– He recibido la negativa de la condesa Rostov. Los rumores que han llegado hasta mí de que tu cuñado ha pretendido su mano o una cosa por el estilo ¿son exactos?
– Lo son y no lo son – empezó Pedro; pero el príncipe Andrés le interrumpió:
– Aquí hay sus cartas y su retrato – tomó el pliego de papeles de encima de la mesa y lo dio a Pedro -. Devuélveselo a la Condesa si la ves.
– Está muy enferma – dijo Pedro.
– ¡Ah! ¿Aún está aquí? ¿Y el príncipe Kuraguin? – preguntó rápidamente el príncipe Andrés.
– Hace días que está fuera. Ella está muy enferma.
– Te aseguro que lo siento.
Sonrió fríamente, de una manera hostil y desagradable, tal como acostumbraba hacerlo su padre.
– ¡Así, pues, el señor Kuraguin no se ha dignado ofrecer su mano a la condesa Rostov!-dijo Andrés atragantándose muchas veces.
– Ciertamente, no podía casarse con ella porque ya lo está – respondió Pedro.
El príncipe Andrés, con su cara desdeñosa y hostil, recordaba otra vez a su padre.
– ¿Y dónde está ahora tu cuñado? ¿Puedo saberlo?
– En San Petersburgo…, y, si quieres que te diga la verdad, no lo sé de cierto.
-Lo mismo me da. Di a la condesa Rostov que era y continúa siendo completamente libre y que le deseo toda la felicidad posible.
XVI
Aquella misma noche, Pedro fue a casa de los Rostov a cumplir su cometido. Natacha estaba en la cama, el Conde en el círculo. Pedro entregó las cartas a Sonia, después entró a ver a María Dmitrievna, que deseaba saber cómo había recibido la noticia el príncipe Andrés. A los diez minutos, Sonia entraba en la habitación de María Dmitrievna.
– Natacha quiere ver de todas maneras al conde Pedro Kirilovitch – dijo.
– Pero ¿cómo es posible que entre? ¡Todo lo tenemos de cualquier modo! – respondió María Dmitrievna.
– Dice que se vestirá e irá al salón – dijo Sonia.
María Dmitrievna se limitó a encogerse de hombros.
-A ver, ¿cuándo vendrá? Cree que me da mucha guerra. Anda con cuidado, no se lo digas todo – recomendó a Pedro -, porque yo no tengo ni aliento para reñirla al verla tan desgraciada.
Natacha, de negro, pálida, severa – pero no avergonzada, como esperaba Pedro -, estaba en medio del salón. Cuando Pedro apareció en la puerta, Natacha palideció; visiblemente estaba indecisa: ¿avanzaría hacia Pedro o le esperaría?
Pedro se acercó a ella rápidamente. Creía que ella le alargaría la mano, como siempre, pero Natacha se acercó mucho a él, respiró con fuerza y dejó caer los brazos como hacía cuando se ponía en el centro de la sala para cantar, pero con una expresión totalmente distinta.
– Pedro Kirilovitch – empezó rápidamente -, el príncipe Bolkonski era amigo de usted y aún lo es – añadió (le parecía que todo había pasado y que ahora era todo diferente) -, y me dijo que en toda ocasión podía acudir a usted.
Pedro, silencioso, respiraba profundamente mientras la miraba. Hasta aquel momento la condenaba y procuraba despreciarla, pero ahora la compadecía de tal manera que en su alma no había lugar, para la menor recriminación. .
– Aligra está aquí. Dígale… que me per…, que me perdone.
Se detuvo y empezó a respirar más regularmente, pero sin llorar.
– Bueno…, se lo diré… – empezó Pedro; pero no sabía qué añadir.
Natacha estaba visiblemente asustada de los pensamientos que podían ocurrírsele a Pedro.
– No. Sé muy bien que todo ha terminado – dijo ella rápidamente-. No; eso no puede volver jamás. La única cosa que me tortura es el daño que le he hecho. Decidle solamente que le pido que me perdone de todo…
Todo el cuerpo le temblaba. Se sentó en una silla.
La compasión invadió totalmente el alma de Pedro.
– Se lo diré, se lo diré; pero quisiera saber una cosa…
«¿Qué?», preguntó Natacha con la mirada.
– Quisiera saber si ama usted… – Pedro no sabía cómo nombrar a Anatolio y se puso colorado pensándolo -. Si ama usted a aquel mal hombre.
– No le llame mal hombre – exclamó Natacha -. No sé contestarle.
Se puso a llorar.
El sentimiento de compasión, de ternura, de amor, se apoderó más vivamente aún de Pedro. Sentía que las lágrimas empezaban a turbar sus lentes, y tenía la esperanza de que Natacha no lo notaría.
– No hablemos más de ello, pues – dijo Pedro. Natacha sintió extrañeza al oír de pronto aquella voz dulce, tierna -. No hablemos más de ello, se lo diré todo. Sólo le pido una cosa: considéreme como un amigo… y si le conviene que alguien la ayude, si necesita usted un consejo, si quiere simplemente abrir el corazón a alguien, no ahora, sino cuando la luz se haya hecho en su interior, dígamelo. – Le tomó la mano y se la besó -. Me consideraría tan feliz si pudiera… – Pedro se calló, confuso.
– No me hable de esta manera porque no lo merezco – exclamó Natacha. Quería salir de la habitación, pero Pedro la retuvo por la mano. Sabía que aún debía decirle otras cosas, pero cuando las dijo él mismo se admiró de sus palabras.
– ¡Basta, basta! Para vos la vida aún ha de empezar – dijo él.
– ¿Para mí? No. Para mí todo está perdido – replicó ella en tono avergonzado y humilde.
– ¡Todo está perdido! – repitió Pedro -. Si yo no fuese yo, sino el hombre más apuesto, más espiritual, el mejor del mundo, si fuese libre, ahora mismo, de rodillas, pediría su mano y su amor.
Natacha, por primera vez desde hacía muchos días, lloró de agradecimiento y de ternura y salió del salón dirigiendo una larga mirada a Pedro.
Inmediatamente, Pedro corrió a la antecámara reteniendo las lágrimas de emoción y de felicidad que le ahogaban. Se entretuvo unos momentos buscando las mangas de la pelliza, que finalmente se pudo poner, y se instaló en el trineo.
– ¿Adónde? – preguntó el cochero.
– ¿Adónde? – repitió Pedro -. ¿Adónde podría ir ahora? ¿Es hora de ir al círculo? ¿De hacer visitas?
Todos los hombres le parecían miserables, pobres en comparación con aquel sentimiento de emoción y de amor que experimentaba, en comparación con aquella mirada dulcificada, reconocida, que ella le había dirigido por última vez a través de sus lágrimas.
– ¡A casa! – dijo, y a pesar de los diez grados bajo cero se desabrochó la pelliza de piel de oso y respiró gozosamente a pleno pulmón.
Hacía un frío claro. Por encima de las calles sucias, medio iluminadas, por encima de los tejados negros, se elevaba el cielo oscuro, estrellado. Al mirar aquel cielo era cuando Pedro sentía más intensamente la bajeza impresionante de las cosas terrenales, en comparación con la elevación en que se encontraba su alma. Al entrar en el palacio de Arbat, una gran extensión de cielo estrellado, oscuro, se desplegaba ante sus ojos. Casi en el centro del cielo, encima del bulevar Pretchistenski, un cometa enorme, brillante, rodeado de estrellas, se distinguía de todas ellas por su proximidad a la tierra, por su luz blanca y larga cola. Era el cometa de 1812, que, según se decía, anunciaba todos los terrores del fin del mundo; mas para él, aquella estrella clara, con su larga cabellera resplandeciente, no anunciaba nada terrible, sino muy al contrario. Con los ojos humedecidos de lágrimas, Pedro contemplaba gozoso aquella estrella clara que con una rapidez vertiginosa recorría, en una línea parabólica, un espacio incalculable y, como una flecha, agujereaba la atmósfera en aquel lugar que había escogido en el cielo sombrío, se detenía desmelenándose la cabellera y lanzando rayos de luz blanca entre aquellos astros radiantes. Para él, aquella estrella parecía corresponder a lo que había en su alma animosa y enternecida, abierta a una vida nueva.
Novena parte
I
Hacia finales de 1811 comenzó el armamento intensivo y la concentración de fuerzas de la Europa occidental, y en 1812, estas fuerzas – millones de hombres, incluyendo a aquellos que transportaban y avituallaban aquel ejército – avanzaron de Oeste a Este, en dirección a las fronteras rusas, donde, todavía desde 1811, se hallaban las tropas del Zar. El l2 de junio, los ejércitos de la Europa occidental cruzaron las fronteras de Rusia y la guerra fue una realidad.
Después de conversar con Pedro en Moscú, el príncipe Andrés marchó a San Petersburgo por asuntos particulares, según dijo a su familia, pero en realidad con la idea de encontrar al príncipe Anatolio Kuraguin, al que creía necesario provocar. Llegado a San Petersburgo, averiguó que Kuraguin no se encontraba allí. Pedro había advertido a su cuñado que el príncipe Andrés le buscaba. Anatolio Kuraguin recibió inmediatamente orden del Ministerio de la Guerra y partió hacia el ejército en Moldavia.
En San Petersburgo, el príncipe Andrés encontró a Kutuzov, su antiguo general, siempre bien dispuesto con él, que le propuso llevárselo consigo al ejército de Moldavia, del que había sido nombrado generalísimo. El príncipe Andrés, después de recibir su nombramiento de oficial del Cuartel General, marchó a Turquía.
