Ya no quería buscar el objeto de la vida, porque tenía fe, pero no fe en unos principios, palabras o ideas, sino fe en Dios vivo. Antes le buscó en sus propios objetivos, pero, en el fondo, aquella búsqueda era la búsqueda de Dios. Luego, durante su cautiverio, se percató, no verbalmente, no mediante razonamientos, sino por intuición, de lo que su buena fe le venía diciendo desde largo tiempo atrás: que Dios está aquí y en todas partes. En el cautiverio se dio cuenta de que el Dios de Karataiev era más grande, más infinito, más comprensible que, por ejemplo, el Arquitecto del universo que reconocen los masones. Y experimentaba la sensación del hombre que ha tenido a sus pies lo que buscaba muy lejos. La terrible pregunta «¿por qué?», que en otras ocasiones había destruido todos sus razonamientos, ya no existía. Ahora conocía ya la respuesta, una respuesta sencilla: porque Dios existe, porque hay un Dios sin la voluntad del cual no cae ni un solo cabello de la cabeza del hombre.
VIII
A fines de enero llegó a Moscú y se instaló en el pabellón que por milagro quedaba todavía en pie.
Hizo una visita al conde Rostoptchin, así como a otros conocidos recién llegados como él a la ciudad, y al tercer día se dispuso a partir para San Petersburgo. Todos estaban radiantes a causa de la victoria; la vida bullía en la capital destruida, que se disponía a reanudar su existencia. Todo el mundo sentía el deseo de ver a Pedro y se interesaban por lo que él había presenciado. Pedro se sentía bien dispuesto con todas las personas a quienes se tropezaba; sin embargo, se mantenía en guardia con objeto de no dejarse llevar por nada ni por nadie. A todas las preguntas que se le dirigían – superficiales o importantes-respondía: «Sí, es posible, ya lo pensaré.»
Supo que los Rostov estaban en Kostroma, pero pensaba poco en Natacha y, cuando lo hacía, era como si recordara un pasado remoto y agradable.
Se sentía libre, no solamente de todas las condiciones sociales, sino asimismo de un sentimiento que, a su parecer, se impusiera voluntariamente.
Tres días más tarde de su llegada a Moscú supo por los Drubetzkoi que también se hallaba allí la princesa María. La muerte, los sufrimientos, los últimos días del príncipe Andrés preocupaban a Pedro con frecuencia y, sobre todo entonces, se presentaban a su memoria con una vivacidad sorprendente. Al saber, después de comer, que la princesa María estaba en Vosvijenka, en su hotel, que se conservaba intacto, decidió ir a hacerle una visita aquel mismo día.
Por el camino no dejó de pensar en el príncipe Andrés, en su amistad, en las muchas veces que se habían visto, en su último encuentro antes de la batalla de Borodino.
«¿Habrá muerto en aquel estado de espíritu tan lamentable en que se encontraba entonces? ¿No se le habrá revelado, antes de morir, la explicación de la vida?», pensaba.
Recordaba a Karataiev y su muerte, y, a su pesar, comparaba a aquellos dos hombres tan distintos y al propio tiempo tan parecidos por el amor que él les profesara, porque los dos habían vivido y porque los dos habían muerto.
En la más grave disposición de espíritu llegó, pues, a la casa de los Bolkonski. Estaba intacta; todavía ostentaba huellas de la devastación, pero, aún así, se conservaba lo mismo que antes.
El viejo mayordomo recibió a Pedro con expresión severa, como si quisiera darle a entender que la ausencia del anciano Príncipe no variaba un ápice el orden de la casa. Le comunicó que la Princesa se había retirado a sus habitaciones y que le recibiría el domingo.
– Anúncieme. Quizá quiera recibirme antes – insistió Pedro.
– Obedezco. Entre en la galería de los antepasados.
Al poco rato apareció Desalles, el ayo. Manifestó a Pedro, en nombre de la Princesa, que ésta sentía muchos deseos de verle, que la excusara y que hiciera el favor de subir a su departamento.
En una sala del primer piso, iluminada por una sola bujía, hallábase la Princesa acompañada por una persona vestida como ella de luto. Pedro recordó que la Princesa tenía siempre a su lado a una señorita de compañía, pero ¿quién era y cómo era? No lo recordaba. «La habrá cambiado por otra», pensó al contemplar a la persona vestida de negro.
La Princesa avanzó, rauda, a su encuentro y le tendió la mano.
– ¡Al fin volvemos a vernos! – exclamó mirando fijamente aquel rostro cambiado mientras él le besaba la mano-. ¡Si supiera cómo hablaba mi hermano de usted…! – agregó mirando con timidez a Pedro primero y luego a la señorita de compañía -. No puede imaginarse cuánto me alegro de su liberación. Fue la única noticia buena que recibimos en todo este tiempo.
En este punto se volvió inquieta hacia la señorita de compañía y quiso agregar algo, pero Pedro la interrumpió.
– En cambio, yo no sabía nada de él. Creía que había muerto durante la batalla. Luego supe que encontró a los Rostov. .¡Qué cosas tiene el destino!
Pedro se expresó vivamente, con animación. Al fijar los ojos en la señorita de compañía advirtió que ella clavaba en él una mirada tierna, de curiosidad, y, como sucede en ocasiones durante una conversación, se dijo para sí que aquella mujer era una persona bondadosa que no interrumpiría su charla íntima con la princesa María.
Pero cuando él pronunció sus últimas palabras sobre los Rostov, aumentó la confusión de la Princesa. Su mirada pasó de Pedro a la señorita de compañía y, al fin, exclamó:
– Pero ¿es que no se reconocen ustedes?
Pedro se volvió a mirar el rostro pálido, delgado, los ojos negros, la boca singular de la señorita. Y aquellos ojos, que le miraban con atención, suscitaron en él el recuerdo de un ser querido y olvidado.
«Pero ¡no es posible! – pensó -. No puede ser ella, con ese rostro pálido, flaco, envejecido… Debe de ser un reflejo…»
En aquel momento la Princesa exclamó:
– ¡Natacha!
La boca de la mujer de la mirada atenta sonrió mediante un esfuerzo como puerta que se abre, y aquella sonrisa inspiró a Pedro, de improviso, una dicha tal, que, a su pesar, se apoderó de su ser y le dominó por entero. Al verla sonreír, ya no era posible dudar. Era ella, Natacha. Y él la amaba todavía.
Pedro se había ruborizado, y de tal modo, que se dio cuenta de que había revelado su secreto.
