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Análisis del libro Guerra y Paz, de León Tolstoi (página 13)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16

Después de tanto padecer, el príncipe Andrés experimentó un bienestar como no había experimentado desde mucho tiempo antes. Todos los mejores momentos de su vida, los más felices, particularmente la infancia más lejana, cuando le desnudaban y le metían en la cama y la vieja criada le cantaba mientras le balanceaba, cuando, con la cabeza escondida entre almohadas, se sentía feliz con la sola conciencia de la vida. Todos aquellos instantes se le presentaban en su imaginación no como el pasado, sino como la realidad presente.

Alrededor de aquel herido cuya cabeza no era desconocida del príncipe Andrés, los médicos trabajaban. Le levantaron, procurando calmarle.

– ¡Enseñádmela! ¡Oh, oh, oh!

Sus gemidos eran interrumpidos por sollozos de espanto y de resignación ante el dolor.

Al oír aquellos gemidos, el príncipe Andrés quiso llorar. Y fuera porque moría sin gloria o porque sentía separarse de la vida, ya fuera a causa de los recuerdos de su infancia, desaparecidos para siempre, o bien porque padeciera con el dolor de los demás y por aquellos plañideros gemidos, hubiera querido llorar con lágrimas de niño, dulces, casi alegres.

Enseñaron al herido su pierna cortada, calzada todavía y con la sangre seca.

– ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! -lloriqueó como una mujer.

El doctor, de pie ante el herido, evitaba que Andrés pudiera verlo, al que se apartó.

«¡Dios mío! ¿Qué es esto?», se dijo el príncipe Andrés.

En el hombre desgraciado que lloraba, y al cual acababan de cortarle la pierna, el príncipe Andrés creyó reconocer a Anatolio Kuraguin. Sostenían a Anatolio por la axila, mientras le ofrecían un vaso de agua, cuyo borde casi no podía coger con sus temblorosos e hinchados labios. Anatolio sollozaba penosamente.

«¡Sí, es él! ¡Sí, este hombre está ligado a mí por algo íntimo y doloroso!», pensó el príncipe Andrés sin reconocer todavía del todo al que se encontraba delante de él. «¿Qué lazo existe entre este hombre, mi infancia y mi vida?», se preguntaba, sin encontrar respuesta. De pronto un recuerdo nuevo, inesperado, del dominio de la infancia, puro y amoroso, se presentó al príncipe Andrés. Recordaba a Natalia tal como la había visto por primera vez en el baile de 1810, con su fino cuello, sus brazos, su cara resplandeciente y asustadísima, dispuesta al entusiasmo, y su amor y su ternura para con ella se despertaron más fuertes que nunca en su alma. Ahora recordaba qué lazo existía entre él y aquel hombre que, a través de las lágrimas que le inflamaban los ojos, le miraba vagamente. El príncipe Andrés se acordó de todo: y la piedad y el entusiasmo y el amor por aquel hombre le llenaron de alegría el corazón.

El príncipe Andrés no pudo contenerse más. Lloraba lágrimas dulces, amorosas, por los demás, por sí mismo, por los errores ajenos, por los errores propios.

«La misericordia, el amor por los demás, el amor por los que nos aman, el amor por los que nos odian, el amor por nuestros enemigos. Sí, este amor que Dios ha predicado en la tierra es el mismo que me enseñaba la princesa María y que yo no sabía comprender. Por esto siento abandonar la vida. He aquí lo que en mí habría si viviera, pero es ya demasiado tarde, lo sé.»

XXII

Algunas docenas de miles de hombres vestidos de uniforme yacían muertos, en distintas posiciones, en los campos propiedad del señor Davidov y de los campesinos del Tesoro, en aquellos campos y en aquellos prados donde durante siglos los campesinos de los pueblos de Borodino, Gorki, Schevardin y Semeonovskoie recogían sus cosechas y hacían pastar a sus rebaños.

En las ambulancias y en el espacio de una deciatina, la hierba y la tierra estaban empapadas de sangre. La muchedumbre de heridos y soldados de diversas armas con cara de espanto marchaban a Mojaisk o hacia Valuievo. Otros, atormentados, hambrientos y conducidos por sus correspondientes jefes, avanzaban hacia delante. Otros quedábanse donde estaban y empezaban a tirar.

Por todos los campos, antes tan bellos y alegres, se confundían las bayonetas y las humaredas brillantes al sol, la niebla, la humedad y el acre hedor de la pólvora y de la sangre. Las nubes se habían acumulado y una lluvia menuda empezaba a caer sobre los muertos y los heridos y sobre la gente espantada y cansada, que dudaba ya, como si aquella lluvia quisiera decir: «¡Basta, basta! ¡Hombres, deteneos, sosegaos, pensad en lo que hacéis!»

Los hombres de uno y otro ejército, fatigados, hambrientos, empezaron a dudar igualmente de si era preciso continuar matándose los unos a los otros; en todos los rostros se observaba la vacilación, y cada uno se planteaba la pregunta: «¿Para qué? ¿Por qué he de matar o ser matado? ¡Matad si queréis, haced lo que queráis, yo ya estoy harto!» Hacia la tarde, este pensamiento maduraba por igual en el alma de cada uno.

Todos aquellos hombres podían, en cualquier momento, horrorizarse de lo que estaban haciendo, abandonarlo todo y huir.

Pero, a pesar de que al final de la batalla los hombres sintieran ya todo el horror de sus actos, con todo y que se hubieran sentido muy contentos deteniéndose, una fuerza incomprensible, misteriosa, continuaba reteniéndolos, y los artilleros, sudando a chorro, sucios de pólvora y de sangre, reducidos a una tercera parte, sin poderse tener en pie, ahogándose de fatiga, continuaban conduciendo cargas, cargando, apuntando, encendiendo la mecha y las balas, que, con la misma rapidez y la misma crueldad, continuaban volando de una parte a otra y destrozaban cuerpos humanos. Esta obra terrible, que se hacía no por voluntad de los hombres, sino por la voluntad de aquel que dirige a los hombres y al mundo, continuaba cumpliéndose.

Cualquiera que hubiese visto las últimas filas del ejército ruso hubiera dicho que los franceses no tenían que hacer más que un ligero esfuerzo para aniquilarlo. Cualquiera que viera la retaguardia francesa hubiese dicho que los rusos no tenían que hacer más que un pequeño esfuerzo para destruir a los franceses. Pero ni los franceses ni los rusos hicieron este esfuerzo y el fuego de la batalla se extinguió lentamente.

Pero aunque el objetivo del ejército ruso hubiera sido el de aniquilar a los franceses, no hubieran podido hacer este último esfuerzo, porque todas las tropas rusas estaban batidas y no había una sola parte del ejército que no hubiera padecido mucho en la batalla, pues los rusos, al resistir sin moverse de su sitio, habían perdido la mitad de su ejército. Los franceses, que habían conseguido el récord de las victorias obtenidas en quince años, con la seguridad en la invencibilidad de Napoleón y la conciencia de que se habían apoderado de una parte del campo de batalla, que sólo habían perdido una cuarta parte de sus hombres y que la guardia, de veinte mil hombres, estaba intacta, los franceses sí que podían hacer aquel esfuerzo. Los franceses, que esperaban al ejército ruso para desalojarlo de sus posiciones, habían de hacer este esfuerzo, pues mientras los rusos cerraran como antes el camino de Moscú, el objetivo de los franceses no había podido lograrse y todos sus esfuerzos y todas sus pérdidas eran inútiles. Sin embargo, los franceses no hicieron este esfuerzo. Algunos historiadores dicen que Napoleón debió haber hecho entrar en acción a su vieja guardia para ganar la batalla. Decir lo que hubiera pasado si Napoleón hubiese cedido su vieja guardia es igual que decir lo que pasaría si el otoño se convirtiera en primavera. Tal cosa no podía ser y no fue. Napoleón no dio su guardia no porque lo quisiera así, sino porque no podía.

Todos los generales, oficiales y soldados del ejército francés sabían que no podía hacerlo, porque el espíritu del ejército no lo permitía.

No era solamente Napoleón el que experimentaba esa sensación propia de un sueño, de la mano que cae impotente, sino que todos los generales y todos los soldados del ejército francés, hubieran participado o no en el combate, después de la experiencia de todas las batallas precedentes, en las que el enemigo huía siempre después de esfuerzos diez veces menores, experimentaba un sentimiento parecido al horror ante un enemigo que después de haber perdido la mitad de su ejército, al final de la batalla continuaba tan amenazador como al principio. La fuerza moral del ejército francés que atacaba se había agotado. Los rusos no obtuvieron en Borodino la victoria que se definía por unos harapos clavados en palos elevados en el espacio, que se llaman banderas, pero obtuvieron una victoria moral: la victoria que convence al enemigo de la superioridad moral de su adversario y de su propia debilidad. La invasión francesa, cual bestia rabiosa que ha recibido en su huida una herida mortal, se sentía vencida, pero no podía detenerse, de la misma manera que el ejército, dos veces más débil, tampoco podía ceder. Después del choque, el ejército francés todavía podría arrastrarse hasta Moscú, pero allí, por un nuevo esfuerzo del ejército ruso, había de morir desangrado por la herida mortal recibida en Borodino.

El resultado directo de la batalla de Borodino fue la marcha injustificada de Napoleón a Moscú, su vuelta por el viejo camino de Smolensk, la pérdida de un ejército de quinientos mil hombres y la de la Francia napoleónica, sobre la cual se posó en Borodino, por primera vez, la mano de un adversario moralmente más fuerte.

