Por delante del incendio pasaban negras figuras, oyéndose a través del ruido incesante del fuego las conversaciones y los gritos. Alpatich, que había descendido de su carreta, al darse cuenta de que tardaría mucho en poder pasar, se metió en la calle lateral para ver el fuego. Por delante del incendio iban y venían soldados. Alpatich vio a dos de ellos que, con un hombre con capa, arrastraban a través de la calle encendidos tizones, mientras otros los seguían con grandes cantidades de heno.
Alpatich se acercó a la muchedumbre que se encontraba delante de un alto cobertizo que ardía totalmente. Todos los muros se desmoronaban, el posterior se hundía, el techo crujía y las vigas estaban completamente encendidas. Evidentemente, la gente aguardaba a ver cómo se hundiría el techo. Alpatich también aguardó.
– ¡Alpatich! – llamóle una voz conocida.
– ¡Padre, Excelencia! – respondió Alpatich al reconocer la voz de su joven señor.
El príncipe Andrés, montado sobre un caballo negro, se encontraba entre la gente y miraba a Alpatich.
– ¿Qué haces aquí? – preguntóle.
– ¡Vuestra… Vuestra Excelencia! – preguntó Alpatich llorando -. Vuestra… Vuestra… Estamos perdidos del todo. ¡Padre…!
– ¿Cómo es que estás aquí? – preguntó de nuevo el príncipe Andrés.
En aquel momento, la llama se proyectó iluminando la cara pálida y cansada del príncipe Andrés. Alpatich explicóle cómo se encontraba allí y la dificultad existente para marcharse.
El príncipe Andrés, sin responderle, cogió su carnet y, sobre una rodilla, empezó a escribir con lápiz en una hoja que acababa de arrancar. Escribió a su hermana:
«Han tomado Smolensk; de aquí a una semana, Lisia-Gori será ocupado por el enemigo. Marchad inmediatamente a Moscú. Comunicádmelo cuando marchéis mandándome un mensaje a Usviage.»
Después de entregar la hoja escrita a Alpatich, explicóle verbalmente qué preparativos debían hacer para la marcha del Príncipe, de la Princesa y del niño con su preceptor, así como adónde y cuándo le debían contestar.
– Diles que aguardaré la respuesta hasta el día 10 y que si ese día no he recibido noticias de que están camino de Moscú, lo abandonaré todo y yo mismo iré a Lisia-Gori.
En el fuego algo crujía; se apagó por unos momentos, masas de humo negro se levantaron por encima del cobertizo y, con un ruido ensordecedor, alguna cosa enorme se hundió.
– ¡Hurra! ¡Hurra! – chilló la multitud al oír el fuerte ruido producido por el tejado del cobertizo que se hundía, mientras exhalaba olor a pan quemado. La llama reanimóse, iluminando las caras animadas, alegres y cansadas de la gente que contemplaba el incendio.
El hombre de la capa que arrastraba tizones encendidos, levantando los brazos gritó:
– ¡Bravo! ¡Cómo arde! ¡Mirad qué bonito!
– Es el dueño – decían las voces.
– ¿Lo has entendido? – dijo el príncipe Andrés a Alpatich -. No te olvides de nada de lo que te he dicho – y sin responder una palabra a Berg, que aguardaba a su lado silencioso, picó al caballo y desapareció por las callejuelas.
IV
Las tropas continuaban retrocediendo desde Smolensk. El enemigo las perseguía. El día 10 de agosto, el regimiento que mandaba el príncipe Andrés pasó por la gran carretera por delante del camino que conducía a Lisia-Gori. Desde hacía tres semanas el calor y la sequía eran muy pronunciados. Cada día el cielo se cubría de unas nubes apelotonadas como si fueran una piara de borregos, que a veces cubrían el sol, pero hacia la tarde las nubes se dispersaban y el sol se ponía entre una neblina rojiza. Sólo un fuerte rocío refrescaba la tierra. Los trigos que no se habían segado se agostaban. Los pantanos estaban secos y los rebaños balaban de hambre al no encontrar pasto en los campos cocidos por el sol. No refrescaba más que por las noches y en los bosques, cuando todavía había humedad del rocío; pero por la carretera, por la gran carretera que seguían las tropas, no se notaba el fresco ni por las noches ni cuando pasaban por entre los bosques. Cuando se levantaba el día empezaba la marcha. Los convoyes y la artillería adelantaban sin hacer ruido y la infantería se hundía en el polvo caldeado y movedizo que ni la noche refrescaba. Una parte de este polvo se introducía en las piernas y en las ruedas, pero otra, dando vueltas como una nube por encima del ejército, se metía en los ojos, en el pelo, en los oídos, en la nariz y particularmente en los pulmones de los hombres y de los animales que avanzaban por la carretera. Cuanto más alto se hallaba el sol, más se levantaba la nube de polvo. A través de aquel polvo fino y caliente podía mirarse el sol, que las nubes no cubrían y que parecía una enorme esfera de color carmesí. No soplaba el viento y los hombres se ahogaban en aquella atmósfera inmóvil. Marchaban tapándose la nariz y la boca con los pañuelos. Cuando llegaban a un pueblo, todos se empujaban a los pozos, llegando a beber hasta el lodo.
El príncipe Andrés conducía el regimiento y su gestión, el bienestar de los soldados y la necesidad de dar y recibir órdenes le ocupaban. El incendio de Smolensk y el abandono de la ciudad marcaban una etapa para el príncipe Andrés. Un sentimiento de cólera nuevo contra el enemigo le obligaba a olvidarse de su dolor, entregándose por enteró a los asuntos del regimiento; se ocupaba de sus soldados y de sus oficiales, mostrándose padre de todos. En el regimiento le llamaban «nuestro Príncipe», mostrándose orgullosos de él y queriéndole. Él, sin embargo, sólo era bueno con los hombres de su regimiento: con Timokhin y los demás, con la gente nueva y medio forastera, con aquellos que no podían conocer ni comprender su pasado. Por eso, cuando se encontraba con uno de sus antiguos conocidos del Estado Mayor, se encolerizaba, se ponía de mal humor, volviéndose despreciativo y desdeñoso. Todo lo que le recordaba su pasado le repugnaba. Por eso sólo procuraba no ser injusto con aquel mundo antiguo y cumplir con su deber.
En efecto: todo se presentaba con colores sombríos, particularmente después del 6 de agosto, tras haber abandonado Smolensk – que en su opinión hubieran podido y debido defender -, después que su padre, enfermo, habíase visto obligado a huir a Moscú y abandonar al pillaje Lisia-Gori, que tanto amaba y que él había resucitado y repoblado. Pero a pesar de esto y gracias al regimiento, el príncipe Andrés podía pensar en otra cosa, totalmente independiente de las cuestiones generales: en su regimiento. El 10 de agosto, la columna de la cual formaba parte llegó a Lisia-Gori.
Dos días antes, el príncipe Andrés había recibido la noticia de que su padre, su hijo y su hermana habían marchado a Moscú. Aunque el príncipe Andrés no tenía nada que hacer en Lisia-Gori, decidió ir por el deseo de reavivar su dolor.
Ordenó ensillar un caballo y marchó al pueblo paterno, en el que había nacido. Al pasar por delante del estanque, donde siempre lavaban ropa docenas de mujeres, mientras charlaban de lo lindo, el príncipe Andrés observó que no había nadie y que una pequeña madera desclavada y cubierta de agua hasta la mitad flotaba en medio del estanque. El príncipe Andrés se acercó a la casa del guarda. Cerca de la puerta cochera no había nadie, y la puerta permanecía abierta. Las avenidas del jardín se encontraban cubiertas ya de hierba, mientras los becerros y los caballos erraban por el parque inglés. El príncipe Andrés se acercó a un invernadero; los cristales se hallaban rotos, algunas plantas caídas, otras se secaban. Llamó al jardinero Tarás y nadie le respondió. Al dar la vuelta al invernadero se dio cuenta de que la balaustrada de roble esculpido estaba rota y de que las frutas habían sido arrancadas de los árboles. Un viejo campesino – el Príncipe le veía en su puerta desde la infancia – estaba sentado en un verde banco mientras trenzaba un lapott Era sordo y no oyó acercarse al Príncipe. A su alrededor, los pedazos de madera preparados para ser trenzados colgaban de las ramas secas y rotas de un magnolio.
El príncipe Andrés se acercó a la casa. En el viejo jardín, algunos tilos habían sido cortados. Una asna con su pollino pastaban delante de la casa por entre los rosales. La casa se hallaba cerrada. Un muchachito, al darse cuenta de la presencia del príncipe Andrés, corrió hacia la casa. Alpatich, que había hecho marchar a su familia, quedándose solo en Lisia-Gori, se hallaba en casa y leía las vidas de los santos. Al conocer la llegada del príncipe Andrés, salió de la casa con las gafas sobre la nariz y, abrochándose, se acercó aturdido al Príncipe; después, sin decir nada, llorando, le besó las rodillas. Pero reaccionó contra su debilidad y empezó a darle cuenta de la situación de los asuntos de la finca. Todo lo que era precioso y valía algo había sido enviado a Bogutcharovo. El trigo, casi cien chetvertt, también se lo habían llevado. El heno y la cosecha de primavera, extraordinaria según la opinión de Alpatich, había sido recogida, todavía verde, por los soldados. Los campesinos estaban arruinados. Unos habíanse marchado a Bogutcharovo, y otros, muy pocos, se habían quedado.
Sin acabar de escucharle, el príncipe Andrés preguntó:
– ¿Cuándo marcharon mi padre y mi hermana?