En vano quiso disimular su emoción. Cuanto más se esforzaba en ello, más y con mayor claridad que si hablase ponía de manifiesto aquel amor.
«Es sólo la sorpresa», pensaba, tratando de engañarse a sí mismo.
Al querer continuar la conversación iniciada, miró a Natacha, y un rubor más vivo todavía se le extendió por el rostro, una emoción más profunda, mezcla de temor y de gozo, le invadió el alma. Sin saber lo que decía, tartamudeó unas palabras y calló en mitad de la frase comenzada.
No había reparado en Natacha al entrar porque no esperaba encontrarla allí; no la había reconocido porque desde que la vio por última vez se había operado un gran cambio en ella.
Estaba más pálida y más delgada. Pero no era esto lo que impedía reconocerla: eran sus ojos, en otro tiempo brillantes, risueños, reveladores de la alegría de vivir, y ahora nublados, atentos, bondadosos y melancólicos.
Afortunadamente, Pedro no le transmitió su confusión. Por el contrario, su vista produjo en ella un placer que iluminó ligeramente su semblante.
IX
Vive conmigo de momento – explicó la Princesa -. El Conde y la Condesa vendrán cualquier día. La Condesa se halla en un estado deplorable. Natacha tenía que ver a un buen médico y por eso vino conmigo.
– ¿Conoce usted a alguna familia que no padezca en estos momentos? – preguntó Pedro dirigiéndose a Natacha -. Yo le vi el mismo día de nuestra liberación. ¡Qué guapo muchacho era!
Natacha le miró y se avivó el brillo de sus ojos en respuesta a aquellas palabras.
– No encuentro palabras para consolarla. En absoluto. ¿Por qué habrá muerto un muchacho tan sano, tan lleno de vida?
– En estos tiempos sería difícil la vida… si no se tuviera fe – observó la princesa María.
– Cierto, cierto – asintió Pedro, interrumpiéndola.
– ¿Por qué? – interrogó Natacha, mirándole con atención.
– ¿Cómo que por qué? – dijo la Princesa -. El solo pensamiento de lo que aquí abajo nos espera…
Sin escuchar a la princesa María, Natacha interrogó con la mirada a Pedro.
– Porque únicamente quien cree en la existencia de un Dios que nos guía puede soportar pérdidas como las suyas – prosiguió Pedro.
Natacha abrió la boca para decir algo, mas la cerró de repente. Pedro volvió la cabeza y, dirigiéndose a la Princesa, le rogó que le hablara de los últimos días del Príncipe.
La confusión de Pedro se había disipado, pero, al propio tiempo, se daba cuenta de que su antigua libertad estaba desapareciendo. Advertía que cada una de sus palabras y cada uno de sus actos tenía ahora un juez cuya opinión le era más cara que la de todos los jueces de la tierra. Ahora, mientras hablaba, pensaba en la impresión que podían causar sus palabras a Natacha. No es que dijera aquello que pudiese complacerla, sino que juzgaba desde el punto de vista de ella todo lo que decía.
Maquinalmente, como suele hacerse en estos casos, la princesa María empezó a hablar del estado en que había hallado al príncipe Andrés. Pero las preguntas de Pedro, su mirada inquieta y animada, su rostro tembloroso de emoción, la movieron poco a poco a entrar en detalles de los que no se quería acordar.
– Sí, sí, así es, así es – corroboraba Pedro inclinándose y escuchando con avidez el relato de la Princesa -. Sí, sí. ¿De manera que se calmó, que se dulcificó después? Con todas las fuerzas de su alma buscó siempre una cosa: ser bueno. Por eso no le tuvo miedo a la muerte. Los defectos que tenía, si es que los tenía, no provenían de él… ¿De modo que se dulcificó…? ¡Qué dicha que se encontrasen ustedes! – exclamó de pronto dirigiéndose a Natacha y mirándola con los ojos llenos de lágrimas.
El rostro de la muchacha temblaba. Frunció las cejas un momento y bajó los ojos.
– Sí, fue una dichosa casualidad – concedió tras un momento de vacilación -. Sobre todo para mí, fue una suerte.
Calló un momento y añadió:
-Y él… él… dijo que deseaba mucho verme…
La voz de Natacha se entrecortaba. Se ruborizó, apoyó ambas manos sobre las rodillas y de pronto, haciendo un esfuerzo, levantó la cabeza y comenzó a hablar rápidamente.
– Nosotros no sabíamos nada cuando salimos de Moscú. Yo no me atrevía a preguntar por él. De improviso, Sonia me dijo que viajaba con nosotros. Yo no pensaba nada; no sabía bien cuál era su estado. Únicamente experimentaba la necesidad de verle, de estar junto a él-dijo temblando, sofocada.
Y sin interrumpirse refirió lo que jamás confesara a nadie, todo lo que sintió durante los tres meses de su estancia en Iaroslav.
Pedro la escuchaba con la boca abierta, sin bajar los ojos, llenos de lágrimas. Y al escucharla no pensaba en el príncipe Andrés ni en su muerte, sino en lo que ella refería. La escuchaba y sentía compasión de los sufrimientos que suscitaba en ella su relato.
La Princesa, que se esforzaba por retener el llanto, estaba sentada junto a Natacha y escuchaba por vez primera la historia de los últimos amores de su hermano y de su amiga.
Aquel penoso relato le era evidentemente necesario a Natacha. Hablaba mezclando los detalles más nimios con los más importantes y parecía que no iba a concluir nunca. Varias veces repitió lo mismo.
La voz de Desalles sonó al otro lado de la puerta. Preguntaba si Nikoluchka podía entrar para darles las buenas noches.
– Sí, esto es todo, todo… – concluyó Natacha.
Cuando entró el niño, se levantó de un salto y corrió hacia la puerta. Tanta fue su precipitación que se dio de cabeza contra la cerradura, disimulada por una cortina. Lanzó un gemido de dolor o de sorpresa y huyó.
Pedro se quedó mirando el punto por donde había desaparecido y no comprendió por qué experimentaba la súbita sensación de hallarse solo en el mundo.
La princesa María puso fin a su distracción hablándole de su sobrino, que entraba.
El rostro de Nikoluchka, que recordó a Pedro el de su padre, en aquel momento de emoción, le produjo una impresión tal que, después de abrazar al niño, se levantó, sacó el pañuelo y se acercó a la ventana.
Quería despedirse de la princesa María, pero ésta le retuvo.
