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Análisis del libro Guerra y Paz, de León Tolstoi (página 5)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16

Elena recibió a Pedro con aquella sonrisa clara y hermosa que usaba para con todos. Pedro estaba tan acostumbrado a ella, y expresaba tan poco para él, que no le prestó atención.

Como en todas las veladas, Elena lucía un vestido muy escotado, tanto por el pecho como por la espalda, según la moda de la época. Su busto, que a Pedro siempre le había parecido de mármol, estaba tan cerca de él que, involuntariamente, con sus ojos miopes, distinguía la gracia viva de sus hombros y del cuello, que se encontraban tan cerca de sus labios que con sólo acercarse un poco hubiera podido besarla. Sentía la tibieza de su cuerpo, el hálito de sus perfumes, el crujir del corsé a cada movimiento. No veía la beldad marmórea que se acordaba a la gracia del traje, sino que veía y sentía toda la seducción de su cuerpo cubierto tan sólo por el vestido. Y una vez se hubo dado cuenta de esto, ya no pudo ver nada más, del mismo modo que es imposible caer en error una vez demostrado.

«Así, pues, ¿hasta ahora no se ha dado usted cuenta de que soy hermosa?», parecía que le dijera Elena. «¿No se había usted dado cuenta de que soy una mujer?», decía su mirada. Y en aquel momento Pedro sentía que no solamente Elena podía ser su mujer, sino que lo había de ser, y que no podía ocurrir de otro modo. En aquel momento estaba tan seguro de ello como si se encontrase a su lado al pie del altar. Sí, exactamente. Pero ¿cuándo? No lo sabía. No estaba seguro de ello ni poco ni mucho, pero en el fondo tenía la seguridad de que se realizaría.

Pedro bajaba y levantaba los ojos, y de nuevo volvía a verla tan lejana, tan extraña para él como la vio antes cada día. Pero le era imposible. No podía. Lo mismo que el hombre que a través de la niebla confunde una mata con un árbol, después de haber visto que realmente era una mata, no puede ya creer que sea un árbol. Ella estaba muy cerca de él. Ya ejercía sobre él su dominio. Entre los dos no había obstáculo alguno, fuera de lo que pusiera su voluntad.

Cuando llegó a su casa y se acostó, Pedro tardó mucho tiempo en dormirse, pensando en lo que había ocurrido. ¿Y qué era esto? Nada. Tan sólo que una mujer a la que conocía de niña y de quien, cuando alguien le decía que era una belleza, contestaba discretamente: «Sí, es bonita…», tan sólo que aquella mujer, Elena, podía llegar a ser su esposa.

«Pero no es muy inteligente. Yo mismo lo he dicho – pensaba -. Hay algo malo en el sentido que ha despertado en mí, algo que no está bien. Me han dicho que su hermano Anatolio estaba enamorado de ella; que ella lo estaba de él; que ha habido algo feo entre los dos; que hay que alejar a su hermano… Este Hipólito… Su padre… El príncipe Basilio… No está bien, vaya…» Pero mientras hablaba así – una de esas conversaciones que se hacen inacabables -. sentíase contento y satisfecho de que una serie de razonamientos sucediese a los primeros, y a pesar de comprobar la nulidad de Elena, pensaba en la posibilidad de que se convirtiera en su mujer, que pudiera quererlo, que fuese totalmente distinta de como él la conocía y que todo lo que había pensado y sentido pudiera ser falso. Y de nuevo no veía a la hija del príncipe Basilio, sino su cuerpo cubierto solamente por un vestido gris. «Pero no. ¿Cómo es que esta idea no se me había ocurrido antes?» Y sin vacilar se decía que era imposible, que aquel casamiento sería algo desagradable e incluso indecente. Recordaba sus frases y sus juicios de antes, las palabras y las miradas de todos los que le observaban, y también las palabras y miradas de Ana Pavlovna. Recordaba asimismo las incontables alusiones del mismo tipo que le habían dirigido el príncipe Basilio y otras personas. Se horrorizó. ¿No estaba ya ligado por el cumplimiento de una mala acción indudable que él no había de realizar? Pero mientras se formulaba a sí mismo este temor, en otro rincón de su alma se erguía la figura de Elena con toda su belleza.

II

En el mes de noviembre de 1805, el príncipe Basilio había de efectuar un viaje de inspección a cuatro provincias. Se había proporcionado este nombramiento para visitar de paso sus arruinadas fincas y para ir en compañía de su hijo Anatolio, a quien había de recoger en la ciudad donde se hallaba de guarnición, a casa del príncipe Nicolás Andreievitch Bolkonski, con objeto de casarlo con la hija de aquel potentado. Pero antes de marchar y de emprender estos nuevos asuntos, el príncipe Basilio tenía que terminar con Pedro. Cierto era que, durante aquellos últimos tiempos, Pedro pasaba todo el día en casa, es decir, en la del Príncipe, donde vivía emocionado, extravagante, atontado, tal como ha de ser un enamorado, en presencia de Elena. Pero aún no había hecho la petición de mano.

«Todo esto está muy bien, pero ha de terminar», se dijo un día el príncipe Basilio con un suspiro de tristeza, al reconocer que Pedro, que tan obligado le estaba (y que Dios no se lo reprochara), no se portaba tal como debía con respecto a este asunto. «Juventud… Frivolidad… Pero que Dios provea», pensaba el Príncipe, encantado de descubrir tanta bondad. «Pero esto ha de acabar. Pasado mañana, día del santo de Lilí, invitaré a algunos amigos, y si no comprende lo que tiene que hacer, yo se lo haré entender. Tengo la obligación, porque soy el padre.»

En la fiesta que se dio para celebrar el santo de Elena, el príncipe Basilio invitó a unas cuantas personas de las más íntimas, parientes y amigos, como decía la Princesa. Los invitados se habían sentado en torno a la mesa para la cena. La princesa Kuraguin, una mujer gruesa y monumental, que había sido muy bella ocupaba el puesto del ama de casa. A ambos lados tenía a los huéspedes más distinguidos: a un anciano general con su vieja esposa y a Ana Pavlovna Scherer. Al otro lado de la mesa se encontraban los invitados más jóvenes, menos importantes y los familiares. Pedro y Elena estaban juntos. El príncipe Basilio no se sentó en la mesa. Las velas ardían con luz clara. La plata y el cristal resplandecían. Los vestidos de las señoras y el oro y la plata de las charreteras brillaban del mismo modo. En torno a la mesa movíanse los criados con libreas rojas.

En los lugares de honor de la mesa, todos estaban alegres y animados bajo las más diversas influencias. Únicamente Pedro y Elena permanecían silenciosos uno al lado del otro, casi en un extremo de la mesa. En las caras de ambos se había detenido una sonrisa resplandeciente, sonrisa de transporte sentimental. Fueran las que fuesen las palabras, las risas y las bromas de los demás, la satisfacción de saborear el vino del Rin, la salsa o el helado, el modo con el cual se contemplaba la pareja, con indiferencia o negligencia, fuera lo que fuere, se comprendía, por las furtivas miradas que de vez en cuando les dirigían, que las anécdotas de los comensales, las risas e incluso la cena, todo era fingido, y que toda la atención de los invitados se concentraba en la pareja formada por Pedro y Elena.

Pedro se daba cuenta de que era el centro de la atención general y se sentía contento y cohibido. Encontrábase en el estado de un hombre abstraído en una ocupación. No veía nada claramente. No comprendía nada. A veces, tan sólo momentáneamente y de una forma impensada, algunas dispersas ideas atravesaban su espíritu y de la realidad se destacaban únicamente algunas impresiones. «Así, pues, todo se ha acabado… ¿Cómo ha ocurrido? ¿Cómo tan deprisa? Ahora comprendo que no es por ella sola, ni por mí solo, por lo que esto deba de llevarse a cabo forzosamente, sino también por todo.. A todos les pertenece también un poco esto. Todos están convencidos de que esto ha de ser, que no puedo engañarlos. Pero ¿cómo será? No lo sé, pero será», pensaba Pedro, contemplando los hombros que resplandecían al mismo nivel de sus ojos.

De pronto, una voz conocida se deja oír y le dice dos veces la misma cosa. Mas Pedro está tan absorto que no sabe lo que le dicen.

– Te pregunto cuándo has recibido carta de Bolkonski -repitió por tercera vez el príncipe Basilio-. ¿Estás distraído, hijo mío?

El príncipe Basilio sonrió, y Pedro se dio cuenta de que todos le sonreían, y a Elena también. «Bien, si todos lo saben, es que es verdad», se decía. Y sonrió con su dulce sonrisa de niño. También sonreía Elena.

– ¿Cuándo la has recibido? ¿Es de Olmutz? – repitió el Príncipe, que daba a entender que tenía necesidad de aquellos datos para resolver la cuestión.

«Parece mentira que piensen y hablen de esta tontería», pensó Pedro. Y luego, en voz alta, suspirando, dijo:

– Sí, de Olmutz.

Después de cenar, detrás de todos, Pedro acompañó a su dama al salón. Los invitados comenzaron a despedirse. Algunos se marcharon sin decir adiós a Elena. Otros, que no querían molestarla en su seria preocupación, se acercaban a ella un momento y se alejaban inmediatamente, prohibiéndole que les acompañara.

– Supongo que la puedo felicitar – dijo Ana Pavlovna a la Princesa, besándola efusivamente -. Si no tuviera jaqueca, me quedaría.

La Princesa no dijo nada. Sentíase atormentada, impaciente con la felicidad de su hija.