Undécima parte

I

Cuando tocaba a su fin la batalla de Borodino, Pedro abandonó por segunda vez la batería de Raiewsky y, con un grupo de soldados, se dirigió a campo traviesa a Kniazkovo, donde se unió a la ambulancia.

Pero al ver la sangre y oír los gritos y los gemidos se apresuró a alejarse, confundido con los soldados. Un solo afán llenaba su alma: salir lo antes posible de allí, olvidar las horribles impresiones del día y echarse a dormir tranquilamente en su habitación, en su cama. Se daba cuenta de que sólo en condiciones normales de vida podría comprender todo lo que había visto y experimentado. Pero le faltaban estas condiciones.

Ni balas ni granadas silbaban ya en el camino, pero por todas partes veía lo mismo que allá abajo, en el campo de batalla: las mismas caras atormentadas, llenas de dolor, extrañamente transfiguradas; la misma sangre, los mismos capotes… Y oía las mismas descargas de fusilería, lejanas pero no por eso menos aterradoras. Además, el polvo y el calor eran asfixiantes.

Pedro y los soldados se dirigieron, a través de la densa oscuridad, a Mojaisk. Los gallos cantaban cuando comenzaron a subir la pronunciada cuesta que conducía al pueblo.

El albergue estaba totalmente ocupado. Pedro pasó al patio, subió al coche y reclinó la cabeza sobre los cojines.

Al levantarse al día siguiente ordenó que enganchasen, pero él atravesó el pueblo a pie.

Ya las tropas comenzaban a salir de la población, dejando detrás diez mil heridos. Se los veía en los patios y en las ventanas de las casas; otros se agrupaban en la calle. Cerca de las ambulancias se oían gritos, invectivas, golpes. Pedro ofreció un sitio en su coche a un general herido al que conocía y le acompañó hasta Moscú.

El día 30 entró en la ciudad.

Cuando llegó a su casa era noche cerrada. En él salón halló a ocho personas: el secretario del comité, el coronel de su batallón, su administrador y diversos solicitantes que iban a verle para que los ayudase a resolver sus asuntos. A Pedro le eran indiferentes aquellos asuntos, de los que no sabía ni una palabra, y contestó a las preguntas que le dirigieron con el único fin de librarse de aquellas gentes. Cuando se quedó solo, al fin, abrió y leyó una carta de su mujer. Aturdido, empezó a murmurar: «Los soldados de la batería…, el viejo…, el príncipe Andrés muerto… La sencillez, la sumisión a Dios… Hay que sufrir…, la importancia de todo… Mi mujer…, es preciso ponerse de acuerdo…, hay que comprender y olvidar…» Y acercándose a la cama se echó en ella sin desnudarse y se quedó dormido.

Cuando despertó a la mañana siguiente le aguardaban en el salón diez personas que tenían necesidad de verle. Pedro se vistió a escape, pero, en lugar de ir a verlas, bajó la escalera de servicio y por la puerta de la cochera salió a la calle.

A partir de entonces, y hasta el fin del saqueo de la ciudad, nadie volvió a verle ni supo dónde se hallaba, a pesar de que se le buscó por todas partes.

II

Los Rostov permanecieron en Moscú hasta el día 1° de septiembre, es decir, hasta la víspera de la entrada del enemigo.

Por causa de la indolencia del Conde, llegó el 28 de agosto sin que se hubiera llevado a cabo ningún preparativo de marcha, y los carros que se esperaban, procedentes de los dominios de Riazán, para llevarse los muebles, no aparecieron hasta el día 30.

Durante estos tres días, la ciudad entera estuvo en movimiento, haciendo preparativos. Por la puerta Dorogomilov entraban diariamente millares de heridos de la batalla de Borodino, mientras millares de carros cargados de muebles y de habitantes salían por otras puertas.

Se adivinaba que iba a descargar pronto la tormenta, volviéndolo todo de arriba abajo, pero hasta el primer día de septiembre no se verificó ningún cambio.

Moscú continuaba su vida habitual. Era como el criminal a quien se lleva al suplicio y que, aun sabiendo que va a morir, mira sin cesar a su alrededor y se arregla el sombrero, que lleva mal puesto.

Durante los tres días que precedieron a la ocupación de Moscú, toda la familia Rostov trabajó con afán. El jefe, conde Ilia Andreievitch, iba y venía sin cesar, recogiendo las noticias y rumores que circulaban, y en la casa daba órdenes superficiales y apresuradas sobre los preparativos de la huida.

La Condesa se mostraba descontenta de todo; buscaba a Petia, que huía siempre de ella, y tenía celos de Natacha, con quien él estaba a todas horas. Sonia era la única que se ocupaba prácticamente de todo. Pero Sonia estaba triste y silenciosa. La carta de Nicolás en que hablaba de la princesa María había inspirado, en presencia suya, comentarios alegres de la Condesa, que en este encuentro de su hijo con María veía la mano de Dios.

-Los esponsales de Bolkonski con Natacha no me regocijaron – decía -, pero ahora tengo el presentimiento de que Nicolás se casará con la princesa María, como es mi deseo. Eso sería sumamente agradable.

No obstante su dolor, o quizás a causa de él, Sonia echaba sobre sus hombros todo el peso del trabajo de la casa, lo cual la tenía ocupada el día entero. Siempre que el Conde y la Condesa querían dar órdenes se dirigían a ella. Petia y Natacha no sólo no ayudaban, sino que molestaban a todo el mundo, llenando la casa con sus risas, sus gritos y sus discusiones. Reían y se regocijaban no porque tuvieran motivo para ello, sino porque eran de carácter alegre y estaban contentos, y cualquier cosa los hacía reír y alborotar. Petia se sentía alborozado porque, habiendo salido de su casa siendo un niño, volvía a ella convertido en un hombre valeroso. También estaba contento porque pensaba batirse en Moscú, recuperando así el tiempo que había perdido en Bielaia-Tzerkov. Y, sobre todo, lo estaba porque veía a Natacha feliz. Y Natacha estaba alegre porque había estado triste mucho tiempo, porque nada le recordaba la causa de su tristeza y porque se sentía a gusto. Y también porque Petia la admiraba, y la admiración era para ella un elemento necesario. Los dos hermanos estaban gozosos también porque se avecinaba la guerra a Moscú, porque la gente pensaba batirse en las murallas, porque comenzaba la distribución de armas, porque todo el mundo corría, porque, en general, pasaban cosas extraordinarias, y esto divierte siempre a los jóvenes.

III

EL sábado 31 de agosto todo andaba manga por hombro en casa de los Rostov. Las puertas estaban abiertas; los muebles, fuera de sitio; los cuadros y los espejos, descolgados. En las habitaciones se veían cofres, heno, papel de embalaje, cuerdas, todo esparcido por el suelo. Los criados iban sacando las cosas poco a poco. En el patio se cruzaban los carros vacíos con los ya repletos. Las voces y los pasos de domésticos y campesinos recién llegados resonaban en toda la casa. El Conde había salido muy de mañana. La Condesa, a la que el ruido y el movimiento producían dolor de cabeza, estaba echada en un diván con compresas de vinagre en las sienes.

Petia había ido a ver a un amigo con quien tenía intención de pasar de la milicia al servicio activo. Sonia presenciaba en la sala el embalaje de cristales y porcelanas. Natacha estaba sentada en su dormitorio, cuyo entarimado se hallaba materialmente cubierto de telas, cintas y chales. Con la mirada fija en el suelo, tenía entre las manos un vestido viejo, el mismo que se puso para asistir a su primer baile en San Petersburgo.

Las conversaciones de las doncellas en la habitación vecina y sus pasos precipitados por la escalera de servicio la sacaron de sus reflexiones y fue a mirar por la ventana. Un enorme convoy de heridos se había parado en la calle. Doncellas, lacayos, domésticas, cocineras, cocheros, marmitones, de pie junto a la puerta cochera, miraban a los heridos.

Natacha se echó por los hombros un pañuelo blanco y salió a la calle. La vieja María Kouzminichna se había separado de la muchedumbre que se apiñaba junto a la puerta y hablaba con un joven oficial, de rostro pálido, que iba echado en una ambulancia. Natacha avanzó unos pasos sin dejar de sujetar el pañuelo con ambas manos y luego se detuvo tímidamente a escuchar lo que decía el ama.

– ¿De modo que no tiene usted a nadie en Moscú? – preguntaba -. Entonces estará mejor en una casa particular. Por ejemplo, en la nuestra. Mis señores se marchan.

– Ignoro si me lo permitirán. Vea al jefe – repuso el oficial con voz débil.

Y le señaló un grueso oficial que entraba en la calle tras la fila de coches.

Natacha contempló asustada el rostro del oficial herido y corrió al encuentro del mayor.

– ¿Puedo tener heridos en mi casa? – le preguntó Natacha.

El mayor se llevó una mano a la gorra, sonriendo.

– ¿A qué se debe ese servicio, señorita? – dijo guiñando los ojos.

Natacha repitió la pregunta sin turbarse, y su rostro y toda su persona cobraron, a pesar del pañuelo, tal seriedad, que el mayor dejó de sonreír y se quedó pensativo, preguntándose sin duda si aquello era factible. Luego repuso afirmativamente.

– ¡Oh, sí! ¿Por qué no?

Natacha le dio las gracias con una leve inclinación de cabeza y a paso rápido volvió junto a María Kouzminichna, que seguía al lado del oficial y le hablaba con acento compasivo.

– ¡Dice que sí, que podemos tener heridos! – murmuró.

El coche entró en el patio de la casa, y decenas de coches llenos de heridos le siguieron por indicación de sus habitantes, deteniéndose junto a las escaleras de las casas de la calle Proverskaia.