El príncipe Andrés no encontraba muy fácil escribir a Kuraguin para provocarlo sin dar un nuevo pretexto al desafío. Pensaba que una provocación por su parte comprometería a la condesa Rostov, y por eso trataba de hallar una cuestión personal que fuera motivo suficiente para tener un duelo con Kuraguin. Pero en el ejército turco no tuvo la fortuna de encontrar a Kuraguin, que a poco de la llegada del príncipe Andrés había vuelto a Rusia.
En un país nuevo y bajo nuevas condiciones de vida, el príncipe Andrés se encontró más a gusto. Después de la traición de su prometida, decepción que más le hería cuanto más ocultaba a todos el efecto que le había producido, las condiciones de vida en que antes se sentía feliz se le hicieron penosas, resultándole mucho más desagradable la libertad y la independencia con las cuales tan bien se encontraba hasta entonces. No solamente no mantenía aquellos pensamientos que habían acudido a su mente por primera vez al mirar el campo de batalla de Austerlitz, pensamientos de los que le gustaba hablar con Pedro y que llenaron su soledad en Bogutcharovo y después en Suiza y en Roma, sino que incluso temía recordarlos por cuanto le descubrían un horizonte infinito y diáfano. Entre tanto, el interés inmediato, sin lazos con el pasado, ocupaba su espíritu, pero cuanto más se unía a este interés concreto, más las ideas antiguas se crecían y afirmaban en él. Aquella bóveda infinita que se alejaba del cielo por encima de él, de momento parecía transformarse en una bóveda baja y determinada que le ahogaba, bajo la cual todo era preciso, sin nada eterno ni misterioso.
De las funciones a que podía dedicarse, el servicio militar era la más sencilla y la más conveniente. Como general agregado al Estado Mayor de Kutuzov, se ocupaba con perseverancia y celo de los asuntos, dejando admirado al generalísimo por la exactitud y fervor con que ejecutaba su trabajo. No encontrando a Kuraguin en Turquía, el príncipe Andrés no creyó necesario correr detrás de él por toda Rusia; sabía que un día a otro lo encontraría y que, a pesar del desprecio que por aquel hombre sentía, a pesar de todas las razones que tenía para considerar indigno el rebajarse a luchar con él, comprendía que, si lo encontraba, no podría evitar provocarlo, del mismo modo que el hambriento no puede dejar de coger el trozo de pan que encuentra en su camino. La conciencia de no haber podido vengar aquella ofensa, de tener todavía la rabia en el corazón, envenenaba aquella calma ficticia que el príncipe Andrés conservaba en Turquía, bajo la apariencia de una actividad ambiciosa y vana.
En 1812, cuando la noticia de la guerra contra Napoleón llegó a Bucarest – donde Kutuzov pasó seis meses, día y noche, con su amante, una valaca -, el príncipe Andrés pidió al generalísimo que lo destinara al ejército del Oeste. Kutuzov, que ya empezaba a cansarse de la actividad de Bolkonski, ya que parecía un reproche constante a su ociosidad, le dejó marchar de buena gana con una misión para Barclay de Tolly.
II
A últimos de junio llegó el príncipe Andrés al Cuartel General. Las tropas del primer cuerpo de ejército, en el que se encontraba el Emperador, hallábanse dispersas por el campamento de Drissa. Las del segundo retrocedían para unirse a las del primero, del que se decía que habían sido separadas por las fuerzas francesas.
Todos, en el ejército ruso, estaban descontentos de la marcha de la guerra, pero nadie creía en el peligro de invasión de las provincias rusas, pues no podían suponer que la guerra fuera llevada más allá de las provincias de la Polonia occidental.
El príncipe Andrés se había reunido a Barclay de Tolly en la ribera del Drissa. Como no existía ni un solo pueblo grande o una ciudad en los alrededores del campamento, los numerosos generales y cortesanos que seguían al ejército se hallaban instalados en las casas más confortables de la comarca, en una zona de diez verstas a ambas orillas del río. Barclay de Tolly se encontraba a cuatro verstas del Emperador.
Recibió a Bolkonski fríamente, con sequedad, diciéndole con su acento alemán que hablaría de él con el Emperador y rogándole que, entre tanto, quedara en su Estado Mayor. Anatolio Kuraguin, a quien el Príncipe esperaba encontrar en el ejército, no estaba allí. Había ido a San Petersburgo.
Antes de empezar la campaña, Nicolás Rostov recibió una carta de sus parientes, explicándole brevemente la enfermedad de Natacha y su ruptura con el príncipe Andrés – cuya causa atribuían a una negativa de Natacha -, rogándole, además, que presentara su dimisión y volviera a casa.
Nicolás, después de recibir aquella carta, ni siquiera intentó obtener una licencia o el retiro; se limitó a escribir a sus padres lamentando vivamente la enfermedad de Natacha y la ruptura de sus relaciones, añadiendo que haría cuanto estuviera en su mano para atender a sus deseos. Escribió particularmente a Sonia:
«Adorada amiga de mi alma:
»Nada, fuera del honor, podría retenerme aquí, pero ahora, antes de empezar las hostilidades, me consideraría deshonrado no sólo con respecto a mis compañeros, sino ante mis propios ojos, si prefiriera mi propia felicidad al deber y al amor de la patria. Sin embargo, ésta es la última separación. Ten por cierto que, después de la guerra, si todavía vivo y tú me quieres aún, correré a tu lado para estrecharte para siempre contra mi pecho enamorado.»
En efecto, sólo el principio de la guerra retenía a Rostov, impidiéndole partir para casarse con Sonia, como se lo había prometido.
En otoño, en Otradnoie, con sus cacerías; el invierno, con las fiestas navideñas y el amor de Sonia, le mostraban la perspectiva del dulce bienestar de un gentilhombre y de una calma que antes no conocía pero que le atraía poderosamente.
«¡Una dulce esposa, hijos, una traílla de perros corredores, diez o doce parejas de galgos, los trabajos del campo, los vecinos y las funciones electivas!», he aquí lo que pensaba.
Pero ahora estaban en guerra y era necesario continuar en el regimiento, y aunque aquella perspectiva le atrajera, Nicolás Rostov, por su carácter, estaba satisfecho de la vida que llevaba y que sabía hacerse agradable.
De vuelta de su permiso y recibido con gran alegría por sus compañeros, Nicolás fue destinado a la remonta, en la pequeña Rusia, de la que volvía con magníficos caballos que le enorgullecían y que le merecieron la felicitación de sus jefes. Durante su ausencia había sido ascendido a capitán, y cuando el regimiento, en pie de guerra, completó sus cuadros, recibió de nuevo el mando de su antiguo escuadrón.
Había empezado la campaña. Su regimiento fue enviado a Polonia, percibiendo doble sueldo. Llegaban nuevos oficiales, nuevos hombres y más caballos, y la excitante y alegre impresión que acompaña el principio de la guerra se manifestaba por todas partes. Rostov, viendo su ventajosa situación en el regimiento, se entregaba totalmente a los placeres y a los intereses de la vida militar, aunque sabía que, más tarde o más temprano, tendría que dejarla.
Las tropas se alejaban de Vilna por diversas y complicadas causas de Estado, de política y de táctica. Cada retroceso se traducía, en el Estado Mayor, en un complicado juego de intereses, proyectos y pasiones. Para los húsares del regimiento de Pavlogrado, aquella marcha en la mejor época del verano y con abundantes provisiones era lo más sencillo y divertido. El fastidio, el nerviosismo, la crítica, sólo tenía objeto en el Cuartel General, pero en el ejército nadie se preguntaba cómo y por qué retrocedían. Si lamentaban la marcha era sólo porque debían dejar el alojamiento a que se habían acostumbrado, o a alguna mujer bonita; y si a alguien se le ocurría que las cosas andaban mal, tal como corresponde a un militar valiente, el que había tenido aquella idea procuraba mostrarse alegre y no pensar más en la marcha general de aquellas cuestiones.
Al principio, el tiempo transcurría muy divertido cerca de Vilna, donde todo se reducía a entablar conocimiento con los propietarios polacos en las revistas del Emperador o de otros jefes importantes. Luego llegó la orden de retirarse de Sventziany y de destruir todas las provisiones que fuera imposible llevarse. Sventziany dejó memorable recuerdo en los húsares, como «campamento de los borrachos», como llamaba todo el ejército al alto efectuado cerca de aquella ciudad, porque allí hubo muchas quejas contra las tropas, que, aprovechando la orden de tomar las provisiones de casa de los campesinos, se llevaron caballos, coches y alfombras de los hacendados polacos. Rostov recordaba a Sventziany porque al entrar en este pueblo arrestó a un sargento y no pudo dominar a sus soldados borrachos por haber robado cinco barriles de cerveza vieja.
De Sventziany retrocedieron hasta Drissa, y de Drissa se retiraron hasta alcanzar las fronteras rusas.
El 13 de julio, los de Pavlogrado tuvieron su primera acción.
El día 12, víspera de la batalla, durante la noche estalló una fuerte tormenta con granizo. El verano de 1812 en general fue muy tempestuoso.
Dos escuadrones del regimiento de Pavlogrado vivaqueaban entre unos campos de cebada, pisoteados y destrozados por soldados y caballos. Llovía torrencialmente. Rostov, con Ilin, un joven oficial al que protegía, se hallaban sentados bajo un cobertizo rápidamente construido. Un oficial de su regimiento, con grandes bigotes, que volvía del Estado Mayor y al que la lluvia había sorprendido a mitad del camino, acercándose a ellos, le dijo:
– Conde, vengo del Estado Mayor. ¿Ha oído usted hablar de la hazaña de Raievsky? – y seguidamente el oficial comenzó a contar los detalles de la batalla de Saltanovka como la relataban en el Estado Mayor.
