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Análisis del libro Guerra y Paz, de León Tolstoi (página 12)


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– Está , bien, está bien, y ¿dónde se encuentra el regimiento del príncipe Bolkonski? ¿Podría indicármelo? – preguntó Pedro.

– ¿De Andrés Nicolaievich? Pasaremos por allí. Le llevaré a su casa.

Además de Kaisserov, ayudante de campo de Kutuzov, otros amigos fueron a saludar a Pedro, tantos, que no tenía tiempo para contestar a todas las preguntas que sobre Moscú se le hacían ni para oír todos los relatos que quería oír. En todos los rostros se reflejaba la animación y la preocupación. Mas a Pedro le pareció que la animación de aquellos rostros se refería al posible éxito individual, no apartándose de su memoria la expresión que había visto a veces en otros rostros que no hablaban de cuestiones personales, sino de las grandes cuestiones generales de la vida y de la muerte. Kutuzov vio a Pedro y al grupo que le rodeaba.

– Hagan que se acerque – dijo Kutuzov.

Un ayudante de campo transmitió el deseo del Serenísimo y Pedro se dirigió a su banco.

En aquel momento, Boris, con su habilidad de cortesano, se colocó al lado de Pedro, cerca del jefe y, con el aire más natural del mundo y en un tono distraído, como si continuara una conversación, dijo a Pedro:

-Los milicianos, como quien no hace la cosa, se han vestido sus camisas blancas y limpias, dispuestos para la muerte. ¡Qué heroísmo, Conde!

Boris decía evidentemente todo esto a Pedro para que el Serenísimo le oyera. Sabía que Kutuzov escuchaba sus palabras. Efectivamente, el Serenísimo se dirigió a él:

– ¿Qué cuentas de los milicianos?

– Que preparándose, Excelencia, para morir, se han vestido sus camisas limpias.

– ¡Ah, son hombres admirables, no existen otros como ellos! – dijo Kutuzov, que cerró los ojos e inclinó la cabeza -. Esa gente es incomparable – repitió suspirando.

– ¿Quiere usted oler la pólvora? – preguntó a Pedro -. Echa muy buen olor. Tengo el honor de ser un adorador de su esposa. ¿Sigue bien? Mi campamento está a su disposición.

Y, como ocurre frecuentemente a los viejos, Kutuzov empezó a mirar distraídamente a su alrededor, como si hubiera olvidado lo que tenía que hacer o decir.

Boris dijo algo a su General, y el conde Benigsen, dirigiéndose a Pedro, le propuso que fuera con ellos a la línea de fuego.

– Lo encontrará todo muy interesante – le dijo.

– ¡Oh, sí, sí, ya lo creo, muy interesante! – repitió Pedro.

Media hora después, Kutuzov marchó hacia Tatarinovo, y Benigsen, con su séquito, en el que se encontraba también Pedro, se dirigió a las avanzadas.

XIII

La tarde del 25 de agosto, clara y soleada, el príncipe Andrés se hallaba echado, recostada la cabeza sobre una mano, en una choza medio hundida de Kanizakovo, en los confines de la posición de su regimiento. Por el agujero del muro agrietado miraba la línea de viejos árboles, sus ramas cortadas, la cabaña, con las gavillas de cebada y los matorrales, por encima de los cuales divisaba la humareda de las hogueras en que los soldados hacían su comida.

A pesar de que su vida le parecía bastante mezquina, inútil y penosa, el príncipe Andrés se sentía tan emocionado y nervioso como, siete años atrás, la víspera de la batalla de Austerlitz.

Había recibido y transmitido las órdenes para el día siguiente, no quedándole ya nada que hacer, pero los pensamientos más sencillos, los más claros y, por ende, los más terribles, no le dejaban tranquilo. Sabía que la batalla del día siguiente sería la más espantosa de cuantas había participado, y la posibilidad de la muerte, por primera vez en su vida, sin ninguna relación con todos los vivos, sin pensar en lo que sentirían los otros, no sólo hacia él mismo, sino hacia su alma, se le presentó casi cierta, con una certidumbre simple y descorazonadora. El objetivo de toda esa representación, todo aquello que le preocupaba y le atormentaba, se aclaraba súbitamente, con una claridad fría, blanca, sin sombras, sin perspectivas y sin diferenciación de planos. Toda la vida se le presentaba como una linterna mágica, a través de la cual, como a través de un cristal color de rosa, había mirado durante mucho tiempo las cosas. Pero ahora, de pronto, veía sin ningún cristal interpuesto y a la clara luz del día todas aquellas imágenes mal coloreadas. «Sí, aquí estáis, falsas imágenes que me habéis conmovido, atormentado y entusiasmado – se decía recordando los cuadros de la linterna mágica de su vida, que en aquel momento veía a la claridad fría y blanca del día-. Aquí estás, idea de la muerte. He aquí esas figuras pintadas groseramente que se presentan como algo viejo y misterioso, la gloria, el bien público, el amor de la mujer, la patria misma. ¡Qué grandes parecían estos cuadros! ¡De qué sentido tan profundo les creía llenos! Y todo es simple, pálido y grosero a la luz fría de esta mañana que siento que amanece en mí.» Tres dolores de su vida retuvieron particularmente su atención: su amor por la mujer, la muerte de su padre y la invasión francesa que había conquistado media Rusia. «¡El amor…! Aquella muchacha me parecía llena de una dulce fuerza misteriosa. ¿Y qué? La amaba, hacía poéticos planes sobre el amor y sobre la felicidad que gozaría con ella. ¡Buen chico! – pronunció en alta voz, colérico -. ¡Y yo que creía en un amor ideal que debía conservarme toda su fidelidad durante el año de mi ausencia! Igual que la tierna paloma de la fábula, ella debía morir al separarse de mí… Sí, todo es muy sencillo. ¡Todo esto es horriblemente sencillo y feo!»

«Mi padre construía Lisia-Gori, que consideraba como su tierra, como su país. Llega Napoleón y, sin conocer ni su existencia, lo aparta de su camino y destruye Lisia-Gori y toda su vida. ¡Mientras, la princesa María dice que esto es una prueba enviada por el cielo! ¿Y por qué esta prueba cuando él ya no está allí y nunca más estará? Si ya no existe, ¿de qué ha de servir esta prueba? La patria, la pérdida de Moscú…, y mañana me matarán, y a lo mejor no será un francés el que lo haga, sino uno de los nuestros, como aquel soldado que disparó ayer su fusil cerca de mi cabeza; los franceses vendrán y, cogiéndome por la cabeza y por los pies, me echarán en una fosa común para que no haya epidemia. Después se formarán nuevas condiciones de vida, que se harán habituales para los demás y que yo no conoceré porque no me encontraré allí.»

Miró las copas de los árboles, que tenían un tono amarillento e inmóvil, miró su propia piel blanca que brillaba al sol. «¡Morir! ¡Que me maten mañana…! ¡Que deje de existir…! ¡Que abandone todo esto y que me vaya para siempre!» Se representaba vivamente su ausencia de esta vida. Aquellos árboles, con su juego de luces y sombras, aquellas nubes y aquellas humaredas de las hogueras del campamento, todo se transformaba para él, pareciéndole que algo terrible le amenazaba. Sintió frío en la espalda y empezó a pasearse. Por detrás del cobertizo se oían voces.

– ¿Quién es? – preguntó el príncipe Andrés.

El capitán Timokhin, el de la nariz roja, comandante de la compañía en la que se hallaba Dolokhov y que ahora, por falta de oficiales, era comandante de batallón, entró tímidamente en el cobertizo. El ayudante de campo y el cajero entraron a continuación. El príncipe Andrés saludó rápidamente, oyó lo que le comunicaban los oficiales sobre el servicio, dióles alguna nueva orden y se disponía a despedirlos cuando oyó una voz conocida que chillaba:

– ¡Diablo!

En aquel instante, un hombre chocaba con algo.

El príncipe Andrés miró al interior del cobertizo y vio que se acercaba Pedro, quien se había enganchado con un tronco de leña. En general, al príncipe Andrés le era muy desagradable ver gente de su mundo y especialmente a Pedro, que le recordaba todos los momentos penosos por que había atravesado durante su última estancia en Moscú.

– ¡Ah, eres tú! ¿Qué viento te trae? Te aseguro que no te aguardaba – dijo.

Mientras pronunciaba estas palabras, en sus ojos y en toda la expresión de su rostro existía algo más que sequedad; era hostilidad lo que manifestaba. Pedro se dio cuenta enseguida. Se acercaba al cobertizo con una disposición de espíritu más animada, pero al observar la expresión de la cara del príncipe Andrés sintióse cortado y sin saber qué decir.

– He venido…, pues… ¿Sabes?, he venido… porque esto me interesa – dijo Pedro, que aquel día había repetido muchas veces: «Esto me interesa» -. He querido ver la batalla.

XIV

Los oficiales querían retirarse, pero el príncipe Andrés, como si temiera quedarse solo con su amigo, les propuso que tomaran el té con él. Trajeron las tazas y el té. Los oficiales miraban algo extrañados a la persona enorme de Pedro y escuchaban lo que decía sobre Moscú y sobre la disposición del campamento que acababa de recorrer. El príncipe Andrés callaba y ponía tal cara que Pedro se dirigía con preferencia al buen comandante del batallón, Timokhin.

– Así, pues, ¿has entendido toda la disposición de las tropas? – le interrumpió el príncipe Andrés.

– Sí; es decir, no siendo de la profesión no puedo asegurar que lo haya entendido absolutamente todo, pero sí en líneas generales.