Quería decir a Moscú, pero Alpatich, entendiendo que se refería a Bogutcharovo, respondió que el 7 y a continuación siguió extendiéndose sobre los asuntos de la explotación y pidiendo órdenes.
– ¿Queréis que entregue el centeno a las tropas contra recibo? Todavía quedan seiscientos chetvertt.
«¿Qué he de contestarle?», pensó el príncipe Andrés mientras miraba la calva cabeza del viejo, que relucía al sol, y leía en sus ojos la confesión de que él mismo comprendía la inoportunidad de la pregunta, que formulaba sólo para disimular su pena.
– Sí, hazlo así – le dijo.
– Seguramente habréis observado un poco de desorden en el jardín – dijo Alpatich -. Fue imposible evitarlo. Han pasado tres regimientos y se han quedado una noche, particularmente los dragones. Tengo anotados el grado y el título del comandante para presentar una reclamación.
– ¿Y tú qué piensas hacer? ¿Te quedarás si llega el enemigo? – le preguntó el príncipe Andrés.
Alpatich volvió la cara hacia el príncipe Andrés, le miró y de pronto, con gesto solemne, levantó el brazo al cielo.
-Él es mi protector. ¡Que se haga su santa voluntad! – pronunció.
Toda la colonia de campesinos y criados marchaban a través de los campos hacia el príncipe Andrés.
– ¡Adiós, adiós! – dijo el príncipe Andrés inclinándose hacia Alpatich -. Vete, llévate lo que puedas y ordena a los siervos que partan hacia la hacienda de Riazán o cerca de Moscú.
Alpatich, abrazándose a su pierna, lloró.
El príncipe Andrés le rechazó dulcemente y, poniendo el caballo a galope, partió por el camino.
V
La princesa María no se hallaba en Moscú y no se encontraba fuera de peligro, como imaginaba el príncipe Andrés.
Después de la vuelta de Alpatich de Smolensk, el viejo Príncipe pareció que de pronto se rehacía. Ordenó reunir a todos los siervos y armar los, escribió una carta al general en jefe, en la que le anunciaba su intención de quedarse en Lisia-Gori hasta el último momento, defendiéndose; pedía libertad para armarse a su gusto. Añadiendo que si se le negaba no tomaría las disposiciones para defender Lisia-Gori y entonces el más viejo de los generales rusos caería hecho prisionero o muerto. Declaró a sus familiares que no se movería de Lisia-Gori.
El viejo Príncipe dio órdenes, sin embargo, para la marcha de la Princesa, de Desalles y de su nieto a Bogutcharovo y desde allí a Moscú. La princesa María, espantada por aquella actividad de fiebre sin descanso de su padre, actividad que sustituía a su antiguo abatimiento, no acababa de resolverse a dejarle solo, por lo que por primera vez en su vida se permitió desobedecerle. Negóse a marchar, habiendo de resistir la espantosa cólera del Príncipe. Le recordó todas las injusticias que con ella había cometido, pero, al intentar acusarle, él decía que quería atormentarlo, que ella le había hecho pelearse con su hijo, que escondía mil sospechas despreciables y que su propósito era el de amargarle la vida, después de lo cual la echó del despacho, añadiendo que lo mismo le daba que se fuera como que no. Dijo que no quería saber nada de su vida, previniéndole de que no se presentara jamás delante de su vista. El hecho de que no mandara llevársela a la fuerza – que era lo que temía la Princesa – la alegró; solamente recibió la orden de no presentarse ante él. Sabía que aquello quería decir que su padre estaba satisfecho, en el fondo, de que la Princesa no quisiera dejarlo.
Al día siguiente después de la marcha de Nikolutka, el viejo Príncipe, por la mañana, vistió su uniforme de gala, disponiéndose a visitar al generalísimo. El coche se hallaba al pie de la puerta. La princesa Maria viole salir con todas sus condecoraciones y pasar, en el jardín, revista a todos sus siervos armados. La princesa María sentábase cerca de la ventana, pudiendo oír la voz de su padre, que resonaba en el jardín. De repente, algunas personas, con el rostro descompuesto por el espanto, corrieron por el sendero.
La princesa María salió a la puerta, yéndose hacia aquella parte del jardín. Una gran cantidad de campesinos dirigíase hacia ella, llevando entre algunos, en medio de ellos, al viejecito con su uniforme cubierto de condecoraciones. A causa del juego de luces entre las copas de los tilos, no podía darse cuenta del cambio de las caras. Sólo vio una cosa: que la expresión habitual del rostro del viejo Príncipe, severa y resuelta, había sido sustituida por otra de timidez y docilidad.
Al percibir a su hija, movió los labios débilmente.
Nadie supo comprender lo que quería. Lo levantaron en brazos y entre dos le llevaron a su despacho. Allí lo dejaron sobre aquel diván que tanto miedo le causaba de un tiempo a esta parte.
El doctor, llamado aprisa y corriendo, aquella misma noche le hizo una sangría y declaró que el Príncipe estaba paralizado del costado derecho. Quedarse en Lisia-Gori hacíase más peligroso cada vez, por lo que el viejo Príncipe fue al día siguiente trasladado a Bogutcharovo. El médico los acompañó.
Cuando llegaron a Bogutcharovo, Desalles y el pequeño Príncipe habían ya marchado hacia Moscú. El viejo Príncipe, siempre en el mismo estado, ni mejor ni peor, pasó tres semanas en Bogutcharovo, echado, en la nueva casa construida por el príncipe Andrés. El viejo Principe había perdido el conocimiento. Yacía como un cadáver mutilado. Murmuraba continuamente algo, moviendo las cejas y los labios, pero era imposible saber si comprendía a los que le rodeaban. Sólo una cosa era segura: que padecía y que deseaba decir algo. ¿Pero qué? Nadie podía adivinarlo. ¿Era el capricho de un enfermo o de un loco? ¿Se trataba de asuntos generales o de la familia? El medico decía que la inquietud que expresaba no quería decir nada, ya que la causa era física; la princesa María, sin embargo, pensaba – y el hecho de que su presencia aumentara siempre el malestar del Principe la confirmaba en su opinión – que quería decirle algo.
Estaba muy claro que padecía física y moralmente. No existían esperanzas de poderle salvar. No se podía pensar tampoco en transportarlo a otra parte. ¿Qué harían si se moría por el camino? «Valdría más que terminara de una vez», pensaba a veces la princesa María.
Pasaba el día y la noche a su lado; casi no dormía y, es espantoso decirlo, pero frecuentemente le observaba no con la esperanza de una mejoría, sino con el deseo de ver el indicio de su próximo fin.
Por raro que fuera para la Princesa confesarse este sentimiento, el caso es que lo experimentaba. Además, y lo que era peor para ella, desde la enfermedad de su padre se desvelaban en ella todos los deseos y las esperanzas personales que dormían en el fondo de su espíritu. Cosas que en muchos años no se le habían ocurrido: el pensamiento de una vida de libertad sin el miedo al padre, incluso la idea del amor y la posibilidad del goce de la familia, llenaban continuamente su imaginación como una diabólica tentación. Ella procuraba rechazarla, pero insistentemente se volvía a hacer la pregunta: después de «aquello», ¿qué vida haría? Eran tentaciones del demonio, y la princesa María sabía que su única arma contra «él» era la oración; se arrodillaba delante de los iconos, recitaba las palabras de las oraciones, pero no podía orar. Sentía que el otro mundo, el de la vida, el de la actividad difícil y libre, totalmente opuesto al mundo moral en que se había encerrado antes y en el que la oración era el mejor consuelo, se la llevaba. No podía ni orar ni llorar, y las penas de su vida la arrastraban. Quedarse en Bogutcharovo era peligroso. De todas partes se oía decir que los franceses adelantaban, y que en un pueblo a quince verstas de Bogutcharovo, una hacienda había sido saqueada por los merodeadores franceses.
El médico insistía en llevarse al Príncipe más lejos; el mariscal de la nobleza envió un funcionario a la princesa María para suplicarle que marchara, cuanto antes mejor. El inspector de policía, que había ido a Bogutcharovo, insistió en el mismo sentido, afirmando que los franceses estaban a cuarenta verstas, que por los pueblos circulaban proclamas francesas y que si la Princesa no marchaba antes del 15 con su padre él no respondería de nada. Continuamente tenía que dar órdenes – todos se dirigían a ella -, y la idea de que habían de marcharse la consumía todo el día.
La noche del 14 al 15, como de costumbre, la pasó en la habitación del Principe, sin desnudarse. Se despertó muchas veces, oyendo la respiración oprimida, el crujir de la cama y los pasos de Tikhon y del criado que cambiaban al enfermo de posición. Escuchó detrás de la puerta, pareciéndole que aquel día murmuraba más alto y se revolvía con mayor frecuencia. La princesa María no podía dormir, y frecuentemente se acercaba a la puerta, escuchaba, quería entrar, pero no se atrevía. Aunque no hablara, la princesa María sabía cuán desagradable era para el Principe cualquier expresión de temor con respecto a él. Observaba el disgusto con que se apartaba de la mirada que ella muy fijamente le dirigía, sin darse cuenta, y no ignoraba que su presencia en las altas horas de la noche le molestaba.
Nunca, sin embargo, le pareció tan doloroso el perderlo como ahora. Recordaba toda su vida con él, descubriendo en cada una de sus palabras y en cada uno de sus actos la expresión del amor que ella le había profesado. Entre sus recuerdos, las tentaciones del diablo, el pensamiento de «¿qué pasará después de su muerte y qué haré de mi vida libre?», se le presentaban a veces en su imaginación, pero los alejaba con horror. Por la mañana, el Príncipe se sosegó, durmiéndose ella.