Rostov, levantándose el cuello, que se le mojaba, fumaba en pipa y, sin prestar mucha atención a lo que oía, miraba de vez en cuando al joven oficial Ilin, que se sentaba a su lado. Era este oficial un muchacho de dieciséis años, lo que él había sido para Denisov siete años antes. Ilin procuraba imitar en todo a Rostov y estaba enamorado de él igual que de una mujer.
El oficial de los grandes bigotes, Zdrjinski, contaba, emocionado, la hazaña de Raievsky, que había realizado un acto digno de la antigüedad clásica, pues la acción de Saltanovka fue la de las Termópilas rusas.
Zdrjinski contaba cómo Raievsky, acercándose con sus dos hijos al parapeto, se había lanzado al ataque con ellos. Rostov escuchaba el relato, pero no procuraba animar el entusiasmo de Zdrjinski, sino que, por el contrario, hacía el efecto de un hombre avergonzado por lo que se le explica, aunque no tuviera la más pequeña intención de objetar nada. Rostov, después de las campañas de Austerlitz y de 1807, sabía por propia experiencia que cuando se cuentan aventuras siempre se miente, como mentía él cuando las contaba; por otra parte, tenía bastante experiencia para saber que en la guerra no pasa nunca nada del modo que nos lo imaginamos y del modo que se cuenta. Por eso le disgustaba el relato de Zdrjinski y el propio Zdrjinski, que, con su bigote y siguiendo su costumbre, se acercaba mucho a su interlocutor, empujándole hacia el pequeño cobertizo. Rostov le miraba en silencio.
«Primeramente, sobre el parapeto, sería tanta la confusión que si Raievsky hubiera llevado consigo a sus dos hijos, excepto una docena de hombres de los que más cerca de él estaban, nadie hubiera podido darse cuenta -pensaba Rostov-. Los demás no podían ver cuándo ni con quién saltaba Raievsky el parapeto. Incluso los que lo hubieran visto no se hubiesen sentido muy entusiasmados, pues ¿qué interés les despertarían los tiernos y paternales sentimientos de Raievsky, preocupados como estarían por salvar su propia piel? Además, que del hecho de que se apoderaran o no del parapeto de Saltanovka no dependía, como en las Termópilas, la suerte de la patria. ¿Por qué aquel sacrificio? ¿Por qué mezclar a los hijos con la guerra? Yo no sólo no me llevaría a Petia, sino que ni a Ilin, este muchacho tan bueno, al que procuraría dejar en lugar seguro», continuaba pensando Rostov mientras oía a Zdrjinski. Pero no expresaba sus pensamientos; su experiencia se lo vedaba, pues sabía que aquel relato contribuía a la gloria del ejército y, por esta razón, no podía dudarse de él.
– Yo no puedo ya más – dijo Ilin, que advirtió que la narración de Zdrjinski enojaba a Rostov-. Las medias, la camisa, todo yo estoy mojado. Voy a buscar algún sitio donde resguardarme, pues creo que la lluvia disminuye.
Ilin salió, partiendo también Zdrjinski. Al cabo de cinco minutos, Ilin, con barro hasta la nariz, entró en el cobertizo.
– ¡Hurra! Corramos, Rostov. ¡Ya lo he encontrado! A doscientos pasos de aquí hay una hostería; los nuestros están allí todos. Nos secaremos. Además, también está María Henrikovna.
María Henrikovna era la esposa del médico del regimiento, una alegre alemana con la cual el doctor se había casado en Polonia. El doctor, sea por falta de recursos, sea porque en los primeros tiempos no quería separarse de su mujer, hacía que le siguiera con el regimiento, siendo los celos del médico el tema habitual de distracción para los oficiales de húsares.
Rostov, echándose el capote a la espalda, mandó a Lavruchka que le llevara sus cosas a la portería, y después, acompañado de Ilin, echó a andar por el barro, bajo la lluvia que disminuía, y en la noche oscura, que el resplandor de los relámpagos alumbraba a intervalos. De vez en cuando se decían:
– ¿Dónde estás, Rostov?
-Aquí. ¡Qué relámpagos!, ¿eh?
III
A las tres de la madrugada, cuando todavía nadie había dormido, llegó un sargento con la orden de marchar hacia Ostrovna.
Sin dejar de hablar y reír, los oficiales se vistieron rápidamente. Prepararon de nuevo el samovar con agua sucia, pero Rostov, sin aguardar al té, marchó con su escuadrón. La lluvia había cesado y las nubes se dispersaban. Empezaba a salir el sol. Se sentía la humedad y el frío, particularmente al contacto de sus uniformes a medio secar.
Al salir del mesón, Rostov e Ilin, a la indecisa luz del alba, dieron ambos una ojeada al interior del coche del doctor, que rezumaba agua por todas partes, y por debajo del toldo vieron las piernas del doctor y al fondo, sobre una almohada, una gorra de dormir femenina, mientras se oía respirar pausadamente.
-Te lo aseguro: es bonita, pero de verdad – dijo Rostov a Ilin, que le seguía.
– Una delicia – replicó Ilin con la gravedad de sus dieciséis años.
Al cabo de una media hora, el escuadrón, correctamente formado, estaba en la carretera. Se oyó gritar al corriandante: «¡A caballo!» Los soldados, santiguándose, cabalgaron detrás de Rostov, que había dado la orden de marchar, en formación de a cuatro, con ruido de herraduras sobre la tierra mojada, chirridos de sables y rumor de conversaciones en voz baja, sobre la ancha carretera, rodeada de árboles, siguiendo los húsares a la infantería y a la artillería, que marchaban delante.
Las nubes, de un azul violáceo, volvíanse de púrpura bajo el sol, mientras la brisa las barría. Avanzaba el día. Ya se distinguían limpiamente las hierbas, húmedas de la lluvia nocturna, que siempre orillan los caminos vecinales. Las ramas de los árboles, todavía muy mojadas, eran sacudidas por el viento, goteando de ellas agua limpia.
Las caras de los soldados se iban dibujando poco a poco. Rostov pasaba entre dos filas de árboles con Ilin, que seguía a su lado.
En campaña se permitía la libertad de montar un caballo cosaco y no el de reglamento que correspondía. Pero Rostov, conocedor y gran aficionado, se había procurado un magnífico caballo del Don, alto y de estampa, que no tenía rival. Para Rostov era un placer montar aquel caballo. Pensaba en el animal, en la madrugada, en la esposa del doctor, y ni una sola vez en el peligro que le aguardaba.
En otras ocasiones, cuando Rostov marchaba al ataque, sentía miedo; ahora no sentía nada parecido. No tenía miedo, no porque se hubiera acostumbrado al fuego – nunca el hombre puede acostumbrarse al peligro -, sino porque sabía dominar su alma. Habíase acostumbrado a pensar en todo cuando iban al ataque, excepto en aquello que parecía lo más esencial: el peligro inminente. En sus primeros tiempos de servicio, a pesar de sus esfuerzos y de reprocharse continuamente su cobardía, no podía dominarse, pero ya había aprendido con los años. Ahora, marchando con Ilin entre los árboles, cabalgaba con actitud tranquila y tan despreocupado como si fuera de paseo. De vez en cuando rompía las ramas que le venían a la mano; otras, tocaba con el pie a su caballo; también otras ofrecía, sin volverse, su pipa al húsar que le seguía, para que se la llenara. Todo para no mirar la cara de Ilin, que, nervioso, hablaba mucho. Conocía por experiencia aquel estado de inquietud, de espera y de miedo de morir en que se encontraba Ilin, sabiendo, además, que sólo el tiempo acabaría curándole.
Cuando sobre el cielo puro apareció el sol, calmóse el viento, como si no quisiera turbar aquella mañana de verano después de la tempestad. Todavía caían gotas, pero muy escasamente, mientras todo se calmaba. El sol, ya sobre el horizonte, se escondió detrás de una nube larga y estrecha; pocos minutos después, desgarrando aquella nube, apareció más claro todavía por encima de la masa oscura. Todo se aclaraba brillando por aquel resplandor al que, como si quisieran saludar, dispararon algunos cañones.
Rostov no había tenido tiempo de reflexionar ni tan sólo de calcular la distancia a que se encontrarían aquellos cañones, cuando el ayudante de campo del conde Osterman Tolstoy llegó a galope de Vitebsk con la orden de ponerse al trote por la carretera.
El escuadrón pasó delante de la infantería y de la batería, que, apresurándose, bajaban de la colina, y, pasando a través de un pueblo que sus habitantes habían abandonado, volvieron a encontrarse en la montaña. Los caballos empezaron a cubrirse de sudor, y los hombres se hallaban ya muy excitados.
– ¡Alto! ¡En línea! – ordenó el jefe que iba delante -. ¡A la izquierda! ¡Mar! -Y los húsares pasaron al flanco izquierdo de la posición, situándose detrás de los ulanos, que cubrían la primera fila. A la derecha se encontraba una fuerte columna de infantería: era la reserva. Más arriba, en la montaña, se divisaban, en aquel aire tan puro y bajo la luz oblicua, como recortados en el horizonte, los cañones rusos. Del valle llegaba el rumor de los soldados rusos, que habían empezado la lucha y alegremente tiroteaban al enemigo.