– Pues sabes más que nadie – replicó el príncipe Andrés.

– ¿Cómo? – dijo Pedro, extrañado, mirando a su amigo por encima de los lentes -. ¿Y qué me dices del nombramiento de Kutuzov?

– Me ha satisfecho mucho – respondió el príncipe Andrés.

Cuando los dejaron solos, Pedro preguntó al príncipe Andrés si creía que se ganaría la batalla del día siguiente.

– Sí, sí – respondió distraídamente el Príncipe -. La única cosa que haría yo, si pudiera, sería no coger prisioneros. ¿Para qué sirven los prisioneros? Es cuestión de caballerosidad. Los franceses han saqueado mi casa, devastarán Moscú, me han ofendido y me ofenden a cada instante, son mis enemigos; para mí son unos criminales, y Timokhin y todo el ejército piensa lo mismo. Es preciso ejecutarlos. Si son mis enemigos, no pueden ser mis amigos.

– Sí, soy completamente de tu opinión – dijo Pedro mirando al príncipe Andrés con los ojos brillantes. La cuestión que todo aquel día, desde su ida a Mojaisk, preocupaba a Pedro parecíale ahora definitivamente clara y resuelta.

Comprendía todo el sentido y la importancia de esta guerra y de la futura batalla. Todo lo que había visto durante aquel día, la expresión solemne y severa de las caras que había observado al pasar, todo se aclaró en su mente con una nueva luz. Comprendía aquel fuego latente de patriotismo que veía y aquello le explicaba que todos se preparasen a morir con tanta calma y al mismo tiempo con tanta frivolidad.

– Ni un prisionero – continuaba el príncipe Andrés -esto sólo cambiaría el carácter de la guerra, haciéndola menos cruel. Nosotros hemos sido magnánimos, y éste es el mal, hemos jugado a la guerra. Esta magnanimidad y esta sensibilidad son, en la guerra, las de una señora que se pone mala al ver matar a un becerrito: es tan buena que no puede ver sangre, pero se come el becerrito con buen apetito cuando se lo sirven guisado. Se nos habla del derecho de la guerra, de la caballerosidad, del parlamentarismo, de los sentimientos humanos para con los desgraciados, etcétera. ¡Tonterías! ¡En mil ochocientos cinco vi la caballerosidad y el parlamentarismo! Nos hemos engañado, nos hemos engañado. Te roban la casa, ponen en circulación billetes falsos, matan a mis hijos y a mi padre y se habla del derecho de la guerra y de magnanimidad para con los enemigos. ¡Ni un prisionero, sólo matar a ir o la muerte! El que como yo ha llegado a estas conclusiones, por lo mismo que ha padecido…

El príncipe Andrés, que creía que le era indiferente que Moscú fuera o no tomado como lo había sido Smolensk, se interrumpió bruscamente y un sollozo inesperado le agarrotó la garganta. Quedó un momento silencioso, pero sus ojos brillaban de fiebre y los labios le temblaban cuando volvió a hablar.

– Si en la guerra no hubiera magnanimidad, sólo marcharíamos cuando fuera necesario, como hoy, ir a la muerte. No habría guerra únicamente porque Pablo Ivanich hubiera ofendido a Pedro Ivanich. De este modo, todos los westfalianos y hessianos que Napoleón lleva consigo no le seguirían a Rusia y nosotros no hubiéramos ido a batirnos a Austria y a Prusia sin saber por qué. La guerra no es una cosa graciosa, sino muy fea y desagradable, por lo que es preciso comprenderla y no convertirla en juego, aceptando seria y serenamente esta terrible necesidad. La cuestión reside en esto: apartad la mentira, y la guerra será la guerra y no un juego; de otro modo, la guerra se convierte en la diversión predilecta de la gente ociosa y ligera… – Y después de una breve pausa dijo de pronto el príncipe Andrés-: ¡Eh!, ¿Duermes? También es la hora para mí. Vete a Gorki.

– ¡Oh, no! – replicó Pedro mirándole con ojos tiernos y espantados.

– Vete, vete. Antes de la batalla hay que dormir – repitió el príncipe Andrés. Se acercó rápidamente a Pedro y le besó -. Adiós, vete – le gritó -. Nos veremos… No…

Y volviéndose rápidamente entró en el cobertizo.

Era ya de noche, por lo que Pedro no pudo distinguir si la expresión del rostro del príncipe Andrés era dura o tierna.

Pedro quedó unos instantes inmóvil, preguntándose si debería seguirle o irse a casa. «No – decidió Pedro -. Sé que es nuestra última entrevista.» Suspiró profundamente y se volvió a Gorki.

El príncipe Andrés entró en su cobertizo; se echó sobre una alfombra, pero no pudo dormirse. Cerró los ojos. Las imágenes sucedían a las imágenes; en una se detuvo mucho rato. Recordaba vivamente una velada en San Petersburgo; Natacha, con el rostro animado y emocionado, le contaba que en el verano anterior, yendo a buscar setas, se había perdido en un gran bosque. Le describía desordenadamente la profundidad de la selva, sus caminitos, la conversación que mantuvo con un abejero que había encontrado. A cada momento de su narración se interrumpía diciendo: «No, no puedo, no sé contarlo. No lo comprendes.» Y él tuvo que tranquilizarla y decirle que lo comprendía todo perfectamente, y, en efecto, comprendía todo lo que ella le quería decir.

Natacha estaba disgustada con su narración, porque comprendía que no daba la sensación viva y poética que había sentido aquel día y que quería expresar.

«Aquel viejo era encantador y el bosque era tan oscuro…, y tenía tal dulzura aquel hombre…, no, no lo sé contar», decía emocionada y sonrojándose. El príncipe Andrés sonreía ahora con la misma sonrisa alegre con que entonces miraba a los ojos de ella. «La comprendía – pensaba el príncipe Andrés -. No sólo la comprendía, sino que era aquella fuerza de espíritu, aquella franqueza y aquella frescura de alma que el cuerpo parecía rodear lo que amaba en ella. Lo amaba todo… Era tan feliz…»

De pronto recordó el final de la novela. Para «él», nada de todo aquello era necesario; «él» no veía nada ni comprendía nada. «Él» veía una muchacha bonita y «fresca» a la que no se dignaba unir a su destino. «Y hoy «él» todavía se encuentra vivo y está alegre…»

Como si acabara de quemarse, el príncipe Andrés se puso en pie de un salto y de nuevo empezó a pasear por delante del cobertizo.

XV

El 25 de agosto, víspera de la batalla de Borodino, el prefecto del Palacio Imperial, M. de Beausset, y el coronel Fabvier encontraron a Napoleón en su campamento de Valuievo. El primero llegaba de París y el segundo de Madrid.

M. de Beausset, que vestía el uniforme de la Corte, ordenó que le trajeran el paquete que llevaba a Napoleón y entró en la tienda del Emperador, donde empezó a abrir el paquete mientras hablaba con los ayudantes de campo que le rodeaban.

Fabvier, sin entrar en la tienda, se detuvo cerca hablando con los generales que conocía.

El emperador Napoleón todavía no había salido de su dormitorio y estaba terminando su aseo.

Soplando y tosiendo, tan pronto volvíase sobre el pecho carnoso y peludo, como sobre la espalda deformada, bajo el cepillo con que un criado le frotaba el cuerpo. Otro criado con el dedo sobre el gollete de la botella iba echando agua de Colonia sobre el cuerpo bien cuidado del Emperador, lo cual hacía con una expresión que quería decir que sólo él podía saber cuándo y cómo debía echarle el agua de Colonia.

Napoleón tenía sus cortos cabellos mojados y le caían sobre la frente, pero su cara, amarilla e hinchada, expresaba el bienestar físico.

– Fuerte, fuerte, sigue – dijo volviéndose, mientras tosía, hacia el criado que le frotaba. El ayudante de campo que entró en el dormitorio para dar un informe sobre el número de prisioneros hechos el día anterior, después de dar cuenta, se había quedado cerca de la puerta, aguardando el permiso para poderse retirar. Napoleón arrugó las cejas y miró por debajo a su ayudante de campo.

– Ningún prisionero. Se hacen desaparecer. Peor para el ejército ruso – respondió a las palabras del ayudante de campo -. Frota, frota fuerte – dijo, curvándose y presentando sus carnosas espaldas.

– Está bien; haced entrar a M. de Beausset y también a Fabvier-dijo al ayudante de campo bajando la cabeza.

– ¡A vuestras órdenes, Sire! – El ayudante de campo desapareció detrás de la puerta de la tienda.

Los dos criados vistieron rápidamente a Su Majestad con el uniforme azul de la guardia. Entró en la sala de recepciones con paso firme y rápido.

Beausset, aguardando, preparaba deprisa el regalo que le llevaba de parte de la Emperatriz; lo instaló sobre dos sillas frente a la puerta por donde entraría el Emperador. Pero Napoleón se vistió tan aprisa y entró tan inesperadamente que el efecto no estaba del todo preparado.

El Emperador no quiso privarle del placer de darle una sorpresa. Fingió no darse cuenta de M. de Beausset y llamó a Fabvier. Oyó frunciendo el ceño todo lo que le explicaba Fabvier sobre el valor y fidelidad de sus tropas, que, vencidas en Salerno, al otro extremo de Europa, no tenían más que un pensamiento y un temor: mostrarse dignas de su soberano y miedo de no complacerle. Los resultados de la batalla eran tristes. Napoleón hacía irónicas observaciones durante el relato de Fabvier, como si no supiera que detrás de él pudiera pasar lo mismo.