Mientras salían los invitados, Pedro quedó algún tiempo solo con Elena en la salita donde se habían refugiado. Durante aquel último mes se había encontrado solo frecuentemente con ella, pero nunca le había hablado de amor. Ahora comprendía que era necesario, pero no podía decidirse a dar este último paso. Se avergonzaba y suponía que al lado de Elena ocupaba un lugar que no le correspondía en modo alguno. «Esta felicidad no es para ti – le decía una voz interior -. Es una felicidad para aquellos que carecen de lo que tú tienes.» Pero había que decir algo y comenzó a hablar. Le preguntó si estaba contenta de aquella velada. Ella, como siempre, respondió con sencillez, diciendo que aquella fiesta había sido para ella una de las más agradables.

Quedaban en la sala todavía algunos parientes próximos. El príncipe Basilio se acercó a Pedro caminando perezosamente. Pedro se levantó y dijo que era demasiado tarde. El príncipe Basilio le miró severamente, con un tono interrogador, como si aquellas palabras fuesen tan extrañas que no valiese la pena escucharlas. Pero enseguida desapareció la expresión de severidad, y el príncipe Basilio cogió la mano de Pedro y le obligó a sentarse, sonriéndole tiernamente.

– Bien, Lilí – dijo inmediatamente a su hija, con ese tono negligente y de habitual caricia que adoptan los padres para hablar con sus hijos, pero que en el príncipe Basilio no había llegado a exteriorizarse sino a fuerza de imitar a los demás padres. Le pareció que el Príncipe estaba contuso.

Esta turbación del viejo hombre de mundo le impresionó. Se volvió a Elena y ella también pareció confusa. Con su mirada parecía decirle: «Usted tiene la culpa.»

«Éste es el momento de dar el salto. Pero no puedo, no puedo», pensó Pedro. Y de nuevo comenzó a hablar de cosas indiferentes. Cuando el príncipe Basilio entró en el salón, la Princesa hablaba en voz baja con una señora anciana. Hablaba de Pedro.

– Sí, sin duda es un partido muy brillante, pero la felicidad, amiga mía…

– Los matrimonios se hacen en el cielo – repuso la señora de edad.

El príncipe Basilio, como si no hubiese oído a las dos señoras, se dirigió al rincón más distante y se sentó en el diván. Cerró los ojos y pareció adormecerse. Cabeceó y se despertó.

– Alina, ve a ver qué hacen – dijo a su mujer.

La Princesa se acercó a la puerta. Pasó ante ella con aire importante e indiferente y echó una ojeada a la salita. Pedro y Elena, sentados en el mismo sitio, hablaban.

– Todo igual por ahora – le dijo a su marido.

El príncipe Basilio arrugó las cejas, dilató una de las comisuras de sus labios, le temblaron las mejillas con una expresión tosca y molesta y, estirándose, se levantó, irguió la cabeza y con resuelto paso cruzó ante las damas y entró en la salita. Se acercó a Pedro con paso rápido y alegre semblante. La cara del Príncipe era tan extraordinariamente solemne que Pedro, al verle, se levantó atemorizado.

– Que Dios sea loado – dijo el Príncipe -. Mi mujer me lo ha contado todo – y con una mano cogió a Pedro y con la otra a su hija-. Amigo mío, Lilí, estoy muy contento, muy contento. – Le temblaba la boca -. Quería mucho a tu padre, y ella será una buena esposa para ti. Que Dios os bendiga. – Besó a su hija y después besó a Pedro con su apestosa boca. Por las mejillas le resbalaban las lágrimas -. Princesa, ven – gritó.

La Princesa entró y lloró también. La señora de edad se secaba los ojos con el pañuelo. Pedro fue besado y besó muchas veces la mano de Elena. Al cabo de algunos instantes los dejaron solos.

«Esto había de ocurrir así. No podía ser de otro modo – pensó Pedro -. Por eso no hay que preguntar si está bien o mal. Está bien porque ha terminado y porque me ha quitado de encima la duda que me trastornaba.»

Silencioso, había cogido la mano de su prometida y contemplaba su espléndido seno, que se agitaba suavemente.

-Elena – dijo en alta voz.

Y se detuvo. «En estos casos hay que decir algo especial», pensó. Pero no podía acordarse de lo que se decía en semejantes casos.

– Te quiero – dijo, acordándose de pronto. Pero estas palabras le parecieron tan tontas que se avergonzó de sí mismo.

Mes y medio más tarde estaba casado y era el poseedor feliz – así lo decían – de una mujer hermosísima y de varios millones. Se instaló en San Petersburgo, en la enorme y ya renovada casa del conde Bezukhov.

III

En diciembre de l805, el viejo príncipe Nicolás Andreievitch Bolkonski recibió una carta del príncipe Basilio anunciándole su llegada y la de su hijo.

«Salgo de inspección y será para mí un placer desviarme de mi camino para visitar a mi querido bienhechor – escribía -. Me acompañará mi hijo Anatolio. Va a incorporarse al ejército y espero que le permitirá usted expresar personalmente el profundo respeto que, al igual que su padre, le profesa.»

– ¡Vaya! Veo que no hay necesidad de sacar a María al escaparate. Los pretendientes vienen a ella – dijo imprudentemente la princesa menor cuando tuvo noticia de la carta.

El príncipe Nicolás Andreievitch frunció el entrecejo y no dijo una sola palabra.

El día de la llegada del príncipe Basilio, el príncipe Nicolás se mostró menos tratable y de peor humor que nunca. ¿Estaba de mal humor a consecuencia de la llegada, o bien le disgustaba ésta a causa de su mal humor?

Antes de comer, la princesa María y mademoiselle Bourienne, sabiendo que el Príncipe estaba malhumorado, le esperaban de pie. Mademoiselle Bourienne tenía una cara resplandeciente que decía: «No sé nada. Soy la misma de siempre.» La Princesa estaba pálida, atemorizada, con los ojos bajos.

Para la princesa María, lo más penoso era saber que en casos como aquél convenía obrar como mademoiselle Bourienne, pero no podía. «Si pretendo no darme cuenta, creerá que no me intereso por sus disgustos – pensaba -. Si me entristezco, dirá, como ha sucedido ya en otras ocasiones, que parece que voy a un entierro.»

El Príncipe miró a la asustada cara de su hija y resopló.

– O es tímida o es tonta – dijo. «También a la otra se lo habrá contado», pensó, refiriéndose a su nuera, que no estaba en el comedor-. ¿Dónde está la Princesa?-preguntó -. ¿Se esconde?

– No se encuentra muy bien – replicó mademoiselle Bourienne con una alegre sonrisa -. Dice que no saldrá. Claro, en su situación, se comprende…

– ¡Hum! ¡Bah, bah! – dijo el Príncipe sentándose a la mesa. Vio que el plato no estaba demasiado limpio, señaló en él una mancha y lo tiró. Tikhon lo cogió al vuelo y lo devolvió a la cocina.

La Princesa no estaba indispuesta, pero tenía tanto miedo al Príncipe que, al saber que no estaba de buen humor, decidió no moverse de la habitación.

– Tengo miedo por el niño – dijo a mademoiselle Bourienne -, y Dios sabe qué consecuencias podría tener una impresión de terror.

Normalmente, la pequeña Princesa vivía en Lisia-Gori con un perpetuo sentimiento de miedo y de antipatía hacia el viejo Príncipe, sentimiento del cual ni ella misma se daba cuenta, porque el terror que la dominaba era tan imperioso que ni le dejaba ánimos para sentirlo. También por parte del Príncipe se daba la antipatía, pero sofocada por el desdén.

La persona a quien más amaba la pequeña Princesa en Lisia-Gori era mademoiselle Bourienne. Estaba constantemente con ella, la hacía dormir en su habitación y frecuentemente le hablaba de su suegro, criticándolo.

– Vienen huéspedes, Príncipe – dijo mademoiselle Bourienne desdoblando con sus pequeñas manos rosadas la servilleta blanca -. Según he oído decir, Su Excelencia el príncipe Kuraguin y su hijo, ¿no es verdad? -preguntó con animación.

– ¡Hum! Esta Excelencia es un… Soy yo quien le ha dado la carrera – dijo, ofendido -. ¿Y por qué el hijo? No lo comprendo. La princesa Isabel Karlovna y la princesa María quizá lo sepan. No sé por qué trae a su hijo. Por mí, podría evitárselo – y miró a su hija, que estaba completamente sofocada -. ¿No te encuentras bien? – preguntó —-. ¿Te da miedo el ministro, como ha dicho el imbécil de Alpotitch?

– No, papá.

Aun cuando mademoiselle Bourienne no había tenido apenas habilidad para elegir la conversación, no se detuvo y siguió hablando de los invernaderos, de la belleza de las plantas nuevas, y el Príncipe, después de la sopa, se calmó bastante. Después de comer subió a ver a su nuera. La pequeña Princesa estaba sentada ante la mesita y hablaba con Macha, su doncella. Al ver a su suegro palideció. Había cambiado mucho. Casi se había afeado. Sus mejillas estaban fláccidas y el labio superior se le había levantado aún más. Estaba muy ojerosa.

– ¿No necesitas nada? – le preguntó el Príncipe.

– No, gracias, papá.

– Bien, está bien.

El príncipe Basilio llegó al anochecer. Los cocheros y la servidumbre de la casa fueron a recibirle a la avenida y condujeron los carros y el trineo al pabellón, recorriendo el camino cubierto expresamente de nieve. Las habitaciones para el príncipe Basilio y Anatolio estaban ya preparadas.

