Por vez primera, el Príncipe, se dio cuenta del lugar en que se hallaba y de lo que le había ocurrido. Recordó que había sido herido, dónde y cómo; que cuando se detuvo el coche en Mitistchi rogó que se le trasladase a la isba y que allí volvió a encontrarse mal y que de nuevo había recobrado el conocimiento después de tomar un poco de té. Y siguió pasando revista a todo lo que le había sucedido. Se representaba con singular clarividencia la ambulancia y cómo al presenciar los sufrimientos de un hombre al que detestaba brotaron en su mente ideas nuevas que le prometían la felicidad. Y, aunque vagas y confusas, estas ideas se apoderaron de nuevo de su alma. Recordaba que era dueño de una felicidad que nunca había poseído y que ésta tenía algo de común con el Evangelio. Por eso lo había pedido. Pero su nueva postura, desfavorable para la herida, confundió sus ideas nuevamente, y, más tarde, despertó por tercera vez a la vida, ya en medio del silencio de la noche. Todos dormían a su alrededor. Los grillos cantaban en el vestíbulo. Alguien vociferaba y reía en la calle. Las cucarachas corrían por encima de las mesas, sobre los iconos, por las paredes; una gruesa mosca revoloteaba alrededor de la bujía, cerca de él. Pero su alma no se hallaba en estado normal. El hombre que goza de buena salud piensa, siente, se acuerda simultáneamente de infinidad de cosas y posee la facultad de escoger una serie de ideas o de fenómenos y de prestarles toda su atención. El hombre que goza de buena salud puede, en medio de las reflexiones más profundas, salir de ellas para decir una palabra de cortesía a la persona que acaba de llegar, y luego vuelve a asir el hilo de sus pensamientos en el punto en que lo ha soltado. Mas el alma del príncipe Andrés se hallaba en un estado anormal. Las fuerzas de su espíritu eran más activas, más claras que nunca, pero actuaban independientemente de su voluntad. Las ideas, las representaciones más diversas, se apoderaban de él, todas a un tiempo. A veces su pensamiento comenzaba a trabajar con un vigor, con una clarividencia, con una profundidad que en su estado normal no conseguía, y, de pronto, en mitad de su trabajo, sus ideas se desvanecían y eran reemplazadas por una imagen cualquiera, una visión mental imprecisa, y ya no podía reanudar sus meditaciones.
«Sí – pensaba acostado en la isba, casi a oscuras y mirando ante sí con ojos febriles y muy abiertos-, se me ha revelado una dicha nueva: la que se encuentra fuera de las fuerzas físicas, de las influencias externas; la dicha del alma, la dicha del amor. Pero ¿cómo presenta Dios esta ley? ¿Por qué el hijo…?»
De súbito se interrumpió el curso de sus reflexiones, y el Príncipe aguzó el oído… Ignoraba si era delirio o realidad, pero oía el murmullo de una voz que repetía sin cesar, con una entonación muy dulce: «Beber…, beber… eer… eer…» Y otra vez: «Beber…, beber… eer… eer…» Al mismo tiempo veía levantarse un edificio en el aire, sobre su misma frente, una construcción extraña, aérea, que parecía hecha de finas agujas. Y aunque le resultaba penoso, se daba cuenta de que tenía que conservar el equilibrio para que el edificio no se derrumbase. Pero se derrumbó. Y luego volvió a levantarse poco a poco, al son de una música cadenciosa. «He de estarme quieto, muy quieto», se decía mientras escuchaba aquel murmullo y experimentaba la sensación de que se formaba aquel edificio. A la roja luz de la bujía, veía las cucarachas, oía el zumbido del moscardón que revoloteaba cerca de la almohada, sobre su cabeza. Al propio tiempo le maravillaba que no echara abajo con sus alas el edificio erigido sobre su frente. Un objeto blanco colocado cerca de la puerta le asfixiaba con su aspecto de esfinge.
«Debe de ser mi camisa que alguien ha dejado sobre la mesa – pensó -. Éstas son mis piernas, aquélla es la puerta, pero ¿por qué tiene que desaparecer todo eso? Beber…, beber…, beber…, beber… ¡Oh, basta, por el amor de Dios! », suplicó sin saber a quién.
De improviso, las ideas y los sentimientos renacieron en él con una claridad, con una intensidad sorprendente.