– He de arreglar esto en Moscú – dijo Napoleón -Hasta pronto – añadió. Llamó a Beausset, que después de preparar la sorpresa sobre dos sillas la había cubierto con un velo.

Beausset se inclinó profundamente, con reverencia de la Corte francesa, con la que sólo sabían saludar los viejos cortesanos de los Borbones, y se acercó mientras le entregaba un pliego cerrado.

Napoleón dirigiósele alegremente, cogiéndole por las orejas.

-Habéis corrido mucho. Estoy muy contento. ¿Y qué se dice por París? – preguntó, cambiando de pronto su severa expresión por otra extraordinariamente cariñosa.

-Sire, todo París siente vuestra ausencia – respondió hábilmente Beausset. Napoleón sabía de sobra que Beausset le respondería esto u otra cosa por el estilo, y sabía además que no era cierto, pero le era muy agradable oírlo. Otra vez dignóse tirar de la oreja a Beausset.

– Siento haberos obligado a hacer un camino tan largo -le dijo.

– Sire, suponía encontraros ya a las puertas de Moscú -dijo Beausset.

Napoleón sonrió, levantó distraídamente la cabeza y miró a la derecha. El ayudante de campo, con paso de pato, se acercó con una tabaquera de oro que tendió a Napoleón.

– Si esto es bueno para vos, que os gusta viajar – dijo Napoleón acercando el rapé a la nariz -, dentro de tres días veréis Moscú. Seguramente no esperabais ver la capital del Asia. Haréis un agradable viaje.

Beausset saludó, agradecido por esta atención a su amor – hasta entonces ignorado – por los viajes.

– ¿Qué es eso? – dijo Napoleón observando que todos los cortesanos miraban algo tapado con una gasa.

Beausset, con solicitud de cortesano, sin volver la espalda, dio media vuelta y dos pasos atrás, al tiempo que, quitando la gasa, decía:

-Un regalo para Vuestra Majestad de parte de la Emperatriz.

Era un retrato pintado por Girard, con colores claros, del niño nacido de Napoleón y de la hija del Emperador de Austria, al que todo el mundo llamaba, sin saberse la razón, Rey de Roma.

Era un muchacho muy guapo, de pelo rizado, con una mirada semejante a la del Jesús de la Madona Sixtina, que estaba representado jugando al bilboquet. La bola era el mundo, y la varita que sostenía con la otra mano representaba el cetro. Aunque la intención del pintor, que había representado al Rey de Roma agujereando al mundo con una varilla, no fuera muy clara, aquella alegoría gustó extraordinariamente tanto a los que habían visto el cuadro en París como a Napoleón.

– ¡El Rey de Roma! – dijo señalando con un gracioso gesto el cuadro -. ¡Admirable!

Con la capacidad propia de los italianos para cambiar de expresión según la voluntad, se acercó al cuadro adoptando un aire de ternura pensativa.

Sabía que lo que diría y haría en aquel momento pasaría a la Historia. Le pareció que lo mejor que podía hacer ante su hijo, que jugaba al bilboquet con el mundo, gracias a su grandeza, era demostrar la más sencilla ternura paternal. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Se acercó, buscó una silla, que le acercaron enseguida, sentóse delante del retrato, hizo un gesto y todos salieron, dejando al gran hombre solo con él mismo y con sus sentimientos.

Quedóse de aquel modo un buen rato y, sin saber por qué, tocó con el dedo la bola y se levantó luego, llamando a Beausset y al oficial de servicio. Ordenó que colocaran el cuadro delante de la tienda para no privar a la vieja guardia – que rodeaba la tienda – del placer de ver al Rey de Roma, hijo y heredero de su adorado Emperador.

Tal como esperaba, durante el desayuno con M. de Beausset, que sintióse muy honrado por esta distinción, se oyeron los gritos entusiastas de los soldados y de los oficiales de la vieja guardia, que habían corrido a ver el retrato.

– ¡Viva el Emperador! ¡Viva el Rey de Roma! ¡Viva el Emperador! – gritaban las voces.

Después de desayunarse, Napoleón, en presencia de Beausset, dictó una proclama a su ejército.

– Corta y enérgica – dijo cuando leyó la siguiente proclama, escrita de una plumada y sin una falta:

– «Soldados: la batalla que tanto esperasteis ha llegado. La victoria depende de vosotros. Es necesario para todos. Ella nos proporcionará todo lo que precisamos: estancia cómoda y el pronto regreso a la patria. Conducíos como os condujisteis en Austerlitz, en Friedland, en Vitebsk y en Smolensk. Que la posteridad recuerde con orgullo vuestros actos de este día. Que se diga de cada uno de vosotros: estuvo en la batalla del Moscova.»

– Del Moscova – repitió Napoleón. E, invitando a M. de Beausset, al que tanto gustaba viajar, a dar un paseo, salió de la tienda y se dirigió hacia los caballos ensillados.

– Vuestra Majestad tiene demasiadas bondades conmigo – dijo Beausset para agradecer la invitación del Emperador.

Quería dormir y no sabía montar a caballo, lo que, además, le causaba mucho miedo.

Pero Napoleón inclinó la cabeza y Beausset tuvo que seguirle.

Cuando Napoleón salió de la tienda, los gritos de la guardia delante del retrato de su hijo crecieron. Napoleón frunció el ceño.

– Retiradlo – dijo con gesto gracioso y real señalando el retrato -. Es muy pronto todavía para que él vea campos de batalla.

Beausset cerró los ojos, inclinó la cabeza, suspiró profundamente, demostrando con todos sus gestos que sabía apreciar y comprender las palabras del Emperador.

XVI

Al volver de Gorki, después de dejar al príncipe Andrés, Pedro ordenó a su lacayo que le preparara los caballos y le despertase a primera hora de la mañana. Después de dar estas órdenes se durmió detrás de un biombo, en un rinconcito que Boris le había habilitado.

Cuando a la mañana siguiente Pedro se despertó, en la isba no había nadie. Los cristales del ventanillo temblaban y el lacayo, de pie ante él, le sacudía.

– ¡Excelencia! ¡Excelencia! ¡Excelencia! – decía el lacayo sacudiendo a Pedro por la espalda con insistencia, sin mirarlo y evidentemente sin esperanza de poderlo despertar.

– ¿Qué? ¿Ya ha empezado? ¿Hace mucho? – dijo Pedro desvelándose.

– Escuche como tiran – dijo el lacayo, que era un soldado retirado -. Todos los señores ya se han marchado, incluso el propio Serenísimo ha pasado hace mucho rato.

Pedro vistióse aprisa, y corriendo, salió disparado al portal. En el patio, el día era claro, fresco y alegre. El sol, que acababa de salir por detrás de una nube que lo tapaba, entre los tejados de la calle, proyectaba sus rayos, cortados por las nubes, sobre el polvo de la carretera húmeda de rocío, sobre las paredes de las casas, sobre las aberturas del cercado y sobre los caballos que se encontraban cerca de la isba. En el patio se oía más claro el retumbar de los cañones. Un ayudante de campo, acompañado de un cosaco, pasaba al trote por allí delante.

– ¡Ya es hora, Conde, ya es hora! – gritóle el ayudante.

Pedro ordenó seguir al caballo, y calle abajo se dirigió a la fortificación, desde la cual, el día anterior, miraba el campo de batalla. Allí se encontraban muchos militares, se oían conversaciones en francés de los oficiales del Estado Mayor y se veía la cabeza casi blanca de Kutúzov, con gorra blanca ribeteada de rojo; con la nuca gris hundida entre los hombros, Kutuzov oteaba la gran carretera con unos gemelos.

Pedro, al subir los escalones de la entrada de la fortificación, miraba ante sí y quedó maravillado de la belleza del espectáculo. Era el mismo panorama que había admirado el día anterior desde la fortificación, pero ahora todo el terreno se encontraba cubierto de tropas, del humo de los cañonazos y de los rayos oblicuos del sol claro, que se levantaba por detrás y a la izquierda de Pedro y le echaba encima, en el aire puro de la mañana, la luz cegadora de un resplandor dorado y rosa y largas sombras negras.

Los lejanos bosques que limitaban el panorama le parecían una recortada piedra preciosa de color verde-amarillo; se los veía en el horizonte con sus ondulantes líneas, y entre ellos, detrás de Valuievo, se descubría la gran carretera de Smolensk, llena de tropas. Más cerca brillaban los bosquecillos y los dorados campos. Pero lo que particularmente impresionó a Pedro fue la vista del campo de batalla de Borodino, con los torrentes del Kolocha a ambos lados.

La niebla se fundía y se alargaba, transparente, bajo un cielo claro, que teñía de una manera mágica todo lo que se veía a través de sus rayos. A la niebla se unía el humo de los disparos. En aquella niebla y humareda brillaban por todas partes los relámpagos de la luz matutina, tan pronto sobre el agua, como sobre el rocío, como sobre las bayonetas de las tropas que se concentraban en las márgenes del río y en Borodino. A través de aquella niebla se veía la iglesia blanca y a los dos lados los tejados del pueblo; más lejos, una masa compacta de soldados; en otro sitio, más cajones verdes y más cañones, y todo aquello se removía o parecía que se moviera, porque la niebla y el humo se extendían por encima de todo aquel espacio. De igual manera junto a Borodino que abajo, en los torrentes llenos de niebla, que más arriba y a la izquierda, como sobre toda la línea de los bosques, por encima de los campos, bajo el collado o encima de los picos, aparecían sin descanso masas de humo – venidas de no se sabe dónde o de los cañones -, tan pronto aisladas como amontonadas, a veces raras y otras frecuentes; y estas nubes, hinchándose, ensanchándose, daban vueltas y llenaban todo el espacio. Aquellas humaredas, aquellos cañonazos, aquel estrépito, aunque pueda parecer extraño, constituían la principal belleza del espectáculo.

