Pedro se detuvo, sin saber qué hacer. Interrogador, se volvió a Ana Mikhailovna, su guía. Ana le hizo un signo rápido con los ojos, indicándole la mano del enfermo, y que hiciera ademán de besarla. Pedro alargó el cuello con mucho cuidado, para no enredarse con el cubrecama, y, siguiendo el consejo, posó los labios sobre la mano amplia y gruesa. Pero ni la mano ni un solo músculo del Conde se movieron. De nuevo Pedro miró interrogador a Ana Mikhailovna, preguntando qué otra cosa tenía que hacer. Con los ojos le señaló Ana el asiento que se hallaba cerca del lecho. Pedro, obediente, se sentó sin dejar de preguntar con la mirada la conducta que había de seguir. Ana Mikhailovna le hizo una seña de aprobación con la cabeza. De pronto, en los músculos salientes y las profundas arrugas de la cara del Conde apareció un temblor. Aumentó éste y se le desvió la boca. Hasta entonces, Pedro no comprendió bien que su padre se encontraba a las puertas de la muerte. De la deformada boca salió un estertor. Ana Mikhailovna miró atentamente a los ojos del enfermo, procurando adivinar lo que quería. Tan pronto señalaba a Pedro como a la medicina, o, con un ligero susurro, llamaba al príncipe Basilio o señalaba el cubrecama. Los ojos del enfermo expresaban impaciencia. Hacía esfuerzos por mirar al criado que se mantenía inmóvil a la cabecera de la cama.
– Seguramente debe de querer volverse de lado – murmuró el sirviente.
Y se levantó para dar vuelta al inerte cuerpo del Conde y ponerle de cara a la pared.
Pedro se levantó para ayudar al criado. Mientras le daban la vuelta, una de las manos que le habían quedado hacia atrás hacía inútiles esfuerzos para moverse. El Conde observó la aterrorizada mirada que Pedro dirigía a aquella mano inerte, o quizás otro pensamiento atravesó en aquel momento su agonizante cabeza. Pero miró a la mano desobediente, a la expresión de terror del rostro de Pedro; volvió a mirarse la mano y en el rostro se le dibujó una débil sonrisa de sufrimiento que alteraba muy poco la expresión de sus rasgos y parecía reírse de su propia debilidad. Contemplando aquella sonrisa inesperada, Pedro sintió en el pecho un estremecimiento, un escozor en la nariz y las lágrimas le velaron los ojos.
Volvieron al enfermo de cara a la pared. Suspiró.
– Se ha amodorrado – dijo Ana Mikhailovna viendo que la Princesa entraba a relevarla -. Vámonos.
Pedro salió.
XVII
En el recibidor no quedaban ya más que el príncipe Basilio y la Princesa mayor, que hablaba con gran animación sentada bajo el retrato de Catalina. En cuanto vieron a Pedro y a su guía callaron. A Pedro le pareció que la Princesa escondía alguna cosa. La Princesa dijo al Príncipe en voz baja: «No puedo ver a esta mujer.» – Katicha ha hecho servir el té en la salita – dijo el príncipe Basilio a Ana Mikhailovna -. Vaya, hija mía; coma algo, porque si no enfermará.
A Pedro no le dijo nada, pero le estrechó la mano, apesadumbrado. Pedro y Ana Mikhailovna entraron en la sala.
A pesar de su apetito, Pedro no probó bocado. Volvióse a su guía con aire interrogador y la sorprendió dirigiéndose de puntillas al recibidor donde habían quedado el príncipe Basilio y la mayor de las princesas. Pedro, suponiendo que todo aquello también era necesario, la siguió al cabo de un instante. Ana Mikhailovna hallábase al lado de la Princesa y las dos hablaban a la vez en voz baja y alterada.
– Créame, Princesa; sé lo que conviene y lo que no conviene-dijo la joven, alterada.
– Pero, querida Princesa – decía suavemente, pero con obstinación, Ana Mikhailovna, impidiendo el paso de la Princesa a la habitación del enfermo -. ¿Cree usted que no será demasiado doloroso para el pobre tío, precisamente en este instante en que el reposo le es tan necesario? ¡Hablarle de una cosa tan terrenal en este momento, cuando su alma está ya preparada…!
El príncipe Basilio estaba sentado con su actitud habitual, cruzadas las piernas. Sus mejillas se contraían violentamente, y cuando se encogió pareció mucho más grueso y mucho más interesado en la conversación de las dos mujeres.
– Querida Ana Mikhailovna – dijo -, deje usted a Katicha. Ya sabe usted que el Conde la quiere mucho.
– No sé lo que hay dentro de este sobre – dijo la Princesa dirigiéndose al príncipe Basilio y enseñándole la cartera que tenía en la mano -. Sólo sé que el verdadero testamento lo tiene en su escritorio; esto es un papel olvidado.
Intentaba engañar a Ana Mikhailovna, que saltó otra vez y le cerró el paso.
– Lo sé, querida Princesa – dijo Ana Mikhailovna cogiendo la cartera con tanta fuerza que veíase claramente que no la soltaría con facilidad -. Querida Princesa, se lo ruego, tenga piedad del Conde. Piense en lo que va a hacer.
La Princesa calló. Sólo se oía el rumor de los esfuerzos de la lucha para apoderarse de la cartera. Comprendía la Princesa que si hablaba no diría cosas muy amables a Ana Mikhailovna. Ésta cogía la cartera fuertemente, pero, a pesar de esto, su voz se conservaba tranquila y dulce.
-Pedro, acércate, hijo mío. Me parece que no eres un extraño en el consejo de la familia, ¿no es verdad, Príncipe?
-Pero ¿por qué callas, Príncipe?-exclamó de pronto la Princesa con un grito tan fuerte que llegó hasta la salita y aterrorizó a todos -. ¿Por qué callas, cuando Dios sabe quién es el que provoca esta escena a la puerta de un agonizante? ¡Intrigante! – continuó con voz concentrada y colérica, tirando de la cartera con todas sus fuerzas.
Pero Ana Mikhailovna dio algunos pasos para no soltarla.
– ¡Oh! – dijo el príncipe Basilio con enfado y extrañeza. Se levantó -. Esto es ridículo – continuó -. Vamos, soltad, les digo. – La Princesa soltó la cartera -. Y usted también.
Ana Mikhailovna no le obedeció.
– ¡Suéltela, le digo! Yo tomo la responsabilidad de esto. Entraré y se lo preguntaré yo mismo. Yo, ¿comprende usted? Esto ha de bastarle.
– Pero, Príncipe – dijo Ana Mikhailovna -, después de haber recibido tan importante sacramento, concédale un instante de reposo. Aquí está Pedro. Di tu opinión – dijo al joven, que se acercaba y miraba extrañado la cara encolerizada de la Princesa, que abandonaba todo miramiento, y las mejillas temblorosas del príncipe Basilio.
– Tenga presente que usted será responsable de todas las consecuencias – dijo severamente el príncipe Basilio -. No sabe lo que hace.
– ¡Mala mujer! – exclamó la Princesa lanzándose espontáneamente contra Ana Mikhailovna y arrebatándole la cartera.
El príncipe Basilio bajó la cabeza y abrió los brazos. En aquel momento se abrió la puerta. La terrible puerta, que Pedro contemplaba desde hacía unos momentos y que ordinariamente se abría tan poco, se abrió con ruido, chocando contra la pared. La menor de las Princesas apareció en el marco y, palmeando, exclamó:
– ¿Qué hacéis? – exclamó desesperadamente -. Se está muriendo y me dejáis sola.
La Princesa mayor soltó la cartera. Ana Mikhailovna se inclinó rápidamente y, recogiendo el objeto de la disputa, corrió al dormitorio. La Princesa mayor y el príncipe Basilio, serenándose, fueron tras ella. A los pocos minutos, la Princesa, con el rostro pálido y descompuesto, salía, mordiéndose el labio inferior. Al ver a Pedro, su rostro expresó una rabia no contenida.
– Ya puede usted estar contento – dijo -. Ya tiene lo que esperaba.
Y, sollozando, ocultó la cara en el pañuelo y salió de la habitación.
Tras la Princesa apareció el príncipe Basilio. Balanceándose, se sentó en el mismo diván de Pedro y escondió la cara entre las manos. Pero se dio cuenta de que estaba pálido y que le temblaba la barbilla como si tuviera fiebre.
– ¡Ah, amigo mío! – dijo cogiendo del brazo al joven. Y en su voz apuntaba una franqueza y una dulzura que Pedro no había escuchado nunca -. Tanto pecar, tanto mentir… ¡Y para qué! Tengo más de cincuenta años, amigo mío. Para mí, todo se acabará con la muerte, todo. La muerte es horrible – y sollozó.
La última en salir fue Ana Mikhailovna. Con lentos y silenciosos pasos se acercó a Pedro.
– Pedro – dijo.
El joven la miró, interrogador. Ella le besó la frente y dejó caer algunas lágrimas. Calló. Luego dijo:
– Ya no existe.
Pedro la miró a través de los lentes.
– Vamos. Te acompañaré. Procura llorar. Nada consuela tanto como las lágrimas.
Le acompañó hasta la salita oscura, y Pedro se sintió muy satisfecho de que nadie pudiera verle la cara. Ana Mikhailovna le dejó; cuando regresó, Pedro, que había apoyado la cabeza en la mano, dormía profundamente.