– No, ni Natacha ni yo nos vamos a la cama antes de las tres. Quédese, se lo ruego; ordenaré que sirvan la cena. Baje al comedor; le seguimos enseguida.
En el momento en que Pedro salía de la habitación dijo la Princesa:
– Es la primera vez que Natacha habla así de él.
X
Se introdujo a Pedro en el espacioso y bien iluminado comedor. A poco oyó pasos y entraron en él Natacha y la Princesa.
Natacha estaba tranquila, pero su rostro volvía a tener la severa expresión de costumbre.
La Princesa, ella y Pedro experimentaban en aquellos instantes un mismo sentimiento de confusión: el que sucede, de ordinario, a una conversación íntima y seria. Como parece difícil volver sobre los temas anteriores, uno se avergüenza de decir cosas superficiales, y, por otra parte, es enojoso estar callado cuando se desea hablar y no fingir. Los tres se acercaron a la mesa en silencio: los criados se pararon y luego acercaron las sillas para que se sentaran. Pedro desplegó la servilleta, decidido a romper el silencio, y miró a Natacha y a la princesa María.
Las dos parecían dispuestas a imitarle. En los ojos de ambas brillaba el placer de vivir, la seguridad que la vida no nos brinda sólo dolor, sino también alegrías.
– ¿Quiere un poco de aguardiente, Conde? – preguntó la Princesa.
Estas sencillas palabras disiparon de pronto las sombras del pasado.
– Háblenos de usted. Hemos oído referir tantas cosas…
– Sí – repuso Pedro con la sonrisa dulce e irónica que le era peculiar entonces -. Ya sé que se cuentan hechos en que ni siquiera he soñado. El otro día, durante la comida, María Abramovna me refirió lo que me ha sucedido o estuvo a punto de sucederme. Estepan Estepanitch me indicó también lo que yo debía contar. ¡Qué cómodo es ser hombre interesante! Porque lo soy, por lo visto. Todo el mundo me invita para explicar lo que me ha ocurrido.
Natacha sonrió, quiso decir algo, mas la interrumpió la princesa María.
– Dicen – manifestó – que ha perdido usted dos millones en el saqueo de Moscú.
– ¿Es cierto?
– Sí; no obstante, soy tres veces más rico que antes – contestó Pedro -. He ganado la libertad – comenzó a decir en serio. Pero no continuó. Aquel tema de conversación era demasiado personal.
– Está volviendo a levantar su casa, ¿verdad?
– En efecto. Me lo aconsejó Savelitch.
-Dígame, ¿sabía que había muerto la Condesa cuando se quedó en Moscú? – interrumpió María, y enseguida se ruborizó al darse cuenta de que su pregunta, después de lo que él acababa de explicar acerca de su independencia, podía hacerle creer que sus palabras encerraban un significado que en realidad no tenían.
– No – repuso Pedro sin molestarse por la interpretación que parecía haber dado la Princesa a su alusión a la libertad -. Lo supe en Orel y no puede imaginarse lo que me impresionó. No fuimos un matrimonio modelo – añadió con rapidez mirando a Natacha y observando en su rostro la curiosidad, el deseo de saber lo que pensaba de su esposa -, pero su muerte me impresionó extraordinariamente. Cuando media entre dos personas una desavenencia cualquiera, la culpa es siempre de las dos; y la culpa de la que conserva la vida es más dolorosa que la de la persona que ya no existe; además, una muerte así, sin amigos, sin consuelo… Lo siento mucho, muchísimo.
Pedro reparó con placer en la gozosa aprobación impresa en el semblante de Natacha.
– Sí, y ya le tenemos libre otra vez y convertido en un buen partido… – observó la Princesa.
Pedro se ruborizó y trató de no mirar a Natacha., Cuando se atrevió a mirarla, al fin, vio que su rostro era frío, severo y algo desdeñoso, o así lo pareció.
– ¿Es cierto que habló con Napoleón? La noticia corre de boca en boca – dijo la Princesa.
Pedro rió.
– No. Ni siquiera una sola vez. Todo el mundo se imagina que estar prisionero es como hallarse de visita en casa de Bonaparte. No sólo no le he visto, sino que ni siquiera he oído hablar de él. Me rodeaba una sociedad poco distinguida.
La cena tocaba a su fin, y Pedro, que en un principio rehuía hablar de su cautiverio, se fue dejando llevar de la emoción de su relato.
– Pero ¿es cierto que se quedó aquí animado por la idea de matar a Napoleón? – le preguntó Natacha sonriendo levemente -. Lo adiviné cuando nos vimos cerca de la torre Sukhareva, ¿lo recuerda?
Pedro confesó que era cierto, y, guiado poco a poco por las preguntas de la Princesa y, sobre todo, por las de Natacha, se dejó de nuevo arrastrar por el recuerdo de sus aventuras. Primero se expresó de acuerdo con aquella opinión irónica y amable que tenía entonces de los hombres y de sí mismo, pero al referir los sufrimientos y los horrores que había presenciado, empezó a hablar, sin darse cuenta, con la emoción contenida del que revive en su memoria acontecimientos terribles.
La princesa María, con una dulce sonrisa, miraba ora a Pedro, ora a Natacha. Durante el relato sólo veía a Pedro y a su bondad. Natacha, de codos sobre la mesa, seguía las palabras de Pedro con atención, reviviendo con él los sucesos que refería. Y no sólo su mirada, sino sus exclamaciones, las breves preguntas que le dirigía, demostraban a Pedro que comprendía precisamente aquello que él quería dar a entender. Se veía que no sólo captaba lo que él refería, sino lo que quería y no podía expresar por medio de la palabra. Pedro narró también el episodio de la mujer y la niña, por culpa de las cuales le prendieron.
-Era un terrible espectáculo… Niños abandonados… y algunos entre las llamas… A las mujeres les quitaban las joyas…
Pedro enrojeció de pronto y calló un momento.
– De improviso – añadió -, llegó un destacamento francés y nos cogieron a todos los que no habíamos quitado nada.
– Usted no lo dice todo. Usted debió de hacer algo… algo bueno – observó Natacha.
Pedro continuó su historia. Cuando llegó a la ejecución, quiso pasar por alto sus horribles detalles, pero Natacha le exigió que lo refiriera todo.
Luego habló de Karataiev. Natacha le miraba atentamente.
– No se pueden ustedes figurar – dijo deteniéndose -lo que he aprendido de ese ignorante.