¡Puf! Y enseguida se veía una humareda redonda, compacta, que se irisaba en tonos grises y blancos. Y ¡bum!, se oye de nuevo entre aquella humareda. ¡Puf! ¡Puf! Dos humaredas se levantan juntas y se confunden; ¡bum!, ¡bum!, y el sonido confirma lo que el ojo ve. Pedro miraba la primera humareda, que se levantaba como un globo, y ya en su sitio otras humaredas se arrastraban y ¡puf!, ¡puf!, otras humaredas y, con los mismos intervalos, ¡bum!, ¡bum!, ¡bum!, respondían con sonido agradable, limpio y preciso. Las humaredas tan pronto parecía que corrían como que se detenían y que ante ellas pasaran los bosques, los campos y las brillantes bayonetas. De la izquierda, de los campos y de los matorrales salían continuamente grandes remolinos con ecos solemnes, y, más cerca, al pie de la colina y de los bosques, se encendían las humaredas de los fusiles, sin tiempo de redondearse, que producían unos pequeños ecos. ¡Ta!, ¡ta!, ¡ta! Los fusiles chisporroteaban con mucha frecuencia, pero sin regularidad, y su estallido era muy débil comparado con el de los cañones.

Pedro hubiera querido encontrarse donde estaban las humaredas y las brillantes bayonetas, el movimiento y el estrépito. Miró a Kutuzov y a su séquito para contrastar su impresión con la de los demás. Todos, igual que él y con el mismo sentimiento, según le parecía, miraban hacia el campo de batalla. En todos los rostros aparecía aquel ardor latente del sentimiento que Pedro había observado el día anterior y que había comprendido perfectamente después de su conversación con el príncipe Andrés.

– ¡Ve, hijo mío, y que Cristo te acompañe! – dijo Kutuzov, sin apartar los ojos del campo de batalla, a un general que tenía cerca.

Después de recibir la orden, el general pasó por delante de Pedro y descendió por el glacis de la fortificación. – Cerca del torrente – respondió el general fría y severamente a un oficial del Estado Mayor que le preguntó adónde se dirigía.

«Y yo», pensó Pedro. Y siguió al general.

El general montó un caballo que le presentó un cosaco. Pedro se acercó al lacayo que guardaba los suyos. Le preguntó cuál era el más manso y le montó. Cogióse a las crines y apretó los talones contra el vientre del caballo. Sentía que le caían los lentes; pero no quería soltar ni las crines ni las riendas: galopó detrás del general, provocando la risa entre los oficiales del Estado Mayor, que desde la fortificación le miraban.

XVII

El general tras del cual galopaba Pedro torció bruscamente a la izquierda, y Pedro, que le perdió de vista, se lanzó sobre las líneas de soldados de infantería que marchaban ante él. Trataba de salir tan pronto hacia delante como hacia la derecha o hacia la izquierda, pero por todas partes encontraba soldados con caras que expresaban la misma preocupación, ocupados en algo que no se descubría al primer golpe de vista, pero que evidentemente era muy importante.

Todos, con mirada inquisitiva y disgustada, miraban a aquel hombre de la gorra blanca que no sabían por qué les pisaba con su caballo.

– ¿Por qué pasa por entre el batallón? – gritó uno.

Otro empujó al caballo de Pedro con la culata de su fusil, mientras Pedro, encogido sobre la silla, casi no podía contener al caballo, que saltó por delante de los soldados hacia el espacio libre.

Delante de Pedro se encontraba un puente y cerca del puente soldados que disparaban. Sin saberlo, Pedro había llegado al puente del Kolocha, entre Gorki y Borodino, que en la primera acción de la batalla – después de haber ocupado Borodino – los franceses atacaron. Pedro veía el puente delante de él; a los lados de los prados de heno recién cortado, que Pedro no había distinguido a través del humo el día anterior, los soldados hacían algo, pues, a pesar de las continuas descargas que sonaban en aquel lugar, no creía encontrarse en el campo de batalla. No oía el silbido de las balas procedentes de los cuatro puntos cardinales ni el de las granadas que detrás de él estallaban. No veía al enemigo, que se encontraba a la otra parte del río, y durante mucho rato no vio a los muertos y heridos, a pesar de caer muchos soldados cerca de donde él se encontraba.

Miraba a su alrededor con una sonrisa que se petrificó en su rostro.

– ¿Qué hace aquél delante de la línea? – gritó alguien nuevamente.

– ¡Vete hacia la izquierda! ¡Tira hacia la derecha! -le gritaban.

Pedro tiró hacia la izquierda y de pronto vióse ante un ayudante de campo del general Raiewsky, conocido suyo. El ayudante de campo miró a Pedro con mirada de descontento; aquel oficial también sentía deseos de abroncar a Pedro, pero al reconocerlo inclinó la cabeza.

– ¿Usted? ¿Pero cómo es que se encuentra aquí? – le dijo, y se alejó galopando.

Pedro sentíase desplazado y comprendía que no servía para nada; temeroso de que sólo sirviera como estorbo, siguió al ayudante de campo.

– ¿Qué pasa? ¿Puedo ir con usted? – preguntó.

– ¡Un momento! ¡Un momento! – replicó el ayudante, que se acercó a un coronel que estaba allí, transmitiendo alguna orden, y después dirigióse a Pedro.

– ¿Por qué se encuentra usted aquí, Conde? ¿Siempre curioso? – le dijo con una sonrisa.

– Sí, sí – repuso Pedro. El ayudante de campo hizo caracolear su caballo, apartándose un poco.

– Aquí no pasa nada, a Dios gracias – dijo el ayudante de campo -, pero en el flanco izquierdo, donde se encuentra Bagration, la batalla es espantosa.

– ¡Caramba! ¿Y dónde está eso? – preguntó Pedro.

– Venga conmigo al espolón. Desde allí se ve bien y aún es posible permanecer en el lugar – dijo el ayudante de campo.

– Sí, le acompaño – repuso Pedro mirando a su alrededor buscando al lacayo.

Entonces, por primera vez, Pedro dióse cuenta de los heridos, que andaban penosamente o eran conducidos en literas.

En aquel mismo campo de gavillas de perfumado heno que había atravesado el día anterior, un soldado permanecía echado, inmóvil, con la gorra en el suelo, junto a él, y la cabeza inclinada de un modo extraño.

– ¿Y por qué no se lo han llevado? – empezó Pedro. Pero al ver la cara severa del ayudante de campo, que miraba hacia el mismo lugar, se calló.

Pedro no encontró a su lacayo y marchó con el ayudante de campo a la fortificación de Raiewsky. Su caballo, al que pegaba a intervalos regulares, seguía al del ayudante de campo.

– Parece que no está usted muy acostumbrado a montar a caballo, Conde – le dijo el ayudante de campo.

– No, pero no importa. Este salta mucho – repuso Pedro, un poco confundido.

– ¡Ah! Vea usted que está herido en la pata izquierda, por encima de la rodilla. Debe haber sido una bala. Le felicito, Conde, ése es el bautismo de fuego – dijo el ayudante.

Atravesando la humareda del sexto cuerpo, detrás de la artillería, que avanzaba haciendo fuego y ensordeciendo con sus detonaciones, llegaron a un bosquecillo. Hacía fresco, estaba en calma y se notaba la presencia del otoño. Pedro y el ayudante de campo apeáronse de los caballos y emprendieron la subida de la cuesta a pie.

– ¿Está aquí el General? – preguntó el ayudante de campo al acercarse a la fortificación.

– Ha estado hasta hace un momento. Ha pasado por allí – le respondieron señalando a la derecha.

El ayudante de campo volvióse hacia Pedro, como si no supiera qué hacer de él en aquel instante.

– No se preocupe usted por mí, ya iré yo solo hasta la fortificación. ¿Puede irse?-preguntó Pedro.

– Sí, vaya; desde allí se ve todo y no hay tanto peligro. Ya iré yo a buscarle luego.

Pedro se fue hacia la batería y el ayudante de campo alejóse de allí. No volvieron a verse y, mucho tiempo después, Pedro supo que aquel mismo día una bala había arrancado el brazo al ayudante.

La cuesta por la que subía Pedro era el célebre lugar conocido por los rusos con el nombre de «batería del espolón» o «batería de Raiewsky», y por los franceses con el nombre de «gran reducto», «reducto fatal» o «reducto del centro» y alrededor del cual cayeron una decena de miles de hombres. Dicho lugar era considerado por los franceses como la clave de la posición.

Aquel reducto estaba formado por la eminencia, alrededor de la cual, por tres lados, habíanse abierto fosos.

En aquel lugar, rodeado por los fosos, había diez cañones asomando por las aberturas de los muros.

En la misma línea del reducto y a cada lado había cañones que también disparaban sin descanso. Las tropas de infantería se encontraban un poco más atrás. Al subir hacia aquella fortificación, Pedro no pensaba ni por asomo que aquel lugar, rodeado de pequeños fosos, en el que estaban situados y disparaban algunos cañones, pudiera ser el más importante de la batalla; por el contrario, a él le parecía que aquel sitio – precisamente porque él se encontraba allí -era el más insignificante.

