Jerkov, que no hacía mucho había dejado el regimiento de Pavlogrado, se acercó al coronel. Después de su destitución del Estado Mayor no se quedó en el regimiento, alegando que no era tan tonto como para trabajar en filas cuando en el Estado Mayor, sin hacer nada, podía ganar muchas más condecoraciones; y con esta idea había conseguido hacerse nombrar oficial a las órdenes del príncipe Bagration. Ahora iba a dar una orden del general de retaguardia a su antiguo jefe.
– Coronel – dijo con sombrío aspecto -, se ha dado la orden de detención y de prender fuego al puente.
-¿Quién lo ha mandado? -preguntó el Coronel con aspereza.
– No lo sé, Coronel – replicó seriamente Jerkov -, pero el Príncipe me ha ordenado esto: «Ve y dí al Coronel que los húsares retrocedan tan deprisa como puedan y que incendien el puente.»
Detrás de Jerkov, un oficial de la escolta se dirigió al Coronel de húsares con la misma orden. Tras él, montando un caballo cosaco que a duras penas podía manejar, galopaba el corpulento Nesvitzki.
– Coronel – gritó galopando aún -, le he dicho a usted que incendiaran el puente. ¿Quién ha rectificado mi orden? Parece que todos se hayan vuelto locos.
El Coronel detuvo al regimiento sin mucha prisa y se dirigió a Nesvitzki.
– Me ha hablado usted de materias inflamables – dijo -, pero no me ha dicho nada con respecto a prender fuego al puente.
– ¿Cómo se entiende? – dijo Nesvitzki quitándose la gorra y alisándose con la mano los cabellos, empapados en sudor -. ¿Cómo es posible que no le haya dicho yo que prendiera fuego al puente si se han colocado en él materias inflamables? Amigo mío…
– Yo no soy para usted ningún «amigo mío», señor oficial de Estado Mayor, y no me ha dicho que prendiera fuego al puente. Sé muy bien mi obligación y acostumbro cumplir estrictamente las órdenes que se me dan. Usted me ha dicho: «Prenderán fuego al puente.» Pero ¿quién? No puedo saberlo, diablo.
– Siempre ocurre lo mismo – dijo Nesvitzki con un ademán -. ¿Qué haces aquí? – preguntó a Jerkov.
-He venido a dar la misma orden. Vienes muy mojado. Acércate, acércate…
– ¿Qué dice usted, señor oficial? – continuó el Coronel con tono ofendido.
– Coronel – le interrumpió el oficial de la escolta -, hay que darse prisa o de lo contrario el enemigo acercará sus cañones hasta ponerlos a tiro de metralla.
El Coronel miró en silencio al oficial de la escolta, al corpulento oficial de Estado Mayor Jerkov y frunció el entrecejo.
– Incendiaré el puente – dijo con voz solemne, como si quisiera dar a entender que, a pesar de todos los disgustos que se le ocasionaban, haría todo cuanto fuera necesario hacer. Y espoleando al caballo con sus piernas largas y musculosas, como si el animal tuviera la culpa de todo, el Coronel avanzó y ordenó al segundo escuadrón, aquel en, que servía Rostov bajo las órdenes de Denisov, que volviera al puente.
Las caras alegres de los soldados del escuadrón cobraron la expresión severa que tenían cuando se encontraban bajo las granadas. Rostov miró al Coronel, sin bajar los ojos. Pero el Coronel no se volvió ni una sola vez a Rostov, y, como siempre, desde las filas miraba con altivez y solemnidad. El escuadrón esperaba la orden.
– Aprisa, aprisa – gritaban en torno suyo algunas voces.
Colgando los sables de las sillas, con gran ruido de espuelas, precipitábanse a caballo los húsares, sin saber siquiera lo que iban a hacer. Los soldados se santiguaban. Rostov no miraba ya al Coronel ni tenía tiempo de hacerlo. Tenía miedo. Su corazón latía, temiendo que los húsares llegasen tarde. Cuando entregó su caballo al soldado le temblaba la mano y sintió que la sangre afluía a oleadas a su corazón. Denisov pasó ante él, gritando algo. Rostov no veía sino a los húsares que corrían en torno suyo, tropezando con las espuelas y produciendo un gran ruido con los sables.
– ¡Camilla! – gritó una voz tras él.
Rostov no se dio cuenta de lo que significaba la petición de una camilla. Corría, procurando tan sólo llegar el primero; pero cerca ya del puente dio un paso en falso y cayó de bruces sobre el pisoteado y pegajoso barro. Los demás pasaron ante él.
– Por ambos lados, teniente – decía la voz del Coronel, que, a caballo constantemente, avanzaba o retrocedía cerca del puente, con la cara triunfante y alegre.
Rostov, limpiándose las manos sucias de barro en el pantalón, miró al Coronel y quiso correr más allá, imaginándose que cuanto más lejos fuera mejor quedaría. Pero fuera que Bogdanitch no le hubiese mirado o reconocido, le llamó con cólera.
– ¿Quién es ese que corre por el centro del puente? ¡A la derecha, suboficial, a la derecha y atrás! – y se dirigió a Denisov, quien, valeroso y audaz, paseábase a caballo sobre las maderas del puente.
– ¿Para qué servirá esa imprudencia, capitán? Mejor será que desmonte.
– ¡Bah! Solamente cae el que ha de caer – replicó Denisov volviéndose sobre la fila.
Mientras tanto, Nesvitzki, Jerkov y el oficial de la escolta continuaban de pie, agrupados y fuera de tiro, contemplando aquel puñado de hombres con gorras amarillas, guerreras verde oscuro con brandeburgos y pantalones azules, que avanzaban de lejos, y el grupo de hombres con los caballos, entre los cuales podían distinguirse fácilmente los cañones.
¿Conseguirían o no prender fuego al puente? ¿Quién sería el primero? ¿Lo incendiarían y podrían huir, o bien los franceses se acercarían lo bastante para ametrallarlos y no dejar a uno solo con vida? Estas preguntas acudían voluntariamente a todos los soldados que se encontraban al otro lado del puente y que, a la clara luz de la tarde, contemplaban a aquél, a los húsares y a los capotes azules que se movían al otro lado con las bayonetas y los cañones.
– Esto será terrible para los húsares – dijo Nesvitzki -; ya se encuentran a tiro de metralla.
– No había necesidad de haber mandado a tantos hombres – dijo el oficial de la escolta.
– Sí, ciertamente – opinó Nesvitzki -; para esto, con dos hombres hubiera bastado.
– ¡Ah, Excelencia! – intervino Jerkov, sin separar la vista de los húsares pero conservando su tono inocente que no permitía distinguir si hablaba en serio o no -. ¡Ah, Excelencia! ¿Cómo dice usted enviar dos soldados tan sólo? ¿Quién nos daría entonces la Cruz de Vladimir? Más vale que se pierdan todos y que se proponga a todo el escuadrón para la recompensa, porque todos tendremos entonces una condecoración. Bogdanitch ya sabe lo que se hace.
– ¡Ah! – dijo el oficial de la escolta -. Ya ametrallan – y señalaba a los cañones puestos en funcionamiento y que avanzaban pesadamente.
Del lado de los franceses donde se encontraban los cañones se levantó una columna de humo, y casi simultáneamente una segunda y una tercera, y, mientras llegaba el ruido del primer disparo, una cuarta. Después oyéronse dos detonaciones, una tras otra, y luego la tercera.
– ¡Oh, oh! – dijo Nesvitzki, como si hubiera sentido un dolor muy agudo, y cogió al oficial de la escolta por un brazo -. Mire, ya ha caído el primero. Mire.
– Y me parece que también el segundo.
– Si fuese rey, no haría nunca la guerra – dijo Nesvitzki volviendo la cabeza.
Los cañones franceses se cargaban de nuevo apresuradamente. La infantería de los capotes azules corría hacia el puente; la humareda apareció de nuevo en diversos lugares y zumbó la metralla, estrellándose sobre el puente. Esta vez, sin embargo, Nesvitzki no pudo ver lo que ocurría. Lo cubría todo un humo espeso. Los húsares habían conseguido prender fuego y las baterías francesas tiraban contra ellos no para impedirlo, sino porque los cañones estaban cargados y no sabían contra quiénes tirar. Los franceses pudieron tirar tres veces antes de que los húsares hubiesen tenido tiempo de volver a montar a caballo. Dos de estos disparos estaban mal dirigidos y la metralla pasó por encima de los húsares, pero la tercera cayó en medio del grupo y derribó a tres.
Rostov se detuvo en medio del puente sin saber qué hacer. No había nadie a quien atacar de la forma en que él había imaginado que eran los combates, y no podía ayudar a incendiar el puente porque no había cogido brasa ninguna, como hicieron los demás soldados. Estaba de pie y miraba cuando, de pronto, algo chocó contra el puente con gran estrépito y uno de los húsares más cercanos a él cayó, gimiendo, sobre la baranda. Rostov corrió con los demás. Alguien gritó: «¡Camilla!» Cuatro hombres cogieron al húsar y lo levantaron.
-¡Ay, ay, ay! ¡Dejadme! ¡Por Dios, dejadme!-gritó el herido.
Pero, a pesar de sus gemidos, le tendieron sobre la camilla. Rostov se volvió y, como si buscase algo, miró a lo lejos, al cielo y al sol, sobre el Danubio. El cielo le pareció magnífico. ¡Era tan azul, tan sereno, tan profundo…! ¡Qué majestuoso y claro era el sol poniente! ¡Cuán suavemente brillaba el agua en el Danubio! Y todavía eran mucho más hermosas las azulencas y largas montañas tras el río, los picos misteriosos y los bosques de pinos rodeados de niebla. Allí todo estaba en calma, todo era feliz.