Por la mañana, Ana Mikhailovna dijo a Pedro:
-Sí, hijo mío. Ha sido una gran pérdida para todos. No lo digo para ti. Dios te confortará. Eres joven y, si no me engaño, te encuentras en posesión de una inmensa fortuna. No se conoce aún el testamento. Pero te conozco a ti lo suficiente para saber que esto no te hará perder la cabeza. Impone obligaciones y es preciso ser un hombre. – Pedro calló -. Más adelante te explicaré, hijo mío, que si yo no hubiese estado aquí, quién sabe lo que hubiera ocurrido. Tú ya sabes que mi tío, todavía anteayer, me prometía acordarse de Boris. Pero no ha tenido tiempo de decírmelo. Espero, hijo mío, que cumplirás el deseo de tu padre.
Pedro no comprendió nada de lo que le querían decir. Silencioso y sofocado, miró fijamente a la princesa Ana Mikhailovna. Después de haber hablado con Pedro, ésta se fue a dormir a casa de los Rostov. Por la mañana, cuando se levantó, les contó, tanto a ellos como a sus amigos, los pormenores de la muerte del conde Bezukhov. Dijo que el Conde había muerto tal como ella quisiera morir; que su muerte no solamente había sido conmovedora, sino edificante, y que la última entrevista entre padre e hijo había sido tan emocionante que no podía acordarse de ella sin que las lágrimas anegasen sus ojos; que no sabría decir quién de los dos se había portado mejor en aquel terrible instante: el padre, que en los últimos momentos se había acordado de todo y de todos y que dirigió al hijo enternecedoras palabras, o Pedro, de tal modo alterado que inducía a compasión y que se esforzaba en disimular la emoción para no impresionar a su padre moribundo.
– Todo esto es muy doloroso, pero hace mucho bien. Conforta ver a hombres como el viejo Conde y a su digno hijo.
En cuanto a los actos de la Princesa y del príncipe Basilio, los contaba, bajo promesa de secreto y confidencialmente, sin juzgarlos.
XVIII
En Lisia-Gori, en las tierras del príncipe Nicolás Andreievitch Bolkonski, se esperaba de un día a otro la llegada del príncipe Andrés y la Princesa. No obstante, la espera no trastornaba el orden severo con que discurría la vida en casa del viejo príncipe.
El general en jefe príncipe Nicolás Andreievitch, a quien la sociedad rusa denominaba con el sobrenombre de «rey de Prusia», no se había movido de Lisia-Gori, con su hija la princesa María y la señorita de compañía mademoiselle Bourienne, desde que, reinando todavía Pablo I, había sido relegado a sus posesiones. A pesar de que el nuevo reinado le había permitido el acceso a las capitales, continuaba en el campo su vida sedentaria, diciendo que si alguien lo necesitaba recorrería las ciento cincuenta verstas que separan Moscú de Lisia-Gori, pero que él no necesitaba nada de nadie. Sostenía que los vicios humanos no tienen sino dos puentes: la ociosidad y la superstición, y solamente dos virtudes: la actividad y la inteligencia. Se ocupaba en persona de la educación de su hija, y para fomentar en ella estas dos virtudes capitales le dio lecciones de álgebra y geometría hasta los veinte años y distribuyó su vida en una serie ininterrumpida de ocupaciones. También él estaba siempre ocupado: tan pronto escribía sus memorias o se entretenía en resolver cuestiones de matemática trascendental como en tornear tabaqueras o vigilar en sus tierras las construcciones, que no faltaban nunca. Pero teniendo en cuenta que la condición principal de la actividad es el orden, éste era llevado en su vida hasta las últimas consecuencias. Las comidas eran siempre iguales, y no solamente a la misma hora, sino al mismo minuto exactamente. Con las personas que le rodeaban, desde su hija hasta los criados, el Príncipe era áspero y terriblemente exigente, de modo que, sin ser un hombre malo, inspiraba un temor y un respeto tales que difícilmente hubiera podido inspirarlos el hombre más cruel. Con todo y vivir retirado y sin influencia alguna en los negocios del Estado, todos los gobernadores de la provincia donde se encontraban sus tierras se creían en la obligación de presentarse a él, y, lo mismo que el arquitecto, el jardinero o la princesa María, el alto funcionario esperaba la hora fijada de la salida del Príncipe a la sala de su despacho. Todos los que aguardaban en aquella sala experimentaban el mismo sentimiento de respeto, por no decir de miedo, cuando se abría la amplia puerta del gabinete y aparecía, con su peluca empolvada, la pequeña figura del viejo, de breves manos apergaminadas, de cejas grises y caídas, que, al fruncirse, velaban el resplandor de unos ojos brillantes, inteligentes y amarillentos. Durante la mañana de la llegada del joven matrimonio, la princesa María, como de costumbre, entró en el despacho a la hora precisa para el saludo matinal. Se santiguó, temerosa, y rezó interiormente. Entraba allí todos los días, y todos los días pedía a Dios que la entrevista fuese fácil. El viejo criado empolvado que se encontraba en el despacho se levantó sin hacer ruido y, acercándose a la puerta, dijo en voz baja:
– Adelante.
Tras la puerta sentíase el rumor del torno. La Princesa empujó con timidez la puerta, que se abrió fácilmente, y se detuvo en el umbral. El Príncipe trabajaba en el torno. La miró y continuó trabajando.
La gran sala de trabajo estaba llena de objetos que visiblemente eran utilizados a menudo. La larga mesa en la que se hallaban esparcidos libros y planos; la gran librería, con las llaves colocadas en las puertas; el alto pupitre para escribir en pie, sobre el cual hallábase una libreta abierta, y el torno, con todas las herramientas preparadas y los restos de madera esparcidos por doquier, denunciaban una actividad infatigable, variada e inteligente. Por el movimiento de la corta pierna calzada con zapatilla de tacón y bordada en plata; por la presión firme de la mano delgada y venosa, veíase en el Príncipe la fuerza tenaz de una robusta vejez. Después de algunas vueltas del torno, retiró el pie del pedal, limpió la herramienta, la colocó en una bolsa de cuero colgada del torno y, acercándose a la mesa, llamó a su hija. No daba nunca la bendición a sus hijos, pero al presentarle la mejilla, no afeitada todavía aquella mañana, y mirándola con ternura y atención, dijo severamente:
– ¿Te encuentras bien? Siéntate.
Cogió el cuaderno de geometría, manuscrito por él mismo, y con el pie se acercó una silla.
– Para mañana – dijo, buscando rápidamente la página y marcando con la uña párrafo por párrafo -, todo esto.
La Princesa se inclinó sobre el cuaderno.
– Espera, tengo una carta para ti – dijo el Príncipe de pronto, extrayendo de una bolsa que tenía clavada a la mesa un sobre escrito con letra de mujer.
Al ver la carta, la cara del Príncipe se cubrió con dos manchas rosadas y la cogió apresuradamente.
– ¿Es de Eloísa? – preguntó el Príncipe, descubriendo con una, sonrisa fría los dientes amarillentos pero fuertes aún.
– Es de Julia – repuso la Princesa mirándole y sonriendo tímidamente.
-Aún te dejaré pasar dos más. La tercera la leeré – dijo el Príncipe severamente -. Temo que os escribáis demasiadas tonterías. La tercera la leeré – repitió.
-Lee ésta si quieres, papá-dijo la Princesa enrojeciendo aún más y ofreciéndole la carta.
– Te he dicho que leeré la tercera – replicó el Príncipe rechazando la carta. Y, apoyándose sobre la mesa, tomó el cuaderno ilustrado de figuras geométricas -. Bien, señorita – comenzó el viejo inclinándose sobre el cuaderno al lado de su hija y pasando la mano sobre el respaldo de la silla en que la Princesa se encontraba sentada, de modo que por todas partes sentíase rodeada por el olor a tabaco y a viejo particular de su padre y que ella tan bien conocía desde hacía muchos años -. Bien, señorita. Estos triángulos son semejantes. Fíjate en el ángulo ABC…
La Princesa miraba con terror los ojos brillantes de su padre. Aparecían y desaparecían en su rostro manchas rojas. Veíase claramente que no entendía nada y que el miedo le impediría entender todas las explicaciones de su padre, por claras que fuesen. ¿De quién era la culpa, del profesor o del discípulo? Pero cada día sucedía lo mismo. Los ojos de la Princesa se nublaban. No veía ni entendía nada en absoluto. Únicamente notaba cerca de ella el rostro seco de su severo profesor, su aliento y su olor, y no pensaba sino en salir cuanto antes del gabinete para dirigirse a sus habitaciones y descifrar tranquilamente el problema. El viejo se indignaba ruidosamente. Apartaba y acercaba la silla en la que se sentaba y hacía grandes esfuerzos para no perder la calma. Pero diariamente se deshacía en improperios y con frecuencia el cuadernillo iba a parar al suelo.
La Princesa equivocó la respuesta.
– ¡Eres tonta! – exclamó el Príncipe apartando vivamente el cuaderno y volviéndose con rapidez; pero inmediatamente se levantó y se puso a pasear por la habitación. Pasó la mano por los cabellos de la Princesa y volvió a sentarse. Se acercó a la mesa y continuó la explicación -No puede ser, Princesa, no puede ser – dijo cuando la joven hubo cerrado el cuaderno, después de la lección, y se disponía a marcharse -. Las matemáticas son una gran cosa, hija mía. No quiero que te parezcas a nuestras damas, que son unas ignorantes. Esto no es nada. Ya te acostumbrarás, y concluirá por gustarte. – Le pellizcó las mejillas -. Al final, la ignorancia se te irá de la cabeza.
La Princesa se disponía a salir, pero él la detuvo con un gesto y cogió de la mesa un libro nuevo todavía por abrir.
-Toma. Tu Eloísa te envía esto: La llave del misterio. Es un libro religioso y a mí no me importa nada ninguna religión. Ya lo he ojeado. Tómalo. Vete si quieres. – Le dio un golpecito en las espaldas y cerró suavemente la puerta tras ella.
