa tan fuerte y sonora que incluso todos, hasta la imponente visitante, hubieron de imitarla a pesar suyo.

– Bueno, bueno, vete con tu monstruo – dijo la madre fingiendo rechazar vivamente a su hija -. Es la pequeña – continuó la Condesa dirigiéndose a la visita.

Natacha apartó por un momento la cara del chal de puntillas de su madre y la miró con los ojos anegados en lágrimas de tanta risa, y de nuevo escondió el rostro.

La visita, obligada a asistir a esta escena de familia, creyó muy delicado tomar parte en ella.

– Dime, queridita – dijo a Natacha -, ¿quién es Mimí? ¿Es acaso tu hijita?

Este tono indulgente y esta pregunta infantil de la visitante disgustaron a Natacha. No respondió y miró seriamente a la Princesa.

En aquel instante, todo el grupo de jóvenes: Boris, el oficial, hijo de la princesa Ana Mikhailovna; Nicolás, estudiante e hijo mayor de la Condesa; Sonia, sobrina del Conde, jovencita de trece años, y el pequeño Petrucha, el menor de todos ellos, se instalaron en el salón, esforzándose visiblemente en contener, dentro de los límites de la buena educación, la animación y la alegría que aún se reflejaban en cada uno de sus rasgos. Evidentemente, en la habitación contigua, de donde los jóvenes habían salido corriendo con tal calor, las conversaciones eran mucho más divertidas que los cotilleos de la ciudad y del tiempo. De vez en cuando mirábanse unos a otros y a duras penas podían contener la risa.

Los dos jóvenes, el estudiante y el oficial, eran de la misma edad, amigos desde muy pequeños, y de arrogante presencia, pero de una belleza muy distinta. Boris era alto, rubio, de facciones finas y regulares y expresión tranquila y correcta. Nicolás no era tan alto, tenía los cabellos rizados y su rostro era absolutamente franco; en el labio superior le apuntaba ya un bozo negro, y de todo él parecía desprenderse la animación y el entusiasmo.

Nicolás ruborizóse en cuanto entró en el salón. Parecía como si quisiera decir algo y no encontrase las palabras justas. Boris, por el contrario, se repuso inmediatamente y contó, tranquilo y bromeando, que conocía a la muñeca Mimí desde niña, cuando tenía aún la nariz entera, que en cinco años había envejecido mucho y que le habían vaciado el cráneo. Contando todo esto miraba sin cesar a Natacha. Ésta se volvió hacia él, miró a su hermano pequeño, que, con los ojos cerrados, reía conteniendo el estallido de una carcajada, y no pudiendo contenerse más, la muchacha salió del salón tan deprisa como se lo permitían sus ágiles piernas. Boris no reía.

– Me parece que también tú quieres irte, mamá. Necesitas el coche – dijo, dirigiéndose sonriente a su madre.

– Sí, ve y dí que enganchen los caballos – replicó su madre, sonriendo también.

Boris salió lentamente detrás de Natacha.

El chiquillo corpulento corrió furioso tras ellos. Parecía muy disgustado de que le hubiesen estorbado en sus ocupaciones.

IX

Sin contar a la hija mayor de la Condesa, Vera – que tenía cuatro años más que la pequeña y se consideraba un personaje -, y la hija de la visitante, de todo el grupo de jóvenes tan sólo Nicolás y Sonia, la sobrina, quedaron en el salón. Sonia era una jovencita morena, poco desarrollada, de ojos dulces sombreados por unas largas pestañas; una gruesa trenza negra dábale dos vueltas a la cabeza, y la piel de su rostro, sobre todo la del cuello y la de sus desnudos brazos, delgados pero musculados y graciosos, tenía un tono aceitunado. Por la armonía de sus movimientos, la finura y la gracia de sus miembros y sus maneras un poco artificiales y reservadas parecía una gatita no formada aún, pero que, andando el tiempo, llegaría a ser una gata magnífica. Sin duda alguna creía conveniente demostrar con su sonrisa que tomaba parte en la conversación general, pero, a pesar suyo, sus ojos, bajo las largas y espesas pestañas, miraban sin cesar al primo que marchaba a incorporarse al ejército; mirábalo con una adoración tan apasionada que, en muchos momentos, su sonrisa no podía engañar a nadie, y veíase claramente que la gatita no se había recogido en sí misma sino para saltar con mayor violencia y jugar luego con su primo, excelente presa, en cuanto Boris y Natacha hubiesen salido del salón.

– Sí, querida – dijo el viejo Conde dirigiéndose a la visitante y señalando a su hijo Nicolás-. Su amigo Boris ha sido nombrado oficial y, por amistad, no quiere separarse de él. Abandona la universidad, me deja solo, a mí, a un viejo, para ingresar en el ejército. Y su nombramiento en la Dirección de Archivos era ya cosa hecha. ¿Es ésta la amistad? – concluyó el Conde, interrogando.

– Dicen que ya ha sido declarada la guerra – replicó la visitante.

– Sí; hace ya mucho tiempo que se dice – repuso el Conde -; se dice, se dice, y eso es todo. Ésta es la amistad, querida – repitió -. Ingresa como húsar.

La visitante bajó la cabeza, no sabiendo qué contestar.

– No es por amistad – dijo Nicolás exaltándose y colocándose a la defensiva, como si hubieran proferido contra él una vergonzosa calumnia -. No por amistad, sino simplemente porque siento la vocación militar.

Volvióse a su prima y a la hija de la visitante; ambas le miraban con aprobación.

– Hoy comerá Schubert con nosotros, el comandante de húsares de Pavlogrado. Se encuentra aquí con permiso y se lo llevará con él. ¡Qué vamos a hacerle! – dijo el Conde encogiéndose de hombros y hablando con indiferencia de este asunto, que le ocasionaba una verdadera pena.

– Ya te he dicho, papá – replicó el oficial -, que si no me dejabais marchar me quedaría. Pero sé muy bien que no sirvo para nada que no sea para el ejército. No soy ni diplomático ni funcionario. No quiero ocultar mis pensamientos – añadió, mirando con la coquetería de los jovencitos que se creen oportunos a Sonia y a la bella joven.

La gatita, con la mirada fija en él, parecía a cada segundo dispuesta a jugar y poner de manifiesto su naturaleza felina.

– Bien. ¡No hablemos más! – dijo el anciano Conde -Siempre se exalta de este modo. El tal Bonaparte se sube a la cabeza de todo el mundo; todos creen ser como él; de teniente a emperador. Que Dios haga…-dijo, sin advertir la sonrisa burlona de la visitante.

Los mayores comenzaron a hablar de Bonaparte. Julia, la hija de la princesa Kuraguin, se dirigió al joven Rostov:

– Fue una lástima que el jueves no hubiese usted ido a casa de los Arkharov. Me aburrí mucho sin usted – añadió sonriendo tiernamente.

Él, halagado, se acercó a ella con la coqueta sonrisa de la juventud y comenzó una conversación aparte con Julia, que sonreía y no se daba cuenta de que su sonrisa era una puñalada de celos dirigida al corazón de Sonia, que, ruborizada, se esforzaba en aparentar indiferencia. Pero, en la conversación, la miró. Sonia le lanzó una mirada rencorosa y apasionada y, conteniendo violentamente sus lágrimas, con una sonrisa indiferente en los labios, se levantó y salió de la sala. Desapareció toda la animación de Nicolás. Esperó el primer intervalo en la conversación y, con la inquietud reflejada en el semblante, salió también de la sala en busca de Sonia.