– Hable, hable – insistió Natacha -. ¿Dónde está?
– Le mataron casi delante de mí.
Y Pedro comenzó a referir la retirada, la enfermedad de Karataiev (su voz temblaba), su muerte. Habló con pasión de sus aventuras: parecía haber descubierto una nueva importancia en todo lo que le había sucedido.
Al propio tiempo, hablar de sí mismo a Natacha le producía el raro placer que proporcionan las mujeres escuchando, pero no las mujeres inteligentes que escuchan tratando de retener lo que se les dice, a fin de enriquecer su espíritu, y, cuando se presenta la ocasión, servirse de lo que se les ha contado para aplicarlo a su situación, sino el que procuran las mujeres bien dotadas de la capacidad de discernir y de asimilarse lo mejor que hay en las manifestaciones del alma humana. Sin embargo, Natacha era toda oídos. No dejaba escapar una sola palabra, ni un matiz de la voz, ni una mirada, ni una contracción del rostro, ni un solo gesto de Pedro. Se apoderaba al vuelo de las palabras inexpresadas todavía, las llevaba a su abierto corazón y adivinaba el sentido misterioso de toda la labor moral del Conde.
La princesa María comprendía y simpatizaba, pero veía además una cosa que absorbía toda su atención: veía la posibilidad del amor y de la dicha entre Pedro y Natacha, y esta idea que cruzó su mente por primera vez le inundó de gozo el corazón.
Eran las tres de la madrugada. Los sirvientes, con rostro triste y grave, entraron para renovar las bujías, pero ninguno de ellos los miró.
Pedro terminó su relato. Con los ojos brillantes, animados, Natacha seguía observándole atentamente: era como si quisiera comprender lo que ya no decía. Lleno de gozosa confusión, Pedro la miraba de vez en cuando y buscaba algo que decir para cambiar de conversación. La princesa María callaba. Ninguno de los tres se daba cuenta de lo avanzado de la hora:
– Se habla mucho de la crueldad del sufrimiento – comenzó Pedro-. Si me dijeran: «¿Quieres volver a ser lo que eras y no pasar lo que has pasado o prefieres vivir nuevamente lo que has vivido?», respondería: «¡Que vuelvan el cautiverio y la carne de caballo!» Cuando se nos arroja de nuestro camino habitual, creemos que lo hemos perdido todo; sin embargo, es entonces cuando se empieza a vivir una vida nueva, una vida provechosa. Mientras dure la existencia, durará la dicha. Todos tenemos mucho por delante, muchísimo, no me cabe duda – agregó dirigiéndose a Natacha.
– ¡Sí, sí! También yo querría recomenzar la vida – exclamó ella en respuesta a otra pregunta distinta.
Pedro la miró atentamente:
– Sí, sí – repitió Natacha.
Y de pronto, ocultando el rostro entre las manos, rompió a llorar.
– ¿Qué tienes, Natacha? – preguntó la Princesa.
– Nada, nada.
Natacha sonrió a Pedro a través de sus lágrimas.
– Adiós – dijo -; creo que ya es hora de que nos vayamos a dormir.
– Adiós – contestó Pedro poniéndose en pie.
Al volver a verse, como de costumbre, en el dormitorio, la princesa María y Natacha comentaron lo que Pedro les acababa de contar.
La princesa María no expresó la opinión que se había formado de él. Tampoco Natacha habló de su visitante.
– Bien, buenas noches, María… ¿Sabes lo que pienso? Que no hablamos nunca de él – el príncipe Andrés -Tememos deshojar nuestros sentimientos y le estamos olvidando.
La princesa María suspiró profundamente. Aquel suspiro parecía confirmar la exactitud de las palabras de Natacha. Sin embargo, María no compartía su opinión.
– ¿Acaso se puede olvidar? – preguntó.
– Te confieso que al expresarme hoy como lo he hecho me he sentido mejor, mucho mejor. Estaba segura de que Pedro había estimado de veras a Andrés y por eso se lo he contado todo. ¿Hice mal? — preguntó ruborizándose.
– ¡Oh, no! ¡Pedro es muy bueno…!
– Oye, María – volvió a decir Natacha con una sonrisa que le iluminaba el rostro -. Pedro ha cambiado mucho, ¿verdad…? Parece más sano, más limpio…, como si acabara de salir del baño… Naturalmente, me refiero a la parte moral…
– Sí, ha ganado mucho.
– A veces le comparo a papá, con su chaqueta corta y esos cabellos tan recortados…
-Andrés lo quería mucho. Ahora me doy cuenta.
– ¡Oh, sí! No es un hombre vulgar. Se dice que los hombres diferentes son más amigos. Y debe de ser cierto, porque Pedro no se parece en nada a Andrés.
– No, pero es muy bueno.
– Buenas noches otra vez – dijo Natacha.
Y una frívola sonrisa iluminó su rostro largo rato.
XI
Pedro no pudo conciliar el sueño aquella noche. Se estuvo paseando por la habitación, ora frunciendo el ceño como quien piensa en algo dificultoso, ora encogiéndose de hombros y estremeciéndose, y a veces sonriendo feliz. Pensaba en el príncipe Andrés, en Natacha, en su amor por ella. Se arrepentía de su conducta anterior, se dirigía mil reproches, se perdonaba. A las seis de la mañana todavía no estaba acostado.
«Pero ¿qué hacer si es imposible de otro modo? Es preciso aceptar las cosas conforme vienen», se dijo.
Luego se desnudó deprisa, se metió en la cama, feliz y conmovido, mas sin sentir ya dudas ni indecisiones.
«Por extraña, por imposible que pueda parecer esa felicidad – se dijo -, tengo que hacer lo que pueda para que se case conmigo.»
Al día siguiente volvió a comer en casa de la Princesa.
Al recorrer las calles, pasando entre las casas quemadas, admiró la belleza de las ruinas. Los tubos de las chimeneas, las demolidas paredes, le recordaron, por su aire pintoresco, el Rin y el Coliseo. Los cocheros, los viandantes que le salían al paso, los carpinteros que aserraban las vigas, los comerciantes, con sus caras alegres, miraban a Pedro y parecían decirle:
«¡Ah, ya le tenemos aquí! Veremos lo que ahora sucede.» Al llegar ante la casa de la Princesa le asaltó una duda: ¿sería, de veras, allí donde había visto a Natacha, donde habían hablado?
«Quizá lo haya soñado. Quizás al entrar vea que no hay nadie.»