«Si estuviera allí, no desearía nada – pensó Rostov -. En mí y en ese cielo hay tanta felicidad, y aquí… gemidos, sufrimientos, miedo, esta inquietud, esta fiebre… Otra vez gritan algo. De nuevo todos corren hasta allí, y yo corro con ellos. Y he aquí que la muerte está a mi lado. Un solo instante y no veré ya más ni este sol, ni este aire, ni estas montañas…»
Comenzó entonces a ocultarse el sol detrás de las nubes. Ante Rostov aparecieron las camillas, y el miedo de la muerte y de las camillas, y el amor al sol y a la vida, se mezclaban en su cerebro en una impresión enfermiza y trastornadora.
«¡Oh Dios mío, Señor!, Tú que estás en los cielos, sálvame, perdóname y protégeme», murmuró Rostov.
El húsar corrió hacia los caballos; las voces se hicieron más fuertes y más tranquilas y las camillas desaparecieron de sus ojos.
– ¡Vaya, camarada, ya has probado el gusto de la pólvora! – le gritó Denisov al oído.
«Todo ha terminado y soy un cobarde, sí, un cobarde», pensó Rostov. Gimiendo, cogió las riendas de Gratchic de manos de un soldado.
– ¿Qué era? ¿Metralla? – preguntó a Denisov.
– ¡Y vaya metralla! – exclamó Denisov -. Han trabajado como leones, a pesar de que no era un trabajo agradable. El ataque es una gran cosa; siempre de cara; pero aquí, maldita sea, te atacan por la espalda.
Y Denisov se alejó hacia el grupo que, parado cerca de Rostov, formaba el Coronel, Nesvitzki, Jerkov y el oficial de la escolta.
«Me parece que nadie se ha dado cuenta», pensó Rostov.
En efecto, nadie se había percatado, porque todos conocían el sentimiento experimentado por primera vez por el suboficial que todavía no ha entrado en fuego.
– Será considerada una acción excelente – dijo Jerkov-. Quizá me propongan para un ascenso.
-Anuncie al Príncipe que he prendido fuego al puente – dijo el Coronel con alegría y solemnidad.
-Si me pregunta las bajas…
– ¡No ha sido nada! – dijo en voz baja el Coronel -. Un muerto y dos heridos – continuó con visible alegría, incapaz de reprimir una sonrisa de satisfacción al pronunciar la palabra «muerto».
Perseguido por un ejército de más de cien mil hombres mandados por Bonaparte, entorpecido por habitantes animados de intenciones hostiles, perdida la confianza en los aliados, falto de provisiones y obligado a obrar fuera de todas las condiciones previstas de la guerra, el ejército ruso de treinta y cinco mil hombres, bajo el mando de Kutuzov, retrocedía rápidamente siguiendo el curso del Danubio, deteniéndose allí donde se veía rodeado por el enemigo y defendiéndose por la retaguardia tanto como le era necesario para retirarse sin perder bagajes. Había habido combates en Lambach, Amsterdam y Melk; pero a pesar del coraje y la firmeza, reconocidos hasta por el propio enemigo, que los rusos habían demostrado, el resultado de estas acciones no era sino una retirada cada vez más rápida. Las tropas austriacas que habían evitado la capitulación en Ulm, y se habían unido a Kutuzov en Braunau, habíanse separado últimamente del ejército ruso y Kutuzov veíase reducido tan sólo a sus débiles fuerzas ya agotadas. Era imposible pensar en defender Viena. En lugar de la guerra ofensiva, premeditada según las leyes de la nueva ciencia – la estrategia -, el plan de la cual había sido remitido a Kutuzov durante su estancia en Viena por el Consejo Superior de Guerra austriaco, el único objeto, casi inaccesible, que entonces se presentaba a Kutuzov consistía en reunirse a las tropas que llegaban de Rusia, sin perder al ejército como Mack en Ulm.
El día 28 de octubre, Kutuzov pasaba con su ejército a la ribera izquierda del Danubio y se detenía por primera vez, interponiendo el río entre él y el grueso del ejército enemigo. El día 30 se lanzó al ataque y deshizo la división de Mortier, que se encontraba en la orilla izquierda del Danubio. En esta acción consiguió apoderarse de unas banderas, algunos cañones y dos generales enemigos. También por primera vez, después de dos semanas de retirada, se detenía el ejército ruso y, después de un combate, no solamente quedaba dueño de la situación, sino que había logrado expulsar a los franceses.
El l de noviembre, Kutuzov recibió de uno de sus espías un informe según el cual el ejército ruso encontrábase en una situación casi desesperada. El informe decía que los franceses, con un enorme contingente de fuerzas, después de atravesar el puente de Viena, se dirigían contra la línea de comunicación de Kutuzov con las tropas procedentes de Rusia. Si Kutuzov se quedaba en Krems, los ciento cincuenta mil hombres del ejército de Napoleón le impedirían el paso por todas partes, rodearían su fatigado ejército de cuarenta mil hombres y se encontraría en la situación de Mack en Ulm. Si Kutuzov se decidía a abandonar la línea de comunicación con las tropas procedentes de Rusia, había de penetrar, ignorando el camino, en el desconocido y montañoso país de Bohemia, y, defendiéndose de un enemigo muy superior en número y armamento, renunciar a toda esperanza de reunirse con Buksguevden. Si Kutuzov decidía replegarse por la carretera de Krems a Olmutz para reunirse a las tropas que venían de Rusia, exponíase a que los franceses que acababan de atravesar el puente de Viena aparecieran ante él, viéndose entonces obligado a aceptar la batalla durante la marcha, con todo el impedimento de bagajes y furgones y contra un enemigo tres veces superior en número, que le cerraría el paso por todas partes. Kutuzov se decidió por esto.
Tal como había anunciado el espía, los franceses, después de atravesar el río en Viena, se dirigieron a marchas forzadas sobre Znaim por la carretera que seguía Kutuzov, a unas cien verstas de distancia. Llegar a Znaim antes que los franceses era una gran esperanza de salvación para el ejército. Dejar a los franceses el tiempo de llegar, indudablemente era infligir al ejército una derrota comparable a la de Ulm, con la pérdida total de las fuerzas. Pero anticiparse a los franceses con todo el ejército era imposible. La marcha de los franceses desde Viena a Znaim era mucho más corta y mejor que la que habían de hacer los rusos desde Krems.
La misma noche que recibió el informe, Kutuzov envió la vanguardia de Bagration, cuatro mil hombres, por las montañas, a la derecha de la carretera de Krems a Znaim y la de Viena a Znaim. Bagration había de llevar a cabo esta marcha sin detenerse, teniendo delante a Viena y a la espalda a Znaim, y si conseguía adelantarse a los franceses había de detenerlos todo el tiempo que pudiera. Kutuzov en persona, con todo el ejército, se dirigía a Znaim. Después de recorrer durante una noche tempestuosa, con soldados descalzos y hambrientos y desconociendo el camino, cuarenta y cinco verstas a través de las montañas y perdiendo un tercio de sus fuerzas por los rezagados, Bagration salió a la carretera de Viena a Znaim por Hollabrum unas cuantas horas antes que los franceses, que avanzaban hacia el mismo lugar desde Viena. Kutuzov tenía todavía que marchar una jornada, con toda la impedimenta, para llegar a Znaim. Así, pues, para salvar al ejército, Bagration, con menos de cuatro mil soldados hambrientos y extenuados, había de retener durante veinticuatro horas al ejército enemigo, con el que había de enfrentarse en Hollabrum. Evidentemente, era imposible. No obstante, la caprichosa fortuna hizo posible el milagro. El éxito de la estratagema gracias a la cual había caído el puente de Viena en manos de los franceses sin disparar un solo tiro impulsó a Murat a engañar igualmente a Kutuzov. Al hallar al débil destacamento de Bagration en la carretera, creyó Murat que tenía ante sí a todo el ejército de Kutuzov. Con objeto de aniquilarlo por completo, quiso esperar a los rezagados por la carretera de Viena, y, en consecuencia, propuso un armisticio de tres días con la condición de que los dos ejércitos conservarían sus posiciones respectivas y no darían un solo paso. Afirmaba Murat que ya se habían entablado negociaciones de paz y que proponía el armisticio para evitar una inútil efusión de sangre. El general austriaco que fue a las avanzadas creyó las palabras de los parlamentarios de Murat, y al retroceder dejó al descubierto el destacamento de Bagration. El otro parlamentario se dirigió a la formación rusa para dar cuenta de la misma noticia de las entrevistas pacifistas y propuso a las tropas rusas tres días de armisticio. Bagration contestó que no podía aceptar ni rechazar tal armisticio y envió por un ayudante de campo a Kutuzov el informe sobre la proposición que acababa de serle hecha. El armisticio es para Kutuzov el único medio de ganar tiempo, de dar descanso al fatigado destacamento de Bagration y adelantar, con los furgones y los bagajes cuyos movimientos no veían los franceses, toda la distancia posible que le separaba de Znaim. La proposición de armisticio ofreció la única e inesperada posibilidad de salvar al ejército. Al recibir esta noticia, Kutuzov envió inmediatamente al ayudante de campo Witzengerod al campamento enemigo. Witzengerod había no sólo de aceptar el armisticio, sino proponer también las condiciones de capitulación, y, mientras tanto, Kutuzov enviaría a sus ayudantes de campo a acelerar todo lo posible el movimiento de los furgones y de la impedimenta por la ruta de Krems a Znaim. Únicamente el destacamento hambriento y fatigado de Bagration había de quedar inmóvil ante el enemigo, ocho veces más fuerte, y cubrir la marcha de todo el ejército y de sus bagajes.