La princesa María regresó a su alcoba con una expresión de tristeza y temor que raramente la abandonaba y afeaba aún más su rostro enfermizo. Se sentó ante su escritorio, lleno de miniaturas y abarrotado de cuadernos y libros. La Princesa era tan desordenada como ordenado su padre. Dejó el cuaderno de geometría y anhelosamente abrió la carta. Era de su íntima amiga de la infancia, Julia Kuraguin, la misma que había asistido a la fiesta de los Rostov.
Julia escribía:
«Querida y excelente amiga:
«¡Qué terrible y desconsoladora es la ausencia! ¿Por qué no puedo, como ahora hace tres meses, encontrar nuevas fuerzas morales en tu mirada, tan dulce, tan tranquila y tan penetrante, mirada que yo amo tanto y que me parece ver ante mí cuando te escribo?»
Al terminar de leer este pasaje, la princesa María suspiró y se miró en el espejo que tenía a su derecha. Vio en él reflejado su cuerpo sin gracia, mezquino, su delgado rostro. «Me halaga», pensó. Y apartando los ojos del espejo continuó la lectura. Sin embargo, Julia no halagaba a su amiga. En efecto, los ojos de la Princesa, grandes, profundos, a veces fulgurantes como si proyectasen rayos de un ardiente resplandor, eran tan bellos que frecuentemente, a pesar de la fealdad de toda su cara, sus ojos eran mucho más atractivos que cualquier otra belleza. No obstante, la Princesa no había visto nunca la expresión de sus ojos, la expresión que adquirían cuando no pensaba en sí misma. Como el rostro de todos, el suyo adquiría una expresión artificial cuando se miraba al espejo. Continuó leyendo.
«En Moscú no se habla sino de la guerra. Uno de mis hermanos está ya en el extranjero, y el otro en la Guardia que se dirige a la frontera. Además de llevarse a mis hermanos, me ha privado esta guerra de una de mis más entrañables amistades. Hablo del joven Nicolás Rostov, que, lleno de entusiasmo, no ha podido soportar la inactividad y ha dejado la Universidad para alistarse en el ejército. Bien, querida María. Te confesaré que, a pesar de ser muy joven, su ingreso en el ejército me ha producido un gran dolor. Este muchacho, de quien te hablaba este verano, posee tal nobleza de corazón, tan verdadera juventud, que difícilmente se encuentran personas como él en este mundo en que vivimos rodeados de viejos de veinte años. Sobre todo, es tan franco y tan bondadoso, posee un espíritu tan puro y poético, que mis relaciones con él, por pasajeras que fuesen, han sido una de las más dulces satisfacciones para este pobre corazón mío que ha sufrido tanto. Te contaré un día nuestra separación y lo que hablamos al marcharse. Ahora, todo esto es demasiado reciente. ¡Ah, querida mía! ¡Que feliz eres no conociendo estas alegrías y estas punzantes penas! Eres feliz porque, generalmente, las penas son más fuertes que las alegrías. Sé muy bien que el conde Nicolás es demasiado joven para que pueda ser alguna vez para mí algo más que un amigo. Pero esta dulce amistad, estas relaciones tan poéticas y tan puras, han sido una necesidad para mi corazón. Pero no hablemos más. La gran noticia del día, que corre de boca en boca por todo Moscú, es la muerte del viejo conde Bezukhov y su herencia. Imagínate que las tres princesas no han heredado casi nada, que el príncipe Basilio nada en absoluto y que Pedro lo ha heredado todo y ha sido reconocido como hijo legítimo. Por consiguiente, él es el actual conde Bezukhov, dueño de la fortuna mayor de Rusia. Se cuenta que el príncipe Basilio ha desempeñado un papel bastante feo en toda esta historia y que ha regresado muy aplanado a San Petersburgo.
«Te confieso que entiendo muy poco de todas estas cuestiones de legados y testamentos. Lo que sé es que desde que el joven que todos conocíamos con el nombre de monsieur Pedro, simplemente, se ha convertido en el conde Bezukhov y propietario de una de las más grandes fortunas de Rusia, me divierto mucho observando los cambios de tono y de tacto de las mamás cargadas de hijas casaderas, e incluso de aquellas mismas señoritas que se encuentran en análogas condiciones, con respecto a este sujeto, que, entre paréntesis, me ha parecido siempre un pobre hombre. Como quiera que hace dos años que se entretiene la gente adjudicándome prometidos que muchas veces ni yo siquiera conozco, la crónica matrimonial de Moscú me ha hecho condesa Bezukhov. Ya puedes suponer que no me preocupa ni poco ni mucho llegar a serlo. Y, a propósito de matrimonio, he de decirte que, no hace mucho, nuestra tía Ana Mikhailovna me ha confiado en secreto un proyecto matrimonial con respecto a ti. Se trata ni más ni menos que del hijo del príncipe Basilio, Anatolio, a quien querrían situar casándolo con una persona rica y distinguida. A lo que parece, tú has sido la que han elegido sus padres. No sé cómo tomarás todo esto, pero me parece que tenía la obligación de avisarte. Dicen que es un hombre de buen aspecto y una mala cabeza. Todo esto es cuanto puedo decirte referente a él.
«Pero dejemos estos chismes. Acabo de llenar la segunda hoja de papel y mamá me ha enviado recado para que la acompañe a casa de Apraksin, donde hemos de comer hoy. Lee el libro religioso que te envío. Aquí se ha puesto de moda; aún cuando en él hay cosas difíciles de comprender para la débil concepción humana, es un libro admirable y su lectura calma y eleva el espíritu.
«Adiós. Saluda respetuosamente a tu padre de mi parte y da mis recuerdos a mademoiselle Bourienne. Te abraza de todo corazón tu amiga,
Julia»
«P. S. Dame noticias de tu hermano y de su simpática esposa.»
La Princesa quedó un instante pensativa. De pronto se levantó, se dirigió al escritorio y comenzó a escribir rápidamente la respuesta a la carta de Julia.
XIX
El viejo criado hallábase sentado en su lugar de costumbre y escuchaba los ronquidos del Príncipe. En el gran gabinete, situado en el ala extrema de la casa, podían oírse, a través de las puertas cerradas, los pasajes difíciles de la Sonata de Dussek repetidos por vigésima vez.
En aquel momento, un coche se detuvo a la entrada y el príncipe Andrés saltó del carruaje. Dio la mano a su esposa para ayudarla a bajar y la hizo pasar adelante. Tikhon, con peluca gris, anunció en voz baja, desde la puerta del gabinete de trabajo, que el Príncipe dormía, y cerró la puerta rápidamente. Tikhon sabía que ni la llegada del hijo ni cualquier otro acontecimiento, por extraordinario que fuese, podía trastornar las costumbres establecidas. Seguramente el príncipe Andrés lo sabía tan bien como el criado. Consultó el reloj como para comprobar si los hábitos de su padre habían cambiado desde que hubo dejado de verlo, e, informado sobre este particular, se dirigió a su esposa.
– Despertará dentro de veinte minutos – le dijo -. Mientras tanto vayamos a ver a la princesa María.
La pequeña Princesa había engordado mucho durante los últimos tiempos, pero sus ojos y el labio sonriente sombreado por un ligero bozo elevábase de la misma manera alegre y encantadora cada vez que comenzaba a hablar.
– ¡Pero si esto es un palacio! – dijo a su marido, mirándolo con aquella expresión que se adquiere para felicitar a un huésped por la magnificencia del baile que celebra -. Vamos deprisa, deprisa.
Y volvíase sonriente a Tikhon, a su marido y al criado que les acompañaba.
-Sin duda, María está haciendo escalas. No hagamos ruido y así le daremos una sorpresa.
El príncipe Andrés subía tras ella con una expresión tierna y triste.
– Te has hecho viejo, Tikhon – dijo, al pasar, al viejo criado que le besaba la mano.
Al encontrarse ante la habitación donde sonaba el clavecín, salió de una puerta lateral la rubia y hermosa francesa mademoiselle Bourienne. Parecía loca de alegría.
– ¡Ah! La Princesa se alegrará mucho-dijo-. Voy a avisarla.
– No, no, hágame el favor. Es usted mademoiselle Bourienne; ya la conocía por la amistad que mi cuñada le profesa – repuso la Princesa besando a la señorita de compañía -. No tiene ni idea de que estamos aquí.
Se acercaron a la puerta de la salita, tras la cual oíase el pasaje que se repetía incesantemente. El príncipe Andrés se detuvo e hizo un gesto como si escuchara algo desagradable. La Princesa entró. El pasaje se interrumpió en su mitad. Oyóse un grito, los pesados pasos de la princesa María y un rumor de besos. Cuando entró el príncipe Andrés, las dos cuñadas, que no se habían visto desde poco tiempo después del matrimonio del Príncipe, se besaban, todavía abrazadas.
El príncipe Andrés besó a su hermana.
– ¿Irás a la guerra, Andrés? – preguntó ella, suspirando.
Lisa también se estremeció.
– Mañana mismo – repuso el Príncipe.
– Me abandona aquí sólo Dios sabe por qué. Tan fácil como le hubiera sido ascender y…
La princesa María, sin escuchar, siguiendo el hilo de sus propios sentimientos, se dirigió a su cuñada, mirándole tiernamente la cintura.
– ¿De veras? – preguntó.
Se turbó el rostro de la Princesa y suspiró.
– ¡Oh, sí, de veras! -repuso-. ¡Ah! ¡Es terrible!
El breve labio de Lisa temblaba. Acercó la cara a su cuñada y de nuevo se echó a llorar.
