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Análisis del libro Guerra y Paz, de León Tolstoi (página 15)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16

Pero, apenas bajaba los párpados, veía ante él el rostro espantoso del obrero y los más horribles todavía de sus involuntarios asesinos.

A su lado se hallaba sentado un hombre de talla exigua, de cuya presencia se había dado cuenta enseguida por el fuerte olor a sudor que se desprendía de él a cada uno de sus movimientos. Este hombre estaba encogido en la oscuridad y, aunque Pedro no le veía el rostro, se daba cuenta que no le quitaba la vista de encima. Al mirarle más atentamente, comprendió lo que hacía: se descalzaba de una manera que le llamó la atención.

Después de desatar los cordones que rodeaban una de sus piernas, los arrolló con cuidado y enseguida se quitó los de la otra pierna, mirando a Pedro.

Cuidadosamente, con movimientos regulares, el hombre se descalzó, colgó el zapato de uno de los clavos de madera que había en la pared, sobre su cabeza, y, sacando una navaja, cortó algo con ella. Luego la cerró, se la guardó, se instaló con más comodidad y miró fijamente a Pedro.

Este experimentaba una sensación agradable, consoladora, inspirada por los movimientos regulares e incluso el olor de aquel hombre, que no le quitaba ojo.

-Ha presenciado usted muchas ejecuciones, ¿verdad, señor? – le interrumpió de repente.

La voz cantarina del hombre era tan acariciadora, tan natural, que Pedro quiso responder; pero le temblaban los labios y los ojos se le llenaron de lágrimas. Inmediatamente, sin esperar a que le hablase de sus sufrimientos, el hombrecillo se puso a charlar con la misma agradable voz.

– No te disgustes, amigo – recomendó con ese acento tierno, cantarín, acariciador, con que hablan las viejas rusas -. No te disgustes, amigo. El pesar dura una hora; la vida, un siglo. Nosotros vivimos en este mundo gracias a Dios. Los hombres son así, unos buenos y otros malos.

Y con un ágil movimiento se levantó, empezó a toser y se fue al otro lado de la barraca.

– ¡Ah, malvada! ¿Conque has vuelto? – dijo desde su nuevo rincón con la misma voz llena de ternura -. Ha vuelto, se acuerda de mí… ¡Bueno, basta!

Y rechazando a una perrita que daba saltos a su alrededor regresó a su sitio y se sentó otra vez. Tenía algo en la mano.

– Toma, come si quieres – dijo a Pedro con acento respetuoso, ofreciéndole unas patatas cocidas -. Son excelentes.

A Pedro, que no había comido nada desde la víspera, le pareció muy apetitoso el olor de las patatas. Las aceptó, dio las gracias a su compañero y se puso a comer.

– ¿Por qué te las comes así? – dijo éste sonriendo -. Mira cómo lo hago yo – agregó cogiendo una patata y cortándola con el cuchillo en dos partes iguales.

Hecho esto, roció de sal una de ellas y se la ofreció a Pedro.

– Son excelentes – repitió -. Come.

A Pedro le pareció, en efecto, que nunca había probado nada mejor.

– A mí me da lo mismo – observó éste -, pero ¿por qué han fusilado a esos desgraciados? ¡El último no había cumplido los veinte años!

– ¡Chist! – dijo el hombrecillo -. ¡Ah, cuánto se peca, cuantísimo se peca! – añadió vivamente, como si tuviera ya preparadas las palabras y le salieran por sí mismas de la boca -. ¿Por qué te has quedado en Moscú?

– Porque no sospechaba que llegaría tan pronto el enemigo.

– ¿Y te han cogido en tu propia casa?

– No, quise ver el incendio y me detuvieron y juzgaron como a incendiario.

-¡Ah, sí! El juicio, la justicia

– ¿Y tú? ¿Llevas mucho tiempo aquí dentro?

– No. Me sacaron del hospital el domingo pasado.

– ¿Eres soldado?

– Pertenezco al regimiento de Apcheron; tenía fiebre y por poco me muero. Nadie nos dijo nada. Eramos una veintena de hombres los que estábamos enfermos. A ninguno se le ocurrió…

– ¿Te aburres aquí?

– ¿Cómo no he de aburrirme, padrecito? Me llaman Platón; mi apellido es Karataiev. En el servicio me apodaban «El Halcón». ¿Cómo no voy a aburrirme, padrecito? Moscú es madre de todas las ciudades y me duele su caída. Pero también el gusano se come la col y luego muere. Así lo dicen los viejos.

– ¿Cómo, cómo has dicho?

– Quiero decir que lo que pasa es por voluntad de Dios – repuso el soldado, creyendo repetir exactamente lo que había dicho antes -. Y tú posees dominios, ¿verdad? ¿Y una casa? ¿Y una esposa? ¿Viven aún tus ancianos padres?

Pedro no veía en la oscuridad, pero se daba cuenta de que, mientras le interrogaba, el soldado sonreía con ternura. A éste le emociono saber que Pedro era huérfano. Sobre todo le impresionó el hecho de que no tuviera madre. Porque, como dijo, «la mujer nos aconseja, la suegra nos salva, pero en el mundo no existe nada tan precioso como una madre».

– ¿Tienes hijos?

La respuesta negativa de Pedro le entristeció, mas se apresuró a observar:

– ¡Bah! Todavía eres joven, a Dios gracias, y ya los tendrás… si vives en buena armonía con tu mujer.

– ¡Ah! Ahora todo me da lo mismo – exclamó Pedro a su pesar.

Platón cambió de postura, tosió y se dispuso a darle una larga explicación.

Yo también he poseído un hogar, amigo – declaró -. El dominio de nuestro señor era rico; poseía muchas tierras. Los campesinos que le servíamos vivíamos bien y, a Dios gracias, mi familia prosperaba. Mi padre trabajaba, así como mis cinco hermanos. Todos éramos verdaderos hijos de la tierra. Pero un día…

Platón Karataiev refirió a Pedro una larga historia. Un día que quiso coger leña en un bosque vecino, lo sorprendió el guardia, le dio de latigazos, le juzgaron y después le alistaron en el ejército.

– Ya ves, aquello parecía ser un mal, pero en el fondo fue un bien – admitió sonriendo -, porque, de no ser por mi infracción, le hubiera tocado ir al servicio a mi hermano menor, que tenía cinco hijos, mientras que yo sólo tenía mujer. El había tenido, además, una hija, pero Dios se la llevó. Una vez que me dieron unos días de permiso regresé a casa y vi que la familia vivía mejor que antes. El establo rebosaba de ganado, las mujeres se quedaban en casa, dos de mis hermanos se ganaban el pan fuera y el más pequeño, Mikhailo, trabajaba en casa. Mi padre dijo: «Para mí, todos mis hijos son iguales. Si alguien me muerde en un dedo, siento el dolor en todo el cuerpo, y si no se hubieran llevado a Platón, habría tenido que partir Mikhailo.» Nos llamó a todos, nos colocó delante del icono y dijo: «Mikhailo, ven; inclínate, y tú, mujer, haz también una reverencia; saludadle, niños.» El destino nos hace malas o buenas pasadas. Nuestra felicidad, amigo mío, es como el agua en las redes del pescador. Se las echa al mar y se hinchan; se las saca y se deshinchan. Así es la vida.

Platón se acomodó sobre la paja.

Tras un momento de silencio se incorporó.

– Bueno; supongo que desearás dormir…

Dicho esto, se santiguó rápidamente murmurando:

– Señor Jesucristo, santos Nicolás, Froilán y Lorenzo, perdónanos y sálvanos.

Se inclinó hasta el suelo, se enderezó, suspiró y se sentó en la paja.

– ¿Qué oración es ésa? -preguntó Pedro.

– ¿Eh? ¿Qué? -dijo Platón medio dormido-. ¿Mi oración…? Ya la has oído. ¿Y tú no rezas?

– Sí. Pero ¿qué quiere decir eso de Froilán y Lorenzo?

– ¡Cómo! ¿No lo sabes? Son los santos patronos de los caballos. Hay que tener compasión también de los animales. ¡Ah, la muy pícara ha dado media vuelta! Está fatigada – explicó palpando a la perrita, que estaba acurrucada junto a sus piernas. Luego se volvió y se durmió.

Del exterior llegaban gritos, llantos, y, a través de un agujero, se veía el resplandor del fuego. Pero en el interior de la barraca todo era oscuridad y silencio. Pedro permaneció despierto largo rato. Estaba echado, con los ojos muy abiertos, oía los ronquidos de Platón, al que tenía aún a su lado, y advertía que el mundo destruido antes se reconstruía ahora en su alma con una belleza nueva, sobre cimientos inconmovibles, nuevos también…

VIII

La barraca adonde se condujo a Pedro, en la que permaneció por espacio de cuatro semanas, cobijaba en calidad de prisioneros a veintitrés soldados, tres oficiales y dos funcionarios.

Todas esas gentes se le aparecían a Pedro hundidas en una especie de niebla espesa, pero Platón Karataiev se quedó para siempre grabado en su alma como un recuerdo amado e intenso, como el símbolo de la bondad y de la franqueza rusas.

Esta primera impresión se confirmó cuando, a la mañana siguiente, vio a su vecino. Toda la persona de Platón, con su capote corto, su gorro y su lapti, era redonda: lo era la cabeza, la espalda, el pecho, los hombros, incluso los brazos, que movía con frecuencia como si se dispusiera a arrojar algo. Su agradable sonrisa, sus grandes, tiernos y oscuros ojos resultaban redondos también. A juzgar por el relato que hacía de las campañas en que había tomado parte, parecía tener cincuenta años. El ignoraba su edad, no podía precisarla; pero sus dientes, fuertes y blancos, que mostraba al reír, eran bellos y estaban bien conservados; ni sus cabellos ni su barba tenían una sola cana y todo su cuerpo era flexible, firme y resistente.