La esperanza de Kutuzov se realizaba. La propuesta de capitulación que no obligaba a nada, dio a buena parte de la impedimenta el tiempo suficiente para pasar, y no hubo de tardar mucho tiempo en hacerse sentir la equivocación de Murat. En cuanto Bonaparte, que se encontraba en Schoenbrun, a veinticinco verstas de Hollabrum, recibió el informe de Murat y el proyecto de armisticio y capitulación, sospechó la estratagema y escribió a Murat la siguiente carta:
«Al príncipe Murat. Schoenbrun, 25 Brumario de l805. A las ocho de la mañana.
»Me es imposible encontrar palabras para expresar mi disgusto. Manda usted tan sólo mi vanguardia, y no tiene derecho a concertar armisticio alguno sin orden mía. Me hace perder el fruto de una campaña. Rompa inmediatamente el armisticio y láncese contra el enemigo. Le dirá usted que el general que ha firmado la capitulación no tiene poderes para hacerlo y que el único que tiene este derecho es el Emperador de Rusia. Siempre y cuando el Emperador de Rusia ratificara dichos convenios, los ratificaré yo también, pero esto no es más que una excusa. Destruya al ejército ruso. Se encuentra usted en situación de apoderarse de todo su bagaje y artillería. El ayudante de campo del Emperador de Rusia es un… Los oficiales no son nadie cuando no tienen poderes, y éste no tenía… Los austriacos se han dejado engañar en el puente de Viena. Usted se deja engañar por un ayudante de campo del Emperador.
«Napoleón.»
El ayudante de campo de Bonaparte galopó con esta carta terrible al encuentro de Murat. Bonaparte, receloso de sus generales, se dirigió con toda su guardia hacia el templo de befalls, temeroso de dejar escapar la esperada victima. El destacamento de cuatro mil hombres de Bagration preparaba alegremente el fuego, se secaba ante él, se calentaba, preparaba el rancho, por primera vez al cabo de tres días, y ni uno de los soldados pensaba ni sabía lo que le esperaba.
VI
A las cuatro de la tarde, el príncipe Andrés, que había reiterado con insistencia su demanda a Kutuzov, se presentó en el campamento de Bagration. El ayudante de campo de Bonaparte no había vuelto al destacamento de Murat y el combate no había empezado aún. Nada se sabía en el destacamento de Bagration de la marcha general de las cosas, y se hablaba de la paz sin creer, no obstante, que fuera posible. Hablábase también de la batalla y también creíasela inminente. Bagration, que sabía que Bolkonski era el ayudante de campo favorito y de confianza del general en jefe, le recibió con una distinción y una benevolencia singulares. Le dijo que probablemente la batalla comenzaría aquel día o al siguiente, y le dejó en absoluta libertad de colocarse a su lado durante la acción o de ir a la retaguardia para vigilar el orden durante la retirada, «lo que era también muy importante».
-Sin embargo, hoy no tendremos acción – dijo Bagration para tranquilizar al Príncipe, y pensó: «Si es un cotilla del Estado Mayor enviado a la retaguardia para obtener una recompensa, la conseguirá igualmente, y si quiere quedarse a mi lado, que se quede… Si es un valiente, podrá ayudarme.»
El príncipe Andrés no contestó y pidió al príncipe Bagration que le autorizara a recorrer la posición y examinar la situación de las tropas, con objeto de saber lo que sería conveniente hacer en el caso en que fueran atacadas. El oficial de servicio, un muchacho apuesto, vestido elegantemente, con un diamante en el índice, y que, a propósito, hablaba mal el francés, se ofreció a acompañar al Príncipe. Por todas partes veíanse oficiales con los uniformes chorreando agua, con las caras tristes y la actitud de quien busca algo que se ha perdido; veíanse también a muchos soldados que traían del pueblo, a rastras, puertas, bancos y maderos.
– ¿Ve usted, Príncipe? No se puede hacer nada con esta gente – dijo el oficial señalando a los hombres -. Los jefes son demasiado débiles. Véalos-y señalaba una cantina -; se pasan el día ahí dentro. Esta mañana los he echado a todos y ya vuelven a estar. Debemos acercarnos, Príncipe, y sacarlos de ahí. Es cuestión de un momento.
– Vamos. Compraré un poco de queso y pan – dijo el Príncipe, que todavía no había comido nada.
– ¿Por qué no lo había dicho usted antes, Príncipe? Yo hubiese podido ofrecerle algo.
Echaron pie a tierra y entraron en la cantina. Algunos oficiales, con las caras encendidas y cansados, estaban sentados ante las mesas comiendo y bebiendo.
-Pero ¿qué es esto, señores?-dijo el oficial de Estado Mayor con el enojado tono de quien ha repetido muchas veces la misma frase -. No se pueden abandonar los puestos de este modo. El Príncipe ha ordenado que nadie se moviera. Lo digo por usted, capitán-dijo a un oficial de artillería de baja estatura, sucio, delgado y que, descalzo, porque había entregado las botas al cantinero para que se las secara, se levantaba únicamente con calcetines ante los forasteros, a quienes contemplaba sonriendo y cohibido.
– ¿No le da a usted vergüenza, capitán Tuchin? – continuó el oficial de Estado Mayor -. Me parece que usted, en calidad de artillero, haría mejor dando otro ejemplo a sus inferiores, y, en cambio, se presenta aquí sin botas. Cuando se oiga el toque de alarma, será muy bonito verle en calcetines – el oficial de Estado Mayor sonrió -. Cada uno a su puesto, señores – añadió con autoritario tono.
El príncipe Andrés sonrió involuntariamente al ver al capitán Tuchin que, también sonriente y sin decir nada, se apoyaba ora sobre un pie, ora sobre el otro y miraba interrogadoramente, con sus grandes ojos bondadosos e inteligentes, tan pronto al príncipe Andrés como al oficial de Estado Mayor.
– Los soldados dicen que es más cómodo andar descalzo – dijo Tuchin sonriendo con timidez y con el deseo de disimular su turbación con una salida de tono.
Pero no había terminado aún de hablar – cuando comprendió que su broma no era bien recibida y tampoco graciosa. Estaba confuso.
-Haga el favor de retirarse-dijo el oficial de Estado Mayor procurando aparentar seriedad.
El Príncipe contempló de nuevo la desmedrada figura del artillero, que tenía algo extraño y particular, nada marcial, un poco cómico, pero muy atractivo. El oficial y el Príncipe volvieron a montar a caballo y se alejaron. Al salir del pueblo, encontrando y dejando atrás soldados de distintas armas, se dieron cuenta de que a la izquierda había unas fortificaciones cubiertas de arcilla roja y fresca, recientemente construidas. Algunos batallones, en mangas de camisa, a pesar del frío, movíanse en las trincheras como hormigas blancas. Manos invisibles lanzaban incesantemente paladas de arcilla roja por encima de las trincheras. Se acercaron, contemplaron la fortificación y se alejaron. Tras la trinchera vieron algunas docenas de soldados que, uno tras otro, salían afuera. Hubieron de taparse las narices y espolear a los caballos para salir rápidamente de aquella atmósfera pestilente.
– He aquí las delicias del campamento, Príncipe – dijo el oficial de servicio.
Fueron en dirección a la montaña. Desde allí veíase a los franceses. El príncipe Andrés se detuvo y comenzó a inspeccionar el terreno.
– La batería ha sido colocada allí – dijo el oficial de Estado Mayor señalando el pico -. Es la batería del oficial de los calcetines. Desde allí lo veremos todo. Vamos, Príncipe.
– Se lo agradezco mucho, pero no es necesario que me acompañe. Iré solo – dijo el Príncipe, que quería deshacerse del oficial -. Por favor, no se moleste.
VII
El príncipe Andrés, a caballo, se detuvo para contemplar la columna de humo de un cañón que acababa de disparar. Sus ojos recorrieron el amplio horizonte. Vio tan sólo que las masas de soldados enemigos, inmóviles hasta momentos antes, comenzaban a moverse y que, a la izquierda, como había sospechado, estaba emplazada una batería. Aún no se había disipado el humo sobre este emplazamiento. Dos caballeros franceses, probablemente dos ayudantes de campo, galopaban por la montaña al pie de la cual, sin duda para reforzar las tropas, avanzaba una pequeña columna enemiga, que se distinguía perfectamente. El príncipe Andrés volvió grupas y se lanzó al galope en dirección a Grunt, donde se reuniría con el príncipe Bagration. Tras él, el cañoneo hacíase más frecuente y violento. Los rusos comenzaron a contestar. Abajo, en el lugar donde se entrevistaron los parlamentarios, tronaban los fusiles.
Lemarrois acababa de llegar al campamento de Murat con la carta de Bonaparte, y Murat, humillado y deseoso de reparar su falta, hacía mover rápidamente sus fuerzas con la intención de atacar el centro de la posición y rodear los flancos con la esperanza de que antes del anochecer y de la llegada de Bonaparte desharía al pequeño destacamento que se encontraba ante él.
«¡Vaya, ya hemos empezado!-pensó el Príncipe, sintiendo que la sangre afluía más apresuradamente en su corazón-. ¿Dónde podré encontrar a Tolon?»