Anatolio; a medio vestir, estaba sentado ante la mesa, en uno de cuyos ángulos tenía fija la mirada de sus bellos y grandes ojos, con una sonrisa distraída. Consideraba su vida como un placer ininterrumpido que alguien, sin saber por qué, se preocupaba de proporcionarle. En aquella ocasión había considerado su viaje a la casa del viejo cascarrabias y de su rica y fea hija como una consecuencia de ello.

Según su forma de proceder, todo esto podía ser muy divertido. «¿Por qué no he de casarme con ella si es rica? -pensaba-. El dinero no estorba nunca.» Se afeitó, se perfumó con sumo cuidado, con el refinamiento de costumbre, y entró en la habitación de su padre con aquella especial expresión suya de buen chico conquistador y con su hermosa cabeza erguida. El príncipe Basilio se dejaba vestir por dos criados, mirando con animación en torno suyo, y cuando su hijo entró, le saludó alegremente, como queriendo decir: «Precisamente. Me conviene que te presentes así.»

-Papá, dejémonos de bromas. ¿Es de veras tan fea? -preguntó Anatolio, como si continuase una conversación comenzada distintas veces durante el camino.

– Calla. No digas tonterías. Procura ser respetuoso y juicioso ante el Príncipe.

– Si me recibe mal, me marcharé – dijo Anatolio -. Detesto a estos esperpentos.

– Recuerda lo que te juegas en esto.

Mientras tanto, en la habitación de las jóvenes no solamente se sabía la llegada del ministro y de su hijo, sino que detalladamente se conocía su exterior. La Princesa, sola en sus habitaciones, se esforzaba inútilmente en dominar la emoción que se había apoderado de ella.

La Princesa menor y mademoiselle Bourienne habían ya recibido de Macha, la camarera, todas las informaciones necesarias: que el hijo del ministro era un guapo mozo; que el padre, con grandes fatigas, arrastraba los pies por la escalera, y que él, listo como una ardilla, subía los escalones de tres en tres. Con todas estas noticias, la Princesa y mademoiselle Bourienne, a quien María oía cuchichear en el pasillo, entraron en la habitación de la Princesa.

– ¿Ya sabes que han llegado, María? -dijo la Princesa balanceándose y dejándose caer pesadamente sobre una silla. No vestía ya la blusa que se había puesto por la mañana, sino uno de sus más elegantes trajes. Se había peinado cuidadosamente y en la cara le resplandecía la animación, que, a pesar de todo, no podía disimular sus rasgos fatigados y laxos. Vestida con aquel traje, que ordinariamente llevaba en sociedad en San Petersburgo, era todavía más visible su afeamiento.

El vestido de mademoiselle Bourienne había sido igualmente sometido a una discreta reforma, que realzaba el atractivo de su lindo y fresco rostro.

-Te cambiarás de traje, ¿no?-preguntó Lisa.

La princesa María no contestó. Poco después volvió a quedar sola. No accedió al deseo de su cuñada, y no sólo no cambió de peinado, sino que ni siquiera se miró al espejo. Con los ojos y los brazos bajos, se sentó abatida y pareció abstraerse. Se le iba a presentar a un esposo, a un hombre, a una criatura fuerte, poderosa, incomprensible, atractiva, que la transportaba de pronto a su mundo, completamente distinto y feliz. Luego, pegado a su pecho, veía a «su» hijo, tal como el día anterior había visto a uno en casa de la hija de su nodriza. Luego, el marido a su lado, mirando tiernamente a la madre y al hijo.

«No, es imposible. Soy demasiado fea», pensó.

– El té está servido. El Príncipe no tardará en venir – dijo tras la puerta la voz de la doncella.

María se despertó, asustada, de sus pensamientos. Antes de bajar se dirigió a su oratorio y posó su mirada en una imagen del Salvador iluminada por una lámpara. Quedóse así un momento, con las manos juntas. A la Princesa, algo se le clavaba en el alma. La alegría del amor, del amor terrenal hacia un hombre, le estaba reservada. En sus fantasías sobre el matrimonio, la princesa María veía la felicidad de la familia, los hijos; pero su sueño más fuerte, el más oculto, era el amor terreno. Procuraba esconder ese sentimiento a los demás y a ella misma, tan vivo lo sentía en su interior.

« ¡Dios mío! – se decía -. ¿Cómo he de hacer para arrancarme del corazón estos satánicos pensamientos? ¿Qué he de hacer para dejar para siempre estos malos deseos y cumplir fácilmente Tu voluntad?» Inmediatamente dirigía esta súplica a Dios. Dios le respondía desde lo más hondo de su corazón: «No quieras nada para ti. No busques nada. No te enardezcas. No desees nada. Haz por ignorar el porvenir de los hombres y tu destino. Vive dispuesta a todo. Si Dios quiere ponerte a prueba con los deberes del matrimonio, estate pronta a hacer Su Santa Voluntad.»

Con este pensamiento tranquilizador, pero también con la esperanza de su sueño terrenal prohibido, la princesa María se santiguó, suspirando, y bajó sin acordarse del peinado ni del vestido ni preocuparse de la forma en que había de presentarse ni de lo que había de decir. ¿Qué importancia podía tener todo esto con la predicción de Dios, sin cuya voluntad no cae ni un solo cabello de la cabeza del hombre?

IV

Cuando la princesa María entró en el salón, ya se encontraba en él el príncipe Basilio y su hijo, hablando con la Princesa menor y mademoiselle Bourienne. Cuando entró María, caminando, como de costumbre, pesadamente, apoyando todo el pie en el suelo, los señores y mademoiselle Bourienne se levantaron y la pequeña Princesa, señalándola a los huéspedes, dijo:

– Ya está aquí María.

María los vio a todos detalladamente. Se dio cuenta de que la cara del príncipe Basilio, al verla, se entenebreció un momento y que inmediatamente se aclaraba con una sonrisa. Se dio cuenta de que el rostro de la pequeña Princesa trataba de leer curiosamente en el de los recién llegados la impresión que María les había producido. Se dio cuenta de que mademoiselle Bourienne, con su lazo y su hermosa faz y su mirada más animada que nunca, se había fijado en «él». Pero ella no podía verlo. Advirtió tan sólo una cosa grande, clara, bella, que se acercaba a ella al entrar. El primero que se le aproximó fue el príncipe Basilio. María besó la cabeza calva que se inclinaba hacia su mano y a su saludo repuso que se acordaba muy bien de él. Inmediatamente le tocó el turno a Anatolio. Continuaba no viéndolo. Sentía únicamente una mano suave que estrechaba fuertemente la suya. Vio tan sólo la frente blanca sobre la cual brillaban unos hermosos cabellos rubios. Cuando él miró, su belleza la entristeció.

-Por ahora, querido Príncipe, le tendremos a usted con nosotros – dijo la Princesa, en francés, al príncipe Basilio -. No ocurrirá lo mismo que durante las veladas de Anuchtka, de donde siempre se escapaba. ¿Recuerda usted a nuestra querida Anuchtka?

– ¡Ah! Supongo que no comenzará usted a politiquear como Anuchtka.

– ¿Y nuestra mesa de té?

– ¡Oh, sí!

– ¿Por qué no iba usted a casa de Anuchtka? – preguntó a Anatolio la princesa Lisa -. Ya lo sé, ya lo sé -dijo guiñando un ojo-. Su hermano Hipólito me ha hablado de sus aventuras. ¡Oh! -y le amenazaba con el dedo -. Ya conozco sus aventuras en París.

– ¿Hipólito no te contaba nada? – dijo el príncipe Basilio dirigiéndose a su hijo y cogiendo la mano de la Princesa, como si ésta quisiera escaparse y él la retuviese -. ¿No te contaba cómo él, Hipólito, se enamoraba de la encantadora Princesa, y cómo la encantadora Princesa se lo quitaba de encima? ¡Oh, es la perla de las mujeres! – dijo, dirigiéndose a la Princesa.

Por su parte, mademoiselle Bourienne, en cuanto oyó la palabra París, no pudo evitar el mezclar sus recuerdos personales con la conversación. Se permitió preguntar si hacía mucho tiempo que Anatolio estaba fuera de la ciudad, y qué le parecía París. Anatolio contestó con gusto, y, sonriendo y comiéndosela con los ojos, le habló de su patria. En cuanto vio a la linda parisiense, Anatolio dedujo que en Lisia-Gori se podría pasar un buen rato. «Esta señorita de compañía no está mal, nada mal. Supongo que ella, cuando se case, continuará teniéndola. La pequeña es muy linda», pensaba.

El viejo príncipe Nicolás entró en el salón con paso resuelto. Dirigió una mirada en torno suyo, y, al darse cuenta del traje nuevo de la pequeña Princesa, de los lazos de mademoiselle Bourienne y las sonrisas de ésta y Anatolio y del aislamiento de su hija, extraña en la conversación general, pensó, mirándola con cólera: «Se ha vestido como un mamarracho. ¿No le da vergüenza? Ni él mismo la mira.» Se acercó al príncipe Basilio.

– Buenos días – dijo -. Estoy muy contento de verlos.

-Para un buen amigo, unas cuantas verstas no son un trastorno – dijo el príncipe Basilio, hablando rápidamente, con aplomo y familiaridad -. Le presento a usted a mi hijo menor. ¿Puedo atreverme a esperar que le acogerá gustosamente?

El príncipe Nicolás miró a Anatolio.

– Un buen mozo – dijo -. Bien, abrázame – y le ofreció la mejilla.