A pesar de algunas pequeñas arrugas, su rostro tenía una expresión de inocencia juvenil; su voz era agradable y cantarina, sus palabras francas y corteses. Era evidente que nunca pensaba lo que decía o tenía que decir, y por eso sin duda la rapidez y firmeza de sus respuestas revelaban una convicción inquebrantable.

Su fuerza física y la preparación de sus músculos eran tales, que no parecía comprender la fatiga ni la enfermedad. Todos los días, al levantarse y al acostarse, decía: «Haz, Dios mío, que duerma como un leño y que me levante en tan buen estado como el pan.» Por las mañanas solía agregar, encogiéndose de hombros: «Bueno. Me acosté, me levanté, me vestí, me puse a trabajar.» En efecto, apenas abría los ojos se apresuraba a hacer algo con ese afán con que el niño coge sus juguetes. Sabía hacerlo todo ni demasiado bien ni demasiado mal: guisaba, amasaba, cosía, clavaba, confeccionaba zapatos. Se hallaba constantemente ocupado y sólo por la noche entablaba conversación -le gustaba mucho charlar – o entonaba alguna cancioncilla. No cantaba como aquel que sabe que se le escucha, sino como las aves, porque sentía la necesidad de emitir sonidos, del mismo modo que sentía el deseo de estirarse o de andar. Sus cánticos eran siempre muy tiernos, muy dulces, como los de una mujer melancólica, y mientras cantaba, su rostro conservaba la seriedad.

Al verse prisionero y con la barba crecida rechazó todo cuanto había en él de soldado y que era extraño a su manera de ser y recobró el aire y las costumbres del campesino.

– Cuando el soldado disfruta de permiso debe llevar la camisa fuera del pantalón – decía.

No le gustaba hablar de sus años de servicio, pero tampoco se quejaba de ellos, pues decía a menudo que nunca le habían pegado en el regimiento. Cuando narraba algo hacía alusión, con frecuencia, a recuerdos antiguos, visiblemente queridos para él, de su vida de campesino. Los proverbios de que salpicaba sus frases no eran inconvenientes como los que suelen decir los soldados. Eran refranes populares, que, aislados, parecían carecer de sentido, pero que, empleados oportunamente, sorprendían por la profunda sabiduría que revelaban. Muchas veces se contradecían, mas siempre resultaban apropiados. A Platón le gustaba conversar y lo hacía bien, sirviéndose de vocablos acariciadores, de sentencias de su propia cosecha, o así se lo parecía a Pedro. Pero el encanto principal de su conversación estribaba en la solemnidad de que revestía los acontecimientos más sencillos, los mismos a veces que había presenciado Pedro sin reparar gran cosa en ellos. Escuchaba con gusto los cuentos (siempre los mismos) que todas las tardes refería un soldado, pero prefería las historias verdaderas. Al escuchar tales narraciones sonreía satisfecho e introducía palabras nuevas o hacía preguntas cuya finalidad era la de sacar una moraleja de lo que se contaba. No se sentía unido a nada; no parecía tener ninguna amistad, ningún afecto, a la manera que los entendía Pedro, pero amaba y vivía en buena armonía con aquellos a quienes las circunstancias ponían a su lado, es decir, con el Hombre, no sólo con este o aquel hombre. Amaba a su perro, amaba a sus camaradas, amaba a los franceses, a Pedro, su vecino en la prisión, mas Pedro se daba cuenta de que cuando se separase de él, aquel hombre no se entristecería lo más mínimo. Y él, Pedro, comenzaba a sentir lo mismo respecto de Karataiev.

Para los demás prisioneros era Platón un soldado vulgar; le llamaban «El Halcón» o Platocha; se burlaban un poco de él, le hacían encargos, pero ya desde el primer momento se presentó a Pedro como un ser incomprensible, redondo, como la personificación constante de la verdad y de la sencillez, y así le vería siempre.

Salvo sus oraciones, no sabía nada de memoria. Cuando empezaba a hablar, ni él mismo parecía saber cómo iba a concluir. Muchas veces, sorprendido por el sentido de sus palabras, Pedro le obligaba a repetirlas, mas ya no las recordaba, como tampoco recordaba nunca la letra de su canción favorita. Sus dichos y sus actos se desprendían de él con la misma espontaneidad y la misma necesidad imperiosa con que se desprende el perfume de la flor.

IX

Después de enterarse por Nicolás de que su hermano estaba con los Rostov, en Iaroslav, la princesa María, a pesar de las exhortaciones de su tía, se preparó para partir, y no sola, sino con su sobrino. No se preguntó ni quiso saber si la empresa sería difícil o no, posible o imposible. Su deber le dictaba no solamente dirigirse al lado de su hermano, gravemente herido, sino llevarle a su hijo. Por consiguiente, lo dispuso todo para una rápida marcha. El hecho de que el Príncipe no le escribiera personalmente se lo explicaba diciéndose que tal vez estuviera demasiado débil para coger la pluma o bien que él juzgaba que el trayecto era demasiado largo y peligroso para ella y su hijo y no quería tentarla con sus cartas a ir a su lado.

Los últimos días de su estancia en Voronezh fueron los mejores de su existencia. Su amor por Nicolás Rostov no la atormentaba, no la emocionaba ya. Este amor llenaba toda su alma, se había convertido en una parte de sí misma y ya no luchaba contra él. Estaba convencida -sin osar confesárselo con franqueza – de que amaba y era amada. La afirmó en esta creencia su última entrevista con Nicolás el día en que fue a notificarle que el príncipe Andrés estaba con los Rostov. Nicolás no hizo entonces ninguna alusión a que, en caso de curarse el príncipe Andrés, pudieran reanudarse entre él y Natacha las pasadas relaciones, mas la princesa María vio impreso en su rostro lo que sabía y lo que pensaba acerca de ello. A pesar de esto, sus relaciones con ella seguían siendo tiernas y afectuosas. Incluso parecía regocijarse de aquel posible y futuro parentesco con la princesa María, el cual le permitía expresarle con mayor libertad sus sentimientos. Así pensaba la Princesa. Sabía que amaba por primera y última vez en su vida; se sentía amada, y esta convicción tranquilizaba su espíritu y la hacía dichosa. Empero, esta dicha parcial no impedía que compadeciera a su hermano con toda su alma. Es más, la paz interior que ahora sentía facilitaba en cierto modo su entrega total a los sentimientos que le inspiraba Andrés. Su inquietud fue tan viva al salir de Voronezh, que, al contemplar su atormentado semblante las personas que la acompañaban, no dudaban que enfermaría por el camino. Mas las dificultades, las preocupaciones del viaje, a las que se entregó febrilmente, la distrajeron de su dolor y le infundieron energías.

Como suele suceder en estos casos, la princesa María no pensaba más que en el viaje y se olvidaba de su finalidad. Pero, al acercarse a Iaroslav, lo que iba a ver se presentó a su imaginación vivamente. Entonces su emoción llegaba al límite.

Cuando el correo que la precedía y que había sido enviado por ella a Iaroslav para informarse de la salud del príncipe Andrés y del lugar en que se hallaban los Rostov, se tropezó, ya de regreso, con el coche, cerca de la puerta del pueblo, quedó impresionado al ver el pálido rostro de la Princesa asomado a la ventanilla.

— Ya lo sé todo, Excelencia. Los Rostov habitan en casa del comerciante Bronikov. No está lejos, a la orilla del Volga.

La princesa María le miró con temor, no comprendiendo por qué aquel hombre no le hablaba de lo principal: la salud de su hermano. La señorita Bourienne preguntó lo que la Princesa no se atrevía a preguntar.

– ¿Cómo está el Príncipe?

– Su Excelencia está con ellos, en la misma casa.

Entonces vives, se dijo María; y preguntó en voz baja:

– ¿Cómo se encuentra?

-Los criados dicen que sigue en el mismo estado.

¿Qué significaba «seguir en el mismo estado»? La Princesa no lo quiso averiguar. Se contentó con mirar furtivamente a Nicolás, niño de siete años, que iba sentado frente a ella; luego bajó la cabeza y ya no volvió a levantarla hasta que, vacilando y chirriando, el coche se detuvo. La portezuela se abrió ruidosamente. A la izquierda, la Princesa vio un gran río; a la derecha, la entrada de una casa, criados y una muchacha de larga trenza negra cuya sonrisa le pareció fingida y desagradable. (Era Sonia.) La Princesa subió con paso ligero la escalera. La muchacha de la sonrisa indicó: «Por aquí, por aquí», y María se encontró en el recibidor, ante una mujer entrada en años, de tipo oriental, que, emocionada, le salía al encuentro. Era la anciana Condesa, que la asió por la cintura y la abrazó.

-Hija mía, la quiero y la conozco hace tiempo – dijo.

A pesar de la emoción, María comprendió quién era aquella dama y que debía decir algo. Sin casi darse cuenta, murmuró unas frases corteses en respuesta a las que en el mismo tono se le dirigían; luego pregunto:

– ¿Dónde está?

– El médico asegura que se halla fuera de peligro – explicó la Condesa; pero el suspiro y la expresión de sus ojos, que elevó al cielo, conque acompañó sus palabras estaban en contradicción evidente con ellas.