«Sí, el amor – pensó -, pero no ese amor que se siente por cualquier cosa, sino el que sentí por vez primera cuando vi y amé a un enemigo moribundo. Yo he experimentado ese amor, que es esencia misma del alma y que no necesita objetivos. Ahora mismo tengo una sensación de beatitud: deseo amar al prójimo, a los enemigos; deseo amarlo todo, amar a Dios en todas sus manifestaciones. Se puede amar con amor humano a una persona querida; sólo a un enemigo se le puede amar con un amor divino. Por eso experimenté tanta dicha cuando me di cuenta de que amaba a aquel hombre. ¿Qué habrá sido de él? ¿Vivirá todavía?»
«El amor humano puede convertirse en odio, el amor divino no puede modificarse: nada, ni siquiera la muerte, es capaz de destruirlo. Es el sentido del alma. He aborrecido a muchas personas en la vida, pero a nadie he aborrecido tanto ni he amado tanto como a ella.»
Y recordó vívidamente a Natacha, pero no se imaginó solamente sus encantos como otras veces, sino que pensó en su alma por vez primera. Comprendía ahora sus sentimientos, sus sufrimientos, su vergüenza, su arrepentimiento. Por primera vez se dio cuenta de toda la crueldad de su ruptura con ella. ¡Ah, si pudiera verla una sola vez! Mirarla a la cara y decirle: «Beber…, beber…, beber…, beber…»
La mosca cayó. De repente le llamó la atención algo extraordinario que sucedía en aquel mundo mezcla de delirio y de realidad en que se hallaba.
En él se reconstruían incesantemente edificios que no habían sido destruidos… Algo se alargaba…; la bujía ardía rodeada de su circulo rojo… Cerca de la puerta seguía viéndose la camisa-esfinge. De pronto algo chirrió, y entonces penetró en la isba un vientecillo fresco, y una nueva esfinge blanca apareció en el umbral. Esta nueva esfinge tenía un rostro pálido, blanco y unos ojos brillantes parecidos a los de aquella Natacha en quien Andrés estaba pensando.
«¡Este delirio es terrible!, se dijo tratando de alejar aquel rostro de su imaginación. Pero el rostro estaba ante él con toda la fuerza de la realidad y se le acercaba. El príncipe Andrés quería volver al mundo del pensamiento puro, pero no podía: el delirio le arrastraba a sus dominios. La voz dulce continuaba sus murmullos… El Príncipe reunió todas sus fuerzas para resistir. Al hacer un movimiento, sus oídos se llenaron de pronto de sonidos, sus ojos se oscurecieron y, como hombre que cae al fondo del agua, perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí, Natacha, la misma Natacha, viva, a la que quería amar con el amor puro, divino, que acababa de revelársele, se encontraba arrodillada junto a su lecho.
Comprendió en seguida que era una Natacha viva, pero, en vez de sorprenderse, experimentó una dicha muy dulce.
Natacha, de rodillas aún (no podía moverse), le miraba asustada, reteniendo los sollozos. Su pálido semblante permanecía inmóvil; sólo su labio inferior temblaba.
El príncipe Andrés suspiró y le tendió la mano sonriendo.
– ¡Usted! ¡Qué felicidad! – exclamó.
Natacha se acercó más al herido, andando de rodillas, le cogió con suavidad una mano, se inclinó y la rozó con los labios.
– Perdón – dijo luego levantando la cabeza y mirándole -. Perdóneme.
– ¡La amo! – repuso el Príncipe.
– Perdóneme…
– ¿De qué?
– Siento… el mal que… le hice… – profirió Natacha con voz entrecortada y apenas perceptible.
Y, sólo rozándola con los labios, volvió a besar repetidas veces la mano del príncipe Andrés.
– Te amo más ahora que antes – dijo él levantando la cabeza para mirarla de frente. Tenía los ojos llenos de lágrimas de alegría. La mirada de ella le llenaba de dicha y de compasión. El pálido y delgado rostro de Natacha, sus labios hinchados, la afeaban horriblemente, pero el Príncipe no veía aquella cara; no veía más que los ojos brillantes, hermosos…
A sus espaldas se oyeron voces.
Pedro, el ayuda de cámara, se despertó y despertó al doctor. Timokhin, que no podía pegar los ojos a causa del dolor que sentía en la pierna, lo había presenciado todo y se apretaba contra el banco, cubriéndose cuidadosamente con una bandera.
– ¿Qué es eso? – preguntó el médico levantándose de su yacija -. Señora, márchese, por favor.
En este instante llamó a la puerta una doncella, enviada por la Condesa, que había advertido la ausencia de su hija.
Natacha salió de la habitación como una sonámbula a la que se acaba de despertar de su sueño, entró sollozando en su isba y se dejó caer en el lecho.
A partir de aquel día, y durante todo el viaje, Natacha aprovechó los relevos y todos los altos en el camino para correr junto a Bolkonski. Y el doctor tuvo que confesar que no esperaba hallar en una joven tanta firmeza ni tanta habilidad para cuidar a un herido.