Al pasar ante las compañías que hacía un cuarto de hora comían el rancho y bebían aguardiente, vio por doquier los mismos movimientos rápidos de los soldados, que ocupaban sus posiciones y escogían los fusiles. En todas las caras brillaba idéntica animación que él sentía en su pecho. «Ya ha empezado esto. Es terrible y alegre a la vez», parecía que dijeran las caras de cada soldado y cada oficial. Antes de llegar al atrincheramiento que estaban construyendo, a la claridad de un crepúsculo de un día nuboso de otoño, percibió a un caballero que se dirigía hacia él. Éste, cubierto con un abrigo de cosaco y montando un caballo blanco, no era otro que el príncipe Bagration. El príncipe Andrés se detuvo para esperarle, y el otro paró el caballo y, reconociendo al príncipe Andrés, le saludó con una inclinación de cabeza. Continuó mirando ante sí, mientras el ayudante le contaba cuanto había visto. También la expresión de: «Ya ha empezado todo esto» leíase en el moreno rostro del príncipe Bagration, cuyos ojos, medio cerrados, parecían no mirar a ninguna parte, como si no hubiera dormido. El príncipe Andrés contempló este rostro inmóvil con una inquieta curiosidad. Quería saber si aquel hombre pensaba y sentía y qué era lo que sentía y pensaba en aquel momento. «¿Hay algo tras esta cara inmóvil?», se preguntaba el Príncipe sin cesar en su contemplación. El príncipe Bagration, con su acento oriental hablaba con particular lentitud, como si no creyese necesario apresurarse. No obstante, hizo galopar a su caballo en dirección a la batería de Tuchin, y el príncipe Andrés se reunió a los oficiales de la escolta, constituida por el oficial de servicio, el ayudante de campo personal del Príncipe, Jerkov, el ordenanza, el oficial de Estado Mayor de servicio, montado en un hermoso caballo inglés, un funcionario civil y un auditor que por curiosidad había pedido autorización para asistir a la batalla. Todos se acercaron a aquella batería, desde la cual Bolkonski había estado estudiando el campo de batalla.
– ¿De quién es esta compañía? – preguntó el príncipe Bagration al suboficial de guardia que estaba al lado de los cañones.
En realidad, en vez de hacer esta pregunta parecía como si quisiera inquirir: «¿Aquí no tenéis miedo?», y el artillero lo comprendió.
– Es la compañía del capitán Tuchin, Excelencia – dijo el interpelado irguiéndose y con voz alegre. Era un artillero rubio, con la cara cubierta de pecas.
Poco después, Tuchin informaba al Príncipe.
– Está bien – dijo Bagration por toda respuesta. Y, pensando algo, comenzó a examinar el campo de batalla que se extendía ante él.
Los franceses acercábanse cada vez más a aquel lugar. De abajo, donde se encontraba el regimiento de Kiev, y en el lecho del río, oíase el ruido de la fusilería, y más a la derecha, tras los dragones, hallábase una columna de franceses que rodeaban uno de los flancos de las tropas rusas y que había despertado la atención del oficial de la escolta, y así se lo daba a entender al Príncipe. A la izquierda estaba obstruido el horizonte por un bosque vecino. El príncipe Bagration dio órdenes a los dos batallones centrales para reforzar el ala derecha. El oficial de la escolta se atrevió a objetar al Príncipe, diciéndole que una vez los batallones estuvieran fuera de la posición quedarían los cañones al descubierto. El príncipe Bagration le miró fijamente y en silencio con una mirada vaga. La observación del oficial de la escolta pareció justa e indiscutible al príncipe Andrés, pero en aquel momento el ayudante de campo del jefe del regimiento, que se encontraba abajo, llegó con la noticia de que enormes contingentes de tropas francesas avanzaban por la llanura y que el regimiento se había dispersado y retrocedía para unirse a los granaderos de Kiev. El príncipe Bagration inclinó la cabeza en señal de aprobación y de consentimiento. Al paso de su montura, se dirigió a la derecha y envió al ayudante de campo a los dragones con la orden de atacar a los franceses. Pero el ayudante volvió al cabo de media hora y anunció que el comandante del regimiento de dragones se había replegado tras el torrente para evitar un cañoneo concentrado y terrible dirigido a su posición, por cuanto perdería a los hombres inútilmente. Por este motivo dio orden a los tiradores de echar pie a tierra y huir en dirección al bosque.
– Bien – dijo Bagration.
Mientras se alejaba de la batería en dirección a la izquierda, también oíanse tiros en el bosque, y como la distancia hasta el flanco izquierdo era demasiado grande para poder llegar oportunamente, el príncipe Bagration envió a Jerkov para que dijera al general en jefe, aquel mismo que en Braunau mandaba el regimiento que revistó Kutuzov, que retrocediera tan rápidamente como le fuera posible y se situase tras el torrente, ya que el flanco derecho no podría resistir sin duda demasiado tiempo el empuje del enemigo. Tuchin y el batallón que le cubría fueron olvidados. El príncipe Andrés escuchaba atentamente las palabras que dirigía el príncipe Bagration a los jefes y las órdenes que daba, y con gran extrañeza suya veía que en realidad no se daba ninguna orden y que el Príncipe procuraba dar a todo aquello, que se hacía por necesidad, por azar o por la voluntad de otros jefes, la apariencia de actos realizados, si no por orden suya, por lo menos de acuerdo con sus intenciones. Gracias al tacto que mostraba el príncipe Bagration. El príncipe Andrés comprendió que, a pesar del giro que pudieran tomar los acontecimientos y su independencia con respecto a la voluntad del jefe, la presencia del general era importantísima. Los jefes que se acercaban a Bagration con las caras descompuestas se reanimaban; los soldados y los oficiales le saludaban alegremente, cobrando nuevos ánimos en su presencia, y ante él se exaltaba su coraje.
VIII
Llegado al punto culminante del flanco derecho de las tropas rusas, el príncipe Bagration comenzó a descender hacia donde se dejaba oír un continuado fuego y donde nada se veía, consecuencia de la espesa humareda de la pólvora. Cuanto más se acercaba al llano, más difícil se hacía el ver las cosas, pero más sensible la proximidad del verdadero campo de batalla. Comenzaron a encontrar heridos: dos soldados llevados en brazos; uno de ellos tenía la cabeza descubierta y llena de sangre; del pecho salíale a la boca un estertor y vomitaba frecuentemente. Sin duda la bala le había destrozado la boca o la garganta. El otro caminaba solo valientemente, sin fusil. Gritaba y movía el brazo, donde tenía una herida reciente, de la que brotaba la sangre sobre el capote como de una botella. Su cara daba más sensación de terror que de sufrimiento. Hacía un minuto que había sido herido.
Después de atravesar la carretera comenzaron a bajar por el atajo, y en el declive vieron a algunos hombres tumbados. Encontraron un gran número de soldados, muchos de los cuales estaban heridos. Subían la montaña respirando afanosamente, y, a pesar de la presencia del general, hablaban en alta voz moviendo las manos. Delante, entre el humo, veíanse los capotes grises colocados en fila, y el oficial, al ver llegar a Bagration, corrió gritando tras los soldados que subían en multitud y les hizo retroceder. Bagration se acercó a la fila donde por un lado y por otro oíase el rumor de los disparos, que se sucedían rápidamente y que ahogaban las conversaciones y los gritos del general. El aire estaba impregnado del humo de la pólvora. Las caras de los soldados, ennegrecidas ya, resplandecían de animación. Unos limpiaban los fusiles con las baquetas, otros los cargaban extrayendo los cartuchos de las cartucheras, y otros, en fin, disparaban. Pero ¿contra quién tiraban? No era posible verlo a causa del humo, que el viento era incapaz de barrer. Con frecuencia oíanse los agradables rumores de un zumbido o de un silbido.
«¿Qué será esto?-pensaba el príncipe Andrés al acercarse al grupo de soldados -. No puede ser un ataque, porque no avanzan. Tampoco pueden formar el cuadro, por cuanto no es ésta la formación justa.»
Un viejo delgado, de aspecto enfermizo, el comandante del regimiento, con una amable sonrisa y con los párpados medio cerrados sobre sus ojos fatigados por los años, lo que le daba una dulce expresión, se acercó al príncipe Bagration y lo recibió como el cabeza de familia recibe a un querido huésped. Contó al Príncipe que los franceses habían dirigido un ataque de caballería contra su regimiento. Que el ataque había sido rechazado, pero que la mitad de sus soldados habían muerto. El comandante del regimiento decía que el ataque había sido rechazado, aplicando este término militar a lo que le había ocurrido a su regimiento, pero, realmente, ni él mismo sabía qué habían hecho sus tropas durante aquella media hora, y no podía decir con seguridad si la carga había sido rechazada o el regimiento aniquilado. Sabía tan sólo que al principio, durante el cañoneo dirigido contra sus fuerzas, alguien había gritado: «¡La caballería!», y que los rusos habían comenzado a disparar. Que habían disparado hasta entonces y que continuaban tirando todavía, no contra la caballería, que había retrocedido, sino contra la infantería francesa, que en aquel momento disparaba contra los rusos desde la llanura. El príncipe Bagration bajó la cabeza, como si quisiera manifestar que la batalla se desarrollaba según lo que deseaba y suponía. Se dirigió al ayudante de campo y le dijo que enviase de la montaña dos batallones del sexto de cazadores, ante los cuales acababan de pasar. El príncipe Andrés quedóse sorprendido del cambio que se había operado en el rostro del príncipe Bagration. Su fisonomía expresaba aquella decisión concentrada y optimista del hombre que después de un día caluroso se dispone a lanzarse al agua y efectúa los últimos preparativos. Sus ojos ya no parecían adormecidos, ni su mirada vagaba, ni tampoco su actitud era tan profundamente grave. Sus ojos de lince, redondeados y resueltos, miraban hacia delante con cierta solemnidad y con cierto desdén, y, aparentemente, no se detenían en nada, a pesar de que en este movimiento todavía hubiese la lentitud y regularidad de antes. El jefe del regimiento se dirigió al príncipe Bagration y le suplicó que se alejase de aquel lugar demasiado peligroso.
