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Análisis del libro Guerra y Paz, de León Tolstoi (página 9)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16

Durante el segundo acto, cada vez que Natacha miraba los asientos de la orquesta veía a Anatolio Kuraguin que, con el brazo apoyado en el respaldo de la butaca, la miraba. Natacha estaba encantada de verle tan entusiasmado con ella y no pensaba que en aquello pudiera haber nada malo.

Cuando hubo terminado el segundo acto, la condesa Bezukhov se levantó, se volvió hacia el palco de los Rostov (su escote era tan enorme que podía decirse que llevaba el pecho desnudo), con la mano enguantada hizo una seña al Conde y, sin hacer caso de los que entraban en su palco, se puso a hablar con él, sonriendo graciosamente.

– Pero presénteme usted a sus deliciosas hijas – le dijo -; todo el mundo habla de ellas y yo no las conozco.

Natacha se levantó e hizo una reverencia a la espléndida Condesa. El elogio de aquella deslumbradora beldad era tan agradable a Natacha que se sofocó de alegría.

– Ahora yo también me quiero volver moscovita – dijo Elena -. ¿Cómo no le da a usted vergüenza de haber enterrado unas perlas así en el campo?

La condesa Bezukhov tenía justa fama de mujer amable. Podía decir lo que no pensaba y agradara con sencillez y naturalidad.

– Querido Conde, me permitirá usted que me ocupe de sus hijas, aunque, lo mismo que usted, estoy aquí de paso. Procuraré distraerlas. He oído hablar mucho de usted en San Petersburgo y tenía muchas ganas de conocerla – dijo a Natacha, con una sonrisa amable y graciosa -. He oído hablar a mi paje Drubetzkoi, ya saben que se casa, y del amigo de mi marido, Bolkonski, el príncipe Andrés Bolkonski – dijo con un acento particular, dando a entender que conocía el noviazgo de Natacha.

Para estrechar las relaciones, pidió que una de las muchachas pasara el resto de la velada en su palco, y Natacha pasó a él.

IV

En el entreacto, el aire frío se filtró en el palco de Elena; la puerta se abrió y Anatolio entró inclinándose, para no molestar a nadie.

– Permítame que le presente a mi hermano – dijo Elena; y sus ojos inquietos fueron de Natacha a Anatolio.

Natacha, por encima de los hombros desnudos, alargo la linda cabeza hacia el joven oficial y sonrió.

Anatolio, que tan guapo estaba de lejos como de cerca, se sentó a su lado, diciéndole que hacía mucho tiempo que anhelaba aquel placer, desde el baile de Naristchkin, donde había tenido el inolvidable gozo de verla.

Con las mujeres, Kuraguin era mucho más inteligente y sencillo que con los hombres; hablaba atrevidamente y con simplicidad, y Natacha estaba agradablemente sorprendida de aquel hombre del que se contaban tantas cosas y que no tan sólo no tenía nada de terrible, sino que, al contrario, poseía la sonrisa más ingenua, más alegre y más dulce del mundo.

Kuraguin le preguntó la impresión que le había producido el espectáculo, y contó que en la representación anterior Semionovna se había caído mientras representaba.

– ¿Sabe usted, Condesa, que tendremos un baile de máscaras en nuestra casa? Debería usted venir. Se reunirán todos en casa de Kuraguin.

– Tiene usted que venir, de veras, se lo ruego-le dijo de pronto, hablándole como si se tratara de una antigua amistad.

Y al decir esto no apartaba los risueños ojos del cuello y de los brazos desnudos de Natacha. Ella estaba segura de que él la admiraba; estaba contenta, pero no sabía por qué su presencia demasiado próxima le era penosa. Cuando no la miraba a los ojos, se imaginaba que le miraba fijamente los hombros, y, a su pesar, interponía su mirada, porque prefería que la mirase a los ojos. Pero cuando la miraba a los ojos sentía con espanto que entre los dos no existía ningún obstáculo, ni aun la incomodidad que siempre sentía entre ella y los demás hombres. Natacha, sin darse cuenta, a los cinco minutos se sentía enteramente próxima a aquel hombre. Cuando se volvió temía que le cogiese el brazo desnudo o que la besase en el cuello. Hablaron de las cosas más simples y, no obstante, sentía que entre ellos existía una intimidad que no había tenido nunca con ningún hombre. Natacha se volvió hacia Elena y su padre para preguntarles qué significaba aquello; pero Elena estaba abstraída en una conversación con un general y no correspondió a su mirada, y la de su padre no le dijo más que lo que le decía siempre: «¿Estás contenta? ¿Sí? ¡Pues yo también!»

Para romper un momento el silencio angustioso, durante el cual Anatolio, con los ojos brillantes, la miraba tranquilamente y con obstinación, Natacha le preguntó si le gustaba Moscú. Lo preguntó y se puso colorada; siempre le parecía que cometía una inconveniencia hablando con él. Anatolio sonrió como si quisiera animarla.

– Al principio no me gustaba, porque lo que hace agradable una ciudad son las mujeres bonitas, ¿no le parece? Pero ahora Moscú me gusta mucho-dijo mirándola gravemente -. ¿Vendrá usted por Carnaval, Condesa? Venga-dijo alargando la mano al ramo de flores, y bajando la voz añadió -: Será usted la más linda. Venga, querida Condesa y, en prenda, deme esa flor.

Natacha no comprendió qué le decía ni él tampoco lo comprendía, pero ella adivinó en aquellas palabras incomprensibles una intención inconveniente. No sabía qué decir y se volvió como si no le hubiera entendido. Sentía que estaba muy cerca de ella. «¿Qué hace ahora? ¿Está confuso, enojado? ¿Habré de enmendar esta acción?», se preguntaba, y no pudo evitar volverse. Ella le miró de frente, a los ojos, y su proximidad, su aplomo, su ternura jovial, la vencieron. Ella también sonrió, mirándole francamente a los ojos. Y otra vez, con horror, sintió que entre él y ella no había ningún obstáculo. Algo la emocionaba y atormentaba, y aquel algo era Kuraguin, al que involuntariamente seguía con la mirada. Al salir del teatro, Kuraguin se les acercó, llamó su coche, les ayudó a subir y, al ayudar a Natacha, le oprimió el brazo por encima del codo. Natacha, agitada y colorada, le miró. Dos ojos brillantes y una sonrisa tierna se clavaban en ella.

Sólo al llegar a su casa pudo reflexionar Natacha claramente sobre todo lo que había pasado, y de pronto, mientras se preparaba a tomar el té de última hora, acordándose del príncipe Andrés, presa de horror, gritó en voz alta y delante de todos: «¡Oh!», y muy sofocada, huyó a su cuarto. «¡Dios mío! ¡Estoy perdida! ¿Cómo lo he podido permitir?», se decía. Durante mucho rato permaneció sentada, con la cara entre las manos, procurando rehacer con exactitud lo que había pasado, y no podía comprender lo que sintió. Todo le parecía sombrío, oscuro, terrible. Allí, en aquella sala inmensa, iluminada, al son de aquella música, unas niñas y unos viejos salían sobre unas tablas húmedas, y Elena lo miraba todo, descotada, con sonrisa tranquila y altiva, y todos habían gritado: «¡Bravo!» Allí, a la sombra de aquella Elena, todo era claro y simple, pero ahora, sola con ella misma, todo era incomprensible.«¿Qué es esto? ¿Qué significa este miedo que he pasado por él? ¿Qué quiere decir este remordimiento que ahora siento?», pensaba.

Sólo a la anciana Condesa, de noche, en la cama, hubiera podido explicar todo lo que pensaba. Sabía muy bien que Sonia, con sus principios severos y escrupulosos, no comprendería su confidencia y la aterrorizaría. Sola consigo misma, Natacha procuraba resolver lo que la atormentaba: «¿Estoy perdida para el amor del príncipe Andrés, sí o no?», se preguntaba, y con una sonrisa tranquila se respondía: «¡Qué tonta soy de preguntarlo! ¿Qué ha pasado? Nada; yo no he hecho nada, yo no he provocado a nadie. Nadie lo sabrá nunca ni lo veré nunca más. Está bien claro que no ha pasado nada, que no tengo ningún motivo de arrepentimiento, que el príncipe Andrés puede amarme "tal" como soy. Pero ¿qué quiere decir "tal"? ¡Ah Dios mío! ¿Por qué no puedo salir de ahí?»

Natacha se tranquilizó por unos momentos, pero otra vez su instinto le decía que aunque todo ello era verdad, que si bien no había pasado nada, la antigua pureza de su amor por el príncipe Andrés se había acabado, y otra vez rehacía toda la conversación con Kuraguin, se representaba la cara, los gestos, la sonrisa tierna de aquel apuesto mozo que atrevidamente le apretaba el brazo.

V

Anatolio Kuraguin vivía en Moscú porque su padre lo había expulsado de San Petersburgo, donde gastaba más de veinte mil rublos al año y además contraía deudas, que los acreedores exigían al Príncipe.

El Príncipe declaró a su hijo que, por última vez, le pagaría la mitad de sus deudas, pero con la condición de irse a Moscú como ayudante de campo del general en jefe, cargo que había obtenido para él, y que procurase encontrar un buen partido. Le indicó la princesa María y Julia Kuraguin.

Anatolio se avino a ello y fue a Moscú, donde se instaló en casa de Pedro, que de momento lo recibió sin mucha alegría, pero luego se habituó a él; a veces salía a divertirse con él y le daba dinero en forma de préstamos puramente formularios.