Se despertó tarde. La claridad de su espíritu, que se le manifestó al despertarle, le demostraba qué era lo que la preocupaba con preferencia durante la enfermedad de su padre. Se despertó escuchando detrás de la puerta, y al oír el estertor se dijo que todo continuaba igual.
«Pero ¿qué variación puede haber? ¿Qué es lo que yo deseo? ¿Su muerte…?», exclamó horrorizada.
Se vistió, dijo sus oraciones y después salió al portal. Allí cerca se encontraban dos coches, todavía sin caballos, en los que iban colocando el equipaje.
La mañana era gris y tibia. La princesa María se paró en el portal; no cesaba de causarle horror su cobardía moral, mientras procuraba poner sus pensamientos en orden antes de entrar a ver a su padre. El doctor descendió la escalera y se le acercó.
– Hoy está algo mejor – díjole -, y yo la buscaba. Puede entenderse algo de lo que dice, pues tiene la cabeza más clara. Vamos, que la llama.
Al oír aquella noticia, el corazón de la princesa Maria empezó a latir tan fuertemente que su rostro palideció, debiendo apoyarse en la puerta para no caer. Verle, hablar con él, presentarse a sus ojos, cuando tenía el alma tan llena de tentaciones criminales, era para la Princesa un tormento a la vez alegre y terrible.
– Vamos – dijo el doctor.
La princesa María entró en la habitación, acercándose a la cama. El Príncipe se hallaba de espaldas. Sus manos, pequeñas, huesudas, surcadas de venas azules y sarmentosas, descansaban encima del cubrecama; tenía el ojo izquierdo fijo y claro; el derecho, extraviado; las cejas y los labios, inmóviles. Era delgadito, pequeño y miserable. Parecía que la cara se le hubiera secado o que sus rasgos se hubiesen encogido. La princesa María se le acercó, besándole la mano. La mano izquierda del Principe apretó tan fuerte la de ella, que se veía muy claro que hacía tiempo que la esperaba. Movió la mano y las cejas y los labios se contrajeron coléricamente.
Asustada, la Princesa le miraba, procurando adivinar qué quería. Cuando le cambiaron de posición, se le acercó tanto que veía su cara en el ojo izquierdo del Principe. Durante unos segundos estuvo calmado, sin mover los ojos. Los labios y la lengua se le agitaron, se oyeron algunos sonidos y se puso a hablar tímidamente mientras la miraba suplicante: evidentemente, temía que no le comprendiera.
La princesa María le miraba con atención concentrada. El cómico esfuerzo que hacía para mover la lengua obligó a la princesa María a bajar los ojos y reprimir penosamente el llanto que se le subía a la garganta. El Príncipe pronunció alguna cosa, repitiendo siempre la misma palabra. La Princesa no podía comprenderlo, pero procuraba adivinar lo que le decía, y repetía interrogativamente las palabras pronunciadas por él.
– ¡Ah, ah, ah! Uf…, uf… – repitió el Principe muchas veces.
Era imposible comprenderlo. El doctor creyó adivinarlo y, repitiendo las palabras, preguntó:
– ¿La Princesa está asustada?
El viejo movió la cabeza negativamente y repitió lo dicho anteriormente.
– El alma, el alma padece – adivinó y dijo la princesa María.
El viejo pareció afirmar, le cogió la mano y la estrechó contra su pecho como si le buscara un lugar a propósito.
– Siempre pienso en ti… Pensamientos – murmuró enseguida más claro y de un modo mucho más comprensible que antes, al saberse comprendido. La princesa María apoyó la cabeza en la mano de su padre, para esconder los suspiros y las lágrimas, y le acarició el cabello.
– Toda la noche te he llamado – pronunció el viejo.
– Si lo hubiera sabido… – dijo ella entre lágrimas -. No me atreví a entrar. – Él le estrechó la mano.
– ¿No has dormido?
– No, no he dormido – dijo moviendo negativamente la cabeza. Sometida involuntariamente a su padre, procuraba hablar igual que él, sobre todo con signos, fingiendo mover la lengua con esfuerzo.
-Hija mía… ¡Oh amiga mía…!
La princesa María no lo pudo entender, pero por la expresión de su rostro veíase que había pronunciado una palabra de ternura, acariciadora, que nunca había dicho: «¿Por qué no has venido?»
«¡Yo que le deseaba la muerte!», pensó la princesa María.
Calló el Príncipe, y a poco:
– Gracias, hija mía…, amiga mía, por todo…, por… todo…, perdón…, María…, per… dona…, gracias – los ojos se le llenaron de lágrimas.
– Manda buscar a Andrutcha – dijo de pronto. Y al hacer esta petición, su rostro tímido, infantil y desconfiado, parecía indicar que él mismo sabía que su ruego no tenía sentido. Eso fue al menos lo que supuso la princesa María.
– He recibido una carta de él – respondió la Princesa.
Él la miró extrañado y con timidez.
-.¿Dónde está ahora?
-Está en el ejército, padre, en Smolensk.
El Príncipe calló durante un buen rato, quedando con los ojos cerrados. Enseguida, y como para responder a sus dudas y afirmar que lo había comprendido todo y que se acordaba, movió afirmativamente la cabeza y abrió los ojos.
– Sí – dijo claramente y con dulzura -. Rusia está perdida. ¡La han perdido! – y volvió a llorar, resbalando las lágrimas por sus mejillas.
La princesa María no pudo contenerse, echándose a llorar.
El Príncipe cerró de nuevo los ojos, cesando en su llanto; con la mano se señaló los ojos, y Tikhon, que le comprendió, le secó las lágrimas.
Después abrió los ojos; dijo alguna cosa, que en mucho rato nadie pudo comprender y que entendió por fin Tikhon, transmitiéndola. La princesa María buscaba el sentido de sus palabras en el orden de ideas de lo manifestado por el Príncipe unos minutos antes; se preguntaba si hablaba de Rusia, del príncipe Andrés, de ella, de su nieto o de la muerte, y por esto no pudo adivinar qué le decía.
– Ponte el vestido blanco; me gusta – le dijo el Príncipe.
Al oír estas palabras, la princesa María redobló su llanto: el doctor, cogiéndola por el brazo, la condujo a la habitación de la terraza, recomendándole calma y que se ocupara de los preparativos de la marcha.
Así que la princesa María salió de la habitación, el Príncipe empezó a hablar de su hijo, de la guerra y del Emperador; frunciendo el ceño airadamente, gritó con su ronca voz de otros días, y tuvo el segundo y último ataque.
La princesa María quedóse en la terraza. El día había sido claro, soleado y caliente. Ella no podía comprender, sentir ni pensar. Estaba completamente absorbida por el apasionado cariño de su padre. Afecto que le parecía haber ignorado hasta entonces. Corrió al jardín y llorando huyó hacia el estanque por el camino de los tilos jóvenes, plantados por el príncipe Andrés.
– ¡Sí…, soy yo…, yo…, quien le deseaba la muerte! Sí, he deseado que muriera enseguida…, he deseado apartarlo de mi vida…, y ¿qué será de mí? ¿Cómo podré tranquilizarme cuando él no exista? – murmuró en alta voz mientras andaba a grandes pasos por el jardín, apretándose con las manos su pecho sollozante.
Después de dar otra vuelta que la llevó a la casa, se dio cuenta de la señorita Bourienne – que se había quedado en Bogutcharovo – y de un desconocido que le salieron al paso. Era el mariscal de la nobleza, que iba a visitar a la Princesa para hacerle presente la necesidad de marchar rápidamente. La princesa María los escuchaba sin comprender lo que le decía. Hizo entrar al mariscal en la casa y ofrecióle desayuno, sentándose junto a él; enseguida, excusándose, se acercó a la puerta de la habitación de su padre. El doctor salía muy descompuesto y prohibióle entrar.
– ¡Márchese, Princesa, márchese!
La princesa María volvió al jardín y, cerca del estanque, en un sitio solitario, se sentó en la hierba. No supo exactamente el tiempo que allí estuvo.
Los pasos de una mujer que corría por el camino la volvieron en sí. Se levantó, viendo a Duniatcha, su camarera, que a no dudar la buscaba, y de pronto, y como asustándose a la vista de su señorita, se paró.
– Por favor, Princesa…, el Príncipe – dijo Duniatcha con voz temblorosa.
– Voy enseguida – dijo apresuradamente la Princesa, sin dar tiempo a Duniatcha para que terminara de hablar. Y corrió a la casa.
-Princesa, Dios lo ha querido. Tiene que estar dispuesta a todo – dijo el mariscal de la nobleza deteniéndola ante la puerta.
– ¡Déjeme! ¡No, no es verdad! – contestó con aspereza. El doctor quiso detenerla, pero ella le empujó corriendo hacia la puerta.«¿Por qué me detienen estos hombres tan asustados? No necesito a nadie. ¿Qué hacen aquí?»
Abrió la puerta, y la luz clara del día en aquella habitación antes tan oscura la asustó. Encontrábanse allí mujeres y criadas. Todas se apartaron, abriéndole paso. Él estaba igualmente tendido sobre la cama, pero la severidad de su rostro detuvo a la Princesa en el umbral.