Anatolio besó al viejo y le miró con curiosidad perfectamente tranquila, esperando de él una de aquellas originalidades que su padre le había prometido.

El príncipe Nicolás se sentó en su lugar habitual, en el rincón del diván. Acercó la silla destinada al príncipe Basilio y, señalándola, comenzó a interrogarle sobre las cuestiones políticas y las últimas noticias. Parecía que escuchase con atención el relato del príncipe Basilio, pero no separaba la mirada de su hija, a la que se acercó para decirle:

– Te has endomingado para los huéspedes, ¿no? Me gusta, me gusta mucho. Para los huéspedes te has vestido como una muñeca, pero te advierto delante de los huéspedes que no lo hagas nunca más sin mi permiso.

– Papá, yo tengo la culpa – dijo, ruborizándose, la pequeña Princesa.

– Tú eres libre de hacer lo que te parezca – dijo el príncipe Nicolás inclinándose ante su nuera -, pero ella no tiene ninguna necesidad de desfigurarse sin motivo. Ya es bastante fea – y volvió a sentarse en su sitio, sin prestar ninguna atención a su hija, que estaba a punto de llorar.

– Al contrario, este peinado le sienta muy bien – intervino el príncipe Basilio.

-Bien, querido joven Príncipe-dijo el príncipe Nicolás dirigiéndose a Anatolio-. Ven aquí. Hablemos. Trabemos amistad.

«Va a comenzar la farsa», pensó Anatolio. Y, sonriendo, se sentó al lado del viejo Príncipe.

– Bien, querido, según me han dicho, te has educado en el extranjero. Veo que no has sido como los otros, como tu padre y yo, a quienes un sacristán enseñó a leer y a escribir. Dime, ¿sirves en la Guardia Montada? – y miraba a Anatolio fijamente.

– No. Sirvo en el ejército regular – repuso Anatolio, que a duras penas contenía la risa.

– ¡Ah, bien, muy bien! Es decir, que quieres servir al Emperador y a la patria. Estamos en guerra. Un chico como tú ha de cumplir su deber. ¿Estás en activo?

– No, Príncipe. Nuestro regimiento ha marchado ya, y yo estoy agregado… ¿A qué estoy agregado? – preguntó, riendo, Anatolio.

-Buen servicio. «¿A qué estoy agregado?» ¡Ja, ja, ja!

El príncipe Nicolás reía y Anatolio reía aún más que él. De pronto, el príncipe Nicolás frunció el entrecejo.

– Bien, ya puedes irte.

Anatolio sonrió y volvió al grupo de las damas.

– Le has educado en el extranjero, ¿verdad? – dijo el príncipe Nicolás dirigiéndose al príncipe Basilio.

– He hecho todo lo que he podido. He de reconocer que la educación en el extranjero es mucho mejor que en nuestro país.

– Sí, hoy, claro. Todo, según la moda del tiempo. Un buen chico, un buen chico… ¡Vaya! Vamos arriba.

Cogió al príncipe Basilio y lo llevó al taller.

En cuanto se encontraron solos, el príncipe Basilio expuso sus pretensiones al príncipe Nicolás.

– ¿Qué crees? – dijo, molesto -. ¿Crees que la tengo presa, que no puedo separarme de ella? La gente lo supone – añadió encolerizado -. Por mí, mañana mismo, únicamente quisiera conocer más a mi yerno. Ya sabes mis principios. Las cartas boca arriba. Mañana, ante ti, le preguntaré si está conforme. Si dice que sí, se quedará aquí algún tiempo. Después, ya veremos.-El Príncipe resopló -. Que se case. Me tiene sin cuidado – gritó, con aquella voz penetrante con que se había despedido de su hijo.

-Príncipe, hay que reconocer que sabe usted apreciar a los hombres enseguida – dijo el príncipe Basilio con el tono del hombre que se ha convencido de la inutilidad de su picardía ante la perspicacia de su interlocutor -. Anatolio, realmente, no es un genio, pero es un chico correcto y bueno. Y muy buen hijo.

– Está bien, está bien. Ya veremos.

Después del té pasaron todos al salón de música, y la Princesa fue invitada a tocar el clavicordio. Anatolio se acomodó ante ella, al lado de mademoiselle Bourienne, y sus risueños ojos contemplaban a la princesa María, que, aterrorizada y alegre, sentía sobre sí aquella mirada. Su sonata predilecta la transportaba al mundo de la poesía más íntima, y la mirada bajo la cual se sentía añadía a este mundo una poesía mayor aún. La mirada de Anatolio, a pesar de haberse fijado en ella, nada tenía que ver con la Princesa; estaba pendiente del pequeño pie de mademoiselle Bourienne, que en aquel momento tocaba él con el suyo por debajo del clavecín. Mademoiselle Bourienne miraba también a la Princesa, que igualmente leyó en sus hermosos ojos una nueva expresión de alegría temerosa y de esperanza.

«¡Cómo me quiere esta muchacha! ¡Qué feliz soy en este momento, y qué feliz puedo ser con una amiga y un marido así! Pero ¿es un marido?», pensó la Princesa, no atreviéndose a mirarle a la cara y sintiendo constantemente su mirada sobre sí.

Por la noche, cuando, después de la cena, se dispersó la reunión, Anatolio besó la mano de la Princesa. Ella no sabía cómo tomar aquella audacia. Pero miró fijamente al bello rostro que se ofrecía a sus miopes ojos. Después Anatolio se acercó para besar la mano de mademoiselle Bourienne. Esto era una inconveniencia, pero lo hacía con tanta sencillez y con tanto aplomo… La muchacha se ruborizó y miró con terror a la Princesa.

«¡Qué delicadeza! ¿Por ventura, Amelia-era el nombre de mademoiselle Bourienne-cree que estoy celosa y que no sé comprender la pureza de su afecto por mí?», pensó la Princesa, y se acercó a mademoiselle Bourienne y la besó fuertemente. Anatolio se aproximó a la pequeña Princesa para besarle la mano.

– No, no, no. Cuando su padre me escriba diciéndome que se porta usted bien, le dejaré besarme la mano. Antes no – y levantando su minúsculo dedo salió sonriendo de la habitación.

V

Aun cuando Anatolio y mademoiselle Bourienne no hubieran tenido explicación alguna, habíanse entendido por completo. Habían comprendido que tenían muchas cosas que decirse en secreto, y por eso buscaban la oportunidad de tener una conversación a solas. Mientras la Princesa dejaba pasar la hora acostumbrada en el taller de su padre, mademoiselle Bourienne veíase con Anatolio en el jardín de invierno. Aquel día, la princesa María acercóse a la puerta del taller con un sentimiento especial. Le parecía que no solamente sabían todos que había de decidirse aquel día su suerte, sino que todos sabían también qué pensaba: leyó esto en la expresión del rostro de Tikhon y en la del criado del príncipe Basilio, con quien se cruzó en el corredor cuando trasladaba el agua caliente a su amo, saludándola con una inclinación de cabeza. Aquella mañana, el viejo Príncipe se encontraba extraordinariamente amable y benévolo con su hija. Pero la princesa María conocía demasiado bien aquella acariciadora expresión. Era la misma que aparecía en su semblante cuando apretaba con rabia los puños porque la Princesa no entendía un problema de aritmética. Se alejaba de ella y repetía muchas veces las mismas palabras en voz baja. Inmediatamente comenzó la conversación, tratándola de «usted».

– Me ha sido hecha una petición para usted – dijo con una sonrisa poco natural-. Supongo que habrá adivinado que el príncipe Basilio no ha venido en compañía de su pupilo – no se sabe por qué, el Príncipe trataba a Anatolio de pupilo – por mi cara bonita. Me han hecho una petición para usted, y como ya conoce usted mis principios, lo dejo para que usted misma resuelva.

– ¿Cómo quiere que le entienda, papá? – dijo la Princesa, que se ruborizaba continuamente.

– ¿Cómo? – gritó con cólera el Príncipe -. El príncipe Basilio cree que reúne usted toda clase de condiciones como nuera, y te pide en matrimonio para su hijo. Esto es lo que has de comprender. ¿Qué opinas de todo esto? Es lo que te pregunto.

– No lo sé, papá. Usted mismo ha de decirlo – murmuró la princesa María.

– ¿Yo…? ¿Yo…? Déjame en paz. No soy yo quien ha de casarse. ¿Qué piensas? Esto es lo que me interesa saber.

La Princesa comprendió que su padre había recibido aquélla petición con hostilidad, pero en aquel momento tuvo la idea de que su vida había de decidirse entonces o nunca. Bajó los ojos con el deseo de no encontrarse con su mirada, bajo cuya influencia se sentía incapaz de pensar y ante la cual no sabía hacer otra cosa sino obedecer. Luego dijo:

– Sólo deseo una cosa: hacer su voluntad. Pero si hubiese de manifestar mi deseo…-no pudo concluir de hablar, porque el Príncipe la interrumpió.

– Está bien – dijo -. Tomará tu mano, con tu dote correspondiente, y con mademoiselle Bourienne. Ésta será la mujer, y tú… – El Príncipe se detuvo, observando la impresión que estas palabras habían producido en su hija.

La Princesa bajó la cabeza, a punto de llorar.

– Bien, bien, ha sido una broma – dijo el Príncipe -. Recuerda siempre que nunca me moveré de este principio: la mujer tiene derecho a elegir, y tú ya sabes que dispones de toda la libertad. Acuérdate tan sólo de una cosa: de que de tu decisión depende la felicidad de tu vida. No has de preocuparte para nada de mí.