– En nombre de Dios, se lo ruego, Excelencia – dijo tratando de encontrar ayuda entre los oficiales de la escolta, que volvieron la cara -. Por favor, hagan el favor de mirar — y los hacía darse cuenta de las balas que zumbaban constantemente y cantaban silbando en torno a ellos. Hablaba en tono de súplica huraña, como un leñador que dijera a su patrón: «Esto, nosotros lo hacemos muy bien, pero a usted se le llenarían las manos de ampollas.» Hablaba como si las balas no le pudieran tocar a él, y sus ojos, entornados, daban a sus palabras un tono aún más persuasivo. El oficial de Estado Mayor unió sus exhortaciones a las del jefe del regimiento, pero el príncipe Bagration no le respondió y se limitó a ordenar que hiciera cesar el fuego y que se formaran para dejar sitio al segundo batallón, que estaba ya cerca. Mientras hablaban, las nubes de humo, que el viento hacía oscilar de derecha a izquierda y que ocultaban por completo el valle y la montaña de enfrente, cubierta de franceses en marcha, se abrieron ante ellos como corridas por una mano invisible. Todos los ojos se fijaron involuntariamente en aquella columna de franceses que avanzaba hacia las tropas rusas, serpenteando por las anfractuosidades del terreno. Podía ya distinguirse la gorra alta y peluda de los soldados. Distinguíase a éstos de los oficiales, y veíase a la bandera flamear al viento.
– Marchan muy bien – dijo alguien de la escolta de Bagration.
El jefe de la columna llegaba ya al llano. El encuentro había de efectuarse por aquel lado del declive. El resto del regimiento ruso que se hallaba en fuego se puso en fila apresuradamente y se apartó a la derecha. Por detrás acercábanse, en perfecta formación, dos batallones del sexto de cazadores. No habían llegado aún donde se encontraba Bagration, pero oíanse los pasos lejanos, pesados, cadenciosos, de toda aquella masa de hombres. Al lado izquierdo de la formación marchaba en dirección al Príncipe el jefe de la compañía, un hombre joven y apuesto de redonda cara, de tímida y satisfecha expresión. Evidentemente, en aquel instante no pensaba en nada, a excepción de que iba a desfilar ante su jefe. Poseído de la ambición de ascender, marchaba alegremente, moviendo las musculosas piernas como si nadara. Se erguía sin esfuerzo, y por esta ligereza se distinguía del paso pesado de los soldados, que marchaban acordando sus pasos a los de él. Cerca de la pierna llevaba el sable desnudo, delgado, estrecho, un pequeño sable curvo que no parecía un arma. Volviéndose hacia su superior o hacia el lado opuesto, no sin perder el paso, daba gravemente la media vuelta y parecía que todos sus esfuerzos estuvieran dirigidos a pasar ante su superior de la mejor manera posible, y se presentía que había de considerarse feliz si lo conseguía. «¡A la izquierda…! ¡A la izquierda…! ¡A la izquierda!», parecía que dijera a cada paso. Y siguiendo este compás, el contingente de soldados, agobiados por el peso de los fusiles y las mochilas, avanzaba, y cada uno de ellos, después de cada paso, parecía que repitiese mentalmente: «A la izquierda… A la izquierda… A la izquierda…» El grueso Mayor, resoplando, perdía el paso, tropezando con cada matorral. Un rezagado, jadeante, con el semblante aterrorizado a causa de su retraso, corría con todas sus fuerzas para alcanzar la compañía. Una bala, rasgando el aire, pasó sobre el príncipe Bagration y su escolta, como siguiendo el compás: «A la izquierda… A la izquierda… A la izquierda… »
– Apretad las filas – gritó con voz firme el comandante de la compañía.
Los soldados, describiendo un arco, rodearon algo en el lugar donde había caído la bala. El viejo suboficial condecorado, que se había demorado un poco con los heridos, se unió a su fila; dio un salto para cambiar el paso, pero tropezó y se volvió con cólera. «A la izquierda… A la izquierda… A la izquierda…», y estas palabras parecían oírse a través del lúgubre silencio y del rumor de los pies pisando simultáneamente el suelo.
– Muy bien, hijos míos – exclamó Bagration.
Las palabras «orgulloso de formar» se oyeron por toda la fila. El arisco soldado que desfilaba a la izquierda, al gritar como los demás, dirigió a Bagration una mirada que parecía decir: «Lo sabemos de sobra.» Otro, sin volverse, por temor a distraerse, abría la boca, gritaba y continuaba la marcha. Se dio orden de detenerse y de sacar las cartucheras. Bagration recorrió las filas que desfilaban ante él y echó pie a tierra, entregó las bridas a un cosaco, se quitó la burka, estiró las piernas y se compuso la gorra. En lo alto de la loma apareció la columna francesa con los oficiales a la cabeza.
– Dios nos proteja – dijo Bagration con su voz firme y clara.
Se volvió al frente y, balanceando los brazos, con el paso torpe de todo soldado de a caballo, avanzó por el terreno desigual con aparente dificultad. El príncipe Andrés sentíase impulsado hacia delante por una fuerza invencible y experimentaba una gran alegría.
Los franceses estaban ya muy cerca. El príncipe Andrés se encontraba al lado de Bagration; distinguía claramente las charreteras rojas e incluso las caras de los franceses. Veía perfectamente a un viejo oficial enemigo que, con las torcidas piernas enfundadas en las polainas, subía la montaña con grandes esfuerzos. El príncipe Bagration no dio orden alguna, y, silencioso siempre, marchaba delante de las tropas. De pronto, del lado de los franceses partió un tiro, luego otro y después un tercero. En las filas dislocadas del enemigo se dispersaba el humo. Comenzaron las descargas. Cayeron algunos rusos, entre ellos el oficial carirredondo que desfilaba alegremente y con tantas precauciones. En el mismo momento en que se oyó el primer disparo, Bagration se volvió para gritar:
– ¡Hurra! ¡Hurra!
Un grito largo le respondió, un grito que recorrió todas las líneas rusas. Pasando ante el príncipe Bagration, pasándose unos a otros, los rusos, en mezcla confusa, pero alegre y animada, bajaron corriendo al encuentro de los franceses, cuyas formaciones se habían roto.
IX
El ataque del sexto de cazadores aseguraba la retirada del flanco derecho. En el centro de la posición, la olvidada batería de Tuchin, que había conseguido incendiar Schoengraben, paraba el movimiento enemigo. Los franceses se dirigieron a apagar el fuego, que el viento propagaba, y esto dio tiempo para preparar la retirada. En el centro de la posición, la retirada, a través de los torrentes, se efectuaba con prisa y con estrépito, pero las tropas se replegaban en buen orden. No obstante, en el flanco izquierdo, formado por los regimientos de infantería de Azov, Podolia y los húsares de Pavlogrado, habían sido atacados y rodeados a la vez por las fuerzas más considerables mandadas por Lannes. De un momento a otro parecía seguro su aniquilamiento. Bagration envió a Jerkov al comandante que mandaba el flanco, con la orden de retroceder a toda prisa. Jerkov, valientemente, sin separar la mano del quepis, picó espuelas y se lanzó al galope, pero en cuanto se encontró a cierta distancia de Bagration, sus fuerzas le abandonaron y un terror pánico se apoderó de su espíritu, impidiéndole ir hacia el peligro.
El escuadrón en que servía Rostov, el cual a duras penas había tenido tiempo de montar a caballo, estaba parado ante el enemigo. Otra vez, como en el puente del Enns, no había nadie entre el escuadrón y el enemigo. No había nada sino aquella misma terrible línea de lo desconocido y del miedo, parecida a la línea, que separa a los vivos de los muertos, y las preguntas «la pasarán o no» y «cómo» les trastornaban.
El coronel se acercó al frente y respondió con cólera a las preguntas de los oficiales, como un hombre desesperado de tener que dar una orden cualquiera. Nadie decía nada en concreto, pero en el escuadrón circulaba el rumor de un ataque próximo. El mando dio una orden. Inmediatamente prodújose un rumor de sables al desenvainarse, pero aún no se movía nadie. Las tropas del flanco izquierdo, la infantería y los húsares comprendían que ni los mismos jefes sabían qué hacer, y la indecisión de éstos se transmitía a las tropas.
«Aprisa, aprisa. Tanto como se pueda», pensaba Rostov, comprendiendo que, por último, había llegado el momento de experimentar la emoción del ataque, esa emoción de la que tanto habían hablado sus compañeros húsares.
-Con la ayuda de Dios, hijos míos – gritó la voz de Denisov -. Al trote… Marcha…
En las filas delanteras ondularon las grupas de los caballos. Gratchik arrancó, como los demás. A la derecha, Rostov veía las primeras filas de sus húsares, y, un poco más lejos, hacia delante, una línea oscura que no podía definir pero que suponía era la línea enemiga. Oyéronse dos disparos.