– ¡No…, no ha muerto…, no es posible! – dijo la princesa María al acercarse. Y, dominando el horror que la poseía, posó los labios sobre su mejilla, pero enseguida retrocedió. Espontáneamente, toda la ternura que en su interior sentía por él desapareció, dando lugar a un sentimiento de horror por el que allí yacía. «¡Ya no está! ¡Ya no está! ¡Ya no está! ¡Y aquí, en el sitio donde se hallaba, queda algo extraño, hostil, un misterio terrible, espantoso y repugnante!» Y, escondiendo la cara entre las manos, la princesa María cayó en los brazos del doctor, que la sostuvo.
En presencia de Tikhon y del doctor, las mujeres lavaron el cuerpo, le ataron un pañuelo en torno a la cabeza, para que se le cerrara la boca, atándole además otro alrededor de las piernas, que se le separaban; enseguida vistiéronle el uniforme con las condecoraciones, dejando encima del catafalco un pequeño cadáver descarnado. Dios sabe quién cuidaría de todo; parecía que se hacía solo. Al atardecer se encendieron cirios alrededor del ataúd, cubierto de un paño mortuorio: por el suelo esparcieron espliego; una oración impresa fue colocada en la cabecera del ataúd, mientras en un rincón un chantre recitaba los salmos.
Igual que los caballos que se encabritan y tiemblan al ver un caballo muerto, en el salón, alrededor del féretro, se apiñaban forasteros, familiares, el mariscal de la nobleza, el stárosta del pueblo, mujeres y siervos; todos con los ojos fijos y asustados se persignaban, hablando bajo y besando la mano fría e inerte del viejo Príncipe.
VI
Bogutcharovo, antes de la instalación del príncipe Andrés, era una propiedad casi abandonada, teniendo los siervos de aquel pueblo un carácter muy distinto de los de Lisia-Gori, de los que se distinguían incluso en el modo de hablar, en el vestir y en las costumbres.
Decían que eran campesinos de las estepas. El viejo Príncipe los elogiaba por su asiduidad en el trabajo cuando iban a Lisia-Gori a ayudar en la cosecha o a cavar fosos y estanques, pero no le eran simpáticos debido a ser tan retraídos.
La última estancia del príncipe Andrés en Bogutcharovo, a pesar de sus innovaciones – hospitales, escuelas y reducción de censos-, no había civilizado las costumbres de aquella gente, sino que, al contrario, había acentuado aquel rasgo de su carácter que el viejo Príncipe llamaba salvaje.
Alpatich, al llegar a Bogutcharovo poco antes de la muerte del viejo Príncipe, había observado que se producía un movimiento en el pueblo y que, contrariamente a lo que ocurría a sesenta verstas alrededor de Lisia-Gori, donde los campesinos huían abandonando a los cosacos sus pueblos para que los saquearan, en las estepas de Bogutcharovo los siervos estaban en relación con los franceses, que recibían papeles que circulaban entre ellos.
Por fin, y esto era lo más importante, Alpatich sabía que el mismo día que él había ordenado al stárosta que reuniera los carros para llevarse el equipaje de la Princesa aquella misma mañana, los campesinos se habían reunido, decidiendo no moverse y esperar. Entre tanto, el tiempo apremiaba. El día de la muerte del Príncipe, 15 de agosto, el mariscal de la nobleza insistió en que la Princesa partiera inmediatamente. Ahora existía ya peligro y, pasado el día 16, no podría responder de nada. Él se marchó el mismo día de la muerte del Príncipe, prometiendo volver al siguiente para los funerales. Pero no pudo cumplir su promesa, porque, según las noticias que se acababan de recibir, los franceses, inesperadamente, avanzaban, y él, con mucha dificultad, tuvo el tiempo justo para llevarse consigo a su familia y las cosas de más valor que tenía en su finca.
Por la tarde, los carros no estaban prestos. En el pueblo, cerca de la taberna, se había celebrado una asamblea, en la que habían decidido soltar a los caballos en el bosque y no entregar los carros. Alpatich, sin decir una palabra a la Princesa, mandó descargar sus bagajes, que llegaban de Lisia-Gori, cogiendo los caballos para su coche para irse a ver a las autoridades.
VII
El 17 de agosto, Rostov e Ilin, acompañados de Lavruchka y de un húsar y un ordenanza, salieron a caballo a pasear por las afueras del campamento de Iankovo, instalado a quince verstas de Bogutcharovo, para probar el nuevo caballo adquirido por Ilin e informarse si se encontraba heno en aquellos pueblos.
Hacía tres días que Bogutcharovo se encontraba entre los dos ejércitos enemigos, de modo que la retaguardia rusa podía ir con la misma facilidad que la vanguardia francesa; por eso Rostov, comandante muy atento a las necesidades de su escuadrón, quería aprovecharse antes de que los franceses se llevaran las provisiones que hubieran quedado.
Rostov e Ilin dirigíanse a Bogutcharovo de muy buen humor, porque esperaban encontrar servicio esmerado y guapas muchachas en la hacienda del Príncipe. Entreteníanse a veces en interrogar a Lavruchka, y se reían de lo que les contaba. O se divertían en pasar el uno delante del otro para probar el caballo de Ilin.
Rostov ignoraba que el pueblo a que se dirigían pertenecía a Bolkonski, que había sido prometido de su hermana. Rostov e Ilin pusieron a galope por última vez sus caballos, y se encontraron a unos pasos de Bogutcharovo. Rostov, adelantándose a Ilin, entró el primero en el pueblo.
– Me has adelantado – dijo Ilin muy sofocado.
– Sí, yo siempre llego primero, lo mismo en el campamento que aquí – replicó Rostov mientras acariciaba su caballo del Don.
– Yo, Excelencia, monto un caballo francés – dijo detrás de ellos Lavruchka, calificando de caballo francés a la mula que montaba -. Podría haber llegado el primero,, pero no os he querido avergonzar.
Al paso, se acercaron a la granja, cerca de la cual hallábase una multitud de siervos. Algunos se descubrieron a su paso y otros los miraban, sin descubrirse. Dos campesinos viejos, altos, de cara arrugada, con ralas barbas, salieron de la taberna y se acercaron a los oficiales, balanceándose mientras cantaban y reían.
– ¡Vaya tíos! ¿Tenéis heno? – preguntó sonriendo Rostov.
– ¡Cómo se parecen…! – observó Ilin.
– «La… ale… gre… conver… sación» – cantaba uno con beatífica sonrisa.
Un campesino se destacó de la multitud y se acercó a Rostov.
– ¿Quiénes sois? – preguntó.
– Franceses – respondió riendo Ilin -. Aquí tienes a Napoleón en persona – añadió señalando a Lavruchka.
– ¿Sois rusos, pues? – preguntó de nuevo el campesino.
– ¿Habéis venido muchos? – preguntó otro campesino pequeño acercándoseles.
– Muchos, muchos – replicó Rostov -, pero ¿qué hacéis aquí reunidos? ¿Celebráis alguna fiesta?
– Son los viejos que se reúnen por causa del mir – respondieron los campesinos mientras se alejaban.
En aquel momento, dos mujeres y un hombre con blanco gorro salían de la señorial casa en dirección a los oficiales.
-La que va de color de rosa es para mí, no me la quitéis – dijo Ilin por Duniatcha, que se le acercaba corriendo.
– Será para nosotros – dijo Lavruchka a Ilin guiñándole el ojo.
– ¿Qué hay de nuevo, preciosa? – dijo Ilin sonriente.
– La Princesa ha ordenado que os preguntáramos de qué regimiento sois y cómo os llamáis.
– Conde Rostov, comandante de escuadrón y servidor vuestro.
– «Con… con… versa… ción» – cantaban los borrachos campesinos, sonriendo al mirar a Ilin que hablaba con la muchacha.
Detrás de Duniatcha, Alpatich se acercó a Rostov, descubriéndose de lejos.
– ¿Puedo molestar un momento a Su Señoría? – dijo con respeto pero también con negligencia, viendo la juventud del oficial y poniéndose la mano en el bolsillo -. Mi señora, la hija del general jefe príncipe Nicolás Andreievitch Bolkonski, muerto el día 15 de este mes, se encuentra ante serias dificultades a causa de la ignorancia de esta gente – y señaló a los campesinos -, y espera que os dignéis… ¿Queréis retroceder un poco, por favor? – dijo Alpatich con triste sonrisa -; no es muy agradable hablar delante de… -Alpatich señaló con los ojos a dos campesinos que rondaban tras ellos, como los tábanos alrededor de los caballos.
– ¡Eh, Alpatich! ¡Eh, Iakob Alpatich…! Ya está bien eso… – dijeron los campesinos con sonrisa alegre.
Rostov miró al borracho, sonriéndose también.
– ¿Por ventura esto divierte a Vuestra Excelencia? -dijo Iakob Alpatich con cara seria mientras señalaba con la mano que tenía libre a los dos viejos.
-No, aquí no hay nada divertido-dijo Rostov, y retrocedió -. ¿De qué se trata?
– Si Vuestra Excelencia me lo permite, me atreveré a explicarle que la gente grosera de este lugar no quiere dejar salir a su señora y amenaza con desenganchar los caballos, de modo que están los equipajes a punto, sin que Su Excelencia pueda marchar.
– No puede ser – exclamó Rostov.
– Os digo la verdad, la pura verdad – confirmó Alpatich.
Rostov descendió del caballo, que entregó a su ordenanza, y con Alpatich se dirigió a pie a la casa, mientras le pedía detalles. Efectivamente, la proposición de dar trigo a los campesinos, hecha el día anterior por la Princesa, estropeó la situación. Por la mañana, cuando la Princesa ordenó enganchar para emprender la marcha, los campesinos salieron todos juntos y cerca de la granja advirtiéronle que no la dejarían salir del pueblo, «que existía la orden de que nadie saliera», para lo cual desengancharían los caballos. Alpatich habíales amonestado, pero le respondieron – el que más hablaba era Karp; Drone no salía de la muchedumbre – que no podían dejar marchar a la Princesa, y que respecto a este punto existía una orden, y que si la Princesa se quedaba, la servirían y la obedecerían en todo y para todo igual que antes.