Como se decía muy bien, desde que Anatolio estaba en Moscú sorbía el seso de todas las señoras, justamente porque no les hacía caso y prefería las bohemias y las artistas francesas, especialmente la señorita Georges, con la cual, según se decía, estaba en relaciones muy íntimas. No se dejaba perder ni una sola orgía en casa de Danilov y de otros amigos de Moscú. Se pasaba noches enteras bebiendo, se lo gastaba todo y frecuentaba todas las veladas y bailes del gran mundo. Se le atribuían algunas intrigas con cierta dama de Moscú, y en el baile cortejaba a algunas muchachas, sobre todo herederas ricas, la mayoría de las cuales eran feas, pero no pasaba de ahí, tanto más cuanto Anatolio, cosa que no sabía nadie aparte de sus amigos íntimos, hacía dos años que estaba casado. Dos años atrás, durante la estancia de su regimiento en Polonia, un señor polaco, no muy rico, le había obligado a casarse con una hija suya. Anatolio, al cabo de poco tiempo, abandonó a su mujer y, con la promesa de enviar dinero a su suegro, se había reservado el derecho de pasar por soltero.

Anatolio estaba siempre contento de su situación, de sí mismo y de los demás. Instintivamente, estaba convencido de que no podía vivir de otra manera de como vivía y también de no haber hecho nada malo en toda su vida. No pensaba y era incapaz de reflexionar en los efectos que sus actos podían producir en los demás o las consecuencias que pudiesen acarrear. Estaba convencido de que así como el pato está conformado para vivir en el agua, Dios lo había creado a él de aquella manera y que le hacían falta treinta mil rublos al año y una situación preponderante en sociedad. Estaba de tal manera convencido de ello que, al mirarle, los demás lo estaban también y no le negaban ni el lugar preponderante ni el dinero que tomaba prestado al primero que se presentaba sin tener intención de devolvérselo nunca más.

No era jugador, es decir, no deseaba ganar; no era vanidoso, no se preocupaba de lo que decían de él y no tenía la menor ambición; muchas veces había disgustado a su padre al perjudicarle en su carrera riéndose de todos. No era avaro ni negaba un favor a nadie. Lo único que le gustaba eran las mujeres, y como, según su manera de pensar, aquel gusto no desdecía de su nobleza, como era incapaz de reflexionar sobre las consecuencias que la satisfacción de sus gustos pudieran tener sobre los demás, se consideraba un ser irreprochable, detestaba francamente a los falsos y a los malvados y llevaba la cabeza muy alta y la conciencia tranquila.

Los hombres calaveras tienen un sentimiento secreto de la inocencia, basado, como en la Magdalena, en el espíritu de perdón. «Todo le será perdonado porque ha amado mucho», y a ellos les será perdonado todo porque se han divertido mucho.

Dolokhov, que aquel año había reaparecido en Moscú después de una estancia y de unas aventuras en Persia y que llevaba la vida lujosa del juego y del libertinaje, se acercó a su antiguo compañero Kuraguin y se aprovechó de él para entretenerse.

Anatolio quería sinceramente a Dolokhov por su talento y su valor. Dolokhov tenía necesidad del nombre y de las relaciones de Anatolio Kuraguin para atraer a los jóvenes ricos a su pandilla de juego, y, sin que se lo diera a entender, se aprovechaba y se divertía con Kuraguin. Aparte del interés que Anatolio sentía por él, el hecho de gobernar la voluntad de otro era el placer habitual de Dolokhov y casi una necesidad.

Natacha había causado una gran impresión a Kuraguin. Durante la cena, después del espectáculo, en calidad.de hombre experto, ante Dolokhov, examinó las cualidades de sus brazos, de sus cabellos, y declaró el propósito de enamorarla. ¿Qué podría pasar? Anatolio no podía pensarlo ni preverlo porque no había pensado nunca lo que resultaría de sus actos.

– De acuerdo, es linda, amigo mío, pero no es para nosotros – dijo Dolokhov.

– Podría decir a mi hermana que la invitara a comer, ¿no te parece? – dijo Anatolio.

– Espera a que se case…

-Ya sabes que tengo una debilidad por las jovencitas: caerá en seguida-dijo Anatolio.

– Ya te has enredado con una – replicó Dolokhov, que sabía lo de su casamiento.

– Por eso mismo no puedo enredarme con otra – dijo Anatolio riendo muy a gusto.

VI

A María Dmitrievna le gustaba celebrar el domingo y sabía hacerlo. El sábado quedaba la casa limpia y ordenada; el domingo no trabajaba ni ella ni los criados; vestían los trajes de las fiestas y todos iban a misa. A la comida de los amos se añadía algunos platos y se daba aguardiente al servicio, así como ocas asadas o lechones, pero en ninguna parte se observaba un aire de fiesta tan notable como en la casa de María Dmitrievna, que aquel día adquiría una expresión inmutable de felicidad.

Tras tomar café, después de la misa, en el salón en que habían quitado las fundas de los muebles, entraron a anunciar a María Dmitrievna que tenía el coche a la puerta; con aire severo, vistiendo su chal de las fiestas que se ponía para ir de visita, se levantó y dijo que iba a casa del príncipe Nicolás Andreievitch Bolkonski para conversar respecto a Natacha.

Al poco rato de haberse marchado llegó la dependienta de casa madame Chalmet, y Natacha, muy contenta por la distracción que se le presentaba, pasó a un salón lateral, cerro la puerta y se ocupó de la prueba de los vestidos nuevos. Mientras se probaba el cuerpo hilvanado, sin mangas, volvía la cabeza y se miraba al espejo para ver cómo le caía la espalda, oía en el salón el sonido animado de la voz de su padre y otra voz de mujer que la hizo ponerse colorada: era la voz de Elena. No había acabado aún Natacha de quitarse el cuerpo de prueba cuando la puerta se abrió y entró en la sala la condesa Bezukhov con una sonrisa brillante, dulce y tierna, vestida con un traje de terciopelo lila oscuro y cuello alto.

– ¡Ah, mi encantadora! – dijo a Natacha, que estaba muy colorada -. Vaya, no hay otra como ella, Conde – dijo a Ilia Andreievitch, que entró tras ella-. ¡Y bien! ¡Vivir en Moscú y no ir a ninguna parte! No, no se lo permitiré. Esta noche la señorita Georges declamará en mi casa; vendrán unos cuantos amigos y si no me trae a sus niñas, que son mucho más bonitas que la señorita Georges, me dará un disgusto. Mi marido está ausente; ha marchado a Tver; de no ser así, ya le habría hecho venir a buscarlas. Vengan, les espero; a las nueve todos estarán en casa. Confío en ello.

Saludó con la cabeza a la modista, que era conocida suya, la cual se inclinó respetuosamente, y luego se sentó en una silla cerca del espejo, extendiendo con arte su traje de terciopelo. No cesaba de hablar alegremente mientras admiraba la belleza de Natacha. Le examinaba los vestidos, los elogiaba, y hablaba con vanidad de su traje nuevo de «gasa metálica» que acababa de recibir de París y aconsejaba a Natacha que se hiciera uno igual.

– Pero a usted todo le está bien, querida – decía.

Del rostro de Natacha no se borraba una sonrisa de satisfacción. Se sentía feliz y orgullosa con los elogios de aquella deslumbrante condesa Bezukhov que antes le parecía una dama tan inaccesible y tan importante y que ahora era tan amable para ella. Natacha se ponía alegre, se sentía casi enamorada de aquella mujer tan hermosa y tan sencilla.

Elena, por su parte, admiraba sinceramente a Natacha y deseaba distraerla. Anatolio le había pedido que lo presentase y se la presentase, y por esto ella había ido a casa de los Rostov. La idea de aproximar su hermano a Natacha la divertía.

Por más que le hubiese tenido rencor porque en San Petersburgo le había quitado a Boris, ahora ya no se acordaba, y de todo corazón deseaba suerte a Natacha. Al partir habló un momento aparte con su protegida.

-Ayer mi hermano comió en casa; nos moríamos de risa: no comió nada y es por culpa de usted, querida. Está enamorado como un loco, enamorado de usted.

Natacha se sonrojó vivamente.

– ¡Ay, cómo se pone colorada! ¡Mi niña querida! Si está usted enamorada de alguien, no hay motivo para que se esconda en un rincón; aunque esté prometida, no dudo que su novio preferirá que se divierta, cuando él está ausente, a que se muera de aburrimiento. Venga, debe usted venir – dijo Elena.

«Así, ya sabe que estoy prometida; con su marido, con Pedro, con este buen Pedro, hablan de esto y se ríen. Luego todo esto no es nada malo.» Y otra vez, bajo la influencia de Elena, aquello que antes le parecía terrible, ahora lo encontraba sencillo y natural. «Y ella, una dama tan distinguida, tan elegante, bien se ve que me quiere de todo corazón… ¿Por qué no me he de divertir, pues?», pensaba Natacha mirando a Elena con los ojos muy abiertos.

María Dmitrievna regresó seria y taciturna; evidentemente había sido mal recibida en casa del Príncipe. Estaba demasiado emocionada aún para poder contar lo que le había pasado. A las preguntas del Conde contestó que todo iba bien y que mañana ya se lo explicaría. Cuando supo la visita de Elena y la invitación para la noche, dijo:

– No me gusta la amistad de la señora Bezukhov y no os la recomiendo; pero si le has prometido ir, ve y te distraerás – añadió dirigiéndose a Natacha.

VII

El conde Ilia Andreievitch acompañó a sus hijas a casa de la condesa Bezukhov. Había mucha gente, pero Natacha casi no conocía a nadie. El conde Ilia Andreievitch observó con disgusto que toda aquella reunión estaba formada principalmente de hombres y mujeres conocidos por la libertad de sus costumbres. La señorita Georges, rodeada de jóvenes, estaba en un rincón de la sala. Había algunos franceses, entre ellos Mitivier, que desde la llegada de Elena era asiduo de la casa.