– Necesitas descansar – dijo el príncipe Andrés frunciendo el entrecejo -. ¿No es cierto, Lisa? Llévatela – dijo a su hermana -. Yo iré a ver a papá. ¿Cómo está? Siempre el mismo, ¿verdad?
– El mismo. No sé cómo lo encontrarás – dijo la Princesa riendo.
– ¿Las mismas horas, los mismos paseos por los caminos? ¿Y el torno? – preguntó el príncipe Andrés con una sonrisa imperceptible que demostraba que, a pesar de todo, su amor y su respeto por su padre constituían su debilidad.
– Las mismas horas y el torno, y además las matemáticas y mis lecciones de geometría – replicó alegremente la Princesa, como si aquellas lecciones fuesen una de las cosas más divertidas de su vida.
Cuando hubieron transcurrido los veinte minutos necesarios para que despertara el Príncipe, llegó Tikhon en busca del príncipe Andrés, para acompañarle al lado de su padre. Para honrar la llegada de su hijo, el anciano había cambiado un poco sus costumbres. Ordenó que se le acompañase a su habitación mientras se preparaba para la mesa.
El Príncipe vestía a la moda antigua, con caftán, y se empolvaba. En el momento en que el príncipe Andrés, no con aquella expresión desdeñosa y afectada que adoptaba en los salones, sino con el rostro resplandeciente que tenía cuando hablaba con Pedro, entraba en la habitación de su padre, el viejo se había sentado al tocador, sobre una silla de brazos de cuero, y, cubierto con un peinador, abandonaba la cabeza en manos de Tikhon.
– ¿Qué hay, guerrero? ¡Vas a batir a Bonaparte! – dijo el viejo sacudiendo la cabeza empolvada todo lo que la trenza le permitía y que Tikhon tenía sujeta entre las manos -. Sí, sí. Métele mano. Si no, pronto seremos todos súbditos suyos. Buenos días-y le ofreció la mano.
La siesta de antes de comer le ponía de buen humor. Decía que el mediodía era de plata, pero que la siesta de antes de comer era de oro. Miró alegremente a su hijo bajo las espesas cejas caídas. El príncipe Andrés se acercó a él y le besó en el lugar que el viejo le señaló. No respondió nada al tema de conversación predilecto de su padre: la burla de los militares de hoy y, sobre todo, de Bonaparte.
– Sí, padre, he venido con mi mujer, que está encinta – dijo el príncipe Andrés siguiendo con una mirada animada y respetuosa los movimientos de cada rasgo del rostro de su padre -. ¿Cómo estás?
-Amigo mío, solamente los tontos o los depravados se encuentran mal. Tú ya me conoces. De la mañana a la noche trabajo con moderación y por esto me encuentro bien.
-Alabado sea Dios – dijo él hijo sonriendo.
-Dios no tiene nada que ver con esto-y volviendo a su idea añadió -: Bien, explícame cómo los alemanes nos han enseñado a batir a Napoleón, según esa nueva ciencia vuestra que se llama estrategia.
– Papá, permíteme que me rehaga un poco – dijo con una sonrisa que demostraba que la debilidad de su padre no le impedía respetarlo y quererle -. Todavía no he abierto las maletas.
– Lo mismo da, lo mismo da – gritó el viejo sacudiendo la pequeña trenza para ver si estaba bien hecha y cogiendo la mano de su hijo-. La habitación de tu esposa está a punto. La princesa María la acompañará y la instalará allí. Las mujeres no hacen otra cosa que hablar continuamente. Estoy muy contento de poderla ver. Siéntate y cuéntame. Comprendo el ejército de Mikelson, el de Tolstoy y el desembarco simultáneo… ¿Qué hará entonces el ejército del Sur? Ya sé que Prusia se mantiene neutral. Y Austria, ¿qué hace? – dijo levantándose y comenzando a pasear por la habitación, seguido de Tikhon, que corría tras él entregándole las distintas prendas de su vestido-. ¿Qué hará Suecia? ¿Cómo se las arreglarán para atravesar Pomerania?
A las preguntas de su padre, el príncipe Andrés comenzó a exponer los planes de campaña proyectados, hablando primero con frialdad, pero animándose paulatina e involuntariamente, pasando, como de costumbre, del ruso al francés. Explicó que un ejército de noventa mil hombres había de amenazar Prusia para sacarla de su neutralidad y arrastrarla a la guerra; que una parte de este ejército había de unirse a las tropas de Suecia en Stralsund; que doscientos veinte mil austriacos, unidos a cien mil rusos, habían de operar en Italia y en las márgenes del Rin; que cinco mil rusos y cinco mil ingleses desembarcarían en Nápoles, y, finalmente, que un ejército de quinientos mil hombres invadiría Francia por distintos puntos.
El viejo Príncipe, que parecía no escuchar la explicación, continuaba vistiéndose sin dejar de andar, interrumpiéndole tres veces de una forma imprevista. La primera se detuvo y exclamó:
– Blanco. blanco…
Esto quería decir que Tikhon no le entregaba el chaleco que quería. La otra vez se detuvo y preguntó:
– ¿Dará pronto a luz tu mujer?
E inclinando la cabeza había dicho en tono de enfado:
-No va bien. Continúa, continúa…
– No me has dicho nada nuevo – y, preocupado, el viejo murmuró rápidamente-: «… No sé cuándo vendrá.» Ve al comedor.
XX
El príncipe Andrés partía al día siguiente por la noche. Su padre, una vez hubo terminado de comer, se retiró a sus habitaciones sin modificar en nada sus hábitos. La pequeña Princesa hallábase en las habitaciones de su cuñada. El príncipe Andrés, vestido de viaje, sin charreteras, hacía las maletas en su habitación con ayuda del criado. Después de inspeccionar personalmente el coche y vigilar la instalación de las maletas, dio la orden de enganchar. En la alcoba no quedaban sino los objetos que el Príncipe había de llevar consigo: un cofrecillo, una caja de plata con los útiles de afeitar, dos pistolas turcas y una gran espada que su padre le había traído de Otchalov. Todos estos objetos estaban perfectamente ordenados, eran nuevos y relucientes y se hallaban guardados en estuches de terciopelo herméticamente cerrados.
En el momento de una partida o de un cambio de vida, los hombres que son capaces de reflexionar sus actos efectúan generalmente un serio balance de sus pensamientos. En estas circunstancias, habitualmente se controla el pasado y se idean planes para lo por venir. El príncipe Andrés tenía una expresión dulce y pensativa. Se paseaba de un lado a otro de la habitación con paso rápido, con las manos cruzadas a la espalda y mirando ante sí con la cabeza baja y pensativa. ¿Le molestaba ir a la guerra? ¿Le entristecía dejar sola a su mujer? Quizás una cosa y otra. Pero, evidentemente, no quería que nadie le viera en aquel estado. Al sentir pasos en el vestíbulo se quitó las manos de la espalda, se detuvo al lado de la mesa, como si colocase el cofrecillo en su estuche, y adquirió su expresión habitual, serena a impenetrable. Eran los pesados pasos de la princesa María.
– Me han dicho que has dado orden de enganchar – dijo jadeando, pues, evidentemente, había corrido -, y deseaba mucho tener una conversación contigo. Dios sabe cuánto tiempo estaremos sin vernos. ¿Te molesta que haya venido? Has cambiado mucho, Andrucha – añadió, como si quisiera justificar sus preguntas; al pronunciar la palabra «Andrucha» había sonreído. Evidentemente, le extrañaba pensar que aquel hombre severo y arrogante fuese aquel mismo Andrucha, el niño escuchimizado y parlanchín, su compañero de infancia.
– ¿Dónde está Lisa? – preguntó el Príncipe respondiendo con una sonrisa a las palabras de su hermana.
-Está muy cansada. Se ha dormido en el diván de mi habitación. ¡Ah, Andrés! Tu mujer es un tesoro-dijo, sentándose en el diván ante su hermano-. Es una verdadera niña, una niña encantadora, alegre, a quien no sabes cómo quiero. – El príncipe Andrés calló, pero la Princesa observó la expresión irónica y desdeñosa que apareció en su semblante -. Hay que ser indulgente con las pequeñas debilidades humanas. ¿Quién no tiene debilidades en este mundo, Andrés? Recuerda que ha sido educada en la alta sociedad y que hoy su situación no es muy feliz. Hemos de situarnos en el lugar de los demás. Comprender es perdonar. Piensa que para ella, la pobre, es triste tener que separarse de su marido y quedarse sola en el campo en el estado en que se encuentra, después de la vida a que está acostumbrada… Es muy triste.
Y el príncipe Andrés, mirando a su hermana, sonrió como se sonríe ante las personas que creemos conocer a fondo.
-Tú vives también en el campo y, sin embargo, no te encuentras tan triste – dijo.
– Mi caso es muy distinto. ¿Por qué hemos de hablar de mí? No deseo otra vida ni puedo desearla, porque no conozco ninguna más. Créeme, Andrés. Para una mujer joven y habituada al gran mundo, enterrarse en el campo en plena juventud, sola. porque papá está siempre atareado y yo…, ya lo sabes…, tengo muy pocos recursos aunque soy una mujer acostumbrada al trato de la sociedad más distinguida…
-María, dime, con franqueza; me parece que más de una vez te hace sufrir el carácter de papá – dijo el príncipe Andrés expresamente para sorprender o poner a prueba a su hermana hablando con tanta ligereza de su padre.