Estos sonidos, que Rostov no oía, hacía ya mucho tiempo, animáronle como si fuera la música más divertida. «Ta, ta, ta, ta…». Se oían muchos tiros, a veces simultáneamente; otras, espaciados. Después, otra vez quedaba todo en silencio, hasta que de nuevo empezaba el estallido de los cohetes, porque tal impresión le producía.
Los húsares estuvieron casi una hora en el mismo lugar; entre tanto, comenzaba el cañoneo. Pasó el conde Osterman, con su séquito, por detrás del escuadrón, y después de hablar con el jefe del regimiento siguieron hacia arriba, hacia la montaña, donde se encontraban los cañones.
Cuando Osterman se hubo marchado dióse a los ulanos la orden de:
– ¡En columna! ¡Al ataque!
La infantería dejó paso a la caballería. Los ulanos, empuñando las picas vacilantes, bajaron al trote por la ladera, lanzándose contra la caballería francesa, que aparecía por el flanco izquierdo.
Dióse orden a los húsares, cuando los ulanos hubieron partido, de que ocuparan su lugar, cubriendo la batería. Mientras cumplían las órdenes, silbaban las balas lejanas, sin llegar, empero, ninguna a la línea que cubrían.
Aquel ruido, que Rostov no había oído desde hacía tanto tiempo, le alegraba, excitándole más que los cañonazos. Sé levantaba sobre los estribos para examinar el campo de batalla, que desde la montaña se descubría, participando con toda su alma en las evoluciones de los ulanos. Estas tropas se encontraban ya muy cerca de los dragones franceses. En medio del humo se produjo una gran confusión. Al cabo de cinco minutos pudo verse a los ulanos galopando hacia sus bases de salida. Entre los ulanos, montados en caballos alazanes, y detrás veíase como una gran masa el uniforme azul de los dragones franceses, que montaban caballos grises.
IV
Rostov, con sus penetrantes ojos de cazador, fue uno de los primeros en darse cuenta de que los dragones franceses perseguían a los ulanos. La formación de éstos había sido rota y los dragones franceses, sus perseguidores, iban acercándose. Podía verse a aquellos hombres que parecían tan pequeños, al pie de la colina, cómo se atacaban los unos a los otros y cómo blandían brazos y sables.
Rostov miraba lo que pasaba allá abajo como quien mira una cacería. Comprendía que si en aquel momento se lanzaba sobre los dragones franceses, no le resistirían, pero en caso de decidirse a hacer tal cosa debía hacerla enseguida, pues de lo contrario sería demasiado tarde. Miró a su alrededor; el capitán encontrábase a dos pasos sin apartar tampoco los ojos de la caballería que allá abajo se divisaba.
-Andrés Sebastianitch – dijo Rostov -, podríamos aplastarlos.
– Sería una buena hazaña. ¿Lo intentamos?
Rostov, sin terminar de oírle, espoleó a su caballo, colocándose delante del escuadrón. No había dado la orden cuando todo el escuadrón, que experimentaba un sentimiento igual al suyo, se conmovió detrás de él. Rostov mismo ignoraba cómo y por qué hacía aquello. Obraba igual que en una cacería, sin reflexionar, sin calcular. Veía que los dragones estaban cerca, que corrían, que estaban desorganizados, y sabía que resistirían. Sabía que aquel momento era único, que no volvería a presentarse y que debía aprovecharlo. Las balas silbaban a su alrededor tan excitantes, su caballo piafaba con tal ardor, que no podía contenerle. Aflojó las bridas, dio una orden, oyendo al mismo tiempo el ruido que el escuadrón hacía al marchar al trote. Empezó a descender por el torrente hacia abajo. No habían andado muchos pasos cuando, involuntariamente, el trote del regimiento se transformó en un galope qué crecía a medida que se acercaban a los ulanos y a los dragones franceses que les perseguían.
Los dragones se encontraban muy cerca. Los que iban delante, en cuanto se dieron cuenta de la presencia de los húsares, volvieron grupas. Los que se encontraban más atrás, detuviéronse. Rostov, con el mismo espíritu con que corría para cortar la retirada al lobo, dejó flotando la brida de su caballo del Don y corrió a cortar el camino a los dragones franceses, que habían perdido la formación. Un ulano se detuvo. Un soldado de infantería se arrojó al suelo para no ser aplastado; un caballo sin jinete corría entre los húsares. Casi todos los dragones franceses huían. Rostov, luego de elegir uno que montaba un caballo azulado, empezó a perseguirlo. Chocó contra una raíz, el caballo saltó por encima del obstáculo y Nicolás tuvo grandes dificultades para mantenerse en la silla; sin embargo, un instante después, luchaba contra el enemigo que había elegido. Aquel francés, probablemente un oficial a juzgar por el uniforme, galopaba tendido sobre su caballo, al que excitaba con el sable. Su caballo estuvo a punto de ser derribado por el de Rostov al chocar el pecho del de éste contra la grupa del otro. Entonces Rostov, sin saber exactamente lo que hacía, tiró de su sable e hirió al francés.
En aquel mismo instante, toda la animación de Rostov desapareció de improviso. El oficial había caído no tanto por el efecto del sablazo, que le dio de refilón en el codo, como por el topetazo del caballo y del miedo sufrido. Rostov, mientras contenía a su caballo, buscaba con los ojos al enemigo que había herido. El oficial francés saltaba con un pie en el estribo y el otro en el suelo y miraba con espanto a Rostov. De rostro pálido, de pelo rubio, joven, con la barbilla de un niño, cubierto por completo de barro, no producía la impresión de un hombre de guerra en campo de batalla, sino la de un hombre completamente normal. Antes de que Rostov hubiera decidido lo que debía hacer, el oficial gritó:
– ¡Me rindo!
Y muy apurado trataba de sacar el pie del estribo, sin que lo consiguiera, mientras miraba a Rostov con sus azules y espantados ojos. Los húsares ayudáronle a librar su pie del estribo y le subieron de nuevo a la silla. Los húsares se batían en muchos lugares con los dragones; un herido, con la cara llena de sangre, no dejaba mover a su caballo. Otro, montado en la grupa del caballo de un húsar, luchaba como una fiera, sin armas. Un tercero acomodábase en la silla ayudado por un húsar.
La infantería francesa acudió disparando. Los húsares se retiraron a toda prisa llevándose los prisioneros. Rostov siguió a todos con el corazón encogido por un sentimiento desagradable. Algo vago, confuso, que no podía explicarse, habíase despertado en él con la captura del oficial francés y con el sablazo que le había propinado.
El conde Osterman Tolstoy se encontró con los húsares que volvían. Llamó a Rostov, al que dio las gracias, diciéndole que pondría en conocimiento del Emperador su acto de heroísmo y le propondría para la cruz de San Jorge. Cuando Rostov fue llamado por el conde Osterman, recordó que había efectuado aquel ataque sin órdenes de nadie y creyó que el jefe le mandaba llamar para decirle lo que hacía al caso; por ello las halagadoras palabras de Osterman y la promesa de una condecoración deberían haberle causado una mayor sorpresa. Pero, sin embargo, aquel sentimiento le turbaba interiormente. «¿Qué es lo que me atormenta? – se preguntaba al separarse del general -. ¿Por qué pienso en Ilin? No, está bueno y sano. ¿He hecho algo vergonzoso? Tampoco.» Algo parecido, sin embargo, a un remordimiento le atormentaba.
«Sí, sí, aquel oficial con cara de niño…. Me acuerdo de cómo mi brazo se me ha paralizado al levantarlo.»
Rostov vio a los prisioneros y los siguió para ver al francés. Tenía un hoyuelo en la barbilla. Con su uniforme extranjero montaba el caballo de un húsar, mientras miraba con ojos de espanto a su alrededor. Su herida no tenía importancia. Dirigió una sonrisa a Rostov y con la mano le hizo un ligero saludo. Rostov se sintió feliz a la vez que avergonzado. Todo aquel día y el siguiente, los amigos y los compañeros de Rostov observaron que, sin estar enfadado, ni mucho menos malhumorado, seguía callado, pensativo, silencioso, bebía sin ganas, procurando quedarse solo, sin abandonar su talante preocupado.
Rostov pensaba continuamente en su acto de guerra, que, con gran extrañeza por su parte, le valía la cruz de San Jorge y la reputación de valiente y en el que había algo que no podía comprender en modo alguno. «Así, pues, ¿son todavía más cobardes que nosotros? ¿Hice aquello por la patria? ¿Y qué culpa tiene el oficial de los ojos azules y cara de niño? ¡Qué miedo tenía! ¡Creyó que le iba a matar! ¿Y por qué había de hacerlo? Mi mano temblaba, y me dan la cruz de San Jorge. No acabo de comprenderlo.»
Pero mientras Nicolás planteábase estas preguntas, sin que pudiera darse cuenta de lo que le conmovía tanto, la rueda de la fortuna giraba a su favor. Fue ascendido después de la acción de Ostrovna, confiándosele un batallón de húsares, y siempre que se precisaba un oficial valiente para alguna misión, se le requería a él.
V
Todos los domingos, algunos amigos íntimos comían en casa de los Rostov. Pedro fue a su casa esperando encontrarlos solos. Pedro había engordado aquel año de tal modo que hubiera resultado horrible de no poseer aquella estatura, aquellos sus miembros tan fuertes y no llevar con tan gran facilidad su carga. Subió, sin embargo, la escalera resoplando y murmurando algo. El cochero ya no le preguntó si debía aguardarlo; sabía que su señor estaría hasta medianoche en casa de los Rostov.