El conde Ilia Andreievitch decidió no jugar a los naipes para no separarse de las niñas y marchar así que la señorita Georges hubiese declamado.

Anatolio, cerca de la puerta, esperaba evidentemente la entrada de los Rostov. Después de saludar al Conde, se acercó enseguida a Natacha y la siguió. Así que Natacha lo vio, lo mismo que en el teatro, se apoderó de ella el placer vanidoso de agradarle y el miedo que le daba el no encontrar obstáculos entre ella y él. Elena recibió alegremente a Natacha y admiró su belleza y su vestido. Al poco tiempo de haber llegado, la señorita Georges se retiró de la sala para vestirse. Empezaron a instalar sillas en la sala y Anatolio acercó una a Natacha y quiso sentarse a su lado, pero el Conde, que no apartaba los ojos de su hija, ocupó la silla y Anatolio se colocó detrás.

La señorita Georges, con sus robustos brazos desnudos, un chal arrollado y caído encima de los hombros, salió al espacio libre que habían dejado delante de las sillas y se detuvo en actitud estudiada. Se oyeron voces de entusiasmo. La señorita Georges miró al público con severidad y empezó a recitar versos franceses en los que se trataba de su amor criminal hacia su hijo. En ciertos pasajes levantaba la voz, en otros hablaba bajo, levantando la cabeza triunfalmente, o se detenía y daba un ronquido, abriendo mucho los ojos.

– ¡Adorable! ¡Divino! ¡Delicioso! – se oía por todas partes.

Natacha miraba a la corpulenta Georges, pero no comprendía nada de lo que pasaba delante de ella. De nuevo se sentía apresada completamente por aquel mundo extraño, loco, tan alejado del otro, por aquel mundo en el cual era imposible saber lo que está bien, lo que está mal, lo que es razonable y lo que no lo es. Anatolio estaba sentado detrás de ella y tan cerca que, asustada, temía cualquier cosa.

Después del primer monólogo, todos rodearon a la señorita Georges y le expresaron el entusiasmo que sentían.

– ¡Qué hermosa es! – dijo Natacha a su padre, que se levantó con los demás, atravesó la multitud y se acercó a la actriz.

– Si la miro a usted, yo no la encuentro nada hermosa -dijo Anatolio, que seguía a Natacha. Se lo dijo en un momento en que sólo podía oírle ella -. Es usted encantadora…, desde el día que la vi no he dejado…

– Natacha, ven. Sí que es hermosa – dijo el Conde volviéndose y buscando a su hija.

Natacha, sin decir nada, se acercó a su padre y le miró con ojos interrogadores.

Después de declamar algunos monólogos, la señorita Georges se retiró y la condesa Bezukhov invitó a sus huéspedes a pasar al salón.

El Conde quería irse, pero Elena le rogó que no lo hiciera para no desencuadrar el baile que se preparaba. Los Rostov se quedaron. Anatolio sacó a Natacha en el vals y, mientras bailaban, apretándole la cintura con el brazo, le dijo que era encantadora y que la quería. Durante la escocesa, que bailó con él, Anatolio no le dijo nada, sólo la miró. Natacha se preguntaba si aquello que le había dicho mientras bailaba era sólo un sueño. Al acabar la primera figura, otra vez le apretó la mano. Natacha levantó los ojos asustada, pero en su mirada dulce y en su sonrisa había tanta ternura que al mirarle no pudo decirle lo que quería y bajó los ojos.

– No me diga otra vez lo de antes; estoy prometida y amo a otro – pronunció muy rápidamente.

Natacha le miró. Anatolio no estaba desconcertado ni entristecido por aquellas palabras.

– No me lo diga, ¿qué importa? – replicó él -; sé que estoy locamente enamorado de usted. ¿Qué culpa tengo yo si es tan encantadora…? Es usted la que tiene la culpa.

Natacha, animada y desazonada, con los ojos muy abiertos, asustados, miraba a su alrededor y parecía más alegre que de costumbre. Casi no comprendía nada de lo que pasaba aquella noche. Bailaban la polonesa y la escocesa. Estuviera donde estuviese, hablara con quien hablase, siempre sentía su mirada sobre ella. Luego recordó que había pedido permiso a su padre para ir al tocador a arreglarse el vestido, que Elena la había acompañado y, riendo, le había hablado del amor de su hermano, y que en el pequeño diván se había encontrado otra vez con Anatolio, que Elena había desaparecido, que se habían quedado solos y que él, cogiéndole la mano, le había dicho con voz tierna:

– No puedo ir a su casa, pero ¿no nos veremos más? La amo locamente. ¿De veras nunca más…?

Y mientras le cerraba el paso había acercado su cara a la suya. Unos grandes ojos de hombre, relucientes, estaban tan cerca de los suyos que no veía nada más.

-¡Natalia! – murmuraba estrechándole fuertemente la mano-. ¡Natalia!

«No comprendo nada, no sé qué decir», le respondían sus ojos.

Unos labios ardientes se posaron sobre los suyos y, en aquel preciso instante, se sintió libre otra vez, y a su vera se oía ruido de pasos y el crujir de las faldas de Elena. Natacha la vio; enseguida, agitada y temblorosa, la miró con aire aterrado, interrogador, y se dirigió a la puerta.

– ¡Una palabra, una palabra nada más, por Dios! – dijo Anatolio.

Natalia se turbó. Le era preciso escuchar aquella palabra que le explicaría lo que había pasado y a la cual contestaría.

– Natalia, una palabra, una… – repetía sin cesar, no sabiendo qué decir; y hasta lo repitió cuando Elena estuvo a su lado.

Elena salió con Natacha del salón. Los Rostov no se quedaron a cenar y se marcharon.

Natacha no durmió en toda la noche. La cuestión insoluble: «¿Amaba a Anatolio o al príncipe Andrés?», la atormentaba. Amaba al príncipe Andrés, recordaba vivamente cómo le amaba; pero también amaba a Anatolio, esto era indiscutible. «De otra manera, ¿hubiera sido posible lo que pasó?», pensaba. «Después de lo que ha pasado, si al decirle adiós he podido responder a su sonrisa con una sonrisa, si he podido hacer tal cosa, es que le amo, que le he amado desde el primer momento. Es bueno, noble, apuesto, y es imposible no amarle. ¿Qué he de hacer si le quiero y también quiero a otro?», se decía sin encontrar respuesta a estas terribles preguntas.

VIII

Llegó la mañana siguiente y con ella volvió la agitación. Todos se levantaron, todos se agitaron y empezaron a hablar. Vinieron de nuevo las modistas, María Dmitrievna salió y llamaron para el té. Natacha, con los ojos muy abiertos, como si quisiera recoger todas las miradas fijas en ella, miraba a todos lados con inquietud y procuraba poner la misma cara de siempre. Después de comer, María Dmitrievna -era su mejor momento -, sentada en su sillón, llamó a Natacha y al viejo Conde.

– ¡Y bien! Amigos, he reflexionado sobre todo eso y he aquí mi parecer – empezó -: ayer estuve en casa del príncipe Andrés y hablé con él… Él se puso a gritar y yo más que él… ¡Se lo dije todo!

– ¿Y qué? – preguntó el Conde.

– ¿Él? Está loco… No quiere saber nada. Y bien, no hay nada a hacer, ya hemos atormentado bastante a la pobrecita. Para mí es cosa de arreglar vuestros asuntos y volveros a casa, a Otradnoie, y esperar…

– ¡Oh, no! – exclamó Natacha.

– Sí. Hay que marchar y esperar allí. Si el novio llega ahora, habrá altercados. Él solo, de tú a tú, se explicará con el viejo, y luego irá a vuestra casa.

Ilia Andreievitch aprobó este parecer, que enseguida le pareció muy juicioso.

– Si el viejo se amansa – añadió -, siempre estaréis a tiempo de ir a su casa, a Moscú, o de ir a verle a Lisia-Gori; si el casamiento se efectúa contra su voluntad, necesariamente ha de celebrarse en Otradnoie.

-Exacto, y ya siento haber ido a su casa y haber llevado allí a mi hija – replicó el Conde.

-No, eso no; ¡por qué lo has de sentir! Estando aquí debíais ir por cortesía. Pero si no lo quiere, es cosa suya – dijo María Dmitrievna buscando alguna cosa en su bolso -. El ajuar está dispuesto. ¿Qué habéis de esperar aún? Lo que falte ya os lo enviaré. Siento que os vayáis, pero valdrá más que hagáis esto, y que Dios os acompañe.

Finalmente encontró lo que buscaba en su bolso y lo dio a Natacha. Era una carta de la princesa María.

– Te ha escrito; la pobre siente mucha pena, teme que te figures que ella te hace la contra.

– ¡Claro que me la hace! – exclamó Natacha.

– ¡No digas tonterías! – gritó María Dmitrievna.

– Digáis lo que digáis, no creeré a nadie. Sé muy bien que no me quiere – replicaba atrevidamente Natacha tomando la carta. Y su rostro expresó una resolución fría y mala que obligó a fruncir las cejas a María Dmitrievna y a mirarla severamente.

– Niña, no hables así – dijo -; lo que te he dicho es la verdad. Escríbele.

Natacha no respondió y se fue corriendo a su cuarto para leer la carta de la princesa María.

En ella decía que estaba desolada a causa de la mala inteligencia que había habido entre ellas; le rogaba que quisiera creer, fuesen los que fueran los sentimientos del anciano Príncipe, su padre, que ella la amaba como a la mujer escogida por su hermano a cuya felicidad estaba decidida a sacrificarlo todo.