– ¿Dónde está? ¿Lo puedo ver?

– Enseguida, Princesa, amiga mía. ¿Es ése su hijo? -interrogó la Condesa señalando al pequeño Nicolás, que entraba en aquel momento en compañía de Desalles, su ayo -. La casa es grande. Todos ustedes podrán alojarse aquí. ¡Oh, qué niño tan encantador!

La Condesa hizo entrar en el salón a María. Sonia hablaba con la señorita Bourienne; la Condesa acariciaba al pequeño. El viejo Conde entró en la habitación para saludar a la recién llegada. Había cambiado mucho desde la última vez que María le había visto.

Entonces era un viejo guapo, alegre, seguro de sí mismo. Ahora daba lástima verle. Mientras hablaba con la Princesa, miraba a su alrededor, como para asegurarse de que hacía lo más conveniente. Después del saqueo de Moscú y de sus dominios; después de haber tenido que renunciar a sus costumbres, ya no se sentía persona importante y consideraba que ya no había lugar para él en la vida.

La Princesa deseaba ver enseguida a su hermano, y le molestaba verse rodeada así en aquellos momentos, pero mientras acariciaban a su sobrino con afecto reparó en todo lo que se hacía junto a ella y se sintió impelida a someterse al nuevo medio en que se hallaba. Sabía que todo aquello era necesario aunque enojoso, y no guardaba rencor a los que la rodeaban.

– Es mi sobrina – indicó la Condesa, presentando a Sonia -. ¿La conoce, Princesa?

La Princesa se dirigió a la muchacha y la besó para sofocar el sentimiento de hostilidad que despertaba en su alma. Pero le era penoso que el estado de espíritu de las personas que tenía delante estuviera tan alejado del que nacía en ella.

– ¿Dónde está? – volvió a preguntar dirigiéndose a todos.

– Abajo. Natacha está con él – repuso Sonia ruborizándose -. Ya han ido a preguntar cómo se encuentra. Debe de estar fatigada, Princesa.

La Princesa lloraba, tanta era su inquietud. Se volvió y quiso preguntar a la Condesa por dónde se iba a la planta baja, cuando detrás de la puerta se oyeron unos pasos rápidos, casi alegres. La Princesa miró en aquella dirección y vio a Natacha, aquella misma Natacha que tanto le desagradó durante su visita a Moscú.

Mas apenas observó su semblante comprendió que era su verdadera compañera de dolor y, por consiguiente, su amiga. Se lanzó a su encuentro, la enlazó por la cintura y lloró sobre su hombro.

En cuanto Natacha, que estaba sentada junto a la cama del príncipe Andrés, supo la llegada de la Princesa, salió a paso rápido – alegre le pareció a Maria – de la habitación y corrió al encuentro de la viajera.

Al entrar en la sala, su conmovido rostro tenía una sola expresión: la de un amor infinito hacia la Princesa, hacia Andrés, hacia todos los que tenían con él algún lazo de sangre. También había en aquella mirada sufrimiento y piedad para todos y el deseo apasionado de entregarse a ellos por entero, de ayudarlos. Se veía que en aquel momento no pensaba en sus relaciones con Andrés ni en sí misma.

La intuitiva Princesa lo comprendió así a la primera ojeada que dirigió a aquel rostro, y por esto lloró amargamente apoyada en su hombro.

– Ven, Maria – dijo Natacha arrastrándola a la otra habitación.

La Princesa levantó la cabeza, se enjugó los ojos y se volvió a mirarla. Se daba cuenta de que por ella lo sabría y lo comprendería todo.

– ¿Qué…? – comenzó a decir; pero enmudeció de pronto; las palabras no dicen ni expresan nada. El rostro y los ojos de Natacha se lo dirían todo con más claridad, más sinceramente.

Natacha la miró; pero temía revelar todo lo que sabía. Ante aquellos ojos radiantes que penetraban hasta el fondo de su corazón no podía decirse toda la verdad. Los labios de Natacha temblaban; de pronto se le formaron unas feas arrugas alrededor de la boca y prorrumpió en sollozos, ocultando el rostro en las manos.

La Princesa lo comprendió todo.

Sin embargo, esperaba, y preguntó con palabras, aquellas palabras en que no creía:

– ¿Cómo es la herida? ¿Cómo está él?

– Ya lo verás – fue todo lo que pudo contestar Natacha.

Al llegar abajo se sentó un momento, antes de entrar en la habitación, para enjugarse las lagrimas y adoptar una expresión tranquila.

– ¿Progresa el mal? ¿Hace mucho que está peor? ¿Cuándo ha sucedido? – preguntó la Princesa.

Natacha le refirió que, en un principio, el peligro estaba en los dolores y en el estado febril del herido. Poco antes de llegar al convento de Troitza pareció reaccionar y el médico ya no temió que pudiera declararse la gangrena. Pero aunque también este peligro había pasado, al llegar a Iaroslav la herida comenzó a supurar. A continuación volvió la fiebre, aunque esta vez era menos peligrosa.

– Pero hace dos días que… – Natacha calló. Se esforzaba por reprimir el llanto -. Ven. Tú misma verás cómo se encuentra – concluyó.

– ¿Está débil? ¿Ha adelgazado? – preguntó la Princesa.

-No. No es eso precisamente. Es… peor. Ya verás. ¡Ah, María! ¡Es demasiado bueno! No puede vivir porque… ¡es demasiado bueno!

X

Cuando abrió la puerta, mediante un hábil movimiento, y dejó pasar delante a la Princesa, ésta sintió que le subían los sollozos a la garganta. Había tratado de prepararse de antemano para aquella entrevista, pero ahora se daba cuenta de que no tenía entereza suficiente para retener las lágrimas ante su hermano.

Comprendía lo que Natacha quiso decir con aquello de: «Hace dos días que…» El carácter del Príncipe se había dulcificado de pronto, y este enternecimiento era un mal síntoma. Al franquear el umbral, la Princesa volvió a verle, con los ojos de la imaginación, como cuando era niño, con su expresión tierna y dulce, expresión que mostró luego tan raras veces que, cuando aparecía, la impresionaba. Estaba convencida de que iba a oír de sus labios palabras tan amables, tan conmovedoras como las que le dedicó su padre moribundo, frases que no se sentía capaz de volver a escuchar sin lágrimas. Pero, comprendiendo que tarde o temprano tendría que entrar allí, irrumpió resueltamente y de pronto en la habitación. Los sollozos seguían sacudiéndola cuando, con ojos de miope, distinguió su cuerpo y buscó con la vista sus rasgos. Luego le vio con claridad y las miradas de los dos se encontraron.

El Príncipe estaba tendido en un diván, rodeado de almohadas y envuelto en un batín forrado de petit gris. Estaba pálido y delgado. Una de sus finas manos, blancas, transparentes, sostenía el pañuelo. Con la otra se tocaba el poco poblado bigote. Sus ojos se fijaban en todas las personas que entraban en la habitación.

La princesa María sintió de improviso que su compasión se disipaba, que sus lágrimas desaparecían y que cesaban sus sollozos. La expresión del rostro y de la mirada que se cruzaba con la suya la intimidaban, le hacían sentirse culpable.

«¿Pero de qué?», se preguntó.

«De vivir, de pensar en los vivos, mientras que yo…», respondió la mirada fría, severa, de Andrés.

En aquella mirada profunda, lejana, que dirigió lentamente a su hermana y a Natacha se leía un sentimiento de hostilidad.

Pero besó a María y le estrechó la mano como de costumbre..

– ¡Hola, querida! ¿Cómo has llegado hasta aquí? – preguntó con voz inexpresiva y tan hostil como su mirada. (Si hubiera lanzado un grito penetrante, de desesperación, este grito habría aterrorizado menos a la Princesa que aquella voz)-. ¿Has traído a Nicolás? – agregó con la misma entonación lenta e inexpresiva, reuniendo sus recuerdos mediante un esfuerzo visible.

– ¿Cómo te encuentras? – preguntó la Princesa extrañándose de sus propias palabras.

– Pregúntaselo al doctor, querida.

Y haciendo un nuevo esfuerzo para demostrarle ternura, dijo, solamente con los labios (pues se veía que no pensaba lo que decía):

– Gracias, hermana mía, por haber venido.

María le estrechó la mano. El frunció levemente las cejas al sentir la presión. En sus palabras, en su acento y, sobre todo, en su mirada fría, hostil, se intuía el alejamiento, terrible para un hombre vivo, de todo lo que alienta.

Era evidente que sólo mediante continuos esfuerzos se daba cuenta de que existía a su alrededor una vida, pero, al mismo tiempo, se veía que esta dificultad no se derivaba de que se viera privado de la capacidad de comprender, sino de que le absorbían de manera tan profunda las cosas que comprendía y las que no comprendía, que no podía comprender a los vivos.

– El destino nos ha reunido, sí – dijo rompiendo el silencio y señalando a Natacha -. Ella me cuida y está siempre a mi lado.

La princesa María escuchaba y no daba crédito a sus oídos. ¿Cómo podía hablar así el tierno príncipe Andrés delante de la mujer que amaba y que le amaba? Si hubiera albergado la esperanza de vivir, no hubiese pronunciado aquellas palabras en un tono tan frío y mortificante. De no estar seguro de morir, ¿cómo podía haberse expresado así delante de ella? Una sola explicación tenía aquello: la de que todo le era indiferente, porque se le había revelado otra cosa más bella e importante.

La conversación era fría y se interrumpía a cada momento.