– Tú eres muy bueno, Andrés, pero tienes llamaradas de orgullo, y esto es un gran pecado – dijo la Princesa siguiendo antes el hilo de sus pensamientos que no el de la conversación -. ¿Quién puede juzgar a su padre? Y si esto fuera posible, ¿qué otra cosa distinta de la veneración se puede sentir por un hombre como él? Estoy muy contenta y me siento muy feliz. Deseo tan sólo que todos lo sean tanto como yo. – El hermano bajó la cabeza con desconfianza -. Si he de decirte la verdad, Andrés, solamente una cosa me es penosa: las ideas religiosas de papá. No puedo comprender como un hombre de tan gran talento como el suyo no pueda ver lo que es claro como la luz y se pierda de este modo. Ésta es mi única pena. No obstante, de un cierto tiempo a esta parte observo en él como una sombra de mejoría. Sus bromas no son tan incisivas, y no hace mucho recibió a un monje y habló con él un gran rato.
– ¡Ah, hermana! Temo que gastes inútilmente tu pólvora con estas frases – dijo el príncipe Andrés, burlón y tierno a la vez.
– ¡Ah, hermano! Únicamente rezo a Dios y espero que me escuche – dijo tímidamente María después de un instante de silencio -. Quisiera pedirte algo muy importante.
– ¿Qué quieres, querida?
-No. Prométeme que no me lo negarás. No te costará nada y no es nada indigno de ti. Para mí sería un gran anhelo. Prométeme, Andrés-dijo hundiendo la mano en su bolso y cogiendo algo, pero sin enseñárselo todavía ni indicar qué era el objeto que motivaba la petición, como si no pudiera sacar aquello antes de haber obtenido la promesa que pedía. Luego dirigió a su hermano una mirada tímida, suplicante.
– ¿Y si fuese algo que me costase un gran esfuerzo? – preguntó el Príncipe, como si adivinase de qué se trataba.
-Piensa lo que quieras, pero hazlo por mí. Hazlo. Yo te lo ruego. El padre de papá, el abuelo, lo llevó en todas sus campañas.-Aún no sacó del bolsillo lo que tenía en la mano -. ¡.Me lo prometes?
-Naturalmente. ¿Qué es?
– Andrés; toma mi bendición con esta imagen y prométeme que nunca te desprenderás de ella. ¿Me lo prometes?
– Si no pesa mucho y no me siega el cuello…, por darme susto… – dijo el príncipe Andrés: pero al darse cuenta de la expresión emocionada que aquella burla producía en su hermana, se arrepintió -. Estoy muy contento, muy contento, de veras – añadió.
-A pesar tuyo, Él te salvará y te conducirá a Él, porque únicamente en Él está la verdad y la paz-dijo, con su voz trémula de emoción, colocando ante su hermano, con ademán solemne, una vieja imagen oval del Salvador, de cara morena, enmarcada en plata y pendiente de una cadena del mismo metal minuciosamente trabajada. María se santiguó, besó la imagen y se la dio a Andrés -. Te lo pido, hermano. Hazlo por mí.
En sus grandes ojos negros fulguraban la bondad y la dulzura, iluminando su rostro enfermizo y delgado y dándole una belleza insospechada. El hermano hizo ademán de coger la imagen, pero ella le detuvo. Andrés comprendió lo que quería y se santiguó, besando la imagen. Su rostro tenía una expresión de ternura – estaba emocionado – y de burla a la vez.
– Gracias, querido.
María le besó la frente y volvió a sentarse en el diván. Los dos callaron.
– Créeme lo que te digo, Andrés. Sé bueno y magnánimo, como siempre lo has sido. No seas severo con Lisa. ¡Es tan encantadora, tan buena! ¡Y ahora es tan triste su situación!
– Creo, María, que no digo nada, que no hago a mi mujer ningún reproche, que no estoy disgustado con ella. ¿Por qué me dices todo esto, entonces?
La princesa María enrojeció y calló como una culpable.
– Yo no te he dicho nada, y, en cambio, ya te han dicho. Esto me apena mucho.
En la frente, en el cuello y en las mejillas de la princesa María aparecieron unas manchas rojas. Quiso decir algo y no pudo. Su hermano adivinó su intención. Lisa, después de comer, había llorado, explicándole su presentimiento de un parto desgraciado, y el miedo que le producía, y había lamentado su suerte, la de su suegro y la de su marido. Después de llorar se había quedado dormida. El príncipe- Andrés compadecía a su hermana.
– Has de saber, Macha, que no he reprobado, que no reprocho ni reprocharé nunca más a mi mujer. Pero, en cambio, no puedo decir que no tenga motivos para hacerlo. Esto durará siempre y será siempre así, sean las que fueren las circunstancias. Pero si quieres saber la verdad, si quieres saber si soy feliz o no, sólo puedo decirte que no lo soy. ¿Y crees que ella lo es? Tampoco. ¿Por qué? No lo sé.
Y pronunciando estas palabras se levantó, acercóse a su hermana y la besó en la frente. Sus bellos ojos se iluminaron con un resplandor inteligente, bondadoso y desacostumbrado. Pero no miraba a su hermana; miraba por encima de sus ojos, por encima de la cabeza de la princesa Maria, e intentaban penetrar la oscuridad de la puerta abierta.
– Vamos a verla. He de decirle adiós. O, mejor, ve tú sola primero. Despiértala; yo iré enseguida. ¡Petruchka! – llamó a su criado -. Ven aquí. Coge esto. Colócalo al lado del cochero; y esto a la derecha.
La princesa María se levantó y se dirigió a la puerta. En el umbral se detuvo.
– Si tuvieras fe, Andrés, te hubieses dirigido a Dios para que te diera el amor que no sientes; y tu ruego habría sido escuchado.
– Sí, quizá sí – dijo el Príncipe -. Ve, Macha, ve. Yo iré enseguida.
Yendo a la alcoba de su hermana, a través de la galería que unía las dos alas del edificio, el Príncipe tropezó con mademoiselle Bourienne, que sonrió graciosamente. Por tercera vez aquel día se la encontraba en lugares solitarios, con su sonrisa entusiasta y candorosa.
– ¡Ah! Creí que estaba usted en su habitación – dijo ella sofocándose y bajando los ojos.
El príncipe Andrés la miró severamente, y su rostro, sin poderlo contener, expresó la cólera. No respondió, pero la miró a la frente y a los cabellos, sin mirar los ojos, con tal desdén, que la francesa se ruborizó y se alejó sin decir palabra.
Cuando el Príncipe llegó a la habitación de su hermana, la Princesa estaba despierta y su vocecilla alegre, que precipitaba las palabras una tras otra, sentíase en el pasillo, a través de la puerta abierta. Hablaba como si quisiera aprovechar el tiempo perdido, después de una larga abstinencia.
-No. Figúrate a la vieja condesa Zubov, con sus tirabuzones postizos y su boca llena de dientes tan postizos como los tirabuzones, como si quisiera plantar cara a los años. ¡Ja, ja, ja!
El Príncipe había oído cinco veces la misma frase sobre la condesa Zubov, acompañada de la misma risa, en boca de su mujer. Entró lentamente en la habitación. La Princesa, pequeña, gordezuela, rosada, hallábase sentada en una butaca de brazos con la labor en la mano, hablando, incansable, y recordando escenas de San Petersburgo e incluso citando frases. El príncipe Andrés se acercó a ella, le acarició la cabeza y le preguntó si había ya descansado del viaje. Ella repuso afirmativamente y continuó la conversación.
Al pie del portal esperaba el coche con los caballos. Era una noche oscura de verano. El cochero no distinguía ni la lanza del coche. A la puerta movíase la gente con linternas. Las altas ventanas de la casona dejaban filtrar la luz del interior. En el recibidor agrupábanse los criados, que deseaban despedirse del joven Príncipe. En el salón esperaban todos los familiares: Mikhail Ivanovitch, mademoiselle Bourienne, la princesa María y la princesa Lisa.
El príncipe Andrés había sido llamado al gabinete de su padre, que quería despedirse de él a solas. Todos le esperaban. Cuando el príncipe Andrés entró en el gabinete, su padre, que tenía puestas las antiparras y el camisón de dormir, con cuyo atavío no recibía a nadie, excepto a su hijo, estaba sentado en el escritorio y escribía. Se volvió.
– ¿Te vas? – preguntó. Y continuó escribiendo.
– He venido a decirte adiós.
– Bésame aquí. – Y le mostró la mejilla, añadiendo -. Gracias, gracias.
– ¿Por qué me das las gracias?
– Para que no pierdas el tiempo, para que no te pegues a las faldas de las mujeres. El deber es lo primero. Gracias, gracias-y continuó escribiendo. De su pluma saltaban salpicaduras de tinta -. Si has de decirme algo – añadió-, dímelo ahora. No me estorbas.
– Se trata de mi mujer… Me avergüenza pedírtelo.
– ¡Vaya una salida! Dime lo que te convenga.
– Cuando llegue el momento del parto, envía a buscar a Moscú a un médico para que la asista…
El viejo Príncipe se levantó y clavó sus severos ojos en su hijo, como si no le hubiera comprendido bien.
-Ya sé que nadie puede ayudarla, si la Naturaleza no la ayuda – dijo el príncipe Andrés visiblemente turbado-. Creo que de cada millón de casos solamente se produce uno malo. Pero es una manía mía y de ella también. ¡Le han contado tantas cosas! ¡Y tiene tales presentimientos! Tiene miedo.
– ¡Hum. hum! – gruñó el viejo Príncipe, continuando la carta que escribía -. Lo haré. – Firmó la carta. De pronto se volvió vivamente a su hijo y se echó a reír-. El asunto no va muy bien, ¿verdad?
– ¿Qué asunto? ¿Qué quieres decir, papá?
-Mujer, eso es todo – dijo lacónicamente el viejo Príncipe.