A pesar de que la horrorizaba la idea de que el Príncipe pudiera morir (el doctor estaba convencido de que no se salvaría) en los brazos de su hija, la Condesa no osó hacer ninguna observación a Natacha. No dejó de decirse que en el caso de que Andrés se curase y en vista de las relaciones que con él mantenía entonces su hija, podrían volver a hacerse proyectos matrimoniales, pero nadie, ni siquiera Natacha, hablaba de esto. El problema sin resolver de vida o muerte suspendido no sólo sobre la cabeza de Bolkonski, sino de Rusia entera, absorbía por entero la mente de todos.
XI
Pedro se levantó tarde el día 3 de septiembre. Le dolía la cabeza; le pesaba el traje con que había dormido. El reloj de pared señalaba las once de la mañana, pero la calle estaba sumida en sombras. Pedro se levantó, se frotó los ojos y miró la pistola que el criado había colocado sobre el escritorio. Entonces recordó dónde se hallaba y lo que pensaba hacer.
«¿No me habré retrasado? – se dijo -. No, probablemente no entrará en Moscú antes del mediodía.»
Pedro no quiso detenerse a reflexionar en lo que iba a hacer; no pensó más que en actuar con la mayor rapidez posible.
Se había alisado el traje, tenía ya la pistola en la mano y se disponía a salir, cuando, por vez primera, se preguntó cómo llevaría el arma por la calle. Desde luego, en la mano no. Bajo el largo caftán le parecía también difícil ocultar una pistola tan grande. Tampoco podría disimularla colocándola en su cintura ni debajo de la silla del caballo. Además, tenia que llevarla descargada y había que contar con que necesitaba tiempo para cargarla.
«Quizá me sirva el puñal… », pensó, aunque repetidas veces, al reflexionar en el modo de poner en práctica su proyecto, se había dicho que el error principal del estudiante, en 1809, fue querer matar con un puñal a Napoleón. Al parecer, el objetivo principal de Pedro consistía no en la realización de su idea, sino en demostrar que no renunciaba a ella y haría todo lo posible para ponerla en práctica. Cogió, pues, el puñal mohoso, encerrado en su vaina verde, que había comprado en Sukharevo, y lo introdujo debajo de su chaleco.
Después de sujetarse con un cinturón el caftán y de ponerse el sombrero, Pedro avanzó por el corredor, procurando no hacer ruido, y salió a la calle. El incendio que la víspera por la tarde contempló con indiferencia, se había agravado de manera considerable durante la noche. Moscú ardía por diversos puntos: la calle Karietnaia, Zamoskvoretché. Gostinni-Dvor, la calle Poverskaia, las embarcaciones del Moscova, los mercados de madera, próximos al puente Dragomilov, ardían a la vez.
Pedro tuvo que pasar por callejuelas para llegar a la calle Poverskaia, y de ésta dirigirse al Arbat, en las cercanías de la iglesia de San Nicolás, donde, hacía ya mucho tiempo, había decidido ejecutar su plan.
Lo mismo las puertas cocheras que los huecos de las casas aparecían cerrados. Calles y callejuelas se hallaban desiertos. El olor a quemado y el humo saturaban el aire. De vez en cuando se tropezaba con rusos de rostros tímidos e inquietos y con franceses nómadas. Unos y otros le miraban sorprendidos. Los rusos le observaban con atención, no sólo por su aventajada estatura, su magnífica presencia y la expresión singular, sombría y concentrada de su rostro y de toda su persona, sino porque no acertaban a descubrir a qué clase pertenecía. Los franceses le seguían, sorprendidos, con la vista, porque no les hacía el menor caso, en vez de mirarlos, como los demás rusos, con curiosidad o con miedo. Cerca de la puerta de una casa, tres franceses, que contaban algo a unos rusos que no los comprendían, le preguntaron si sabía hablar en francés.
Pedro hizo un gesto negativo y continuó la marcha. Un centinela que se hallaba de pie junto a un cajón pintado de verde le llamó a gritos. Sólo después de oír repetidamente sus severas voces y de verle manejar el fusil se dio cuenta de que debía pasar al otro lado de la calle. Ni oía ni veía nada de lo que sucedía a su alrededor. Como si todo lo demás le fuera indiferente, estaba absorto en sus proyectos y una mezcla deprisa y horror le impulsaba a ponerlos en práctica, haciéndole temer un fracaso debido a su inexperiencia. Pero estaba escrito que no llevaría sus sentimientos intactos al lugar adonde se dirigía. Además, aun cuando nada le hubiera detenido por el camino, ya no podía realizar su plan, pues hacia cuatro horas que por la muralla de Dragomilov y por el Arbat había entrado Napoleón en el Kremlin, y entonces estaba sentado, con el más sombrío humor, en el gabinete imperial del palacio, donde daba órdenes detalladas acerca de las medidas que debían tomarse inmediatamente para extinguir el incendio, prevenir el merodeo y tranquilizar a los habitantes.