Natacha estaba visiblemente encantada de entrar en contacto con gentes nuevas en aquellas extraordinarias circunstancias de la vida, y, ayudada por María Kouzminichna, procuró hacer entrar en el patio al mayor número de heridos posible.

– Pero antes habría que pedir permiso a su padre – objetó María.

– ¡No, no, no vale la pena! Nosotros podemos ocupar el salón. Que los heridos se instalen en nuestras habitaciones. Sólo se trata de un día.

– ¡Ah, señorita! No se haga ilusiones. Hay que pedir permiso incluso para entrar en el pabellón de la servidumbre.

– Bien, lo pediré.

Natacha corrió a la casa y franqueó de puntillas la puerta entreabierta; se situó ante el diván impregnado del olor del vinagre y de las gotas de Hoffmann.

— ¿Duermes, mamá?

-¡Cualquiera duerme! – repuso la Condesa, que, sin embargo, acababa de despertarse.

– Mamá querida – dijo Natacha arrodillándose ante su madre y acercando su cara a la de ella -, perdona que te haya despertado; no volveré a hacerlo. Me envía María Kouzminichna. Nos traen oficiales heridos porque no saben dónde meterlos. ¿Lo permites, verdad? ¡Sí, ya sé que lo permites! – añadió en el acto.

– ¿De qué oficiales hablas? ¿Quién los ha traído? No te entiendo – dijo la Condesa.

Natacha se echó a reír. A los labios de su madre asomó una débil sonrisa.

– Ya sabía yo que lo permitirías. Voy a decirlo.

Abrazó a su madre, se puso en pie y salió.

En el salón tropezó con su padre, que traía malas noticias.

– El club está cerrado; se marcha la policía – dijo sin poder disimular su despecho.

-Papá, he invitado a los heridos. ¿Verdad que no te importa?

– No – repuso el Conde, distraído -. Pero dejémonos de bobadas y ayudemos a embalar las cosas. Hay que partir mañana mismo.

Después de comer, toda la familia Rostov se dedicó a embalar objetos y a preparar la marcha con una actividad febril. El viejo Conde no salió en toda la tarde. Iba y venía sin cesar del patio a la casa y de la casa al patio, incitando a los criados a que se dieran prisa. Sus órdenes contradictorias desorientaban a la pobre Sonia. Petia daba voces de mando en el patio. Los sirvientes chillaban, disputaban, alborotaban, corrían a través de las habitaciones y del patio. Natacha trabajó con el mismo ardor que ponía en todo. Su intervención suscitó al principio desconfianza. Se esperaba escuchar de sus labios alguna broma, y los criados se preguntaban si deberían obedecerla o no. Pero ella, con su obstinación y su calor habituales, exigía obediencia; cuando se la desobedecía se enfadaba o lloraba, y por fin logró que todos la escucharan.

Gracias a ella se trabajó con rapidez. Las cosas inútiles se desechaban, las útiles se embalaban de la mejor manera posible. Pero, aún así, llegó la noche sin que estuviera todo preparado. La Condesa se dormía. Él Conde su fue a la cama, dejando la marcha para el día siguiente.

Sonia y Natacha se acostaron vestidas en el cuarto tocador. La noche les trajo por la calle Proverskaia a un herido nuevo, y María Kouzminichna, que se encontraba junto a la puerta cochera, le hizo entrar.

«El herido – se dijo – debe de ser persona importante, porque se le conduce en un coche cerrado.» Junto al cochero iba sentado un viejo ayuda de cámara de aire respetable. Detrás, en otro coche, le seguían un médico y dos soldados.

– Entren si gustan. Los señores se marchan. Toda la casa quedará vacía – explicó María Kouzminichna al viejo servidor.

– Nosotros tenemos casa puesta en Moscú – explicó éste -, pero está lejos y además no hay nadie.

– Entren, entren, por favor. Aquí hallarán todo lo necesario – insistió María.

El criado abrió los brazos.

-Antes voy a hablar con el doctor – dijo.

Se apeó de la calesa y se acercó al segundo coche.

– ¡Bueno! – concedió el médico.

El criado volvió junto a la calesa, dirigió una ojeada al interior, bajó la cabeza, se colocó al lado de María y ordenó al cochero que entrara en el patio.

– ¡Dios mío! – exclamó ella.

Luego propuso entrar el herido en la casa.

– Los amos no dirán nada…

Mas, como no se le podía subir por la escalera, se le condujo al pabellón y allí quedó instalado. ¡El herido era el príncipe Andrés Bolkonski!

IV

Fue un domingo, un hermoso y tibio día de otoño, cuando sonó la última hora de la ciudad. Las campanas de las iglesias repicaron como en todas las fiestas llamando a los fieles. Nadie se daba cuenta todavía de lo que a Moscú le tenía deparado el destino.

Únicamente los dos barómetros del Estado y de la sociedad: la plebe (es decir, los pobres) y las subsistencias, revelaban lo precario de la situación.

Obreros, criados, campesinos, formando una muchedumbre a la que se mezclaban funcionarios, seminaristas y gentileshombres, se dirigieron a primera hora a las Tres Montañas. Pero convencidos, tras permanecer allí algún tiempo, de que era inútil esperar a Rostoptchin y de que Moscú se entregaría, se dispersaron por las tabernas. Los precios que tenían las cosas aquel día indicaban lo mal que estaba la situación. El valor de las armas, del oro, de los coches, de los caballos, subía cada vez más; en cambio, el de los billetes de Banco y el de los artículos de primera necesidad bajaba incesantemente. Determinadas mercancías caras, como el terciopelo, se vendían a precios irrisorios y, sin embargo, se pagaban hasta quinientos rublos por un caballo del campo. Muebles, bronces, espejos, carecían de valor; se cedían gratis.

Empero, en la vieja y cómoda mansión de los Rostov se desconocía aún la abolición de las antiguas condiciones de vida. La numerosa servidumbre conservaba su fidelidad. Durante la noche desaparecieron tres hombres, pero ninguno había robado nada, pese a que los treinta carros que se habían cargado contenían riquezas incalculables que despertaron la codicia de más de cuatro. A cambio de ellas se había ofrecido a Rostov dinero constante y sonante. Y no sólo le ofrecieron sumas considerables por los carros, sino que también se prodigaron súplicas. Al despuntar el nuevo día y durante todo él, los heridos que se alojaban en la casa, e incluso los de las casas vecinas, enviaron a sus criados a casa del Conde para pedir un vehículo con que poder salir de la ciudad. El mayordomo a quien se dirigieron estas demandas se compadecía de los heridos, pero se negó a complacerlos bajo pretexto de no atreverse a hablar de ello con el Conde. Porque era evidente que, de haberles cedido un carro, hubiera tenido que ceder muy pronto otro, y luego el tercero, y así sucesivamente hasta el último, sin mencionar los coches de los señores. Treinta carros no bastaban, en realidad, para el transporte de tantos heridos, y por eso el mayordomo decidió pensar primero en él y en la familia.

Lo hacía en beneficio de sus amos.

Por la mañana, el primero que salió de su habitación, sin hacer ruido, para no despertar a la Condesa, que se había dormido de madrugada, fue el conde Ilia Andreievitch. Los carros, ya cargados, se hallaban en el patio; los coches, delante de la escalera de entrada. El mayordomo, de pie junto a ella, hablaba con un viejo asistente y con un pálido y joven oficial que llevaba un brazo en cabestrillo. Al divisar al Conde, el mayordomo les ordenó con un gesto severo que se alejaran.

-Bien, Vassilitch; ¿está todo dispuesto?-preguntó el Conde enjugándose la calva y mirando, benévolo, al asistente y al oficial, a los que saludó con una inclinación de cabeza, porque le gustaba ver caras nuevas.

– Sí, Excelencia. Vamos a enganchar enseguida.

– ¡Bien! La Condesa despertará; luego partiremos con la ayuda de Dios. ¿Qué desean ustedes, señores? – agregó dirigiéndose especialmente al oficial -. ¿Son ustedes de casa?

El oficial avanzó. Su rostro había enrojecido de pronto.

– Conde, se lo suplico… Le ruego…, en nombre de Dios…, que me permita acompañarle. Como nada poseo, no me importa ir dondequiera que sea. En el carro de los equipajes…, encima de ellos…, donde usted disponga.

El asistente dirigió la misma súplica al Conde en nombre de su superior.

– ¡Ah, sí! ¡Con mucho gusto! – se apresuró a responder Ilia Andreievitch -. Vassilitch, da las órdenes. Di que se vacíen dos carros,.., aquellos de allá abajo. Haz todo lo que sea preciso.

La calurosa expresión de agradecimiento que adquirió la fisonomía del oficial le afirmó en su decisión, y dirigió una ojeada a su alrededor. En el patio, en la puerta cochera, en las ventanas del pabellón, vio soldados y heridos. Todos le miraron cuando se acercó a la puerta.

– Pase a la galería, Excelencia – dijo el mayordomo -. ¿Qué debo hacer con los cuadros?

El Conde repitió la orden de no negar sitio en los carros a los heridos que desearan salir de la ciudad.

– Se puede quitar alguna cosa – dijo con un acento muy dulce, en voz baja, como si temiera ser oído.

Cuando la Condesa se despertó eran las nueve. Matrena, la vieja doncella que la asistía, le comunicó que el Conde, en su bondad, dio orden de que descargasen algunos carros para facilitar el traslado de los heridos. La Condesa mandó llamar a su marido.

– ¿He oído bien, amigo mío? ¿Por qué se descargan los carros?