– María ha pasado por Riazán – dijo Natacha.

El príncipe Andrés no observó que llamaba María a su hermana; en cambio, la propia Natacha advirtió que acababa de llamarla así por vez primera.

– Bien, ¿qué? – dijo Andrés.

Entonces se le refirió que Moscú había quedado totalmente destruida por el incendio.

Natacha enmudeció. La conversación languidecía. Se veía que el Príncipe se esforzaba en vano por escuchar.

– ¿Lo han incendiado? ¡Qué lástima! – exclamó.

Y miraba el vacío, atusándose el bigote.

– Sé que acabas de conocer al conde Nicolás, María – observó de improviso, deseando halagarla -. En sus cartas dice que le gustas mucho – siguió diciendo sencillamente, tranquilamente, sin que pareciera comprender la importancia que tenían aquellas palabras para los vivos -. ¿Le amas tú también? Me parece bien… que os caséis – agregó en un tono más vivo, con el aire gozoso de quien halla por fin las palabras que ha estado buscando mucho tiempo.

La princesa María escuchaba como si lo que decía su hermano no tuviera para ella más significado que el de demostrar que estaba con un pie fuera del mundo de los vivos.

– ¡No tiene por qué hablar de mí! – reprochó con voz serena, mirando a Natacha. Esta sintió la mirada, pero no se conmovió. Luego callaron los tres.

– Andrés…, ¿quieres ver… a Nikoluchka? – interrogó la Princesa de súbito, con acento tembloroso.

Por vez primera, los labios del Príncipe esbozaron una sonrisa, pero su hermana, que conocía hasta la más leve expresión de su rostro, comprendió con horror que no era una sonrisa de satisfacción ni de ternura hacia su hijo, sino una sonrisa de burla hacia ella, porque se daba cuenta de que había empleado el último recurso para tratar de enternecerlo.

-Sí, deseo ver a Nikoluchka. ¿Está bien?

Cuando entraron al niño en la habitación, le miró, impresionado, pero no lloró, porque nadie lloraba. Le besó y no supo qué decirle.

Cuando se lo llevaron, la Princesa se acercó al lecho, besó a su hermano e, incapaz de contenerse por más tiempo, se echó a llorar.

Andrés la miró fijamente.

– ¿Lloras por Nicolás? – preguntó.

La Princesa afirmó con un gesto.

-María, ¿no sabes…? El Evan…

Andrés calló bruscamente.

– ¿Qué dices?

– Nada. No llores – repuso mirándola tan fríamente como al principio.

Había comprendido que la Princesa lloraba porque Nicolás se iba a quedar sin padre, y, mediante un poderoso esfuerzo, volvió a la vida, trató de ponerse en el lugar de su hermana.

«Sí, debe parecerle muy penoso eso – pensó – y, sin embargo, ¡es tan sencillo! Los pájaros del cielo no siembran, no recogen la cosecha. Es nuestro Padre quien les da el alimento.»

Hubiera querido explicar todo esto a María.

«Pero no lo entendería; las mujeres no comprenden nada; no les cabe en la cabeza que esos sentimientos, que esos pensamientos a los que conceden tanta importancia, no son necesarios… ¡Ya no nos entendemos!»

El hijo del príncipe Andrés tenía siete años. Apenas sabía leer y era un ignorante. A partir de aquel día aprendió infinidad de cosas por medio del estudio, de la observación, de la experiencia, mas, aunque entonces hubiera poseído la capacidad de que dio pruebas más adelante, no hubiese podido comprender mejor y con más provecho la escena que vio desarrollarse entre su padre, la Princesa y Natacha.

Lo comprendió todo. Sin llorar, salió de la habitación. Luego se acercó en silencio a Natacha, que le seguía, la miró tímidamente con sus hermosos ojos pensativos, con el labio superior un poco levantado y tembloroso, apoyó en ella la cabeza y rompió a llorar.

A partir de aquel día huyó de su ayo, de la anciana Condesa, que le acariciaba, y procuraba quedarse solo, sentado en cualquier parte, o se acercaba con timidez a la Princesa o a Natacha, a la que parecía querer cada vez más, frotando su cuerpecillo dulce y vergonzosamente contra el de ella.

Cuando la Princesa dejó al príncipe Andrés, comprendía ya por completo lo que le había revelado el rostro de Natacha. Y ya no volvió a tener esperanzas. Ella y Natacha le velaron alternativamente, sentadas junto al diván. María no lloraba ya, pero rogaba sin cesar a Dios, cuya presencia parecía sentir tan cerca el moribundo.

XI

Andrés no sólo sabía que iba a morir, sino que se daba cuenta de que se estaba muriendo. Se daba cuenta de su alejamiento de todas las cosas de este mundo, de su gozoso alejamiento de la existencia. Sin prisas ni turbaciones esperaba lo que tenía que ocurrir. Aquella cosa terrible, eterna, desconocida y lejana, cuya presencia no cesó de sentir toda su vida, estaba ahora muy cerca de él, y casi la comprendía y sentía.

En otra época tuvo miedo de morir. Dos veces había experimentado ese sentimiento terrible del miedo a la muerte, a terminar, y en aquellos momentos no comprendía este temor. Había experimentado aquel sentimiento por primera vez cuando una granada daba vueltas ante sus ojos como una peonza, mientras él miraba los rastrojos, el cielo, y veía la muerte muy cerca. Pero cuando volvió en sí, después de ser herido, en su alma, liberada por un momento del peso de la existencia, se abría la flor del amor eterno, ese amor que no se puede originar en esta vida. Y entonces no sólo perdió el temor a la muerte, sino que ni siquiera pensó en ella.

Durante las horas del delirio, de doloroso aislamiento, que pasó después de haber sido herido, cuando más reflexionaba en este recién descubierto principio del amor eterno, más renunciaba, sin advertirlo, a la vida terrena. Amarlo todo, amar a todos, sacrificarse sin cesar por amor, significaba no amar a nadie, no vivir esta vida terrenal. Y cuanto más se penetraba de aquel principio de amor, más renunciaba a la vida, más destruía ese terrible obstáculo que media entre la vida y la muerte.

Cuando pensaba aquellos días que tenía que morir, exclamaba para sus adentros: «¡Bueno! ¡Mejor!» Pero después de aquella noche en Mitistchi, en que vio aparecer durante el delirio a la mujer soñada, que besó y derramó dulces lágrimas sobre su mano, el amor se infiltró imperceptiblemente en su corazón y le infundió el deseo de vivir. Ideas gozosas y terribles comenzaron a asaltarle. Al recordar que había visto a Kuraguin en la ambulancia le asaltó una duda que ya no dejó de atormentarle. «¿Vivirá o habrá muerto?» Pero no osaba preguntarlo.

Su enfermedad seguía su curso normal en el aspecto físico, pero el estado que llamó la atención de Natacha era el resultado de las últimas luchas morales entre la vida y la muerte, de las que ésta había salido victoriosa. El amor de Natacha, la repentina comprensión de lo que todavía amaba de la vida, era lo único que despertaba en él el terror a lo desconocido.

Era por la tarde. Como todos los días, después de comer tuvo un poco de fiebre y su pensamiento cobró una claridad súbita. Dormitaba. De improviso experimentó una sensación de felicidad.

«Es ella que ha entrado», pensó.

En efecto, vio sentada a Natacha, que acababa de entrar en la habitación sin hacer ruido. Desde que ella le cuidaba, Andrés experimentaba de continuo la sensación física de su presencia. Estaba sentada en una silla, de cara a él, ocultándole la luz de la bujía, y hacía una labor de punto. (Aprendió a hacer media desde que una vez dijo el Príncipe que nadie sabía cuidar tan bien de un enfermo como las viejas calceteras, porque la calceta es casi lo mismo que un calmante.) Sus finos dedos manejaban con rapidez las agujas, y Andrés distinguía bien el perfil de su inclinado rostro. Al hacer un movimiento resbaló la lana de sus rodillas. Natacha se estremeció, le miró y, mediante otro movimiento prudente y hábil, recogió el ovillo y volvió a adoptar la misma postura. Andrés la miraba sin moverse. Después de aquella rápida inclinación, parecía lógico que la respiración de ella se hubiera alterado, pero no ocurrió tal cosa.

Los primeros días que volvieron a estar juntos habían hablado del pasado. Andrés había dicho que si conservaba la vida daría gracias a Dios eternamente por aquella herida que los había unido de nuevo. Después ya no volvieron a enfrentarse con el porvenir.

«¿Qué ocurrirá? – pensaba ahora mirándola y escuchando el rumor de las agujas de acero -. ¿Me habrá reunido con ella la suerte, de modo tan imprevisto, para dejarme morir…? ¿Se me habrá revelado la verdad de la existencia para que viva en la mentira? La amo sobre todas las cosas de este mundo, mas ¿qué debo hacer?»

Y, por un hábito adquirido en el sufrimiento, lanzó un gemido.

Natacha dejó la labor, se acercó al diván y se inclinó sobre él al reparar en el brillo de sus ojos.

– ¿No duermes?

– No, te estaba mirando; he sentido tu presencia. Nadie me proporciona tanto silencio, tanta paz, tanta luz como tú. Quisiera llorar de alegría.

Natacha se aproximó un poco más. En su rostro brillaba una dicha entusiasta.

– ¡Natacha, te amo demasiado! Te amo más que a nada en el mundo.

– ¡También yo te amo! Pero ¿por qué dices demasiado?

– ¿A ti qué te parece? ¿Qué sientes en el alma? ¿Qué piensas?