– ¡Acelerad el trote! – ordenó una voz.
Y Rostov sintió que su caballo contraía las patas y se lanzaba al galope. Presentía todos estos movimientos y cada vez estaba más alegre. Vio ante sí un árbol aislado. Momentáneamente, este árbol estaba en el centro de aquella línea que parecía tan terrible, pero la línea había sido atravesada y no solamente no había en ella nada de terrible, sino que cuanto más avanzaba, más alegre era todo y más animado se sentía.
«Le daré un buen golpe», pensó Rostov empuñando valerosamente el sable.
– ¡Hurra! – gritaban las voces en torno suyo.
«Que caiga uno ahora en mis manos», pensaba Rostov, espoleando a Gratchik, suelta la brida, con ánimo de pasar ante los demás. Veíase ya claramente al enemigo. De pronto, algo como una enorme escoba fustigó al escuadrón. Rostov levantó el sable dispuesto a dejarlo caer, pero en aquel momento el soldado Nikitenk, que galopaba ante él, se desvió, y Rostov, como en un sueño, sintió que continuaba galopando hacia delante con una rapidez vertiginosa y que, sin embargo, no se movía de su sitio. Un húsar a quien conocía se le acercó corriendo por detrás y le miró severamente. El caballo del húsar se encabritó y después continuó el galope.
«¿Qué ocurre? ¿Qué es esto? ¿Por qué no avanzo? He caído. Me han matado», se preguntaba y respondía a la vez. Estaba solo en medio del campo. En lugar de caballos galopando y de espaldas de húsares en torno suyo veía tan sólo la tierra inmóvil y la niebla de la llanura. Debajo de él sentía correr la sangre caliente.
«No estoy herido. Han matado a mi caballo.» Gratchik se levantó sobre las patas delanteras, pero cayó inmediatamente sobre las piernas del jinete. Caía la sangre de la cabeza del caballo, que se debatía pero que no podía levantarse. Rostov también quiso erguirse, pero volvió a caer. El sable se le había enredado en la silla.
«¿Dónde están los nuestros? ¿Dónde los franceses?» No lo sabía, no había nadie en torno suyo. Cuando pudo soltarse la pierna se levantó. «¿Dónde está la línea que separaba claramente a ambos ejércitos?», se preguntó, sin poder contenerse. «¿Ha ocurrido algo malo? Accidentes como éste son corrientes, pero ¿qué hay que hacer cuando ocurren?», se preguntaba mientras se levantaba. Y en aquel momento algo le tiraba del brazo izquierdo adormecido. Parecía que la mano no fuera suya. La examinó inútilmente, buscando sangre. «¡Ah! Veo hombres. Ellos me ayudarán», pensó alegremente viendo a gente que corría hacia donde él se hallaba. Alguien, con una gorra extraña y un capote azul, sucio, con una nariz aquilina, corría delante de aquellos hombres. Detrás corrían otros dos y después muchos más todavía. Uno de ellos pronunció unas palabras, pero no en ruso. Entre unos hombres parecidos a aquellos, cubiertos con la misma gorra y que les seguían encontrábase un húsar ruso. Le llevaban cogido por detrás, con las manos, y conducían su caballo de la brida.
«Seguramente un prisionero de los nuestros…, sí… ¿También me cogerán a mí? ¿Quiénes son estos hombres? » Miraba a los franceses, que se acercaban a él; hacía pocos segundos se había lanzado contra ellos para aniquilarlos y su proximidad le pareció tan terrible que se resistía a creer lo que veía.
«¿Quiénes son? ¿Por qué corren? ¿Por mí? ¿Corren por mí? ¿Y por qué? ¿Para matarme? ¿A mí, a quien todos quieren tanto? » Recordó el amor que le profesaba su madre, su familia, sus amigos, y la intención de sus enemigos de matarle le parecía mentira. «Sí, de veras. Vienen a matarme. » Permaneció de pie más de diez segundos, sin moverse, no comprendiendo su situación. El francés de nariz aquilina, el primero, estaba tan cerca que ya se distinguía la expresión de su rostro. La fisonomía roja, extraña, de aquel hombre que, con la bayoneta calada, corría hacia él conteniendo la respiración, le heló la sangre en las venas. Sacó la pistola y en lugar de dispararla se la arrojó al francés y con todas sus fuerzas corrió hacia los matorrales. No corría con aquel sentimiento de duda y lucha que experimentó en el puente de Enns, sino con el miedo con que la liebre huye de los galgos. Un sentimiento de invencible miedo por su vida, joven y feliz, que llenaba totalmente su existencia, le animaba, saltando a través de las matas con la agilidad con que en otro tiempo corría cuando jugaba al gorielki, sin girar un solo momento su rostro pálido, bondadoso y joven y sintiendo en la espalda un estremecimiento de terror. «Es mejor no mirar», pensaba, pero al llegar cerca de los matorrales se volvió. Los franceses perdían distancia, incluso aquel que le perseguía más de cerca, que se volvió y gritó algo a los compañeros que le seguían. Rostov se detuvo. «No, no es esto – pensó -No es posible que quieran matarme. » El brazo izquierdo le pesaba como si colgase de él un peso de cuatro libras. No podía correr más. También el francés se había detenido. Apuntó. Rostov cerró los ojos y se agachó. Pasó una bala ante él, zumbando. Con un esfuerzo supremo se cogió la mano izquierda con la derecha y corrió hacia los matorrales. Tras ellos había tiradores rusos.
X
Los regimientos de infantería, atacados inesperadamente, huían del bosque, y en una mezcla de compañías se alejaban con gran desorden. Un soldado pronunció con terror una frase que no tiene sentido alguno, pero que en la guerra es terrible: «¡Nos han copado!» Y la frase se comunicó a todos con un estremecimiento de espanto.
«¡Rodeados! ¡Copados! ¡Perdidos!», gritaban las voces con pánico. Inmediatamente, el comandante del regimiento oyó las descargas y los gritos, comprendió que algo terrible le sucedía a su regimiento, y la idea de que él, el oficial modelo, que llevaba muchos años de servicio sin que nunca se le hubiera hecho una sola observación, podía ser ante su jefe tildado de negligente o de haber faltado al orden, le turbó tanto que, olvidando instantáneamente al indisciplinado coronel de caballería y su importancia de general, y más que nada el peligro y el instinto de conservación, cogióse a la silla y espoleando a su caballo galopó hacia el regimiento, bajo una lluvia de balas que, por fortuna, caían más lejos de él. Tan sólo quería una cosa: saber qué era lo que ocurría, ayudar, costase lo que costara, y corregir la falta, si él había sido su causa, eliminando su culpa, la de un oficial modelo que en veinte años de servicio no había cometido una sola falta. Por milagro pasó ante los franceses, se acercó al campamento, detrás del bosque, a través del cual corrían los rusos, y sin preocuparse de nada bajó al galope la montaña. El momento de vacilación moral que decide la suerte de las batallas había llegado. ¿Escucharían los soldados la voz de su comandante o se volverían contra él y correrían más lejos? A pesar del grito desesperado del jefe del regimiento, tan terrible en otro tiempo para los soldados, a pesar de la cara feroz del comandante, enrojecida y desfigurada, a pesar de la agitación de su sable, los soldados huían, hablaban, disparaban al aire y no obedecían orden alguna. La vacilación moral que decide la suerte de las batallas poníase, evidentemente, de parte del miedo.
El general enronquecía de tanto gritar y a causa del humo de la pólvora. Se detuvo, desesperado. Todo parecía perdido. No obstante, en aquel momento, los franceses, que perseguían a los rusos, de pronto, sin causa aparente que lo motivara, echaron a correr y en el bosque aparecieron los tiradores rusos. Era la compañía de Timokhin, la única que se había mantenido ordenadamente en el bosque y que, escondida en la trinchera, cerca de la entrada del bosque, atacaba violentamente a los franceses. Timokhin se lanzó sobre el enemigo con un grito tan feroz, con una audacia tan loca y blandiendo el sable como única arma, que el enemigo, sin tiempo para rehacerse, arrojaba las arenas y huía. Dolokhov, que corría al lado de Timokhin, mató a un francés casi a quemarropa, y antes que nadie cogió por el cuello del uniforme a un oficial, que se rindió. Los fugitivos, rehechos, volvían a sus puestos. Los batallones rehacían sus formaciones, y los franceses, que habían conseguido dividir en dos las tropas del flanco izquierdo, eran rechazados momentáneamente. Las reservas tuvieron tiempo de llegar y los fugitivos se detuvieron. El jefe del regimiento estaba cerca del puente con el Mayor Ekonomov. Se adelantaban a ellos las compañías que habían retrocedido cuando, de pronto, un soldado se agarró al estribo y casi se le apoyó en la pierna. El soldado vestía un capote de paño azul, pero no llevaba ni gorra ni mochila. Tenía la cabeza vendada y colgaba de sus hombros una cartuchera francesa. Tenía en las manos una espada francesa también. Estaba pálido; sus azules ojos miraban con descaro al rostro del comandante y sonreía su boca. A pesar de que el comandante estaba ocupado dando órdenes al Mayor Ekonomov, no podía dejar de percatarse de la presencia de aquel soldado.
– Excelencia, he aquí dos trofeos – dijo Dolokhov mostrando la espada y la cartuchera -. He hecho prisionero a un oficial y lo tengo arrestado en la compañía.
Dolokhov jadeaba de fatiga y hablaba entrecortadamente.
– Toda la compañía lo ha visto. Le ruego que lo recuerde, Excelencia.