Mientras Rostov e Ilin galopaban por la carretera, la princesa María, a pesar de los ruegos de Alpatich, de la criada vieja y de las camareras, daba orden de enganchar, pues quería salir. Pero al darse cuenta de los caballos que galopaban – los había tomado por franceses -, los postillones negáronse a partir y la casa se llenó de lamentos de mujer.
– ¡Padre, padrecito!.¿Es Dios quien os envía? – decían las voces mientras Rostov atravesaba el patio.
La princesa María, asustada y sin fuerzas, estaba sentada en el salón cuando Rostov fue introducido. No comprendía quién era ni por qué estaba allí ni qué pasaría. Al observar su rostro ruso y al reconocer desde el primer momento y desde las primeras palabras que tenía delante a un hombre de su mundo, le miró con mirada profunda, resplandeciente, empezando a hablar con voz entrecortada y temblorosa por la emoción. Rostov vio enseguida algo romántico en aquella presentación. Una muchacha sin defensa, aplastada por el dolor, sola y abandonada en las manos de groseros campesinos revolucionarios. «¿Qué extraño azar me ha traído aquí? ¡Y qué dulzura, qué nobleza hay en su cara y en su expresión!», pensaba Rostov mientras la miraba y oía su tímido relato.
Cuando empezó a decir que todo había ocurrido al día siguiente de la muerte de su padre, se le quebró la voz en un sollozo, volvióse y enseguida, como si temiera que Rostov tomara a mal sus palabras o las interpretara como un ardid para enternecerlo, le miró, interrogadora y temerosamente. Rostov tenía las lágrimas en los ojos. La princesa María dióse cuenta, mirando a Rostov con agradecimiento, con aquellos ojos resplandecientes que hacían olvidar la fealdad de su rostro.
– No puedo expresaros, Princesa, la satisfacción que siento por haber venido por casualidad aquí y poderme poner por entero a vuestra disposición – dijo Rostov levantándose -. Marchad si así os place, yo os respondo por mi honor que nadie se atreverá a inquietaros con sólo permitirme que os acompañe. – Y saludándola con respeto, igual como se saluda a las damas de sangre real, se dirigió a la puerta. Por su tono, Rostov parecía querer demostrar que aunque consideraba como una suerte el conocer a la Princesa, no quería aprovecharse de su desgracia para relacionarse con ella.
La princesa María comprendió aquel gesto y lo agradeció.
– Os estoy muy reconocida – díjole en francés.
De pronto la Princesa se echó a llorar.
– Dispensadme – dijo.
Rostov enarcó las cejas y saludó otra vez profundamente al salir de la habitación.
VIII
Que amable es! ¡Si supieras! ¡Una delicia! Es mi rubia y se llama Duniatcha.
Pero Ilin, al mirar la cara de Rostov, callóse. Veía que su héroe, el Comandante, se hallaba en una disposición de espíritu bien diferente a la que él se encontraba.
Rostov miró a Ilin con mala cara y sin responderle se dirigió al pueblo a paso largo.
«¡Ya les enseñaré yo! ¡Ya los meteré en cintura, bandidos!», se decía.
Alpatich, corriendo cuanto le era posible, acercóse a Rostov.
– ¿Qué determinación os habéis dignado tomar? – preguntó.
Rostov se paró y cerrando los puños con gesto amenazador dirigióse bruscamente a Alpatich.
– ¿Determinación? ¿Qué determinación? ¡Viejo imbécil! – le gritó -. ¿A qué aguardas? ¿La gente se subleva y no sabes arreglarlo? Eres un traidor como ellos. Ya os conozco. Os arrancaré la piel a todos…
Después, como si temiera gastar inútilmente su energía, dejó a Alpatich, echando por el camino más rápido. Alpatich, ahogando su íntimo sentimiento por la ofensa, le seguía resoplando, mientras le comunicaba sus consideraciones. Le explicaba que los siervos vivían en plena ignorancia y que era imprudente el contradecirlos sin contar con un destacamento militar, por lo que sería mucho mejor ir a buscar tropas.
– ¡Ya les daré yo tropas! ¡Ya les contradeciré! – decía estúpidamente Nicolás, ahogándose en su insensata cólera animal y por la necesidad de buscar una salida a aquella cólera. Sin pensar en lo que debía hacer, se acercaba a la multitud inconscientemente, resuelto y muy deprisa. Cuanto más adelantaba, más convencido quedaba Alpatich de que era un acto irreflexivo del que no podía resultar nada bueno. Los siervos, al ver su aire resuelto, firme, y su cara contraída, pensaban lo mismo.
– ¡Y ahora oídme todos! – dijo Rostov dirigiéndose a los campesinos-. Marchaos a vuestras- casas; no quiero ni oíros la voz.
-Lo veis. ¡Nosotros no hicimos ningún daño! Esto ha sido una tontería y nada más… Una idiotez… Ya os lo decía que la orden no era ésta… – decían voces que se increpaban mutuamente.
– ¿Lo veis…? Ya os lo había dicho… ¡Esto no está bien, hijos míos!-dijo Alpatich reintegrándose a sus funciones.
– Nosotros tenemos la culpa, Iakob Alpatich – respondieron las voces. Y enseguida la multitud se dispersó por el pueblo.
Al cabo de dos horas, los carros hallábanse en el patio de la casa de Bogutcharovo y los siervos cargaban los equipajes de los señores con animación.
Rostov, para no molestar a la Princesa, no fue a su casa, sino que se quedó en el pueblo, aguardando la marcha. Cuando vio que los carruajes de la Princesa salían, montó a caballo y acompañó a la Princesa hasta la carretera ocupada por las tropas rusas, hasta doce verstas de Bogutcharovo.
– ¡Oh, no tiene importancia! – respondió muy sofocado al expresarle la Princesa su agradecimiento por su salvación (así denominaba ella su acción) -. Cualquier policía hubiera hecho lo mismo. Si sólo tuviéramos que hacer la guerra contra los campesinos, no dejaríamos al enemigo tan atrás – dijo como si se avergonzara de algo y quisiera cambiar de conversación -. Estoy muy contento por haber tenido ocasión de conocerla. Hasta la vista, Princesa; le deseo buena suerte y consuelo; espero poderla encontrar en circunstancias más felices. Si no quiere avergonzarme le ruego que no me dé las gracias.
Pero si la Princesa no le dio las gracias con palabras, se las dio con toda la expresión de su cara iluminada por el agradecimiento y la ternura. No podía creerle cuando le decía que no tenía nada que agradecer. Al contrario, para ella era indiscutible que sin él hubiera muerto seguramente a manos de los revoltosos o de los franceses, y que «él», para salvarla, se había expuesto a peligros ciertos y terribles, además de que era un hombre de alma elevada y noble que había sabido comprender su situación y su pena. Sus ojos buenos y honrados, con las lágrimas que en ellos aparecían cuando ella le hablaba, no se apartaban de su imaginación.
Cuando le hubo dicho adiós y se encontró sola, sintió de pronto sus ojos llenos de lágrimas, y entonces, por primera vez, se le ocurrió esta rara pregunta: «¿Por ventura me he enamorado de él?»
Por la carretera, más cerca de Moscú, a pesar de no ser la situación de la Princesa muy divertida, Duniatcha, que viajaba en el coche con ella, observó que muchas veces la Princesa sacaba la cabeza por la ventanilla, sonriéndole con sonrisa gozosa y triste.
«¿Y si me hubiera enamorado?», pensó la princesa María. Por vergüenza que le causara el confesarse que era ella la primera en enamorarse de un hombre que quizá no la amaría jamás, se consoló con el pensamiento de que nadie lo sabría nunca y de que no sería culpable si, sin decirlo a nadie, hasta el final de su vida amaba a alguien por primera y última vez.
«Y tenía que venir a Bogutcharovo precisamente en este instante, y su hermana tenía que rechazar al príncipe Andrés», pensaba la princesa María, viendo en todo ello la voluntad de la Providencia.
La impresión que la princesa María causó a Rostov fue muy agradable. Cuando la recordaba se sentía alegre, y cuando los compañeros, al tener conocimiento de la aventura que le había ocurrido en Bogutcharovo, bromeaban diciéndole que había ido por heno y había vuelto con la heredera más rica de Rusia, Rostov se disgustó. Se disgustó precisamente porque la idea del matrimonio con la dulce, agradable y riquísima princesa María, a pesar suyo, se le había ocurrido muchas veces. Nicolás no podía desear una mujer mejor que la princesa María. Su boda con ella sería la felicidad de la Condesa, su madre, y reharía los negocios de su padre y hasta – Nicolás lo veía claro – sería la felicidad de la princesa María.
Pero ¿y Sonia? ¿Y la palabra dada? Y Rostov se enfadaba cuando, en broma, le hablaban de la princesa Bolkonski.
IX
Kutuzov, que había aceptado el mando de los ejércitos, recordó al príncipe Andrés y le ordenó presentarse en el Cuartel General.