Una vez llegó arriba, Pedro sentóse en el extremo de una empalizada que rodeaba a la batería y, con una sonrisa alegre e inconsciente, miró lo que a su alrededor se hacía. De vez en cuando, y siempre con la misma sonrisa, se levantaba y, cuidando de no molestar a los soldados que cargaban los cañones y que corrían por delante de él con sacos y cargas, se paseaba por la batería. Los cañones de la batería, uno tras otro, disparaban sin cesar, ensordeciéndole con sus detonaciones y cubriendo todo el lugar de humo y pólvora.

Contrariamente al espanto experimentado entre los soldados de infantería de la cobertura, allí, en la batería, donde los pequeños grupos de hombres ocupados en su trabajo estaban muy unidos, separados del resto por la empalizada, se sentía una animación igual, solidaria y común a todos. La persona tan poco marcial de Pedro, con su gorra blanca, de momento chocó desagradablemente a aquellos hombres. Los soldados, al pasar delante de él, le miraban extrañados y casi con miedo. Un oficial superior de artillería, picado de viruelas, alto y de piernas muy largas, se acercó a Pedro fingiendo examinar el último cañón, y le miró con curiosidad.

Un oficial muy joven, de cara redonda, un adolescente casi, que probablemente hacía muy poco había salido de la Academia, sin descuidar los dos cañones que se le habían confiado, se dirigió severamente a Pedro:

– Señor, permítame que le ruegue que se aleje; no puede permanecer aquí

Los soldados, mirando a Pedro, bajaban la cabeza en señal de desaprobación; pero cuando todos se hubieron convencido de que aquel hombre de la gorra blanca no solamente no hacía daño a nadie, sino que tan pronto se sentaba en el glacis de la muralla como con tímida sonrisa se apartaba cortésmente de los soldados, o bien se paseaba por encima de la batería, bajo los cañones, con la misma calma que si se paseara por un bulevar, entonces, poco a poco, el sentimiento de hostilidad hacia él transformóse en simpatía cariñosa y burlona, igual que la que los soldados sienten para con los animales: perros, gallos, corderos, etc., que viven cerca de los campamentos.

En el acto fue adoptado Pedro por los soldados; le adoptaron, poniéndole un mote: «el señor», y entre ellos se rieron y se burlaron afectuosamente de él.

Una bala arañó la tierra a dos pasos de Pedro, que miraba sonriente a todas partes mientras se sacudía el polvo que la bala le había echado encima.

– ¿Cómo, señor? ¿De verdad no siente miedo? – dijo a Pedro un soldado ancho de espaldas y rojo de cara, luciendo unos magníficos dientes blancos y fuertes.

– Y tú, ¿tienes miedo? – replicó Pedro.

– ¡Cómo no! ¡«Él» no nos perdonará! Acabará por darnos y nos arrancará las entrañas. ¿Cómo quiere usted que no tenga miedo? – repuso riendo.

Algunos soldados con rostro alegre y bondadoso se acercaron a Pedro. Parecía como si hubieran creído que no hablaba como todo el mundo y la comprobación de su error los alegrara.

– ¡Nuestra obligación es la del soldado! Pero «el señor» sí que es raro. ¡Qué señor!

– ¡A vuestros puestos! – gritó el oficial joven a los soldados que se habían agrupado alrededor de Pedro.

Saltaba a la vista que aquel oficial ejercía sus funciones por primera o segunda vez, por lo que se mostraba tan formalista y tan exacto con los soldados y los jefes.

El fuego seguido de los cañones y de los fusiles aumentaba en todo el campo de batalla, especialmente hacia la izquierda, allí donde se encontraban las avanzadas de Bagration; pero, a causa del humo de los cañonazos, desde el lugar donde se hallaba Pedro casi no podía verse nada. Aparte de que las observaciones de aquel pequeño círculo de personas, separadas de todas las demás, que atendían la batería, absorbían toda la atención de Pedro.

La primera emoción, inconsciente y alegre, producida por el aspecto y los sonidos del campo de batalla, ahora dejaba paso a otro sentimiento. Sentado sobre la muralla, observaba a las personas que movíanse en torno suyo.

Hacia las diez ya se habían llevado a una veintena de hombres de la batería; dos cañones habían sido destruidos y las balas disparadas desde lejos, saltando y silbando, caían muy frecuentemente sobre el reducto.

– ¡Eh, granada! – gritó un soldado a una bala que se acercaba silbando.

– ¡Pasa de largo! ¡Vete hacia la infantería! – añadió otro con una gran risotada al observar que la granada les había pasado por encima y caía entre las filas de las tropas de cobertura.

– ¿Le conoces? – gritó un soldado a un campesino que se inclinaba ante un proyectil que le pasaba por encima.

Algunos soldados acercábanse a la muralla y miraban lo que ocurría en el exterior.

-Han variado la línea, ¿no lo ves? Se han vuelto – decía otro mostrando el espacio más allá de las murallas.

– ¿Cuándo conocerás el oficio? – gritó un viejo cabo -Han pasado atrás; esto quiere decir que atrás es donde hay trabajo.

Y el cabo, cogiendo al soldado por los hombros, le dio un puntapié.

Estalló una risotada general.

– Al quinto cañón – gritaron desde un lado.

– ¡Tiremos todos, compañeros! ¡Venga a tirar! – gritaban alegremente los que sustituían el cañón.

– Un poco más y se lleva la gorra del «señor» – exclamó el fresco de la cara colorada luciendo su dentadura e indicando a Pedro.

– ¡Qué poca habilidad! – dijo con tono de reproche ante la mala puntería de la bala, que tocó una rueda y la pierna de un hombre.

– ¡Eh, zorros! – decía otro designando a los milicianos que, agachados, entraban en la batería para retirar los heridos-. ¿No os gusta este trabajo?

– ¡Eh, cuervos! – gritaban los milicianos junto al soldado al que la bala habíase llevado la pierna -. Parece que no os gusta ese baile – decían burlándose de los campesinos.

Pedro observaba que después de cada bala, después de cada baja, la animación era más viva.

Como una nube tempestuosa que se acerca, los rayos de un fuego escondido, que crecían y se inflamaban frecuentemente, se mostraban cada vez en los rostros de todos aquellos hombres.

Pedro ya no miraba al campo de batalla ni le interesaba nada de lo que allí sucedía. Estaba completamente absorto en la contemplación de aquellos fuegos que cada vez brillaban más y que a él – se daba perfecta cuenta de ello – también inflamábanle el alma.

A las diez, los soldados de infantería que se hallaban delante de la batería, entre los matorrales, cerca del Kamenka, retrocedieron. Desde la batería veíaselos correr hacia delante y hacia atrás, transportando a los heridos sobre los fusiles dispuestos en forma de parihuelas. Un general, con todo su séquito, subió a la fortificación; hablaba con un coronel. Después de mirar severamente a Pedro, descendió, mientras ordenaba a las tropas de infantería que se hallaban detrás que se tendieran sobre el suelo para mejor evitar los tiros. Después de esto, de entre las líneas de la infantería de la derecha de la batería se oyeron voces de mando y redobles de tambor, viéndose avanzar a la infantería en formación. Pedro miraba por encima de la muralla. Un militar le llamaba la atención particularmente: era un oficial joven, que marchaba de espaldas, con la espada baja y que se volvía con inquietud.

Las líneas de la infantería desaparecían entre el humo. Se oían gritos prolongados y frecuentes descargas de fusiles. A los pocos minutos retiraron una cantidad de heridos en literas. Sobre la batería, las bombas empezaban a caer con mucha mayor frecuencia. Algunos soldados estaban tendidos en el suelo. Alrededor de los cañones, los soldados maniobraban con animación. Nadie se acordaba de Pedro. Dos o tres veces le gritaron indignados porque les estorbaba el paso.

El oficial superior de la cara arrugada iba de un cañón al otro dando largas zancadas. El oficial joven y pequeño, cuyo color había subido de punto, dirigía a los soldados con la más rigurosa exactitud. Los soldados pasábanse las municiones, trabajando con un valor admirable. Cuando andaban lo hacían a saltos, como movidos por resortes invisibles.

Se acercaba una tempestad, y aquel fuego, cuyos progresos seguía Pedro con tanta atención, brillaban en todos los rostros. Pedro se hallaba al lado del oficial superior. El oficial joven se dirigió corriendo hacia éste con la mano en la visera.

– Tengo el honor de anunciarle, mi coronel, que no quedan más que ocho cargas. ¿Quiere usted que continúe el fuego?

– ¡Metralla! – gritó casi sin responderle el oficial superior, que miraba más allá de la muralla.

De pronto sucedió algo: el pequeño oficial dejó escapar un «¡ay!» y, doblándose, se desplomó como un pájaro herido.

A los ojos de Pedro todo se volvió extraño, vago y sombrío.

Las balas silbaban una detrás de otra y caían sobre la muralla, sobre los soldados y sobre los cañones. Pedro, que un rato antes no oía aquel silbido, era la única cosa que ahora percibía. De la parte de la batería de la derecha, con un grito de«¡hurra!», los soldados corrían, aunque, según le pareció a Pedro, no iban hacia delante, sino que corrían hacia atrás.

Una bala chocó contra la muralla, delante de donde se hallaba Pedro, y arrancó mucha tierra; una bala negra pasó por delante de sus ojos y en aquel momento algo cayó al suelo.

Los milicianos que entraban en la batería volviéronse hacia atrás corriendo.

– ¡Metralla en todos los cañones! – gritó el oficial.