X

Cuando Natacha salió de la sala, corrió hasta el invernadero. Una vez allí, se detuvo y escuchó las conversaciones del salón mientras esperaba a Boris. Comenzaba ya a impacientarse, a patear el suelo y a sentir violentos deseos de llorar porque no aparecía inmediatamente, cuando se oyó el rumor de los pasos, ni premiosos ni rápidos, pero seguros, del joven. Natacha echó a correr entonces y se escondió tras los arbustos.

Boris se detuvo en el centro del invernadero. Con la mano se sacudió el polvo del uniforme. Acercóse luego al espejo y contempló en él su arrogante figura. Natacha le miraba desde su escondite, observando todos sus movimientos. Boris paróse aún un momento ante el espejo, sonrió y se dirigió a la puerta. Natacha intentó llamarle, pero se detuvo. «Que me busque», pensó. En cuanto Boris hubo salido, Sonia entró corriendo por el lado opuesto, sofocada y murmurando palabras de rabia a través de sus lágrimas. Natacha reprimió el impulso de correr hacia ella y no se movió de su escondite, observando todo lo que sucedía en torno suyo. Experimentaba con ello un desconocido y particular placer. Sonia musitaba algo, con la mirada fija en la puerta del salón. Por ésta apareció Nicolás.

– ¿Qué tienes, Sonia? ¿Qué te ocurre? – le preguntó Nicolás acercándose a ella.

– Nada, nada. Déjame – sollozó Sonia.

– No, ya sé lo que tienes.

-Pues si lo sabes, déjame.

— Sonia, escúchame. ¿Por qué hemos de martirizarnos por una tontería?-preguntó Nicolás cogiéndole las manos.

Sonia las abandonó entre las suyas y dejó de llorar.

Natacha, inmóvil, conteniendo la respiración, con los ojos brillantes, miraba desde su escondite. «¿Qué ocurrirá ahora?», pensaba.

– Sonia, el mundo no significa nada para mí. Tú lo eres todo – dijo Nicolás -. Te lo demostraré.

-No me gusta que hables de este modo.

– Como quieras. Perdóname, Sonia.

Y, acercándola a sí, la besó.

«¡Qué lindo!», pensó Natacha. Y cuando se hubieron alejado del invernadero, salió también y llamó a Boris.

-Boris, ven aquí-dijo dándose importancia y con un brillo pícaro en los ojos -. He de decirte algo. Por aquí, por aquí – y atravesando el invernadero lo condujo hasta su reciente escondite. Boris la seguía, sonriendo.

– ¿Qué es? – preguntó.

Natacha se turbó un poco. Miró en torno suyo y, viendo a la muñeca entre las plantas, la cogió.

– Dale un beso a la muñeca – dijo.

Boris, con una tierna mirada de extrañeza, contempló su animado rostro y no contestó.

– ¿No quieres…? Pues ven aquí.

Y, acomodándose entre los cajones, tiró la muñeca.

– Más cerca, más cerca – murmuraba.

Cogió el brazo del oficial. En su rostro enrojecido leíase la emoción y el miedo.

– ¿Y no quieres dármelo a mí? – susurró en voz muy baja, mirando al suelo, llorando y sonriendo a la vez a causa de la emoción contenida.

Boris se ruborizó.

– ¡Qué extraña eres! – dijo inclinándose hacia ella, ruborizándose todavía más, pero sin atreverse a nada y esperando.

Natacha saltó sobre un macetero, de modo que su rostro quedase a la altura del de Boris. Abrazándolo con sus brazos delgados y desnudos en torno al cuello, lanzó hacia atrás sus cabellos con un movimiento de cabeza y le besó en los labios.

Se deslizó por el lado opuesto del macetero, bajó la cabeza y se detuvo ante Boris.

– Natacha – dijo éste -. Ya sabes que te quiero, pero…

– ¿Estás enamorado de mí? – le interrumpió Natacha.

– Sí, pero te ruego que no volvamos a hacer nunca más esto que hemos hecho ahora… Aún nos faltan cuatro años… Entonces te pediré a tus padres…

Natacha reflexionó.

– Trece, catorce, quince, dieciséis… – dijo, contando con sus ahusados dedos-. Está bien. De acuerdo.

Y una sonrisa alegre y confiada iluminó su radiante fisonomía.

– De acuerdo – repitió Boris.

– ¿Para siempre? – añadió ella -. ¿Hasta la muerte?

Y ofreciéndole el brazo, con el rostro resplandeciente de felicidad, abandonaron lentamente el invernadero.

XI

Hijo mío – dijo la princesa Mikhailovna a Boris cuando el coche de la condesa Rostov, que les conducía, atravesó la calle cubierta de paja y entró en el amplio patio del conde Cirilo Vladimirovitch Bezukhov -, hijo mío, sé amable y escucha con complacencia. El conde Cirilo Vladimirovitch es tu padrino. De él depende tu carrera. Acuérdate, hijo mío. Sé tan amable como puedas, como sepas serlo – terminó la madre, sacando la mano de debajo de su apolillada capa y apoyándola, con tierno y tímido ademán, sobre el brazo de su hijo.

A pesar de que al pie de la escalera encontrábase un coche, el criado examinó de arriba abajo a la madre y al hijo, que, sin hacerse anunciar, entraban directamente en el vestíbulo encristalado, entre dos hileras de estatuas colocadas en hornacinas, y mirando la ajada capa de la madre con aire de importancia les preguntó qué deseaban y a quién querían ver, a las Princesas o al Conde. Al responderle que al Conde, dijo que aquel día Su Excelencia se encontraba peor y que no recibiría a nadie.

– Ya podemos marcharnos, entonces – dijo el hijo en francés.

– Hijo mío – dijo la madre, suplicante, apoyando de nuevo su mano sobre el brazo de su hijo; como si este contacto pudiera calmarlo o excitarlo, Boris calló y, sin quitarse el abrigo, miró a su madre interrogadoramente.

–Amigo mío – dijo con voz dulce Ana Mikhailovna dirigiéndose al criado -, sé que el conde Cirilo Vladimirovitch está muy enfermo… Por esto hemos venido. Soy parienta suya… No molestaré a nadie… Pero he de ver al príncipe Basilio. Sé que está aquí. Anúncienos, por favor.

El criado tiró del cordón de la campanilla y se volvió con rostro adusto.

-La princesa Drubetzkaia desea ver al príncipe Basilio Sergeievitch – gritó al criado de casaca, medias y zapatos que estaba en lo alto de la escalera.

La madre se arregló tan bien como pudo su vestido de seda teñida, se miró en un espejo de Venecia que había en la pared y, resuelta, con sus toscos zapatos, emprendió el alfombrado camino de la escalera.

-Hijo mío, me lo has prometido-dijo a su hijo, tocándole de nuevo el brazo. Boris continuaba dócilmente mirando al suelo.

Entraron en una sala, una de cuyas puertas daba a las habitaciones del príncipe Basilio.

Mientras la madre y el hijo, parados en medio de la sala, se dirigían a un criado que se levantó del rincón en que se hallaba sentado, para preguntarle el camino, giró el pomo metálico de una de las puertas y el príncipe Basilio, con un batín de terciopelo acolchado y luciendo una sola condecoración, salió, despidiendo a un caballero de cabellos grises y de buen aspecto.