– ¡Ah, querida…! Pensaba decírtelo… Verás. Ha venido un oficial a pedirme que le cediera unos cuantos vehículos de transporte para los heridos… Los objetos pueden volver a comprarse, ¿comprendes?, y ellos no pueden quedarse aquí. Ten presente que los hemos invitado a alojarse en nuestra casa y que están en el patio…

El Conde dijo todo esto con timidez.

La Condesa estaba habituada ya a aquel tono que precedía siempre a un proyecto ruinoso para sus hijos: la construcción de una galería, de un invernadero, de un teatro o de una sala para una orquesta. Estaba acostumbrada, pues, y consideraba su deber contradecirle cuando se expresaba con aquella voz temblorosa. De modo que en esta ocasión dijo a su marido, adoptando un aire de tímida sumisión:

– Escucha, querido: nos has colocado en una situación tal que ya nadie quiere dar nada por la casa y ahora te empeñas en perder también toda la fortuna de tus hijos. Tú mismo has dicho que todavía nos quedan objetos por valor de cien mil rublos. Yo no puedo consentir que se pierdan. Deja que el Gobierno se ocupe de los heridos. Mira delante de ti; los Lapukhin se llevaron ayer cuanto les pertenecía. Es lo que hacen todos, porque no son tontos como nosotros. Si no tienes compasión de mí, tenla al menos de tus hijos.

El Conde agitó las manos y salió sin pronunciar una sola palabra.

– ¿Qué hay, papá? – preguntó Natacha, que entraba en aquel momento en la habitación de su madre.

– Nada. ¡Nada que te concierna! – exclamó el Conde, irritado.

– No, pero lo he oído todo. ¿Por qué no consiente mamá?

– ¿Qué te importa a ti? – volvió a gritar el Conde.

Natacha se acercó a la ventana y se quedó pensativa.

-Padre, ahí llega Berg – anunció después de mirar a la calle.

Berg, el yerno de Rostov, era ya coronel, condecorado con la orden de San Vladimiro y de Ana, y ocupaba siempre la misma posición, tranquila y agradable, de ayudante del jefe de Estado Mayor del segundo cuerpo de ejército.

El 1° de septiembre había salido para Moscú.

Llegó a casa de su suegro en su cochecito, limpio y reluciente, tirado por un par de caballos bien alimentados, dignos del carruaje de un príncipe. Cuando se detuvo en el patio, dirigió una atenta ojeada a los carros y a la puerta de entrada, sacó un limpísimo pañuelo del bolsillo y se hizo un nudo. Luego atravesó la antecámara y entró en el salón andando como un pato. Allí abrazó al Conde, besó las manos de Sonia y de Natacha y se informó del estado de salud de su suegra.

La Condesa se levantó en este momento del diván, con aire sombrío y descontento. Berg se precipitó a su encuentro para besarle la mano, se volvió a informar del estado de su salud y, después de expresarle con un ademán su compasión, se detuvo junto a ella.

– Sí, madre; es verdad. Los tiempos son tristes y penosos para todos los rusos. Pero no hay que inquietarse con exceso. Aun les queda tiempo para partir…

– No comprendo qué demonios hacen los criados – se quejó la Condesa dirigiéndose a su marido -. Acaban de decirme que no hay nada listo todavía. Es preciso que alguien se encargue de dirigir. ¡Acabemos de una vez!

El Conde quiso decir algo, pero se abstuvo.

Se levantó de la silla y se acercó a la puerta.

Berg se sacó en este momento el pañuelo del bolsillo como si fuera a sonarse, y al ver el nudo se quedó pensativo. A continuación inclinó la cabeza y dijo grave y tristemente:

-Padre, deseo pedirle algo muy importante.

El Conde frunció las cejas.

– Habla con tu madre. Yo no mando aquí.

– Se trata de Vera… He adquirido para ella un armario y un tocador maravillosos…, ya sabe usted cuánto le gustan a ella estas cosas, y quisiera que me dejara usted disponer de uno de esos campesinos que he visto en el patio para que los transportara…

– ¡Bah! ¡Id al diablo! La cabeza me da vueltas. – Y el Conde salió de la habitación.

La Condesa se echó a llorar.

– Sí, mamá. Vivimos días muy duros – dijo Berg.

Natacha salió tras su padre. Primero le siguió, luego reflexionó un momento y echó a correr escaleras abajo.

Petia estaba en la calle, se ocupaba del armamento de los campesinos que salían de Moscú.

En el patio estaban todavía los carros.

Dos estaban vacíos. Un oficial, ayudado por su asistente, subía a uno de ellos.

– ¿Sabes la causa? – preguntó Petia.

Natacha comprendió que preguntaba por qué habían reñido sus padres. Sin embargo, no contestó.

– Papá quería ceder nuestros carros a los heridos – explicó su hermano-. Me lo ha dicho Vassilitch.

– ¡Oh! ¡Es una mala acción, una cobardía! – exclamó de pronto Natacha -. Algo que no tiene nombre. ¿Acaso somos alemanes? – En su garganta temblaban los sollozos y, temiendo dejar escapar alguno en su cólera, volvió a Petia la espalda y echó a correr.

Sentado junto a la Condesa, Berg la consolaba con palabras respetuosas; el Conde, con la pipa en la mano, paseaba por la habitación. De pronto entró Natacha como un huracán, con el semblante transfigurado por la ira, y se acercó a su madre.

– ¡Es una cobardía! – exclamó -. No es posible que tú hayas ordenado eso.

Berg y la Condesa la miraron con asombro, asustados.

-Mamá, eso no puede ser. Mira al patio. ¡Se quedan!

– Pero, ¿qué te pasa? ¿De quién hablas? ¿Qué quieres?

– ¡De los heridos! Es imposible, mamá… Mamá, palomita, dime que no es cierto. ¿Qué importa que se queden aquí los muebles? Mira al patio. ¡No, mamá, no es posible!

El Conde estaba junto a la ventana y, sin volver la cabeza, escuchaba lo que decía Natacha.

La Condesa miró a su hija, reparó en su emoción, en su semblante avergonzado y comprendió por qué no estaba su marido de su parte. Con un gesto de perplejidad miró a su alrededor.

– ¡Dios mío! Hacéis de mí cuanto queréis. ¿De qué os privo yo? – exclamó sin ceder del todo.

– ¡Madrecita, paloma mía, perdóname!

La Condesa rechazó a su hija y se aproximó al Conde.

– Manda lo que sea conveniente, amigo mío – murmuró bajando los ojos-. Yo no sé…

– ¡Claro! ¡Los polluelos enseñando a la gallina! – dijo el Conde derramando lágrimas de alegría.

Y abrazó a su mujer, que ocultó en su pecho el avergonzado rostro.

– Padrecito, madrecita, ¿puedo dar órdenes? – interrogó Natacha -. Nos llevaremos lo más indispensable.

El Conde afirmó con un ademán y Natacha pasó de la sala a la antecámara a buen paso, y de la escalera al patio.

Los criados, reunidos a su alrededor, no dieron crédito a la extraordinaria orden que les transmitió hasta que, en nombre de su mujer, el mismo Conde la confirmó, diciéndoles que vaciasen los carros para los heridos y que transportasen los cofres y las cajas a la bodega. En cuanto comprendieron la orden, los criados se aprestaron a cumplirla con verdadero afán. Así como un cuarto de hora antes encontraban natural llevarse los muebles y abandonar a los heridos, ahora les parecía lógico lo contrario.

Los heridos salieron de las habitaciones y, con la alegría reflejada en sus pálidos rostros, subieron a los carros.

El rumor se propaló hasta las casas vecinas, y los heridos que se hallaban en ellas acudieron a casa de los Rostov. Varios pidieron que no se descargasen los carros, diciendo que ellos se colocarían encima; pero la resolución de vaciarlos ya estaba tomada y se ejecutó sin vacilaciones. Los cajones llenos de vajilla, de bronces, de cuadros, de espejos, todo ello embalado tan cuidadosamente la noche anterior, se depositaron en el patio, y todavía se estudiaba la posibilidad de vaciar nuevos carros.

– Pueden utilizarse cuatro más – declaró el administrador -. Yo cedo el mío.

-Dad también el destinado a mi ropa – dijo la Condesa.

Dicho y hecho. No solamente se cedió el carro de ropa, sino que se mandó por más heridos a dos casas vecinas. Todos los familiares y domésticos se sentían contentos y animados. Natacha era presa de una animación entusiasta y gozosa que hacía largo tiempo no experimentaba.

– ¿Dónde hay una cuerda? – preguntaban los criados mientras colocaban una caja en la parte trasera del coche-. Debimos dejar un carro desocupado por lo menos.

-Pues ¿qué hay dentro de la caja?-preguntó Natacha.

– Los libros del Conde.

– ¡Bah! Vassilitch lo arreglará. No son necesarios. El carro ya está lleno. ¿Dónde se colocará Pedro Ilitch?

– Junto al cochero.

– ¡Petia! Tú te sentarás junto al cochero – le gritó Natacha.

Tampoco Sonia permanecía un momento inactiva. Pero el objeto de su actividad era distinto al de Natacha. Ella arreglaba los objetos que iban a dejarse. Hacía con ellos una lista, de acuerdo con los deseos de la Condesa, y trataba de llevarse la mayor cantidad de cosas posible.

V

A las dos, cuatro coches de los Rostov esperaban, enganchados y dispuestos a ponerse en camino, ante la puerta de entrada. Los carros llenos de heridos salían ya, uno tras otro, del patio. La calesa del príncipe Andrés llamó la atención de Sonia, que, con ayuda de una doncella, preparaba un asiento para la Condesa en un gran coche detenido ante los peldaños de la entrada.