«No obstante – escribía -, no crea que mi padre esté mal dispuesto contra usted. Es un hombre enfermo y viejo, hay que excusarlo; pero es bueno, es magnánimo, y querrá a la que hará feliz a su hijo.» La princesa María rogaba a Natacha fijara el día en que la podría recibir.

Después de leer la carta, Natacha se sentó a la mesa para escribir la respuesta:

«Querida Princesa», escribió rápidamente, mecánicamente, y se detuvo. ¿Qué podía escribirle después de lo que había pasado la noche anterior? «Sí, si, todo aquello era así, pero ahora es muy diferente.» ¡Es necesario! ¡Es horrible…! Y para olvidar aquellos pensamientos terribles fue a buscar a Sonia y ambas empezaron a escoger bordados.

Después de comer, Natacha fue a su cuarto y volvió a leer la carta de la princesa María. «¿Todo se ha acabado? ¿Ha sido todo tan rápido que todo el pasado ha desaparecido?» Recordaba la fuerza de su amor por el príncipe Andrés, se representaba el cuadro, tantas veces presente en su imaginación, de la felicidad que gozaría con él, y a la vez se inflamaba de emoción recordando todos los detalles de su entrevista de la noche anterior con Anatolio. «¿Por qué no puede ser todo a la vez? – pensaba muchas veces, completamente aturdida -. De esta manera sería feliz del todo; pero sin uno de ellos no puedo serlo. Decir al príncipe Andrés todo lo que ha pasado u ocultárselo es igualmente imposible. Y "con ello" aún queda todo igual. ¿Pero he de renunciar para siempre a la felicidad del amor del príncipe Andrés, a la cual me he acostumbrado desde hace tanto tiempo?»

– Señorita – dijo la camarera, que entró en el cuarto con aire misterioso -: un hombre me ha encargado que le diera esto – y le alargó una carta -. ¡Por amor de Dios, Condesa…! – continuó, mientras Natacha, con un movimiento involuntario, abría el sobre y leía una carta de amor de Anatolio, de la que no comprendía nada aparte de que era de él, del hombre que amaba. Sí, lo amaba, pues, de no ser así, ¿habría podido pasar todo lo que había pasado? Aquella carta amorosa suya, ¿podría encontrarse en sus manos?

Natacha tenía entre sus manos temblorosas aquella carta apasionada que Dolokhov había escrito para Anatolio y leyéndola encontraba el eco de todo lo que creía sentir.

La carta empezaba con estas palabras:

«¡Desde ayer mi destino está decidido! Ser amado por usted o morir, no tengo otra salida.» A continuación escribía que sus padres no le daban el consentimiento debido a ciertas causas misteriosas que sólo podía explicar a ella misma, pero que si ella le amaba, si pronunciaba una palabra, ninguna fuerza humana podría impedir su felicidad: el amor lo vencería todo. La raptaría y se la llevaría al otro extremo del mundo.

«¡Sí, sí, le quiero!», pensaba Natacha volviendo a leer una y otra vez aquella carta y buscando en cada palabra un sentido particular, profundo.

Aquella noche, María Dmitrievna fue a casa de los Arkharov y propuso a las niñas que la acompañaran. Natacha pretextó una jaqueca y se quedó en casa.

IX

A la vuelta, ya al anochecer, Sonia entró en el cuarto de Natacha y, con gran sorpresa suya, encontró que se había dormido vestida en el diván. La carta de Anatolio, abierta, estaba cerca de ella encima de la mesita. Sonia la tomó y la leyó.

Leía y miraba a Natacha dormida, buscando en sus facciones la explicación de lo que leía, y no sabía encontrarla. La cara de Natacha era tranquila, dulce, feliz. Con la mano en el pecho, para no ahogarse, Sonia, pálida, temblorosa de miedo y de emoción, se sentó en una silla y se deshizo en lágrimas.

«¿Cómo no he visto nada? ¿Cómo es posible que haya llegado tan lejos? Ya no quiere al príncipe Andrés. ¿Cómo ha podido permitir eso a Kuraguin? Es un falso, un perverso, esto está bien claro. ¿Qué dirá Nicolás, él que es tan bueno, cuando lo sepa? He aquí lo que significaba aquel rostro trasmudado, resuelto y nada natural de ayer y anteayer. Pero ¡no puede ser que le quiera! Probablemente ha abierto esta carta sin saber qué era. Debe estar muy ofendida. ¡Es imposible que haga tal cosa!», pensaba Sonia.

Se secó las lágrimas, se acercó a Natacha y otra vez le miró atentamente la cara.

– ¡Natacha! – dijo muy bajito.

Natacha despertó y se dio cuenta de la presencia de Sonia.

– ¡Ah! ¿Ya habéis vuelto?

Y, con la decisión y la ternura propias del momento de despertar, abrazó a su amiga. Pero al ver la confusión de Sonia, su cara expresó enseguida el disgusto y la desconfianza.

– Sonia, ¿has leído la carta? – dijo.

– Sí – repuso dulcemente Sonia.

Natacha sonrió triunfalmente.

– No, Sonia. No puedo ocultártelo más. Ya lo sabes, nos queremos, Sonia; me ha escrito, Sonia…

Sonia, como si no quisiera creer lo que oía, miró a Natacha con los ojos muy abiertos.

– ¿Y Bolkonski? – le dijo.

– ¡Ah, Sonia! ¡Ah! ¡Si pudieras comprender lo feliz que soy! Tú no sabes lo que es amor.

– Pero, Natacha, ¿lo otro ya ha pasado del todo?

Natacha, con los ojos muy abiertos, miraba a Sonia como si no comprendiese lo que le preguntaba.

– ¿Qué? ¿Dejar, pues, al príncipe Andrés? – dijo Sonia.

– ¡Ah! ¿No lo comprendes? No digas tonterías. Escucha – dijo Natacha con despecho.

– No, no lo puedo creer – repitió Sonia -; no comprendo cómo has podido querer a un hombre un año entero y de pronto… Pero si sólo lo has visto tres veces. No te creo; bromeas. En tres días has podido olvidar y…

– ¡Tres días! ¡Si me parece que hace cien años que le quiero! Me parece que no he estado enamorada nunca de nadie más que de él. Tú no lo puedes comprender, Sonia. – Natacha la abrazó -. Me habían dicho que estas cosas pasan; quizá tú también lo has oído decir, pero hasta ahora no he sentido el amor. Esto no es como aquello de antes. En seguida que le vi presentí que haría lo que quisiera de mí, que era su esclava y que lo tenía que amar por fuerza. ¡Sí, esclava! Haré todo lo que él me mande. Tú no me comprendes. ¿Qué he de hacer, Sonia? – dijo Natacha con rostro alegre y a la vez desesperado.

-Pero piensa lo que haces; yo no puedo dejarte así. ¡Cartas misteriosas! ¿Cómo lo has podido consentir? – pronunció con un asco, con un horror que no acertaba a disimular.

– Te digo que no tengo voluntad. ¿No quieres entenderlo? ¡Le quiero!

– ¡Ah, no permitiré yo eso! Voy a decirlo ahora mismo – exclamó Sonia con las lágrimas deslizándose por sus mejillas.

– ¿Qué dices? Si lo cuentas es querer perderme, quieres que nos separen…

Ante este temor de Natacha, Sonia lloró de vergüenza y de compasión por su amiga.

– ¿Qué ha habido entre los dos? – le preguntó -¿Qué te ha dicho? ¿Por qué no viene a hablar con los de casa?

Natacha no respondió nada.

-Por Dios, Sonia, no lo digas a nadie, no me hagas sufrir. Piensa que nadie se puede meter en nuestros asuntos. Yo te he confesado…

– Pero ¿por qué todo este misterio? ¿Por qué no viene a casa? ¿Por qué no te pide? El príncipe Andrés ¿te ha dejado en libertad…? Pero no lo puedo creer, Natacha. ¿Has pensado cuáles pueden ser las «causas misteriosas»?

Natacha miró a Sonia con ojos interrogadores. Evidentemente, esta pregunta se le ocurría por primera vez y no sabía qué responder.

– ¿Qué causas? No lo sé, pero bien debe haberlas.

Sonia suspiró y bajó la cabeza con desconfianza.

– Si las hubiere… – dijo Sonia.

Pero Natacha, ante aquella duda, la interrumpió horrorizada.

– Sonia, no se puede dudar de él, no se puede dudar.

– ¿Él te quiere?

– ¿Si me quiere? – repitió Natacha con una sonrisa de compasión por la poca inteligencia de su amiga -. ¿No has visto cómo escribe, no lo has visto?

– ¿Y si no fuera un hombre digno?

– ¿Él un hombre indigno? Si lo conocieras…

– Si lo es, ha de declarar su intención o ha de dejar de verte. Y si tú no quieres obligarle a ello, lo haré yo. Yo le escribir é, lo diré a papá – gritó con energía.

– ¡Pero si no puedo vivir sin él! – exclamó Natacha.

– Natacha, no te entiendo. ¿Ya sabes lo que dices? Acuérdate de tu padre, de Nicolás.

-No necesito a nadie. No quiero a nadie sino a él. ¿Cómo te atreves a decir que no es digno? ¿Ignoras que le quiero? – gritó Natacha -. Sonia, ¡vete! No quiero disgustarme contigo, pero ¡vete, por Dios, vete! ¡Ya ves cómo sufro! – exclamó rencorosamente Natacha con voz de enojo y de desesperación.

Sonia se fue llorando a su cuarto.