El príncipe Andrés llegó a Tzarevo-Zaimistche precisamente cuando Kutuzov pasaba la primera revista a sus tropas. El príncipe Andrés se paró en el pueblo cerca de la casa del pope, donde se encontraba el coche del Generalísimo, y se sentó en un banco cerca de la puerta cochera, esperando al Serenísimo, como todos entonces le llamaban. En los campos que se extendían tras el pueblo, tan pronto se oían los acordes de las músicas militares como el rumor de una multitud de voces gritando «¡hurra!» al nuevo comandante en jefe.
Allí, cerca de la puerta cochera, a dos pasos del príncipe Andrés, dos asistentes, el ordenanza y el maitre d'hótel, aprovechaban la ausencia del Príncipe y el buen tiempo para poder charlar.
Un coronel de húsares, pequeño, moreno, con un bigote muy espeso y patillas muy pobladas, se acercó a caballo hacia la puerta y mirando al príncipe Andrés le preguntó si el Serenísimo había parado allí y si volvería pronto.
El príncipe Andrés respondió que él no pertenecía al Estado Mayor del Serenísimo y que hacía poco rato que había llegado. El coronel de húsares se dirigió a un asistente, y el asistente del comandante en jefe le respondió, con el menosprecio característico en los asistentes de los generalísimos cuando hablaban a los oficiales:
– ¿Qué? ¿El Serenísimo? Volverá pronto. ¿Qué queréis?
El coronel de húsares sonrióse por debajo de su bigote, por el tono del asistente, bajó del caballo, lo entregó al ordenanza y después, acercándose a Bolkonski, lo saludo ligeramente. Bolkonski le dejó sitio en el banco; el coronel se sentó a su lado.
– ¿También aguardáis al Generalísimo? – dijo el coronel de húsares -. Dicen que todo el mundo puede verle, ¡Dios sea loado! ¡En esos comedores de salchichas es un asco! Por algo Ermelov ha pedido ser promovido al ejercito alemán, ahora que los húsares tienen derecho a hablar. Además, el diablo sabe lo que han hecho hasta ahora. Retroceder, siempre retroceder. ¿Ha hecho usted la campaña?
– He tenido el placer – replicó el príncipe Andrés -no sólo de participar en la retirada, sino incluso de perder en esta retirada a un ser querido, sin hablar de mis bienes y la casa de mi linaje. Mi padre murió de pena. Soy de Smolensk.
– ¡Ah!. ¿es usted el príncipe Bolkonski? Celebro conocerle. El teniente Denisov, más conocido por el nombre de Vaska – dijo Denisov estrechando la mano del príncipe Andrés y mirándole con benévola expresión -. Sí, ya he oído hablar de usted – añadió con gesto compasivo, después de un corto silencio-. Esto es una guerra de escitas. ¡Todo está bien menos para los que lo pagan con la vida! ¡Ah! Entonces ¿es usted el príncipe Andrés Bolkonski?
Andrés inclinó la cabeza.
– Celebro veros, Príncipe, celebro de veras haberle conocido – repitió con una sonrisa triste, estrechándole de nuevo la mano.
Sonreía así al recordar los tiempos en que estuvo enamorado de Natacha. Pero enseguida pasó a lo que le preocupaba intensamente: el plan de campaña que había imaginado mientras hacía el servicio en la vanguardia durante la retirada. Había presentado ese plan a Barclay de Tolly, y ahora se proponía someterlo a Kutuzov. Su plan se basaba en el hecho de que la línea de operaciones de los franceses se había alargado demasiado y que antes que ellos, o al mismo tiempo que ellos maniobraban de frente, era preciso cerrar el camino a los franceses y atacar sus comunicaciones. Empezó a explicar su plan al príncipe Andrés.
-No se podrá defender toda esta línea, es imposible; yo doy mi palabra de romperla. Deme quinientos hombres y la romperé. Estoy convencido. ¡Sólo hay un sistema posible: las guerrillas!
Denisov se levantó y expuso, gesticulando, su plan a Bolkonski.
A media explicación llegaron del campo de revista gritos, mezclados y confundidos con la música y los cantos. El pueblo se llenó de ruidos, pasos y gritos.
– ¡Es él! – gritó un cosaco que se hallaba en la puerta de la casa.
Bolkonski y Denisov se acercaron a la puerta cochera, cerca de la cual se encontraba un pequeño grupo de soldados: la guardia de honor. Vieron que Kutuzov, montado en un caballo gris y de mediana altura, se acercaba por la calle. Un grupo de generales le acompañaba; Barclay estaba casi a su lado. Una multitud de oficiales corría detrás de él gritando«¡hurra!».
Delante de él, los ayudantes de campo entraron a galope en el patio. Kutuzov, picando espuelas impaciente al caballo, que andaba despacio bajo su enorme peso, y saludando continuamente, acercó su mano a la gorra de cuartel, redonda y sin visera. Al llegar cerca de la guardia de honor de bravos granaderos, la mayoría de los cuales ostentaban sus condecoraciones, que le daban escolta, durante un minuto, en silencio, los miró fijamente con una mirada obstinada y fija, volviéndose después hacia la multitud de generales y oficiales que le rodeaban.
De pronto, su cara tomó una expresión fija y encogió los hombros con gesto de extrañeza.
– ¡Retroceder, retroceder siempre con unos muchachotes así! – dijo -. ¡Vaya! Hasta la vista, general – añadió. Y, picando espuelas hacia la puerta, pasó por delante del príncipe Andrés y de Denisov.
– ¡Hurra, hurra, hurra! – gritaban detrás de él.
Desde que el príncipe Andrés le había visto por última vez, Kutuzov había engordado, haciéndose más pesado; pero su ojo perdido, su gesto, la impresión de fatiga y de su persona eran los mismos.
Llevaba la casaca – el látigo sostenido por una correa fina le atravesaba la espalda – y la gorra blanca de caballero de la guardia. Andaba columpiándose sobre el caballo.
Al entrar en el patio se puso a silbar. Su cara expresaba la alegría tranquila de un hombre que tiene intención de descansar después de una revista. Sacó el pie izquierdo del estribo e inclinándose y moviendo su cuerpo con esfuerzo se levantó de la silla con dificultad, apoyóse con las rodillas, tosió y bajó confiando en los brazos del cosaco ayudante de campo.
Se ajustó la ropa, dirigió la vista a su alrededor con los ojos medio entornados, miró al príncipe Andrés-evidentemente sin reconocerlo – y con su paso de oca entró en el portal. La impresión de la cara del príncipe Andrés no se unió al recuerdo de su persona sino al cabo de unos cuantos segundos, tal como es corriente en los viejos.
– ¡Ah! ¡Buenos días, Príncipe! ¡Buenos días, querido! Vamos…-dijo en un tono de fatiga mirando a su alrededor. Y subió pesadamente las escaleras, que crujían bajo su peso. Se desabrochó la levita y se sentó en el banco que se hallaba bajo el pórtico de la entrada -. ¿Y cómo está su padre?
– Ayer supe que había muerto – dijo brevemente el príncipe Andrés
Kutuzov miró al príncipe Andrés con los ojos desmesuradamente abiertos y enseguida se descubrió, persignándose.
– ¡Que Dios le tenga en la gloria! ¡Que se haga su voluntad sobre todos nosotros. – Suspiró profundamente y se calló por el momento -. Le quería y le respetaba; lo compadezco con toda mi alma.
Abrazó al príncipe Andrés, le estrechó contra su robusto pecho, reteniéndole un rato en esta posición. Cuando le soltó, el príncipe Andrés vio que los gruesos labios de Kutuzov temblaban y que tenía los ojos llenos de lágrimas. Suspiró y apoyó las manos en el banco para levantarse
– Vamos, vamos a casa y hablaremos – dijo.
En aquel momento, Denisov, que no se paraba ni ante los jefes ni ante el enemigo, a pesar de que los ayudantes de campo querían pararlo cerca del portal, subió resuelto la escalera haciendo tintinear sus espuelas. Kutuzov se puso a mirar a Denisov con mirada fatigada y con gesto de despecho, y con las manos apoyadas en el vientre repitió:
– ¿Por el bien de la patria? Y bien, ¿qué es esto? ¡Hable!
Denisov se sonrojó como un muchacho. Era extraño ver sonrojada aquella vieja cara, bigotuda y pecosa. Con decisión comenzó a exponer su plan para romper la línea enemiga de operaciones entre Smolensk y Viazma.
Denisov había vivido mucho tiempo en aquella región y la conocía bien. Su plan parecía indiscutiblemente bueno, sobre todo gracias a la fuerza y convicción con que lo exponía.
Kutuzov se miraba los pies y de vez en cuando echaba una mirada al patio de la vecina isba como si en aquel lugar aguardara alguna cosa desagradable. En efecto, de la isba que miraba mientras hablaba Denisov salió un general con una cartera bajo el brazo.
– ¿Cómo? ¿Ya estáis a punto? – preguntó Kutuzov en medio de la explicación que le hacía Denisov.
– Estoy a punto, Excelencia – dijo el general.
Kutuzov bajó la cabeza como si quisiera decir: «¡Cómo es posible que un hombre solo pueda hacer esto!», y continuó escuchando a Denisov.
– Doy mi palabra de honor de oficial de húsares que cortaré las comunicaciones a Napoleón – dijo Denisov.
-Kiril Andreievitch, el jefe de intendencia, ¿qué parentesco tiene contigo? – le interrumpió Kutuzov.
– Es mi tío, Alteza.
– ¡Ah! Así, pues, somos amigos – dijo alegremente Kutuzov -. Está bien, hombre, está bien; quédate aquí, en el Estado Mayor mañana hablaremos.
Y saludando con la cabeza a Denisov se volvió y recogió los papeles que le entregaba Konovnitzin.