– ¿De quién es esa calesa? – preguntó Sonia asomándose a la ventanilla.

– ¿No lo sabe, señorita? – contestó la doncella -. De un Príncipe herido. Llegó anoche y parte con nosotros.

– Pero ¿quién es? ¿Cómo se llama?

— Es «nuestro» antiguo prometido, el príncipe Bolkonski – repuso la doncella suspirando -. Dicen que está muy grave.

Sonia se apeó de un salto y corrió junto a la Condesa. Ésta, vestida ya de viaje, con chal y sombrero, paseaba inquieta por el salón, donde, una vez cerradas las puertas, rezaría con toda la familia las últimas oraciones. Natacha no se encontraba a su lado.

– Mamá – dijo Sonia -, el príncipe Andrés está aquí. Le han herido de gravedad. Parte con nosotros.

La Condesa abrió unos ojos asustados, asió a Sonia de la mano y volvió la cabeza.

La noticia tenía, lo mismo para ella que para Sonia, una importancia extraordinaria, pues, como conocía bien a Natacha, temían el efecto que la novedad podía producirle, y este temor ahogaba en ellas la compasión que hubiera podido inspirarles un hombre al que estimaban.

– Natacha no sabe nada todavía, pero el Príncipe nos acompaña.

– ¿Dices que está herido de gravedad?

Sonia hizo un ademán afirmativo.

La Condesa la abrazó llorando.

«Los caminos del Señor son intrincados», pensó dándose cuenta que en todo lo que estaba sucediendo se manifestaba la mano todopoderosa que se oculta a las miradas de los hombres.

– Mamá, todo está a punto – dijo Natacha entrando en la habitación con rostro animado, y preguntó, mirándola -. ¿Qué tienes?

– Nada. Si todo está a punto, partamos.

La Condesa bajó la cabeza para disimular su turbación. Sonia cogió a Natacha por la cintura y le dio un abrazo.

Natacha la miró con un gesto de curiosidad.

– ¿Qué tienes? ¿Qué ha sucedido?

– Nada… Nada…

– ¿Es algo malo para mí? ¿Qué ocurre? -preguntó la perspicaz Natacha.

Sonia suspiró, sin contestar. La Condesa se dirigió a la sala de los iconos y Sonia la halló arrodillada delante de las pocas cruces que todavía pendían de las paredes. Se llevaban los iconos más preciosos por estar de acuerdo con la tradición de la familia.

Como suele ocurrir, en el último momento se olvidaron de infinidad de cosas. El viejo cochero Eufemio, el único que inspiraba confianza a la Condesa, estaba ya sentado en su elevado asiento y ni siquiera volvía la cabeza para ver lo que sucedía a su alrededor. Su experiencia de treinta años de servicio le decía que tardarían en decirle: «¡Con la ayuda de Dios!» y que, después de decírselo, le obligarían a detenerse por lo menos un par de veces, para que fuera por los paquetes olvidados, todo ello antes de que la Condesa se asomase a la portezuela y le suplicara en nombre de Cristo que llevara cuidado cuando llegase a las cuestas. Eufemio sabía todo esto, y porque lo sabía, haciendo más acopio de paciencia que los caballos (uno de los cuales, sobre todo Sokol, el de la derecha, tascaba el bocado y hería la tierra con los cascos), aguardaba los acontecimientos. Por fin se sentaron todos los viajeros, se levantó el estribo del coche y se cerró la portezuela. Se envió a buscar un cofrecito. La Condesa asomó la cabeza por la ventanilla y dijo lo que hacía al caso. Eufemio se quitó lentamente el sombrero y se santiguó. El postillón y los criados le imitaron: «¡Con Dios!», dijo Eufemio poniéndose el sombrero.

– ¡Adelante!

Nunca había experimentado Natacha un sentimiento de alegría tan intenso como el que experimentaba entonces, sentada en el coche, al lado de la Condesa y mirando las murallas del abandonado y revuelto Moscú, que desfilaban lentamente ante sus ojos. De vez en cuando sacaba la cabeza por la ventanilla y recorría con la vista el largo convoy de heridos que les precedía.

Pronto distinguió la capota de la calesa del príncipe Andrés, sin saber a quién conducía. Pero, cada vez que observaba el convoy, la buscaba con la mirada. En Kudrino, a la altura de las calles Nikitzkaia, Presnia y el bulevar Podnovinski, el convoy de los Rostov encontró otros convoyes parecidos, y en la calle Sadovia los carros y los coches marchaban ya en dos filas.

Al doblar la esquina de la calle Sukhareva, Natacha, que miraba con curiosidad a las personas que pasaban junto a ella, a pie o en coche, exclamó con asombro, llena de alegría:

– ¡Mamá! ¡Sonia! ¡Mirad! ¡Es él!

– ¿Quién?

– ¡Bezukhov! ¡Sí, no cabe duda!

Y Natacha sacó la cabeza por la ventanilla para mirar a un hombre de aventajada estatura, grueso, vestido de cochero, que, a juzgar por su aspecto, era un señor disfrazado. A su lado iba un viejo de cara amarilla e imberbe, con un capote de lana echado sobre los hombros. Se acercaban al arco de la torre Sukhareva.

-Es Bezukhov en caftán, acompañado de un viejo desconocido. Estoy segura. ¡Mirad, mirad!

– No, no es él. No digas bobadas.

-Mamá, apostaría la cabeza a que es él. ¡Para, para! – gritó Natacha al cochero. Pero el cochero no pudo parar porque por la calle seguían bajando carros y coches y se increpaba al convoy de Rostov para que avanzara y dejase el paso libre a los otros.

En efecto, al fin, y aunque ya estaba mucho más distante, todos los Rostov vieron a Pedro, o a una persona muy parecida a él, vestido de cochero, que subía por la calle con la cabeza gacha y el rostro grave, acompañado de un viejecillo sin barba que tenía aire de criado. El viejo reparó en el rostro pegado a la ventanilla, en sus ojos fijos en él, y, tocando respetuosamente el codo de Pedro, le dijo unas palabras y le señaló el coche. Pedro tardó en comprender lo que le quería decir, tan absorto estaba en sus pensamientos; luego miró en la dirección que su acompañante le indicaba. Al reconocer a Natacha se dirigió al coche, obedeciendo a un primer impulso. Pero después de dar varios pasos se detuvo. Era evidente que acababa de recordar algo. En el rostro de Natacha brillaba una ternura burlona.

– ¡Venga acá, Pedro Kirilovich! ¡Le hemos reconocido! ¡Es asombroso! – exclamó tendiéndole la mano -. ¿Por qué va usted vestido de esta manera?

Pedro tomó la mano que se le tendía y, sin detenerse, porque el coche seguía avanzando, la besó con torpeza.

– ¿Qué le sucede, Conde? – preguntó la Condesa con acento sorprendido y compasivo.

– No me lo pregunte – contestó Pedro; y se volvió a Natacha, cuya mirada alegre y brillante, que sentía sin verla, le atraía.

– ¿Acaso piensa quedarse en Moscú?

Pedro calló un instante. Luego repuso,– ¿En Moscú? Sí, en Moscú. Adiós.

– ¡Ah, cómo me gustaría ser hombre! Si lo fuera, me quedaría con usted – declaró Natacha -. ¡Mamá, permíteme que me quede!

Pedro la miró con aire distraído y Natacha quiso decir algo, pero la interrumpió la Condesa:

– Sabemos que estuvo usted en la batalla.

– Sí – replicó Pedro -. Mañana se librará otra… – comenzó a decir. Pero le interrumpió Natacha:

– ¿Qué tiene, Conde? Le encuentro muy cambiado…

– ¡Ah!, no me lo pregunte, no me lo pregunte. Ni yo mismo lo sé. Mañana… Bueno, adiós, adiós. ¡Vivimos días terribles!

Y, separándose del coche, subió a la acera.

Natacha volvió a asomar la cabeza por la ventanilla y le miró largo rato con una sonrisa tierna, alegre, un poco burlona.

VI

En la noche del lº de septiembre, Kutuzov dio orden a las tropas rusas de retroceder por el camino de Riazán hasta más allá de Moscú.

Las primeras tropas echaron a andar de noche. Durante esta marcha nocturna no se apresuraron; avanzaban lentamente y en buen orden. Mas, al salir el sol, las que estaban ya cerca del puente Dragomilov vieron ante ellas, y al otro lado, grandes masas de hombres que inundaban calles y callejones y se daban prisa por alcanzar el puente. Entonces se apoderaron de las tropas rusas una prisa y una turbación inmotivadas. Todos se lanzaron hacia delante, se dispersaron por el puente, hacia el muelle, hacia las embarcaciones. Kutuzov había ordenado que se le condujera por calles apartadas al otro lado del Moscova.

El 2 de septiembre, a las diez de la mañana, no quedaban ya en el arrabal Dragomilov más que tropas de retaguardia. Todo el ejército se hallaba ya al otro lado del río, más allá de Moscú.

El mismo día y a la misma hora, Napoleón se hallaba con sus tropas en el monte Poklonnaia y contemplaba el espectáculo que se ofrecía a sus ojos. Desde el 26 de agosto hasta el 2 de septiembre, desde la batalla de Borodino hasta la entrada del enemigo en Moscú, durante toda aquella semana extraordinaria y memorable, hizo ese tiempo magnífico en otoño que siempre sorprende: el sol calienta más que en primavera, todo brilla en la atmósfera ligera y pura, el pecho respira con placer los perfumes de la estación, las noches son tibias y, cuando llega la oscuridad, caen del cielo a cada instante estrellas doradas.