Natacha se acercó a la mesa y, sin reflexionar un momento, escribió a la princesa María la respuesta que no había podido hallar durante toda la mañana. Escribió brevemente que la incomprensión entre ellas dos había terminado; que aprovechando la magnanimidad del príncipe Andrés, que al marchar la había dejado totalmente en libertad, le rogaba olvidarlo todo y perdonarla si no se comportaba como él merecía, pero que no podía ser su esposa. Todo aquello, en aquel momento, le parecía muy claro, muy simple y muy fácil.

El viernes, los Rostov habían de marchar al campo. El miércoles, el Conde acompañó al comprador de la hacienda cercana a Moscú.

El día de la marcha del Conde, Sonia y Natacha debían asistir a una gran comida en casa de los Kuraguin y María Dmitrievna las acompañó.

Durante la comida, Natacha encontró otra vez a Anatolio, y Sonia observó que ella le hablaba a escondidas y que durante toda la comida estaba muy turbada. Cuando llegaron a casa, Natacha fue la primera en dar la explicación que la otra esperaba.

– ¿Ves, Sonia? Has dicho muchas tonterías hablando de él – empezó Natacha con voz dulce, con aquella voz que emplean los niños cuando quieren que se les dé la razón -. Hoy nos hemos explicado.

– ¿Y qué? ¿Qué te ha dicho? ¡Qué contenta estoy de que ya se te haya pasado el disgusto conmigo! Dímelo todo, toda la verdad. ¿Qué te ha dicho?

Natacha quedó pensativa.

– ¡Ah! Sonia, si tú le conocieras como lo conozco yo. Ha dicho… Me ha preguntado cómo me prometí con Bolkonski. Está contentísimo de que sólo depende de mí dejarlo.

Sonia suspiró tristemente.

– ¿Pero no habrás roto con tu novio?

– ¡Quién sabe! Tal vez sí, tal vez todo se ha acabado entre él y yo. ¿Por qué piensas tan mal de mí?

– Yo no, pienso nada; pero no comprendo…

– Espérate, Sonia, ya lo comprenderás todo. Ya verás qué hombre. No pienses mal ni de mí ni de él.

– Yo no pienso mal de nadie. Yo quiero y compadezco a todo el mundo. Pero ¿qué he de hacer?

Sonia no se rendía al tono tierno que Natacha usaba. Cuanto más se enternecía la expresión del rostro de Natacha, más seria y severa se volvía Sonia.

– Natacha – le dijo -, me has pedido que no te hablara de ello y no lo he hablado; ahora eres tú la que ha empezado. Natacha, no tengo confianza en él. ¿Por qué este misterio?

– ¡Otra vez! – interrumpió Natacha.

– Natacha, tengo miedo por ti.

– ¿De qué tienes miedo?

– Tengo miedo a que te pierdas – dijo resueltamente Sonia, asustada de lo que acababa de decir.

Las facciones de Natacha expresaron de nuevo la cólera.

– ¡Me perderé! ¡Me perderé! ¡Mejor! Eso no es cosa vuestra. Peor para mí; yo lo pagaré y no vosotros. Déjame sola, déjame sola. ¡Te aborrezco!

– ¡Natacha! – gritó Sonia, horrorizada.

– Te aborrezco. Te aborrezco. Para mí siempre serás mi enemiga.

Natacha no hablaba con Sonia y la evitaba. Con la misma expresión de extrañeza y de emoción y con la conciencia de una falta andaba por la casa haciendo ahora una cosa, ahora otra, para dejarlo todo enseguida.

Aunque resultara muy penoso para Sonia, ésta la seguía con gran atención.

La víspera del regreso del Conde, Sonia observó que Natacha se pasaba la mañana sentada cerca de la ventana de la sala como si esperase alguna cosa y luego la vio hacer una seña a un militar que pasaba por la calle y que le pareció que era Anatolio.

Sonia se propuso observar más atentamente a su amiga y vio que Natacha, durante toda la comida y durante la tarde, estaba muy rara y tenía un aire que no era natural. Respondía sin escuchar las, preguntas que le hacían, empezaba a decir cosas que no terminaba y se reía de todo.

Después del té, Sonia descubrió que la camarera esperaba temblorosa cerca de la puerta a que Natacha pasara. Sonia la dejó pasar y, escuchando detrás de la puerta, supo que Natacha acababa de recibir ocultamente otra carta. Inmediatamente comprendió que Natacha tenía algún plan para aquella noche. Llamó a la puerta de Natacha, que se negó a recibirla. «Huirá con él – pensó Sonia -. Es capaz de todo. Hoy su cara tenía un aspecto triste y resuelto. Ha llorado cuando ha dicho adiós al tío. Sí, es seguro que va a huir con él. ¿Qué puedo hacer? – pensaba Sonia recordando todos los indicios que pudiesen aclarar que Natacha escondía un proyecto terrible -. El Conde no está aquí. ¿Qué hacer? Ir a casa de Kuraguin y pedirle una explicación. Pero ¿quién le obliga a contestarme? Escribir a Pedro, como dijo el príncipe Andrés que se hiciera si pasaba alguna desgracia. Pero ¿quién sabe si ella ya ha roto con Bolkonski? Ayer escribió a la princesa María. ¡Y el tío no está aquí!» Decirlo a María Dmitrievna, que tanta confianza tenía en Natacha, le parecía terrible. «Sea como sea – pensaba Sonia en el corredor oscuro -, ahora o nunca es la hora de probar que me acuerdo de lo que ha hecho por mí la familia y que quiero a Nicolás. No, me pasaré tres noches sin dormir, no me moveré de aquí. La privaré de salir, a la fuerza si es preciso, y no permitiré que la vergüenza caiga sobre su familia

X

Ultimamente Anatolio vivía en casa de Dolokhov. El plan del rapto de la señorita Rostov había sido ideado y preparado por Dolokhov, y el día que Sonia escuchaba detrás de la puerta de Natacha y decidió salvarla el plan debía ser ejecutado. Natacha había prometido a Kuraguin que se reuniría con él a las diez de la noche, por la escalera de servicio. Kuraguin la había de recoger en una troika que los esperaría y los conduciría el pueblecito de Kamenka, a sesenta verstas de Moscú; allí; un pope destituido los casaría.

Desde Kamenka, un coche los conduciría a la carretera de Varsovia, y de allí, en coche de posta, huirían al extranjero. Anatolio tenía el pasaporte, el billete de ruta, diez mil rublos tomados a su hermana y otros diez mil que le habían prestado por mediación de Dolokhov.

Dos testigos, Khvostikov, antiguo funcionario que Dolokhov hacía servir de gancho en el juego, y Makarin, húsar retirado, hombre ingenuo y débil, que sentía una amistad sin límites por Kuraguin, estaban sentados en la sala de espera tomando el té.

En su espacioso despacho, adornado de arriba abajo con tapices persas, pieles de oso y armas, Dolokhov, en traje de viaje y botas altas, estaba sentado en su escritorio abierto en el que tenía cuentas y los paquetes de billetes de Banco. Anatolio, con el uniforme desabrochado, iba de la sala donde estaban los testigos al despacho y a la sala de atrás, donde su criado francés, con otros sirvientes, preparaban la última maleta. Dolokhov contaba el dinero y tomaba nota.

Dolokhov encerró el dinero en el cajón, llamó a un criado para que preparara la comida y bebida para el camino y luego entró en la sala donde le esperaban sentados Khvostikov y Makarin.

Anatolio se había tendido en un diván con las manos bajo la cabeza; sonreía pensativamente y sus labios murmuraban palabras tiernas.

– ¡Vamos, come algo! – exclamó Dolokhov desde la otra habitación.

– No tengo hambre – replicó Anatolio sin perder su sonrisa.

-Mira, Balaga ya está aquí.

Anatolio se levantó y entró en el comedor.

Balaga era un cochero de troika muy conocido, que guiaba muy bien. Dolokhov y Anatolio se servían muy a menudo de su troika. Muchas veces, cuando el regimiento de Anatolio estaba en Tver, se lo llevaba de Tver al anochecer, a la madrugada llegaban a Moscú y el día siguiente estaba de regreso. Muchas veces había salvado a Dolokhov de la persecución. Muy a menudo, en la ciudad, los había paseado con bohemias y damitas, como decía Balaga. Muchas veces, conduciéndolos a Moscú, había atropellado a gente del pueblo y a cocheros, y siempre había podido escaparse. Con ellos había reventado muchos caballos. Muchas veces se había peleado por ellos; muy a menudo le habían emborrachado de champaña y de madera, vino que le gustaba extraordinariamente, y él sabía muchas aventuras, cada una de las cuales merecía un descanso en Siberia. En sus orgías invitaban muy a menudo a Balaga, le hacían beber y bailar en casa de los cíngaros y por sus manos pasaban muchos millares de rublos. Sirviéndolos, exponía la vida veinte veces al año, y por ellos había matado más caballos que dinero le habían dado. Pero les quería. Le gustaban aquellas carreras locas de dieciocho verstas por hora; le gustaba volcar cocheros y aplastar viandantes y recorrer a galope tendido las calles de Moscú. Le gustaba oír a sus espaldas: «¡Corre más! ¡Corre más!» cuando ya le era imposible alargar más el galope. Le gustaba medir con un latigazo las espaldas de un campesino que sin aquella advertencia también se habría apartado. «¡Qué grandes señores!», pensaba el pobre hombre.

Anatolio y Dolokhov querían a Balaga por el conocimiento artístico que tenía del oficio y porque a ellos también les gustaban las mismas cosas.

Era un campesino de veintisiete años, rubio, de cara colorada y triste, el cuello encarnado, fuerte, rechoncho, nariz arremangada, ojos pequeños, brillantes, y perilla. Usaba un caftán de paño azul forrado de seda, que siempre se ponía encima de la zamarra.

Se persignó, de cara a un rincón, y se acercó a Dolokhov, tendiéndole su pequeña mano morena.