– No te comprendo – repuso su hijo.
– Sí, sí, no se puede hacer nada, amigo mío. Todas son iguales. No tengas miedo. No se lo diré a nadie, ya lo sabes. – Cogió la mano de su hijo con la suya, huesuda y pequeña, la sacudió y le miró a los ojos con su mirada rápida y penetrante. De nuevo estalló su risa fría.
El hijo suspiró, confesando con aquel suspiro que el padre le había comprendido bien. Éste cerró y selló la carta con su acostumbrada vivacidad. Después la lacró, puso el sello sobre el lacre y la dejó sobre la mesa.
– ¡Qué le vamos a hacer! Haré todo lo que sea necesario. Estate tranquilo.
Andrés calló. Le era agradable y le disgustaba a la vez saberse comprendido por su padre. El viejo se levantó y le entregó la carta.
– Escucha – le dijo -. No te preocupes por tu mujer. Se hará cuanto humanamente sea posible. Ahora escúchame. Aquí tienes una carta para Mikhail Ilarionovitch. Le escribo para que te dé un empleo y no te deje mucho tiempo de ayudante de campo. Es un mal trabajo ese. Dile que me acuerdo mucho de él y que le quiero. Escríbeme contándome el recibimiento que te haya hecho. Si te recibe bien, continúa sirviéndole. El hijo de Nicolás Andreievitch Bolkonski no servirá nunca a nadie por favor. Bien, ven aquí. – Hablaba tan deprisa que no pronunciaba la mitad de las palabras; pero su hijo ya estaba acostumbrado a oírle y lo comprendía todo. Acompañó a éste al lado del escritorio, lo abrió, cogió una caja y sacó de ella un cuaderno cubierto por su letra alta y apretada -. Es probable que muera antes que tú. Si esto sucede, has de saber que aquí están mis memorias. Después de mi muerte se las envías al Emperador. Aquí tienes los billetes de Lombart y una carta. Es un premio para el que escriba la historia de la guerra de Suvorov. Hay que enviarlo a la Academia. Aquí están mis notas. Léelas cuando haya muerto. Encontrarás cosas útiles.
Andrés no dijo a su padre que seguramente viviría todavía muchos años, y comprendió que no había tampoco necesidad de decírselo.
– Haré cuanto me dices, papá.
– Bien. Ahora, adiós.
Le dio la mano para que la besara y le abrazó.
– Recuerda, príncipe Andrés, que, si te matan, tu muerte será para mí, para un viejo, muy dolorosa… -Calló. De pronto dijo con voz aguda -: Y que para mí sería una vergüenza que no te comportaras como hijo de Nicolás Bolkonski.
– No tenías que haberme dicho esto, papá – replicó el hijo sonriendo. El viejo guardó silencio -. También quería pedirte – añadió – que si yo muriese y me naciera un hijo, lo conservaras a tu lado, como te dije ayer. Que se eduque contigo, te lo ruego.
– Esto quiere decir que no se lo deje a tu mujer, ¿verdad? – dijo el viejo riendo.
Estaban frente a frente, silenciosos. Los inquietos ojos del anciano miraban fijamente a los de su hijo. Algo temblaba en la parte inferior del semblante del viejo Príncipe.
– Ya nos hemos dicho adiós. Ve – dijo de pronto -, ve. – Y con voz enojada abrió la puerta del gabinete.
– ¿Qué ocurre, qué ocurre? – preguntó la princesa María viendo al príncipe Andrés y al viejo, que gritaba como si estuviese encolerizado y aparecía en el umbral con su camisón blanco, sin peluca y con las enormes antiparras.
El príncipe Andrés suspiró y no repuso nada.
– Vaya – dijo dirigiéndose a su mujer. Y este «vaya» tenía un tono burlón y frío. Parecía que quisiera decir: «Anda, haz todas las muecas que tengas que hacer.»
– ¿Ya, Andrés? – dijo la pequeña Princesa palideciendo y mirando temerosa a su marido.
Él la besó. Ella dio un grito y cayó desmayada en sus brazos.
El Príncipe la sostuvo suavemente, le miró la cara y la dejó con cuidado sobre una butaca.
– Adiós, María – dijo con ternura a su hermana. La besó y salió de la habitación con paso rápido.
Mademoiselle Bourienne friccionaba el pulso de la Princesa echada en la butaca. La princesa María la sostenía; con sus bellos ojos tristes miraba a la puerta por donde había desaparecido el príncipe Andrés y se santiguaba. En el gabinete oíanse, repetidos y violentos, como si fueran golpes, los ruidos que el viejo producía al sonarse. En cuanto el príncipe Andrés hubo salido, se abrió bruscamente la puerta del gabinete y la severa figura del viejo, con el camisón blanco, apareció en el umbral.
– ¿Se ha marchado? Está bien – dijo mirando severamente a la Princesa desmayada. Bajó la cabeza con actitud de descontento y cerró la puerta de un empellón.
Segunda parte
I
En octubre de 1805, el ejército ruso ocupaba las ciudades y los pueblos del archiduque de Austria, y otros regimientos procedentes de Rusia, que constituían una pesada carga para los habitantes, acampaban cerca de la fortaleza de Braunau, cuartel general del general en jefe Kutuzov.
El 11 de octubre de aquel mismo año, uno de los regimientos de infantería, que acababa de llegar a Braunau, formaba a media milla de la ciudad, esperando la revista del Generalísimo. Con todo y no ser rusa la localidad, veíanse de lejos los huertos, las empalizadas, los cobertizos de tejas y las montañas; con todo y ser extranjero el pueblo y mirar con curiosidad a los soldados, el regimiento tenía el aspecto de cualquier regimiento ruso que se preparase para una revista en cualquier lugar del centro de Rusia. Por la tarde, durante la última marcha, había llegado la orden de que el general en jefe revistaría a las tropas en el campamento.
Por la larga y amplia carretera vecina, flanqueada de árboles, avanzaba rápidamente, con ruido de muelles, una gran carretela vienesa de color azul. Tras ella seguía el cortejo y la guardia de croatas. Al lado de Kutuzov hallábase sentado un general austriaco, vestido con un uniforme blanco que contrastaba notablemente al lado de los uniformes negros de los rusos. La carretela se detuvo cerca del regimiento. Kutuzov y el general austriaco hablaban en voz baja. Cuando bajaron el estribo del carruaje, Kutuzov sonrió un poco, como si allí no se encontraran aquellos dos mil hombres que le miraban conteniendo el aliento. Oyóse el grito del jefe del regimiento. Éste se estremeció otra vez al presentar armas. En medio de un silencio de muerte, oyóse la débil voz del Generalísimo. El regimiento dejó oír un alarido bronco:
– ¡Viva Su Excelencia!
Y de nuevo quedó todo en silencio. De momento, Kutuzov permaneció en pie, en su mismo lugar, mientras desfilaba el regimiento. Después, andando, acompañado del general vestido de blanco y de su séquito, pasó ante las filas. Por el modo que el jefe del regimiento saludaba al Generalísimo, sin separar de él los ojos; por el modo de caminar inclinado entre las filas de soldados, siguiendo sus menores gestos, pendiente de cada palabra y de cada movimiento del Generalísimo, veíase claramente que cumplía sus deberes de sumisión con mucho más gusto aún que sus obligaciones de general. El regimiento, gracias a la severidad y a la atención de su general, hallábase en mejor estado con relación a los que habían llegado a Braunau simultáneamente. Había únicamente doscientos diecisiete rezagados y enfermos y todo estaba mucho más atendido, excepto el calzado.
Kutuzov pasaba ante las filas de soldados y se detenía a veces para dirigir algunas palabras amables a los oficiales de la guerra de Turquía a quienes iba reconociendo, y también a los mismos soldados. Viendo los zapatos de la tropa, bajó con frecuencia la cabeza tristemente, mostrándoselos al general austriaco, como no queriendo culpar a nadie, pero sin poder disimular que estaban en muy mal estado. Constantemente, el jefe de toda aquella tropa corría hacia delante, temeroso de perder una sola palabra pronunciada por el Generalísimo con respecto a su tropa. Detrás de Kutuzov, a una distancia en que las palabras, incluso pronunciadas a media voz, podían ser oídas, marchaban veinte hombres del séquito, quienes conversaban entre sí y reían de vez en cuando. Un ayudante de campo, de arrogante aspecto, seguía de cerca al Generalísimo. Era el príncipe Bolkonski y hallábase a su lado su compañero Nesvitzki, un oficial de graduación superior, muy alto y grueso, de cara afable, sonriente, y ojos dulces. Nesvitzki, provocado por un oficial de húsares que iba cerca de él, a duras penas podía contener la risa. El oficial de húsares, sin sonreír siquiera, sin cambiar la expresión de sus ojos fijos, con una cara completamente seria, miraba la espalda del jefe del regimiento, remedando todos sus movimientos. Cada vez que el General temblaba y se inclinaba hacia delante, el oficial de húsares temblaba y se inclinaba también. Nesvitzki reía y tocaba a los que tenía más próximos, para que observaran la burla de su compañero.
Kutuzov pasaba lentamente ante aquellos millares de ojos que parpadeaban para ver a su jefe. Al encontrarse ante la tercera compañía, detúvose de pronto. El séquito, que no preveía este alto, se encontró involuntariamente en contacto con él.
– ¡Ah, Timokhin! – dijo el Generalísimo dándose cuenta de la presencia del capitán de la nariz colorada, el cual había sido amonestado a causa del capote azul.