La suerte de la Princesa se había decidido, y felizmente. Pero la alusión a mademoiselle Bourienne que había hecho su padre la aterrorizaba. No era verdad, es cierto, pero hubiese sido horrible. No podía evitar pensarlo. Caminaba mirando ante sí, a través del jardín de invierno, sin ver ni oír nada, cuando, de pronto, el conocido murmullo de la conversación de mademoiselle Bourienne la despertó de su ensimismamiento. Levantó los ojos y vio a Anatolio abrazar a la francesa por la cintura, murmurando algo a su oído. Anatolio, con una expresión terrible en su hermoso rostro, se volvió a la princesa María y momentáneamente soltó la cintura de mademoiselle Bourienne, que no había visto aún a la Princesa.

«¿Qué ocurre? ¿Qué quiere? Espere», parecía decir el semblante de Anatolio.

La princesa María les miró en silencio. No comprendía lo que deseaba. Por último, mademoiselle Bourienne dio un grito y huyó. Anatolio saludó a la Princesa con una amable sonrisa, como invitándola a que riera también de aquel extraño caso, y, encogiéndose de hombros, atravesó el umbral de la puerta que daba al interior de la casa.

Una hora después, Tikhon fue en busca de la princesa María, rogándole que subiera a la habitación de su padre y añadiendo que el príncipe Basilio estaba con él. Cuando Tikhon entró en la alcoba de la princesa María, ésta hallábase sentada en el diván, estrechando entre sus brazos a mademoiselle Bourienne, que lloraba desconsoladamente. Acariciábale con ternura la cabeza; los bellos, resplandecientes y serenos ojos de la Princesa miraban con ternura y con pasión el hermoso rostro de mademoiselle Bourienne.

-No, Princesa, ya lo sé. He perdido su afecto para siempre – dijo mademoiselle Bourienne.

– ¿Por qué? La quiero a usted más que nunca, y haré cuanto esté en mi mano por su felicidad – repuso la Princesa.

-Pero me desprecia. Es usted tan pura que no podrá comprender nunca este extravío de la pasión. ¡Ah! Sólo mi pobre madre…

– Lo comprendo – dijo la Princesa tristemente -. Cálmese, querida. Voy a ver a papá – y salió.

Cuando la princesa María fue al encuentro de su padre, el príncipe Basilio, con las piernas cruzadas y la tabaquera en la mano, estaba sentado con una sonrisa de espera en los labios, y parecía extraordinariamente emocionado. Como si tuviera miedo de enternecerse demasiado, olió un polvo de rapé.

– ¡Ah, querida, querida! – dijo levantándose y cogiéndole ambas manos. Suspiró y continuó luego -: La suerte de mi hijo está en sus manos. Decídase, querida y dulce María, a quien siempre he querido yo como una hija.

Se alejó. En efecto, una lágrima temblaba en sus ojos.

El príncipe Nicolás murmuró algo ininteligible.

– El Príncipe – continuó después -, en nombre de su pupilo…, su hijo…, te pide en matrimonio. ¿Quieres ser la mujer del príncipe Anatolio Kuraguin? Contesta sí o no – exclamó -. Me reservo mi parecer para más tarde. Sí, mi parecer y nada más – añadió, dirigiéndose al príncipe Basilio en respuesta a su ansiedad -. ¿Sí o no?

-Mi deseo, papá, es no dejarte nunca. No separar jamás mi vida de la tuya. No quiero casarme – dijo resueltamente, mirando con sus claros ojos al príncipe Basilio y a su padre.

– Tonterías, tonterías, tonterías… – exclamó el príncipe Nicolás frunciendo el entrecejo. Cogió a su hija de la mano, la acercó hacia sí y no la besó, sino que únicamente acercó su frente a su rostro y le estrechó con tal fuerza la mano que a la Princesa se le escapó un grito. El príncipe Basilio se levantó.

– Querida Princesa. He de decirle que no olvidaré nunca, nunca, este momento. No obstante, ¿no nos dará usted un poco de esperanza de que su corazón, tan bueno y tan generoso, se incline alguna vez? Diga usted que tal vez… El tiempo nos guarda tantas sorpresas… Diga usted… ¡Quién sabe!

– Príncipe, lo que he dicho es todo lo que hay en mi corazón. Le agradezco el honor que me hace con su petición, pero no seré nunca la mujer de su hijo.

– Bien, esto ha terminado, amigo mío. Estoy muy contento de verte, muy contento. Vete, Princesa – dijo el viejo Príncipe -. Estoy muy contento de verte – repitió al príncipe Basilio, abrazándole.

«Mi vocación es otra – pensaba la princesa María -. Mi vocación es ser feliz con la felicidad de los demás. Mi felicidad es la felicidad del sacrificio, y cueste lo que cueste haré la dicha de la pobre Amelia. ¡Le quiere tanto! Está realmente enamorada. Haré cuanto pueda por concertar su matrimonio con él. Si no es rica, yo le daré todo lo necesario. Se lo pediré a mi padre. Le imploraré a mi hermano. Se considerará tan feliz siendo su mujer… Es tan desgraciada… Se encuentra en un país extranjero, sola, sin nadie que la ayude. ¡Dios mío! ¡Con qué pasión ha de quererlo, habiéndose olvidado de tantas cosas hasta ese punto! Quién sabe si yo hubiera hecho lo mismo que ella.»

VI

El día l6 de noviembre de l805, al despuntar el alba, el escuadrón de Denisov, al cual pertenecía Nicolás Rostov y que formaba parte del destacamento del príncipe Bagration, dejó el campamento para marchar a la línea de fuego, como se decía. Se paró en medio de la carretera, a una versta de distancia aproximadamente de los otros escuadrones, que le precedían. Rostov vio desfilar a los cosacos, al primer y segundo escuadrón de húsares, a los batallones de infantería, junto con la artillería; vio luego pasar a caballo a los generales Bagration y Dolgorukov, ayudantes de campo. Todo el miedo que había pasado en el frente la otra vez, toda la lucha interior por dominarse, todos los sueños de distinguirse como húsar habían sido vanos. Su escuadrón quedaba en reserva y Nicolás Rostov pasó el día aburrido y adormilado.

A las nueve de la mañana oyó las descargas, los gritos de triunfo, vio heridos – no muchos – que eran retirados, y, por fin, a un centenar de cosacos que conducían a un destacamento entero de caballería francesa hecho prisionero. Evidentemente, la acción había terminado. No tuvo una gran importancia, pero resultó feliz para los rusos. Los soldados y los oficiales que volvían hablaban de una brillante victoria, de la toma de Vischau, de la captura de un escuadrón entero. Después de la ligera helada de la noche, el tiempo se había aclarado y el radiante brillo de aquel día de otoño coincidía con la nueva de la victoria, que confirmaban no solamente el relato de los que habían tomado parte en la acción, sino también la expresión alegre de las caras de todos los demás soldados, de los oficiales, de los generales, de los ayudantes de campo, que pasaban y volvían a pasar ante Rostov. Para Nicolás, la cosa era tanto más dolorosa cuanto que había sentido el miedo que precede a las batallas sin haber recogido luego ninguna de las alegrías del triunfo.

– Rostov, ven aquí. Bebamos para ahuyentar las penas – le gritó Denisov, instalándose en la cuneta del camino ante la botella y fiambres. Los oficiales hicieron coro a su alrededor y se pusieron a hablar mientras comían.

– ¡Mirad, todavía traen a otro! – exclamó uno de los oficiales señalando a un dragón francés que dos cosacos conducían a pie. Uno de los cosacos traía sujeto por la brida a un caballo francés de excelente estampa: el del prisionero.

– ¡Véndeme el caballo! – gritó Denisov al cosaco.

– Si lo deseáis; Excelencia…

Los oficiales se levantaron y rodearon a los cosacos y al prisionero francés. El dragón era un joven alsaciano que hablaba francés con acento alemán. Con el rostro encendido por la emoción, que le ahogaba, al oír hablar francés, empezó a hablar rápidamente a los oficiales, dirigiéndose tan pronto al uno como al otro. Explicaba cómo le habían cogido, afirmando que no era suya la culpa, sino del cabo que le había enviado a buscar los atalajes; él ya había anunciado que los rusos se encontraban cerca. Entre palabra y palabra, añadía: «Sobre todo, no hagáis daño al caballo.» Y lo acariciaba. Saltaba a la vista que no sabía dónde se encontraba. Se excusaba por haberse dejado coger y, creyéndose tal vez delante de sus superiores, trataba de hacer valer su exactitud de soldado y la atención que prestaba al servicio. Aquel individuo traía a la retaguardia rusa la atmósfera del ejército francés, tan extraña para los rusos.

Los cosacos vendían el caballo por dos luises, y Rostov, que había recibido dinero y era el más rico del grupo, lo compró.

– Sobre todo, que no hagan daño al caballo – dijo ingenuamente el alsaciano a Rostov al serle entregado el caballo a éste.

Rostov, sonriente, tranquilizó al dragón y le dio algún dinero.

– ¡Vamos, vamos! -dijo el cosaco, empujando con la mano al prisionero para que caminara.

– ¡El Emperador, el Emperador! – oyeron gritar de pronto los húsares.

Todos empezaron a moverse, echaron a correr, y Rostov vio avanzar por la carretera a unos cuantos jinetes con plumeros blancos. En un abrir y cerrar de ojos, ocuparon todos sus puestos y quedaron esperando.