Pero en cuanto se halló en el salón, la pérdida de la libre disposición de su ánimo y todo su ser le anunciaron su presencia. Llevaba el mismo vestido negro, de graciosos pliegues, e iba peinada del mismo modo que la víspera, pero parecía otra. De haber estado así la noche anterior, la hubiera reconocido en el acto.
Estaba lo mismo que cuando la conoció casi niña y luego, muy pronto, ya prometida del príncipe Andrés. Sus ojos brillaban alegres e interrogadores, su rostro adoptaba una expresión tierna muy particular.
Pedro hubiera querido quedarse un rato después de comer, mas la princesa María tenía que salir y se fue con ella.
Al día siguiente volvió muy temprano y pasó toda la tarde en casa de la Princesa. A pesar de que María y Natacha estaban encantadas de esta visita y aunque todo el interés de Pedro se concentraba ahora en aquella casa, esta vez la conversación se agotó. Pedro pasaba de un tema insignificante a otro y se interrumpía con frecuencia.
Aquel día, Pedro se quedó hasta tan tarde, que Natacha y la Princesa se miraban como si se preguntaran cuándo iba a decidir marcharse. Pedro se daba cuenta, pero no podía irse. Estaba molesto, se sentía incómodo, mas se quedaba porque le era materialmente imposible ponerse en pie. La princesa María fue la primera en levantarse, quejándose de dolor de cabeza, y se despidió.
– ¿De modo que se va mañana a San Petersburgo? preguntó a Pedro.
– No, no pienso irme – repuso él, sorprendido. Y al punto rectificó, azorado -: ¿Habla de mi viaje a San Petersburgo? ¡Ah, sí!, me voy mañana. Pero no me despido de usted. Ya pasaré por aquí para ver si desean alguna cosa – contestó.
Natacha le tendió la mano y salió.
En vez de irse también, María volvió a sentarse y -con su mirada profunda, radiante, observó grave y atentamente a Pedro. Se había desvanecido el dolor de cabeza de que se quejaba poco antes. Suspiró profundamente y esperó como si se dispusiera a sostener una larga conversación.
La confusión, la incomodidad que experimentaba Pedro ante Natacha desaparecieron de pronto y fueron reemplazadas por una conmovida animación. Acercó su silla a la de la Princesa.
– Sí, voy a decírselo – dijo respondiendo a su mirada como hubiera respondido a sus palabras-. Princesa, ¡ayúdeme usted! ¿Qué debo hacer? ¿Puedo esperar…? Princesa, amiga mía, escuche. Sé que no la merezco. Sé que por ahora será inútil hablarle de mi cariño. Pero deseo ser su hermano. No, no la merezco, pero…
Calló y se pasó la mano por la cara, por los ojos.
– Bueno – prosiguió, haciendo un esfuerzo para hablar de manera más razonable -. Yo mismo ignoro desde cuándo la amo. Pero estoy seguro de que es a ella a quien he amado toda la vida, y la amo tanto, que no puedo imaginar la vida sin ella. Hoy no me atrevo a pedir su mano, pero, cuando pienso que puede llegar a ser mía y que he de dejar escapar esta posibilidad… ¡Es terrible! Dígame, ¿puedo esperar? ¿Qué debo hacer, querida Princesa? – profirió tras un breve silencio, tocándole el brazo, porque ella no respondía.
– Pienso como usted – contestó al fin la Princesa -. Hablarle ahora de amor…
María calló. Iba a decir: – «No hay que pensar en ello por ahora.» Pero no lo dijo porque hacía tres días que venía asistiendo a la transformación que se operaba en Natacha y sabía que no sólo no se ofendería de que Pedro le hablase de amor, sino que tal vez esperaba que él se decidiera a hacerlo.
– Hablarle ahora… no sería prudente – dijo no obstante.
– ¿Qué debo hacer en ese caso?
– Confíe en mí – respondió la Princesa -. Yo sé…
Pedro la miraba a los ojos.
– Diga, diga.
– Sé que le ama…, que le amará – rectificó.
Apenas hubo acabado de proferir estas palabras, Pedro, dando un salto y con un gesto de turbación, le asió de la mano.
– ¿Por qué lo cree? ¿Cree que puedo esperar? ¿De verdad lo cree?
– Sí – repuso sonriendo la princesa María -. Confíe en mí; escriba a sus padres. Yo hablaré con ella en el momento oportuno. Lo deseo y el corazón me dice que se realizará. – ¡No, no es posible! ¡Qué feliz soy! ¡No, no es posible! ¡Qué feliz soy! – repetía Pedro besando la mano de la Princesa.
-Lo mejor será que se vaya a San Petersburgo. Ya le escribiré.
– ¿A San Petersburgo? ¿Quiere que me aleje? Sí. Bueno. Pero ¿podré volver mañana?
Al otro día volvió, en efecto, para despedirse. Natacha parecía estar menos animada que la víspera, mas aquel día, al mirarla de vez en cuando a los ojos, Pedro se transfiguraba; le parecía que ya no existía ni él ni ella, sino únicamente un sentimiento conjunto de felicidad. «¿Será posible? No, no puede ser», se decía a cada mirada, a cada gesto, a cada palabra de Natacha, sintiendo henchida de gozo su alma.
Cuando, al despedirse, le cogió la fina y delgada mano, no pudo menos de retenerla un momento en la suya, mientras pensaba:
«Esta mano, ese rostro, esos ojos, todo ese tesoro de gracias femeninas ¿serán míos para siempre, tan míos como mi propio ser? ¡No, es imposible!»
– Conde, hasta la vista – dijo Natacha en voz alta -. Le esperaré con impaciencia – agregó en voz baja.
Estas sencillas palabras y la mirada, la expresión del rostro que las acompañó, fueron para Pedro, por espacio de dos meses, motivo de recuerdos, de comentarios, de sueños felices. «"Le esperaré con impaciencia…" Sí, sí… Cómo lo dijo? Sí: "Le esperaré con impaciencia…" ¡Ah, qué feliz soy!»
XII
Desde la noche en que Natacha supo que Pedro partía, aquella noche en que, con una sonrisa alegre y burlona, dijo a la princesa María que él tenía el aire de salir del baño…, con la chaqueta corta…, los cabellos recortados…; desde aquel mismo instante, un sentimiento secreto, ignorado por ella misma, pero invencible, empezó a despertar en su interior.