Este caballero era el célebre doctor Lorrain, de San Petersburgo.

-Así, ¿todo es inútil? -preguntó el Príncipe.

– Príncipe, errare humanum est. No obstante… – respondió el doctor con voz nasal y pronunciando estas palabras latinas con acento francés.

– Muy bien… Muy bien…

Al percatarse de la presencia de Ana Mikhailovna y de su hijo, el príncipe Basilio despidió al doctor con un saludo y, silenciosamente pero con aire interrogador, se acercó a los recién llegados. El hijo se dio cuenta de que los ojos de su madre expresaban espontáneamente un dolor profundo, y sin querer sonrió imperceptiblemente.

– En qué momentos más tristes nos volvemos a ver, Príncipe. ¿Y nuestro querido enfermo? – preguntó, como si no se diera cuenta de la mirada fría y molesta de que era objeto.

El príncipe Basilio la miró interrogadoramente, y después a Boris. Éste saludó correctamente. Sin devolverle el saludo, el príncipe Basilio se volvió a Ana Mikhailovna y respondió a su pregunta con un movimiento de cabeza y de labios que quería decir: «Pocas esperanzas.»

– ¿De veras? – exclamó Ana Mikhailovna -. ¡Ah! ¡Es terrible! Horroriza pensarlo. Es mi hijo – añadió señalando a Boris -. Quería darle a usted las gracias personalmente.

De nuevo Boris se inclinó con gentileza.

– Créame, Príncipe; el corazón de una madre no olvidará nunca lo que ha hecho usted por nosotros.

– Estoy muy contento de haber podido servirla, mi querida Ana Mikhailovna – dijo el príncipe Basilio, componiéndose el lazo de la corbata y mostrando con el ademán y con la voz que en Moscú, ante su protegida Ana Mikhailovna, su importancia era mucho más grande que en San Petersburgo en la velada de Ana Scherer.

-Procure cumplir con su deber y hacerse digno de su nombramiento – añadió dirigiéndose severamente a Boris -. Me sentiré muy satisfecho de ello. ¿Se encuentra usted aquí con permiso? – preguntó con tono indiferente.

– Excelencia, estoy aguardando la orden de incorporarme a mi destino – repuso Boris sin mostrarse molesto por el tono rudo del Príncipe ni tampoco deseoso de entrar en conversación, pero sí tan respetuoso y tranquilo que el Príncipe le miró fijamente.

– ¿Vive usted con su madre?

– Vivo en casa de la condesa Rostov – dijo Boris, añadiendo un nuevo «Excelencia>.

– Es Ilia Rostov, casado con Natalia Chinchina – dijo Ana Mikhailovna.

– Lo sé, lo sé – repuso el Príncipe con su voz monótona -. No he podido comprender nunca cómo Natalia se decidió a casarse con ese oso malcriado, una persona absolutamente estúpida y ridícula. Según dicen, un jugador.

– Pero muy buen hombre, Príncipe – replicó Ana Mikhailovna sonriendo discretamente, como si quisiera dar a entender que el conde Rostov merecía esta opinión pero que, a pesar de todo, quería ser indulgente con aquel pobre viejo -. ¿Que dicen los médicos? – preguntó después de un breve silencio. Y su lacrimoso rostro expresó de nuevo una pena profunda.

– Pocas esperanzas – contestó el Príncipe.

– Y tanto como me hubiera gustado agradecer a mi tío por última vez sus bondades para conmigo y para con Boris. Es su ahijado – añadió con tono como si esta noticia hubiese de alegrar extraordinariamente al príncipe Basilio.

El Príncipe reflexionó y frunció el entrecejo. Ana Mikhailovna comprendió que temía encontrarse con una rival en el testamento del conde Bezukhov, e inmediatamente se apresuró a tranquilizarle.

– Quiero mucho, y estoy muy agradecida, a «mi tío» – dijo con tono confiado y negligente -. Conozco muy bien su noble y recto carácter. Pero si las Princesas quedan solas… Todavía son jóvenes…-Inclinó la cabeza y añadió en voz baja -: ¿Ya se ha preparado, Príncipe? Estos últimos momentos son preciosos. No le haría daño alguno, pero, si está tan mal, debe prepararse. Príncipe, nosotras, las mujeres… – sonrió tiernamente -, sabemos decir mejor estas cosas. Será preferible que yo le vea, por mucha pena que pueda producirme. Pero ya estoy hecha al sufrimiento.

El Príncipe comprendió que le sería muy difícil deshacerse de Ana Mikhailovna.

– Pero mi querida Ana Mikhailovna, ¿no cree usted que esta entrevista había de serle muy penosa? – dijo -. Esperemos a la noche. El doctor prevé una crisis.

– No podemos esperar ese momento, Príncipe. Piense usted que va en ello la salvación de su alma. ¡Ah, ah! ¡Qué terribles son los deberes del cristiano!

Ana Mikhailovna se quitó los guantes y, con la actitud de un vencedor, se instaló en una butaca e invitó al Príncipe a que se sentara a su lado.

– Boris – dijo a su hijo con una sonrisa -, yo entraré a ver a mi tío, y tú, hijo mío, mientras tanto, sube a ver a Pedro y acuérdate de transmitirle la invitación de Rostov. Le invitan a comer. Supongo que no deberá ir, ¿verdad? – le preguntó al Príncipe.

– Al contrario – dijo el Príncipe, que se había malhumorado visiblemente -. Le agradeceré mucho que me saquen a ese hombre de casa. Está aquí. El Conde no le ha llamado ni una sola vez.

Se encogió de hombros. El criado acompañó a Boris al vestíbulo y le condujo al piso superior, a las habitaciones de Pedro Cirilovitch, por otra escalera.

XII

Pedro todavía no había sabido escoger una carrera en San Petersburgo, y, en efecto, había sido desterrado a Moscú por su carácter alocado. La historia contada en casa de la condesa Rostov era totalmente exacta. Pedro había tomado parte en la anécdota del policía y del oso. Hacía pocos días que había llegado y, como de costumbre, se había instalado en casa de su padre.

Al día siguiente llegó el príncipe Basilio y se hospedó en casa del Conde. Llamó a Pedro y le dijo:

-Amigo mío, si aquí se comporta usted tan mal como en San Petersburgo, acabará usted muy mal. Esto es cuanto tengo que decirle. El Conde está muy enfermo. No tiene usted que verle para nada.

Después de esto, nadie se había ocupado de Pedro, y éste se pasaba todo el día en su habitación del piso superior.

Cuando Boris entró en ella, Pedro se paseaba de un lado a otro. Al ver a aquel joven oficial, elegante y bien plantado, se detuvo. Pedro había dejado a Boris cuando éste tenía catorce años, y ahora no lo recordaba. No obstante, con su espontaneidad particular y sus maneras acogedoras, le estrechó la mano y le sonrió amistosamente.

– ¿Se acuerda usted de mí? – preguntó Boris tranquilamente, con una amable sonrisa -. He venido con mi madre a casa del Conde, que dicen no se encuentra bien.

– Sí. Parece que está muy enfermo. No le dejan tranquilo – replicó Pedro, tratando de recordar quién era aquel joven.