El cabo corrió hacia el oficial superior y con un murmullo de espanto – igual que un maitre d'hotel informa al hostelero que se ha terminado el vino que piden-le dijo que no tenían más cargas.

– ¡Ladrones! ¿Qué hacen entonces? – gritó el oficial volviéndose hacia Pedro. La cara del oficial ardía; mojada por el sudor, sus hundidos ojos brillaban como ascuas.

-. ¡Corre a las reservas, trae los cajones! – gritó al soldado, mientras lanzaba una mirada irritada a Pedro.

– ¡Ya iré yo! – dijo Pedro.

Sin responderle, el oficial empezó a ir de una parte a otra dando grandes zancadas.

– ¡No tires…, aguarda! – gritó.

El soldado que recibió la orden chocó con Pedro.

-¡Eh, señor! ¡Que estorba!-le dijo, y emprendió la bajada corriendo.

Pedro echó a correr detrás de él, dando una vuelta para no pasar por donde había caído el joven oficial.

Una bala, otra, otra, pasaban por encima de él o caían delante, al lado o detrás. Pedro corría hacia abajo. «¿Dónde voy ahora?», se dijo de pronto, extenuado, cerca de las cajas verdes. Paróse indeciso y se preguntó si era conveniente seguir adelante o volverse atrás. De pronto, un choque terrible le derribó.

En aquel momento, una gran llamarada le iluminó y un ruido como de trueno, seguido de un silbido ensordecedor, estalló en sus oídos. Cuando Pedro volvió en sí se encontró sentado en el suelo, apoyado en sus manos. La caja cerca de la cual había llegado ya no existía. Por encima de la hierba sólo se veían trozos de madera pintada de verde quemados y astillas encendidas; un caballo, pasando por encima de los restos de las camillas, huía, y otro, tendido en el suelo, relinchaba de un modo penetrante.

XVIII

Pedro, demasiado espantado para darse cuenta de lo que acababa de ocurrir, levantóse de un salto y corrió otra vez hacia la batería, como al único refugio contra todos los horrores que le rodeaban.

Cuando entró observó que no se oían los cañonazos y que alguien hacía alguna cosa. Pedro no tuvo tiempo para comprender quiénes eran aquellas gentes. Divisó al coronel, que estaba echado sobre la muralla, vuelto de espaldas a él, como si examinara alguna cosa situada abajo, y a un soldado que, haciendo esfuerzos para librarse de unos hombres que le tenían sujeto por los brazos, gritaba: «¡Hermanos!», y todavía vio otra cosa extraña.

Pero no había tenido tiempo de darse cuenta de que el coronel había muerto y que aquel que gritaba «¡hermanos!» era un prisionero, cuando sus ojos descubrieron, delante de él, a otro soldado, muerto por una bayoneta que le salía por la espalda.

Acababa de llegar a la trinchera cuando un hombre delgado, de tez blanca, cubierto de sudor, con uniforme azul y con la espada en la mano, corrió hacia él gritando algo. Pedro, por un instintivo movimiento de defensa, sin ver del todo a su adversario, cerró contra él, le cogió – era un oficial francés – y con la otra mano le apretó la garganta. El oficial soltó la espada, cogiendo a Pedro por el cuello de su traje.

Durante unos cuantos segundos, los dos se miraron con ojos desorbitados, perplejos; parecía como si no supieran exactamente lo que hacían y lo que debían hacer. «¿Soy yo el prisionero o soy yo quien le ha hecho prisionero?», pensaban los dos. Pero, evidentemente, el oficial francés se inclinaba ante la idea de que el prisionero era él, porque la vigorosa mano de Pedro, movida por el miedo, involuntariamente le iba apretando la garganta cada vez más fuerte. El francés quería decir algo, cuando, de pronto, una bala silbó de un modo siniestro casi al nivel de sus cabezas, y a Pedro le pareció que la bala se había llevado la cabeza del oficial francés, tal fue lo rápido que éste inclinó la cabeza. Pedro también inclinó la suya y abrió las manos. Sin preguntarse quién había hecho un prisionero, el francés volvióse a la batería y Pedro emprendió el descenso, tropezando con muertos y heridos, pareciéndole que éstos se cogían a sus piernas.

Todavía no había llegado abajo cuando tropezó con una masa compacta de soldados rusos que subían corriendo, cayendo, empujándose y profiriendo gritos de alegría y que bravamente se dirigían hacia la batería.

Los franceses que ocupaban la batería huyeron.

Las tropas rusas, con gritos de «¡hurra!», internáronse tanto entre las baterías francesas que fue difícil contenerlas.

En las baterías fue hecho prisionero, entre otros, un general francés herido, al que rodeaban sus oficiales. Una multitud de heridos rusos y franceses, con los rostros deformados por el dolor, marchaban, se arrastraban y eran sacados de la batería sobre parihuelas. Pedro subió la cuesta, donde estuvo más de una hora, y de todo aquel pequeño círculo que tan amistosamente le recibiera no pudo reconocer a nadie. Había muchos muertos que no sabía quiénes eran, entre los cuales, sin embargo, reconoció a alguno. El joven oficial continuaba sentado, doblado del mismo modo, sobre un lago de sangre, cerca de la muralla. El soldado del rostro colorado aún se movía, pero lo dejaron. Pedro corrió hacia abajo.

«Ahora acabarán, sentirán horror de lo que han hecho», pensaba Pedro, sin saber dónde iba, siguiendo a una multitud de camillas que se alejaban del campo de batalla.

El sol, todavía muy alto, estaba cubierto de humo. Por delante, hacia Semeonovskoie, algo se movía entre el humo y las detonaciones. No sólo los cañonazos y las descargas continuaban, sino que aumentaban desesperadamente, igual que un hombre que hace su último esfuerzo.

XIX

Kutuzov estaba sentado, con la cabeza baja, y su pesado cuerpo yacía sobre un montón de alfombras, en el mismo lugar donde Pedro le había visto por la mañana. No daba ninguna orden, limitándose a aceptar o no lo que le proponían.

– Sí, sí, háganlo – respondía a diversas proposiciones -. Sí, ve, hijo mío – decía a uno y a otro de sus subalternos; o bien: No, no es preciso, es preferible atacar.

Escuchaba los informes que se le daban, daba órdenes cuando sus subordinados se las pedían; pero cuando oía los informes parecía no interesarle el sentido de las palabras que le decían, sino alguna otra cosa, como la expresión del rostro y el tono de la voz de los que le hablaban.

A las once de la mañana le dieron la noticia de que las avanzadas ocupadas por los franceses habían sido tomadas de nuevo, pero que Bagration estaba herido. Kutuzov exclamó: «¡Ah!», e inclinó la cabeza.

– Vete a ver al príncipe Pedro Ivanovich y entérate con detalle de lo que ocurre – dijo a uno de sus ayudantes de campo; después se dirigió al príncipe de Wurtemberg, que se encontraba detrás de él.

– ¿No desea Vuestra Alteza tomar el mando del primer cuerpo de ejército?

Poco después de haber partido el Príncipe, el ayudante de campo, que no había tenido tiempo de llegar a Semeonovskoie, volvió y anunció al Serenísimo que el Príncipe pedía refuerzos.

Kutuzov arrugó las cejas y dio a Dokhturov la orden de encargarse del mando del primer ejército y pidió hicieran volver al Príncipe, del cual, según decía, no podía prescindir en aquellos importantes momentos.

Cuando, procedente del flanco izquierdo, llegó Chibinin corriendo con la noticia de que los franceses habían tomado las avanzadas y Semeonovskoie, Kutuzov, adivinando por los rumores llegados del campo de batalla y por la cara de Chibinin, que la situación no era buena, se levantó como si lo hiciera para estirar las piernas y, cogiendo a Chibinin por el brazo, se lo llevó aparte.

– Ve allí, querido, y mira si puede hacerse algo – le dijo.

Kutuzov se encontraba en Gorki, en el centro de la posición del ejército ruso. El ataque de Napoleón contra el flanco izquierdo había sido rechazado muchas veces. El centro de los franceses no había pasado de Borodino, y en el flanco izquierdo la caballería de Uvarov había hecho retroceder al enemigo.

A las tres cesaron los ataques de los franceses. Por las caras de los que llegaban del campo de batalla y por las de los que le rodeaban, Kutuzov comprendía que la tensión había llegado al máximo.

Kutuzov estaba satisfecho del inesperado éxito de aquel día, pero sus fuerzas le abandonaban. La cabeza se le inclinaba frecuentemente hacia delante y se dormía. Le sirvieron la comida. El ayudante de campo del Emperador, Volsogen, se acercó a Kutuzov durante la comida. Venía de parte de Barclay para darle cuenta de la marcha de las cosas en el flanco izquierdo. El prudente Barclay, viendo una multitud de heridos que huían y que las líneas de atrás se dislocaban, pesando todas las circunstancias del asunto, había decidido que la batalla estaba perdida y enviaba esta noticia al General en jefe por conducto de su favorito.

Kutuzov mascaba dificultosamente un pollo asado mientras miraba con su pequeño y vivo ojo a Volsogen. Este, con paso negligente y una sonrisa casi desdeñosa, se acercó a Kutuzov, tocándose apenas la visera. Delante del Serenísimo afectaba una especie de negligencia que tenía por objeto mostrar que él, militar instruido, dejaba a los rusos el trabajo de convertir en un ídolo a aquel viejo inútil, aunque sabía perfectamente con quién había de habérselas. «Der alte Herr-como llamaban los alemanes entre ellos a Kutuzov-mach es sich ganz begue, pensaba Volsogen mientras lanzaba una mirada severa a los platos que Kutuzov tenía delante. Empezó por recordar al «viejo señor» la situación de la batalla en el flanco izquierdo, tal como Barclay le había ordenado que hiciera y tal como él mismo la veía y la comprendía.