– Bien, bien – dijo el comandante, y se dirigió al Mayor Ekonomov. Pero Dolokhov no se movía. Se desató el pañuelo que le vendaba la cabeza y mostró la sangre pegada a sus cabellos.
– Una herida de bayoneta. No me he movido de la fila. Recuérdelo, Excelencia.
XI
El viento se calmaba. Las nubes negras que pasaban bajas sobre el campo de batalla en el horizonte se confundían con el humo de la pólvora. En dos lugares aparecieron más claros entre la oscuridad los resplandores del incendio. Se debilitó el cañoneo, pero el ruido de los disparos de fusil en la retaguardia y a la derecha continuaba cada vez más cercano. Cuando Tuchin, con sus cañones, pasando sobre los heridos, salió del fuego y se dirigió al torrente, encontró a los jefes y a los ayudantes de campo, entre los que se encontraban el oficial de Estado Mayor y Jerkov, que le habían sido enviados dos veces y que ni una sola de ellas habían podido llegar a la batería. Todos, interrumpiéndose unos a otros, daban y transmitían las órdenes por el camino que se había de emprender, y todos le hacían reproches y observaciones. Tuchin no dio orden alguna, y en silencio, temeroso de hablar, porque a cada palabra, sin saber por qué motivo, le venían ganas de llorar, iba detrás de todos montado en su mula. Aun cuando había sido dada la orden de abandonar a los heridos, algunos arrastrábanse tras las tropas, suplicando que los colocaran sobre los cañones. Un bravo oficial de infantería yacía con una bala en el vientre sobre la cureña de Matvovna. Al salir de la montaña, un suboficial de húsares, muy pálido, que se sostenía una mano con la otra, se acercó a Tuchin y le pidió que le dejara sentarse.
– Capitán, por el amor de Dios, me han herido en el brazo – suplicaba tímidamente -. Por el amor de Dios, no puedo caminar más. – Evidentemente, aquel suboficial había pedido muchas veces permiso para sentarse y siempre le había sido negado. Con voz tímida y vacilante suplicaba -: Ordene que me siente, por el amor de Dios.
– Siéntate, siéntate – dijo Tuchin -. Tío, dale tu capote – dijo a su soldado favorito -. ¿Dónde está el oficial herido?
– Lo han abandonado. Estaba muerto – replicó alguien.
– Siéntate, siéntate, amigo, siéntate. Pon tu cabeza, Antonov…
El suboficial era Rostov. Con una mano se sostenía la otra. Estaba pálido y un temblor febril le movía la barbilla. Lo colocaron sobre Matvovna, el mismo cañón del cual habían quitado al oficial muerto. El capote que le ofrecieron estaba sucio, lleno de sangre que manchó el pantalón y el brazo de Rostov.
– ¿Qué hay, querido? ¿Dónde le han herido? – preguntó Tuchin acercándose al cañón donde Rostov estaba sentado.
– No, es una contusión.
-Entonces, ¿de quién es esta sangre de la cureña?
– Del oficial, Excelencia – replicó un artillero, limpiando la sangre con la manga del capote, como excusándose por la suciedad del arma.
Con penas y fatigas, ayudado por la infantería, habían podido hacer pasar los cañones por la montaña y llegar al pueblo de Gunthersdorf, donde se detuvieron. Era tan oscura la noche que se hacía imposible distinguir a dos pasos el uniforme de los soldados. El tiroteo comenzaba a calmarse. De pronto, hacia la derecha, oyéronse de nuevo gritos acompañados de descargas. Brillaban los disparos en la oscuridad. Era el último ataque de los franceses, al que respondían los soldados desde las ventanas de las casas del poblado. De nuevo todos se precipitaron hacia el pueblo, pero los cañones de Tuchin no se podían mover, y los artilleros, Tuchin y Rostov se miraron en silencio, abandonándose a su suerte. Las descargas cesaron. Por una calle adyacente aparecieron soldados que hablaban con animación.
– ¡Petrov! ¿Vives todavía? – preguntó uno.
– Les hemos sentado las costuras, hermano. No tendrán ganas de volver – decía otro.
– No se ve nada.
– ¿Dicen que han tirado contra los suyos?
– Esto está como la boca de un lobo.
– ¿No hay nada que beber?
De nuevo habían sido rechazados los franceses. Entre la oscuridad más absoluta, los cañones de Tuchin, protegidos por la bulliciosa infantería, marchaban de nuevo a algún sitio. En la oscuridad, como un río invisible y tenebroso que corriera siempre en la misma dirección, oíanse las conversaciones, el ruido de los zapatos y las ruedas. En medio del clamor general, a través de todos los demás ruidos, el más claro, el más perceptible, era el gemir de los heridos. Parecía que llenasen todas las tinieblas, que rodeasen a las tropas. Gemidos y tinieblas se confundían en aquella noche. Momentos después, la emoción estremeció a la multitud que avanzaba. Alguien, montado en un caballo blanco, pasó, seguido de una escolta, y al pasar pronunció unas palabras.
– ¿Qué ha dicho? ¿Hacia dónde vamos? ¿Hemos de detenernos? ¿Ha dicho que estaba contento?
Las más afanosas preguntas llovían de todas partes, y la masa movediza comenzó a atascarse, debido a que, evidentemente, se paraban los que iban delante. Circulaba el rumor de que había sido dada la orden de detenerse, y todos lo hicieron en medio de la carretera fangosa. Se encendieron las hogueras. La conversación se hizo más perceptible. El capitán Tuchin, después de dar órdenes a la compañía, envió a un soldado en busca de la ambulancia o de un médico para el suboficial, y después se sentó al lado del fuego que los soldados habían hecho en medio de la carretera. Rostov se arrastró también a su lado. Un temblor febril, ocasionado por el dolor, el frío y la humedad, sacudía todo su cuerpo. Se apoderaba de él un sueño invencible, pero el dolor de la mano lesionada, que no sabía dónde posarse, le impedía dormir. Tan pronto cerraba los ojos o miraba al fuego, que le parecía resplandeciente y acogedor, como contemplaba la figura curva y desmedrada da Tuchin, sentado a la turca a su lado. Los enormes, bondadosos e inteligentes ojos de Tuchin le miraban con lástima y compasión. Comprendía que Tuchin deseaba con toda su alma auxiliarlo, pero que nada podía hacer. De todas partes llegaba el rumor de los pasos y las conversaciones de la gente de a pie y de a caballo, que se instalaba por los alrededores. El sonido de las voces, de las herraduras de los caballos que chapoteaban en el fuego, el chisporroteo próximo o lejano de la leña, mezclábanse en un murmullo flotante. Ahora ya no era como antes el río invisible que corría en las tinieblas. Se había convertido en un mar oscuro que se calmaba, tembloroso, después de la tempestad. Rostov miraba y escuchaba sin comprender nada de todo cuanto sucedía ante sí o en torno suyo. Un soldado de infantería se acercó al fuego, se agachó sobre las puntas de los zapatos, bajó las manos sobre las llamas y movió la cara.
– ¿Me permite, Excelencia? – dijo dirigiéndose interrogadoramente a Tuchin -. He perdido la compañía, Excelencia, y no sé dónde está. Ha sido una desgracia.
Con el soldado se acercó un oficial de infantería con una mejilla vendada y, dirigiéndose a Tuchin, le pidió que hiciera retroceder un poco los cañones para dejar paso a los carros de bagaje. Detrás del mando de la compañía corrían dos soldados en dirección al fuego. Se injuriaban y disputaban desesperadamente por arrancarse un zapato de las manos.
– ¡Sí, vaya! ¡Todavía pretenderás ser tú quien lo haya encontrado! ¡Dámelo, ladrón!-gritaba uno de ellos con voz ronca.
Después se acercó un soldado delgado, pálido, que tenía vendado el cuello con unas tiras de tela empapada en sangre. Con irritada voz pidió agua a los artilleros.
– ¿Hemos de morir como perros? – preguntaba.
Tuchin ordenó que le dieran agua. Inmediatamente llegó corriendo un soldado, muy alegre, que pidió fuego para la infantería.
– ¡Fuego para la infantería! ¡Que os vaya bien, buena gente! El fuego que nos dais os lo devolveremos con creces – dijo, llevándose un tizón encendido en medio de la oscuridad.
Después de él pasaron ante el fuego cuatro soldados que llevaban algo pesado en un capote. Uno de ellos tropezó.
– ¡Maldita sea! ¡Han derramado la leña por la carretera! – murmuró uno.
– Si está muerto, ¿por qué lo hemos de llevar? – dijo otro.
– Anda, sigue adelante.
Y desaparecieron los cuatro con su carga en la oscuridad.
– ¿Qué? ¿Le duele? – preguntó Tuchin en voz baja a Rostov.
– Sí.
– Excelencia, que vaya a ver al general. Está aquí, en la isba – dijo un artillero que se acercó a Tuchin.
– Ahora voy, amigo.