Rostov no se dio cuenta de cómo había llegado a su puesto y montado a caballo. El disgusto que sentía por no haber intervenido en la acción, el mal humor que le producía el encontrarse siempre con las mismas personas, todos sus pensamientos egoístas, se desvanecieron instantáneamente. Su atención estaba absorbida por la felicidad que le producía la presencia del Emperador. Esta felicidad le compensaba con creces del aburrimiento de todo el día. Sentíase feliz como el enamorado que ha obtenido la entrevista deseada. Inmóvil en la fila, sin atreverse a mover la cabeza, sentía «su» proximidad gracias a una especie de instinto apasionado y no por el ruido que producían los cascos de los caballos que se acercaban; la percibía porque al mismo tiempo que se iban acercando todo se volvía más alegre, más importante, más solemne. A medida que el sol avanzaba, derramando a su alrededor un rayo de luz suave, majestuosa, sentíase aprisionado por aquel rayo y oía su voz acariciadora, tranquila, augusta y querida. Y cuando Rostov comprendió que se encontraba allí hízose un silencio de muerte y en medio de aquel silencio dejóse oír la voz del Emperador.

– ¿Los húsares de Pavlogrado? – preguntó.

– A la reserva, Sire – replicó una voz cualquiera de timbre muy humano comparada con aquella sobrehumana que había dicho: «¿Los húsares de Pavlogrado?»

El Emperador se detuvo cerca de Rostov. El rostro de Alejandro resplandecía. Era tanta la alegría que brillaba en él, tal la inocente juventud qué transparentaba, que recordaba la expresión de un muchacho de catorce años; pero además poseía el fuego del rostro de un gran emperador. Al recorrer el escuadrón con la mirada, sus ojos tropezaron por casualidad con los de Rostov, y permanecieron fijos en ellos escasamente dos segundos. El Emperador comprendió lo que sucedía en el ánimo de Rostov – éste pensó que lo había comprendido -, pero sólo durante dos segundos permanecieron sus azules ojos, de los que brotaba una luz suave, cenicienta, fijos en el rostro de Rostov.

A continuación arqueó las cejas. Haciendo un brusco movimiento, espoleó su caballo con el pie izquierdo y salió al galope. El joven Emperador deseaba asistir al combate y, no obstante las observaciones de los cortesanos, a mediodía galopó hacia las avanzadillas, dejando atrás la tercera columna, que le acompañaba. Antes de llegar adonde estaban los húsares, algunos ayudantes de campo le dieron la noticia del feliz término de la acción.

El combate, que se redujo a la captura de un escuadrón francés, fue presentado como una brillante victoria sobre el enemigo, y ésta fue la causa de que el Emperador, y con él todo el ejército, creyeran, hasta que el humo de la pólvora no se hubo disipado, que los franceses habían sido vencidos y retrocedían a marchas forzadas. Minutos después de haber pasado el Emperador, la división de húsares de Pavlogrado recibió órdenes de avanzar. Rostov volvió a ver al Emperador en Vischau, un pueblo alemán. En la plaza del pueblo, donde antes de la llegada del Emperador había habido un duro encuentro, se veían algunos soldados heridos y muertos que aún no habían sido retirados.

El Emperador, rodeado por su séquito militar y civil, montaba un alazán; ligeramente inclinado hacia delante, llevó los lentes de oro a los ojos con gesto gracioso para mirar a un soldado tendido en el suelo, que había perdido el casco y tenía la cabeza llena de sangre. El herido estaba tan sucio, su aspecto era tan grosero, que Rostov extrañóse de que pudiera estar tan cerca del Emperador. Rostov observó que los hombros del Emperador temblaban, al parecer bajo la influencia del frío, y que con el pie izquierdo espoleaba nerviosamente el flanco del caballo, que, habituado a tales espectáculos, contemplaba al herido indiferente y sin moverse. Un ayudante de campo apeóse de su caballo, cogió al herido por los sobacos y le instaló en una camilla.

El soldado gemía.

– Más despacio, más despacio. ¿No puede hacerse más despacio? – dijo el Emperador, quien parecía sufrir más que el soldado agonizante.

Acto seguido se alejó de allí.

Rostov vio que el Emperador tenía los ojos llenos de lágrimas, y, mientras se iba, oyó que decía a Czartorisky:

– ¡Qué cosa más terrible es la guerra!

Las tropas de vanguardia formaban delante de Vischau, frente a un enemigo que durante todo el día no hacía otra cosa que ceder terreno a la más pequeña escaramuza. Las felicitaciones del Emperador fueron transmitidas a la vanguardia; prometiéronse condecoraciones, y los soldados recibieron doble ración de aguardiente. Las hogueras brillaban mucho más que la noche anterior, y en torno a ellas resonaban las canciones de los soldados. Denisov celebraba aquella noche su ascenso a comandante, y Rostov, que había bebido más de la cuenta durante el banquete, propuso que se brindase a la salud del Emperador. Pero no a la del emperador imperator, tal como se hace en los banquetes oficiales, sino a la salud del Emperador hombre bueno, gentil y grande. «¡Bebamos a su salud y por la victoria segura contra los franceses!»

– Si hemos combatido – dijo -, si no hemos retrocedido ante los franceses como en Schoengraben, ¿qué no seremos capaces de hacer ahora que el Emperador marcha ante nosotros? ¡Moriremos satisfechos, moriremos por él! ¿No es cierto, señores? Tal vez no me explico bien. He bebido demasiado, pero lo siento como lo digo y a vosotros os pasará lo mismo. ¡A la salud del Emperador! ¡Hurra!

– ¡Hurra! ¡Hurra! – repitieron las voces aguardentosas de los oficiales.

Kirstein, el viejo jefe de compañía, gritó con no menos animación y fuerza que Rostov, joven de veinte años.

Cuando los oficiales hubieron bebido y roto las copas, Kirstein llenó otras y, en mangas de camisa y con una copa en la mano, acercóse a las hogueras de los soldados; en actitud majestuosa, agitando la mano en el aire – su bigote gris brillaba mientras mostraba el vello de su pecho por entre la camisa desabrochada -, detúvose junto al resplandor de las hogueras.

-Hijos míos, ¡a la salud del Emperador! ¡Por la victoria contra los franceses! ¡Hurra! – gritó con su fuerte voz de barítono el viejo húsar.

Los húsares se agruparon y respondieron con grandes gritos.

Muy avanzada la noche, una vez recogidos todos, Denisov, con su mano sarmentosa, tocó el hombro de Rostov, ¡su amigo predilecto!.

– En campaña no sabe uno de quién enamorarse, y se enamora uno del Emperador.

– Denisov, no bromees con estas cosas – exclamó Rostov -. Es un sentimiento tan elevado, tan noble…

– Lo sé, lo sé, yo también lo siento…

– No, tú no sabes lo que es.

Y Rostov se puso en pie y empezó a andar maquinalmente por entre las hogueras, mientras pensaba en el goce de morir, no por salvar la vida del Emperador – no se atrevía a tanto -, sino sencillamente por merecer una mirada suya.

En efecto, estaba enamorado del Emperador, de la gloria de las armas rusas y de la esperanza del próximo triunfo.

Pero no era él el único que experimentaba tales sentimientos en aquel día memorable que precedió a la batalla de Austerlitz. De cada diez soldados y oficiales rusos, nueve estaban enamorados en aquella época, aunque quizá con menos entusiasmo que Rostov, del Emperador y de la gloria de las armas.

VII

Rostov pasó la noche con su pelotón en las avanzadas del destacamento de Bagration. Los húsares estaban situados en última línea, de dos en dos, y Rostov recorría aquella línea, tratando de dominar el sueño invencible que le cerraba los ojos. A su espalda extendíase un inmenso espacio iluminado por las hogueras del ejército ruso, las cuales resplandecían a través de la niebla. Delante, todo eran sombras y niebla.

Por más que hacía esfuerzos para atravesar con la vista aquel muro de sombras, no lo conseguía. Allí donde suponía que debía encontrarse el enemigo, tan pronto creía descubrir un resplandor gris como alguna cosa oscura, o el débil resplandor de las hogueras. A veces creía que todo era una aberración de su vista. Los ojos se le cerraban a pesar suyo y en la imaginación se le presentaba el Emperador, o bien Denisov, y a. ratos los recuerdos de Moscú. Se esforzaba entonces en abrir los ojos, y entonces veía muy cerca, ante él, la cabeza y las orejas del caballo que montaba y, más allá, las siluetas negras de los húsares, que pasaban a seis pasos de él. Y a lo lejos, siempre la misma oscuridad, la misma niebla. «¿Por qué no? – pensaba Rostov -. Es muy posible que el Emperador se me ponga delante y me dé una orden como a cualquier oficial, diciéndome: "Ve a hacer un reconocimiento allá abajo." ¿No dicen que todo pasa por casualidad? Pues nada, él puede ver a un oficial y ocurrírsele tomarle a su servicio. ¿Y si me llevase consigo? ¡Oh, cómo le serviría, cómo le diría toda la verdad, cómo le denunciaría a los traidores!» Y Rostov, para representarse vivamente su amor y su devoción por el Emperador, se imaginaba al enemigo, un alemán traidor, enemigo al que mataría no solamente con alegría, sino que, además, querría abofetearlo delante del Emperador. Un grito lejano le despertó de pronto. «¿Dónde estoy? ¡Ah, sí! En el frente. Y eso es el santo y seña: Olmutz. ¡Qué lástima que mañana esté en mi escuadrón de reserva! Pediré que me envíen al frente. Sólo así podré estar al lado del Emperador. El relevo no tardará ya mucho. Todavía tengo tiempo de dar una vuelta y luego iré a ver al general, a pedírselo.» Se acomodó en la silla y picó espuelas al caballo, con objeto de ver una vez más a sus húsares. Le pareció que la noche se había aclarado. Hacia la izquierda se distinguía una suave pendiente iluminada y ante ella una pequeña montaña negra que parecía vertical como una pared. Sobre esa montaña negra había un espacio blanco totalmente inexplicable para Rostov: ¿era un claro del bosque iluminado por la luna donde la nieve no se había fundido todavía o bien eran casas blancas? Hasta le pareció que en aquella mancha blanca había algo que se movía. «Seguramente es nieve esa mancha… Una mancha… Pero no, no es una mancha – pensó Rostov -. Natacha, mi hermana, la de los ojos negros… ¡Natacha! Se quedará muy admirada cuando le diga que he visto al Emperador. Natacha, Natacha…»

– Apártese a un lado, señor. Aquí hay aliagas – dijo la voz de un húsar que caminaba tras Rostov.