– Me siento segura, muy segura – exclamó Natacha asiéndole las dos manos con un movimiento apasionado.

Andrés callaba.

– ¡Qué hermoso sería eso!

Tomó su mano y la besó.

Natacha se sentía feliz, conmovida. Luego recordó que no debía abandonarse a sus sentimientos, que Andrés necesitaba tranquilidad.

– Pero no has dormido – dijo reprimiendo la dicha que experimentaba -. Trata de dormir, te lo ruego.

Andrés soltó su mano; Natacha volvió a instalarse cerca de la bujía como antes. Le miró dos veces, y dos veces sus ojos se encontraron. Natacha tomó una decisión: se dijo que hasta que no hubiera llegado a cierto punto en su labor no volvería a mirarle.

Poco después, Andrés cerró los ojos y se quedó dormido.

Pero no durmió mucho rato; se despertó de pronto, turbado, inundado de un sudor frío. Se había dormido pensando, como de costumbre, en lo que le preocupaba: en la vida y en la muerte. Sentía a ésta cada vez más cercana. «El amor… ¿Qué es el amor? – pensaba -. Es vida. Si comprendo alguna cosa es porque amo. Todo existe únicamente por esto, porque amo. Todo está unido por el amor. El amor es Dios, y morir significa que yo, una pequeña parte del amor, vuelvo a la fuente común eterna.»

Estos pensamientos consoladores no dejaban de ser solo eso: pensamientos. Les faltaba algo: la evidencia. Por eso Andrés experimentó una sensación de inquietud y vacío hasta que consiguió dormirse.

En sueños se vio ocupando la misma habitación en que se hallaba en realidad. Pero ya no estaba herido, sino que gozaba de buena salud. Ante él distinguió a varias personas conocidas e insignificantes. Andrés habló, discutió con ellas de cosas poco trascendentales. Ha de partir hacia alguna parte; comprende vagamente que lo que está haciendo tiene poca importancia, pero sigue conversando y asombrando a sus oyentes con sus salidas vagas y espirituales. Poco a poco, insensiblemente, las personas que están con él se esfuman, desaparecen, y se le presenta un problema: ¿cómo cerrar la puerta? Se levanta y se dirige a ella dispuesto a echar la llave y correr el cerrojo. Todo depende de que consiga o no cerrarla. Va hacia ella, pero su cabeza, sus piernas, se niegan a obedecerle y comprende que no llegará a tiempo por más que se esfuerce. Le sobrecoge el terror, el terror de la muerte que está detrás de la puerta. Pero mientras se acerca, vacilando, a ella, algo espantoso, semejante a la muerte, la empuja, pretende abrirla desde el otro lado.

El debe impedirlo. Se apoya en el batiente y hace un último esfuerzo. Cerrarla es ya imposible, pero puede evitar que la acaben de abrir. Sus fuerzas flaquean, y, cediendo a la presión de aquello, la puerta se abre… y vuelve a cerrarse enseguida.

Una vez más, ella empuja desde fuera. Los últimos esfuerzos sobrehumanos de Andrés nada consiguen y la puerta se abre de par en par, en silencio. Entra ella; es la muerte. El príncipe Andrés muere.

En este momento recuerda que duerme, hace un esfuerzo y despierta – «Sí, ha sido la muerte. Morí y acabo de despertar. La muerte es el despertar.» Esta idea cruza con claridad deslumbrante por su espíritu. El velo que le ocultaba lo desconocido se levanta ante su mirada. Ya se siente libre de la fuerza que le oprimía y experimenta un extraordinario y duradero bienestar.

Cuando, bañado en un sudor frío, se agitó en el diván, Natacha se acercó para preguntarle qué tenía. Andrés no contestó, no parecía comprender la pregunta.

A partir de entonces, la fiebre agravó al enfermo, en opinión del doctor. Esta opinión no interesaba a Natacha; veía demasiado bien los terribles indicios morales, indiscutibles, para ella, de su estado.

Al despertar de aquel sueño comenzó el príncipe Andrés a despertar a la vida. Y, relacionado con la duración de la vida, este despertar no le pareció más tardío que el despertar del sueño relacionado con la duración del ensueño. No había nada terrible en este despertar relativamente lento.

Sus últimos días, sus últimas horas transcurrieron como de ordinario, muy sencillamente. La princesa María y Natacha, que no se separaban de él, lo sentían así. No lloraban, no temblaban, y, a última hora, ni siquiera le cuidaban (ya no estaba junto a ellas; las había dejado). De él no quedaba ya nada más que su cuerpo. Los sentimientos de las dos eran tan intensos, que la parte externa, horrible, de la muerte, no actuaba sobre ellas y no juzgaban necesario avivar su dolor. Ya no lloraron más delante de él ni detrás de él; tampoco volvieron a hablar de él entre sí. Se daban cuenta de que jamás podrían expresar con palabras lo que sentían. Las dos lo veían ir desapareciendo, alejándose poco a poco, lenta, tranquilamente, aquí abajo, y comprendían que debía ser así y que aquello era un bien.

Cuando recibió los últimos sacramentos, toda la familia fue a darle el adiós definitivo. Cuando le llevaron a su hijo, posó los labios en su frente y volvió la cabeza, no porque le fuera penosa su vista; no porque sintiera compasión (Natacha y la Princesa lo adivinaron), sino porque supuso que aquello era todo lo que se le exigía. Pero cuando le pidieron que le bendijera, lo hizo, y luego paseó la mirada a su alrededor como si quisiera saber si tenía que hacer algo más todavía.

Natacha y María asistieron al último estremecimiento de aquel cuerpo que el alma abandonaba.

– ¡Se concluyó! – exclamó la princesa María cuando el Príncipe, tendido ante ella y ya inmóvil desde hacía un instante, empezaba a enfriarse.

Natacha se acercó, miró los ojos del difunto y se apresuró a cerrarlos. Los cerró, pero no los besó. Lo que hizo fue aferrarse más al recuerdo de él.

-Partió… ¿Dónde se hallará ahora?

Cuando el cadáver, lavado y vestido, se colocó dentro del féretro y éste sobre una mesa, todos se acercaron llorando para darle el último adiós.

Nicolás lloraba a causa del asombro doloroso que le desgarraba el corazón; la Condesa y Sonia lloraban de compasión por Natacha y porque Andrés ya no existía; el viejo Conde lloraba porque se daba cuenta de que pronto le llegaría la vez de emprender el mismo viaje.

Natacha y María lloraban también, pero no para desahogar su dolor personal. Lloraban porque la conciencia del misterio simple y solemne de la muerte que se había cumplido ante ellas llenaba sus almas de una piadosa ternura.

Decimotercera parte

I

El día 6 de octubre, Pedro salió de la barraca a buena hora de la mañana y se detuvo delante de la puerta para jugar con un perrito largo, gris, de patas cortas y torcidas, que daba saltos a su alrededor. Este perrito habitaba en la barraca y pasaba la noche al lado de Karataiev, pero en algunas ocasiones se iba al pueblo y luego volvía. Probablemente no tenía amo; tampoco tenía nombre. Los franceses le llamaban Azor; los rusos Fingalka; Karataiev y sus camaradas, Sieny o Visly. Pero el hecho de no pertenecer a nadie, así como la falta de nombre, de raza y de color, dejaban indiferente al perrito de la cola esponjosa y siempre levantada; sus torcidas patas eran tan ágiles y seguras, que a veces, menospreciando el empleo de una de las traseras, levantaba graciosamente la otra y, con suma habilidad, corría sólo con tres patas. Todo era objeto de placer para él. Ora lanzaba gritos de alegría, ora se echaba sobre el dorso, ora se calentaba al sol con aire grave y pensativo, ora saltaba, jugando con un carrete o una paja.

El vestido de Pedro se componía entonces de una sucia y desgarrada camisa, único resto de su atavío, de un pantalón de soldado sujeto a la cintura por una cuerda – así se lo había aconsejado Karataiev-, de un caftán y de un gorro de campesino.

Había cambiado mucho físicamente: no parecía tan grueso, aunque su aspecto seguía siendo robusto, por ser hereditario en la familia. Una barba y unos bigotes le cubrían la parte inferior del rostro; los largos cabellos, hirsutos, llenos de parásitos, se rizaban debajo del gorro; la expresión de sus ojos era más firme, más serena. Al cansancio que se reflejaba antes en su mirada había sucedido una energía pronta a la acción y a la resistencia. Llevaba los pies descalzos.

Un cabo francés con la guerrera desabrochada, gorro de cuartel y una pipa corta entre los dientes llegó a la barraca y miró a Pedro guiñándole un ojo amistosamente.

Después de llevarse un dedo a la sien a manera de rápido y tímido saludo, le preguntó si en aquella barraca se encontraba el soldado Platocha, a quien había dado a coser una camisa.

La semana anterior, los franceses habían recibido telas y otros artículos y dieron a hacer camisas y botas a los prisioneros.

– Ya está hecha, ya está hecha, pequeño – dijo Karataiev mientras salía de la barraca con una camisa doblada en las manos.

A causa del calor y por comodidad, el soldado ruso iba en calzoncillos y camisa, ésta desgarrada y negra – como la tierra. Llevaba los cabellos metidos en un gorro de red, a la moda obrera, y su redondo rostro parecía en aquel momento más redondo y más simpático todavía.

-La exactitud es lo principal en el trabajo. Te prometí que la tendrías el viernes, y aquí está – dijo Platón sonriendo, en tanto desdoblaba la camisa.