– ¿Vuestra Alteza no se dignará entrar en la habitación? – dijo el general de servicio con tono de descontento -. Es necesario examinar los planos y firmar algunos documentos.
El ayudante de campo que salía por la puerta anunció que todo estaba preparado dentro. Pero, evidentemente, Kutuzov quería encontrar la habitación despejada. Hizo una mueca.
– Bueno, amigo, bueno, di que traigan la mesa. Lo estudiaremos aquí mismo. Tú quédate aquí – añadió dirigiéndose al príncipe Andrés.
X
Después de unos días de mal tiempo, el 25 mejoró, por lo que, después del almuerzo, Pedro partió de Moscú.
Por la noche, al cambiar de caballos en Perkhuchkovo, Pedro supo que aquella tarde se había librado una gran batalla. Decían que en Perkhuchkovo la tierra había temblado de los cañonazos. Pedro preguntó quién era el vencedor, pero nadie supo responderle; era la batalla de Schevardin, del 24. A primeras horas de la mañana, Pedro llegaba cerca de Mojaisk.
Todas las casas de Mojaisk estaban ocupadas por las tropas, y en el mesón donde Pedro encontró a su lacayo y a su cochero no había sitio: los oficiales lo ocupaban todo.
A partir de Mojaisk se encontraban tropas por todas partes: cosacos, soldados de infantería, de caballería, furgones, cajas, cañones… Pedro se apresuró y cuanto más se alejaba de Moscú, más se sumergía en este mar de tropas, más se sentía invadido por una extraña inquietud y por un sentimiento de alegría desconocido para él.
El 24, la batalla se había entablado en el reducto Schevardin; el 25, las tropas no dispararon un tiro; el 26 se había librado la batalla de Borodino.
En la mañana del 25, Pedro partió de Mojaisk para Tatarinovo. A mano derecha del collado que va hacia la ciudad delante de la catedral, situada en la cima, Pedro, cuando la campana anunciaba el oficio, bajó del coche y echó a andar. Detrás de él descendía un regimiento de caballería con cantores delante; los postillones y los campesinos corrían de un lado a otro azotando a los caballos, gritando cerca de ellos. Las carretas, en cada una de las cuales iban echados y sentados tres o cuatro soldados heridos, saltaban por las piedras que tapizaban el suelo de la rápida cuesta. Los heridos, vendados, pálidos, con los labios cerrados, las cejas hirsutas, se cogían a los barandales mientras chocaban los unos contra los otros dentro de las carretas. Casi todos, con una curiosidad infantil e inocente, miraban el frac verde y la gorra blanca de Pedro. El cochero de Pedro gritaba con violencia para que los convoyes de heridos se apartaran. El regimiento de caballería que descendía de la montaña cantando cerró el paso al coche de Pedro. Éste se detuvo en el margen del camino. El sol no había penetrado hasta aquel camino profundo, en el que hacía frío y humedad. Por encima de la cabeza de Pedro brillaba una clara mañana de agosto y se sentía un alegre campanilleo. Una carreta de heridos se detuvo cerca de Pedro. El postillón, un campesino con lapti,corrió resoplando hacia el carro, puso una piedra bajo las ruedas de atrás y empezó a arreglar la guarnición del caballo.
Un viejo soldado herido, con el brazo vendado, que andaba al lado de la carreta, cogióle la mano, volviéndose hacia Pedro.
– ¿Nos arrastraréis hasta Moscú? – preguntó.
Pedro, de tan pensativo como estaba, no entendió la pregunta; tan pronto miraba al regimiento de caballería, que en aquel momento se cruzaba con el convoy de heridos, como a la carreta que tenía cerca, en la que iban dos heridos sentados y uno echado, y le pareció que allí, en presencia de aquellos heridos, se encontraba la solución que buscaba. Uno de los soldados sentado en la carreta estaba herido, probablemente en la mejilla; tenía la cabeza vendada con jirones de tela; una de sus mejillas estaba tan hinchada que parecía una cabeza de niño; la boca y la nariz se le habían torcido. El soldado miró a la iglesia y se persignó. El otro, un muchacho joven – un recluta -, rubio y blanco, miró a Pedro con una bondadosa sonrisa, acartonada, que se destacaba en una cara fina completamente exangüe. Los cantores del regimiento de caballería pasaban a la altura de la carreta. Cantaban una canción de soldados. Como respondiéndoles, pero con otro género de alegría, los rayos tibios del sol acariciaban la cima opuesta de la montaña. Abajo, al pie, cerca de la carreta de los heridos y del caballito voluntarioso, parado junto al coche, había mucha humedad y tristeza.
El soldado de la mejilla hinchada miraba colérico a los cantores.
– ¡Oh! ¡Qué presumidos! – dijo con desdén.
– Hoy no han tenido bastante con los soldados y también han cogido a los campesinos. ¡Hasta a los campesinos…! También los cazan…, hoy todos somos iguales. Quieren lanzar a todo el pueblo. ¡Quieren acabar de una vez! – dijo con una sonrisa triste, dirigiéndose a Pedro, el soldado que iba dentro de la carreta.
A pesar de la oscuridad de las palabras del soldado, Pedro comprendió todo lo que quería decir e inclinó la cabeza en señal de aprobación.
La carretera quedó libre. Pedro descendió y se fue un poco más lejos. Miró a los dos soldados del camino, buscando una cara conocida, pero no encontraba más que rostros desconocidos de militares de diversos regimientos, que miraban con extrañeza su gorra blanca y su frac verde. Después de haber recorrido cuatro verstas encontró a un conocido al que interpeló con alegría. Era uno de los médicos en jefe del ejército e iba en un cabriolé; seguía un camino distinto al de Pedro; a su lado iba un médico joven. Al reconocer a Pedro, mandó parar al cosaco que iba en el asiento del cochero.
– ¡Conde! ¡Excelencia! ¿Cómo se encuentra usted aquí? – preguntó el doctor.
– Nada, he querido ver…
– Sí, sí, ya le aseguro yo que hay muchas cosas por ver.
Pedro descendió y se puso a hablar con el doctor, explicándole su propósito de participar en la batalla.
– ¿Por qué quiere encontrarse Dios sabe dónde, en un lugar desconocido, durante la batalla? – dijo cambiando una mirada con su joven compañero -. Además, el Serenísimo le conoce y le recibirá con mucho gusto. Créame, hágalo así, querido.
El doctor parecía cansado y nervioso.
– Así, pues, piensa… ¡Ah! También quisiera preguntarle dónde se encuentra exactamente la posición – dijo Pedro.
– ¿La posición? Esto no es de mi especialidad. Pase por el pueblo de Tatarinovo, allá preparan algo, y suba al collado, desde allí se ve todo – dijo el doctor.
– ¿De veras? Si usted…
Pero el doctor le interrumpió y se acercó al cabriolé.
-De buena gana le acompañaría, pero le juro que estoy hasta aquí – el doctor señalaba su cuello -. Voy corriendo al comandante del cuerpo. Lo hemos arreglado como hemos podido. ¿Sabe usted, Conde? La batalla está decidida para mañana, y por cien mil hombres hay que calcular por lo menos unos veinte mil heridos, y no tenemos literas, ni camas de campaña, ni médicos ni para seis mil. Tenemos diez carretas, pero no es esto sólo lo que se necesita, y ahí queda eso, arréglate como puedas…
Este pensamiento extrañó a Pedro: entre aquellos millares de hombres vivos y sanos, jóvenes y viejos, a los que causaba una alegre admiración su gorra, había seguramente unos veinte mil destinados a ser heridos o a morir – quién sabe si aquellos mismos que veía -; este pensamiento le aplastó: «Quizá mueran mañana. ¿Por qué piensan en otras cosas que en la muerte?» Y de pronto, por una asociación misteriosa de ideas, se representó vivamente la salida de Mojaisk, la carreta con los heridos, la campana, los rayos inclinados del sol, las canciones de los de caballería. «Los jinetes van a la batalla, encuentran heridos y no piensan ni por un instante lo que les espera, y echan adelante mientras guiñan el ojo a los heridos. Y de todos estos hombres, veinte mil están destinados a la muerte, y a pesar de ello se preocupan de mi gorra. ¡Qué extraordinario!, pensaba Pedro dirigiéndose al pueblo de Tatarinovo.
Cerca de la casa señorial, a izquierda del camino, se encontraban coches, carros y una multitud de asistentes y centinelas. El cuartel del Serenísimo se hallaba allí. Pero cuando Pedro llegó casi no había nadie del Estado Mayor. Todos estaban en el oficio de acción de gracias. Pedro marchó más lejos, en dirección a Gorki. Después de subir una cuesta, al entrar en una calleja del pueblo, Pedro se dio cuenta por primera vez de los campesinos milicianos, con sus gorras y camisas blancas, que, hablando y gritando animados y sudorosos, trabajaban a la derecha del camino, en un inmenso reducto cubierto de hierba. Los unos cavaban con azadones, los otros se llevaban la tierra sobrante sobre unas tablas y los otros no hacían nada.
Dos oficiales daban órdenes. Al ver a aquellos campesinos que el nuevo estado militar animaba, Pedro se acordó otra vez de los heridos de Mojaisk y comprendió lo que quería decir el soldado cuando le dijo «que querían lanzar a todo el pueblo». La vista de aquellos campesinos barbudos, que trabajaban en el campo de batalla, pesados, con botas que no eran de su pie, con los cuerpos bañados de sudor, con las camisas abiertas, por las cuales se veían los huesos de las clavículas, impresionó más vivamente a Pedro que todo lo que había visto y sentido hasta entonces respecto a la solemnidad e importancia del instante presente,
XI
Pedro descendió de su coche y subió a un collado desde el que se veía el campo de batalla.