Su expresión, su andar, su mirada, su voz, todo se modificaba. La fuerza de la vida, la esperanza de una felicidad insospechada, brotaban en ella y pedían que se les diera satisfacción. A partir de aquel día, Natacha pareció olvidar todo lo acaecido anteriormente. Ni una sola vez volvió a quejarse de su suerte, no dedicó ni una palabra al pasado, no volvió a temer a hacer planes alegres para el porvenir. Hablaba poco de Pedro, pero cuando la princesa María pronunciaba su nombre, una luz desvanecida hacía tiempo volvía a brillar en sus ojos y una singular sonrisa desplegaba sus labios.
Esta transformación que se producía en Natacha empezó por asombrar a la princesa María y, cuando la comprendió bien, la entristeció. «Amaba tan poco a mi hermano, que ha podido olvidarlo en cuatro días», se decía al observar aquel cambio. Pero cuando tenía ante sí a Natacha no le hacía ningún reproche, no le guardaba rencor. La fuerza vital que se despertaba en la joven y se apoderaba de ella era, evidentemente, tan involuntaria e inesperada que cuando la veía se daba cuenta que no tenía derecho a reprocharle nada.
Natacha se abandonaba tan por entero y tan sin reservas al nuevo sentimiento, que no trataba de ocultarlo, y ya no estaba triste, sino alegre y contenta.
Cuando, después de su explicación con Pedro, entró María en su dormitorio, Natacha le salió al encuentro.
– ¿Lo ha confesado? ¿Lo ha confesado? – preguntó.
Y una expresión gozosa y lastimera a la vez, como si quisiera hacerse perdonar su dicha, se pintaba en su rostro.
– Hubiera querido detenerme a escuchar detrás de la puerta, pero sabía que tú me lo dirías.
Por comprensible y conmovedora que fuera para la princesa María la anhelante mirada de su amiga, y a pesar de la pena que le produjo su ansiedad, en el primer instante la hirió su actitud. Se acordaba de su hermano y de su amor por ella. «Pero ¿qué le vamos a hacer si es así?», pensó. Y con semblante triste y un poco severo contó a Natacha todo lo que le había dicho Pedro. Natacha se sorprendió de que estuviera dispuesto a marcharse a San Petersburgo.
– ¡A San Petersburgo! – repitió como si no comprendiera.
Pero, al fijarse en la triste expresión del semblante de su amiga y adivinar el motivo, se echó a llorar de repente.
– María, dime lo que debo hacer. Temo ser mala. Haré lo que tú digas… Enséñame…
– ¿Le amas?
– Sí – murmuró Natacha.
– Entonces ¿por qué lloras? Lo celebro por ti – dijo la Princesa, que, a causa de aquel llanto, perdonaba la alegría de Natacha.
– La boda no se celebrará enseguida, sino más adelante. ¡Pero piensa en lo feliz que seré cuando sea su esposa y tú la de Nicolás!
– ¡Natacha! Te he rogado ya que no me hables de eso. Hablemos de ti.
Las dos callaron.
– Pero ¿a qué va a San Petersburgo? – inquirió de súbito Natacha; luego se apresuró a decir -: Vale más así, ¿verdad, María? Vale más así.
XIII
El casamiento de Natacha con Bezukhov, en 1813, fue el último alegre acontecimiento que presenció la familia Rostov. En aquel mismo año murió el viejo conde Ilia Andreievitch y, como sucede siempre en estos casos, tras su desaparición, la familia se deshizo.
Los sucesos del año anterior: el incendio de Moscú, la muerte del príncipe Andrés y la desesperación de Natacha, la muerte de Petia y el dolor de la Condesa, fueron rudos golpes que hirieron, uno tras otro, al anciano Conde. No pareció comprender, ni podía en realidad, el porqué de aquellos acontecimientos, por lo que, inclinando dócilmente la blanca cabeza, aguardó el nuevo golpe que acabase con él. Ora aparecía como asustado, ora se mostraba extraordinariamente animado y activo.
El matrimonio de Natacha, con los mil detalles que lo rodeaban, le ocupó la atención unos días: encargaba comidas y cenas, se esforzaba a ojos vistas por aparentar alegría. Pero ésta no se comunicaba a los demás, como en otros tiempos, sino que, muy al contrario, suscitaba la compasión de los que le amaban y conocían.
Después de la marcha de Pedro y de su esposa se calmó y comenzó a quejarse de aburrimiento. Al cabo de pocos días cayó enfermo y hubo de guardar cama. A pesar de las palabras consoladoras de los médicos, comprendió desde un principio que no saldría de su enfermedad. La Condesa permaneció sentada a su cabecera por espacio de dos semanas. Cada vez que le daba una medicina, el Conde, sin decir una palabra, le cogía la mano y se la besaba. El último día le pidió perdón, sollozando, y, a pesar de que su hijo no estaba allí, le pidió también a él le perdonara por haber disipado su fortuna, única gran falta de que se sentía culpable. Después de comulgar, se extinguió dulcemente, y al día siguiente la multitud de amigos y conocidos que fueron a rendirle los últimos honores llenó el departamento alquilado por los Rostov.
Las mismas personas que habían comido y bailado en su casa en tantísimas ocasiones, las mismas que tanto se habían burlado de él, sentían entonces pena y remordimiento y se decían para justificarse: «Sí, era un hombre admirable. Hoy ya no se encuentran hombres así. ¿Quién está exento de debilidades…?»
Precisamente cuando le iban tan mal los negocios, que no se podía suponer cómo concluirían, el Conde murió de improviso.
Nicolás se encontraba en París con las tropas rusas cuando le participaron el fallecimiento de su padre. Enseguida pidió la excedencia y, sin aguardar a que se la concedieran, se despidió de sus superiores y volvió a Moscú. Un mes después, desenmarañados los asuntos de la casa Rostov, la situación era clara: su padre había contraído una enormidad de pequeñas deudas cuya existencia nadie sospechaba. Estas deudas se elevaban al doble del haber.
Parientes y amigos aconsejaron a Nicolás que renunciase a la herencia, pero el joven, que consideraba esta renuncia como un reproche a la memoria de su padre, no quiso oír ni hablar de ello. De modo que la aceptó y, con ella, la obligación de pagar las deudas.
Los acreedores habían guardado silencio largo tiempo, en vida del Conde, a causa de la influencia indefinible pero profunda que ejerció su bondad sobre ellos. Ahora recurrieron, sin previo aviso, a los Tribunales. Como suele suceder en parecidas ocasiones, obedecieron al impulso de unos celos disimulados, y gentes como Mitenka y otros, que recibieron del Conde regalos importantes, fueron los acreedores más exigentes. No se dio a Nicolás tregua ni respiro, y las mismas personas que lloraban al Conde – el causante de sus pérdidas – se ensañaban, implacables, con el joven heredero, que era inocente y se encargaba de pagarles.