El francés miró a su alrededor con aire inquieto; por fin, venciendo su vacilación, se quitó rápidamente el uniforme y cogió la camisa. No llevaba otra debajo de la guerrera; sólo el torso joven, flaco, desnudo, cubierto por un largo y floreado chaleco, al que la suciedad daba un color de manteca.

Como si temiera que se rieran a su costa, el francés se echó rápidamente la camisa sobre la cabeza.

— Te está un poco justa – dijo Platón tirando de ella.

Después de ponérsela, el francés examinó las costuras.

– No mires mucho, amigo. Aquí no tenemos taller ni útiles, y sin útiles no se puede hacer nada a la perfección – dijo Platón sonriendo, evidentemente satisfecho de su obra.

– Bien, gracias. ¿Le ha sobrado tela? – preguntó el francés.

– Te aconsejo que te la pongas sobre la piel – dijo Karataiev con el mismo aire de satisfacción-. Es mejor y más agradable.

– Gracias, gracias, pero ¿y el sobrante? – repitió sonriendo el francés.

Sacó un billete y se lo dio al ruso.

Pedro advirtió que Platón no quería comprender lo que le decía el francés, y le miraba sin mezclarse en la conversación. Karataiev cogió el dinero, dio las gracias y continuó admirando la prenda. El francés insistía en que le diera el sobrante de la tela, y rogó a Pedro que tradujera lo que decía.

– ¿Para qué quiere el sobrante, caramba? – exclamó entonces Platón -. En cambio, yo puedo hacerme un par de calcetines con esa tela. Pero ¡que Dios le bendiga!

Con repentina expresión de tristeza y desánimo sacó de su alforja un trozo de tela y, sin mirar al francés, se lo entregó.

– ¡Uf! – exclamó Karataiev alejándose.

El francés examinó la tela, se quedó pensativo, miró a Pedro a los ojos y, como si leyera en ellos un reproche, se ruborizó y gritó:

– ¡Platocha, Platocha! Ten. Para ti.

Le puso la tela en las manos y se marchó.

– Bueno – comentó Karataiev bajando la cabeza -. Se rumorea que los franceses no son cristianos, pero esto prueba que tienen corazón. Los viejos dicen: «La mano bañada en sudor es generosa, la mano seca es avara.» Ese hombre va desnudo y, sin embargo, no es tacaño. – Sonrió pensativo, contempló a su compañero y calló -. ¡Calcetines de primera calidad, amigo! – exclamó de pronto. Y entró en la barraca.

II

Los presos avanzaban con sus guardianes por las calles de Khamovniki. Detrás iban los furgones y los carros. Al llegar cerca del almacén de provisiones se mezclaron con un gran convoy de artillería que avanzaba penosamente entre coches particulares.

Después de pasar por Krimski-Brod, los presos dieron todavía varios pasos más, se detuvieron, avanzaron de nuevo. Por todas partes, hombres y coches se daban cada vez más prisa. Luego de recorrer, en el espacio de una hora, los centenares de pasos que los separaban del puente de la calle Kalugskaia, hicieron alto, apretando las filas, en el cruce de esta calle con la de Zamoskvoretskaia. Allí permanecieron estacionados varias horas. Por todas partes se oía un ruido sordo como el del mar: el de las pisadas, los gritos, las animadas conversaciones de los hombres. De pie, con la espalda apoyada en la pared de una de las casas incendiadas, Pedro escuchaba aquellos ruidos, que en su imaginación se mezclaban al de los tambores.

Algunos oficiales se encaramaron, para ver mejor, a la pared de aquella casa.

– ¡Cuánta gente! ¡La hay hasta encima de los cañones! ¡Mirad qué pieles tan hermosas! Son robadas. ¡Ah, tunante…! Ésos son alemanes seguramente… Ved aquel paisano nuestro. Va tan cargado que apenas puede dar un paso. ¡Mira! ¡Han cogido incluso un coche!

Una oleada de curiosidad general empujó en dirección del camino a los prisioneros. Nada de lo que Pedro veía ahora producía en su espíritu la más leve impresión. Como si su alma se preparase para una lucha difícil, se negaba a aceptar las impresiones que pudieran debilitarla.

Detrás de él volvían a avanzar carros y soldados, furgones y soldados, coches y soldados, cajones y soldados, y, de tarde en tarde, mujeres.

Pedro no veía a cada hombre por separado; sólo percibía el movimiento de la masa.

Todos los hombres, y los caballos inclusive, parecían obedecer a una fuerza invisible que los impulsara a avanzar, avanzar siempre. Durante la hora en que Pedro los estuvo observando, desembocaron por diversas bocacalles animados por el mismo deseo de pasar lo más deprisa posible. Se daban encontronazos, comenzaban a irritarse, a reñir: los blancos dientes rechinaban, las cejas se fruncían, las invectivas menudeaban y en todas las caras se leía la misma expresión de valor resuelto, de resolución fría, que Pedro había visto aquella mañana, al sonar el tambor, en el rostro del cabo, y que le había llamado la atención.

Por la tarde, el jefe del convoy reunió al destacamento y, entre gritos y discusiones, se mezclaron a otros convoyes. Rodeados por todas partes, los prisioneros salieron a la carretera de Kaluga.

Avanzaban deprisa, sin hacer altos, y no se detuvieron hasta que el sol comenzó a declinar.

Pedro comió carne de caballo y conversó con sus compañeros. Ni él ni ninguno de sus camaradas hablaban de lo que habían visto en Moscú, ni de la conducta de los franceses, ni de la orden de disparar que se había dado a los invasores. Como si quisieran contrarrestar con su actitud la gravedad de la situación, se mostraban alegres y animados: hablaban de recuerdos personales, de escenas divertidas presenciadas durante la marcha y rehuían todo comentario sobre la situación.

El sol se había puesto hacía ya rato. Brillantes estrellas comenzaban a surgir aquí y allá en la bóveda celeste; el reflejo de la luna llena que ascendía, coloreada, como si ardiera, se disipaba en el horizonte, cubierta por una bruma grisácea. La atmósfera aparecía diáfana; el día había terminado; la noche no había empezado todavía. Pedro se puso en pie y fue al otro lado del camino, donde estaban los soldados prisioneros.. Deseaba conversar con ellos. Pero cuando atravesaba el camino le dio el alto un centinela francés y le ordenó que retrocediera.

Pedro se retiró, pero no hacia el punto del que había partido, sino en dirección de un coche desenganchado junto al que no había nadie. Cruzó las piernas y se sentó, con la cabeza baja, sobre la tierra fría, al lado de una de las ruedas. Así, inmóvil y pensativo, estuvo largo rato. Transcurrió media hora lo menos sin que nadie fuera a molestarle. De repente se echó a reír. Profirió una carcajada tan fuerte, tan fresca, que varias personas le miraron desde lejos, asombradas.

– El soldado no ha querido dejarme pasar, ¡ja, ja, ja! — decía Pedro en voz alta pero hablando consigo mismo -. Me han cogido, me han encerrado, me tienen prisionero, mas ¿a quién tienen? A mi cuerpo, porque mi alma es inmortal. ¡Ja, ja, ja!

Se rió tanto que acabó con los ojos llenos de lágrimas.

Cuando se reunió con sus camaradas aún sonreía.

III

El grupo de que Pedro formaba parte no había recibido ninguna nueva orden de las autoridades francesas y se encontraba, el 22 de octubre, muy cerca de las tropas y de los convoyes con los que había partido de Moscú. Los prisioneros y los bagajes de Junot formaban grupo aparte, aún cuando unos y otros se reducían con igual celeridad. Los carros llenos de municiones fue ron disminuyendo hasta que, de ciento veinte, sólo quedaron sesenta. El resto fue capturado o abandonado. De la misma manera, se apresaron o saquearon algunos carros cargados de equipajes. Tres de ellos fueron desvalijados por los soldados rezagados de la compañía de Davoust. De las conversaciones que oyó, Pedro dedujo que la guardia que los acompañaba había sido destinada a vigilar, más que a los presos, el bagaje de los jefes franceses. Uno de los guardianes, un soldado alemán, había sido fusilado porque se halló en su poder una cuchara de plata que pertenecía a un superior suyo. El grupo de prisioneros era el que disminuía con más rapidez. Todos los que podían andar por su pie formaban un solo grupo. Pedro se había incorporado a Karataiev y al perrito gris que le consideraba como su amo.

Al tercer día de la salida de Moscú, Karataiev sufrió un ataque de fiebre – la misma que le habían curado en el hospital – y, a medida que empeoraba su mal, se alejaba más Pedro de él. Ignoraba la causa, pero lo cierto era que, conforme Karataiev se iba debilitando, él tenía que hacer un esfuerzo mayor para aproximarse a su compañero. Y cuando se acercaba a él y oía sus gemidos, que profería sobre todo a la hora de acostarse, y percibía el intenso olor a sudor que despedía su cuerpo, se alejaba y dejaba de pensar en él.

El 22, a mediodía, subía Pedro por un barrizal pegajoso, escurridizo, mirando sus pies y las asperezas del camino. De vez en cuando se detenía a observar a la gente que le rodeaba, y a continuación volvía a mirarse las piernas. Las conocía tan bien como a sus compañeros.

El perrito gris de las patas torcidas corría por la cuneta del camino y a veces levantaba una de las patas traseras y avanzaba sobre las tres restantes, como si quisiera demostrar su habilidad y su alegría, o se paraba para ladrarle a un cuervo posado sobre un cadáver. El animal estaba más limpio y más alegre que en Moscú. Por todas partes se veían carroñas de hombres y de caballos, en diversos grados de descomposición. Los hombres impedían con su presencia que se acercasen los lobos, y el perrito podía comer a sus anchas.