Cuando el General le dirigía alguna observación, Timokhin se ponía tan rígido que materialmente parecía imposible que pudiera envararse más. Pero cuando le habló el Generalísimo, el capitán se envaró de tal forma que visiblemente no era posible que pudiese mantenerse en este estado si la mirada del Generalísimo se prolongaba algún rato. Kutuzov comprendió enseguida esta situación, y como apreciaba al capitán se apresuró a volverse. Una sonrisa imperceptible apareció en la cara redonda y cruzada por una cicatriz del Generalísimo.
-Un compañero de armas de Ismail – dijo -. Un bravo oficial. ¿Estás contento de él? – preguntó Kutuzov al General.
Éste, reflejado como en un espejo en los gestos y ademanes del oficial de húsares, tembló, avanzó y repuso:
– Muy contento, Excelencia.
– Todos tenemos nuestras debilidades – dijo Kutuzov sonriendo y alejándose-. La suya era el vino.
El General se aterrorizó como si él hubiese tenido la culpa y no dijo nada. En aquel momento, el oficial de húsares vio la cara del capitán de nariz colorada y vientre hundido y compuso tan bien su rostro y postura, que Nesvitzki no pudo contener la risa. Kutuzov se volvió. No obstante, el oficial podía mover su rostro como quería. En el momento en que el Generalísimo se volvía, el oficial pudo componer una mueca y tomar enseguida la expresión más seria, respetuosa e inocente.
La tercera compañía era la última, y Kutuzov, que se había quedado pensativo, pareció como si recordara algo. El príncipe Andrés se destacó de la escolta y dijo en francés y en voz baja:
– Me ha ordenado que le recuerde al degradado Dolokhov, que se encuentra en este regimiento.
– ¿Dónde está? – preguntó Kutuzov.
Dolokhov, que se había puesto ya su capote gris de soldado, no esperaba que le llamasen. Cuidadosamente vestido, serenos sus ojos azul claro, salió de la fila, se acercó al Generalísimo y presentó armas.
– ¿Una queja? -preguntó Kutuzov frunciendo levemente el entrecejo.
– Es Dolokhov – dijo el príncipe Andrés.
– ¡Ah! – repuso Kutuzov -. Espero que esta lección te corregirá. Cumple con tu deber. El Emperador es magnánimo y yo no te olvidaré si te lo mereces.
Los ojos azul claro miraban al Generalísimo con la misma audacia que al jefe del regimiento y con la misma expresión parecían destruir la distancia que separa a un generalísimo de un soldado.
– Sólo pido una cosa, Excelencia – replicó con su voz sonora y firme -: que se me dé ocasión para borrar mi falta y probar mi adhesión al Emperador y a Rusia.
Kutuzov se volvió. En su rostro apareció la misma sonrisa que había tenido al dirigirse al capitán Timokhin. Frunció el entrecejo, como si quisiera demostrar que hacía mucho tiempo sabía lo que decía y podía decir Dolokhov, que todo aquello le molestaba y que no era necesario. Se dirigió a la carretela. El regimiento formó por compañías, marchando a los cuarteles que les habían sido designados, no lejos de Braunau, donde esperaban poder calzarse, vestirse y descansar de una dura marcha.
II
Kutuzov se había replegado hacia Viena, destruyendo tras de sí los puentes del Inn en Braunau y el del Traun en Lintz. El 23 de octubre, las tropas rusas pasaban el Enns. Los furgones de la artillería y las columnas del ejército pasaron el Enns en pleno día, desfilando a cada lado del puente. El tiempo era bochornoso y llovía. Ante las baterías rusas que defendían el puente, situadas en unas lomas, abríase una amplia perspectiva velada tan pronto por una cortina de lluvia como desaparecía ésta y al resplandor del sol se distinguían los objetos a lo lejos, resplandeciendo como si estuvieran cubiertos de laca. Abajo veíase la ciudad con las casas blancas y los tejados rojos, la catedral y los puentes, por cuyas bocas, apelotonándose, fluían las tropas rusas. En el recodo del Danubio veíanse las embarcaciones, la isla y el castillo con el parque rodeado por las aguas del Enns, que desembocaban en aquel lugar en el Danubio, y distinguíase la ribera izquierda, cubierta, a partir de este río, de roquedales y bosques que perdíanse en la lejanía misteriosa de los picos verdes y los azulencos collados. Veíanse aparecer los pequeños campanarios del monasterio, surgiendo por encima de un bosque de pinos silvestres, como una selva virgen; y lejos, delante, en lo alto de la montaña, al otro lado del Enns, veíanse las patrullas enemigas. En medio de los cañones emplazados en aquella altura, el comandante de la retaguardia, con un oficial de su séquito, examinaba el territorio con unos anteojos de campaña. Un poco hacia atrás, Nesvitzki, a quien el general en jefe había enviado a la retaguardia, estaba sentado en la cureña de un cañón. El cosaco que le acompañaba le entregó un pequeño macuto y una botella, y Nesvitzki obsequió a los oficiales con pastas y un doble kummel autentico.
Los oficiales le rodeaban muy animados, unos arrodillados y otros sentados a usanza turca sobre la hierba húmeda.
– En efecto, el príncipe austriaco que reconstruyó aquí este castillo ya sabía lo que hacía. ¡Que lugar más encantador! ¿Por qué no comen, señores? – dijo Nesvitzki.
– Gracias, Príncipe – repuso uno de los oficiales, encantado de poder hablar con un personaje tan importante del Estado Mayor -. Un lugar magnífico. Al pasar por el parque hemos visto a dos ciervos. Es un castillo incomparable.
– Príncipe – dijo otro que tenía un vivo deseo de coger otro dulce pero que no se atrevía y fingía por eso admirar el paisaje -, mire; nuestros soldados ya están allí. Mire, allí abajo, aquel claro, tras el pueblo. Hay tres que arrastran algo. ¡Oh! Vaciarán este palacio – dijo, exaltado.
– Sí, exactamente, exactamente – dijo Nesvitzki -. Me tienta- continuó, acercando un dulce a su boca perfectamente dibujada y húmeda – ir allí. – Señalaba al monasterio, cuyos campanarios distinguía. Luego sonrió, entornando los ojos-. Estaría muy bien, ¿verdad, señores? -Los oficiales sonrieron -. ¡Ah! ¡Si pudiéramos asustar a esas monjas! Dicen que hay unas italianas muy lindas. De buena gana daría cinco años de mi vida por darme este gusto.
– Esto, prescindiendo de que las pobres se molesten – añadió, riendo, el oficial más audaz.
Mientras tanto, un oficial del séquito, que se hallaba en primer término, señalaba algo al General, y éste observaba con los anteojos.
– Sí, sí, tiene usted razón, tiene usted razón – dijo con cólera, dejando de mirar por los anteojos y encogiéndose de hombros -. En efecto, atacarán cuando atravesemos. ¿Qué es aquello que arrastran por allí?
Desde el otro lado, a simple vista, veíase al enemigo en sus baterías, de las cuales ascendía una humareda blanca y lechosa. Tras la humareda oíase una detonación lejana y veíanse a las tropas apresurarse a atravesar el río.
Nesvitzki, por fanfarronería, se levantó y, con la sonrisa en los labios, se acercó al General.
– ¿No quiere usted probar un poco, Excelencia?
– Mal negocio – dijo el General sin contestarle -. Los nuestros se han rezagado.
– ¿Hay que ir, Excelencia? – preguntó Nesvitzki.
– Sí, vaya, por favor – repuso el General.
Y repitió la orden que ya había dado detalladamente:
– Diga a los húsares que pasen los últimos y que incendien el puente, tal como ya he ordenado. Además, que inspeccionen las materias inflamables que ya han sido colocadas.
– Muy bien – replicó Nesvitzki.
Llamó al cosaco de a caballo y le ordenó preparase la cantina, e irguió ligeramente su cuerpo sobre la silla.
-Me vendrá muy bien. De paso visitaré a las monjas – dijo a los oficiales, que le miraban con media sonrisa, y se alejó por el sinuoso sendero de la montaña.
– Vaya, capitán, veamos el blanco — dijo el General dirigiéndose al capitán de artillería -. Distráigase un poco.
– ¡Artilleros, a las piezas! – ordenó el oficial.
En un abrir y cerrar de ojos, los artilleros, alegremente, corrieron a las piezas y cargaron el cañón.
– ¡Número uno! – exclamó una voz.
El número uno disparó, ensordeciendo con su sonido metálico a todos los que se hallaban en la montaña. La granada se elevó zumbando; y lejos, ante el enemigo, por el humo, indico dónde había estallado al caer. Las caras de los soldados y de los oficiales se iluminaron al oír la detonación. Todos se levantaron e hicieron observaciones sobre los movimientos de sus tropas, que veíanse abajo, como sobre la mano, y también sobre el enemigo que avanzaba. En aquel momento, el sol disipó por completo las nubes y el agradable sonido de un cañonazo aislado se fundió en el claro resplandor del sol, en una impresión de coraje, entusiasmo y alegría.
III
Dos granadas enemigas habían atravesado el puente, produciendo un gran remolino. El príncipe Nesvitzki echó pie a tierra. Hallábase en medio del puente y apoyó su enorme cuerpo contra la baranda. Volvióse y llamó al cosaco que, con los dos caballos cogidos por la brida, marchaba algunos pasos más atrás. En cuanto el príncipe Nesvitzki intentaba avanzar, los soldados y los carros precipitábanse sobre él, empujándole contra la baranda. Y esto, no obstante, le producía cierta complacencia.
– ¡Eh, camarada! – dijo un cosaco a un soldado encargado de una furgoneta, que seguía a la infantería apelotonada al lado de las ruedas y de los caballos-. ¿No podrías esperar un poco? ¿No ves que el General ha de pasar?