Tuchin se levantó y se alejó del fuego, ajustándose la ropa. No lejos de la hoguera de los artilleros, en la isba que había sido habilitada expresamente para Bagration, hallábase el Príncipe ante la cena, hablando con algunos jefes que se habían reunido con él. Hallábase entre ellos el viejo desmedrado de ojos casi cerrados, que roía ávidamente un hueso de carnero; un general, con veintidós años de servicio, irreprochable, colorado por la cena y el aguardiente. El oficial de Estado Mayor se dormía. Jerkov miraba inquieto en torno suyo, y el príncipe Andrés estaba pálido, con los labios apretados y los ojos brillantes de fiebre. En un patio de la isba había una bandera tomada a los franceses, y el auditor, con cara de inocencia, tocaba la tela y movía la cabeza con admiración, quizá porque, en efecto, se interesaba por aquella bandera, o porque le molestaba ver que en la mesa faltaba un cubierto para él. El coronel francés que el dragón había hecho prisionero encontrábase en una isba cercana. Los oficiales rusos se afanaban para verle. El príncipe Bagration dio las gracias a los jefes y les preguntó pormenores de la acción y de las pérdidas sufridas. El jefe del regimiento de Braunn explicaba al Príncipe que en cuanto comenzó la acción retrocedió hacia el bosque, reuniendo allí a los soldados entretenidos en hacer acopio de leña, y con dos batallones se habían lanzado a la bayoneta contra los franceses, consiguiendo dispersarlos.
– Cuando me di cuenta, Excelencia, de que el primer batallón estaba deshecho, me detuve pensando: «Dejaré ahora a éstos y ya encontraré al enemigo cuando la batalla llegue a su punto culminante.» Y esto ha sido todo.
El comandante del regimiento quería haber hecho esto mismo. Le molestaba tanto no haberlo podido hacer que llegó a creerse que había sucedido todo como él decía, y quién sabe si realmente había ocurrido así. ¿Acaso era posible saber, en medio de todo aquel desorden, qué era lo que había ocurrido y lo que no se había hecho?
– También he de hacer notar a Vuestra Excelencia – continuó, recordando la conversación de Dolokhov con Kutuzov y su última entrevista con el degradado – que el soldado degradado, ante mí, ha hecho prisionero a un oficial francés y se ha distinguido muy particularmente.
– En el intermedio, Excelencia, he visto el ataque del regimiento de Pavlogrado – intervino Jerkov mirando en torno suyo con inquietud. En todo aquel día no había visto ni poco ni mucho a los húsares, y únicamente había oído hablar de ellos a un oficial de infantería -. Han aniquilado a dos cuadros, Excelencia.
Algunos sonrieron al oír las palabras de Jerkov, creyendo que bromeaba, como de costumbre, pero al ver que su relato era también glorioso para las armas rusas en aquella jornada, adoptaron una grave expresión a pesar de que muchos de los allí presentes sabían que las explicaciones de Jerkov eran pura fábula. El príncipe Bagration se dirigió al viejo coronel.
– Les doy las gracias a todos, señores. Todas las armas: infantería, artillería, y caballería, se han comportado heroicamente. ¿Cómo han quedado abandonados dos cañones? – preguntó, buscando a alguien con los ojos, y no se refería a los cañones del flanco izquierdo, porque sabía que desde el comienzo de la acción todos aquellos cañones habían sido abandonados -. Creo que ya se lo he preguntado a usted – dijo al oficial de Estado Mayor de servicio.
– Uno de ellos estaba destruido – respondió el oficial de servicio -, y el otro… No puedo comprenderlo. Estuve allí casi todo el tiempo que duró la acción. Di las órdenes y desde que me fui… Cierto es que la refriega era allí muy dura – añadió modestamente.
Alguien dijo que el capitán Tuchin estaba cerca del fuego y se le había ido a buscar.
– Sí, usted estaba allí abajo – dijo el príncipe Bagration al príncipe Andrés.
– Ciertamente. Por poco nos encontramos – dijo el oficial de servicio sonriendo amablemente a Bolkonski.
– No he tenido el placer de verle – replicó fríamente el príncipe Andrés.
Todos callaron. En el umbral de la puerta apareció Tuchin, que asomaba tímidamente tras la espalda de los generales. Al entrar en la estrecha isba, confuso, como siempre que se encontraba ante sus superiores, no se dio cuenta del asta de la bandera y tropezó con ella. Algunos de los que allí estaban se echaron a reír.
– ¿Cómo es que uno de los cañones ha sido abandonado? – preguntó Bagration frunciendo el entrecejo, tanto por el capitán como por los suyos, entre los cuales Jerkov se distinguía por su risa.
Ahora, en presencia de los demás, Tuchin representábase por primera vez todo el horror de su crimen y la vergüenza de haber perdido dos cañones, quedando él con vida. Había estado tan emocionado hasta aquel momento que no había tenido tiempo de pensar en todo aquello. Las risas de los oficiales todavía le turbaron más. Ante Bagration, el labio inferior le temblaba. A duras penas pudo decir:
– No lo sé…, Excelencia… No disponía de bastantes hombres, Excelencia…
– ¿Y no podía usted echar mano de tropas auxiliares?
Tuchin no respondió diciendo que no existían las tales tropas auxiliares, con todo y ser verdad. Diciendo esto temía «comprometer» a algún jefe, y, silencioso, con los ojos inmóviles, contemplaba fijamente a Bagration, del mismo modo que el escolar que no sabe qué contestar mira a los ojos de su examinador.
La pausa fue muy larga. El príncipe Bagration, que visiblemente no deseaba ser severo, no sabía qué decir. Los demás no se atrevían a mezclarse en la conversación. El príncipe Andrés miró a Tuchin de reojo y sus manos se agitaron nerviosamente.
– Excelencia – dijo el príncipe Andrés con su voz seca y quebrando el silencio -, se dignó usted enviarme a la batería del capitán Tuchin. Fui y encontré a las dos terceras partes de los hombres y de los caballos muertos, dos cañones rotos y ninguna tropa auxiliar.
El príncipe Bagration y Tuchin contemplaban con igual fijeza a Bolkonski, que hablaba con modestia y emoción.
– Si me permite, Excelencia, que exprese mi propia opinión – continuó -, diré que la mayor parte del éxito de esta jornada la debemos a esa batería, a la firmeza heroica del capitán Tuchin y a sus hombres.
Y sin esperar respuesta, el príncipe Andrés se levantó y se alejó de la mesa. El príncipe Bagration miró a Tuchin. Veíase claramente que no quería poner en duda el juicio de Bolkonski y que, por otra parte, le era imposible creerlo en absoluto. Inclinó la cabeza y dijo a Tuchin que podía retirarse. El príncipe Andrés salió tras él.
– ¡Ah, gracias, querido! ¡Me ha salvado usted! -le dijo Tuchin.
El príncipe Andrés le miró y se alejó sin pronunciar palabra. Estaba triste y disgustado. Todo aquello era tan distinto y tan extraño de como lo había imaginado…
Tercera parte
I
En Moscú, Pedro cayó en manos del príncipe Basilio, que se las ingenió para que le dieran el nombramiento de gentilhombre de cámara, lo que equivalía entonces al título de consejero de Estado, e insistió para que fuese con él a San Petersburgo y se instalase en su casa. Como por casualidad, el príncipe Basilio hacía todo lo necesario para casar a Pedro con su hija. Si hubiese imaginado sus planes prematuramente, no hubiera podido proceder con tanta naturalidad ni hubiese sabido encontrar aquella sencillez familiar en sus relaciones con los hombres situados por encima o por debajo de él. Algo extraño le atraía hacia los hombres más poderosos o más ricos que él, y estaba dotado del raro talento de encontrar el instante que necesitaba o del que podía aprovecharse.
Pedro, de una forma absolutamente inesperada, se había enriquecido y convertido en conde Bezukhov y después de su soledad reciente y de su despreocupación sentíase de tal modo atareado y rodeado de gente, que tan sólo en el lecho podía permanecer a solas consigo mismo. Había de firmar papeles, frecuentar las oficinas administrativas, cuya importancia no comprendía, interrogar con respecto a una a otra cosa a su primer intendente, visitar su finca cercana a Moscú, recibir a una cantidad de personas que en otra época ni siquiera quisieron saber que existía y que ahora se hubieran sentido molestas y ofendidas si él no las hubiese podido recibir. Todas estas personas, hombres de negocios, parientes, relaciones, se sentían igualmente bien dispuestas y amables para con el joven heredero. Todos, evidente e indiscutiblemente, estaban convencidos de las altas cualidades de Pedro.
A principios del invierno de 1805, el joven recibió de Ana Pavlovna el habitual billete color de rosa, invitación a la que se habían añadido estas palabras: «Encontrará usted en casa a la bella Elena, que nadie se cansaría de ver.» Al leer esto, Pedro comprendió por primera vez que entre él y Elena nacía un lazo reconocido por las demás personas, y este pensamiento, con todo y atemorizarle un poco y darle la sensación de imponerle un deber que él no podía cumplir, le gustaba como una divertida suposición.
Fue recibida por Ana Pavlovna con una tristeza que evidentemente dedicaba a la reciente pérdida que había aquejado al joven heredero: la muerte del conde Bezukhov.
Luego le dijo:
-Tengo un plan para usted esta noche.
Y, mirando a Elena, sonrió.
– ¿No la encuentra usted encantadora? – añadió, señalando a la majestuosa beldad que se alejaba-. ¡Qué figura! ¡Y qué tacto! ¡Qué maneras más artísticas de comportarse, en una muchacha! Esto nace del corazón. ¡Dichoso quien la consiga! Con ella, el marido menos mundano ocupará, a pesar suyo, la situación más brillante. ¿No lo cree usted así? Únicamente querría saber su parecer.
Y le dejó marchar. Pedro respondió afirmativamente, con toda franqueza, a la pregunta de Ana Pavlovna con respecto al arte de Elena de moverse en sociedad. Si alguna vez se le ocurría pensar en Elena, era precisamente por su belleza y su talento sosegado y extraordinario para permanecer digna y silenciosa en una velada.
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