Durante todo el día estuvo lloviendo. De vez en cuando se aclaraba el cielo y parecía que iba a cesar la lluvia y a salir el sol, pero, tras un breve intervalo, volvía a llover. La carretera, cubierta de agua, ya no podía absorber más, y por todas partes corrían arroyuelos que iban a alimentar los charcos.

Pedro avanzaba mirando de soslayo y contando sus pasos de tres en tres con ayuda de los dedos. En su fuero interno decía, dirigiéndose a la lluvia:«¡Más, más, todavía más!»

– ¡A vuestros sitios! – exclamó de improviso una voz.

Simultáneamente, en alegre confusión, corrieron soldados y prisioneros, como si esperasen ver algo agradable y solemne a la vez. Por todas partes sonaban voces de mando, y a la izquierda de los prisioneros, al trote, pasaron jinetes sobre hermosos corceles. En todos los rostros se pintaba esa expresión expectante que se observa en las personas que se encuentran cerca de una autoridad superior. Los prisioneros se habían agrupado a un lado de la carretera; los soldados de la guardia se habían alineado.

– ¡El Emperador, el Emperador!

– ¡El mariscal!

– ¡El duque!

Después de la escolta pasó velozmente ante ellos un coche tirado por blancos caballos.

Pedro entrevió el rostro hermoso, sereno, lleno, blanco, de un hombre que llevaba la cabeza cubierta con un tricornio. Era uno de los mariscales de Napoleón. Fijó éste la vista en la destacada personalidad de Pedro, y, a juzgar por el gesto con que frunció las cejas y volvió la cara, el prisionero dedujo que el personaje había experimentado un sentimiento de compasión y deseaba ocultarlo.

Cuando los presos avanzaron de nuevo, se volvió para mirar atrás. Karataiev estaba sentado al borde del camino, en la cuneta; dos franceses hablaban, de pie, ante él. Pedro ya no volvió a mirar atrás. Subió cojeando la colina.

A su espalda sonó una detonación. Procedía del punto en que acababa de ver a Karataiev sentado. El perro comenzó a aullar. «¡Qué imbécil! ¿Por qué aullará?», pensó Pedro.

Ninguno de los camaradas que caminaban a su lado se volvió para averiguar por qué había sonado la detonación. La habían oído, así como los aullidos del perro, pero sus rostros permanecieron severos e inexpresivos.

IV

Natacha y la princesa María sintieron del mismo modo la muerte del príncipe Andrés. Moralmente abrumadas, con los ojos cerrados para no ver las terribles nubes que la muerte dejó suspendidas sobre sus cabezas, no osaban mirar la vida de frente. Con prudencia ostensible procuraban librar de todo contacto doloroso su abierta herida. Todo: un coche que pasara por la calle, el recuerdo de un banquete, la pregunta de un servidor o – esto sobre todo – una palabra de compasión, tímida y poco sincera, enconaba aquella herida; les parecía una ofensa, turbaba el silencio que necesitaban para percibir la nota grave que incesantemente vibraba en sus oídos y que les impedía mirar aquel infinito lejano que entrevieran por un momento.

Por el contrario, cuando se sentaban frente a frente, no se sentían ya ofendidas ni turbadas. Hablaban poco, y cuando lo hacían se referían a cosas insignificantes; ambas evitaban, sobre todo, nombrar en su conversación cuanto guardara relación con el porvenir.

Admitir la posibilidad de un futuro cualquiera les hubiera parecido una ofensa a la memoria de Andrés. Con prudencia mayor todavía, omitían todo lo que tenía alguna relación con el difunto. Porque a las dos les parecía que nada de lo que habían vivido o sentido podía expresarse con palabras. Cualquier detalle de la vida del Príncipe que hubieran evocado verbalmente hubiese podido violar la majestad, la santidad del misterio realizado ante sus ojos.

Las continuas reticencias de que salpicaban sus conversaciones, el perpetuo silencio que conservaban acerca de todo lo que pudiera recordarles a Andrés, el cuidado que ponían en no traspasar el límite de lo que podía decirse, les revelaba a ellas mismas los sentimientos que experimentaban.

Pero la tristeza absoluta es tan imposible como la alegría absoluta. La princesa María fue la primera que se vio arrancada por la vida misma a la tristeza de las dos primeras semanas de duelo, al verse dueña y señora de su destino y convertida en la tutora y educadora de su sobrino. Recibió cartas a las que tuvo que responder; la habitación de Nikoluchka era húmeda, y el niño comenzó a toser; Alpatich llegó a Iaroslav con sus cuentas, y le aconsejó se trasladara a Moscú, a su casa de Vosdvijenka, que se conservaba intacta y necesitaba tan sólo ligeras reparaciones.

La vida no se detiene, es preciso vivir. Cualquiera que fuese el dolor de la princesa María, a la sola idea de salir de su aislamiento y del estado contemplativo en que había vivido hasta entonces, hubo de hacerlo, cediendo a las exigencias de la vida. Examinó las cuentas de Alpatich; se hizo aconsejar por Desalles acerca de su sobrino; dio órdenes, y se preparó para la marcha a Moscú.

Natacha quedó sola e incluso esquivó a la Princesa desde que ésta comenzó a preparar el viaje.

La princesa María pidió a la condesa de Rostov que dejara partir a Natacha a la ciudad en su compañía, y tanto la madre como el padre accedieron gozosos, porque veían decaer las fuerzas de su hija de día en día y juzgaban conveniente el cambio de aires y los consejos de los médicos de Moscú.

– No deseo ir a ninguna parte. Dejadme tranquila – dijo Natacha respondiendo a la invitación.

A fines de diciembre, vestida con su traje de lana negra, con las trenzas mal peinadas, pálida y delgada, echada sobre el diván, miraba en dirección de la puerta, aquella puerta por donde él había partido para la otra vida. Aquella vida tan lejana, tan increíble, en que jamás había pensado anteriormente, era entonces la que le parecía más comprensible, más próxima, puesto que contenía el vacío y la destrucción o el dolor y el castigo.

Contemplaba con la imaginación el lugar en que estaba el Príncipe, pero no acertaba a imaginárselo de manera diferente a como fue en vida. Volvía a verle tal y como era. Veía su rostro, oía su voz, repetía sus palabras, imaginaba a veces las que habrían podido decirse.

«Le veo. Está echado sobre el diván, con su casaca de terciopelo, apoyada la cabeza en su delgada mano, pálido, con el pecho hundido, los hombros levantados. Tiene los labios apretados y los ojos brillantes; sobre su frente de marfil aparece y desaparece una arruga; uno de sus pies tiembla imperceptiblemente.» Natacha sabe que lucha contra sufrimientos horribles. «¿Cuáles son esos sufrimientos? ¿Qué es lo que siente?», se dice. Él ha reparado en la atención con que ella le mira, alza los ojos, sonríe y se pone a hablar.

«Una cosa sola es terrible -dice -: unirse para siempre a una persona que sufre. Es un dolor perpetuo.» Y le dirige una mirada escrutadora. Natacha, como siempre, responde sin tomarse tiempo para reflexionar. Dice: «Esto no puede durar. Te curarás.»

Recordaba la mirada larga, triste, severa, conque respondió él a estas palabras.

Hoy le hubiera respondido de otro modo. Le hubiese dicho: «Es terrible para ti, pero no para mí. Sin ti nada existe para mí en la vida, y sufrir contigo es para mí una dicha muy grande.» Y él le hubiera cogido la mano y se la habría estrechado como se la estrechó aquella tarde terrible, cuatro días antes de morir. Con la imaginación le decía otras palabras tiernas que no pudo decir entonces.

– Te amo, te amo, te amo – repetía retorciéndose las manos y apretando los dientes con un convulsivo esfuerzo.

Y una tristeza dulce se apoderaba de ella y se le llenaban los ojos de lágrimas. De pronto se preguntaba:

«¿Por qué digo esto? ¿Dónde se hallará ahora?»

Y todo se le velaba de nuevo, y de nuevo miraba en dirección de la puerta con las cejas fruncidas. De improviso pareció penetrar en el misterio…

Rápidamente, sin adoptar precauciones, con aire asustado, entró Duniacha en la habitación.

– Venga, venga pronto – dijo muy agitada -. Ha sucedido una desgracia… ¡Pedro Ilitch…! Una carta…-terminó sollozando.

V

Cuando llegó Natacha al salón, salía rápidamente su padre de la habitación de la Condesa. Tenía el rostro contraído y bañado en lágrimas.

Evidentemente, huía a otra habitación con objeto de dar rienda suelta al llanto que lo ahogaba.

Al distinguir a Natacha le hizo una seña y estalló en sollozos que deformaron su redondo semblante.

– Pe… Petia… Ve…, ella… te llama…

Y, llorando como un chiquillo, se alejó todo lo deprisa que le permitían las piernas temblorosas, se dejó caer en una silla y ocultó el rostro en las manos.

Una especie de conmoción eléctrica atravesó a Natacha de arriba abajo. Era como si acabaran de asestarle un golpe en el corazón. Sentía en él un dolor horrible. Pero, al mismo tiempo, el dolor aquel la liberaba de la prohibición de vivir que pesaba sobre ella. A la vista de la aflicción de su padre, de los gritos de desesperación de su madre, que sonaban al otro lado de la puerta, se olvidó de sí misma y de sus pesares. Corrió junto al Conde. Agitando débilmente la mano, éste le mostró la puerta de la habitación de su mujer. La princesa María, pálida, con los labios temblorosos, salió por aquella puerta, cogió a Natacha de la mano y murmuró unas palabras a su oído. Natacha no veía ni oía nada. A paso ligero franqueó el umbral, se detuvo un instante como si luchase consigo misma, y después corrió al lado de su madre.