Los criados se apresuraron a quitarle el abrigo y recoger su bastón y su sombrero. Pedro, por costumbre de clubman, dejó el sombrero y el bastón en la antesala. La primera persona que vio en casa de los Rostov fue a Natacha. Antes de verla, mientras se quitaba el abrigo, la había oído hacer escalas al piano. Como sabía que desde su enfermedad no cantaba, el sonido de su voz, aunque le produjo un sentimiento de extrañeza, le alegró. Abrió la puerta despacio, viendo a Natacha, con su traje de color lila, que se paseaba por la habitación cantando. Cuando abrió la puerta, Natacha estaba de espaldas, por cuyo motivo no le vio, pero al volverse, cuando descubrió la mirada curiosa de Pedro, enrojeció y se le acercó vivamente.
– Estoy haciendo esfuerzos para recuperar mi voz -dijo-. Al fin y al cabo, no deja de ser un pasatiempo – añadió, como excusándose.
– Muy bien.
– ¡Qué contenta estoy de que haya venido! ¡Soy muy feliz hoy! – advirtió, animada como hacía mucho tiempo no la veía Pedro -. ¿Sabe usted, Pedro? Nicolás ha sido condecorado con la cruz de San Jorge. ¡Me siento tan orgullosa por ello!
– Sí, yo fui quien les mandó la orden. Pero no quiero estorbarla-añadió, mientras hacía acción de pasar a la sala, pero Natacha le detuvo.
– Conde, ¿cree que hago mal en cantar? – dijo ruborizándose, aunque sin bajar los ojos, mientras le miraba interrogativamente.
-No… ¿Por qué…? Al contrario… Pero ¿por qué me lo pregunta?
– Ni yo misma lo sé. Pero no quisiera hacer nada que pudiera molestarle – respondió precipitadamente -. Tengo una gran confianza en usted. No sabe la importancia que tiene para mí; y todo lo que ha hecho por mí – hablaba deprisa, sin darse cuenta de que Pedro enrojecía oyéndola -. En la misma orden que nos ha mandado usted he visto que él, Bolkonski – pronunció el nombre rápidamente y a media voz -, está en Rusia y de nuevo en el servicio. ¿Cree usted que me perdonará alguna vez? ¿Me odiará? ¿Qué le parece? – dijo apresuradamente, tumultuosamente, por miedo a desfallecer.
-Me parece… que no tiene que perdonarle nada… Si yo fuera él…
Por asociación de ideas, Pedro se trasladó momentáneamente al día en que, para consolarla, habíale dicho que si él fuera el mejor hombre del mundo, y libre, pediría su mano de rodillas, y el mismo sentimiento de ternura y de amor le dominó, mientras sus labios iban a pronunciar las mismas palabras. Ella, empero, no le dio tiempo de hablar.
– Sí, usted, usted – dijo Natacha, pronunciando las palabras con entusiasmo-, usted es distinto: mejor, más magnánimo y más generoso que usted, no conozco hombre alguno, y no creo que pueda existir. Si entonces usted no hubiera aparecido, si ahora mismo no se encontrara aquí, no sé qué haría, porque… – Se le llenaron los ojos de lágrimas, se volvió y, acercando a sus ojos un fragmento de música, afinó y otra vez empezó a pasear por la sala.
En aquel momento, Petia apareció corriendo en el salón. Se había convertido en un mozarrón de quince años, muy fuerte y estirado, y, con los labios muy rojos, parecíase extraordinariamente a Natacha. Se preparaba para ingresar en la Universidad, pero últimamente, con su compañero Obolenski, habían decidido ser húsares.
Petia habló de todo ello con su homónimo. Le había pedido que se informara de si le aceptarían en los húsares. Pedro paseaba por el salón sin oír a Petia, que le tiraba de la manga para obligarle a prestar atención.
– ¿Cómo están mis asuntos, Pedro Kirilovitch? Dígamelo. Usted es mi última esperanza – dijo Petia.
– ¡Ah, sí, la cuestión de los húsares! Ya me informaré, ya me informaré. Hoy mismo lo sabré todo.
– Querido amigo, ¿ha conseguido usted el manifiesto? – preguntó el Conde -. La Condesa ha ido a misa a la capilla de los Razumovski, donde ha oído la nueva oración, que dicen que está muy bien.
– Sí, sí, tengo el manifiesto – respondió Pedro -. El Emperador llegará mañana; se reunirá una asamblea extraordinaria de la nobleza; dicen que se pedirá un alistamiento supernumerario. Le felicito por la cruz de Nicolás.
– Gracias, Conde, que el Señor sea alabado. ¿Qué se dice en el ejército?
– Los nuestros han retrocedido de nuevo; dicen que se encuentran sobre Smolensk.
– ¡Dios mío, Dios mío! – exclamó el Conde -. ¿Tiene el manifiesto?
– ¿El manifiesto? ¡Ah, sí! – Pedro empezó a buscar en sus bolsillos, pero sin lograr dar con el papel. Mientras buscaba en sus bolsillos, besó la mano a la Condesa, que acababa de entrar en el salón. Al mismo tiempo miró en torno suyo muy inquieto al ver que Natacha no aparecía en el salón, a pesar de no seguir cantando.
– ¡Palabra que no sé dónde lo he metido! – dijo.
– Todo lo pierde – explicó la Condesa.
Natacha entró con el rostro emocionado, dulce, y sentóse silenciosamente, mirando a Pedro. En cuanto ella apareció, aclaróse la fosca cara de Pedro. La miró muchas veces mientras seguía buscando en sus bolsillos.
– Volveré a casa, pues debo habérmelo dejado allí.
– No tendrá tiempo antes de comer.
– El cochero ha marchado ahora precisamente.
Sonia, que había salido a la antecámara a ver si encontraba el papel, lo descubrió en el sombrero de Pedro, donde cuidadosamente lo había dejado. Pedro trató de leerlo.
– No, después de comer – dijo el Conde, que parecía prometerse un gran placer con aquella lectura.
En la comida, bebieron champaña a la salud del nuevo caballero de San Jorge. Se habló de los rumores que circulaban por la ciudad: la enfermedad de la vieja princesa Georgina; la salida de Metivier de Moscú; la detención de un viejo alemán enviado a Rostopchin, que declaró que era un champignon – esto lo explicaba el propio Rostopchin -y al que se ordenó poner en libertad, mientras se decía al pueblo que no era un champignon, sino simplemente un viejo alemán.
– Sí, sí, se efectúan detenciones. Yo he advertido ya a la Condesa que no hable tanto en francés; no es éste el momento.
– ¡Ah!, ¿ya lo sabe? El príncipe Galitzin ha tomado un preceptor ruso. Ahora aprende ruso. Empieza a ser peligroso hablar francés por las calles.
– Conde Pedro Kirilovitch, cuando movilicen a la milicia se verá usted obligado a montar a caballo – dijo el viejo Conde dirigiéndose a Pedro.
Pedro había permanecido silencioso durante toda la comida.
Como no comprendía lo que se le decía, miró al Conde.
– ¡Ah, sí, sí, la guerra…! ¡Pero no, qué soldado haría yo! ¡Todo es muy extraño, muy extraño! Ni yo mismo lo entiendo, ni yo lo sé. No tengo ninguna afición a la milicia, pero en los tiempos en que nos encontramos nadie puede asegurar nada.
Al terminar de comer, el Conde se instaló cómodamente en su sillón y con rostro muy serio pidió a Sonia, que tenía la reputación de ser una lectora consumada, que leyera el manifiesto.
– «A Moscú, nuestra primera capital: El enemigo, con fuerzas considerables, ha entrado en Rusia. Quiere arruinar a nuestra bien amada patria» – leía Sonia con su vocecita. El Conde escuchaba con los ojos cerrados, y en muchos pasajes exhalaba profundos suspiros. Natacha, rígida en su silla, miraba alternativamente los rostros del Conde y de Pedro. Éste, que notaba sobre sí aquella mirada, procuraba no volverse. La Condesa, después de cada expresión solemne del documento, inclinaba la cabeza con aire de disgusto y recriminación. En todas aquellas palabras sólo veía la Condesa una cosa: que los peligros que rodeaban a su hijo no llevaban camino de acabarse.
Después de haber leído lo que se decía sobre «los peligros que amenazaban a Rusia y las esperanzas que el Emperador tenía en Moscú, y particularmente en su nobleza», Sonia, con un temblor en la voz producido por la atención con que era escuchada, leyó las últimas palabras: «Sin descanso permaneceremos en medio de nuestro pueblo, en esa capital o en otros lugares de nuestra tierra, para aconsejar y guiar a todas nuestras milicias, igual que a las que hoy obstruyen el camino al enemigo que a las que mañana se formarán para combatirlo en cualquier lugar en que se le encuentre. Que la perdición a la que ha soñado llevarnos se vuelva contra él, para que Europa, libre de la esclavitud, glorifique el nombre de Rusia.»
– ¡Muy bien, eso es! – exclamó el Conde abriendo sus humedecidos ojos, e interrumpiéndose muchas veces por su asma, añadió: Que el Emperador pronuncie una palabra y todo lo sacrificaremos sin conservar nada.
– ¡Qué bello, papá! – dijo Natacha mientras le abrazaba, mirando de nuevo a Pedro con aquella inconsciente coquetería que se apoderaba de ella cuando se sentía animada.
– ¿Han observado ustedes – notó Pedro – que en el manifiesto se dice «por consejo general»?
– Bueno, ¿qué importa, sea como fuere?
En aquel momento, Petia, del cual nadie hacía caso, se acercó a su padre y muy encendido, con voz entre grave y aguda y unas veces grave y otras aguda, le dijo:
-Padre, te pido a ti y a mamá también que me dejéis entrar en el ejército, porque no puedo más…
La Condesa dirigió sus espantados ojos al cielo, golpeóse las manos y dirigiéndose a su marido exclamó:
– ¡Vaya, te has lucido!