Mas Pedro ignoraba estos detalles. Absorto en el hecho que iba a llevar a cabo, se atormentaba como se atormentan todos aquellos que emprenden una tarea imposible no sólo por las dificultades que encierra, sino por su incompatibilidad con el propio carácter. Temía ceder a la debilidad en el momento decisivo y perder por esta causa la propia estimación.
A pesar de que no oía ni veía nada de lo que a su alrededor sucedía, seguía instintivamente su camino y no se extraviaba en las callejuelas que conducían a la calle Poverskaia. A medida que se acercaba a ella veía disminuir el humo y sentía un aumento de temperatura debido a la proximidad del fuego. De vez en cuando, las lenguas de fuego aparecían por encima de las casas. Las calles estaban animadas y las gentes se mostraban más inquietas. Pero, aunque notaba que ocurría algo extraordinario en torno suyo, Pedro no se daba cuenta de que se acercaba al foco del incendio. Al pasar por unos vastos terrenos sin edificar, que lindaban por un lado con la calle Poverskaia y por el otro con los jardines del príncipe Gruzinski, sonó a su espalda, inesperadamente, un desesperado grito de mujer. Se detuvo y, como si saliera de un sueño, levantó la cabeza.
Al borde del camino, sobre la hierba seca y polvorienta, había un montón de objetos domésticos: colchones, samovares, iconos, cofres. Una mujer madura, seca, de dientes largos y proyectados hacia fuera, que llevaba un gorro y un mantón negros, estaba sentada en el suelo, junto a los cofres. Esta mujer sollozaba, balanceando el cuerpo y murmurando palabras incomprensibles. Dos niñas de diez o doce años, envueltas también en mantones, bajo los que se veían unos vestidos cortos y sucios, miraban a su madre con una expresión de espanto en sus pálidos rostros. Un niño de siete años, el menor de los hijos, lloraba en brazos de una vieja sirvienta.
Otra joven, sucia y con los pies descalzos, estaba sentada en un cofre, deshaciéndose la rubia trenza y arrancándose los cabellos chamuscados que iba encontrando. El marido, un hombre de uniforme, de mediana estatura y con patillas rizadas, separaba, con semblante impasible, los cofres amontonados y sacaba de debajo de ellos algunas prendas de ropa.
Al ver a Pedro, la mujer se arrojó a sus pies.
– ¡Socorrednos, caballero! – clamó sollozando -. ¡Mi hija…, mi nenita! Dejamos atrás a la más pequeña y se habrá abrasado… ¡Oh ¿Y para eso la he criado? ¡Dios mío, Dios mío…!
– Basta, María Nikolaievna – le ordenó en voz baja el marido para justificarse delante de aquel extraño -. Nuestra hermana la habrá recogido.
– ¡Monstruo! ¡Malvado! – gritó la mujer, colérica, dejando súbitamente de llorar-. Ni siquiera te compadeces de tu hija. Otro en tu lugar habría corrido a arrancarla de las llamas. No eres hombre, no eres padre. Eres un cobarde. Usted es noble, caballero – dijo a Pedro -. El incendio ha comenzado por este lado de la ciudad. Las llamas prendieron en nuestra casa. La sirvienta gritó: «Fuego!» Y todo el mundo corrió y se lanzó a la calle. Nos salvamos sin detenernos a mudarnos de ropa. He aquí lo que hemos traído: la bendición de Dios, el lecho nupcial y pare usted de contar. El resto se ha perdido. Al reunir a los niños, no hemos encontrado a Catalina.
La mujer volvió a sollozar.
– ¡Mi hijita adorada! ¡Se ha abrasado, se ha abrasado!
– Pero ¿dónde está? ¿Dónde estaba? – preguntó Pedro.
La animación de su rostro hizo comprender a la mujer que se disponía a ayudarla.
– ¡Padrecito, padrecito! – exclamó asiéndole por las rodillas-. Bienhechor mío, tranquiliza mi corazón… Aniska, perezosa, acompáñale – dijo con ira a la sirvienta. Y su boca mostraba los largos dientes -. Acompáñale, acompaña a este caballero…
– Haré… lo que pueda… – prometió Pedro con voz ahogada.