Ninguno aceptó ni uno solo de los arreglos que propuso Nicolás. Al ser vendidas por necesidad, las posesiones tuvieron que cederse a bajo precio y la mitad de las deudas quedaron sin pagar. Nicolás aceptó de Bezukhov, su cuñado, treinta mil rublos para poder pagar lo más imprescindible, y para que no le detuvieran – pues los acreedores le amenazaban con la cárcel – pensó en reanudar el servicio.
Pero volver al ejército, donde figuraba en el cuadro de ascensos con el grado de comandante, le fue imposible porque él era el último apoyo de su madre. Por este motivo, y a pesar de las pocas ganas que tenía de permanecer en Moscú, donde todo el mundo le conocía, y no obstante su repugnancia a la vida civil, aceptó un empleo, renunciando al venerado uniforme, y se instaló con su madre y Sonia en un departamento de la calle Sivtez-Vrajek.
Natacha y Pedro, desde San Petersburgo, tenían una idea poco clara de la situación de Nicolás. Éste había aceptado el préstamo de su cuñado con ánimo de ocultar su miseria. La situación de Nicolás era particularmente penosa porque, con sus mil doscientos rublos de sueldo, debía no sólo alimentar a su madre y a Sonia, sino vivir de manera tal que su madre no se diera cuenta de su pobreza. La Condesa no podía comprender la vida sin el lujo que había conocido desde la infancia, y como no se daba cuenta de los conflictos que creaba con ello a su hijo, exigía a cada momento un coche para ir a ver a una amiga, carne de calidad superior para ella, vino para su hijo, dinero para hacer regalos a Natacha, a Sonia, al mismo Nicolás.
Sonia se ocupaba del manejo de la casa, cuidaba de su tía, soportaba sus caprichos y ayudaba a Nicolás a disimular la pobreza en que se hallaban. Nicolás se sentía deudor de Sonia y, viendo lo que la muchacha hacía por su tía, admiraba su paciencia y su abnegación. Sin embargo, procuraba mantenerse espiritualmente alejado de ella. Le reprochaba su exceso de perfección, que no hubiera nada censurable en ella. Sonia poseía, verdad es, todo lo que inspira aprecio a las gentes, pero poco de lo que nos hace amarlas.
Habiendo tomado al pie de la letra la carta en que ella le devolvía la libertad, la trataba como si hubiera olvidado lo pasado.
La situación de Nicolás fue de mal en peor; porque la sola idea de hacer economías con su sueldo era un sueño. Es más: no sólo no economizaba, sino que, para satisfacer las exigencias de su madre, contraía pequeñas deudas.
La situación no parecía tener salida. La idea de su matrimonio con una rica heredera que sus parientes le propusieron le repugnaba. Otra solución, la muerte de su madre, ni siquiera le pasaba por el pensamiento. No deseaba nada, no esperaba nada, y, en el fondo de su alma, experimentaba un austero placer en aquella pasiva aceptación de su suerte. Evitaba tropezarse con antiguas amistades, con su compasión y su oferta compasiva de ayuda; evitaba toda distracción y placer, y en casa tampoco se ocupaba en nada, salvo en tener paciencia con su madre, andar en silencio por la habitación y fumar pipa tras pipa. Parecía fomentar aquel humor sombrío, única cosa que le ayudaba a soportar la vida.
XIV
La princesa María regresó a Moscú a principios del invierno. Por los murmuradores supo enseguida la situación de los Rostov y, sobre todo, que «el hijo se sacrificaba por la madre», según decían.
«No esperaba menos de él», pensó, llena de gozo, porque el hecho le confirmaba que merecía el amor que le tenía.
En vista de ello, su amistad, casi su parentesco, con la familia la movieron a pensar en hacerle una visita.
Pero, al recordar sus relaciones con Nicolás en Voronezh, temió verlo. Al fin, cogiendo firmemente con las dos manos las riendas de su voluntad, fue a casa de los Rostov dos semanas justas después de su llegada.
¡Qué casualidad! A quien primero se tropezó fue a Nicolás, porque para llegar a la habitación de la Condesa tuvo que pasar por la de él.
Pero, en vez de expresar la alegría que ella esperaba, el rostro de Nicolás adquirió al vuelo una expresión fría, de sequedad, de orgullo, que ella no había visto nunca en él. Después de informarse del estado de su salud le acompañó hasta la habitación de su madre y allí la dejo.
Al despedirse la Princesa, le salió al encuentro y la acompañó hasta el recibidor con aire grave y frío. A las preguntas de María, nada contestó.
«¿Qué mal le he hecho yo? ¡Déjeme en paz!», parecía contestarle con la mirada.
Y cuando se alejó el coche de la Princesa, exclamó delante de Sonia, en voz alta, incapaz de reprimir su despecho:
– ¿A qué viene? ¿Qué quiere? ¡Detesto a esas mujeres y sus amabilidades!
– ¡Ah, Nicolás! ¿Cómo puedes hablar así? – replicó Sonia disimulando mal su satisfacción -. Es muy buena y mamá la quiere mucho.
Nicolás no respondió ni volvió a hablar de la Princesa. Pero la anciana Condesa comenzó a mentarla cien veces al día a raíz de su visita. La alababa, rogaba a su hijo que fuera a verla, expresaba el deseo de tenerla al lado con más frecuencia. Pero, al mismo tiempo, la ponía de mal humor hablar de ella.
Nicolás callaba y su silencio enojaba a la Condesa.
– Es una muchacha muy digna y muy buena – decía la madre -. Debes ir a hacerle una visita. No quiero que te aburras a nuestro lado. Debes tener amistades.
– ¡Pero si no las necesito, mamá!
– Antes hubieras deseado verla continuamente; ahora no la quieres. Con franqueza, hijo mío, no te comprendo. Dices que te aburres, y te niegas a ver a la gente…
– No he dicho que me aburra…
-Pero sí que no quieres verla. Es una mujer dignísima. Antes te gustaba; ahora, en cambio… ¡Todos me ocultáis vuestros verdaderos sentimientos!
– No, mamá, te equivocas.