El Conde se repuso enseguida y replicó:
– Está bien, está bien. ¡Otro que me sale soldado! Tonterías, déjate de historias; lo que has de hacer es estudiar.
– No son tonterías, papá. Fedia Obolenski, que es más joven que yo, ya está a punto de partir para el ejército. Lo demás es inútil, no puedo aprender nada mientras… – Petia se detuvo y, encendido hasta las orejas pero valiente, prosiguió -: ¡La patria está en peligro!
– Bueno, basta de idioteces…
– ¡Pero si tú acabas de decir que lo darías todo!
– Petia, cállate – exclamó el Conde mientras miraba a su mujer, que, pálida, no apartaba los ojos de su hijo menor.
– Te digo, papá, que… Mira, Pedro Kirilovitch te dirá también que…
– Vuelvo a decirte que son tonterías. ¡Acaba de salir del cascarón y ya quiere ser soldado!
– Sí, quiero serlo.
El Conde cogió de nuevo el papel con la intención de releerlo, probablemente en su despacho, y salió del salón.
– Pedro Kirilovitch, vamos a fumar…
Pedro se sentía confundido e indeciso. Los ojos de Natacha, brillantes y animados como nunca -sin duda le miraban con más ternura que a los demás -, le habían puesto en aquella situación a la que tan poco estaba acostumbrado.
– Perdón, no puedo… He de marcharme a casa.
– ¡Cómo a casa! Pasará la velada aquí… Cada día se vuelve usted más raro, y la pequeña sólo está contenta cuando le tiene a usted delante – dijo el Conde señalando a Natacha.
– Es cierto, pero es que me había distraído… He de volver a casa sin excusa… Unos asuntos… – añadió Pedro sin saber exactamente lo que decía.
– Bueno, bueno, adiós, y hasta la vista – repuso el Conde saliendo de la habitación.
– ¿Por qué se va usted? ¿Por qué está tan nervioso? ¿Por qué? – preguntó Natacha a Pedro mirándole a la cara con aire provocativo.
«¡Porque te quiero!», iba a decir. Pero no lo dijo, y enrojeció hasta el blanco de los ojos, mientras miraba al suelo.
– Porque para mí sería más conveniente no venir con tanta frecuencia…, porque… No, no puedo, tengo trabajo en casa.
– Pero ¿por qué? ¡Dígamelo…! – empezó Natacha.
Sin embargo, no continuó. Miráronse horrorizados. Intentaron sonreír, pero no pudieron. La sonrisa de Pedro era una sonrisa de dolor. Le besó la mano y, sin decir nada, salió.
Pedro resolvió, en su interior, no volver más a casa de los Rostov.
Décima parte
I
Durante el mes de julio, el viejo príncipe Bolkonski se mantuvo en una gran animación y actividad.
Mandó plantar un nuevo jardín y construyó un edificio para la servidumbre. La única cosa que inquietaba a la Princesa era que el anciano dormía poco y había renunciado a su costumbre de dormir en su gabinete de trabajo; cada día cambiaba su cama de habitación. Tan pronto ordenaba que le llevaran su cama de campaña a la galería, como quedábase en el salón sobre el diván o sobre un sillón, sin desnudarse y bostezando. La señorita Bourienne no le leía ya, reemplazándola en esto el criado Petrutcha. A veces pasaba la noche en el comedor.
A primeros de agosto llegó una carta del príncipe Andrés. Escrita en los alrededores de Vitebsk, explicaba que los franceses habían ocupado aquella ciudad, conteniendo además una descripción sumaria de toda la campaña, con un croquis del plano y consideraciones sobre la marcha que seguiría.
En la misma carta, el príncipe Andrés hacía observar a su padre la incomodidad de su residencia cerca del teatro de la guerra, en la línea del movimiento de las tropas, aconsejándole su marcha a Moscú.
Aquel día, durante la comida, cuando Desalles, el preceptor, dijo que, según los rumores que circulaban, los franceses estaban en Vitebsk, el viejo Príncipe recordó la carta del príncipe Andrés.
– Hoy he recibido carta del príncipe Andrés – dijo -. ¿No la has leído, María?
– No, padre – respondió la Princesa. No podía haber leído una carta que no sabía que hubiera llegado.
– Habla de la guerra – continuó el Príncipe con sonrisa desdeñosa, habitual en él cuando hablaba de la guerra.
Al pasar al salón dio la carta a la princesa María, desplegando delante de ella el plano de las nuevas construcciones, en el que fijó la vista mientras ordenaba a su hija que leyera en voz alta.
Cuando la princesa María hubo acabado de leer miró interrogativamente a su padre, que contemplaba con fijeza el plano, inmerso en sus pensamientos.
– ¿Qué opináis, Príncipe? – se atrevió a preguntar Desalles.
– ¿Yo? ¿Yo? – replicó el viejo Príncipe como si despertara enfurruñado, sin apartar los ojos del plano de las construcciones.
– Es muy posible que el teatro de la guerra se extienda hasta muy cerca de nosotros…
– ¡Ah, ah, ah! El teatro de la guerra – exclamó el viejo Principe-. He dicho y he repetido que el teatro de la guerra es Polonia y que el enemigo no pasará el Niemen jamás.
Desalles, admirado, miró al viejo Príncipe, que hablaba del Niemen precisamente cuando el enemigo se hallaba casi en las orillas del Dnieper. La princesa María, que había olvidado la situación geográfica del Niemen, pensó que su padre tenía razón.
– Cuando llegue el deshielo se hundirán en los pantanos de Polonia. Ahora no pueden darse cuenta… – dijo el Principe pensando visiblemente en la campaña de 1807, que le parecía que fuera ayer -. Benigsen debió haber entrado antes en Prusia, y entonces las cosas hubieran tomado otro cariz.
– Pero, Príncipe – objetó tímidamente Desalles -, en la carta se habla de Vitebsk.
– ¡Ah! En la carta sí – replicó, descontento, el Principe -. Sí…
Entonces oscurecióse su cara y calló.
– Sí, sí, escribe que los franceses han sido aplastados, cerca de un río, ¿qué río?, ¿en qué ribera?
Desalles bajó la vista.
– El Principe no escribe nada de todo eso – dijo en voz muy baja.
– ¿No lo escribe? ¡Pues yo no lo he inventado!
Calláronse todos un buen rato. El viejo siguió luego:
– Sí, sí…, ¡vaya!, Mikhail Ivanovitch – dijo de repente, levantando la cabeza e indicando el plano de construcciones-, explica cómo entiendes tú las obras que se realizarán.
Mikhail Ivanovitch se acercó al plano, y el Principe, después de hablar con él, miró malhumorado a la princesa María y a Desalles, yéndose a su despacho.
La princesa María había observado la mirada confusa y extraña que dirigió Desalles a su padre, su silencio, y estaba admirada de que su padre hubiera olvidado la carta de su hijo sobre la mesa del salón. Pero no sólo sentía miedo de hablar y preguntar a Desalles por la causa de su confusión, sino que también lo sentía de sólo pensarlo.
Por la tarde, Mikhail Ivanovitch estuvo en la habitación de María de parte del Principe para buscar la carta del príncipe Andrés, olvidada en el salón. La princesa María, a pesar de serle desagradable, permitióse preguntar a Mikhail Ivanovitch qué hacía su padre.
– Trabajando siempre – dijo Mikhail Ivanovitch con una respetuosa sonrisa que hizo palidecer a la Princesa -. Se preocupa mucho de las nuevas construcciones. Ha leído un ratito, y ahora – bajó la voz – se encuentra en el despacho y probablemente se ocupa de su testamento.
De un tiempo a aquella parte, una de las ocupaciones predilectas del Principe era examinar los papeles que quería dejar para después de su muerte y que él llamaba su testamento.
– ¿Enviará, sin embargo, a Alpatich a Smolensk? – preguntó la princesa María.
¡Ya lo creo! Hace mucho tiempo que está preparado.
II
Cuando Mikhail Ivanovitch entró con la carta en el despacho, el Principe tenía las gafas puestas y se hallaba sentado ante el escritorio, con una vela a su lado; con la mano muy apartada sostenía unos papeles que leía en una actitud bastante solemne. Aquellos papeles, observaciones, como él los llamaba, debían remitirse al Emperador cuando él hubiera muerto. Cuando Mikhail Ivanovitch entró, las lágrimas provocadas por el tiempo que había leído y por lo que leía llenaban los ojos del Príncipe. Arrebató de las manos de Mikhail Ivanovitch la carta del príncipe Andrés, que se metió en el bolsillo, arregló sus papeles y llamó a Alpatich, que aguardaba hacía un rato.
En una hojita acababa de escribir todo lo que debía comprarse en Smolensk, y mientras paseaba daba órdenes a Alpatich, que aguardaba al pie de la puerta.
– Primeramente papel de cartas, ¿entiendes?, ocho manos; aquí tienes el modelo, de borde dorado. Éste es el modelo y han de ser absolutamente iguales. Barniz, cera, según la nota de Mikhail Ivanovitch.
Paseábase por la habitación mirando su carnet.
– Después entregarás personalmente una carta al gobernador.
Luego le encargó las cerraduras para las puertas de las nuevas construcciones, hechas según un modelo que él había imaginado. Enseguida una cajita que habían de hacer, cajita destinada a guardar su testamento. La relación de encargos a Alpatich duró más de dos horas. El Príncipe ni le dejó hablar. Después se sentó y, cerrando los ojos, se quedó dormido. Alpatich hizo un movimiento.