– Todos los puntos de nuestra posición están en manos del enemigo; no sabemos qué hacer para retroceder, porque no tenemos bastantes tropas y éstas todavía huyen, siendo imposible detenerlas.

Kutuzov dejó de masticar y, extrañado, como si no entendiera bien lo que le decía, fijó su mirada en Volsogen, el cual, al observar la emoción del «viejo señor», dijo con una sonrisa:

– Creo que no tengo derecho a ocultar a Vuestra Excelencia lo que he visto: las tropas están completamente desorganizadas.

– ¿Lo ha visto usted? ¿Usted? – exclamó Kutuzov frunciendo el ceño, levantándose y acercándose a Volsogen -. ¿Usted…? ¿Cómo se atreve…?-gritó haciendo un gesto amenazador con su temblorosa mano, mientras resollaba -. ¿Cómo se atreve usted a decírmelo a mí? Usted no sabe nada. Diga de mi parte al general Barclay que sus informaciones son falsas y que yo, el General en jefe, conozco mejor que él la marcha de la batalla.

Volsogen quiso decir algo, pero Kutuzov le interrumpió:

– El enemigo ha sido rechazado en el flanco izquierdo y vencido en el derecho. Si usted lo ha visto mal, no le permito que diga lo que no sabe. Hágame el favor de regresar al lado del general Barclay y transmitirle para mañana la orden terminante de atacar al enemigo – dijo severamente Kutuzov.

Todos callaban; únicamente se oía el resollar del viejo General.

-Son rechazados por todas partes, por lo que doy gracias a Dios y a nuestro viejo ejército. ¡El enemigo está vencido y mañana le echaremos de nuestra santa Rusia! – dijo Kutuzov persignándose; de pronto se echó a llorar.

Volsogen encogióse de hombros, hizo una mueca y sin decir una palabra se retiró a un lado, admirado ueber diese Eingenommenheit des alten Herr.

– ¡Ah! ¡He aquí a mi héroe! – exclamó Kutuzov al ver al General, buen mozo, muy gordo, de negra cabellera, que en aquel momento subía la cuesta. Era Raiewsky, que durante todo el día habíase encontrado en el puente principal del campo de Borodino.

Raiewsky explicaba que las tropas aguantaban firmes en las posiciones y que los franceses no se atrevían a atacarles.

Después de escucharle, Kutuzov dijo:

-Así, pues, ¿no piensa usted, «como los demás», que estamos obligados a retirarnos?

– Al contrario, Alteza, en las batallas indecisas siempre el más terco es el que vence, y mi parecer es…

Kutuzov llamó a su ayudante de campo.

– Kaissarov, siéntate y escribe la orden del día para mañana. Y tú-dijo a otro-, ve a la línea y diles que mañana atacaremos.

Durante esta conversación con Raiewsky, y mientras Kutuzov dictaba la orden, Volsogen regresó de hablar con Barclay y dijo que el General deseaba tener por escrito la confirmación de la orden del General en jefe.

Kutuzov, sin mirar a Volsogen, ordenó escribir la orden que pedía el antiguo General en jefe para evitarse, y con razón, la responsabilidad personal. Y, por lazo misterioso indefinible, que extendía por todo el ejército la misma impresión, y que se llama el espíritu del ejército y que es el nervio principal de la guerra, las palabras de Kutuzov fueron transmitidas momentáneamente a todos los puntos del ejército. No eran las mismas palabras, no era la orden que se transmitía hasta los últimos eslabones de aquella cadena, pues en los relatos transmitidos de un punto a otro del ejército no había nada que se pareciese a lo que dijera Kutuzov, pero el sentido de sus palabras se comunicaba por todas partes, porque las palabras de Kutuzov no venían de consideraciones hábiles, sino del sentimiento que era el alma del General en jefe, como lo era de toda la Rusia.

Al saber que al día siguiente atacarían al enemigo, mientras aguardaban de las esferas superiores del ejército la afirmación de lo que les era grato de creer, los hombres, agotados, se rehicieron y adquirieron nuevo valor.

XX

El regimiento del príncipe Andrés estaba en la reserva; hasta las dos se mantuvo inactivo detrás del pueblo de Semeonovskoie, bajo el vivo fuego de la artillería. A las dos, el regimiento, que había perdido más de doscientos hombres, fue puesto en movimiento, avanzando por los campos de centeno pisoteados, en el espacio comprendido entre el pueblo y la batería de la colina, donde durante la mañana millares de hombres habían muerto y ahora se dirigía el fuego concentrado de algunos centenares de cañones enemigos.

Sin moverse de aquel lugar y sin disparar un solo cañonazo, el regimiento perdió un tercio de sus soldados. Delante, y particularmente a la derecha, donde la humareda no se disipaba, los cañones retumbaban y por encima de la extensión misteriosa que el humo cubría volaban las balas y las granadas sin descanso, con estridentes silbidos.

Por dos veces, y como para descansar, las balas y las granadas, durante un cuarto de hora, pasaron de largo. Por el contrario, otras veces los proyectiles ocasionaban muchas bajas en un solo minuto, y a cada instante debían retirar a los muertos y recoger a los heridos.

A cada nuevo tiro, los que todavía no habían muerto perdían las probabilidades de salir vivos. El regimiento estaba formado en columnas, por batallones, a intervalos de trescientos pasos, pero a pesar de ello todos los hombres se hallaban bajo la misma impresión.

Todos permanecían igualmente silenciosos y herméticos. Casi no se oía ninguna conversación entre las filas y éstas deteníanse cada vez que estallaba un disparo y se oía el grito de: «¡Camilla!». La mayor parte del tiempo los soldados lo pasaban sentados en el suelo, según la orden. Uno, quitándose la gorra, la desplegaba con mucho cuidado y otra vez volvía a rehacer sus pliegues; otro, después de deshacer algunos terrones de tierra húmeda, frotaba con ella la bayoneta; un tercero se desceñía el cinto y arreglaba la hebilla; otro se arreglaba atentamente las polainas, calzándose de nuevo. Algunos construían casitas con tierra o barraquitas y pequeños pajares. Todos parecían absortos por sus ocupaciones. Cuando había muertos o heridos, cuando aparecían las camillas, cuando los rusos volvían, cuando a través del humo se veían grandes masas enemigas, nadie prestaba atención, pero cuando la caballería y la artillería pasaban delante, allá donde se advertían los movimientos de la infantería rusa, de todas partes se escuchaban reflexiones animosas. Pero lo que merecía la mayor atención eran los acontecimientos completamente extraños y sin ninguna relación con la batalla. El interés de aquella gente, moralmente dormida, parecía que se apoyara en las cosas ordinarias de la vida. La batería de artillería pasó delante del regimiento. Un caballo se enredó las bridas con las cajas. «¡Eh! Carretero, arréglalo. ¿No ves que va a caerse?», gritaban de todas las líneas del regimiento. Otra vez la atención general fue atraída por un perrito negro, de cola tiesa, venido de Dios sabe dónde, que corriendo, asustado, apareció delante de los soldados y que después, de pronto, espantado por una bala que cayó muy cerca de él, aulló y, con el rabo entre piernas, se dejó caer de lado. Pero estas distracciones duraban pocos minutos y los hombres ya hacía ocho horas que estaban allí sin comer, inactivos, bajo el horror incesante de la muerte, y sus caras amarillas y sombrías empalidecían y se oscurecían cada vez más.

El príncipe Andrés, como todos los hombres de su regimiento, estaba pálido y tenía las cejas fruncidas. Con las manos detrás de la espalda y la cabeza baja se paseaba de acá para allá por un campo de centeno. No tenía nada que hacer, ninguna orden que dar. Todo marchaba por sí solo. Los muertos eran conducidos detrás del frente, se retiraba a los heridos y las líneas se rehacían. Si los soldados se apartaban, volvían corriendo. El príncipe Andrés, convencido, de momento, de que su deber entonces era excitar el valor en sus soldados y darles ejemplo, no tardó en convencerse de que no debía enseñar nada a nadie. Todas las fuerzas de su alma, como las de sus soldados, se concentraban conscientemente en el esfuerzo continuo de no contemplar el horror de la situación. Marchaba por el campo arrastrando los pies, pisaba la hierba y miraba el polvo que le cubría las botas. A veces paseaba a grandes pasos, tratando de pisar sobre las huellas que habían dejado los segadores; otras veces contaba los pasos, calculaba cuántas veces habría de pasar de un surco a otro para andar una versta, o bien arrancaba una brizna de absenta que crecía en el margen de un surco, se frotaba con ella las manos y aspiraba su amargo y fuerte perfume. De todo el cansancio del día anterior no quedaba nada. No pensaba, escuchaba los mismos sonidos con el oído cansado, distinguía el silbido del paso de los proyectiles y examinaba la cara de los soldados del primer batallón, que conocía muy bien, y esperaba. «He aquí otra…, ¡ésta es para nosotros!», pensó al oír el silbido de algo envuelto en humo que se acercaba. «Una, dos. ¡Ah! ¡Ya está!»; se detuvo, miró a las filas. «No. Ha pasado por encima. ¡Ésta sí que caerá!» Y volvió a andar dando largas zancadas para llegar al surco en dieciséis pasos. Un silbido…, una detonación. Cinco pasos más allá, la tierra había sido removida y la bala había desaparecido. Sintió un escalofrío que le recorrió la espalda y volvióse para mirar a las filas. Debía de haber muchos muertos. Una gran muchedumbre se amontonaba alrededor del segundo batallón.