Pero el conductor del furgón, sin hacer caso del título de general, gritó a los soldados que le impedían el paso:
– ¡Eh, eh! ¡Sorches! ¡Pasad a la izquierda y esperad!
Pero la infantería, apoyando hombro contra hombro, entrecruzando las bayonetas, movíase sobre el puente como una masa compacta, sin detenerse. Mirando hacia abajo por encima de la baranda, el príncipe Nesvitzki contemplaba las rápidas y rumorosas ondas del Enns, que, mezclándose y rompiéndose contra los pilares del puente, encaballábanse unas sobre otras. En el puente veíanse las mismas ondas, pero vivas, de los soldados: los quepis, las caras de pronunciados pómulos, las hundidas mejillas, las fisonomías fatigadas y las piernas que se movían sobre el fango pegajoso que cubría las maderas del puente. A veces, en medio de las ondas monótonas de los soldados, levantábase, como la espuma blanca en las ondas del Enns, un oficial con capa, de fisonomía muy distinta a la de los soldados; a veces cerrábanse las ondas de la infantería y llevábanse consigo, como un trozo de madera sobre el río, a un húsar a pie, a un asistente o a un aldeano. A veces, como una rama sobre el agua movediza, una carreta de la compañía, cargada hasta los topes y cubierta de cuero, resbalaba sobre el puente rodeado por todas partes.
– Esto es como si se hubiera roto una esclusa – dijo el cosaco, deteniéndose desesperado -. ¿Hay muchos allá todavía?
– Un millón, poco más o menos – repuso un soldado que, con la capa hecha jirones, pasó a su lado y desapareció. Tras él venía otro soldado viejo.
-Si «él», el enemigo, se pudiera precipitar contra el puente – dijo el soldado viejo dirigiéndose a un compañero -, se te pasarían las ganas de rascarte.
El soldado pasó. Tras él, otro soldado iba en un carro.
– ¿Donde diablos has puesto los calcetines? – decía un hombre que corría tras un carro, buscando en él.
También el carro y el soldado se alejaron. Aparecieron después otros soldados alegres; evidentemente, habían bebido más de la cuenta.
-Amigo mío, le he dado un buen culatazo en los dientes-decía alegremente un soldado que tenía subido el cuello del capote, agitando las manos.
– ¡Ja, ja, ja! Le deben haber gustado los jamones – replicó el otro riendo.
Y pasaron tan deprisa que Nesvitzki no supo a quién habían herido en los dientes ni qué significación tenía la palabra «jamón».
– ¿Por qué corren tanto? ¿Porque «él» ha tirado? Di que no quedará ninguno-dijo con malicia y tono de reconvención un suboficial.
– Cuando la granada pasó por delante, me quedé deslumbrado – decía, conteniendo la risa, un joven soldado de enorme boca -. Te juro que me moría de miedo – continuaba diciendo, como si presumiera de su terror.
También paso. Venía detrás un carro muy diferente de cuantos habían pasado hasta entonces. Era una carreta tirada por dos caballos. Sentadas encima, en un colchón, veíase a una mujer con una criatura de pecho, una anciana y una zagala fuerte, de rostro colorado.
– ¡Mirad, mirad! La gente no deja moverse al oficial – decía desde diversos puntos la multitud, parada pero mirando y empujándose continuamente hacia la salida.
Mientras Nesvitzki contemplaba las aguas del Enns sintió de pronto otra vez el sonido, nuevo para él, de algo que se acercaba rápidamente, el pesado sonido de algo que caía al agua.
– Mira dónde apunta – dijo severamente un soldado, cerca de Nesvitzki, al oír el sonido.
– Quiere que pasemos más deprisa – dijo otro, inquieto.
La multitud volvió a agitarse. Nesvitzki comprendió que se trataba de una granada.
– ¡El cosaco! ¡El caballo! – dijo -. Apartaos vosotros. Dejadme paso.
A duras penas llegó hasta el caballo, y sin dejar de gritar, avanzó. Los soldados se apretujaban para dejarle paso; de nuevo le empujaron de tal modo que incluso le hicieron daño en las piernas. Pero los que se hallaban más cerca de él no tenían la culpa, porque se sentían empujados fuertemente por quienes estaban más lejos.
– ¡Nesvitzki, Nesvitzki! ¡Eh, animal! – dijo tras él una voz ronca.
Nesvitzki se volvió y a quince pasos tras él, más allá de la masa de la infantería en marcha, vio a Vaska Denisov, enrojecido, con la cara sucia, despeinado, con la gorra en la coronilla y el dormán tirado graciosamente sobre la espalda.
– Ordena a estos diablos que dejen paso – gritó Denisov, visiblemente indignado. Sus ojos inquietos, negros como el carbón, resplandecían. En la mano desnuda, pequeña, tan roja como su cara, empuñaba el sable envainado aún.
– ¡Eh, Vaska! ¿Qué te ocurre? – gritó alegremente Nesvitzki.
– No puedo hacer pasar al escuadrón – gritó Denisov mostrando rabiosamente los dientes blancos y espoleando a su hermoso corcel negro, un pura sangre que, inquieto por el brillo de las bayonetas, movía las orejas, piafaba, esparciendo en torno suyo la espuma que escurría por sus flancos, pateando la madera del puente y pareciendo dispuesto a saltar sobre la baranda si quien lo montaba se lo permitía.
– ¿No lo ves? Son corderos, verdaderos corderos. ¡Dejadme paso! ¡Apártate! – gritaba, sin pronunciar las erres-. ¡Carretero del diablo, me abriré paso a sablazos! – y, en efecto, desenvainó el sable y comenzó a blandirlo.
Los soldados, con las caras descompuestas, apretujábanse unos contra otros, y Denisov pudo alcanzar a Nesvitzki.
– ¿Cómo es que no estás todavía borracho hoy? – preguntó Nesvitzki a Denisov cuando se acercó a él.
– No dan tiempo ni para beber – repuso Denisov -. Nos pasamos el día arrastrando al regimiento de un lado para otro. Hemos de entrar en combate inmediatamente, porque si no sólo el diablo sabe lo que pasará.
-Estás hoy muy elegante-dijo Nesvitzki mirándole, contemplando su dormán nuevo y los arreos de su caballo.
Denisov sonrió. Sacó su pañuelo impregnado en perfume y lo volvió bajo la nariz de Nesvitzki.
– ¿Qué quieres que haga? Vamos a entrar en fuego. Ya ves; me he afeitado, me he limpiado los dientes y me he perfumado.
La imponente figura de Nesvitzki, acompañado de su cosaco, y la perseverancia de Denisov, que blandía el sable y enronquecía a gritos, produjeron tanto efecto que pudieron atravesar el puente y detener a la infantería. Cerca de la salida, Nesvitzki encontró al coronel a quien había de dar la orden, y en cuanto hubo cumplido su comisión, retrocedió.
IV
El resto de la infantería atravesaba el puente a paso de maniobra, apelotonándose a la salida. Una vez hubieron pasado todos los carros, los empujones dejaron de ser tan violentos y el último batallón penetró en el puente, únicamente los húsares de Denisov manteníanse al otro extremo del puente, frente al enemigo. Éste, que se distinguía a lo lejos, sobre la montaña situada ante el río, no veíase aún desde el puente, y el horizonte se encontraba limitado a una media versta de distancia por un collado por donde se deslizaba un arroyuelo. Hacia delante extendíase una especie de desierto donde maniobraban unas patrullas de cosacos. De pronto, sobre las lomas opuestas a la carretera, aparecieron tropas con capotes azules y artillería. Eran franceses. El destacamento de cosacos se dirigió al trote hacia las lomas. Todos los oficiales y soldados del escuadrón de Denisov, a pesar de que procuraban hablar de cosas indiferentes y miraban de soslayo, no cesaban de pensar en lo que se preparaba al pie de la montaña y contemplaban constantemente las manchas que producían en el horizonte las tropas enemigas.
Al mediodía aclaró el tiempo otra vez y cayó el sol a plomo sobre el Danubio y las montañas oscuras que le rodeaban. No corría ni la más insignificante brisa y de vez en cuando llegaban desde la montaña el sonido de los clarines y el grito del enemigo. Entre el escuadrón y éste no veíase a nadie, a excepción de algunas patrullas; un espacio vacío de unas trescientas sagenes les separaba. El enemigo había dejado de disparar y la línea terrible, inabordable e inalcanzable, que dividía los dos campos adversarios hacíase aún más sensible.
– El diablo sabe lo que se traen entre manos – gruñó Denisov-. ¡Eh, Rostov!-gritó al joven, que parecía muy contento -. Por fin se te ve – y sonrió con aire de aprobación, evidentemente muy satisfecho del suboficial.
Rostov, en efecto, sentíase completamente feliz. En aquel momento apareció un jefe en el puente y Denisov acercóse a él al galope.
– Excelencia, permítame atacar. Yo les haré retroceder.
– ¿Cómo habla usted de ataque? – dijo el jefe con voz enojada, frunciendo el entrecejo, como si quisiera apartar de sí una mosca molesta -. ¿Qué hace usted aquí? ¿No ve que se retira a la descubierta? Haga retroceder al escuadrón.
El escuadrón atravesó el puente y se colocó fuera de tiro, sin perder un solo hombre. Después del escuadrón pasó otro, que se encontraba en línea, y los últimos cosacos abandonaron aquel lado del río.
Dos escuadrones del regimiento de Pavlogrado atravesaron el puente, uno tras otro, en dirección a la montaña. El coronel Karl Bogdanitch Schubert se acercó al escuadrón de Denisov y siguió su camino no lejos de Rostov sin prestarle la menor atención.
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