– Vete, vete; si te necesito ya mandaré a buscarte.
Alpatich salió. El Príncipe se acercó otra vez al escritorio, tocó sus papeles, los volvió a ordenar, sentándose después ante la mesa para escribir la carta al gobernador.
Era ya tarde cuando se levantó, después de haber sellado la carta. Quería dormir, pero sabía que en la cama no cerraría el ojo, presentándose a su imaginación los peores sentimientos. Llamó a Tikhon. Atravesó la habitación para decirle dónde quería que le preparara la cama aquella noche. Se paseó escudriñando todos los rincones. Ningún sitio le parecía bueno, pero particularmente su diván, en el despacho, le parecía horrible, probablemente a causa de las penosas ideas que en él había tenido. Ningún sitio le parecía conveniente. El mejor sería quizás un rinconcito en el diván detrás del piano. No había dormido allí nunca todavía.
Tikhon, ayudado por el mayordomo, llevó allí la cama y empezaron a armarla.
– ¡No, así no, así no! – gritó el Principe, empujándola él mismo, aunque luego la apartó de nuevo. «Vaya, por último he podido arreglarlo y podré descansar», pensó el Principe, dejando que Tikhon le desnudara. El Príncipe frunció el ceño por la molestia causada por los esfuerzos para quitarse caftán y pantalones. Después, pesadamente, se dejó caer sobre la cama y pareció que reflexionaba, mientras miraba desdeñoso sus delgadas y amarillas piernas. No reflexionaba, pero dudaba ante el esfuerzo de levantar las piernas para meterse en la cama. «¡Oh, qué pesado es! Por lo menos que acabe pronto este trabajo y me dejen tranquilo.» Cerró fuertemente los labios y se hundió en la cama después de hacer aquel esfuerzo por milésima vez.
Cuando se hubo echado, toda la cama tembló, como si tuviera escalofríos. Cada noche pasaba lo mismo. Abrió los ojos, que se le cerraban.
– ¡No podéis estaros tranquilos, malditos! – gruñó colérico. «Sí, queda todavía algo importante que me he reservado para leer en la cama. ¿Las cerraduras? No, eso ya se lo he dicho… No, no, es algo que ha pasado en el salón. La princesa María ha dicho alguna idiotez; Desalles, ese estúpido, no sé qué le ha contestado…; en el bolsillo… No, no me acuerdo bien.»
– ¡Titchka! ¿De qué hemos hablado durante la comida?
– Del príncipe Andrés.
– ¡Calla, calla! – y el Principe dio un puñetazo en la mesita de noche -. ¡Ah!, sí, ya lo recuerdo. La carta del príncipe Andrés: la princesa María la ha leído; Desalles ha dicho algo sobre Vitebsk. Ahora la leeré.
Ordenó que le trajeran la carta, que tenía en el bolsillo, y que le acercasen a la cama la mesita con la limonada y la vela de cera; después cogió las gafas y empezó a leer. Sólo al releer la carta, en el silencio de la noche, a la luz débil de la vela, bajo la pantalla verde, comprendió por primera vez toda la importancia que tenía.
-Los franceses están en Vitebsk. En cuatro jornadas pueden encontrarse en Smolensk. Quizá ya están cerca. Titchka – Tikhon levantóse instantáneamente -. No, no es preciso – gritó el viejo.
Dejó la carta sobre el candelero y cerró los ojos. Se le representó el Danubio, los días claros, los cañaverales, el campamento ruso, y él, joven general sin una arruga, valiente y alegre, entrando en la tienda de Potemkin. Un sentimiento de envidia contra el favorito le sacudió más fuerte que otras veces. Recordó todas las palabras de su entrevista con Potemkin. Delante de él apareció una mujer gruesa, pequeñina, con cara afable y amarillenta; era la emperatriz: recordó su sonrisa y sus palabras cuando le recibió por primera vez tan graciosamente. También recordó su cara sobre el trono y la discusión con Zubov ante su tumba por el derecho de acercar la mano.
«Ah, aprisa, aprisa, volvamos a aquellos tiempos, que termine pronto, muy pronto, lo de ahora, y me dejen todas tranquilo.»
III
Lisia-Gori, la finca del príncipe Nicolás Andreievitch Bolkonski, se encontraba a sesenta verstas más allá de Smolensk y a tres verstas de la carretera de Moscú.
Aquella misma noche en que el Principe daba órdenes a Alpatich, Desalles pidió ser recibido por la Princesa, a la que dijo que el Príncipe no se encontraba muy bien y que no tomaba ninguna disposición para su seguridad, cuando, por la carta del príncipe Andrés, aparecía claro que la permanencia en Lisia-Gori no era segura; respetuosamente pedía él permiso para escribir una carta al gobernador de Smolensk haciéndole saber los peligros que amenazaban Lisia-Gori y un resumen de la situación general. Desalles escribió luego la carta al gobernador, la firmó y la mandó entregar a Alpatich, con la orden de transmitírsela al gobernador, y, en caso de peligro, volver a toda prisa.
Después de haber recibido todas las órdenes, Alpatich, acompañado de sus criados, con su blanca gorra-regalo del Principe -, con un bastón-corno el viejo Principe -, salió para instalarse en el cabriolé forrado de cuero y tirado por tres vigorosos caballos.
Los cascabeles se habían colocado de modo que no sonaran y las campanas se habían rellenado de papel. El Príncipe no permitía a nadie en Lisia-Gori que hiciera sonar los cascabeles. Pero amaba su sonido cuando iba de camino. El acompañamiento de Alpatich estaba compuesto por el intendente, el tenedor de libros, el groom, los cocheros y diversos domésticos, que iban con él. Su hija le ponía detrás de la espalda y sobre el asiento almohadones de pluma, mientras su vieja cuñada le entregaba, a escondidas, un paquete. Uno de los cocheros le ayudó a subir agarrándole por los sobacos.
Al llegar a Smolensk, la tarde del día 4 de agosto, Alpatich se quedó al otro lado del Dnieper, en el barrio de Gachensk, en el mesón de Ferapontov, donde hacia treinta años que acostumbraba parar.
Durante toda la noche, las tropas desfilaron por la calle frontera al mesón. Al día siguiente, Alpatich se vistió el caftán, que sólo usaba en la ciudad, yéndose a su trabajo. El día era muy soleado y a las ocho ya hacía calor. «Buen día para la cosecha», pensó Alpatich.
Desde la madrugada se oían cañonazos en los arrabales de la ciudad.
Después de las ocho, las descargas de fusilería se unieron a los cañonazos. Por las calles había mucha gente que huía hacia algún lugar determinado, y muchos soldados, pero, como de costumbre, circulaban los cocheros, los comerciantes no se movían de sus tiendas y en las iglesias se celebraban las correspondientes funciones religiosas.
Alpatich visitó tiendas, oficinas, la estafeta y la casa del gobernador.
En todas partes se hablaba de la guerra y de que el enemigo estaba a las puertas de la ciudad.
Cuando llegó a casa del gobernador hubo de esperar en la antesala con otras personas.
Poco después, el gobernador recibía a Alpatich, diciéndole muy apesadumbrado.
– Diles al Príncipe y a la Princesa que no sé nada. Obro según órdenes superiores, eso es todo – y dio un papel a Alpatich -. Entre tanto, y ya que el Principe se encuentra delicado, yo le aconsejaría que se fuera a Moscú. Yo parto ahora mismo. Dile…
Pero no acabó la frase. Un oficial sudoroso, sin resuello, corrió hacia la puerta, poniéndose a hablar en francés.
En la cara del gobernador se manifestó el horror.
– Vete – dijo a Alpatich, y después de saludarlo con la cabeza empezó a hablar con el oficial.
Cuando Alpatich salió del despacho del gobernador, las miradas espantadas de todos los reunidos le asaltaron. Ahora, al oír, a pesar suyo, que los cañonazos se acercaban y se hacían más frecuentes, Alpatich se dirigió corriendo hacia el mesón. El papel que le había dado el gobernador contenía lo siguiente:
«Os aseguro que Smolensk no está todavía en peligro ni puede creerse que lo haya estado nunca. Yo, por una parte, y el príncipe Bagration, por la otra, marchamos para reunirnos delante de Smolensk. Esta reunión se realizará el día 22, y los dos ejércitos, una vez hayan juntado sus fuerzas, se lanzarán a defender a los compatriotas de la provincia que tenéis confiada, hasta que nuestros esfuerzos alejen al enemigo de la patria o hasta que sucumba el último soldado de las filas heroicas. Ya veis que con esto podéis calmar a los habitantes de Smolensk, puesto que quien se halla defendido por dos ejércitos tan valientes puede estar seguro de la victoria.» (Orden de Barclay de Tolly al gobernador civil de Smolensk, barón Aschu, 1812.)
El pueblo andaba por las calles inquieto. Carros cargados de vajillas, de armarios, de sillas, salían de todas las puertas y obstruían las calles. Delante de la casa vecina a la de Ferapontov hallábanse unos carros parados y unas mujeres llorando, mientras se despedían. Un perro de guarda daba vueltas, husmeando, alrededor de los caballos del tiro.
Alpatich, con paso más vivo que de costumbre, entró en el patio, dirigiéndose recto hacia el establo por sus caballos y el coche. El cochero dormía; despertóle, ordenándole que enganchara, y se fue al vestíbulo. En la habitación de los dueños se oían llantos de criaturas, lamentaciones de una mujer y los gritos roncos y rabiosos de Ferapontov. Cuando Alpatich entró, salía la cocinera al vestíbulo como una clueca embravecida.