Éste alzó la cabeza, caída sobre las crines del caballo, y se paró al lado del húsar. El sueño juvenil, infantil, se apoderaba de él involuntariamente. «Sí, ¿en qué pensaba? No quiero que se me olvide. ¿Cómo le hablaré al Emperador? No, no es esto. Esto será mañana. Sí, sí, Natacha. ¿Quién? ¡Los húsares! ¡Los húsares! ¡Los bigotes! Este húsar del bigote ha pasado por la calle Tverskaia. Cuando yo estaba delante de casa Guriev, todavía pensaba en él… ¡El viejo Guriev! ¡Ah, Denisov es un buen chico, un buen chico! Sí, todo son niñerías. Lo principal es que el Emperador esté aquí. Cuando me miró me quería decir alguna cosa, pero no se ha atrevido. Sí, es una broma. Pero lo que hace falta, sobre todo, es no olvidarme de lo que he pensado. Sí, Natacha, sí, sí. Está biena. Y de nuevo se le caía la cabeza sobre el cuello del caballo. De pronto le pareció que disparaban.

– ¿Qué? ¿Qué? ¿Quién tira? – dijo, despertándose.

En el momento de abrir los ojos, sintió ante él, donde estaba el enemigo, los gritos prolongados de miles de voces. Tanto su caballo como el del húsar que iba cerca de él levantaron la cabeza. En el sitio donde se oían los gritos se encendían y se apagaban luces una detrás de otra y, encima de un altozano, donde estaban las líneas francesas, se encendían también luces y los gritos aumentaban cada vez más. Rostov oía ya el acento de las palabras francesas, pero no podía entender ninguna. Gritaban demasiadas voces a la vez. No distinguía otra cosa que: «¡Raaa! ¡Rrrr!» – ¿Qué es eso? ¿Qué te parece que es? – preguntó al húsar que estaba a su lado -. ¿Son los franceses?

El húsar no respondía.

– ¿No me has oído? – preguntó de nuevo Rostov, cansado de esperar la respuesta.

– ¡Quién sabe, señor! – respondió de mala gana el húsar.

– Por la posición, tienen que ser los franceses – repitió Rostov.

– Puede que sí, puede que no – dijo el húsar -. ¡Pasan tantas cosas en la noche! ¡Sooo!-gritó al caballo, que se impacientaba.

El caballo de Rostov también se impacientaba, golpeando con la pata la tierra helada, escuchando los ruidos y mirando las luces. Los gritos aumentaban, confundiéndose con un clamor general, que solamente un ejército de muchos miles de hombres podían producir. Las lucecitas se extendían, probablemente por toda la línea del campo francés. Rostov no tenía ya sueño. Los gritos alegres, triunfantes, del ejército enemigo le excitaban. «¡Viva el Emperador! ¡El Emperador!», oyó en aquel momento Rostov.

-Eso no debe de ser muy lejos. Detrás del arroyo -dijo al húsar.

El húsar, sin responder, se contentó con lanzar un suspiro y tosió malhumorado. En la línea de los húsares se oían las pisadas de los caballos que marchaban al trote y, de pronto, de la niebla de la noche emergía la figura de un suboficial de húsares que parecía un enorme elefante.

– ¡Señoría, los generales! – dijo el suboficial acercándose a Rostov.

Rostov, sin perder de vista las luces y escuchando los gritos, marchó con el suboficial a recibir a algunos caballeros que avanzaban por la línea. Uno de ellos montaba un caballo blanco. El príncipe Bagration y el príncipe Dolgorukov, acompañados por los ayudantes de campo, venían a observar el extraño fenómeno de las hogueras y de los gritos en el campo enemigo. Rostov se acercó a Bagration, le informó y luego, reuniéndose con los ayudantes de campo, escuchó lo que decían los generales.

– Créame usted. Esto no es más que una estratagema – decía Dolgorukov a Bagration -. Se retiran y han mandado a la retaguardia que enciendan hogueras y que hagan mucho ruido para engañarnos.

– Me parece que no – contestó Bagration -. Esta noche les he visto encima del altozano. Si retroceden, querrá decir que se han ido de allí. Señor oficial, ¿todavía están en su puesto los espías? – preguntó a Rostov.

– Esta tarde estaban todavía, pero ahora no lo sé, Excelencia. Si lo ordena usted, iré con los húsares.

Bagration, sin responder, procuró distinguir la cara de Rostov entre la niebla.

– Bien, vaya usted – contestó tras un corto silencio.

– Obedezco.

Rostov espoleó al caballo, llamó al suboficial y a dos húsares y, mandándoles que le siguieran, subió al altozano al trote, en dirección a los gritos.

Rostov, con un estremecimiento de alegría, iba solo, seguido de los tres húsares, hacia aquella lejanía hundida en la niebla, misteriosa y llena de peligro, adonde nadie había ido antes que él. Desde lo alto del montículo donde se hallaba, Bagration le gritó que no pasara del arroyo, pero Rostov fingió que no le oía y, sin detenerse, iba hacia delante, engañándose a cada paso. Tomaba a los árboles por hombres. Marchaba al trote, y muy pronto dejó de ver tanto las luces de su campamento como las del enemigo, pero oía más fuertes y más claros los gritos de los franceses. Al fondo distinguió ante él algo como un río, pero cuando llegó hasta allí dióse cuenta de que era la carretera. Paró, indeciso, el caballo; tenía que seguirla o bien meterse por los campos a través de la oscuridad, hacia el monte de enfrente. Seguir la carretera, que se veía perfectamente entre la niebla, era bastante peligroso, pues se podía distinguir con facilidad a los que pasaran por ella. «¡Seguidme!», gritó. Y, atravesando la carretera, emprendió al galope la subida al montecillo donde por la tarde había visto a un piquete francés.

– ¡Señor, ya estamos! – pronunció tras él uno de los húsares.

Rostov apenas si había tenido tiempo de darse cuenta de que algo parecía negrear entre la niebla cuando se vio un fogonazo, sonó un tiro y una bala pasó por encima de ellos, silbando como un gemido. Se vio el fogonazo de otro disparo, pero no se oyó ruido alguno. Rostov dio la vuelta en redondo y siguió galopando. En diversos intervalos sonaron cuatro tiros y cuatro balas silbaron cerca de ellos en la niebla, produciendo cuatro notas distintas. Rostov contenía al caballo, excitado como él por los tiros, y subía al paso. «¡Vaya, arriba, arriba!», decía en su interior una alegre voz.

No oyó ningún tiro más. Cuando se iba acercando a Bagration, puso de nuevo su caballo al galope y luego se acercó al General llevándose la mano a la visera.

Dolgorukov insistía en su parecer de que los franceses retrocedían y que sólo habían encendido las hogueras para despistarlos.

– … ¿Y qué prueba eso? – decía mientras Rostov se les acercaba -. Pueden haber retrocedido, dejando este piquete ahí.

– Evidentemente, Príncipe, todavía no se han ido todos. Mañana por la mañana lo sabremos de cierto – afirmó Bagration.

– Excelencia, el piquete está todavía en lo alto del montecillo, en el mismo sitio que esta tarde – replicó Rostov inclinado y con la mano en la visera. Con trabajo podía contener la alegre sonrisa que había provocado en él aquella correría y principalmente el silbido de las balas.

– Está bien, está bien. Gracias, señor oficial – dijo Bagration.

– Excelencia, permítame que le haga una petición.

– Diga.

– Mañana, nuestro escuadrón está destinado a la reserva; le pido que me sea permitido agregarme al primer escuadrón.

– ¿Cómo se llama usted?

– Conde Rostov.

– Bien, quédese conmigo de ordenanza.

– ¿Hijo de Ilia Andreievitch? – preguntó Dolgorukov.

Pero Rostov no le respondió.

– Así, ¿puedo esperar, Excelencia?

– Ya daré la orden.

«Es muy posible que mañana me manden al Emperador con una orden – pensó -. ¡Alabado sea Dios!»

VIII

A las ocho de la mañana, Kutuzov, a caballo, se dirigía a Pratzen a la cabeza de la cuarta columna de Miloradovitch, que era la que había de situarse en el lugar que antes ocupaban las columnas de Prjebichevski y de Lageron, que habían llegado ya al río. Saludó a los soldados del regimiento que estaban delante y dio la orden de marcha, para demostrar que tenía la intención de conducir él mismo la columna. Se detuvo muy cerca del pueblecito de Pratzen. El príncipe Andrés iba tras el general en jefe, entre el montón de personas que formaban su escolta. Estaba emocionado, malhumorado, pero resuelto y tranquilo como generalmente se encuentran los hombres cuando llega un momento largamente deseado. Estaba firmemente convencido de que aquel día sería su Tolón y su Puente de Arcola.