Eran las once de la mañana. El sol, un poco a la izquierda por detrás de Pedro, a través del aire puro y suave, iluminaba vivamente un enorme panorama, que se abría como un anfiteatro ante su vista.
Encima y a la izquierda, rompiendo aquel anfiteatro, pasaba la carretera de Smolensk, que atravesaba el pueblo de la iglesia blanca, que se hallaba exactamente debajo, a unos quinientos pasos delante del collado; era Borodino. La carretera, más allá del pueblo, atravesaba un puente y, serpenteando cada vez más, seguía hacia el pueblo de Valluievo, que se percibía a la distancia de unas seis verstas. Napoleón se encontraba allí. Detrás de Valluievo, la carretera desaparecía en el bosque que se veía amarillear en el horizonte. En aquel bosque de abetos, a la derecha de la carretera, brillaba al sol la cruz lejana y el campanario del convento de Kolotzki. Entre toda aquella lejanía azulada a derecha e izquierda del bosque y de la carretera, en diversos lugares, se veían las hogueras humeantes y las masas imprecisas de las tropas rusas y las del enemigo. A la derecha, a lo largo de los ríos Kolotcha y Moscova, el país estaba lleno de cavernas y era muy accidentado. Lejos, en uno de los valles, se divisaban los pueblos de Bezubovo y Zakharino. Por la izquierda, el terreno era más regular, con campos de trigo; se veía el pueblo de Semeonovskoie.
Todo lo que Pedro veía tanto a derecha como a izquierda era tan impreciso que en ningún sitio encontraba algo para satisfacer su imaginación. En ninguna parte descubría aquel campo de batalla que esperaba encontrar; sólo veía campos, llanuras, tropas, bosques, cortijos, hogueras, pueblos, collados, torrentes, y Pedro, por más que mirara, no podía descubrir en aquel paisaje la posición y tampoco podía distinguir las tropas rusas de las del enemigo.
«He de informarme con alguien que entienda», pensó y se dirigió a un oficial que miraba curioso su enorme persona, tan poco marcial.
– ¿Quiere usted hacerme el favor de decirme qué pueblo es aquel de allá abajo, enfrente de nosotros?
– Burdino, ¿no? – dijo el oficial dirigiéndose a su compañero.
– Borodino – rectificó el otro.
El oficial, visiblemente contento por la ocasión que se le presentaba de hablar, se acercó a Pedro.
-Los nuestros ¿están allá abajo? – preguntó Pedro.
– Sí, y más lejos están los franceses. Mire, mire, ¡si se ven! – dijo el oficial.
– ¿Dónde? ¿Dónde? – preguntó de nuevo Pedro.
– Se distinguen a simple vista. Mire.
El oficial señalaba el humo que veía a la izquierda, detrás del río, cuando apareció en su rostro aquella expresión severa y grave que Pedro había ya observado en muchos de los rostros que había visto.
– ¡Ah! ¿Son franceses? Y allá a lo lejos…-Pedro señaló a la izquierda del collado, cerca del cual se veían tropas.
-Son los nuestros.
– ¡Ah! ¡Los nuestros!
Pedro señalaba un collado lejano con un gran árbol, cerca del pueblo que se divisaba en el valle; allí también se veía humareda de fuegos y algo que se movía.
– Es «él» también – dijo el oficial (era el reducto de Schevardin) -. Ayer se encontraban los nuestros, hoy está «él».
– Así, pues, ¿cuál es nuestra posición?
– ¡La posición! – dijo el oficial con una sonrisa de placer -. Le puedo hablar con gran conocimiento de causa, pues yo soy quien ha construido casi todas las fortificaciones. ¿Ve? Allá abajo tenemos el centro de Borodino. ¿Ve aquello? – y señalaba al pueblo con la iglesia Blanca que se hallaba delante -, ahí está el paso para atravesar el Kolocha. Allá, ¿lo ve?, allá donde se divisan aquellas gavillas de heno… Es el puente, es nuestro centro. Aquí tenemos nuestro flanco derecho – señalaba muy a la derecha, lejos, hacia los valles-. Allá abajo está el río Moscova, sobre el que hemos construido tres reductos muy fuertes. El flanco izquierdo… – El oficial se detuvo -. Verá usted, eso es muy difícil de explicar. Ayer nuestro flanco izquierdo se encontraba allá abajo, en Schevardin, donde está el roble; ahora hemos retrocedido nuestra ala izquierda hacia atrás. ¿Ve usted el pueblo y la humareda, allá a lo lejos? Es Semeonovskoie, y mire allí también – señaló al collado de Raievski -. Pero no es muy probable que la batalla se dé aquí. Es para tendernos una celada el hecho de que «él» haya hecho pasar sus tropas hacia esta parte; es casi seguro que dará la vuelta, dejando Moscú a la derecha. Pero es lo mismo, muchos de nosotros caeremos mañana – acabó el oficial.
– ¡Helos aquí! Llevan… van… usted… Estarán aquí enseguida – dijeron de pronto las voces.
Los oficiales, los soldados y los milicianos se precipitaron a la carretera.
La procesión, que había salido de la iglesia de Borodino, descendía la cuesta. Delante de todos, por la polvorienta carretera, marchaba la infantería, con la cabeza descubierta y los fusiles a la funerala. Detrás de la infantería se oía el canto de los sacerdotes. Los soldados y los milicianos corrieron con la cabeza descubierta, pasando por delante de Pedro.
– Traen a la Madre de Dios. ¡La protectora! ¡Iverskai…!
– Es Nuestra Señora de Smolensk – corrigió otro.
Los milicianos, tanto aquellos que se hallaban en el pueblo como los que trabajaban en la batería, dejaron las palas y los picos para correr hacia la procesión. Detrás del batallón que avanzaba por la polvorienta carretera seguían los sacerdotes con sus casullas. El uno era viejo y usaba hábito; le acompañaban los asistentes y los chantres. Detrás de ellos, soldados y oficiales transportaban una gran imagen de cara morena, muy decorada. Era la imagen que se habían llevado de Smolensk y que desde entonces seguía al ejército. Alrededor de la imagen andaban, corrían y saludaban haciendo reverencias, con la cabeza descubierta, multitud de militares.
De pronto, la multitud que rodeaba a la imagen se apartó y alguien, probablemente algún personaje importante a juzgar por la prisa con que todos le dejaban sitio, empujó a Pedro y se acercó a la imagen. Era Kutuzov, que inspeccionaba la posición. Al entrar en Tatarinovo se había acercado para asistir a la acción de gracias. Pedro reconoció a Kutuzov enseguida por su particular figura, muy distinta de cualquier otra; su cuerpo enorme, con una larga levita y cargado de espaldas, la blanca cabeza descubierta y un ojo vacío. Kutuzov, con su paso cansado y vacilante, penetró dentro del círculo y se detuvo ante el sacerdote. Se persignó con un movimiento maquinal, con la mano tocó hasta el suelo y, suspirando muy profundamente, inclinó su Blanca cabeza. Benigsen y el séquito seguían a Kutuzov. A pesar de la presencia del comandante en jefe, que atraía toda la atención de los oficiales superiores, los soldados y los milicianos continuaron rezando sin mirarlo.
Cuando la ceremonia terminó, Kutuzov se acercó a la imagen y se arrodilló pesadamente con una gran reverencia, costándole después mucho levantarse, debido a su obesidad y a su debilidad; su blanca cabeza se congestionaba con los esfuerzos. Finalmente se levantó y con expresión infantil e inocente fue a besar la imagen, y de nuevo saludó con la mano hasta tocar la tierra. Los generales siguieron su ejemplo, después los oficiales y después de éstos, empujándose los unos a los otros, resoplando y con la cara congestionada, los soldados y los milicianos, a los que por fin les llegó el turno.
XII
Perdido entre la gente como se hallaba, Pedro miró a su alrededor.
– Conde Pedro Kirilovich, ¿cómo es que se encuentra aquí? – dijo una voz.
Pedro buscó a su alrededor.
Boris Drubetzkoi, sacudiéndose el polvo de las rodillas del pantalón, que se le habían ensuciado, acercóse sonriendo a Pedro. Boris vestía elegantemente prendas llenas de marcialidad: usaba una larga túnica e, igual que Kutuzov, llevaba un largo látigo atravesado sobre la espalda.
Entre tanto, Kutuzov volvía al pueblo y se sentaba a la sombra de la casa más próxima, en un banco que un cosaco le trajo corriendo y que otro se había apresurado a cubrir con una pequeña alfombra. Un numeroso y brillante séquito rodeaba al Generalísimo.
Pedro explicaba su intención de participar en la batalla y de inspeccionar la posición.
– Lo mejor será que haga usted lo que le digo – indicó Boris-. Yo le haré los honores del campamento. Desde donde se encuentra el conde Benigsen podrá usted verlo todo. Estoy con él; soy agregado. Le haré un informe y si quiere recorrer la posición puede venir con nosotros. Iremos primeramente al flanco izquierdo y volveremos enseguida. Le ruego que me haga el honor de pasar la noche conmigo. Jugaremos una partida. ¿Conoce usted a Dmitri Sergueich? Se aloja aquí – y señaló la tercera casa de Gorki.
-Pero yo quisiera ver el flanco derecho. Dicen que se halla muy fortificado – dijo Pedro -. Quisiera atravesar el Moscova y ver toda la posición.
– ¡Oh, eso no puede ser! Lo principal es el flanco izquierdo.
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