El 2 de septiembre, a las diez de la mañana, hacía un tiempo parecido. Una luz fantástica lo inundaba todo. Moscú se extendía ante el monte Poklonnaia con su río, sus jardines, sus iglesias, y parecía poseer una vida propia con sus cúpulas que centelleaban como astros bajo los rayos del sol.

A la vista de este esplendor desconocido, de aquella arquitectura singular, Napoleón sintió esa curiosidad un poco envidiosa e inquieta que experimentan las gentes al contemplar formas de vida que desconocen.

Todos los rusos, cuando miran la ciudad de Moscú, ven en ella una madre; los extranjeros que la observan no perciben su condición de madre, pero sí su carácter de mujer. Y Napoleón advirtió todo esto.

«Ciudad asiática, de innumerables iglesias, Moscú la Santa… He ahí, por fin, la famosa población. Ya era hora», dijo. Y bajando del caballo ordenó que se desplegase ante él el plano de la ciudad y llamó al traductor Lelorme d'Ideville. «Una ciudad ocupada por el enemigo se parece a la doncella que ha perdido el honor», pensaba, lo mismo que había pensado en Tutchkov y en Smolensk. Y en esta disposición de espíritu examinaba a la bella oriental, a aquella desconocida extendida a sus pies. A él mismo le parecía raro ver satisfechos unos deseos que le habían parecido irrealizables. A la clara luz matinal miraba ora a Moscú, ora al plano, observando sus detalles, y la seguridad de su posesión le conmovía y le asustaba a la vez.

– Que me traigan a los boyardos – ordenó después dirigiéndose a su séquito.

Un general partió al punto al galope.

Transcurrieron dos horas justas. Napoleón se había desayunado y se hallaba en el mismo lugar que antes en el monte Poklonnaia, mientras aguardaba a los boyardos. En su imaginación se dibujaba con claridad el discurso que pensaba dirigirles. Este discurso estaba lleno de esa dignidad y esa grandeza tan propias del gran guerrero. Sin embargo, sus mariscales y sus generales sostenían a media voz una discusión agitada en las últimas filas del séquito. Porque las personas que habían ido en busca de los señores rusos volvían con la noticia de que la ciudad estaba desierta, de que todo el mundo se había marchado. Los rostros estaban pálidos y conmovidos. No era el vacío de la ciudad ni la partida de los habitantes lo que los asustaba, no obstante la impresión que ello les producía. Lo que sobre todo los inquietaba era tener que comunicar la noticia al Emperador. ¿Cómo enterar a Su Majestad de aquella situación terrible, que ellos juzgaban ridícula? ¿Cómo decirle que no debía esperar a los boyardos y que en la ciudad no había más que una multitud de borrachos? Unos opinaban que, costara lo que costase, había que presentarle una diputación cualquiera. Otros rechazaban esta idea y juzgaban que lo mejor era ir diciendo con prudencia y precaución toda la verdad al Emperador.

– Sí, es preciso comunicárselo enseguida – dijo un oficial de su séquito -. Pero, señores…

La situación era tanto más penosa cuanto que, mientras elaboraba sus planes magnánimos, el Emperador iba y venía febrilmente, mirando de vez en cuando el camino de Moscú y sonriendo con orgullosa alegría.

– Es imposible – decían alzando los hombros los oficiales, sin decidirse a pronunciar aquellas palabras que equivalían a una sola. «Ridículo».

En este momento, el Emperador, cansado de esperar y dándose cuenta por instinto de que el momento sublime se prolongaba demasiado, comenzó a impacientarse e hizo un movimiento con la mano. Sonó un cañonazo y las tropas que rodeaban Moscú se lanzaron hacia los arrabales de Iverskaia, Kalujskaia y Dragomilov. Dejándose atrás unas a otras, las fuerzas avanzaban a toda prisa, desaparecían bajo las nubes de polvo que ellas mismas levantaban y llenaban el aire con sus gritos.

Arrastrado por su ejército, Napoleón llegó con él a los arrabales, pero allí se detuvo de nuevo, se apeó del caballo y anduvo largo tiempo junto a las murallas del Kamer College en espera de los representantes de la ciudad.

Pero Moscú estaba desierto. Todavía quedaba en la ciudad una pequeña parte de la población, pero estaba vacía, abandonada, como colmena sin reina.

VII

Las tropas de Murat entraron a las cuatro de la tarde. Aunque hambrientos y reducidos a la mitad, los soldados franceses desfilaron en buen orden. Era un ejército fatigado, maltrecho, pero temible todavía y listo para el combate.

Todo acabó, empero, cuando se instalaron en las casas. El ejército dejó de serlo en cuanto entró en las suntuosas mansiones desocupadas. A partir de entonces ya no estuvo formado por soldados ni tampoco por habitantes, sino por una cosa intermedia que recibió el nombre de merodeadores. Cuando, cinco semanas después, estos hombres salieron de Moscú, ya no constituían un ejército, sino una banda de forajidos que se llevaba consigo lo que juzgaba más valioso o necesario. Ya no anhelaban conquistar, sino conservar lo robado. Como simio que luego de meter el brazo en una vasija de cuello estrecho y de coger un puñado de nueces del fondo, no quiere abrir la mano para no dejar caer su presa, los franceses, a su salida de Moscú, debían perecer fatalmente, porque arrastraban tras de sí el producto de su saqueo. Abandonar lo que habían robado era tan imposible para ellos como para el simio abrir la mano llena de nueces.

Diez minutos después de la entrada de un regimiento francés en un distrito cualquiera de Moscú, no quedaba un solo soldado ni oficial. Por las ventanas de las casas se veían hombres uniformados que iban gritando por las habitaciones.

Estas mismas gentes buscaban un botín en las bodegas y en los sótanos. Al entrar en los patios abrían las puertas de las cocheras y de las cuadras; encendían fuego en las cocinas; guisaban con los brazos arremangados, asombrados y divertidos; acariciaban a mujeres y niños. En los comercios, en las casas, en todas partes se veían los mismos hombres. El ejército no existía ya.

Los oficiales franceses dictaron inmediatamente órdenes diversas destinadas a impedir que las tropas se dispersaran por la ciudad, prohibiendo bajo severas penas cualquier clase de violencia contra sus habitantes, todo lo cual se repitió por la tarde en un llamamiento general; pero, a pesar de todas las prohibiciones y medidas, los hombres que formaban el ejército se diseminaron por una ciudad opulenta y vacía, en la que abundaban las comodidades y las reservas. Como ganado hambriento que marcha unido por un campo yermo, pero que se separa en cuanto se tropieza buenos terrenos de pasto, se esparcieron aquellas tropas por la ciudad.

Los franceses atribuyen el incendio de Moscú al feroz patriotismo de Rostoptchin; los rusos, al salvajismo de los franceses. En realidad, las causas del incendio de Moscú fueron fortuitas, aun cuando se quieran atribuir a un elevado personaje. Moscú ardió porque tenía que arder. Cualquier ciudad que estuviera en sus condiciones y que fuese, como ella, de madera, hubiera ardido lo mismo, a pesar de sus ciento treinta bombas contra incendios. Moscú tenía que arder después de quedarse sin habitantes. Era un hecho tan inevitable como la inflamación de un montón de paja sobre el que por espacio de varios días cayeran chispas sin cesar. Una ciudad de madera en la que, cuando se encontraban en ella sus habitantes y su policía, había incendios diariamente, no podía dejar de incendiarse cuando no solamente se hallaba abandonada, sino que albergaba soldados que fumaban en pipa, que hacían hogueras con las sillas del Senado en la plaza del mismo nombre y que guisaban en el exterior sus dos comidas diarias.

Aun en tiempo normal, basta que las tropas se alojen en una población para que aumente enseguida el número de incendios. ¿Cómo, pues, no habían de aumentar enormemente las probabilidades de combustibilidad en una ciudad vacía, de madera, que ocupaba un ejército extranjero? Por ello no se puede hablar del patriotismo feroz de Rostoptchin ni del salvajismo de los franceses. Moscú ardió a causa de las pipas, de las cocinas, de la falta de precaución de los soldados y de la indiferencia de los habitantes, que no eran propietarios de sus casas. Moscú, entregado al enemigo, no quedó intacto como Berlín, como Viena, etc., porque los moscovitas no sólo no dieron el pan y la sal y las llaves de la ciudad a los franceses, sino que, además, la abandonaron.

La dispersión del ejército, ocurrida el día 2 de septiembre, no se extendió hasta por la tarde al distrito habitado por Pedro. Éste se hallaba en un estado muy próximo a la locura después de dos días de aislamiento y de vivir en condiciones extraordinarias. Una sola idea le dominaba. No sabía por qué ni desde cuándo, pero este pensamiento le obsesionaba con una fuerza tal que no comprendía nada; no se daba cuenta de lo que veía ni oía; vivía como en sueños.

No había dejado su casa más que para huir de las complicaciones que, dada su situación, no era capaz de desenredar.

Cuando, después de comprar el caftán (únicamente para participar en la proyectada defensa de Moscú) encontró a los Rostov y habló con Natacha, que le dijo: «¡Ah!, ¿Se queda usted? Bien hecho», le pareció que, en efecto, hacía bien en quedarse y en participar del destino de la ciudad.