– ¡Señor ayudante de campo! – gritó -. ¡Dé orden de que no se amontonen! – El ayudante de campo ejecutó la orden y se acercó al príncipe Andrés. El comandante del batallón también se acercaba a caballo.

– ¡Tenga cuidado! – dijo un soldado con voz de espanto, y como un pájaro que silbando en un rápido vuelo se posa en el suelo, casi sin ruido, una granada cayó a los pies del príncipe Andrés, cerca del comandante del batallón. El caballo del primero, sin preguntar si estaba bien o no el demostrar miedo, relinchó, encabritóse, faltando poco para que tirara al jinete, y saltó a un lado. El miedo del caballo se contagió a los hombres.

– ¡Al suelo! – gritó la voz del ayudante de campo dejándose caer sobre la hierba. El príncipe Andrés permanecía de pie, indeciso. La granada, humeante, daba vueltas como un trompo entre él y el ayudante de campo, curvado cerca de una mata de absenta.

«Es la muerte – pensó el príncipe Andrés mirando con un ojo nuevo y envidioso la hierba, la absenta, el humo que se levantaba de la bola negra que había caído -. ¡No puedo, no quiero morir! Quiero la vida, amo esta hierba, la tierra, el aire…», pensó esto, pero al mismo tiempo recordó que le miraban, y dijo al ayudante de campo:

– Es una vergüenza, señor oficial, que…

No terminó. En el mismo momento, un estallido, un silbido, un ruido como de cristales rotos, el olor sofocante de la pólvora, y el príncipe Andrés volvióse sobre sus talones, levantó los brazos y cayó de bruces al suelo.

Algunos oficiales corrieron; del lado derecho del abdomen brotaba la sangre y empapaba la hierba.

Los milicianos, provistos de una camilla, detuviéronse unos pasos más allá. El príncipe Andrés yacía de bruces sobre la hierba, respirando muy fatigosamente.

– ¿Por qué os detenéis? ¡Adelante!

Los campesinos se acercaron, le cogieron por debajo de los sobacos y por las piernas, pero al oírle gemir dolorosamente se miraron unos a otros y le dejaron.

– Cógele, ponlo aquí. ¡No importa! – dijo una voz.

Le recogieron de nuevo y le depositaron sobre la camilla- ¡Dios mío, Dios mío, en el vientre! ¡Ha concluido ¡Dios mío! – se oía entre los oficiales.

– ¡Me ha pasado rozando la cabeza! ¡Me he librado por un pelo! – decía el ayudante de campo.

Los campesinos, después de colocarse la camilla sobre los hombros, siguieron con paso vivo el camino hacia la ambulancia.

– ¡Eh, campesinos, al paso! – gritó el oficial cogiendo por un hombro a los que no andaban con regularidad y sacudían la camilla.

– ¡Cuida de ir al paso! – dijo el que iba delante.

– ¡Buena la hemos hecho! – dijo alegremente el que iba detrás, al tropezar.

– ¡Excelencia! ¡Príncipe! – gritaba Timokhin corriendo y mirando a la camilla.

El príncipe Andrés abrió los ojos. Miró fuera de la camilla, para ver quién le hablaba, pero la cabeza le cayó pesadamente y de nuevo cerró los ojos.

Los campesinos condujeron al príncipe Andrés cerca del bosque, donde se encontraban los carros y las ambulancias.

La ambulancia comprendía tres tiendas que se abrían sobre la hierba de un bosque de sauces. Los caballos y las carretas se encontraban en el bosque. Los caballos comían centeno en los morrales y los gorriones venían a picar los granos que caían; los cuervos, que olían la sangre, graznaban atrevidamente y volaban entre los árboles. En torno a las tiendas, en un espacio de más de dos deciatinas, se hallaban unos hombres manchados de sangre, vestidos de diversos modos, que permanecían tendidos, sentados o de pie. Cerca de los heridos se estacionaban los soldados que, conducían las camillas, a los cuales los oficiales daban en vano la orden de apartarse.

Sin obedecer a los oficiales, los soldados quedábanse apoyados en las camillas, y con la mirada fija, como si trataran de comprender la importancia del espectáculo, miraban lo que ocurría delante de ellos. De las tiendas salían a veces gemidos agudos e iracundos, pero otras veces eran plañideros. De vez en cuando, los enfermeros iban por agua e indicaban cuáles habían de ser trasladados. Los heridos que aguardaban turno, cerca de la tienda, gemían, lloraban, gritaban, pedían aguardiente, y algunos deliraban.

Pasando por encima de los heridos todavía no curados, condujeron al príncipe Andrés, jefe de regimiento, al lado de una de las tiendas, y los soldados quedáronse esperando órdenes. El príncipe Andrés abrió los ojos, pero durante mucho rato no pudo comprender qué ocurría a su alrededor: el campo, la absenta, la tierra, la bala negra dando vueltas y su anhelo apasionado por la vida volviéronle la memoria. A dos pasos de él, un suboficial alto y fuerte, de cabellos negros, con la cabeza vendada, que se apoyaba en un tronco, hablaba fuerte llamando la atención de todos. Estaba herido en la cabeza y en la pierna. A su alrededor, una multitud de heridos y conductores de camillas escuchaban ávidamente sus palabras.

– ¡Cuando los hemos echado de allí, lo han abandonado todo, y hemos cogido prisionero al rey! – gritaba el soldado mirando a su alrededor con ojos brillantes -. Si en aquel momento hubieran llegado las reservas, te aseguro que no queda ni rastro. Estoy convencido, yo te digo…

El príncipe Andrés, como todos los demás que escuchaban al narrador, mirábale con ojos brillantes y experimentaba un sentimiento consolador: «Pero ¿qué me importa? ¿Qué debe ocurrir allá abajo? ¿Por qué sentimos tanto el dejar esta vida…? ¿Existe en la vida algo que no comprendía y que todavía no comprendo?», pensaba.

XXI

Uno de los médicos, con el delantal y las manos llenos de sangre, salió de la tienda con un cigarro, cogido, para no mancharlo, entre el dedo pulgar y el auricular. Levantó la cabeza y miró por encima de los heridos. Evidentemente, salía a respirar un poco. Después de volver la vista a derecha y a izquierda, gimió y bajó la vista.

– ¡Vamos, enseguida! -respondió a las palabras del enfermero que le señalaba al príncipe Andrés, ordenando que le condujeran al interior de la tienda.

De entre la multitud de heridos que aguardaban se levantó un rumor.

– Por lo que se ve, hasta en el otro mundo los señores se dan mejor vida – dijo alguien.

El príncipe Andrés fue trasladado a la tienda y colocado sobre una mesa limpia, de la que el enfermero hacía escurrir algo. El príncipe Andrés no podía discernir todo lo que se hacía dentro de la tienda: los lastimeros gemidos que oía a su alrededor y los dolores intolerables de su espalda y de su abdomen le distraían. Todo lo que veía allí confundíase en una impresión general de cuerpos humanos desnudos, llenos de sangre, que cubrían el suelo de la tienda.

En la tienda había tres mesas: dos estaban ocupadas. Colocaron al príncipe Andrés sobre la tercera. Le dejaron un momento, y, sin proponérselo, vio lo que pasaba en las otras mesas. En la que estaba más cerca veíase extendido un tártaro, probablemente un cosaco, según se podía deducir por el uniforme que tenía cerca. Cuatro soldados le sujetaban. El médico, con lentes, hacía algo en su cuerpo moreno y musculoso.

– ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! – gritaba el tártaro. Y de pronto, mostrando su cara musculosa, negra, de nariz breve y dientes blancos, empezó a debatirse, a agitarse, a lanzar gritos estridentes. Sobre la otra mesa, rodeado de muchas personas, con la cabeza echada hacia atrás – el color del cabello rizado y la forma de la cabeza le parecían extrañamente conocidos al príncipe Andrés -, estaba otro hombre. Algunos enfermeros le aguantaban, apoyándose sobre su pecho. Una de sus piernas, larga y blanca, se agitaba continuamente en un temblor convulsivo. Aquel hombre sollozaba febrilmente y se cubría. Dos médicos silenciosos – el uno estaba pálido y temblaba – hacíanle algo en la otra pierna, de un color rojo subido.

Cuando hubieron acabado con el tártaro, sobre el que extendieron una manta, el doctor de los lentes se acercó al príncipe Andrés mientras se secaba las manos.

Al ver la cara del príncipe Andrés se volvió rápidamente.

– ¡Desnudadlo! ¿Qué hacéis ahí como unos pasmados? – gritó severamente a los enfermeros.

La imagen de, su primera infancia apareció en la memoria del príncipe Andrés cuando el enfermero, con mano inhábil y subidas las mangas, le desabrochó el uniforme y le quitó la ropa.

El doctor se inclinó sobre la herida, la tocó, dio un profundo suspiro y enseguida llamó a alguien. El espantoso dolor en el abdomen había hecho perder el sentido al príncipe Andrés. Cuando volvió en sí ya tenía fuera los trozos rotos de fémur, un trozo de carne destrozada, y limpia la herida; le echaban agua sobre la cara. Así que abrió los ojos, el doctor se inclinó ante él, besándole, y se alejó rápidamente.

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