Boris vio que Pedro no le reconocía, pero no creyó necesario presentarse, y, sin experimentar la más pequeña turbación, le miró fijamente.

– El conde Rostov le invita a usted a comer hoy en su casa – dijo después de un silencio bastante largo y enojoso para Pedro.

– ¡Ah, el conde Rostov! – dijo alegremente Pedro -Así, pues, ¿es usted su hijo Ilia? No le había reconocido en el primer momento. ¿No se acuerda usted de aquella excursión que hicimos a la Montaña de los Pájaros, con madame Jacquot, hace tanto tiempo?

– Se equivoca usted – dijo lentamente Boris, con una risa atrevida y un tanto burlona -. Soy Boris, el hijo de la princesa Drubetzkaia. El viejo Rostov se llama Ilia, y Nicolás su hijo. No conozco a ninguna madame Jacquot. Pedro movió las manos y la cabeza, como si se encontrase en el centro de una nube de mosquitos o un enjambre de abejas.

– ¡Dios mío! ¡Todo lo enredo! Tengo tantos parientes en Moscú… Usted es Boris, en efecto. ¡Vaya! ¡Al fin nos hemos entendido! ¿Qué me cuenta de la expedición de Boulogne? Los ingleses se verían en peligro si Napoleón atravesase el Canal. A mí me parece una expedición muy posible, siempre y cuando Villeneuve no haga disparates.

Boris no sabía nada de la expedición de Boulogne. No leía los periódicos y era la primera vez que oía el nombre de Villeneuve.

– Aquí en Moscú la gente se preocupa más del cotilleo y de los banquetes que de la política – dijo con su tono tranquilo y burlón -. No sé nada de lo que usted me cuenta, ni jamás he pensado en ello. En Moscú la gente sólo se preocupa de las murmuraciones – añadió -. Ahora solamente se habla del Conde y de usted.

Pedro sonrió con aquella sonrisa suya tan bondadosa, como si temiese que su interlocutor dijera algo de que hubiera de arrepentirse. Pero Boris hablaba limpia, clara y secamente, mirando a Pedro a los ojos.

– En Moscú no puede hacerse otra cosa que murmurar – continuó -. Todos se preguntan a quién dejará el Conde su fortuna, aun cuando pueda vivir más tiempo que todos nosotros, lo que yo, lealmente, deseo de todo corazón.

– Sí, todo esto es muy lamentable, muy lamentable – dijo Pedro.

Éste temía que el oficial se complicase inconscientemente en una conversación que incluso para él hubiera sido embarazosa.

-Y usted debe pensar-dijo Boris, enrojeciendo un poco, pero sin cambiar el tono de voz – que todos se preocupan tan sólo por saber si este hombre rico les dejará alguna cosa.

«Vaya por Dios», pensó Pedro.

– Yo, para evitar malentendidos, quiero decirle que se engañarían por completo si entre estas personas se contara a mi madre y a mí. Somos muy pobres, pero precisamente porque su padre es tan rico no me considero pariente suyo, y ni mi madre ni yo pediremos ni aceptaremos nada suyo.

Pedro tardó mucho en comprender, pero cuando vio de lo que se trataba se levantó del diván, cogió la mano de Boris y con su brusquedad un poco tosca, enrojeciendo más que Boris, comenzó a hablar, avergonzado y despechado.

– Es muy extraño todo esto. Por ventura yo… Pero quién podía pensar… Sé muy bien…

Pero Boris no le dejó concluir y dijo:

– Estoy contento por haberlo dicho todo. Quizá todo esto es desagradable para usted, pero, perdóneme – dijo tranquilizando a Pedro, en lugar de ser tranquilizado por él-; debo suponer que no le he molestado. Acostumbro hablar con toda franqueza. ¿Qué he de contestar? ¿Irá usted a comer a casa de los Rostov?

Y, visiblemente aliviado de un deber penoso, se sintió liberado de una situación enojosa y se dulcificó completamente.

-No; escuche – dijo Pedro serenándose -. Es usted un hombre sorprendente. Esto que acaba de decirme está muy bien. Naturalmente, usted no me conoce. Hacía mucho tiempo que no nos habíamos visto. Éramos niños todavía. ¿Qué puede usted suponer de mí? Le comprendo muy bien, le comprendo muy bien. Yo no lo habría hecho. No tendría valor para hacerlo. Pero está muy bien. Me siento muy contento por haber reanudado su conocimiento. Pero es extraño que suponga esto de mí – añadió sonriendo, después de una pausa -. Bien. Ya nos iremos conociendo, si usted no tiene inconveniente en ello – y estrechó la mano de Boris -. No sé si lo sabe, pero no he entrado a ver una sola vez al Conde. Tampoco él me ha llamado. Lo compadezco…, pero ¿qué quiere usted que haga?

– ¿Y cree usted que Napoleón podrá trasladar su ejército? – preguntó Boris sonriendo.

Pedro comprendió que quería cambiar de conversación, y, como también él lo deseaba, comenzó a enumerar las ventajas y desventajas de la expedición de Boulogne. Un criado llegó en busca de Boris, de parte de la Princesa. Ésta se iba. Pedro prometió asistir a la comida, e inmediatamente, para unirse más a Boris, le estrechó fuertemente la mano, mirándole con ternura a los ojos por debajo de los lentes.

Una vez se hubieron marchado, Pedro se paseó aún un buen rato por su habitación. Pero ya no atravesaba con la imaginaria espada al enemigo invisible, y sonreía al recuerdo de aquel joven simpático, inteligente y resuelto. Como siempre ocurre en la primera juventud, y más aún cuando se vive aislado, experimentaba una injustificada ternura por aquel muchacho, prometiéndose firmemente ser su amigo.

El príncipe Basilio acompañaba a la Princesa, que no separaba el pañuelo de los ojos. Las lágrimas resbalaban por su semblante.

– Es terrible – dijo -, pero, ocurra lo que ocurra, cumpliré con mi obligación. Vendré a velarle esta noche. No puede dejársele de esta manera. Los momentos son preciosos. No comprendo qué esperan las Princesas. Quizá Dios me ayude a encontrar la forma de prepararle. Adiós, Príncipe. Que Dios le ayude.

– Adiós, querida – repuso el príncipe Basilio retirándose.

– ¡Ah! Está en una situación horrible – dijo la madre al hijo al instalarse en el coche-. Apenas conoce a nadie.

– Mamá, no comprendo cuáles son las relaciones del Conde con Pedro – dijo Boris.

– El testamento lo pondrá en claro, hijo mío. Del testamento depende también nuestra suerte.

– Pero ¿por qué crees que nos va a dejar algo?

– ¡Ah, hijo mío! ¡Él es tan rico, y nosotros tan pobres!

– Pero, mamá, esto no me parece una razón suficiente.

– ¡Ah, Dios mío, Dios mío! ¡Qué enfermo está!

XIII

La Condesa Rostov, sus hijas y un gran número de invitados se encontraban en la sala. El Conde acompañaba a los caballeros a su gabinete con objeto de enseñarles su magnífica colección de pipas turcas.

En aquella habitación llena de humo hablábase de la guerra, anunciada ya por un manifiesto, y de la orden de incorporación a filas.

El Conde se hallaba sentado en una otomana, al lado de dos fumadores.

Uno de los interlocutores no era militar, tenía la cara arrugada, biliosa, afeitada y enjuta; era casi un anciano y vestía como el más elegante joven. Se había acomodado con las piernas sobre la otomana, como un huésped muy familiar, y con el ámbar de la pipa hundido profundamente en la boca, pegado a una de las comisuras, aspiraba ruidosamente el humo entornando los ojos. Era Chinchin, primo hermano de la Condesa, una mala lengua, como se decía de él en los salones de Moscú. Cuando hablaba parecía conferir un honor extraordinario a su interlocutor.

El otro era oficial de la guardia, de fresco y rosado rostro, irreprochablemente acicalado; tenía abotonado por completo el uniforme y se había peinado cuidadosamente. Fumaba con la boquilla de ámbar colocada justamente en el centro de la boca, y con los labios, rojos apenas, ni aspiraba el humo, que dejaba escapar en pequeños círculos. Era el teniente Berg, oficial del regimiento de Semenovsky, el mismo al que había de incorporarse Boris, objeto de la ironía de Natacha para con Vera considerándolo su prometido. El Conde hallábase sentado entre los dos y escuchaba atentamente. Después del juego del boston, la ocupación predilecta del Conde era actuar de oyente, sobre todo cuando podía enfrentar a dos conversadores.

Los demás invitados, viendo que Chinchin dirigía la conversación, se acercaron a él para escuchar. Berg, no dándose cuenta de la burla ni de la indiferencia, continuaba explicando cómo solamente por el hecho de pasar a la Guardia había avanzado un grado a sus compañeros de cuerpo porque durante la guerra podían matar al jefe de la compañía y, siendo él el de más edad, podía ser nombrado jefe muy fácilmente, ya que todos le querían en el regimiento y su padre se sentía muy satisfecho de ello. Berg encontraba un verdadero placer en contar todo esto, y parecía que no sospechase siquiera que los demás hombres pudiesen tener intereses particulares. Pero todo lo que contaba era tan encantador, tan moderado, la inocencia de su joven egoísmo era tan evidente, que desarmaba a los que le escuchaban.

– Bien, amigo mío, sea en caballería o en infantería, irá usted muy lejos. Se lo digo yo – dijo Chinchin dándole unas palmaditas en la espalda y bajando las piernas de la otomana.

Berg esbozó una sonrisa de felicidad. El Conde, y tras él los invitados, se dirigían a la sala.

Pedro había llegado un momento antes de comer y se había sentado en medio de la sala, en la primera silla que encontró. Sin darse cuenta, cerraba el paso a los demás. La Condesa quería hacerle hablar, pero él, ingenuamente, miraba en torno suyo a través de los lentes, como si buscase a alguien, respondiendo con monosílabos a todas las preguntas de la Condesa. Estorbaba, y era el único que no se daba cuenta. La mayoría de los invitados, que conocían la anécdota del oso, contemplaban a aquel muchacho dulce, alto y fornido, y se extrañaban de encontrarlo tan pesado y molesto para ser el autor de una broma como aquélla.

– ¿Hace poco que ha llegado usted? – le preguntó la Condesa.

– Sí, señora – respondió, mirando en torno suyo.

– ¿No ha visto todavía a mi marido?

– No, señora – y sonrió estúpidamente.

– Creo que no hace mucho se encontraba usted en París. ¿No es cierto? Debe de ser muy interesante.

La Condesa miró a Ana Mikhailovna, que comprendió se le pedía entretuviese a aquel joven, y ésta, sentándose a su lado, comenzó a hablarle de su padre. Pero, lo mismo que a la Condesa, no se le respondió sino con monosílabos. Los convidados hablaban entre sí: «Los Razomovski… Ha sido delicioso… ¡Oh, es usted muy amable…! La condesa Apraksin…», oíase por doquier. La Condesa se levantó y se acercó a la puerta

– María Dimitrievna – dijo desde allí.

– La misma – respondió una recia voz femenina, e inmediatamente María Dimitrievna entró en la sala.

Todas las jóvenes, e incluso las damas, exceptuando a las más viejas, se levantaron.

María Dimitrievna se detuvo en el umbral de la puerta, levantó la cincuentenaria cabeza, adornada con bucles grises, y contempló a los invitados. Después, inclinándose, comenzó a arreglarse lentamente las amplias mangas del vestido. María Dimitrievna hablaba siempre en ruso.

– Mis más cordiales felicitaciones a la querida amiga a quien homenajeamos y a sus hijos-dijo con su voz fuerte, grave, que ahogaba todos los demás sonidos -Viejo pecador – dijo al Conde, que le besaba la mano -, me parece que te fatigas en Moscú, donde no hay cacerías que celebrar. Pero ¡qué le vamos a hacer! Cuando estos pájaros crecen – dijo señalando a las chicas -, tanto si quieres como no, has de buscarles prometido. Y bien, querido cosaco – María Dimitrievna siempre llamaba así a Natacha; y al decirlo acariciaba la mano de la joven, que se había acercado alegremente y sin miedo -. Ya sé que eres un duendecillo, pero me gustas.

Sacó de su enorme bolsillo unos pendientes en forma de pera, se los dio a Natacha, que enrojeció de gozo, y, volviéndose, se dirigió inmediatamente a Pedro.

-¡Eh!, ven aquí, querido – dijo con una voz que se esforzaba en ser dulce y amable -, ven aquí. – Y con severa actitud se recogió un poco más las mangas.

Pedro fue hacia ella, mirándola con inocencia a través de los lentes.

-Acércate, hombre, acércate. Incluso a tu propio padre, cuando era poderoso, era yo quien le decía las verdades. Y Dios me pide que te las diga a ti.

Calló. Todos callaron, esperando lo que iba a suceder, porque comprendían que aquello no era nada más que la introducción.

– He aquí un valiente muchacho. No hay nada que decir de él. El padre agonizando y él divirtiéndose. Ata a un policía a la espalda de un oso. Una vergüenza, amigo mío, una vergüenza. Era preferible ir a la guerra. – Se volvió y dio la mano al Conde, que no sabía que hacer para aguantar la risa -. Me parece que ya debe de ser hora de sentarnos a la mesa.

Ella y el Conde pasaron delante, seguidos de la Condesa, a la que daba el brazo un coronel de húsares, un hombre muy útil, a cuyo regimiento había de incorporarse Nicolás. Chinchin daba el brazo a Ana Mikhailovna, Berg a Vera y Nicolás a la sonriente Julia Kuraguin. Tras ellos siguieron los restantes grupos, que se diseminaron por el comedor, y por último, separados, los chicos, las institutrices y los preceptores. Comenzaron a moverse los criados; se sintió ruido de sillas y en la galería superior comenzó a sonar la música, a cuyos acordes se sentaron los invitados. Con el sonido de la música se mezcló el de los cuchillos y los tenedores, el murmullo de las conversaciones de los invitados y el rumor de los pasos discretos de la servidumbre. La Condesa se sentaba a uno de los extremos de la mesa. Tenía a su derecha a María Dimitrievna y a su izquierda a Ana Mikhailovna y a las demás invitadas. En el otro extremo, el Conde había sentado a su izquierda al coronel de húsares y a su derecha a Chinchin y al resto de los invitados. A un lado de la larga mesa se habían acomodado los jóvenes de más edad: Vera, al lado de Berg, y Pedro, al de Boris. En el otro lado, los niños, las institutrices y los preceptores. El Conde, por detrás de la cristalería y de los fruteros, miraba a su mujer y su cofia de cintas azules. Atentamente, servía el vino a los invitados, sin olvidarse de sí misma. La Condesa, por su parte, sin descuidar los deberes de ama de casa, dirigió, tras las piñas de América, una digna mirada a su marido, al despejado cráneo y a su encendido rostro, y le pareció que todavía éste contrastaba más con sus cabellos grises. Por el lado de las mujeres, la conversación era regular, y por el lado de los hombres oíanse voces cada vez más altas, sobre todo la del coronel de húsares, que, gracias a lo que había comido y bebido, enrojecía de tal modo que el Conde lo ponía de ejemplo a los demás. Berg, con una tierna sonrisa, decía a Vera que el amor no es un sentimiento terrestre, sino celestial. Boris enumeraba a su nuevo amigo Pedro los invitados que se hallaban en torno a la mesa, y cambiaba miradas con Natacha, sentada ante él. Pedro hablaba poco; contemplaba las caras nuevas y comía mucho. Después de los dos primeros platos, entre los cuales eligió la sopa de tortuga y los pasteles de perdiz, no pasó por alto ni un solo manjar, ni uno solo de los vinos que el maitre le servía con las botellas envueltas en una servilleta y que misteriosamente, tras el hombro del invitado, decía: «Madera seco», o «Hungría», o «Vino del Rin». Cogió la primera de las cuatro copas de cristal colocadas ante cada cubierto, que tenía grabado el escudo del Conde, bebió con fruición y después miró a los demás con creciente satisfacción. Natacha, sentada ante él, miraba a Boris de la forma en que las muchachas de trece años miran al joven a quien han besado por primera vez y de quien están enamoradas. A veces dirigía esta misma mirada a Pedro, quien, ante esta chiquilla turbulenta y vivaz, sin saber por qué, sintió ganas de reír.

Nicolás estaba sentado lejos de Sonia, al lado de Julia Kuraguin, y también, con su involuntaria sonrisa, le decía algo. Sonia se esforzaba en sonreír, pero la devoraban los celos. Tan pronto palidecía como se ponía encarnada como la grana, y poniendo en acción todos sus sentidos procuraba escuchar lo que se decían Nicolás y Julia.

XIV

La servidumbre preparaba las mesas de juego. Se organizaron las partidas de boston y los invitados se diseminaron por los dos salones, el invernadero y la biblioteca.

El Conde, con la baraja en la mano, apenas podía sostenerse, porque tenía la costumbre de dormir la siesta, y sonreía a todo. Los jóvenes, conducidos por la Condesa, se agruparon en torno al clavecín y el arpa. Julia, accediendo a la petición general, comenzó el concierto con una variación de arpa, y al terminar, con las demás muchachas, pidió a Natacha y a Nicolás, cuyo talento musical era muy conocido, cantasen algo. Natacha, que se hacía rogar como si fuera una persona mayor, sentíase muy orgullosa de ello, pero también un poco cohibida.

– ¿Qué cantaremos? – preguntó.

– «La fuente» – repuso Nicolás.

– Pues empecemos. Boris, ven aquí. ¿Dónde se ha metido Sonia?

Se volvió y, no viendo a su amiga, corrió en su busca. No encontrándola en su habitación, fue a buscarla a la de los niños. Tampoco estaba allí. Entonces Natacha comprendió que Sonia debía de estar en el pasillo, sentada sobre el arca. Éste era el lugar de dolor de la juventud femenina de casa de los Rostov. En efecto, Sonia, arrugando su ligera falda de muselina rosa, estaba sentada sobre el edredón azul y deslucido que se hallaba sobre el arca, y con la cara entre las manos lloraba, sacudiendo convulsivamente los tiernos hombros desnudos. La cara de Natacha, animada por la alegría de un día de fiesta, se ensombreció de pronto. Sus ojos perdieron su resplandor; experimentó en el cuello un estremecimiento y las comisuras de sus labios se inclinaron hacia abajo.

– Sonia, ¿qué tienes? Dime, ¿qué tienes? Por favor – y Natacha, abriendo la boca y afeándose completamente, lloró como una niña, sin saber por qué, únicamente porque Sonia lloraba. Ésta quería levantar la cabeza, quería responder, pero no lo lograba y aún se escondía más. Natacha, con el rostro cubierto de lágrimas, se sentó sobre el edredón azul y besó a su amiga. Finalmente, Sonia, haciendo acopio de fuerzas, se levantó y, enjugándose las lágrimas, dijo:

– Nicolás se va dentro de una semana. Ya… ha recibido la orden… Él mismo me lo ha dicho. Pero no lloraría por esto. – Le enseñó un papel escrito que tenía en la mano, con unos versos de Nicolás -. No lloraría por esto, pero tú no sabes… Nadie puede comprender… el corazón que tiene… – Y a causa de la bondad de su corazón lloró de nuevo -. Tú…, tú eres feliz. No te envidio por esto. Te quiero y también quiero mucho a Boris – dijo recobrando fuerzas -. Para vosotros no habrá ninguna dificultad. Pero Nicolás y yo somos primos. Será necesario que el metropolitano… Y, a pesar de todo, no podrá ser. Además, mi mamá… – Sonia consideraba a la Condesa como una madre y la nombraba siempre así -. Dirá que estropeo la carrera de Nicolás, que soy una egoísta, que no he tenido corazón, y la verdad… Te lo juro – se santiguó -; quiero tanto a mamá y a todos vosotros… Pero, ¿qué le he hecho a Vera…? Os estoy tan agradecida que con gusto lo sacrificaría todo. Pero no tengo nada.

Sonia no podía hablar y de nuevo escondió la cara entre las manos, sobre el edredón. Natacha intentó tranquilizarla, pero por la expresión de su semblante veíase claramente que comprendía la magnitud del dolor de su amiga.

– Sonia – dijo de pronto, como si adivinase la verdadera causa de la pena de su prima -, después de comer te ha hablado Vera, ¿no es cierto?

– Sí. Nicolás ha escrito estos versos y yo los he copiado con otros que tenía suyos. Me encontró así, escribiendo sobre la mesa de mi habitación, y me ha dicho que se los enseñaría a mamá, diciéndome, además, que soy una ingrata, que mamá no le dejará nunca casarse conmigo y que se casará con Julia. Ya has visto que durante todo el día no se ha apartado de su lado… ¿Y por qué, Natacha? – Lloró más fuertemente que antes. Natacha le levantó la cabeza, la besó y, sonriendo a través de las lágrimas, se esforzó en tranquilizarla.

– No hagas caso, Sonia. No creas nada de lo que dice. Sucederá lo que tenga que suceder. Aquí tienes al hermano del tío Chinchin, casado con una prima hermana. También nosotros procedemos de primos. Boris dice que es muy fácil. Yo, ¿sabes?, se lo he contado todo. ¡Es tan inteligente y tan bueno! – dijo Natacha -. No llores más, Sonia, pobrecita – y la besó riendo -. Vera es mala. Que Dios haga que sea bondadosa. Todo irá bien. Ya verás como mamá no dice nada. Nicolás mismo se lo dirá. Y estate segura de que no piensa nada en Julia.