Al día siguiente llegó hasta la muralla de las Tres Montañas animado por la única idea de hacer todo lo posible para no dejarlos escapar. Mas cuando regresó a su casa convencido de que Moscú no se defendería, se dio cuenta de que lo que poco antes había sido una posibilidad era ahora necesario e inevitable. Debía permanecer en Moscú ocultando su nombre y salir al encuentro de Napoleón para matarle. Entonces perecería o pondría fin a la desgracia de toda Europa, que, según él, procedía únicamente del Emperador.

Pedro conocía todos los detalles del atentado que un estudiante alemán llevó a cabo en Viena contra Bonaparte en 1809 y sabía que dicho estudiante fue fusilado. Pero el peligro de muerte que suponía el proyecto le excitaba más todavía.

Dos sentimientos igualmente fuertes atraían a Pedro a este móvil: primero la necesidad de sacrificarse, de sufrir, de participar de la desgracia general, sentimiento que el día 25 le había conducido a Mojaisk, al corazón mismo de la batalla, y que le movía ahora a vivir fuera de su casa sin el lujo y las comodidades que siempre había tenido, a dormir vestido en un diván duro y comer lo mismo que sus criados.

El otro sentimiento era ese vago impulso interior, exclusivamente ruso, que lleva al hombre de esta nacionalidad a despreciar todo lo que es un estado artificioso, todo lo que la mayoría considera como el bien supremo de la vida.

Como sucede siempre, el estado físico de Pedro coincidía con su estado normal. Los malos alimentos, a los que no estaba acostumbrado; el aguardiente, que bebía sin cesar; la privación del vino y de los cigarros: la ropa, que no se podía mudar; dos noches sin dormir sobre un diván demasiado estrecho, le tenían en un estado de excitación que lindaba con la locura.

Eran las dos de la tarde. Los franceses comenzaban a entrar en Moscú. Pedro lo sabía, pero, en vez de actuar, no hacía más que pensar en los detalles de su empresa. En sus sueños, Pedro no se representaba bien ni la manera de dar el golpe ni la muerte de Napoleón, pero, con un placer melancólico y una claridad extraordinaria, veía su propia muerte y su valor heroico.

«Sí, yo solo debo llevar a cabo la proeza, aunque me cueste la vida – pensaba -. Me acercaré a él y luego, de pronto… ¿Con la pistola o con el puñal? Da lo mismo. "No soy yo, sino la mano de la Providencia, la que lo castiga", diré – Pedro pensaba proferir estas palabras al matar a Napoleón-. Bien, ¿y qué? ¡Cogédme!», seguía diciéndose con expresión triste y firme y bajando la cabeza.

De pronto, una voz de mujer, un grito penetrante, resonó en la puerta de entrada y la cocinera irrumpió en la antecámara.

– ¡Ya vienen! – exclamó.

Y al punto sonaron unos golpes en la puerta de la casa.

VIII

Los habitantes que se alejaban de la ciudad y las tropas que retrocedían por caminos diversos vieron con sentimientos parecidos el resplandor del primer incendio, que estalló el 2 de septiembre.

Los Rostov se encontraban aquella noche en Mitistchi, a veinte verstas de Moscú. Habían salido de la ciudad el día primero a última hora de la tarde. La carretera estaba tan llena de carros y de tropas, se habían olvidado de tantas cosas, que enviaron a los criados a buscarlas y, mientras éstos volvían, se quedaron a pasar la noche a cinco verstas de Moscú.

Al otro día por la mañana se levantaron tarde y de nuevo tuvieron que detenerse tantas veces por el camino, que llegaron a Mitistchi a las diez. Los Rostov y los heridos que los acompañaban se instalaron en los patios y en las isbas del gran burgo. Los domésticos, los cocheros de los Rostov y los asistentes de los heridos salieron a las puertas después de servir a sus amos, de cenar y de dar el pienso a los caballos.

En la isba vecina se hallaba, con un brazo roto, el ayudante de campo de Raiewski; sus sufrimientos eran tan horribles que gemía sin descanso. Sus ayes resonaban lúgubremente en la oscuridad de aquella noche de otoño. La primera noche la pasó el herido en el patio que ocupaban los Rostov. La Condesa se quejó más tarde de que no había podido cerrar los ojos a causa de aquellos gemidos, y en Mitistchi se la alojó en una isba menos cómoda con el único objeto de que estuviera lejos de los heridos.

A través de la alta carrocería del coche que se hallaba cerca de la entrada del patio, uno de los criados vislumbró en la oscuridad nocturna el nuevo y débil resplandor de un incendio.

Hacía tiempo que se veía otro, y todos sabían que era Mitistchi la Menor la que ardía, incendiada por los cosacos de Mamonov.

– ¡Otro incendio, amigos! – anunció el sirviente.

Todas las miradas se clavaron en aquella luz.

– Se dice que los cosacos de Mamonov han incendiado Mitistchi la Menor.

-Sí, pero Mitistchi queda más lejos. El incendio no puede ser allí.

– ¡Mira! Se diría que el fuego arde en Moscú.

Dos criados que se hallaban a la puerta del patio se acercaron y tomaron asiento en el estribo del coche.

– Está más a la derecha… Mitistchi está allá, en el otro extremo.

Otros criados se unieron a éstos.

-Fijaos bien. El incendio es en Moscú, bien por la parte de Suchevskoi, bien por la de Rogojsloi.

Nadie contestó; todos estuvieron mirando largo rato, silenciosos, la llama lejana del nuevo incendio.

Danilo Terentitch, viejo ayuda de cámara del Conde, se acercó al grupo y llamó a Michka.

– ¿Qué será lo que tú no hayas visto, chismoso? El Conde te llama. Ve a preparar los trajes.

Michka dijo:

– Sólo he venido al patio por agua.

– ¿Qué te parece, Danilo Terentitch: proviene o no ese resplandor de Moscú? – preguntó uno de los servidores.

Danilo no contestó y todos callaron. El resplandor se extendía más y más.

– ¡Que Dios nos asista! El viento y el aire son secos – clamó una voz.

– Mirad cómo avanza. ¡Señor, Señor! Guarda a estos pecadores de todo mal.

– Probablemente se detendrá.

– ¿Quién? – dijo Danilo Terentitch, que había guardado silencio hasta entonces -. Es Moscú la que arde, hermanos… Es ella, nuestra madre blan…

Se le quebró la voz de pronto y sollozó como sólo sollozan los viejos, y como si todos esperasen oír aquello para comprender el significado del resplandor, se oyeron suspiros, oraciones y los sollozos del viejo ayuda de cámara del Conde.

IX

Un criado le dio al Conde la noticia. Este se puso la bata y salió al exterior para contemplar el incendio. Sonia, que aún no se había desvestido, salió también. Natacha y la Condesa se quedaron en la habitación (Petia no acompañaba a sus padres: se había adelantado a su regimiento, que marchaba hacia la Trinidad).

Al saber que ardía Moscú, la Condesa se echó a llorar. Natacha, pálida, con la mirada fija, se sentó en un banco bajo los iconos; no prestó atención a las explicaciones de su padre. Escuchaba los gemidos del ayudante de campo, que, aunque el herido distaba de ellos tres casas, se oían con claridad.

– ¡Qué horror! – exclamó Sonia volviendo del patio transida y asustada -. Creo que está ardiendo todo Moscú. El resplandor es inmenso. Natacha, mira por aquí; se ve ya desde la ventana – dijo para distraer a su prima.

Pero Natacha la miró como si no comprendiera sus palabras y volvió a posar la vista en la estufa. Desde por la mañana, cuando Sonia, suscitando el despecho y el asombro de la Condesa, creyó necesario, sin que se supiera por qué, notificar a Natacha que el príncipe Andrés estaba herido e iba en el convoy, estaba sumida en un estado de estupor. La Condesa se había enfadado con Sonia de un modo desacostumbrado; Sonia lloró y le pidió perdón, y ahora, como no podía borrar su falta, se ocupaba de su prima sin cesar.

– ¡Mira cómo arde, Natacha!

– ¿Qué es lo que arde? ¡Ah, sí! Moscú…

Y como si no quisiera ofender a Sonia y deseando, además, que la dejara tranquila, Natacha se acercó a la ventana y luego volvió a sentarse.

– ¡Pero si no has visto nada!

– Sí, sí, lo he visto – repuso con acento de súplica.

Deseaba que la dejasen tranquila. Sonia y la Condesa comprendieron que ni Moscú ni el incendio le importaban lo más mínimo en aquellos momentos.

El Conde se retiró tras el biombo y se acostó. La Condesa se aproximó a Natacha, le tocó la cabeza como hacía siempre que estaba enferma y enseguida, apoyando los labios en su frente para comprobar si ardía, la besó.

– Tienes frío, estás temblando. Acuéstate.

– ¿Qué me acueste? Sí, bueno. Enseguida, enseguida voy.

Al saber, por la mañana, que el príncipe Andrés iba con ellos, se hizo numerosas preguntas: «¿Dónde tendrá la herida? ¿Cómo le habrán herido? ¿Estará grave? ¿Podré verle?» Mas, al enterarse de su gravedad, aunque no corría peligro su vida, y de que no le permitirían que lo visitara, sin creer nada de lo que le decían, es más, convencida de que le dirían siempre lo que no era, dejó de hablar y de hacer preguntas. Durante todo el día, con los ojos muy abiertos, expresión que ya conocía y temía la Condesa, permaneció inmóvil en un rincón del coche. E inmóvil seguía ahora sentada en el banco donde se había dejado caer a su llegada. Pensaba en algo que resolvía o que había resuelto ya en su interior. La Condesa estaba segura de ello. ¿Qué sería? Lo ignoraba, y ello la atormentaba y la llenaba de inquietud.