¿Cómo sucedería tal cosa? No lo sabía, pero se hallaba plenamente seguro de que llegaría a ser un hecho. Conocía el país y la situación de las tropas como cualquier otro del ejército ruso. Su plan estratégico había sido dado de lado; las circunstancias habían hecho que fuera imposible de ejecutar. Y mientras se acomodaba al plan de Veyroter, pensaba en los azares que podían producirse y suscitar la necesidad de sus consideraciones rápidas y de su resolución.

Abajo, a la izquierda, en la niebla, se oían las descargas entre tropas invisibles. La batalla se concentraba, pues, abajo, tal como el príncipe Andrés había supuesto. Era allí donde estaba el obstáculo principal. «Seré enviado a la batalla con una brigada o una división, y yo seguiré adelante con la bandera en la mano, deshaciendo todo lo que me salga al paso», pensaba.

El príncipe Andrés no podía mirar con indiferencia las banderas de los batallones que pasaban. Contemplándolas, pensaba continuamente: «¿Quién sabe si será esta misma bandera la que tendré que coger para conducir a las tropas?.»

La niebla de la noche, cuando se hacía de día, se transformaba en rocío y escarcha y quedaba en las cimas, pero en el fondo todavía se extendía como un lácteo mar. En el fondo de la hondonada, hacia la izquierda, por donde bajaban las tropas rusas y por donde se oían las descargas, no se veía nada. Sobre las cimas aparecía el cielo azul oscuro y a la derecha brillaba el amplio disco del sol. Enfrente, a lo lejos, en la otra orilla de aquel mar de niebla, distinguíanse las gibosas colinas en las que debía encontrarse el ejército enemigo, alcanzándose a distinguir alguna cosa.

A la derecha, al penetrar en la niebla, la guardia dejaba a sus espaldas un sordo rumor de pasos y de ruedas; de vez en cuando veíase el brillo de las bayonetas.

A la izquierda, detrás del pueblo, las masas de caballería avanzaban también y sé percibían en la niebla. La infantería marchaba delante y detrás. El general en jefe permanecía estacionado a la salida del pueblo y las tropas desfilaban por delante de él. Aquella mañana, Kutuzov parecía cansado y malhumorado. La infantería que pasaba por delante de él deteníase desordenadamente; debía de haber algo que entorpecía su camino.

– Ordene que se dividan en batallones y que den la vuelta al pueblo – dijo Kutuzov con acento de cólera a un general que se acercaba -. ¿No se da usted cuenta de que es imposible avanzar en fila por las calles de un pueblecito cuando se marcha hacia el enemigo?

– Había pensado formar detrás del pueblo, Excelencia – replicó el general.

En los labios de Kutuzov dibujóse una amarga sonrisa.

– Será mejor, mucho mejor, que despliegue usted cara al enemigo.

-El enemigo está todavía lejos, Excelencia, y según la disposición…

– ¿Qué disposición? – exclamó Kutuzov en tono de riña -. ¿Quién le ha dicho a usted eso? Haga el favor de hacer lo que le ordeno.

– A sus órdenes.

-Querido amigo, el viejo está hoy de un humor de todos los diablos – bisbiseó Nesvitzki al príncipe Andrés.

Un general austriaco, luciendo uniforme azul y un plumero verde, aproximóse a Kutuzov y le preguntó, en nombre del Emperador, si la cuarta columna había entrado ya en acción.

Kutuzov volvióse sin responder y su mirada fue a fijarse por casualidad en el príncipe Andrés, que encontrábase a su lado. Al darse cuenta de la presencia de Bolkonski, la mirada colérica y amarga de Kutuzov se suavizó como si quisiera decir con ello que su ayudante de campo no tenía la menor culpa de lo que pasaba. Sin responder una palabra al ayudante de campo austriaco, dirigióse a Bolkonski.

– Hágame el favor de ir a comprobar si la tercera división ha pasado ya del pueblo. Dígales que se detengan y que esperen mis órdenes.

El Príncipe apresuróse a cumplir la orden; Kutuzov le detuvo.

– Y pregunte si los tiradores están en posición – añadió -. Pero ¿qué están haciendo? – dijo como para sí, prescindiendo en absoluto del general austriaco.

El Príncipe se lanzó al galope para hacer cumplir la orden que le habían dado.

Una vez se hubo adelantado al batallón que marchaba a la cabeza, detuvo a la tercera división, comprobando que, en efecto, delante de las columnas rusas no había ni un solo tirador.

El jefe del regimiento que iba en cabeza quedóse muy sorprendido al escuchar la orden del Generalísimo disponiendo que colocaran tiradores. Estaba más que convencido de que delante de él tenia tropas rusas y pensaba que el enemigo encontrábase a unas diez verstas. En efecto, ante él extendíase una desierta sabana de suave pendiente cubierta de una espesa niebla.

Después de transmitida la orden del Generalísimo, el príncipe Andrés regresó a su puesto. Kutuzov continuaba en el mismo lugar; su voluminoso cuerpo descansaba sobre la silla y continuos bostezos se escapaban de su boca mientras entornaba los ojos. Las tropas no se movían, permaneciendo en posición de descanso, con las culatas de los fusiles apoyadas en tierra.

– Muy bien, muy bien – dijo al príncipe Andrés. Y acto seguido dirigióse al General, el cual, reloj en mano, indicábale que era hora de ponerse en marcha, pues todas las columnas del flanco izquierdo encontrábanse ya abajo.

– Ya tendremos tiempo, Excelencia – repuso Kutuzov, después de lanzar un bostezo -. No tenemos prisa -añadió.

En aquel momento, detrás de Kutuzov oyéronse a lo lejos los gritos de los regimientos que saludaban, y los sonidos empezaron a propagarse rápidamente por los haces de columnas que avanzaban. Aquel a quien saludaban debía pasar evidentemente muy aprisa. Cuando los soldados del regimiento delante del cual se encontraba Kutuzov empezaron a gritar, el Generalísimo se echó un poco hacia atrás y volvióse a mirar con las cejas fruncidas.

Habríase dicho que por el camino de Pratzen galopaba un escuadrón completo de caballería vestido con uniforme de diferentes colores. Los jinetes avanzaban delante de los demás, corriendo al galope. Uno de ellos vestía un uniforme de color negro y lucía un plumero blanco; montaba un caballo alazán; el otro llevaba un uniforme blanco y su caballo era negro: eran los dos emperadores, seguidos de su escolta. Kutuzov, con la afectación propia de un subordinado que está de servicio, ordenó: «¡Firmes!», y se acercó al Emperador, saludando militarmente. Su persona y su actitud cambiaron de súbito. Ofrecía el aspecto de un subordinado que no discute las órdenes. Con respeto afectado, que pareció disgustar al Emperador, se acercó a él y le saludó.

– ¿Por qué no empieza usted, Mikhail Ilarionovitch? -preguntó ásperamente el emperador Alejandro a Kutuzov, dirigiendo una mirada cortés al emperador Francisco.

– Esperaba a Vuestra Majestad – respondió Kutuzov haciendo una respetuosa reverencia.

El Emperador acercó su oreja y frunció ligeramente las cejas, dando a entender que no había oído bien.

– Espero a Vuestra Majestad – repitió Kutuzov.

El príncipe Andrés observó que al pronunciar la palabra «espero», el labio inferior de Kutuzov tembló de una manera anormal.

-Las columnas todavía no están reunidas, Majestad.

El Emperador oyó la respuesta y todos pudieron darse cuenta que no era de su agrado. Se encogió de hombros y miró a Novosiltzov, que se encontraba cerca de él, y con la mirada se quejó de Kutuzov.

– No estamos en el Campo de Marte, Mikhail Ilarionovitch, para que hayamos de esperar que todos los regimientos estén en línea – dijo el Emperador mirando otra vez al emperador Francisco, como si le invitara, si no a intervenir en el diálogo, por lo menos a escuchar lo que decían.

El emperador Francisco, sin embargo, seguía mirando a su alrededor sin prestar oído.

-Es precisamente por eso, Majestad, por lo que no empiezo – replicó Kutuzov con voz sonora y clara, como si quisiera que sus palabras fueran comprendidas por todos. En su rostro algo parecía temblar -. No empiezo, Majestad, porque no estamos en una revista ni en el Campo de Marte.

En la escolta del Emperador, en todos los rostros, que al oír aquellas palabras se miraron los unos a los otros, dibujóse una expresión de disgusto y de censura: «Por viejo que sea, no tiene derecho ni pretexto alguno para hablar de ese modo», querían decir todos aquellos semblantes.

El Emperador tenía la mirada clavada en los ojos de Kutuzov, en espera de que éste dijera alguna otra cosa. Kutuzov inclinó respetuosamente la cabeza y también pareció quedar en espera de algo.

– No obstante, si Vuestra Majestad lo ordena… – dijo Kutuzov alzando la cabeza.

Y, cambiando de tono una vez más, habló como un general en jefe que obedece sin discutir.

IX

Kutuzov seguía al paso a los fusileros que acompañaban a sus ayudantes de campo.

Después de haber recorrido una media versta en la cola de la columna, se detuvo delante de una casa solitaria, probablemente una posada, que sus dueños habían abandonado, situada en el cruce de dos caminos. Las dos carreteras que convergían en aquel punto descendían de una montaña y las tropas subían tanto por la una como por la otra.

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