– ¡Buenos días, Excelencia! – dijo a Kuraguin, que entró y le estrechó la mano.

– Balaga, ¿me quieres o no me quieres? ¡Es lo que te pregunto!-dijo Anatolio pasándole la mano por la espalda -. Si me quieres me has de prestar un servicio. ¿Qué caballos has traído?

-Los que me habéis ordenado; los que consideráis mejores-dijo Balaga.

– Pues escucha; reviéntalos, pero has de llegar allí a las tres. ¿Lo oyes?

– Eso depende de como esté el camino, realmente. Pero ¿por qué no hemos de poder llegar? Hemos ido a Tver en siete horas. ¿No lo recordáis, Excelencia?

– Una vez, por Navidad, salí de Tver – dijo Anatolio dirigiendo una sonrisa a Makarin, que con ojos admirados contemplaba a Kuraguin enternecido -, ¿y me creerás, Makarin, que no podíamos respirar de tanto como corríamos? Encontramos un convoy y saltamos por encima de los carros, ¿recuerdas?

– ¡Qué caballos! – continuó Balaga -. Había enganchado a los costados unos caballos jóvenes – y dirigiéndose a Dolokhov -: ¿Lo creeréis, Fedor Ivanitch? Las bestias corrieron sin pararse sesenta verstas seguidas; no podía contenerlas; las manos se me habían hinchado. Helaba y había soltado las riendas. ¿Recordáis, Excelencia? Dejé marchar así el trineo. Entonces no solamente no era necesario pegarles, sino que no se les podía retener. En tres horas hicimos el viaje. Parecía que los diablos nos llevaran. Sólo reventó el de la izquierda.

XI

Anatolio salió del cuarto y al cabo de un momento volvió con la pelliza ceñida con un cordón de plata y una gorra de cebellina ladeada, que le estaba muy bien.

Ante la puerta había dos troikas con dos criados. Balaga se sentó en la troika de delante y levantando los codos arregló las riendas con calma. Anatolio y Dolokhov se instalaron en el vehículo y Makarin y Khvostikov se acomodaron en el otro.

– ¿Estáis dispuestos? – preguntó Balaga -. ¡Adelante! – chilló arrollándose las bridas en la mano, y la troika voló hacia el bulevar Nikitzki.

– ¡Eh! ¡Atención! – gritaban Balaga y el mozo que iba a su lado. La troika embistió a un coche en la plaza de Arbat, y algo se rompió; se oyó un grito y la troika escapó hacia el Arbat.

Después de dar dos vueltas por el bulevar Podnovuiski, Balaga empezó a moderar los caballos y los paró en la esquina de la calle de los Establos Viejos.

El mozo bajó del asiento para sostener a los caballos por la brida. Anatolio y Dolokhov se situaron en la acera.

Cerca de la puerta cochera, Dolokhov silbó. Enseguida le respondió otro silbido y una camarera apareció en la puerta.

– Entrad en el patio, de lo contrario os verían; ella saldrá enseguida – dijo la camarera.

Dolokhov se quedó al pie de la puerta; Anatolio siguió a la camarera al patio, torció a la derecha y subió los peldaños de entrada.

Gavrilo, un criado alto de María Dmitrievna, se encontró con Anatolio.

– ¿Venís a ver a la señora? – le preguntó en voz baja cerrándole el paso de la puerta.

– ¿A quién decís? – preguntó Anatolio con voz sofocada.

– Venid, si gustáis. Me han mandado que os hiciera entrar.

– ¡Kuraguin! ¡Márchate! ¡Te han traicionado! ¡Márchate! – gritó Dolokhov.

Dolokhov, que no se había movido del portal, luchaba con el portero, que quería cerrar la puerta detrás de Anatolio. Dolokhov, usando de toda su fuerza, empujó al portero y tirando de la mano a Anatolio, que se le había acercado, le hizo salir y ambos corrieron hacia la troika.

XII

María Dmitrievna encontró a Sonia llorando en el corredor y le obligó a confesárselo todo. Cogió la carta de Natacha y, después de haberla leído, entró en el cuarto de la muchacha.

– ¡Desvergonzada! ¡Cabeza sin seso! – le dijo -. No quiero escucharte.

Y empujando a Natacha, que tenía los ojos completamente secos, la encerró con llave y dio orden al portero de hacer entrar por la puerta cochera a las personas que se presentaran aquella tarde, y recalcó que una vez dentro no dejara salir a nadie; mandó al criado que acompañara a las referidas personas hasta donde estaba ella, y después de eso se instaló en el salón esperando los acontecimientos.

Cuando Gavrilo anunció a María Dmitrievna que las personas que vinieron habían huido, se levantó, frunció las cejas y con los brazos detrás de la cintura se paseó mucho rato por el salón reflexionando lo que tenía que hacer. A medianoche buscó la llave del cuarto de Natacha, que se había puesto entre las otras en el bolsillo, y fue a ver a la reclusa. Sonia, sentada en el corredor, lloraba.

– María Dmitrievna, dejadme entrar, por el amor de Dios – dijo Sonia.

María Dmitrievna, sin contestarle, abrió la puerta y entró.

«¡Malvada, desvergonzada…! ¡Y en mi casa…! ¡Es una mala cabeza…! El único que me inspira lástima es su padre – pensaba María Dmitrievna procurando en vano calmarse -. Aunque sea muy difícil, daré órdenes a todos de callarse y lo ocultaré a su padre.,,

María Dmitrievna entró en el cuarto con paso resuelto. Natacha yacía en el diván, con la cabeza escondida entre las manos, y no se movía… Estaba en la misma posición en que la había dejado María Dmitrievna.

– ¡Buena la has hecho! ¡Tener entrevistas con tus amantes en mi casa! ¡Oh, no es necesario que te excuses! Escucha cuando te hablo – María Dmitrievna le tocó la mano -. Escucha cuando te hablo. Has obrado como una perdida. Pero ya nos arreglaremos tú y yo. Por el único que lo siento es por tu padre. Pero procuraré que no sepa nada.

Natacha no se movía, pero todo su cuerpo empezaba a agitarse con sollozos nerviosos, sordos, que la ahogaban. María Dmitrievna miró a Sonia y se sentó en el diván al lado de Natacha.

– Ha tenido la suerte de escapar, pero yo lo encontraré – dijo con voz ruda -. ¿Oyes lo que te digo, Natacha?

Cogió con su manaza la cara de Natacha y la volvió hacia ella.

María Dmitrievna y Sonia quedaron admiradas de la expresión del rostro de Natacha.

Tenía los ojos brillantes, secos; los labios, contraídos; las mejillas, hundidas:

– Dejadme… ¡No me importa! ¡Me moriré! – pronunció desprendiéndose de María Dmitrievna y recobrando su posición anterior.

– Natalia – dijo María Dmitrievna -, lo hago por tu bien. Como quieras. No te muevas, descansa, no te muevas, que no te tocaré, pero escucha: no quiero reprocharte lo que has hecho; demasiado sabes tú lo que era. Y bien, tu padre llega mañana, ¿qué le voy a decir?

Otra vez el cuerpo de Natacha fue sacudido por los sollozos.

– Lo sabrá tu padre, tu hermano y hasta tu novio.

– Ya no es mi novio, le devolví la palabra – gritó Natacha.

– No importa – continuó María Dmitrievna -. Lo sabrán, y ¿crees que lo dejarán pasar así como así? Conozco muy bien a tu padre; irá a encontrarle y lo desafiará. ¿Te parece bien esto?

– Bueno, dejadme. ¿Por qué lo habéis impedido? ¿Quién os metía en eso? – gritó Natacha levantándose del diván y mirando con ira a María Dmitrievna.

– ¿Qué quieres decir? – exclamó María Dmitrievna exaltándose otra vez -. ¿Quién le impedía venir a casa? ¿Por qué te había de robar como a una gitana? Bueno: ¿crees que no os habríamos encontrado alguno de nosotros, tu padre, tu hermano o tu prometido? Es -un sinvergüenza, un mal hombre, helo aquí.

– ¡Vale más que todos vosotros! – exclamó Natacha levantándose -. Si no me privasen… ¡Ah! ¡Dios mío! ¿Qué es eso? ¿Qué hace aquí Sonia? ¿Qué quiere decir todo eso? ¡Marchaos!

Y lloró con desesperación, como se llora un dolor del cual uno se siente culpable.

María Dmitrievna se puso a hablar, pero Natacha gritó:

– ¡Marchaos! ¡Marchaos! ¡Me aborrecéis, me despreciáis!

Y otra vez se dejó caer sobre el diván. María Dmitrievna continuó un rato aún consolando a Natacha y le dio a entender que quería esconder todo aquello al Conde, asegurándole que nadie sabría nada si empezaba ella misma por olvidarlo y adoptaba ante la gente una actitud de no haber pasado nada.

Natacha no respondió. No, lloraba, pero tenía escalofríos y temblaba de frío. María Dmitrievna le puso una almohada, dos mantas y le trajo una taza de tila, pero Natacha no respondió ni una palabra.

– Bien, que duerma – dijo María Dmitrievna saliendo del cuarto pensando que Natacha se había dormido.

Pero Natacha no dormía: tenía los ojos abiertos, la cara pálida y la mirada fija. No durmió en toda la noche, lloró y no contestó a Sonia, que se levantó muchas veces para ver lo que hacía.

Al día siguiente, a la hora de almorzar, el conde Ilia Andreievitch regresó de la hacienda de las cercanías de Moscú. Estaba muy alegre. Se había entendido con el comprador, había terminado el trabajo de Moscú y no había de separarse ya de la Condesa, separación que le ponía muy triste. María Dmitrievna le recibió y le contó que Natacha se había puesto enferma, que había mandado por el médico y que ya estaba mejor.

Natacha estaba sentada ante la ventana con los labios apretados y los ojos secos e inmóviles; miraba ansiosa a los transeúntes y se volvía febrilmente para ver quién entraba en su cuarto. Evidentemente, aún esperaba algo de él; esperaba que se presentaría él mismo o que le escribiría.

Cuando el Conde entró, Natacha se volvió, inquieta, al oír pasos y su rostro adquirió una expresión fría y hostil. Se levantó y se dirigió a su padre.

– ¿Pues qué tienes, hija mía? ¿No te encuentras bien? – preguntó el Conde.

– Sí, estoy enferma – replicó.

A las preguntas inquietas del Conde sobre el aspecto triste que le observaba, y sobre si había pasado algo con su prometido, ella le tranquilizó diciéndole que no había pasado nada y le rogó que no se preocupase. María Dmitrievna confirmó las palabras de Natacha.

El Conde, después de la enfermedad de su hija, enfermedad que él creía fingida, por la perturbación que notaba y por las caras confusas de Sonia y María Dmitrievna, comprendió claramente que había pasado alguna cosa en su ausencia. Pero le era tan penoso creer que había sucedido algo malo a su hija preferida, estimaba tanto la propia tranquilidad, que evitaba las preguntas y procuraba convencerse de que no había pasado nada de particular. Sólo le dolía que a causa de aquella enfermedad tuviera que diferir su marcha.

XIII

Desde que su mujer había vuelto a Moscú, Pedro procuraba ausentarse a menudo para no encontrarse con ella.

Al cabo de poco tiempo de la llegada de los Rostov a Moscú, la impresión que le causó Natacha le obligó a apresurar la realización de sus intenciones.

Cuando Pedro volvió a Moscú, le entregaron la carta de Maria Dmitrievna en la que le invitaba a ir a su casa por un asunto muy importante referente a Andrés Bolkonski y su prometida.

Pedro evitaba a Natacha porque sentía por ella un sentimiento más fuerte que el que ha de tener un hombre casado para la prometida de un amigo, pero el azar siempre los ponía en presencia uno de otro.

«¿Qué ha pasado? ¿Por qué me necesitan?-pensaba vistiéndose para ir a casa de María Dmitrievna -. ¡Que el príncipe Andrés venga pronto y se case!», se decía al ir a casa de la señora Akhrosimov.

En el bulevar Tverskaia alguien lo llamó.

– ¡Pedro! ¿Hace mucho que has llegado? – le preguntó una voz conocida.

Pedro levantó la cabeza. Anatolio con su compañero Makarin, pasaba en un trineo tirado por dos caballos grises.

Anatolio iba sentado, muy tieso, en la posición clásica de los oficiales elegantes; el cuello y la parte baja del rostro los tenía envueltos por un cuello de piel e inclinaba un poco la cabeza. Tenía la cara colorada y fresca, llevaba la gorra con la pluma blanca ladeada y por debajo le salían los rizos del pelo, untados y espolvoreados de nieve fina.

«¡Ah, he aquí un sabio! Para él sólo hay su placer. No le preocupa nada. Por eso siempre está alegre y satisfecho. ¿Qué no daría yo para ser como él?», pensaba Pedro con envidia.

Al abrir la puerta del salón, Pedro vio a Natacha que estaba sentada al pie de la ventana, el rostro alargado, pálida y malhumorada.

Natacha se volvió frunciendo las cejas y, con una expresión de fría dignidad, salió de la estancia.

– ¿Qué ha pasado? – preguntó Pedro al entrar en la habitación de María Dmitrievna.

– ¡Una cosa muy gorda! Hace cincuenta y ocho años que estoy en el mundo y nunca había visto una desvergüenza como ésta.

Y después de haber obtenido la palabra de honor de Pedro de que no diría nada de todo lo que iba a explicarle, María Dmitrievna le contó que Natacha había devuelto su palabra a su prometido sin advertir a sus padres, que la causa de aquella negativa era Anatolio Kuraguin, con el cual le había puesto en relaciones la mujer de Pedro y con quien intentaba huir aprovechando la ausencia de su padre para casarse secretamente.

Al oír esta explicación, Pedro se encogió de hombros y abrió del todo la boca sin acabar de creer lo que oía. La prometida del príncipe Andrés, amada tan apasionadamente, aquella Natacha Rostov tan bonita, cambiaba a Bolkonski por aquel imbécil de Anatolio, que era casado – Pedro conocía su matrimonio secreto -, y estaba lo bastante enamorado de él para consentir en una fuga. Todo ello era una cosa que Pedro no podía comprender ni imaginar.

La impresión encantadora de Natacha, a la que él conocía de pequeña, no se podía mezclar en su alma con aquella nueva representación de su bajeza, de su tontería y de su maldad. Pensó en su mujer. «Todas son iguales», se dijo, pensando que no era él el único hombre unido a una mala mujer. No obstante, compadecía hasta verter lágrimas al príncipe Andrés, sufría por su orgullo; y como compadecía a su amigo, con mayor desdén y asco pensaba en aquella Natacha que hacía un momento pasara ante él con aire de fría dignidad.

No sabía que el alma de Natacha estaba llena de desesperación, de vergüenza, de humillación, y que no era suya la culpa si su cara expresaba una dignidad tranquila y severa.

-Pero ¿cómo se podían casar? A él le era imposible porque ya lo está – contestó Pedro a las palabras de María Dmitrievna.

– ¡Pues no faltaba más que eso! – dijo María Dmitrievna-. ¡En verdad que es un bravo mozo! Y ella hace dos días que lo espera; a lo menos, que acabe de perder las esperanzas. Hay que decírselo todo.

Después de conocer por Pedro los detalles del casamiento de Anatolio, María Dmitrievna, expresando con injurias la rabia que sentía contra él, explicó a Pedro por qué le había mandado buscar. Temía que el Conde o Bolkonski, que podía llegar de un momento a otro, y a los cuales tenía intención de ocultar todo lo ocurrido, desafiasen a Kuraguin; por ello le pedía que obligara a su cuñado a alejarse de Moscú, con la prohibición de volver nunca más. Pedro prometió complacerla, haciéndose cargo del peligro que había para el conde Nicolás y el príncipe Andrés.

Después de haberle explicado brevemente esta petición lo acompañó a la sala.

– Anda con cuidado, su padre no sabe nada. Haz como si tú tampoco supieses nada – le dijo -. Yo iré a decirle que no hay ninguna esperanza. Tú quédate a comer, si quieres – dijo María Dmitrievna.

Pedro se encaró con el anciano Conde. El buen hombre estaba avergonzado y descompuesto: aquella mañana Natacha le había comunicado la ruptura con Bolkonski.

¡Qué desgracia, qué desgracia, querido!- dijo a Pedro- La ausencia de la madre es una desgracia para esas chicas. Siento haber venido, se lo digo con franqueza. ¿Se lo habría imaginado nunca? Se deshace del novio sin decir nada a nadie. Ciertamente, a mí no me había gustado nunca este casamiento; es un buen muchacho, pero contra la voluntad del padre es muy difícil que haya nunca tranquilidad. Por otro lado, a Natacha no le faltará marido. Pero eso ha durado demasiado tiempo. ¿Cómo es posible hacer una cosa así sin consultar con el padre y con la madre? Ahora está enferma y Dios sabe lo que tiene. Las hijas, sin la madre, son mala cosa, créame.

Pedro, viendo al Conde tan acongojado, procuraba cambiar de conversación, pero él siempre volvía al mismo tema.

Sonia entró en el salón con las facciones descompuestas. – Natacha no está nada bien. Está en su cuarto y quisiera hablaros. María Dmitrievna está con ella y también os ruega que vayáis.

– Es usted amigo de Bolkonski y seguramente le quiere pedir algo – dijo el Conde -. ¡Ah, Dios mío, Dios mío! ¡Tan bien como iba todo!

Y pasando la mano por sus cabellos grises, el Conde salió de la casa.

María Dmitrievna había dicho a Natacha que Anatolio era casado. Natacha no lo quería creer y exigía que Pedro se lo confirmase.

Sonia contó a Pedro todo aquello mientras lo acompañaba por el corredor hasta el cuarto de Natacha.

Natacha, pálida, severa, estaba sentada al lado de María Dmitrievna; recibió a Pedro con una mirada febril e interrogadora. No sonrió ni hizo ningún movimiento con la cabeza. Le miraba fijamente y su mirada sólo le preguntaba una cosa: él, Pedro, ¿era amigo o enemigo de Anatolio como los demás? Evidentemente, Pedro, por sí mismo, no existía para ella.

– Él lo sabe todo – dijo María Dmitrievna, señalando a Pedro y dirigiéndose a Natacha -: que te diga si he dicho la verdad o no.

La mirada de Natacha, como la de un animal herido que mira a los perros y a los cazadores, iba del uno al otro.

– Natalia Ilinitchna – pronunció Pedro bajando los ojos movido de piedad por ella y de repugnancia por lo que había hecho -, os ha de ser indiferente que sea verdad o no, porque…

– Así, pues, ¿no es cierto que sea casado?

– Sí, es cierto.

– ¿Y hace mucho tiempo que es casado? ¿Palabra de honor?

Pedro le dio su palabra de honor.

– ¿Y aún está aquí? – preguntó Natacha rápidamente.

– Sí, hace un momento lo he visto.

Evidentemente, no tenía fuerzas para hablar más e hizo seña de que la dejaran sola.

XIV

Pedro no se quedó a comer. Después de aquella conversación salió de la estancia y se marchó. Corrió por la ciudad en busca de Anatolio Kuraguin. Pensando en él, la sangre le afluía al corazón y casi no podía respirar. No estaba en las peñas, ni entre los cíngaros, ni en casa de Komoneno. Pedro fue al club. Allí todo marchaba como siempre. Los huéspedes llegados a comer estaban sentados formando grupos; saludaron a Pedro y hablaron de las noticias de la ciudad. El criado, al saludarlo, le advirtió (conocedor de sus amistades y de sus costumbres) que tenía un sitio reservado en un saloncito, que el príncipe N. estaba en la biblioteca, que T. no había llegado aún.

Uno de los amigos de Pedro le preguntó, entre otras cosas, si no había oído decir nada respecto al rapto de la señorita Rostov por Kuraguin, del cual se hablaba en la ciudad y se daba por cierto.

Pedro respondió, sonriendo, que era una broma, ya que hacía un momento él mismo había estado en casa de los Rostov. Preguntó a todos si habían visto a Anatolio. Un señor le dijo que aún no había llegado; otro añadió que debía venir a comer. A Pedro le pareció extraño mirar a aquella gente tranquila e indiferente; aquella gente no sabía nada de lo que pasaba en su alma. Se paseaba por la sala, esperando que todos llegasen, y sin haber visto a Anatolio y sin comer se volvió a su casa.

Anatolio había comido aquel día en casa de Dolokhov, con quien discutía la manera de reparar el golpe fallido. Le parecía necesario ver a la señorita Rostov. Por la noche fue a casa de su hermana para hablarle de la manera de preparar una entrevista. Cuando Pedro, que había recorrido sin resultado todo Moscú, entró en casa, el criado le anunció que el príncipe Anatolio estaba con la Condesa.

El salón de la Condesa estaba lleno de invitados. Pedro, sin saludar a su mujer, a la que no había visto desde su llegada (en aquel momento la aborrecía más que nunca), entró en el salón, vio a Anatolio y se dirigió a él.

– ¡Ah, Pedro! – dijo la Condesa acercándose a su marido -. ¿No sabes lo que le pasa a Anatolio…? – se detuvo al observar la cabeza baja de su marido, sus ojos brillantes, su aspecto resuelto, aquella expresión terrible de furor y de fuerza que ella conocía y que había experimentado personalmente después de su desafío con Dolokhov.

-Donde tú estás está siempre el libertinaje y la maldad – dijo Pedro a su mujer -. Anatolio, ven; tengo que hablarte – le dijo en francés.

Anatolio miró a su hermana, se levantó dócilmente y siguió a Pedro. Éste le tomó por el brazo con energía y salieron de la sala.

– Si en mi salón lo permites… – dijo Elena en voz baja.

Mas Pedro, sin contestar, salió de la sala.

Anatolio le seguía con el aire altivo de costumbre, pero en su rostro- era fácil leer la inquietud. Así que estuvieron en su despacho, Pedro cerró la puerta y se dirigió a Anatolio sin mirarlo.

– ¿Has prometido a la condesa Rostov que te casarías con ella y la has intentado raptar?

– Querido – replicó Anatolio en francés; toda la conversación la sostuvieron en este idioma -, no me creo obligado, a responder a ninguna pregunta hecha en ese tono.

El rostro.de Pedro, ya completamente pálido, se desfiguró de furor. Con su ancha mano agarró a Anatolio por el cuello del uniforme y lo zarandeó de un lado a otro hasta que la cara de Anatolio adquirió una expresión de dolor y de espanto.

– He dicho que teníamos que hablar.

– ¡Bueno, pero eso es una tontería! – dijo Anatolio sintiendo que el botón del cuello saltaba junto con el paño.

– ¡Eres un cobarde, un miserable crapuloso! ¡Y no sé por qué no te aplasto la cabeza aquí mismo!-dijo Pedro, que hablaba tan artificiosamente porque lo hacía en francés.

Tomó un pesado pisapapeles de encima de la mesa y lo blandió con aire amenazador, y enseguida, rápidamente, lo volvió a su sitio.

– ¿Le habías prometido que os casaríais?

– Yo…, yo… no he pensado…, y no puedo habérselo prometido porque…

Pedro le interrumpió:

– ¿Tienes sus cartas? ¿Las cartas de ella? – repitió Pedro acercándose a Anatolio.

Pedro le miró, y enseguida Anatolio metió la mano en el bolsillo y sacó su cartera. Pedro cogió la carta que le alargó y, apartando la mesa, que le estorbaba, se dejó caer sobre el diván.

– No seré violento, no temas – dijo Pedro en respuesta a un movimiento de temor de Anatolio -. La carta… – dijo Pedro como si repitiese una lección -. En segundo lugar – continuó después de un momento de silencio, levantándose y paseando de un lado a otro -, mañana mismo te marcharás de Moscú.

-Pero ¿cómo quieres…?

– Tercero – continuó Pedro sin escucharlo -, no dirás jamás ni una palabra de lo que ha pasado entre tú y la Condesa. Ya sé que no puedo privarte de hablar, pero si aún te queda un resto de conciencia…

Pedro dio unas cuantas vueltas en silencio por la habitación. Anatolio, sentado a la mesa, arrugaba las cejas y se mordía los labios.

– Tú no puedes comprender que al lado de tus placeres está la felicidad y la tranquilidad de otras personas, a las que destruyes la vida simplemente porque te quieres divertir. Diviértete con mujeres como la mía, con éstas estás en tu derecho, sabes bien lo que buscan. Están armadas contra ti con la misma experiencia del libertinaje, pero prometer casarse con una niña…, engañarla…, quererla raptar. ¿No ves que eso es una cobardía tan grande como la de pegar a un viejo o a un niño?

Pedro calló y miró a Anatolio ya sin ira pero interrogativamente.

– No lo sé – replicó Anatolio, que recobraba la audacia a medida que Pedro se dominaba -. No lo sé, ni quiero saberlo – dijo sin mirar a Pedro y con un ligero temblor de la barba -. Pero me has dicho tales palabras… que yo, como hombre de honor, no puedo permitir a nadie…

Pedro, extrañado, le miraba sin comprender qué quería.

– Aunque estamos solos, no puedo… – continuó Anatolio.

– ¿Qué? ¿Quieres una satisfacción? – replicó Pedro en tono de burla.

– Por lo menos puedes retirar las palabras que has dicho, ¿eh…?, si quieres que acepte tus condiciones, ¿eh?

-Retiradas, retiradas… – dijo Pedro -. Perdóname. Y te daré dinero para el viaje si es preciso.

Anatolio no pudo menos que echarse a reír.

Aquella risa, tímida y temerosa, que conocía por su mujer, exasperó a Pedro.

– ¡Raza de cobardes y de gente sin corazón! – exclamó saliendo de la estancia.

Al día siguiente, Anatolio marchaba a San Petersburgo.

XV

Pedro fue a casa de María Dmitrievna para comunicarle que su deseo estaba cumplido: Kuraguin había salido de Moscú. Toda la casa estaba amedrentada y emocionada. Natacha había empeorado y María Dmitrievna le confió en secreto que aquella noche, cuando vio claro que Anatolio era casado, había intentado envenenarse con arsénico, que se había proporcionado a escondidas. Cuando se hubo tragado una pequeña cantidad se asustó tanto que llamó a Sonia y le explicó lo que acababa de hacer. Había sido posible administrarle a tiempo el contraveneno, y ahora ya estaba fuera de peligro. No obstante, se encontraba tan decaída que no era posible pensar en su traslado, y habían enviado a buscar a su madre. Pedro vio al Conde descompuesto y a Sonia deshecha en lágrimas, pero no pudo ver a Natacha.

Pedro, aquel día, comió en el círculo. Por todos lados oía conversaciones sobre la tentativa de rapto de la señorita Rostov, y las desmentía todas, afirmando obstinadamente que no había nada de todo aquello, que su cuñado había hecho pedir a la señorita Rostov, que había sido rechazado y que no había nada más. Pedro creía que tenía obligación de ocultar aquel hecho y de restablecer la reputación de la señorita Rostov.

Esperaba con miedo la llegada del príncipe Andrés y cada día iba a buscar noticias a casa del anciano Príncipe.

El príncipe Nicolás Andreievitch sabía por la señorita Bourienne todos los rumores que corrían por la ciudad y en la habitación de la princesa María había leído la carta en que Natacha devolvía la palabra a su prometido. Estaba más alegre que de costumbre y esperaba a su hijo con gran impaciencia.

Al cabo de unos cuantos días de la marcha de Anatolio, Pedro recibió una noticia del príncipe Andrés anunciándole su llegada y rogándole pasara por su casa.

Tan pronto como llegó a Moscú, el príncipe Andrés había recibido por su padre la carta de Natacha a la princesa María en la cual retiraba su promesa – la señorita Bourienne había robado la carta de la habitación de la princesa María y la había entregado al viejo -, y escuchó de su padre la narración del rapto de Natacha, con los comentarios siguientes.

Pedro fue a su casa a la mañana siguiente.

El príncipe Andrés cogió a Pedro del brazo y se lo llevó al cuarto que tenía preparado para él: había allí una cama, una maleta y dos cofres abiertos. El príncipe Andrés se acercó a uno y tomó una cajita. De ella sacó un rollo envuelto en papel. Hacía todo esto en silencio y muy deprisa. Se levantó, tosió. Tenía la cara hosca y los labios apretados.

– Perdóname si te pido un favor…

Pedro comprendió que el príncipe Andrés quería hablarle de Natacha, y su ancho rostro expresó el sentimiento y la compasión. Esta expresión de la cara de Pedro molestó al príncipe Andrés. Con voz sonora, resuelta y desagradable continuó:

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