– ¡Ha pegado al ama una paliza de muerte! ¡La ha destrozado! ¡La ha arrastrado!
– ¿Por qué? – preguntó Alpatich.
-Ella quería marchar: manía de mujer. «¿Quieres perdernos a mí y a nuestros hijos? – le decía ella -. Todos se van, y nosotros ¿qué vamos a hacer?» Entonces él ha empezado a pegarle, y la ha destrozado…
Alpatich inclinó la cabeza al oír aquellas palabras, como si las aprobara, y, deseando no saber más de la cuestión, se fue en dirección opuesta a la de la habitación de los dueños, a la habitación en la que guardó las compras realizadas.
– ¡Mal hombre! ¡Bandido! – gritó en aquel momento una mujer delgada, pálida, con un crío en los brazos, la cabeza envuelta en una pañoleta, que, saliendo por la puerta, se escapaba escaleras abajo, hacia el patio. Ferapontov la seguía. Al observar a Alpatich se arregló el chaleco, se pasó la mano por el pelo, bostezó y entró en la habitación detrás de Alpatich.
– ¿Ya quieres irte? – preguntó.
Sin contestarle ni mirarle, mientras repasaba el paquete de las compras, le preguntó cuánto le debía.
-Ya lo arreglaremos. ¿Has ido a casa del gobernador? – le preguntó Ferapontov -. ¿Qué te ha dicho?
Alpatich respondió que el gobernador no le había contestado nada en concreto.
– Podríamos marchar con todo lo de casa – dijo Ferapontov -; hasta Dorogobuge piden siete rublos por carretada. ¡Yo les he dicho ya que son unos herejes! Selivanov, el jueves pudo vender la harina a la tropa a nueve rublos el saco… ¿No tomaréis el té? – añadió.
Mientras enganchaban, Alpatich y Ferapontov tomaron el té hablando del precio del trigo y del buen tiempo para la cosecha.
– Parece que el cañoneo empieza a calmarse – dijo Ferapontov levantándose después de haber bebido tres tazas de té -. Seguramente hemos vencido. Han dicho que no los dejaríamos pasar… ¿Te das cuenta de lo que es la fuerza…? También han dicho que últimamente Matieu Ivanitch Piatov les ha perseguido hasta el río Morina: parece que de una vez se han ahogado dieciocho mil hombres.
Alpatich ató los paquetes, que dio al cochero; pagando después la estancia.
La calle estaba llena de ruido de ruedas, de herraduras y de los cascabeles de las carretas que partían.
Era más del mediodía. La mitad de la calle se encontraba en la sombra, la otra se hallaba vivamente iluminada por el sol. Alpatich miró por la ventana y se dirigió a la puerta.
De pronto se oyó un extraño ruido de silbidos y tiroteo lejanos. Después estalló la tormenta confusa del cañoneo, que hizo temblar los cristales.
Alpatich salió a la calle. Dos hombres corrían en dirección al puente. Por todas partes se oía el silbido, los cañonazos y la explosión de las granadas que caían dentro de la ciudad. Aquellos tiros eran poca cosa y no atraían tanto la atención de los habitantes como los cañonazos que se oían fuera de la urbe. Era el bombardeo de Smolensk que Napoleón había ordenado empezar a las cinco de la tarde, con ciento treinta bocas de fuego.
Al principio, el pueblo no comprendió el significado de aquel bombardeo.
El terremoto de las bombas y de las granadas no hacía más que excitar la curiosidad. La mujer de Ferapontov, que no cesaba de protestar cerca del establo, calló y con el crío en brazos salió a la puerta. Miraba en silencio a la gente mientras prestaba atención a los ruidos.
La cocinera y un comerciante también salieron a la puerta del establo. Todos con alegre curiosidad intentaban seguir a las balas que pasaban por encima de sus cabezas.
De un rincón de la calle aparecieron algunas personas hablando animadamente.
– ¡Qué fuerza! – decía uno -. Ha destrozado el techo y la pared.
-Ha hecho un agujero en el suelo en el que cabría un cerdo – observó otro -. Vaya, ya está bien, ¡qué interesante! – añadía riendo.
– Pues has tenido suerte de saltar tan ligero; ha estado en un tris que no te haya alcanzado. Ahora estarías tieso como una vara.
Algunos paseantes se dirigieron a aquellos hombres. Se paraban y explicaban que las granadas les habían caído muy cerca, dentro de casa. Al propio tiempo, otras bombas, con un silbido lúgubre, volaban sin interrupción por encima de la muchedumbre. Ni una caía cerca. Todas iban muy lejos. Alpatich se instaló en su carruaje.
El patrón se encontraba en el umbral de la puerta.
– ¿Qué diablos miras? – gritóle la cocinera, que con las mangas subidas y un corpiño rojo se acercaba para oír, mientras agitaba los brazos, desnudos hasta el codo.
Otra vez, algo como un pajarito que volara de arriba abajo silbó, pero esta vez muy cerca.
El fuego brilló en mitad de la calle. Estalló algo y se llenó de humo la calle.
– ¡Perezosa! ¿Qué haces aquí? – gritó el dueño corriendo hacia la cocinera. Pero en el mismo instante, y de diversos lugares, empezáronse a oír lamentos de mujeres, mientras las criaturas, espantadas, empezaban a llorar, y la gente, con la cara muy pálida, se reunía en silencio en torno de la cocinera. Entre aquella multitud dominaban los lamentos y los gritos de la mujer.
– ¡Oh, oh, mis palomas! ¡Mis blancas palomas! ¡Me las matarán!
Cinco minutos después no quedaba nadie en la calle. La cocinera, con una herida en la pierna, producida por la explosión de una granada, era transportada a la cocina.
Alpatich, su cochero, la mujer de Ferapontov con sus críos, y el portero, todos hallábanse sentados en el subterráneo, muy atentos. El ruido de los cañones, el silbido de las bombas, los gritos de dolor de la cocinera, que dominaban a todos los demás, no cesaban en ningún instante.
La dueña tan pronto balanceaba y calmaba al niño como en tono plañidero preguntaba a los que entraban al subterráneo dónde estaba su marido, que había quedado fuera, en la calle. Un tendero que entró le dijo que el dueño se había dirigido con una multitud a la catedral, donde se hacían rogativas delante del milagroso icono de Smolensko.
A la caída de la tarde, el cañoneo empezó a calmarse. Alpatich salió del subterráneo y paróse delante de la puerta. El cielo, tan claro antes, habíase oscurecido con la humareda, a través de la cual la luna en cuarto creciente brillaba extrañamente. Después del ruido terrible de los cañones, la cosa se calmó, y el silencio fue interrumpido solamente por el ruido de los pasos; los lamentos, los gritos y el chisporroteo de los incendios dominaban en la ciudad.
Los lamentos de la cocinera habían cesado. Por dos lados se levantaban y desaparecían las negras nubes de los incendios. Por las calles pasaban y corrían soldados, no en formación, sino como hormigas de un hormiguero revuelto, con diversos uniformes y con direcciones distintas. A la vista de Alpatich, uno entró corriendo en el patio de Ferapontov. Alpatich salió hacia la puerta del establo. Un regimiento que venía muy deprisa llenaba toda la calle.
– La ciudad se rinde, ¡marchaos, marchaos! – le gritó un oficial al observarle. Dirigióse enseguida al soldado, gritándole:
– ¡Ya te enseñaré a correr por los patios!
Alpatich entró en la isba, llamó al cochero y le mandó marcharse. Todos los familiares de Ferapontov salieron detrás de Alpatich y del cochero. Al ver el fuego y el humo de los incendios que se proyectaban en la noche, las mujeres, silenciosas hasta entonces, empezaron a gritar de pronto.
Como si les respondieran, se oyeron gritos y chillidos desde otras calles.
Alpatich y el cochero desengancharon con temblorosas manos las riendas de los caballos.
Cuando Alpatich salió del establo percibió en la abierta tienda de Ferapontov a una docena de soldados que hablando muy alto llenaban sacos y mochilas de harina, de salvado y de granos de girasol. En aquel momento, Ferapontov entró en la tienda; cuando vio a los soldados quiso gritar, pero pensándolo mejor y mesándose los cabellos, empezó a reír, con risa llena de sollozos.
– Tomadlo todo, hijos míos. ¡Que los diablos no encuentren nada! – gritó cogiendo un saco y echándolo a la calle.
Algunos soldados, espantados, huyeron corriendo; los demás continuaron llenando los sacos.
Al ver a Alpatich, Ferapontov se dirigió a él.
– Rusia ha acabado – exclamó -. Alpatich, esto ha acabado. Yo mismo le pegaré fuego. ¡Todo ha terminado!
Ferapontov corrió hacia el patio.
La calle no se vaciaba; sin cesar pasaban soldados, tantos, que Alpatich no podía adelantar un paso y tenía que aguardar. La mujer de Ferapontov, sentada en compañía de sus hijos en una carreta, esperaba poder salir.
Había oscurecido completamente. El cielo estaba estrellado, la luna desaparecía de vez en cuando detrás de la humareda. Al descender hacia el Dnieper, el coche de Alpatich y el de la dueña, que adelantaban lentamente entre las filas de soldados y otros coches, tuvieron que pararse. En una calle cercana al cruce donde se pararon, una casa y una tienda ardían. El incendio se extinguía. La llama tan pronto disminuía y casi desaparecía entre la negra humareda como cobraba de nuevo bríos e iluminaba de un modo fantástico las caras de los hombres reunidos en el cruce.
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