-Desnúdate, Natacha, hijita, y acuéstate en mi cama.

Sólo la Condesa dormía en un lecho. Las dos muchachas lo hacían sobre paja desparramada en el suelo de madera.

– No, no, mamá. Me echaré aquí, en el suelo – replicó Natacha. Y fue a abrir la ventana.

Desde entonces los gemidos del ayudante de campo se percibieron más claramente. Natacha sacó la cabeza para aspirar el aire fresco de la noche, y la Condesa vio temblar los sollozos en su garganta.

La joven sabía que aquellos gemidos no eran del príncipe Andrés, que dormía en la isba vecina, separada de ella por un tabique, pero las lúgubres e ininterrumpidas quejas le destrozaban el corazón.

La Condesa cambió con Sonia una mirada significativa.

-Acuéstate, hijita. Acuéstate, tesoro mío – insistió dándole un golpecito en el hombro -. Ea!, acuéstate de una vez.

– ¡Ah, sí…! Me acostaré. Me acostaré enseguida.

Para ir más deprisa, Natacha se arrancó el cordón de la falda. Después de quitarse la ropa y de ponerse la de dormir, se sentó en el lecho de paja formado en el suelo, estirando las piernas, y se puso a trenzarse los cabellos. Sus finos, largos y hábiles dedos hacían rápidamente la trenza. Con un gesto característico volvía la cabeza ya a un lado, ya al otro, pero sus grandes ojos miraban siempre en línea recta. Cuando concluyó su tocado se deslizó, sin ruido, hasta quedar sentada cerca de la puerta, sobre la tela que cubría la paja.

– Colócate en el centro – le indicó Sonia.

– No; aquí estoy bien – repuso ella -. Pero acostaros también vosotras – agregó con despecho. Y dejó caer la cabeza sobre la almohada.

La Condesa y Sonia se desvistieron en un abrir y cerrar de ojos y se acostaron. En la habitación no quedó más luz que la de una lamparilla; pero el patio estaba iluminado por el incendio de Mitistchi la Menor, que distaba dos verstas de allí, y se oían los gritos de los campesinos en una granja que habían destruido los cosacos del regimiento de Mamonov, así como los incesantes gemidos del ayudante de campo.

Natacha permaneció inmóvil, escuchando ruidos que llegaban hasta allí procedentes de la casa y del exterior.

Oyó la oración y los suspiros de la madre, el crujido de su lecho y la respiración acompasada de Sonia. Luego llamó la Condesa, pero ella no contestó.

– Debe de haberse dormido, mamá – murmuró Sonia.

Tras un breve silencio, la Condesa volvió a llamar a Natacha. Tampoco obtuvo contestación.

Poco después, Natacha oyó la respiración regular de su madre. Pero no se movió aunque tenía un pie fuera de la paja y se le helaba sobre el frío suelo.

Como si festejara su victoria sobre el mundo, surgió el «cri-crip» de un grillo de un boquete del pavimento. Un gallo cantó a lo lejos; otro, cercano, le contestó. Los gritos habían cesado en la granja y sólo se oían los gemidos del ayudante de campo. Natacha se incorporó.

– ¡Sonia!, ¿Duermes…? ¡Mamá!

No obtuvo respuesta de ninguna de las dos. Natacha se levantó sin hacer ruido, se santiguó, y, al poner los delgados y desnudos pies sobre el suelo entarimado, éste crujió. Con la elasticidad de un gato joven, avanzó unos pasos y tocó la fría cerradura de la puerta.

Le pareció que algo pesado golpeaba las paredes de la isba. Era su corazón que palpitaba de angustia, de miedo, de amor. Abrió la puerta, franqueó el umbral y sentó la planta en la tierra fría y húmeda del vestíbulo. El frío que se apoderó de ella le serenó. Sus pies desnudos tropezaron con un hombre dormido. Saltó por encima de él y abrió la puerta de la isba donde se hallaba el príncipe Andrés. La isba estaba a oscuras. En el fondo, en un rincón, cerca de un lecho donde había alguien acostado, se fundía un trozo de bujía, semejante a una gran seta, que descansaba sobre un banco.

Desde que había sabido aquella mañana que estaba allí el príncipe Andrés había decidido ir a verle. Sabía que la entrevista sería penosa, pero, sin que supiera bien por qué, la consideraba necesaria.

Durante todo el día acarició el pensamiento de verle por la noche; y ahora, llegado el momento, se sentía sobrecogida de terror. ¿Cómo sería la herida? ¿Qué quedaría de él? ¿Estaría en un estado parecido al de aquel ayudante de campo que gemía incesantemente? Sí, así debía de ser. En su magín, era el Príncipe la personificación de aquellos gemidos pavorosos. Al distinguir en el rincón una masa confusa que tenía las rodillas levantadas bajo la manta creyó hallarse ante un cuerpo mutilado y se detuvo con terror. Pero una fuerza invisible la impulsaba a seguir adelante. Dio prudentemente un paso, luego otro, y se encontró en mitad de una isba llena de gente. En el banco, bajo los iconos, había un hombre acostado (era Timokhin), y en el suelo, otros dos hombres: el médico y el ayuda de cámara.

Este último se incorporó murmurando palabras incomprensibles. Timokhin, al que mantenían desvelado los dolores de la pierna herida, contemplaba la singular aparición de aquella muchacha que se cubría con un camisón blanco, una chambra y un gorro de dormir. Las palabras temblorosas del criado: «¿Qué quiere? ¿Qué viene a hacer aquí?» apresuraron la marcha de Natacha en dirección de la persona acostada en el rincón. Por terrible que fuera el espectáculo, tenía que verlo. Pasó por delante del ayuda de cámara sin responder. La seta de sebo se dobló y Natacha vio con claridad al príncipe Andrés. Estaba acostado, con las manos puestas sobre el embozo de la sábana, tal como se lo representaba siempre.

En realidad, era el mismo, pero el rubor que la fiebre ponía en su rostro, el brillo de los ojos, que posaba en ella con entusiasmo, y sobre todo aquel cuello delgado, juvenil, que emergía del de la camisa de dormir, le daban un aire particular de inocencia que jamás le había visto. Se aproximó a él y, con un movimiento repentino, irreflexivo, gracioso, cayó de rodillas. El le tendió la mano sonriendo.

X

Desde que el príncipe Andrés abrió los ojos en la ambulancia, después de la batalla de Borodino, hasta aquel momento habían transcurrido siete largos días. Casi todo este tiempo había estado sumido en una especie de síncope. Tenía fiebre y una inflamación en los lesionados intestinos, mortal de necesidad según el dictamen médico. Pero al séptimo día comió con placer un poco de tarta con el té, y el doctor observó que la temperatura disminuía. Aquella mañana había recuperado el conocimiento.

La primera noche tras la salida de Moscú hizo mucho calor y dejaron dormir al Príncipe en su coche, pero al llegar a Mitistchi el herido pidió que le sacaran del vehículo y le dieran una taza de té. Los dolores que sintió durante el traslado a la isba le arrancaron fuertes gemidos y volvió a perder el conocimiento. Cuando se le colocó sobre el lecho de campaña, estuvo largo rato inmóvil y con los ojos cerrados. Mas apenas los abrió dijo en voz baja: «Pero ¿y ese té?» Este recuerdo de los pequeños detalles de la vida llamó la atención del doctor. Le tomó el pulso y, con sorpresa y descontento, observó que estaba mejor. La mejoría le desagradaba porque su experiencia le decía que el príncipe Andrés no podía vivir y que, si no moría entonces, moriría más adelante en medio de sufrimientos mayores todavía. Timokhin, el mayor de su regimiento, herido en una pierna también en la batalla de Borodino, fue colocado en la misma isba, para que le hiciera compañía. Estaba con ellos el médico, el ayuda de cámara del Príncipe, su cochero y dos asistentes.

Se sirvió el té al Príncipe. Se lo bebió ávidamente, con los ojos febriles fijos en la puerta, como si tratase de comprender o recordar algo.

— No quiero más – dijo -. ¿Está ahí Timokhin? – preguntó luego.

Timokhin se deslizó por el banco.

– Aquí estoy, Excelencia.

– ¿Cómo va la herida?

– ¿La mía? Bien. ¿Y la de usted?

El príncipe Andrés se quedó otra vez pensativo; parecía recordar algo.

– ¿Querrá buscarme un libro?

– ¿Qué libro?

– El Evangelio. No tengo ninguno aquí.

El doctor prometió buscárselo y comenzó a preguntarle qué sentía. Al Príncipe le costaba hablar o no quería hacerlo, pero respondió razonablemente a todas las preguntas del doctor. Luego, como no estaba cómodo, pidió que le pusieran algo debajo de la almohada. El doctor y el ayuda de cámara levantaron el capote que cubría su cuerpo y, haciendo una mueca a causa del olor sofocante de carne podrida que se desprendía de él, se pusieron a examinar la horrible herida. El doctor quedó descontento del examen. Hizo una cura y volvió al herido del otro lado, lo que le arrancó nuevos gemidos y le hizo perder el conocimiento. A continuación, el Príncipe comenzó a delirar. Repetía que le trajesen el libro inmediatamente y que le llevaran a él allá abajo.

– ¿Por qué no me lo dan? No tengo ninguno. Buscadlo, por favor. Ponédmelo delante un momento – suplicaba con acento quejumbroso.

El doctor salió del vestíbulo para lavarse las manos.

– Es un mal tan terrible que no sé cómo puede soportarlo – dijo al ayuda de cámara que le echaba el agua en las manos.

– Pues me parece que le tenemos bien instalado, señor.

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