La sirvienta salió de detrás del cofre, se colocó bien la trenza y, suspirando, echó a andar descalza delante de Pedro.
Este parecía haber vuelto a la realidad tras un largo síncope. Levantó la cabeza, se le iluminaron los ojos con un resplandor de vida y, a paso ligero, siguió a la sirvienta y pronto llegaron a la calle Poverskaia. Toda ella aparecía inundada de un humo denso y negro.
A través de estas nubes surgían aquí y allá lenguas de fuego. Una muchedumbre se apiñaba ante el incendio. En medio de la calle, un general francés decía algo a las personas que le rodeaban.
Acompañado por la muchacha, Pedro quiso acercarse al general, pero los soldados franceses le detuvieron.
– No se puede pasar – le gritó una voz.
– Venga, caballero; iremos por una calle lateral – indicó la sirvienta.
Pedro dio media vuelta y la siguió, apretando el paso para no quedarse atrás.
La muchacha atravesó corriendo la calle, torció a la izquierda, luego a la derecha y, por fin, dejando atrás tres casas, se metió por una puerta cochera.
– Es aquí – dijo.
Cruzó un patio, abrió una puerta, se paró y mostró a Pedro el pequeño pabellón de madera, que ardía con violentas y cegadoras llamaradas.
Uno de los costados se había venido abajo, el otro se mantenía en pie y las llamas salían por techos y ventanas.
Pedro se detuvo, a su pesar, delante de la puerta cochera, frenado por el terrible calor.
– ¿Cuál es su casa? – preguntó.
La muchacha le mostró, gimiendo, el pabellón.
— ¡Ahí está nuestro tesoro, mi señorita adorada, la pequeña Catalina! ¡Oh! – sollozó, creyéndose obligada a conmoverse ante el incendio.
Pedro se acercó al pabellón, mas el calor era tan intenso que involuntariamente le volvió la espalda, con lo que se halló frente a la casa que ardía por un solo costado y a cuyo alrededor hormigueaban los franceses. Por el momento, Pedro no se fijó en lo que hacía; únicamente vio que arrastraban algo. Pero al advertir que un francés daba bastonazos a un mujik para arrancarle de las manos una piel de zorro, comprendió vagamente que estaban saqueando la casa. Sin embargo, no tuvo tiempo de detenerse a pensar en ello.
Los crujidos, el ruido de muros y vigas que se derrumbaban, los silbidos de las llamas, los gritos de la gente, las nubes de humo, ora espesas, ora claras, que despedían chispas, las llamas rojas y doradas que lamían las paredes, aquel intenso calor y aquella nerviosa rapidez de movimientos que percibía en torno suyo produjeron en él la excitación que suele engendrar el incendio en todos los hombres.
Tan violenta fue la impresión que recibió, que de improviso se sintió libre de las ideas que le obsesionaban.
Se sentía joven, hábil, audaz. Recorrió el pabellón por la parte más próxima a la casa, y ya iba a dirigirse a la que se conservaba intacta, cuando sonaron unos gritos sobre su cabeza. Luego oyó un crujido y finalmente vio caer a sus pies un cuerpo pesado.
Levantando la cabeza, distinguió en una ventana a varios franceses que arrojaban al patio una cómoda llena de objetos de metal. Otros soldados de la misma nacionalidad, que se encontraban abajo, se acercaron a la cómoda.
– ¡Eh! ¿Qué buscas tú por aquí? – preguntó uno de ellos.
– A una niña que habitaba en esta casa. ¿La han visto ustedes?
– ¡Mira con lo que nos sale éste ahora! ¡Vete a paseo! – gritó una voz. Y, temiendo sin duda que Pedro quisiera disputarle la plata o el bronce que contenía un arcón, otro francés avanzó hacia él con aire amenazador.
– ¿Una niña? La he oído llorar en el jardín. Quizá sea la que busca este buen hombre. Seamos humanos – exclamó otro soldado desde la ventana.
– ¿Dónde está? ¿Dónde está? – preguntó Pedro.
– ¡Allí! – le contestó el francés de la ventana, mostrándole el jardín que se extendía detrás de la casa -Espera un momento.
En efecto, poco después, un muchacho de ojos negros, con el rostro tiznado y en mangas de camisa, saltó por una ventana de la planta baja y dando a Pedro un golpecito en el hombro corrió con él al jardín.
-¡Vosotros, daos prisa!-gritó a sus camaradas. Aquí hace demasiado calor.
Al llegar al enarenado sendero, el francés cogió a Pedro de la mano y le señaló un arriete. Echada en un banco había una niñita de unos tres años que llevaba un vestido de color de rosa.
-Ahí tiene al corderito. ¡Ah! ