La princesa María había cesado de tomar lecciones de matemáticas de su padre, y sólo cuando él estaba en casa, por la mañana, iba al despacho acompañada del ama y del pequeño Nicolás, como le llamaba el abuelo. El pequeño vivía con el ama y la vieja criada Savichna, en las habitaciones de la Princesa difunta, y la princesa María pasaba la mayor parte del tiempo en el cuarto del niño, esforzándose tanto como podía en hacer de madre de su sobrino.
Mademoiselle Bourienne también parecía querer apasionadamente al pequeño, y, muy a menudo, la princesa María, violentándose, cedía a su amiga el placer de mecer al «angelito», como llamaba a su sobrinito, y de entretenerlo.
Cerca del altar de la iglesia de Lisia-Gori se elevaba una capilla sobre la tumba de la pequeña Princesa, y en ella se había erigido un monumento de mármol, enviado de Italia, que representaba a un ángel con las alas desplegadas, en actitud de subir al cielo. Aquel ángel tenía el labio superior un poco levantado, como si fuera a sonreír, y un día, el príncipe Andrés y la princesa María, al salir de la capilla, confesaron que era extraño, pero que la cara de aquel ángel les recordaba a la difunta. Pero lo que era aún más extraño, y que el príncipe Andrés no dijo a su hermana, fue que en la expresión que el artista había dado por casualidad al rostro del ángel, el príncipe Andrés leía las mismas palabras de dulce reconvención que había leído en el rostro de su mujer muerta:«¡Ah!, ¿por qué me habéis hecho esto?»
Al cabo de poco tiempo de la vuelta del príncipe Andrés, el viejo Príncipe dio en propiedad, a su hijo, Bogutcharovo, una gran hacienda situada a cuarenta verstas de Lisia-Gori. Sea por los recuerdos penosos ligados a Lisia-Gori, sea porque el príncipe Andrés no se sentía siempre capaz de soportar el carácter de su padre, y tal vez también porque tenía necesidad de estar solo, aprovechando la donación, hizo construir una casa en Bogutcharovo, en la que pasaba la mayor parte del tiempo.
Después de la campaña de Austerlitz, el príncipe Andrés estaba firmemente decidido a no reincorporarse al servicio militar, y cuando la guerra volvió a empezar y todo el mundo tuvo que incorporarse de nuevo, él no entró en servicio activo y aceptó las funciones, bajo la dirección de su padre, correspondientes al reclutamiento de milicias.
Después de la campaña de l805, el anciano Príncipe parecía haber cambiado con respecto a su hijo. El príncipe Andrés, por el contrario, que no tomaba parte en la guerra, y en el fondo del alma le dolía, no auguraba nada bueno de ello.
El día 26 de febrero de l807, el anciano Príncipe salió en viaje de inspección. El príncipe Andrés, como hacía siempre en ausencia de su padre, se quedó en Lisia-Gori. El pequeño Nicolás hacía cuatro días que estaba enfermo. Los cocheros que habían conducido al anciano Príncipe a la ciudad volvieron con papeles y cartas para el príncipe Andrés.
El criado que traía las cartas no encontró al príncipe Andrés en su despacho y se dirigió a las habitaciones de la princesa María, pero tampoco estaba allí. Alguien dijo que el Príncipe se encontraba en la habitación del niño.
– Si le place, Excelencia, Petrucha ha llegado con el correo – dijo una de las criadas dirigiéndose al príncipe Andrés, que estaba sentado en una silla baja y que, con las cejas contraídas y mano temblorosa, vertía gotas de un frasco en un vaso lleno hasta la mitad de agua.
– ¿Qué hay? – dijo con tono irritado; y como sea que las manos le temblaran más, dejó caer demasiadas gotas en el vaso. Arrojó al suelo el contenido y pidió otro. La criada se lo dio.
En el aposento había una cama de niño, dos arcas, dos sillas, una mesa, una mesita y una silla baja en la que estaba sentado el príncipe Andrés.
Las ventanas estaban cerradas; encima de la mesa había una bujía encendida, y de pie, enfrente, un libro de música a medio abrir, de manera que la luz no cayera sobre la camita del niño.
-Vale más esperar – dijo a su hermano la princesa María, que estaba al lado de la cama -. Después…
– Hazme el favor. No digas tonterías. Siempre esperas y he aquí lo que has esperado… – dijo el príncipe Andrés con un murmullo colérico, con evidente deseo de herir a su hermana.
– Créeme, vale más no despertarlo. Duerme – pronunció la Princesa con voz suplicante.
El príncipe Andrés se levantó y se acercó a la cama de puntillas con el vaso en la mano.
-No sé… ¿Despertarlo?-dijo en tono indeciso.
– Como quieras…, pero… Me parece… Es decir, como quieras-dijo la princesa María, que parecía amedrentada y avergonzada de haber expuesto su parecer.
Indicó a su hermano en voz baja que la criada le llamaba.
Hacía varias noches que ni uno ni otro dormían, siempre al lado del pequeño, consumido por la fiebre. Sin confianza en el médico de la casa, esperaban de un momento a otro al que habían mandado llamar de la ciudad. Entre tanto, probaban una medicina tras otra. Rendidos de no dormir, tristes, se hacían pagar mutuamente su dolor y se peleaban.
– Petrucha, con papeles de su padre, señor – murmuró la criada.
El príncipe Andrés salió.
– ¡Que vayan al diablo! – exclamó; y después de escuchar las órdenes verbales de su padre y de guardar el pliego que le dirigía, volvió al cuarto del niño.
– Y bien, ¿cómo está? – preguntó el príncipe Andrés.
– Lo mismo. Espera, por favor. Karl Ivanitch siempre dice que el sueño es la mejor medicina-murmuró con un suspiro la Princesa.
El príncipe Andrés se acercó al niño y lo tocó. Ardía.
– ¡Al diablo tú y tu Karl Ivanitch!
Tomó el vaso con las gotas y volvió al lado de la cama.
– ¡Andrés, no seas así! – dijo la princesa María.
Pero él, airado y no sin sufrir, arrugaba las cejas y con el vaso en la mano se acercaba al niño.
– Vamos, lo quiero – dijo -. Te digo que se lo des.
La princesa María se encogió de hombros, pero dócilmente tomó el vaso y, llamando a la criada, se dispuso a dar la pócima al pequeño. El niño chillaba y empezaba a atragantarse. El príncipe Andrés, con las cejas contraídas, apretándose la cabeza con ambas manos, salió de la habitación y se dejó caer en el diván de la sala contigua.
Tenía en las manos todas las cartas. Maquinalmente las abrió y empezó a leerlas. El anciano Príncipe, en un papel azul, escribía con su letra alta y caída:
«Acabo de recibir, por correo, una noticia muy agradable, si es cierta. Parece que Benigsen ha vencido completamente a Bonaparte en Eylau. En San Petersburgo todos triunfan y ha sido enviada una multitud de condecoraciones al ejército. Aunque sea alemán, lo felicito. Hasta ahora no entiendo lo que hace por allí el jefe de Kortcheva, un tal Khandrikov. Aún no tenemos ni hombres ni víveres. Ve enseguida allí y dile que le haré cortar la cabeza si dentro de una semana no está todo dispuesto. También he recibido una carta de Petinka sobre la batalla de Pressich-Eylau, en la que tomó parte; todo es verdad. Cuando no se entrometen los que no tienen nada que hacer allí, hasta un alemán derrota a Bonaparte. Dicen que ha huido con el mayor desorden. Ve, pues, inmediatamente a Kortcheva y cumple mis órdenes.»
El príncipe Andrés suspiró y abrió otra carta. Estaba escrita con caracteres muy finos y ocupaba dos hojas; era de Bilibin. La volvió a doblar, sin leerla, y leyó de nuevo la de su padre que acababa con estas palabras: «¡Ve, pues, inmediatamente a Korcheva y cumple mis órdenes!» «No, perdón, no iré mientras el niño no esté bien del todo», pensó acercándose a la puerta y dirigiendo un vistazo al cuarto del niño.
La princesa María no se movía del lado de la cama y mecía dulcemente al niño.
«¿Qué otras cosas desagradables dirá mi padre?-se preguntaba el príncipe Andrés recordando el contenido de la carta que acababa de leer -. Sí…, los nuestros han obtenido una victoria sobre Bonaparte, precisamente cuando yo no estaba allí. Sí, sí, la suerte se ríe de mí… Lo mismo da». Y comenzó a leer la carta francesa de Bilibin.
Leyó sin comprender ni la mitad. Leía sólo por dejar de pensar, aunque no fuera más que por unos instantes, en aquello que desde hacía mucho tiempo pensaba exclusivamente y con mucha pena.
De pronto le pareció oír a través de la puerta un ruido extraño. Le dio miedo, temía que le hubiera pasado algo al niño mientras leía la carta. De puntillas se acercó a la puerta de la habitación y la abrió un poco.
En el momento de entrar observó que la criada, con aspecto aterrorizado, le ocultaba alguna cosa y que la princesa María no estaba al lado de la cama.
– Andrés – oyó a la princesa María con un murmullo que le pareció desesperado. Como acontece muy a menudo después de una larga noche de insomnio y de emociones fuertes, un miedo injustificado le invadió de pronto. Le asaltó la idea de que el niño había muerto. Todo lo que veía y oía le parecía confirmar su temor. «Todo ha terminado», pensó, y un sudor frío humedeció su frente.
Aturdido, se acercó a la cuna pensando encontrarla vacía y que la criada había escondido al niño muerto. Separó las cortinas y, durante mucho rato, sus ojos asustados y distraídos no pudieron encontrar al niño. Por último lo descubrió. El pequeño, enrojecido, con los brazos separados, yacía de través en la cama, con la cabeza bajo la almohada. Dormido, movía los labios y respiraba regularmente.
Al darse cuenta de ello, el príncipe Andrés se alegró como si lo hubiese perdido y lo recobrara de nuevo. Se inclinó y, tal como su hermana le había enseñado, le puso los labios en la frente para observar si tenía fiebre. La frente estaba húmeda. Le tocó la cabeza con la mano; tenía los cabellos mojados: sudaba. No solamente no había muerto, sino que se comprendía muy bien que la crisis había pasado y que estaba en camino de mejorar rápidamente. Habría cogido a aquella criatura para estrecharla contra su pecho, pero no se atrevía. Estaba de pie a su lado; le miraba la cabeza, las manos, las piernas que se adivinaban debajo de las sábanas.
Oyó un roce a su lado y apareció una sombra entre las cortinas de la cama. No se volvió; continuó mirando la cara del niño y escuchando su respiración. La sombra era la princesa María, que se había acercado, sin hacer ruido, a la cama; había levantado la cortina y se había dejado caer de espaldas.
El príncipe Andrés, sin volverse, la reconoció y le tendió la mano. Ella se la estrechó.
– Suda – dijo el príncipe Andrés.
– Entré para decírtelo.
El pequeño se movía apenas; dormía sonriendo y frotaba la cabeza contra la almohada. El príncipe Andrés miró a su hermana. Los ojos resplandecientes de la princesa María, en la penumbra de la alcoba, brillaban más que de costumbre a causa de las lágrimas de alegría que los inundaban. La princesa María se inclinó hacia su hermano y lo besó, incluyendo en el abrazo un trozo de cortina. Se estrecharon a la luz mortecina que atravesaba la cortina, como si no quisieran separarse del mundo que formaban los tres, aparte de todas las cosas. El príncipe Andrés fue el primero en separarse de la cama, despeinándose con las cortinas.
– Sí, esto es todo lo que me queda – murmuró con un suspiro.
II
Pedro, que se encontraba en la mejor situación de espíritu después del viaje al Sur, realizó el deseo que tenía de visitar a su amigo Bolkonski, a quien hacía dos años que no había visto.
Bogutcharovo estaba situado en un país no muy bonito, llano, cubierto de campos y de bosques de pinos y chopos cortados y sin cortar.
La casa de los propietarios se encontraba al final de la carretera del pueblo, detrás de un estanque de nueva construcción y bien lleno, cuyas orillas aún no estaban cubiertas de hierba. Estaba situada en el centro de un bosque nuevo en el que había unos cuantos grandes abetos. Comprendía la granja, edificios para los servicios, establos, baños, un pabellón y una gran casa de piedra, no terminada aún del todo. Las rejas y las puertas eran sólidas y nuevas. Los senderos, estrechos; los vallados, firmes. Todo tenía la señal del orden y de la explotación inteligente. A la pregunta«¿Dónde vive el Príncipe?», los criados mostraron un pequeño pabellón nuevo construido al borde del estanque. El viejo preceptor del príncipe Andrés, Antonio, ayudó a Pedro a bajar del carruaje, le informó de que el Príncipe estaba en casa y le acompañó a una sala de espera pequeña y limpia.
Pedro quedó sorprendido de la modestia de la casa, muy pulida, eso sí, después del ambiente brillante en que había visto la última vez a su amigo en San Petersburgo. Entró, resuelto, en la blanca salita, toda perfumada con el aroma de los abetos, y quería pasar al interior, pero Antonio, de puntillas, se adelantó a él y llamó a la puerta.
-Y bien, ¿qué hay?-pronunció una voz agria y desagradable.
– Una visita – respondió Antonio.
– Que espere – y se oyó el ruido de una silla.
Pedro se acercó a la puerta con paso rápido y se encontró cara a cara con el príncipe Andrés, envejecido, que salía con las cejas fruncidas. Pedro lo abrazó, se quitó los lentes, le besó en la mejilla y se quedó mirándolo de cerca.
– ¿Eres tú? No te esperaba. Estoy muy contento – dijo el príncipe Andrés.
Pedro, admirado, no decía nada, no apartaba los ojos de su amigo. No podía darse cuenta del cambio que observaba en él. Las palabras del príncipe Andrés eran amables; tenía la sonrisa en los labios y en el rostro, pero la mirada era apagada, muerta; evidentemente, a pesar de todos sus deseos, el príncipe Andrés no podía animarla con una chispa de alegría.
No era precisamente que su amigo hubiese adelgazado, perdido el color o envejecido; pero la mirada y las pequeñas arrugas de la frente, que indicaban una larga concentración sobre una sola cosa, admiraron y turbaron a Pedro hasta que se hubo habituado a ello.
En aquella entrevista, después de una larga separación, la conversación, como suele suceder, tardó mucho en tener efecto. Se preguntaban y respondían brevemente con respecto a cosas que exigían, bien lo sabían ellos, una larga explicación. Por último, la conversación empezó a encarrilarse sobre lo que primeramente habían dicho con pocas palabras; sobre su vida pasada, los planes para el porvenir, el viaje de Pedro, sus ocupaciones, la guerra, etcétera. La concentración y la fatiga moral que Pedro había observado en las facciones del príncipe Andrés aparecían aún con más fuerza en la sonrisa con que escuchaba a Pedro, sobre todo cuando hablaba con animación y alegría del pasado y del futuro. Parecía que el príncipe Andrés quería participar en lo que decía, sin conseguirlo. Pedro comprendió finalmente que el entusiasmo, los sueños, la esperanza en la felicidad y en el bien estaban fuera de lugar ante el príncipe Andrés. Se avergonzaba de expresar todas sus nuevas ideas masónicas, excitadas y reavivadas en él por el viaje. Se detuvo; tenía miedo de parecer un simple. Al mismo tiempo tenía, no obstante, unas ganas irresistibles de hacer ver a su amigo que era otra persona mucho mejor que el Pedro de San Petersburgo.
– No puedo decirte lo que he vivido en este tiempo. Ni yo mismo me reconozco.
– Sí, hemos cambiado mucho, mucho – dijo el príncipe Andrés.
– Y bien. Y tú, ¿qué planes tienes? – preguntó Pedro.
– ¿Mis planes…, mis planes? – repitió irónicamente el príncipe Andrés, como si se admirase de aquella palabra -. Ya lo ves, construyo. El año próximo quiero estar completamente instalado.
Pedro miró fijamente, en silencio, la cara del príncipe Andrés.
– No… quiero decir… – añadió Pedro.
El Príncipe le interrumpió:
– Pero ¿por qué hemos de hablar de mí…? Cuéntame, cuéntame tu viaje, todo lo que has hecho allí por tus tierras.
Pedro comenzó a contar todo lo que había hecho, procurando ocultar tanto como podía la participación que tenía en el mejoramiento que había promovido.
Muchas veces el príncipe Andrés se adelantó a contar lo que Pedro contaba, como si todo lo que éste había hecho fuese una cosa bien conocida de tiempo atrás, y no solamente escuchaba sin interés, sino que hasta parecía avergonzarse de lo que Pedro le contaba.
Pedro se sentía cohibido, molesto delante de su amigo. Se calló.
– Heme aquí, amigo mío – dijo el Príncipe, también visiblemente turbado ante su huésped -. Mañana marcho a casa de mi hermana. Acompáñame y te presentaré a ella. Pero me parece que ya la conoces. – Hacía lo mismo que si hablara de una visita con la cual no tuviera nada en común -. Marcharemos después de comer. ¿Quieres, entre tanto, visitar la hacienda?
Salieron y pasearon hasta la hora de comer, conversando sobre las noticias políticas y los conocimientos de ambos, como personas que no tienen mucho de común entre sí. El príncipe Andrés hablaba con animación e interés de una construcción nueva que emprendía en el pueblo, pero hasta en aquel tema, a media conversación, cuando iba a describir a Pedro la futura disposición de la casa, se detuvo de pronto.
– Pero esto no tiene ningún interés. Vamos a comer y después marcharemos.
Durante la comida se habló del casamiento de Pedro.
– Quedé muy sorprendido cuando me lo dijeron – observó el príncipe Andrés.
Pedro se sonrojó; se sonrojaba siempre que se hablaba de su casamiento, y dijo, balbuceando:
– Cualquier día ya te contaré cómo ha ido todo eso. Pero todo se ha acabado, ¿sabes? Para siempre.
– ¿Para siempre? – dijo el príncipe Andrés -. No hay nada que sea para siempre.
– Pero ¿ya sabes cómo ha terminado eso? ¿Has oído hablar del desafío?
– ¡Ah!, ¿hasta por ahí has pasado?
– La única cosa de la que doy gracias a Dios es de no haber matado a aquel hombre – dijo Pedro.
– Pero ¿por qué? Matar a un perro rabioso es una buena obra.
– No, matar a un hombre no está bien; es injusto.
– ¿Por qué injusto? – repitió el príncipe Andrés -. Los hombres no pueden saber lo que es justo ni lo que es injusto. Los hombres están perdidos y lo estarán siempre; sobre todo en aquello que consideran como lo justo y lo injusto.
– Lo injusto es lo que es malo para otro hombre – dijo Pedro, viendo, gozoso, por primera vez desde que había llegado, que el príncipe Andrés se animaba y empezaba a hablar y quería expresar todo lo que le había hecho cambiar de tal modo.
– Y ¿qué es lo que te enseña lo que es malo para un hombre? – preguntó.
– ¿Lo malo? ¿Lo malo? Todos sabemos lo que entendemos por malo – dijo Pedro.
– Sí, todos lo conocemos; pero el mal que conozco por mí mismo, no puedo hacerlo a ningún otro hombre – dijo el príncipe Andrés, animándose lenta y visiblemente y deseoso de explicar a Pedro sus ideas nuevas sobre las cosas.
Hablaban en francés.
– En la vida no conozco sino dos males bien reales: el remordimiento y la enfermedad. No hay otro bien que la ausencia de estos males. Vivir para uno mismo evitando estos dos males, he aquí toda mi sabiduría en el presente,
– ¿Y el amor al prójimo, y el sacrificio? – empezó a decir Pedro -. No puedo admitir tu opinión. Vivir sólo para no hacer el mal, para no arrepentirse, es poca cosa. Yo he vivido así, he vivido sólo para mí, y he destruido mi vida. Ahora, cuando vivo, o cuando menos – corrigió Pedro con modestia – cuando procuro vivir para los demás, es cuando comprendo toda la felicidad de la vida. No, no puedo estar de acuerdo contigo y ni tú mismo piensas lo que dices.
El príncipe Andrés miró a Pedro en silencio y sonrió irónicamente.
– Vamos, verás a mi hermana María, la princesa María. Con ella estarás de acuerdo. Quizá tengas razón, para ti – continuó después de una pausa -, pero cada uno vive a su manera. Tú has vivido para ti y dices que has estado a punto de estropear tu vida, dices que no has conocido la felicidad hasta el instante en que has empezado a vivir para los demás. Y yo he experimentado lo contrario. Yo he vivido para la gloria. ¿Qué es la gloria? Amaba a los demás, deseaba hacer alguna cosa por ellos, y no sólo he estado a punto de destruir mi vida, sino que me la he destrozado completamente, y me siento más tranquilo desde que vivo para mí solo.
– ¿Cómo es posible vivir para uno solo? – preguntó Pedro enardeciéndose -. ¿Y el hijo?, ¿la hermana?, ¿el padre?
– Pero todo esto es siempre lo mismo. Esto no es lo que se entiende por los demás. Los demás, el prójimo, como lo designáis con la princesa María, es la fuente principal del error y del mal. El prójimo son los campesinos de Kiev a los que quieres hacer bien.
Miró a Pedro con una expresión irónica y provocativa.
– Esto es una broma – dijo Pedro, animándose cada vez más -. ¿Qué mal ni qué error puede haber en lo que he deseado? He hecho muy poco y muy mal, pero tengo el deseo de hacer bien y ya he hecho alguna cosa.
III
Era ya de noche cuando el príncipe Andrés y Pedro se pararon ante el portal de la casa de Lisia-Gori.
Al llegar, el príncipe Andrés, con leve sonrisa, señaló a Pedro el movimiento que se producía a la entrada de la casa. Una anciana encorvada, con un saco a la espalda, y un hombre enclenque, vestido de negro y con los cabellos largos, huyeron por la puerta cochera al darse cuenta de que el carruaje se paraba. Dos mujeres corrieron a su encuentro y los cuatro se volvieron hacia el coche, asustados, y desaparecieron por la escalera de servicio.
-Son los peregrinos de Macha – dijo el príncipe Andrés-. Habrán creído que era mi padre. Es en lo único que mi hermana no le obedece; él ordena que los echen y ella los acoge.
El Príncipe condujo a Pedro a la habitación confortable que tenía en casa de su padre y enseguida entró a ver al pequeño.
– Vamos a visitar a mi hermana – dijo el Príncipe cuando volvió -; aún no la he visto. Ahora se esconde con los peregrinos. Ya verás, estará avergonzada y podrás ver los hombres de Dios. Te aseguro que es curioso.
– ¿Quiénes son los hombres de Dios?
– Ven…; ya lo verás.
La princesa María, en efecto, ruborizóse y quedó muy confusa cuando entraron en su habitación, en la que ardía una lamparilla ante las imágenes. En el diván, ante el samovar, estaba sentado a su lado un muchacho de nariz y cabellos largos, vestido de monje. Cerca de ella, una vieja delgada estaba sentada en una silla, con una expresión dulce e infantil en su rostro arrugado.
– ¿Por qué no me has hecho avisar? – dijo la Princesa, con amable reconvención, mientras se colocaba delante de sus peregrinos, como una clueca ante sus pollitos -. Muchas gracias por la visita. Estoy contenta de veros-dijo a Pedro cuando le besó la mano.
Le conoció cuando era pequeño, y ahora su amistad con Andrés, la desgracia con su mujer y, sobre todo, su rostro bondadoso e ingenuo, la disponían favorablemente. Ella le miraba con sus ojos resplandecientes y parecía decir: «Os amo mucho, pero os ruego que no os burléis de los míos.»
A las diez, los criados corrieron a la puerta al oír las campanillas del coche del anciano Príncipe. El príncipe Andrés y Pedro salieron también al portal.
– ¿Quién es? – preguntó el viejo Príncipe al descender del carruaje y darse cuenta de la presencia de Pedro-. ¡Ah! ¡Me alegro mucho! ¡Abrázame! – dijo reconociéndolo.
El anciano Príncipe estaba de buen humor y dispensó a Pedro una excelente acogida.
Antes de cenar, el príncipe Andrés volvió al gabinete de su padre, y le encontró discutiendo animadamente con Pedro. Éste demostraba que llegaría una época en que no habría guerra. El anciano se reía, pero discutía sin excitarse.
-Deja correr la sangre de las venas, cámbiala por agua y entonces sí que habrán terminado las guerras. Habladurías de mujeres, habladurías de mujeres – añadió, pero golpeó amistosamente el hombro de Pedro, y se acercó a la mesa donde estaba el príncipe Andrés, que, evidentemente, no quería mezclarse en la conversación y ojeaba los papeles que su padre había traído de la ciudad. El viejo Príncipe se acercó a él y empezó a hablar de sus cosas.
– El representante de la nobleza, el conde Rostov, no ha proporcionado ni la mitad de los hombres. Ha venido a verme y quería invitarme a comer. ¡Buena comida ha tenido…! Toma, mira este papel…
– ¡Bueno, querido! – dijo el príncipe Nicolás Andreievitch a su hijo dando un golpecito en el hombro de Pedro -, tu amigo es un buen muchacho, ¡me gusta mucho!, ¡me excita! Hay gente que habla muy cuerdamente pero que uno no desea escuchar; él dice sandeces y me excita, a mí, a un viejo. ¡Vaya! Id abajo, quizá cene con vosotros. Volveremos a discutir. Trata bien a mi boba, la princesa María – gritó a Pedro desde la puerta.
Pedro, hasta entonces, en Lisia-Gori, no apreció toda la fuerza y todo el encanto de su amistad con el príncipe Andrés. Este encanto se exteriorizaba más en el trato con la familia del Príncipe que en las relaciones con el mismo príncipe Andrés. Pedro consideróse súbitamente como una antigua amistad del viejo y severo Príncipe y de la dulce y tímida princesa María, a pesar de que casi no los conocía. Todos le amaban ya. No solamente la princesa María lo miraba con ojos amorosos, sino que hasta el pequeño príncipe Nicolás, como le llamaba el abuelo, sonreía a Pedro y quería ser llevado por él en brazos. Mikhail Ivanitch y mademoiselle Bourienne lo miraban con alegre sonrisa mientras hablaba con el viejo Príncipe.
El Príncipe bajó a cenar. Evidentemente, lo hacía por Pedro. Durante los dos días que Pedro pasó en Lisia-Gori lo trató muy afectuosamente y le invitó a pasar algunos ratos en su gabinete.
Sexta parte
I
En la primavera de l809, el príncipe Andrés fue a la provincia de Riazán para inspeccionar la hacienda de su hijo, de quien era tutor.
Durante aquel viaje repasó mentalmente su vida y llegó a la conclusión, consoladora y resignada; de que no vale la pena de emprender nada, de que lo mejor es llegar al final de la existencia sin hacer daño a nadie, sin atormentarse, libre de deseos…
El príncipe Andrés tenía que hablar con el mariscal de la nobleza del distrito acerca de la tutela del dominio de Riazán. Este personaje era el conde Ilia Andreievitch.
Ya había empezado la temporada de los calores primaverales. El bosque estaba enteramente verde. Había tanto polvo y hacía tanto calor que al ver el agua se sentían deseos de sumergirse en ella.
El príncipe Andrés, triste y preocupado por lo que debía pedir al mariscal de la nobleza, avanzaba en su carruaje por la senda del jardín hacia la casa de los Rostov, en Otradnoie. A la derecha se oían, a través de los árboles, alegres gritos femeninos. Pronto descubrió un grupo de muchachos que corrían atravesando el camino.
Una jovencita muy delgada, extrañamente delgada, de cabellos negros, ojos negros y vestida de cotonada amarilla, con un pañuelo en la cabeza, por debajo del cual salía un mechón de cabellos, corría a no mucha distancia del coche. La muchacha gritaba algo, pero al darse cuenta de la presencia de un forastero se puso a reír sin mirarlo y retrocedió.
De pronto, el príncipe Andrés se sintió inquieto, no sabía por qué.
Hacía un día tan hermoso, un sol tan claro, todo lo que le rodeaba era tan alegre… Y aquella niña delgada y gentil, que no sabía ni quería saber que él existiese, que estaba contenta y satisfecha de la propia vida, probablemente vacía, pero gozosa y tranquila… «¿De qué se alegra? ¿En qué piensa? Seguramente que ni en los estatutos militares ni en la organización de los campesinos de Riazán. ¿En qué piensa, pues? ¿Por qué es feliz?», se preguntaba, curioso y contra su propia voluntad, el príncipe Andrés.
El conde Ilia Andreievitch vivía en Otradnoie, en l809, igual que siempre, es decir, recibiendo a casi toda la provincia, concurriendo a las cacerías, a los teatros, a los banquetes y a los conciertos. Como le sucedía con cada huésped nuevo que llegaba a su casa, el Conde quedó encantado de ver al príncipe Andrés y le hizo quedar a dormir casi a la fuerza.
Durante todo el día, el aburrimiento hizo que los viejos amos y los invitados más respetables, de los que estaba llena la casa del Conde a causa de la festividad que se acercaba, se ocuparan del príncipe Andrés; pero Bolkonski, que había observado frecuentemente a Natacha, que reía de alguna cosa y se divertía con el grupo de jóvenes, se preguntaba a cada momento: «¿En qué piensa? ¿Por qué está tan contenta?»
Por la noche, cuando se encontró solo en aquel sitio nuevo para él, tardó mucho en dormirse. Leyó; después apagó la bujía y la volvió a encender al cabo de poco. En el cuarto, con la ventana cerrada, hacía calor. Refunfuñaba contra aquel viejo tonto – se refería al conde Rostov – que le había hecho quedar con el pretexto de que los papeles necesarios no habían llegado aún. Le fastidiaba haber tenido que quedarse.
El príncipe Andrés levantóse y se acercó a la ventana para abrirla. En cuanto la abrió, la luz de la luna, como si hubiera estado esperando al otro lado de los postigos, se precipitó en el interior del cuarto y lo inundó. El Príncipe abrió la ventana de par en par. La noche era fresca, inmóvil y clara. Delante mismo de la ventana se alineaban unos árboles retorcidos, oscuros por un lado, plateados del otro; debajo de los árboles crecía una vegetación grasa, húmeda, lujuriosa, esparciendo de un lado a otro sus hojas y sus tallos argentinos. Más lejos, detrás de los árboles negros, un tejado brillaba bajo el cielo; más allá, un gran árbol frondoso de blanco tronco; arriba, la luna casi entera, y el cielo primaveral, casi sin estrellas. El príncipe Andrés se apoyó en el alféizar. Su mirada se detuvo en el cielo.
La alcoba del príncipe Andrés estaba en el primer piso. La habitación de encima también estaba ocupada, y quienes se hallaban en ella tampoco dormían. Oyó, procedente de esa habitación, una charla mujeril.
– Otra vez – dijo una voz femenina que el príncipe Andrés reconoció enseguida.
-Pero ¿cuándo dormirás?-respondió otra voz.
– No dormiré, no podría dormir ahora. ¿Qué quieres que haga? Vamos, no te hagas de rogar, otra vez nada más.
Dos voces femeninas cantaron una frase musical que era el final de una tonada.
– ¡Ah!, ¡que bonita! ¡Vaya, vamos a dormir! Se ha terminado.
– Duerme; yo no podría – pronunció la primera de las voces, que se acercaba a la ventana. La mujer, evidentemente, se apoyaba en el alféizar, porque se percibía el frufrú de las faldas y hasta la respiración. Todo callaba y parecía petrificarse, la luna, la luz y las sombras.
El príncipe Andrés también tenía miedo de moverse y de delatar su indiscreción involuntaria.
– ¡Sonia, Sonia! – gritó de nuevo la primera voz -. ¡Quién ha de poder dormir! ¡Mira, mira qué maravilla! ¡Ah! ¡Qué maravilla! Sonia, despiértate – decía casi llorando -. No había visto nunca una noche tan deliciosa como ésta.
Sonia respondió sin entusiasmo alguna cosa.
– ¡Ven, mira qué luna! ¡Ah! Es maravillosa. Vamos, mujer, ven, créeme, ven. ¿Ves? Me encogería, me pondría de puntillas, me abrazaría las rodillas bien fuerte y me pondría a volar, así.
– Vamos, basta, que te vas a caer…
Se oía un rumor de lucha y la voz disgustada de Sonia:
– ¡Ya es la una!
– ¡Vete, vete! Todo me lo estropeas.
Otra vez todo quedó en silencio. El príncipe Andrés sabía que ella estaba aún en la ventana; de vez en cuando oía un ligero movimiento, a veces un suspiro.
– ¡Ah Dios mío, Dios mío! ¿Qué será esto? – exclamó de súbito -. Vámonos a dormir. – Cerró la ventana.
«¿Qué le importa mi existencia? – pensaba el príncipe Andrés mientras escuchaba la conversación, esperando, sin saber por qué, que hablara de él -. ¡Y ella otra vez! ¡Parece hecho adrede!»-Súbitamente, en su alma se produjo un tumulto tan inesperado de pensamientos de juventud y de esperanza, en contradicción con toda su vida, que no tuvo ánimos para explicarse su estado y se durmió enseguida.
II
Al día siguiente, después de saludar al Conde, el príncipe Andrés marchóse sin esperar a las señoras.
Ya había empezado junio cuando, al volver a casa, atravesó el bosque de álamos. Todo era macizo, oscuro y espeso. Los pinos nuevos, dispersos por el bosque, no violaban la belleza del conjunto y se armonizaban con el tono general gracias al verde tierno de los brotes nuevos.
El día era caluroso, la tempestad se cernía en algún punto, pero allí un trozo de nube había mojado el polvo de la carretera y las hojas grasas. El lado izquierdo del bosque caía en la sombra y era umbrío; la parte derecha, húmeda y reluciente, brillaba al sol, y el viento apenas lo agitaba.
Todos los momentos intensos de su vida aparecían de pronto ante el príncipe Andrés: Austerlitz y aquel cielo alto; el rostro lleno de reproches de su mujer muerta; Pedro junto a él; la niña emocionada por la belleza de la noche, y aquella noche y la luna, todo junto, resplandecía en su imaginación a cada instante.
«No, a los treinta y un años la vida no ha terminado – decidió de pronto firmemente -. No basta que yo sepa todo lo que hay en mí, lo han de saber todos: Pedro y esta niña que quería volar al cielo. Es preciso que todos me conozcan, que mi vida no transcurra para mí solo, que no vivan tan independientes de mi vida, que ésta se refleje en todos y que todos, ellos y yo, vivamos juntos.»
A la vuelta de su viaje, el príncipe Andrés decidió marchar a San Petersburgo en otoño.
Dos años antes, en l808, Pedro había regresado a San Petersburgo después de un viaje por sus propiedades.
En aquellos tiempos, su vida transcurría, como antaño, entre los mismos excesos y las mismas orgías. Le gustaba comer y beber bien, y aunque lo encontraba inmoral y humillante, no podía abstenerse de participar en los placeres de la soltería.
Cuando menos lo esperaba recibió una carta de su mujer, que le rogaba le concediera una entrevista: le explicaba su tristeza y el deseo de consagrarle toda su vida.
Al final de la carta le hacía saber que al cabo de algunos días llegaría a San Petersburgo, de regreso del extranjero.
Simultáneamente, su suegra, la esposa del príncipe Basilio, le mandó a buscar, rogándole que fuera a su casa sólo unos instantes, con el fin de hablar de una cuestión importante.
Pedro vio en todo aquello una conjuración en contra suya y comprendió que trataban de reconciliarlo con su mujer. En el estado en que se encontraba, este proyecto no le fue desagradable. Le era igual todo. Pedro no concedía gran importancia a ningún acontecimiento de la vida, y, bajo la influencia del enojo que en aquellos momentos lo dominaba, no tenía interés en mantener su libertad ni le interesaba mantenerse firme en castigar a su esposa.
«Nadie tiene razón, nadie es culpable, pues tampoco lo es ella», pensaba.
Si Pedro no dio enseguida su consentimiento para una reconciliación con su mujer fue sólo porque en aquellos momentos no tenía valor para emprender nada. Si su mujer se presentaba en su casa no la echaría de ella. Del modo que estaba entonces, ¿qué le importaba vivir o no vivir con su esposa…? He aquí lo que días después escribía en su diario:
«Petersburgo, 23 de noviembre.
»Vuelvo a vivir con mi mujer. Su madre ha venido a casa llorando y me ha dicho que Elena estaba aquí, que me rogaba que le escuchase, que era inocente, que mi alejamiento la hacía sufrir mucho y muchas otras cosas. Yo sabía que si consentía en recibirla no tendría fuerza para negarme a lo que me pidiera. Con esta duda no sabía a quién dirigirme ni a quién pedir consejo. Si el bienhechor estuviera aquí, él me guiaría. Me he encerrado en casa; he vuelto a leer las cartas de José Alexeievitch, me he acordado de mis conversaciones con él y he sacado la conclusión de que no podía negarme a la demanda, que he de tender caritativamente la mano a todos y mucho más a una persona de tal modo ligada a mí, y que he de llevar mi cruz. Pero si por el triunfo de la virtud la perdono, que mi unión con ella tenga sólo una finalidad espiritual. Así lo he decidido: he escrito a José Alexeievitch; mi mujer ha pedido que olvide todo el pasado, que le perdone sus faltas, y he contestado que no tenía que perdonarle nada. Estoy muy contento pudiendo decirle esto, pues no sabe ella el esfuerzo que representa para mí volver a verla. Me he quedado en la casa grande, en la habitación de arriba, y he experimentado el feliz sentimiento de la renovación.»
III
Por aquella época, como siempre, la alta sociedad que se reunía en la Corte y los grandes bailes se dividía en muchos círculos, cada uno de los cuales tenía su matiz. Entre estos círculos, el más vasto era el francés de la unión napoleónica, el del conde Rumiantzov y de Caulaincourt. Elena ocupó en él el lugar más distinguido tan pronto como se hubo instalado en San Petersburgo con su marido. Su casa era frecuentada por miembros de la Embajada francesa y por un gran número de personas de las mismas tendencias, bien conocidas por su talento y amabilidad.
Elena estaba en Erfurt al celebrarse la famosa entrevista entre ambos Emperadores, y allí se había relacionado con todos los hombres célebres que acompañaban a Napoleón por Europa. Había tenido un éxito brillante en Erfurt. El mismo Emperador, que la había visto en el teatro, había dicho de ella: «Es un animal magnífico.» Su éxito de mujer hermosa y elegante no extrañó a Pedro, porque con los años aún había ganado, pero lo que le admiraba era que en aquellos dos años su mujer hubiese llegado a adquirir una reputación de mujer exquisita, tan bella como espiritual.
El famoso príncipe de Ligne le escribía cartas de ocho páginas; Bilibin reservaba sus ocurrencias para ofrecer las primicias a la condesa Bezukhov. Ser admitido en el salón de Elena equivalía a un certificado de hombre espiritual. Los jóvenes, antes de pasar la velada en casa de Elena, leían libros para tener tema de conversación en el salón; los secretarios de embajada y hasta los mismos embajadores le confiaban secretos diplomáticos, de tal manera que Elena era una especie de potencia. Pedro, que sabía que era muy corta, a veces asistía a las soirées y a las cenas, en las que se habla de política, de poesía o de filosofía, y experimentaba un extraño sentimiento de sorpresa y de miedo. En aquellas reuniones sentía una especie de temor como el que debe sentir el prestidigitador a cada momento ante la idea de que se le descubran los trucos. Pero, sea que para dirigir un salón como aquél la tontería es necesaria, sea porque a los engañados les gusta serlo, el embaucamiento no se descubría y la reputación de mujer encantadora y espiritual que había adquirido Elena Vasilievna Bezukhova se afirmaba de tal manera que podía decir las cosas más triviales y más tontas entusiasmando a todo el mundo, ya que todos buscaban en sus palabras un sentido profundo que ni ella misma había nunca soñado.
Pedro era el marido que precisamente necesitaba aquella brillante mujer del gran mundo. Era hombre distraído, original, gran señor que no molesta a nadie y que ni tan sólo modifica la impresión general de la superioridad del salón, sino que, por contraste con el tacto y elegancia de la mujer, aún le hace resaltar más.
Pedro, durante dos años seguidos, gracias a sus ocupaciones incesantes, concentradas en intereses inmateriales, y a su desdén sincero por todo lo que no fuera aquello, adoptaba en la sociedad de su mujer aquel tono indiferente, lejano y benévolo para todos que no se adquiere artificialmente y que, por lo mismo, inspira un respeto involuntario. Entraba en el salón de su esposa como en el teatro; conocía allí a todo el mundo, estaba igualmente satisfecho de cada uno y se sentía del mismo modo indiferente para todos. A veces se mezclaba en una conversación que le interesaba, y entonces, sin preocuparse de si los señores de la Embajada estaban presentes o no, exponía opiniones totalmente opuestas al tono del momento. Pero la opinión sobre el «original» marido de la mujer más distinguida de San Petersburgo estaba ya tan bien establecida que nadie se tomaba en serio sus ocurrencias.
IV
El 31 de diciembre, víspera del Año Nuevo de 1810, se celebraba un baile en casa de un gran señor del tiempo de Catalina. El cuerpo diplomático y el Emperador habían de asistir a él.
Una tercera parte de los invitados había llegado ya y en casa de los Rostov, que habían de asistir a la fiesta, se estaban ultimando los preparativos a toda prisa.
María Ignatevna Perouskaia, amiga y pariente de la Condesa, una señorita de honor, delgada y pálida, iba al baile de los Rostov y guiaba a aquellos provincianos por el gran mundo de San Petersburgo.
Los Rostov debían ir a buscarla a las diez en las cercanías del jardín de Taurida, y a las diez y cinco minutos las muchachas aún no estaban vestidas.
A las diez y cuarto se metieron en el coche y se marcharon. Pero todavía tenían que dar la vuelta por el jardín de Taurida.
La señorita Perouskaia ya estaba a punto. A pesar de su edad y de su fealdad, había ocurrido en su casa lo mismo que en la de los Rostov, aunque sin tanto trajín; ya estaba acostumbrada a ello. También su persona envejecida estaba limpia, perfumada, empolvada, y, como en casa de los Rostov, la anciana criada, entusiasmada, admiró el atuendo de su ama cuando salió del salón, con su vestido amarillo adornado con el distintivo de las damas de honor de la Corte.
La señorita Perouskaia elogió los vestidos de los Rostov, y los Rostov elogiaron el gusto y el vestido de la Perouskaia y, con todas las precauciones por los peinados y las ropas, a las once se instalaron en el coche y se marcharon.
En toda la mañana, Natacha no había tenido tiempo de pensar en lo que vería.
Al sentir el aire húmedo y frío, en la oscuridad del carruaje que se bamboleaba por el empedrado, imaginó por primera vez todo lo que allí la aguardaba: el baile, los salones resplandecientes, la música, las flores, las danzas, el Emperador, toda la juventud brillante de San Petersburgo. Era tan hermoso, que no podía llegar a creerlo, por cuanto armonizaba muy poco con la impresión de frío, de pequeñez, de oscuridad, del coche. Sólo comprendió lo que le esperaba cuando, al pisar la alfombra encarnada de la entrada, atravesó el vestíbulo, se quitó el abrigo y, al lado de Sonia, delante de su madre, subió, entre las flores, la escalera iluminada. Sólo entonces recordó cómo debía comportarse en el baile, y procuró adoptar aquella actitud majestuosa que suponía adecuada en una muchacha durante un baile. Pero, por suerte suya, se daba cuenta de que sus ojos miraban a todos lados; no distinguía nada claramente, el pulso latíale apresuradamente y la sangre empezaba a afluirle al corazón. No podía adoptar las actitudes que la hubiesen hecho parecer ridícula, y subía, temblando de emoción, procurando dominarse con todas sus fuerzas. Esto era precisamente lo que mejor le sentaba. Delante y detrás de ellos, los invitados, vestidos de gala, continuaban entrando, conversando en voz baja. Los espejos de la escalera reflejaban a las damas con vestidos blancos, azules, rosa, con diamantes y perlas en los brazos y en los cuellos desnudos.
Natacha miró por los espejos y no pudo distinguirse de entre los demás. Todo se confundía en una procesión brillante. Al entrar en el primer salón, el rumor de voces, de pasos, de reverencias aturdió a Natacha. La luz la cegaba más aún.
El dueño y la señora de la casa, que ya hacía media hora que aguardaban en la puerta y recibían a los invitados con las mismas palabras: «encantado de verle», acogieron del mismo modo a los Rostov y a la señorita Perouskaia.
Las dos muchachas, con vestido blanco y rosas en los cabellos negros, correspondieron al saludo; pero la dueña, sin darse cuenta, detuvo más rato su mirada en la ligera Natacha. La contempló y tuvo para ella sola una sonrisa particular, distinta de su sonrisa de señora de la casa. Quizás al verla recordaba su tiempo de muchacha y su primer baile. El señor de la casa seguía igualmente con los ojos en Natacha; preguntó al Conde cuál era su hija.
– Encantadora – dijo besándole la punta de los dedos.
En el salón de baile, los invitados se estrechaban cerca de la puerta de entrada en espera del Emperador. La Condesa se colocó en la primera fila de aquella multitud. Natacha comprendía y sentía que algunas veces hablaban de ella y que la contemplaban. Se daba cuenta de que gustaba a los que la observaban, y esta observación la tranquilizó un poco.
«Hay como nosotras y las hay peores», pensó.
A Natacha le fue simpático el rostro de Pedro, aquel hombre grotesco, como le llamaba la señorita Perouskaia. Ella sabía que Pedro las buscaba entre la gente, y particularmente a ella. Pedro le había prometido ir al baile y presentarle caballeros con quienes bailar.
Antes de llegar hasta donde se encontraban, Pedro se paró a hablar con un invitado moreno, no muy alto, de facciones muy correctas, que vestía un uniforme blanco y estaba apoyado en una ventana hablando con un señor lleno de condecoraciones, cruces y pasadores. Natacha reconoció enseguida al joven del uniforme blanco. Era Bolkonski, que le pareció muy rejuvenecido, alegre e incluso embellecido.
– Otro conocido, Bolkonski; ¿ves, mamá? – dijo Natacha señalando al príncipe Andrés -. ¿Recuerdas? Pasó una noche en casa, en Otradnoie.
– ¡Ah!, ¿también le conoce usted? -preguntó la señora Perouskaia -. Le detesto. Ahora es el galán de moda. Un orgulloso insoportable; es como su padre. Ahora es muy amigo de Speransky; están escribiendo no sé qué proyectos. ¡Mire como habla con las señoras! Ellas le hablan y él les vuelve la cara. ¡Ya le arreglaría yo si me lo hiciera a mí!
V
Súbitamente todo se agitó. La multitud empezó a hablar, avanzó y retrocedió luego, y, a los acordes de la música, el Emperador avanzó entre dos hileras de cortesanos. El señor y la señora de la casa caminaban detrás. El Emperador avanzaba saludando rápidamente a derecha e izquierda, como si quisiera terminar cuanto antes este primer momento del ceremonial. La música tocaba una polonesa, entonces de moda, compuesta para él según la letra, harto conocida: «Alejandro, Elizabeth, nos encantáis», etc.
El Emperador entró en el salón; la multitud se empujaba en las puertas. Algunas personas, con cara de circunstancias, iban y venían rápidamente. Otra vez la multitud se apartó a las puertas del salón, donde el Emperador hablaba con la dueña de la casa. Un joven, con aspecto asustado, avanzaba hacia las damas y les rogaba se apartaran. Algunas, cuyo rostro expresaban un completo olvido de las conveniencias sociales, se arreglaban los vestidos para pasar a primera fila. Los caballeros se acercaban a las damas y se formaron las parejas para la polonesa.
Todo el mundo se apartaba, y el Emperador, sonriendo, dio la mano a la dueña de la casa y, andando fuera de compás, atravesó la puerta del salón.
Detrás seguía el dueño de la casa con la señora M. A. Narischkin; luego los embajadores, los ministros, los generales, que la señorita Perouskaia iba nombrando sin interrupción. Más de la mitad de las damas, con sus caballeros, bailaban o se disponían a bailar la polonesa. Natacha vio que iba a quedarse con su madre y Sonia en el pequeño grupo de señoras arrinconadas hasta la pared a las que nadie había sacado a bailar la polonesa. Natacha estaba de pie con los brazos caídos; el pecho, formado apenas, movíase con regularidad y retenía la respiración. Miraba ante sí con ojos brillantes, asustados, con expresión de esperar la mayor alegría o la desilusión más amarga. Ni el Emperador ni todos los demás personajes que nombraba la señorita Perouskaia llamaban su atención. No tenía más que un pensamiento: «¿Nadie vendrá a buscarme? ¿No bailaré entre las primeras parejas? Todos estos señores que parece que no me ven y si me miran tienen la actitud de decir: "¡Ah!, ¡No es ella! No vale la pena mirarla entonces", no se darán cuenta de mí. ¡No, eso no es posible! Tendrían que comprender que quiero bailar, que bailo bien y que se divertirían mucho si bailaran conmigo.»
La polonesa, cuyos acordes hacía rato se escuchaban, empezaba a sonar tristemente, como un recuerdo, a los oídos de Natacha. Tenía ganas de llorar. La señorita Perouskaia se alejó del grupo. El Conde estaba al otro extremo de la sala. La Condesa, Sonia y ella estaban solas, como en un bosque, ni interesantes ni útiles para nadie entre aquella multitud extraña. El príncipe Andrés pasó por delante de ellas con una dama. Evidentemente, no las reconocía. El galante Anatolio, sonriendo, murmuraba algo a la dama que acompañaba del brazo y miró a Natacha del mismo modo que se mira a una pared.
Boris pasó en dos ocasiones y cada vez la miró. Berg y su mujer, que no bailaban, se acercaron a ellos. Aquella reunión de familia allí, en el baile, como si no hubiera otro sitio para una conversación familiar, hizo gracia a Natacha. No escuchaba y no miraba a Vera, que le hablaba de su vestido verde.
Por fin, el Emperador se paró cerca de la última pareja; bailaba con tres. La música cesó. El ayuda de campo, con aire preocupado, corrió hacia las Rostov y les suplicó se retiraran, a pesar de que ya estaban arrimadas a la pared. La orquesta inició un vals de un ritmo lento y animado.
El Emperador, con una sonrisa, contempló la sala. Transcurrió un momento y nadie comenzaba el baile todavía. El ayuda de campo, animador resuelto, se dirigió a la condesa Bezukhov y la sacó a bailar. Ella levantó la mano sonriendo, y, sin mirar, la puso sobre el hombro de su pareja. El ayuda de campo, que en estas funciones era un artista, sin turbarse, con serenidad y decisión, enlazó fuertemente a su pareja y ambos comenzaron a bailar; primeramente, deslizándose en círculo por la sala, le cogió la mano izquierda, le hizo dar una vuelta, y a los sonidos, cada vez más rápidos, de la música oíase el tintineo regular de las espuelas, movidas por las ágiles y diestras piernas del ayudante, y, cada tres pasos, el vestido de terciopelo de su pareja se levantaba, desplegándose. Natacha, contemplándolos, estaba a punto de llorar por no poder bailar aquella primera vuelta de vals.
El príncipe Andrés, con uniforme blanco de coronel de caballería, con medias de seda y zapatos bajos, animado y alegre, se encontraba en el primer renglón del círculo, cerca de los Rostov. El barón Firhow hablaba con él de la primera sesión del Consejo del Imperio que había de celebrarse al día siguiente. El príncipe Andrés, como hombre muy unido a Speransky y que participaba en los trabajos de la Comisión de leyes, podía dar informes ciertos sobre la futura sesión, por cuyo motivo circulaban distintos rumores. Pero no escuchaba lo que le decía Firhow y miraba tan pronto al Emperador como a los caballeros que se disponían a bailar y no se decidían a entrar en el círculo.
El príncipe Andrés observaba a aquellas parejas a quienes el Emperador intimidaba y que se morían de deseos de bailar. Pedro se acercó al príncipe Andrés y le cogió la mano.
– ¿Aún no baila? Aquí tengo a una protegida, la pequeña de los Rostov; invítela, por favor – dijo.
– ¿Dónde está?- preguntó Bolkonski -. Perdone – dijo al Barón-, ya terminaremos esta conversación en otro lugar; estamos en el baile y hemos de bailar.
Avanzó en la dirección que Pedro le indicaba. La cara desesperada, palpitante, de Natacha saltó a los ojos del príncipe Andrés. La reconoció. Adivinó lo que pensaba y comprendió que aquél era su primer gran baile; se acordó de la conversación en la ventana y, con la expresión más alegre, se acercó a la condesa Rostov.
– Permítame que le presente a mi hija – dijo la Condesa, ruborizándose.
– Ya tuve el gusto de ser presentado a ella, como recordará usted, Condesa – dijo el príncipe Andrés con una sonrisa cortés y profunda que estaba completamente en contradicción con lo que había dicho la señorita Perouskaia con respecto a la grosería del Príncipe, quien se acercó a Natacha y se dispuso a pasarle el brazo por la cintura antes de invitarla a bailar. Le propuso una vuelta de vals. La expresión de desespero de Natacha, tan pronta al dolor como al entusiasmo, se desvaneció súbitamente con una sonrisa de felicidad, de agradecimiento infantil.
«Hacía mucho tiempo que lo esperaba», parecía que dijera la sonrisa de aquella chiquilla asustada y satisfecha cuando apoyó el brazo en el hombro del príncipe Andrés. Era la segunda pareja que entraba en el círculo.
El príncipe Andrés era uno de los mejores bailarines de su época. Natacha bailaba admirablemente; se hubiera dicho que los pies calzados de gala no rozaban el suelo, y su rostro resplandecía de entusiasmo y de felicidad. Su cuello y sus brazos desnudos no eran ni mucho menos tan hermosos como los de Elena; tenía los hombros delgados y el pecho no estaba formado todavía; los brazos eran flacos; pero sobre su piel le parecía experimentar los millares de miradas que la rozaban. Natacha tenía la actitud de una niña escotada por vez primera, de una niña que se hubiera avergonzado de su escote si no la hubiesen convencido de que era necesario lucirlo.
Al príncipe Andrés le gustaba bailar y, bailando, se olvidaba enseguida de las conversaciones políticas e intelectuales con las que todo el mundo se dirigía a su encuentro: deseaba desprenderse de la violencia que producía la presencia del Emperador; se había puesto a bailar y había escogido a Natacha porque Pedro se la había recomendado y porque era la primera muchacha bonita que sus ojos habían visto. Pero en cuanto hubo ceñido aquella cintura delgada, ligera, en cuanto ella se movió tan cerca de él, sonriendo, lo atrayente de su hechizo le subió a la cabeza. Cuando, al descansar, después de haberla dejado, se paró y miró a los que bailaban, sintióse rejuvenecido.
VI
Después del príncipe Andrés, Boris se acercó a Natacha y la invitó a bailar; luego, el ayudante de campo que había abierto el baile; después, otros jóvenes, y Natacha, feliz y roja de emoción, pasaba a Sonia sus demasiado numerosos solicitantes. Bailó toda la noche sin descanso. No se dio cuenta de que el Emperador hablaba largamente con el embajador francés, que hablaba con tal o cual dama con una atención particular, que el príncipe tal hacía o decía tal cosa, que Elena tenía un gran éxito y que tal persona la honraba con singular atención. No veía ni al Emperador. No se dio cuenta de su marcha sino porque el baile se animó más aún. El príncipe Andrés bailó con Natacha un cotillón muy alegre que precedió a la cena.
Él le recordó cómo se encontraron por primera vez en el camino de Otradnoie, cuánto le había costado dormirse aquella noche de luna y cómo, sin querer, la había oído. Aquel recuerdo sofocó a Natacha, que intentó justificarse, como si hubiera algo malo en aquel estado en que el príncipe Andrés la había sorprendido involuntariamente.
Al Príncipe, como a todas las personas educadas en el gran mundo, le gustaba tratar con quienes carecían del trivial sello mundano. Así era Natacha con su admiración, su alegría, su timidez y hasta sus incorrecciones de francés. Él la escuchaba y le hablaba de una manera particularmente tierna y atenta. Sentado a su lado, hablándole de todos los temas más insignificantes, el príncipe Andrés admiraba el brillo gozoso de sus ojos, y de su sonrisa, provocada no por las palabras pronunciadas, sino por su felicidad interior.
Cuando Natacha era invitada a bailar, se levantaba riendo y daba vueltas por la sala; el príncipe Andrés admiraba sobre todo su gracia ingenua. A medio cotillón, Natacha, al terminar una figura, volvió a su asiento sofocada todavía.
Otro caballero la invitó nuevamente.
Estaba cansada, oprimida, y, visiblemente, quería rehusar, pero de pronto ponía gozosamente la mano sobre el hombro de su pareja y sonreía al príncipe Andrés. «Estaría muy contenta descansando y quedándome a su lado; estoy fatigada, pero, ya ve usted: vienen a buscarme y soy feliz, estoy satisfecha y amo a todos; usted y yo ya lo comprendemos», y su sonrisa aún decía muchas más cosas. Cuando su pareja la dejó, Natacha corrió a través de la sala en busca de dos damas para la figura. «Si primero se acerca a su prima y, enseguida, a otra dama, será mi mujer», se dijo de pronto el príncipe Andrés, admirándola, sorprendido de sí mismo.
Natacha se acercó primero a su prima.
«¡Qué tonterías se nos ocurren muchas veces! -pensó el príncipe Andrés -; pero tan cierto es el encanto de esta muchacha, tanto es su atractivo que no bailará más de un mes aquí, que se casará… Es una rareza en este mundo», pensó cuando Natacha, alisándose el vestido, se sentaba a su lado.
Al acabar el cotillón, el anciano Conde, con su frac azul, se acercó a la pareja, invitó al príncipe Andrés a hacerles una visita y preguntó a su hija si estaba contenta. Natacha no respondió; sólo tuvo una sonrisa, que parecía decir en tono de reconvención:
«¿Cómo es posible que se me pregunte eso?»
– ¡Estoy contenta como nunca lo había estado en mi vida! – dijo.
El príncipe Andrés observó que sus delgados brazos se levantaban rápidamente para abrazar a su padre y se bajaban enseguida. Natacha no había sido nunca tan feliz. Estaba embriagada de felicidad, hasta ese punto en que las personas se vuelven dulces y buenas del todo y no creen en la posibilidad del mal, de la desgracia, del dolor.
En aquel baile, a Pedro, por primera vez, le hirió la situación que su esposa ocupaba en las altas esferas. Estaba desanimado y distraído. Una larga arruga le atravesaba la frente, y de pie, cerca de una ventana, miraba por encima de los lentes sin ver a nadie.
Natacha pasó por delante de él al ir a cenar. El semblante torvo y desventurado de Pedro la afectó. Se paró ante él; habría querido consolarle, darle el exceso de su felicidad.
– Es bonito, Conde, ¿no le parece? – dijo.
Pedro sonrió distraídamente; sin duda no comprendía lo que le decían.
«¡Cómo podría sentirse descontento un hombre tan bueno como Bezukhov!», pensó Natacha. A sus ojos, todo lo que se encontraba en aquel baile era bueno, gentil, amable; se amaban los unos a los otros. Nadie podía ofender a nadie, y por esto todo el mundo debía ser feliz.
VII
Al día siguiente, el príncipe Andrés fue a efectuar algunas visitas a casa de personas que aún no había saludado, y entró en casa de los Rostov, con quienes se había relacionado en el último baile. Además de cumplir una regla de cortesía que le obligaba a visitarlos, quería ver en su propia casa a aquella niña original, animada, que le había dejado un recuerdo tan agradable.
Natacha fue de las primeras en salir a recibirlo. Llevaba un vestido azul que, para el gusto del Príncipe, aún le sentaba mejor que el del baile. Ella y toda su familia recibieron al príncipe Andrés como una amistad antigua, con sencillez y cordialidad. Toda la familia, a la que, en otra ocasión, el príncipe Andrés había juzgado tan severamente, le parecía ahora formada por buena gente, muy sencilla y muy amable. La hospitalidad y la bondad del anciano Conde, que en San Petersburgo se portaba con singular gentileza, era tal, que el príncipe Andrés no pudo rehusar la invitación a cenar. «Sí, son buena gente – pensó Bolkonski -, que no saben seguramente el tesoro que tienen con Natacha. Son buena gente que forman el mejor fondo para esta encantadora niña tan poética y tan llena de vida.»
El príncipe Andrés sentía en Natacha la presencia de un mundo particular, totalmente extraño para él, lleno de alegrías desconocidas, de aquel mundo extraño al que ya se había asomado en el camino de Otradnoie y, en la ventana, en aquella noche de luna. Ahora este mundo ya no le desazonaba, no era extraño para él, e incluso encontraba placeres desconocidos.
Después de cenar, Natacha, a ruegos del príncipe Andrés, se sentó al clavecín y comenzó a cantar. El príncipe estaba cerca de la ventana, hablando con las señoras, y la escuchaba. Al final de una estrofa calló y escuchó. Impensadamente subieron a su garganta unos sollozos cuya culpabilidad no sospechó siquiera.
Miró a Natacha, que cantaba, y en su alma aconteció algo nuevo y feliz. Estaba alegre y triste a la vez. No tenía ninguna razón para llorar, pero las lágrimas se escapaban de sus ojos. ¿Por qué? ¿Por su antiguo amor? ¿Por la pequeña Princesa? ¿Por sus ilusiones, por sus esperanzas…? Sí y no. Las lágrimas obedecían sobre todo a la contradicción violenta que, de pronto, había reconocido entre alguna cosa infinita, grande, que existía en él, y la materia, reducida, corporal, que era él e incluso ella. Esta contradicción le entristecía y le alegraba mientras ella cantaba.
En cuanto Natacha dejó de cantar, se acercó a él y le preguntó si le gustaba su voz. Natacha formuló esta pregunta y se avergonzó inmediatamente al comprender que era una pregunta que no debía haber hecho. Él la miró y sonrió; le dijo que su canto le gustaba mucho, como todo lo que ella hacía.
El príncipe Andrés se marchó muy tarde de casa de los Rostov. Se acostó por costumbre, pero pronto se dio cuenta de que estaba desvelado. Encendió el candelabro y se sentó en la cama: volvió a acostarse y notó que no le molestaba estar despierto; tenía el alma alegre y rejuvenecida, como si de un lugar cerrado se hubiera escapado al aire libre. No se le ocurría pensar que estaba enamorado de la señorita Rostov. No pensaba en ella, la imaginaba solamente, y gracias a ello toda su vida se presentaba ante él con un nuevo aspecto. «¿Por qué he de preocuparme, por qué he de trabajar dentro de este marco estrecho, cerrado, cuando la vida, toda la vida, con todas sus alegrías, se abre para mí?», se preguntaba. Y por primera vez desde hacía mucho tiempo empezó a trazar planes para el porvenir. Decidió que debía ocuparse de la educación de su hijo, buscarle un preceptor y confiárselo; después presentar la dimisión y marcharse al extranjero, ver Inglaterra, Suiza, Italia. «He de aprovechar la libertad que tengo mientras sienta dentro de mí tanta fuerza y juventud. Pedro tenía razón cuando decía que hay que creer en la posibilidad de la felicidad para ser feliz. Y ahora creo. Dejemos que los muertos entierren a sus muertos; mientras se vive, hay que vivir y ser feliz», pensaba.
VIII
Invitado por el conde Ilia Andreievitch, el príncipe Andrés fue a comer a casa de los Rostov y allí pasó todo el día.
Todos los de la casa comprendían por qué iba, y él, sin ocultarlo, procuró pasar todo el tiempo con Natacha. No sólo en el alma de Natacha, asustada pero feliz y entusiasmada, sino también por toda la casa, se sentía el miedo de alguna cosa importante que había de realizarse. La Condesa, con ojos tristes, pensativos y severos, miraba al príncipe Andrés mientras hablaba con Natacha y tímidamente, para disimular, empezaba una conversación sin importancia, en cuanto él se volvía. Sonia tenía miedo de dejar a Natacha y temía estorbarlos cuando estaba entre ellos dos. Natacha palidecía de miedo, tímida, cuando por un momento se quedaba sola con él. Le extrañaba la timidez del Príncipe. Comprendía que había de decirle alguna cosa, pero que no se decidía.
Cuando, por la noche, el príncipe Andrés se marchó, la Condesa, en voz baja, le preguntó a Natacha:
– ¿Y qué?
– Mamá, por Dios, no me preguntes nada ahora. No debemos hablar de ello.
Pero por la noche, Natacha, ora emocionada, ora asustada, con los ojos inmóviles, permaneció mucho rato tendida en la cama de su madre. Tan pronto le contaba los cumplidos que él le hacía, como le decía que se marcharía al extranjero, o le preguntaba dónde pasarían el verano, o le hablaba de Boris.
– ¡No he sentido jamás cosa semejante! – decía Natacha -. Ante él me encuentro extraña, tengo miedo; ¿qué quiere decir esto? ¿Eh? Mamá, ¿duermes?
– No, hija mía; yo también tengo miedo – dijo la Condesa -. Ve, ve a dormir.
-Es igual; tampoco dormiría. ¡Qué tontería es dormir! ¡Mamá, mamá, no había experimentado jamás cosa semejante! -repetía, aterrorizada y admirada de aquel sentimiento que descubría-. ¡Quién había de decirlo!
A Natacha le parecía que se había enamorado del príncipe Andrés desde que le vio por primera vez en Otradnoie. Estaba asustada de aquella suerte extraña e inesperada que había hecho que se encontrara de nuevo con aquel a quien ella había escogido entonces (de esto estaba firmemente convencida), y que, a juzgar por las apariencias, ella no le era del todo indiferente. «Y como si fuese hecho a propósito, él está en San Petersburgo cuando estamos nosotros; y nos hemos encontrado en el baile. Eso es el destino. Está bien claro que todo esto es obra del destino. La primera vez que le vi experimenté una sensación extraña.»
– ¿Qué es lo que te ha dicho? ¿Qué versos son aquellos…? – dijo pensativamente la madre, refiriéndose a unos versos que el príncipe Andrés había escrito en el álbum de Natacha.
-Mamá, ¿verdad que no es ningún mal que sea viudo?
– Basta, Natacha, basta. Reza. Los casamientos se hacen en el cielo.
-Pero, mamita, mujer, ¡si supieras cuánto lo quiero! ¡Qué contenta estoy! – exclamó Natacha, llorando de emoción y de felicidad y abrazando a su madre.
A aquella hora, el príncipe Andrés se encontraba en casa de Pedro y le hablaba de su amor por Natacha y de su intención de casarse con ella.
Aquel día había reunión en casa de la condesa Elena. Entre los invitados se encontraban el embajador francés, el gran Duque, quien frecuentaba mucho la casa desde hacía poco tiempo, y muchas grandes damas y personalidades. Pedro, abajo, atravesaba los salones y dejaba sorprendidos a todos los que le veían a causa de su expresión concentrada, distraída y oscura.
Desde el baile, Pedro se sentía preso de una hipocondría que procuraba vencer con desesperados esfuerzos. A raíz de las relaciones del gran Duque con su mujer, inesperadamente había sido nombrado chambelán, y a partir de aquel momento empezó a sentir aburrimiento y vergüenza en la alta sociedad. Ideas tenebrosas sobre la vanidad de todo lo de este mundo le ensombrecían a menudo. Desde que había descubierto los sentimientos de su protegida Natacha y del príncipe Andrés, su mal humor aumentaba por el contraste de su situación y la de su amigo. Procuraba no pensar ni en su mujer, ni en Natacha, ni en el príncipe Andrés.
Pedro, al salir del piso de la Condesa, a medianoche, había ido a sentarse arriba, en la habitación de techo bajo, llena de humo; ante la mesa, con una bata vieja, hacía copias de actas cuando alguien entró.
Era el príncipe Andrés:
– ¡Ah! ¿Eres tú? – exclamó Pedro con tono distraído y descontento -. Aquí me tienes – dijo mostrando la libreta con el gesto de huir de las miserias de la vida con el cual los desgraciados miran el trabajo que están haciendo.
El príncipe Andrés, con el rostro radiante, entusiasta, transformado, se paró ante Pedro y, sin darse cuenta de su expresión triste, le sonrió con el egoísmo de la felicidad.
– Y bien, amigo – dijo -. Ayer quería hablarte y hoy he venido para esto. En mi vida había experimentado cosa semejante. Estoy enamorado, amigo mío.
Pedro suspiró pesadamente y se dejó caer sobre el diván, al lado del Príncipe.
– De Natacha Rostov, ¿verdad?
– Sí, sí, claro. ¿De quién sino de ella? No lo hubiera creído nunca, pero esto es más fuerte que yo. Ayer sufrí mucho; pero no daría este sufrimiento por nada del mundo. Antes no vivía, pero ahora no puedo vivir sin ella. Pero ¿puede amarme? Soy viejo para ella… ¿Por qué no me dices nada?
– ¿Yo, yo? ¿Qué quieres que te diga? – dijo Pedro súbitamente. Levantándose, empezó a pasear por la habitación -. Ya hacía mucho tiempo que lo pensaba… Esta muchacha es un tesoro, tan… Es una rareza… Amigo, por favor, no dudes más y cásate, cásate, cásate; estoy seguro de que no habrá hombre más feliz que tú.
– Pero, ¿y ella?
-Ella te ama.
– No digas tonterías – dijo el príncipe Andrés sonriendo y mirando a Pedro de hito en hito.
– Ella te ama…, yo lo sé – exclamó Pedro.
– No, escucha – dijo el Príncipe deteniéndole con la mano -. ¿Sabes en qué situación me encuentro? Tengo necesidad de decirlo a alguien.
– Bueno, pues. Di. Estoy muy contento.
Y, en efecto, el rostro de Pedro cambiaba, las arrugas desaparecían y con gesto alegre escuchaba al príncipe Andrés.
Éste parecía otro hombre. ¿Dónde estaban su enojo, su desprecio de sí mismo, aquel extraño desengaño de todo? Pedro era la única persona ante la cual se podía decidir a confesarse, y exprimió todo lo que tenía en el alma. Sosegadamente, con atrevimiento, hacía los planes para un largo porvenir; decía que no podía sacrificar su felicidad por el capricho de su padre, que él sabría obligarle a dar el consentimiento a su matrimonio, a verlo con gozo; de lo contrario, lo haría sin su consentimiento. Y a veces se admiraba de este sentimiento que se apoderaba de él en absoluto, como de una cosa extraña, independiente de sí mismo.
– Si alguien me hubiese dicho que yo podía enamorarme de esta manera, no lo hubiera creído. Esto no se parece en nada a lo que sentía antes. Para mí, el mundo está dividido en dos partes: ella, y con ella la felicidad, la esperanza; la otra parte, todo aquello donde ella no está: la tristeza, la oscuridad, el final – dijo el príncipe Andrés.
– La oscuridad, las tinieblas… – replicó Pedro -. Sí, lo comprendo.
-Yo no puedo dejar de amar la claridad; esto no es culpa mía; y soy muy feliz. ¿Me comprendes? Ya sé que compartes mi alegría.
– Sí, sí – afirmó Pedro mirando a su amigo con ojos que expresaban tristeza y ternura. Y cuanto más brillante le parecía la suerte del príncipe Andrés, más negra le parecía la suya.
IX
Era necesario el consentimiento del padre para la boda, y a la mañana siguiente el príncipe Andrés marchó a su casa.
El anciano recibió la noticia con una calma aparente y con disimulada hostilidad. No podía comprender por qué quería cambiar de vida e introducir algo nuevo cuando su vida ya estaba acabada.
«Que me dejen terminar como quiero y que luego hagan lo que quieran», se decía el viejo. Pero con su hijo utilizó la diplomacia que empleaba en los casos importantes. Empezó a discutir el asunto en un tono completamente tranquilo.
En primer lugar, el matrimonio no era brillante ni por el parentesco, ni por la fortuna, ni por la nobleza; en segundo lugar, el príncipe Andrés no era joven y estaba delicado (el anciano insistía particularmente en este punto) y ella era muy joven; en tercer lugar, había un hijo que era lástima tener que confiarlo a una esposa joven.
– Finalmente – el anciano le dijo con sorna -, te pido que aguardes un año a casarte. Ve al extranjero, cuídate, busca, como es tu intención, un alemán para el príncipe Nicolás, y luego, si el amor, la pasión, la ceguera por la persona son aún tan grandes, cásate. Ésta es mi última palabra, ¿lo has entendido? La última… – concluyó el Príncipe con un tono que demostraba que no había nada que pudiera hacerle cambiar de determinación.
El príncipe Andrés vio claramente que su padre esperaba que su amor o el de Natacha no resistirían la prueba de un año de ausencia, o bien que para entonces él estuviera muerto; el príncipe Andrés resolvió hacer la voluntad de su padre, pedir la mano de Natacha y fijar la boda al cabo de un año.
A las tres semanas de la última reunión en casa de los Rostov, el príncipe Andrés regresaba a San Petersburgo.
Al día siguiente de la conversación con su madre, Natacha aguardó en vano a Bolkonski todo el día. Lo mismo ocurrió al siguiente, y al otro, y al otro. Pedro tampoco se presentaba, y Natacha, que no sabía que el príncipe Andrés se hubiese marchado a su casa, no podía explicarse su ausencia.
Pasaron tres semanas. Natacha no quería ir a ninguna parte y andaba de una habitación a otra, como una sombra, ociosa y desconsolada. Por la noche, a escondidas, lloraba y no iba a la cama de su madre. Por el menor motivo se ruborizaba y le latía el corazón. Se imaginaba que todos le descubrían el despecho y que se burlaban de ella o la compadecían. La herida del amor propio, unida a la intensidad del dolor íntimo, aumentaba todavía su desventura.
Un día entró en la habitación de su madre para decirle alguna coca, y súbitamente se puso a llorar. Las lágrimas le resbalaban por el rostro como a una criatura humillada que no sabe por qué la han castigado.
La Condesa la calmó; Natacha, que al principio escuchaba las palabras de su madre, la interrumpió:
– Basta, mamá. No pienso ni quiero pensar. Bueno; venía… Ha dejado de venir…
La voz le temblaba. Estaba a punto de llorar de nuevo, pero se contuvo y prosiguió con tranquilidad;
– No quiero casarme; él me da miedo. Ahora ya estoy bien tranquila…
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