Bajó la cabeza. Sonia se levantó; se animó la gatita, le brillaron los ojos y parecía como si estuviera dispuesta a mover la cola, a saltar con sus ligeras patas y a correr de nuevo persiguiendo el ovillo.

XV

Mientras en el salón de los Rostov se bailaba la sexta inglesa al son de una orquesta que desafinaba debido al cansancio de los músicos, y mientras los criados preparaban la cena, el conde Bezukhov sufría el sexto ataque. Declararon los médicos que no había ya ninguna esperanza. Se leyeron al enfermo las oraciones de la confesión. Comulgó y se hicieron los preparativos para la extremaunción. Toda la casa estaba presa de la agitación que se produce en tales momentos. Fuera de ella, los agentes de pompas fúnebres se escondían detrás de los coches que llegaban, con la esperanza de una ceremonia de primera.

Ira, general y gobernador de Moscú, a cuyos ayudantes enviaba uno tras otro a informarse del estado de salud del Conde, fue aquella noche en persona a despedirse del célebre dignatario de Catalina, el conde Bezukhov.

El magnífico recibidor estaba lleno. Todos se levantaron respetuosamente cuando el gobernador, después de pasar media hora a solas con el enfermo, salió de la alcoba, respondiendo apenas a los saludos y procurando pasar lo más aprisa posible ante las miradas, fijas en él, de médicos, sacerdotes y parientes. El príncipe Basilio, amarillo y adelgazado después de aquellos días de agonía, acompañaba al gobernador y en voz baja le repetía frecuentemente la misma cosa.

Después el príncipe Basilio se sentó a solas en un rincón de la sala, con las piernas cruzadas, apoyando el codo en la rodilla y tapándose los ojos con la mano. Así estuvo un buen rato. Luego se levantó y, con paso rápido, dirigiendo en torno suyo una mirada temerosa, atravesó un largo pasillo y se dirigió a las habitaciones de la Princesa, situada al otro extremo de la casa.

Entre tanto, el coche de Pedro, a quien se había mandado a buscar, entraba en el patio. Cuando las ruedas rodaron silenciosas sobre la paja extendida bajo las ventanas del palacio, Ana Mikhailovna dirigió a su compañero consoladoras palabras y, dándose cuenta que el hombre se había dormido durante el trayecto, lo despertó.

Una vez despierto, Pedro bajó del coche tras Ana Mikhailovna y pensó entonces en la entrevista que iba a celebrar con su padre agonizante. Se dio cuenta de que había descendido no ante la puerta principal, sino ante otra. En el momento de poner el pie en el suelo, dos hombres se deslizaron apresuradamente de la puerta y se escurrieron a la sombra del muro. Parándose, Pedro se fijó que a la sombra de la casa, a uno y otro lado, había otros hombres como aquellos. Pero ni Ana Mikhailovna, ni el criado, ni el cochero se habían fijado en ellos. «No hay remedio», se dijo Pedro. Y siguió a Ana Mikhailovna.

Ésta subía la escalera, débilmente iluminada, a grandes zancadas. Llamó a Pedro que subía tras ella y que, no comprendiendo por qué era necesario ver al Conde y mucho menos subir por las escaleras de servicio, deducía, por la decisión y prisa de Ana Mikhailovna, que todo aquello debía de ser necesario. A mitad de la escalera, unos hombres que descendían con cubos estuvieron a punto de hacerlos caer. Les dejaron paso y no demostraron la menor extrañeza por encontrarlos en aquel camino.

– ¿Está aquí la habitación de las Princesas? – preguntó Ana Mikhailovna a uno de ellos.

– La puerta de la izquierda, señora – repuso el criado con voz fuerte y atrevida, como si desde aquel momento le estuviese permitido todo.

– Quizás el Conde no me haya llamado – dijo Pedro en cuanto llegaron al rellano-. Tal vez fuera mejor que subiera a mis habitaciones.

Ana Mikhailovna se detuvo para aguardar a Pedro.

– ¡Ah, hijo mío! – dijo con el mismo ademán de por la mañana, al hablar con su hijo, tocándole la mano -. Créeme que sufro tanto como tú. Pero has de ser un hombre.

– ¿De veras he de ir? – preguntó Pedro, mirando dulcemente a Ana Mikhailovna a través de los lentes.

– ¡Oh, amigo mío! Olvida todas las malas pasadas que hayan podido hacerte. Piensa que es tu padre, que tal vez está en la agonía. – Suspiró -. En cuanto te conocí te quise como a un hijo. Ten confianza en mí. No abandonaré tus intereses.

Pedro no comprendía nada. De nuevo tuvo el convencimiento de que todo aquello no podía ser de otro modo y obedeció a Ana Mikhailovna, que abría ya la puerta.

Ésta daba a la antecámara. El viejo criado de las Princesas hacía punto de media sentado en un rincón. Pedro no había estado nunca en aquel lado del palacio, ni sospechaba siquiera la existencia de aquellas habitaciones. Ana Mikhailovna preguntó a una camarera que le salió al paso con una botella sobre una bandeja, llamándola «querida» y «corazón mío», cómo se encontraban las Princesas, y condujo a Pedro por el pasillo embaldosado. Del corredor pasaron a una sala apenas iluminada, que daba al salón de recibir del Conde. Era una de aquellas habitaciones frías y lujosas que Pedro ya conocía, pero entrando por la puerta de la escalera grande. En medio de esta habitación encontrábase una bañera vacía y un gran charco en torno suyo sobre la alfombra. Al verlo, el criado y un sacristán, que tenía en la mano un incensario, desaparecieron de puntillas, sin prestarle gran atención. Entraron en la sala de recibir, que reconoció Pedro por dos ventanas italianas que daban al jardín de invierno, un gran busto y un retrato de tamaño natural de Catalina.

En la sala, las mismas personas, casi con las mismas actitudes, hallábanse sentadas y hablaban en voz baja. Todos callaron para contemplar a Ana Mikhailovna, con su cara pálida y llorosa, y al corpulento Pedro, que la seguía con la cabeza baja.

La cara de Ana Mikhailovna expresaba la convicción de que había llegado el momento decisivo. Con la actitud de una pequeña burguesa atareada, entró en la sala sin dejar a Pedro, mostrándose aún más tierna que por la mañana. Comprendía qué conduciendo ella a aquel que el agonizante había solicitado ver tenía asegurada la visita. Dirigió una rápida mirada a todos los que se hallaban en la habitación y, viendo al confesor del Conde, sin inclinarse, pero acortando la marcha, se acercó a él, recibió respetuosamente la bendición a inmediatamente la de otro sacerdote.

– Gracias a Dios que hemos llegado – dijo al sacerdote -. Toda la familia temía tanto que no volviera… Este joven es el hijo del Conde – y añadió en voz más baja -. ¡Qué momento más terrible!

Diciendo estas palabras se aproximó al doctor.

– Querido doctor – dijo -, este joven es el hijo del Conde. ¿No hay ninguna esperanza?

El doctor, silencioso, levantó los ojos y los hombros con un movimiento rápido. Ana Mikhailovna levantó también los suyos con idéntico movimiento. Después suspiró y, separándose del doctor, se acercó a Pedro. Se dirigió a él con un respeto particular y una triste ternura.

– Ten confianza en su misericordia – y, señalándole el pequeño diván para que le aguardara sentado, se dirigió serenamente a la puerta que todos miraban y desapareció, cerrándola tras de sí.