– Si te pidiera algo enojoso… Pero te pido que hagas una visita, que seas cortés. Bueno, ya te lo he pedido. De hoy en adelante no volveré a mezclarme en tus asuntos, puesto que tienes secretos para tu madre.
– Si tanto lo deseas, iré.
– A mí me da igual. Lo decía por ti.
Nicolás suspiró, se mordió el bigote, trató de desviar la atención de su madre de aquel asunto.
Pero al día siguiente, y al otro, y al otro, la Condesa sacó a relucir el mismo tema.
Entre tanto, el frío e inesperado recibimiento de Nicolás convenció a la princesa María de que tenía razón al no atreverse a ir a ver a los Rostov.
«No cabía esperar otra cosa. Por suerte, no tengo nada que ver con él, únicamente quería volver a ver a la anciana, que fue siempre muy bondadosa conmigo y a quien debo mucho», se decía, llamando en su ayuda al orgullo.
Pero tales razonamientos no tenían la virtud de calmarla; cada vez que recordaba la pasada visita la asaltaba una especie de remordimiento, y, aunque estaba firmemente resuelta a no volver a casa de los Rostov y a olvidarlo todo, se sentía siempre como en una postura falsa, y acabó por tener que confesarse que la atormentaba la cuestión de sus relaciones con Nicolás. Su tono frío, correcto, no se derivaba de sus sentimientos – estaba segura -, sino de alguna otra cosa, y hasta que consiguiera explicarse lo que era aquella cosa no estaría tranquila.
A mediados del invierno se hallaba en el cuarto de estudio, repasando las lecciones de su sobrino, cuando le anunciaron la visita de Nicolás Rostov.
Firmemente resuelta a no hacerse traición ni a demostrar enojo, llamó a la señorita Bourienne y entró con ella en el salón.
Le bastó una mirada para comprender que Nicolás estaba allí para pagar una deuda de cortesía, y decidió mostrarse igualmente cortés.
El empezó por hablar de la salud de la Condesa, de los conocidos comunes, de las últimas noticias de la guerra, y cuando transcurrieron los diez minutos que exige la buena educación, saludó y se puso en pie.
La Princesa sostuvo muy bien la conversación con ayuda de la señorita de compañía, pero, al levantarse Nicolás, estaba tan fatigada de haber hablado de cosas que no le incumbían, y tan abrumada por la dolorosa idea de las pocas alegrías que la vida le proporcionaba, que, con las brillantes pupilas fijas en el vacío, continuó sentada e inmóvil, sin advertir que Nicolás se hallaba de pie ante ella.
Nicolás la miró y, para disimular que se había dado cuenta de su ensimismamiento, cruzó todavía algunas palabras con la señorita Bourienne. Luego volvió a mirar a la Princesa. Seguía sentada e inmóvil; su dulce semblante tenía una expresión de sufrimiento.
De súbito, Nicolás la compadeció. Pensando vagamente que quizá fuera él la causa de aquel dolor, quiso pronunciar una palabra amable, pero, no encontrándola, dijo:
– Adiós, Princesa.
María salió de su ensimismamiento, ruborizándose, y exhaló un profundo suspiro.
– ¡Ah! Perdone, Conde. ¿Se va usted ya? ¿Y el almohadón para la Condesa?
– ¡Un momento! Voy a buscarlo – rogó la señorita Bourienne, echando a correr.
María y Nicolás callaban. De vez en cuando cambiaban una mirada.
– Sí, Princesa – habló al fin Nicolás sonriendo con melancolía-. Todo parece reciente, y, no obstante, ¡cuánta agua ha corrido desde que nos vimos por vez primera en Bogutcharovo! Entonces nos juzgábamos desgraciados, y, sin embargo, ¡cuánto daría yo por volver a aquellos tiempos! Pero eso es imposible…
La Princesa clavaba en él sus ojos radiantes. Parecía esforzarse por comprender el sentido misterioso de aquellas palabras que le explicarían lo que él sentía por ella.
– En efecto – contestó -, pero no debe usted lamentar lo pasado, Conde. Usted recordará siempre con placer su vida actual, porque los sacrificios que está haciendo…
– No puedo aceptar sus alabanzas – se apresuró a decir él, interrumpiéndola-. La verdad es que no dejo de dirigirme reproches. Pero, en fin, esto es muy poco interesante y divertido…
Su mirada volvió a adquirir una expresión fría, seca. Mas la Princesa había vuelto a ver en él al hombre que amaba, y se dirigía a aquel hombre.
– He creído que me permitiría esta confianza. Como estamos tan unidas las dos familias… Nunca creí que mis cumplidos le parecieran excesivos. Pero ya veo que me he equivocado.
Empezó a temblarle la voz.
-No sé por qué, pero antes era usted muy distinto a como es ahora… – prosiguió, rehaciéndose.
– Existen motivos a millares – repuso Nicolás recalcando sus palabras -. De todos modos, gracias, Princesa.
«Ya lo comprendo; ahora lo comprendo todo – decía una voz en el alma de la Princesa -. No es sólo esa mirada de expresión bondadosa y franca, no es sólo la belleza externa la que vi en él. Es su alma noble, valiente, abnegada. Ahora él es pobre y yo soy rica. Esto explica su actitud… Pero ¿y si no fuera así…?»
Sin embargo, al recordar su antigua ternura, al reparar en la expresión bondadosa y triste de su rostro, se convenció de que estaba en lo cierto.
– ¿Qué le ocurre, Conde, qué le ocurre? Dígamelo usted – exclamó acercándose a él involuntariamente -. Debe decírmelo.
El callaba.
– Ignoro las razones que tiene para adoptar esa actitud…, pero me resulta penoso, puede usted creerlo… No quisiera verme privada de su antigua amistad.
Las lágrimas brotaban de sus ojos, temblaban en su voz.
– Tengo tan pocas alegrías, que perder una más me resulta muy doloroso. Perdóneme. Adiós.
De improviso se echó a llorar y se dirigió a la puerta.
– ¡Princesa! ¡Espere! ¡En nombre de Dios, espere! – exclamó Nicolás -. ¡María…!
Ella se volvió. Por espacio de unos segundos se miraron en silencio. Y lo que parecía imposible, lejano, se convirtió de improviso en algo muy próximo, posible, inevitable.
En el otoño de aquel mismo año, Nicolás Rostov y la princesa María se casaron…
FIN
Autor:
Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.
"A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD DE INFORMACION"®
Santiago de los Caballeros,
República Dominicana,
2014.
"DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH – POR SIEMPRE"®
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