La Condesa, tendida en el sofá, se retorcía convulsivamente y daba cabezazos contra la pared. Sonia y las doncellas la asían por los brazos.

– ¡Natacha, Natacha, no es cierto, no es cierto…! ¡Mienten…! ¡Natacha! – dijo rechazando a las personas que la rodeaban -. Marchaos todos. No es cierto que le hayan matado. ¡Ah, no es cierto!

Natacha apoyó una rodilla en el diván, se inclinó sobre su madre, la abrazó y, con una fuerza que nadie le hubiera atribuido, la levantó, le volvió la cara y apoyó la suya en ella.

– ¡Madrecita mía, palomita mía! Estoy aquí, mamá, estoy aquí – murmuró.

– Natacha, tú me amas – dijo la Condesa en voz baja y en son de súplica -. Natacha, tú no me engañarás. ¿Me dirás la verdad, toda la verdad?

Natacha la miró con los ojos llenos de lágrimas; su rostro expresaba amor y pedía indulgencia.

– Madrecita, querida mía – repetía desplegando todas las fuerzas de su amor para arrancarle el exceso de dolor que la oprimía.

Y de nuevo, en su lucha infructuosa contra la realidad, la madre se negaba a creer en la posibilidad de vivir mientras que su hijo bienamado, lleno de vida, había muerto; se inhibía de esta realidad para sumirse en el mundo de la locura.

Natacha no recordó después cómo transcurrieron aquel día ni el siguiente. No durmió; por la noche no se apartó de su madre un solo instante. Su amor filial, un amor perseverante, paciente, sin explicación, sin consuelo, se mostraba a cada segundo, como llamamiento de vida, a la Condesa. Esta se calmó un poco en la tercera noche. Entonces, apoyando la cabeza en el brazo de su sillón, Natacha cerró los ojos.

Poco después oyó crujir el lecho. Natacha abrió los ojos. Sentada en la cama, la Condesa le hablaba en voz baja.

– ¡Cuánto me alegro de que estés aquí! – decía -. Estás rendida, ¿quieres una taza de té?

Natacha se acercó a ella.

-Has envejecido, pero estás bella – continuó la Condesa asiéndole una mano.

– ¿Qué dices, madrecita?

– ¡Natacha! ¡Él ya no existe! ¡No existe!

La Condesa le pasó un brazo por la cintura y, por vez primera, se echó a llorar.

VI

La princesa María aplazó su marcha porque Sonia y el Conde trataban de reemplazar a Natacha, pero no podían. Sólo ella sabía impedir que su madre se dejara llevar de la desesperación.

Natacha vivió por espacio de tres semanas al lado de su madre, en su misma habitación, sentada en un sillón. La obligaba a beber y a comer, le hablaba sin cesar, porque su voz tierna y acariciadora la calmaba.

La herida moral de la Condesa no acababa de cicatrizarse. La muerte de Petia había destrozado su vida. La triste noticia que sorprendió a una mujer de cincuenta años, todavía fresca y robusta, la dejó convertida en una vieja, medio muerta y a la que ya no interesaba la vida. Pero la herida que casi mató a la Condesa resucitó a Natacha.

Por extraño que pueda parecer, la herida moral infligida a su ser espiritual exigía una especie de herida física; y cuando ésta se cicatrizó, cuando desapareció, la herida moral se cicatrizó también por obra de la vida que ocultaba en su interior.

Los últimos días del príncipe Andrés habían aproximado a Natacha a la princesa María; la nueva desgracia las unió más si cabe. La princesa María, que había aplazado la marcha, cuidó por espacio de tres semanas a Natacha como a un niño enfermo, porque la última semana que pasó junto a su madre aniquiló sus fuerzas físicas.

Después nació entre ellas esa amistad tierna y apasionada que únicamente se ve en las mujeres, Se besaban con frecuencia, se decían palabras tiernas, pasaban juntas la mayor parte del día. Si una de ellas salía, la otra la echaba de menos e iba a reunirse con ella. Estaban unidas por un sentimiento más fuerte que el de la amistad: el sentimiento de que sólo podían vivir estando unidas. A veces permanecían silenciosas horas enteras; a veces hablaban en el lecho hasta la madrugada. Conversaban, sobre todo, del pasado lejano.

La princesa María le refería su infancia, hablaba de sus padres, de sus sueños, y Natacha, que otras veces se había separado de ella porque no comprendía aquella vida cristiana, de abnegación sumisa, de sacrificio, ahora, por el afecto que le profesaba, amaba su pasado y comprendía su vida. No pensaba aplicar a la propia la sumisión y el sacrificio, porque estaba habituada a buscar otras alegrías, pero comprendía y amaba en los demás unas virtudes que antes eran incomprensibles para su entendimiento. A la princesa María, la narración de la infancia y de la primera juventud de Natacha le descubría un lado insospechado de la existencia: la fe en la vida, en el goce de la vida.

A últimos de enero, la Princesa partió, por fin, hacia Moscú, y el Conde se empeñó en que la acompañase Natacha para que consultara a los médicos de la ciudad sobre el estado de su salud.

VII

Como suele suceder, Pedro no se dio cuenta de la dureza de las privaciones físicas sufridas ni de los sufrimientos de su cautiverio hasta que, gracias a los cosacos, se vio libre de él. Una vez en libertad, se dirigió a Orel y, al tercer día de su llegada a ella, mientras hacía los preparativos de la marcha a Kiev, cayó enfermo y tuvo que guardar cama por espacio de tres meses. Tenía una fiebre biliosa, según el diagnóstico médico. Y a pesar de los cuidados de los doctores y del gran número de drogas que le prescribieron, curó y pudo levantarse.

Todo lo ocurrido desde el momento en que le libertaron hasta aquel en que se puso enfermo apenas dejó en su espíritu la más ligera impresión. Recordaba solamente el tiempo gris, sombrío, la lluvia, la nieve, el enemigo, el dolor que sentía en las piernas y en el costado, la impresión que en general le producían los sufrimientos de los hombres, la curiosidad de los oficiales que le interrogaban, sus caminatas, las dificultades con que tropezó para hallar un coche y un caballo, y, sobre todo, su incapacidad para pensar y sentir durante todo aquel tiempo. El día de su liberación vio el cadáver de Petia Rostov; el mismo día supo que el príncipe Andrés había vivido hasta después de la batalla de Borodino y que había muerto en Iaroslav, junto a los Rostov.

Denisov, que fue quien le dio esta noticia, en el curso de la conversación mencionó por casualidad la muerte de Elena, suponiendo que Pedro la conocía desde bastante tiempo atrás. Todo aquello le pareció a Pedro extraño, pero nada más: se sentía incapaz de comprender la importancia de aquellos hechos. Sólo pensaba en abandonar lo antes posible aquellos lugares donde se mataban los hombres entre sí y reemplazarlos por un refugio sosegado donde poder rehacerse, reposar y reflexionar en todas las cosas nuevas y extrañas que había aprendido.

Mas en cuanto llegó a Orel cayó enfermo. Al recobrar el conocimiento halló a su lado a Terenti y a Vaska, sus dos antiguos servidores.

Durante la conversación, Pedro fue rehaciéndose poco a poco de unas impresiones que se habían convertido en hábito, y se adaptó a la idea de que nadie le arrojaría ya de ninguna parte, de que nadie le quería privar de un lecho abrigado y de que todos los días comería, tomaría el té y cenaría.

Pero en sus sueños veíase nuevamente en el cautiverio. Poco a poco también, se fue dando cuenta de la trascendencia de las noticias que le comunicaron al quedar libre, de la muerte del príncipe Andrés, del fallecimiento de su esposa, del aniquilamiento de los franceses.

El sentimiento agradable de la libertad, de esa libertad total tan preciosa para el hombre, se despertó en él por vez primera durante el primer relevo de caballos después de su salida de Moscú. y este sentimiento inundó su alma durante toda la convalecencia:

Se asombraba al ver que aquella libertad interior, independiente de las circunstancias externas, estuviera ahora acompañada de la libertad exterior. Estaba solo en una ciudad extraña, donde no tenía conocimientos; nadie le exigía nada, nadie le enviaba a ninguna parte, tenía todo lo que se le antojaba y se veía libre de un recuerdo que antes le atormentaba sin cesar: el recuerdo de su esposa.

«¡Ah, qué agradable es todo esto! – se decía cuando se veía ante una mesa bien puesta, con un buen caldo, o cuando por la noche se acostaba en una cama limpia y blanda, o cuando se acordaba que estaba libre de su mujer y de los franceses -. ¡Ah, qué cosa tan agradable! – y, obedeciendo a una antigua costumbre, se dirigía esta pregunta -: Bueno, y ahora ¿qué voy a hacer? – y se respondía al punto -: Nada; ya veremos. ¡Ah, qué agradable!»

Lo que antes le preocupaba, lo que siempre trató de solucionar, la cuestión del objeto de la vida, ya no existía para él. Se había concluido la búsqueda, y no por casualidad y momentáneamente, sino porque comprendía que no existía tal objeto ni podía existir. Precisamente este convencimiento era lo que le producía aquella alegre sensación de libertad, lo que le hacía dichoso.

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