Pedro, decidido a obedecer en todo y por todo a su guía, dirigióse al pequeño diván que le había designado.

No habían pasado todavía dos minutos cuando el príncipe Basilio, con la túnica de las tres condecoraciones, alta la cabeza y el aire majestuoso, entró en la sala. Parecía que desde por la mañana se hubiese adelgazado más, y sus ojos se agrandaron cuando, al observar la concurrencia, se dio cuenta de la presencia de Pedro. Se acercó a él y le cogió la mano, cosa que todavía no había hecho nunca hasta entonces, estrechándosela con fuerza hacia abajo, como si quisiera probar su resistencia.

– ¡Animo, amigo mío, ánimo! Te ha llamado… Conviene…

Quiso irse, pero Pedro creyó necesario interrogarlo.

– La enfermedad… – Se detuvo, no sabiendo si había de añadir «del agonizante», «del Conde» o de «mi padre», y se avergonzó.

– No hace todavía media hora que ha tenido otra crisis, otro ataque. Ánimo, amigo mío.

El príncipe Basilio dirigió algunas palabras a Lorrain y desapareció de puntillas por la puerta de la habitación del enfermo. Esta manera de caminar no le era nada cómoda y tenía que dar de vez en cuando algunos saltitos para conservar el equilibrio. Tras él entró la mayor de las Princesas; después el clero, los chantres y también los criados. Tras la puerta sentíase un continuo movimiento. Por último, siempre con la misma cara pálida, pero firme en el cumplimiento de su deber, salió Ana Mikhailovna y tocó la mano de Pedro.

– La bondad divina es infinita – dijo -. Va a comenzar la ceremonia de la extremaunción.

Pedro pasó la puerta, caminando sobre la alfombra, y observó que el ayudante de campo, una señora desconocida y algunos criados iban tras él, como si desde aquel momento no fuese necesario pedir permiso para entrar en aquella habitación.

XVI

Pedro conocía perfectamente aquella gran alcoba dividida por arcos y columnas y cubierta de tapices persas. Más allá de las columnas, a un lado, hallábase un gran lecho de caoba con dosel y cortinas de seda, y en el otro un enorme altar lleno de iconos. Todo este lado estaba iluminado a diario, como las iglesias durante el oficio vespertino. Dentro del cuadro de luz del altar veíase una especie de asiento muy largo, con la cabecera llena de almohadas blancas como la nieve, no arrugadas aún, que, evidentemente, habían sido colocadas hacía poco. En él yacía, envuelta hasta la cintura en un cubrecama verde claro, aquella vieja figura que Pedro conocía tan bien: su padre, el conde Bezukhov. Era el mismo, con el pelo gris leonado, la frente despejada y cruzada por profundas arrugas y el semblante de una palidez rojiza. Yacía casi estirado ante los iconos. Sus manos, largas y gruesas, descansaban sobre el cubrecama. En la derecha, entre el índice y el pulgar, tenía una vela que sostenía un viejo criado inclinado sobre la cabecera. En torno a aquel asiento, los sacerdotes, con sus brillantes hábitos de ceremonia, con sus largas cabelleras, con cirios en la mano, oficiaban lenta y solemnemente. Hallábanse las dos Princesas pequeñas detrás del asiento, con el pañuelo a los ojos, y ante ellas Katicha, la mayor, con actitud agresiva y resuelta, no separaba la mirada de los iconos, como queriendo decir que no respondería de sí misma si por desgracia volvía la cabeza. Ana Mikhailovna, con su actitud de tristeza resignada y de benevolencia para todos, hallábase cerca de la puerta con la señora desconocida. El príncipe Basilio encontrábase al otro lado de la puerta, cerca del sitial del Conde, tras una silla esculpida tapizada con terciopelo, en cuyo respaldo apoyaba la mano izquierda, que sostenía un cirio, mientras se santiguaba con la derecha, levantando la mirada cada vez que se llevaba los dedos a la frente. Su rostro expresaba una piedad tranquila y la sumisión a la voluntad de Dios. Parecía como si quisiera decir con sus rasgos: «Si no sabéis comprender este sentimiento, peor para vosotros.»

En medio de la ceremonia, las voces de los oficiantes callaron de pronto. Los sacerdotes murmuraban algo entre sí y en voz baja. El viejo criado que sostenía la mano del Conde se levantó y se dirigió a las señoras. Ana Mikhailovna se acercó e, inclinándose sobre el enfermo tras el respaldo, hizo con el dedo una señal al doctor Lorrain. El médico francés no sostenía cirio alguno y estaba apoyado contra una columna con la actitud respetuosa de un extranjero que, a pesar de su indiferencia religiosa, demuestra que comprende toda la importancia del acto que contempla y que incluso aprueba. Imperceptiblemente se acercó al enfermo, le cogió la mano que tenía libre sobre el cubrecama verde y le tomó el pulso con aire pensativo. Dio algo de beber al moribundo. Todos se agitaron en torno suyo e inmediatamente volvieron a sus lugares respectivos y continuó la ceremonia.

Los cantos religiosos cesaron y oyóse la voz de un sacerdote que felicitaba respetuosamente al enfermo por la recepción de los sacramentos. El enfermo estaba semiacostado, inmóvil, exánime. Todos movíanse en torno suyo. Sentíanse pasos y diálogos confusos, entre los cuales sobresalían las palabras de Ana Mikhailovna. Pedro la oyó decir: «Es necesario transportarle al lecho. Supongo que no será imposible.»

Los médicos, las Princesas y los criados rodeaban de tal modo al enfermo que Pedro no veía ya aquella cara rojiza ni aquellos cabellos grises que, a pesar de la presencia de todos los asistentes al acto, no se borraron ni un momento de su espíritu durante toda la ceremonia. Por los prudentes movimientos de las personas que rodeaban al agonizante, Pedro adivinó que lo levantaban para transportarlo.

Durante un momento, entre los hombros y cuellos de los hombres, muy cerca de Pedro, aparecieron el pecho alto, fornido y desnudo y los amplios hombros del enfermo, levantado por los hombres a fuerza de brazos, y la cabeza leonada, gris y caída. Aquella cabeza, de frente extraordinariamente amplia y carnosa, con una bella boca sensual y mirada majestuosa y fría, no había sido afeada por la proximidad de la muerte. Era la misma que Pedro había visto tres meses antes, cuando el Conde le envió a San Petersburgo. Pero ahora movíase inerte a causa de los pasos vacilantes de los portadores, y la mirada fría y vaga no sabía dónde detenerse. Durante un momento hubo mucha animación en torno al gran lecho. Los hombres que condujeron al enfermo se alejaron. Ana Mikhailovna tocó la mano de Pedro y le dijo: «Ven.» Pedro, con ella, se acercó al lecho donde el enfermo yacía en una actitud de abandono que, evidentemente, tenía alguna relación con el sacramento que le acababan de administrar.

Estaba extendido, con la cabeza levantada por las almohadas y las manos colocadas simétricamente sobre el cubrecama de seda verde. Cuando Pedro se acercó a él, el Conde le miró fijamente, pero con aquella mirada de la cual el hombre no puede comprender ni el sentido ni la importancia; o aquella mirada no significaba absolutamente nada, a excepción de que un hombre cuando tiene ojos necesita mirar a un lado o a otro, o significaba demasiadas cosas.

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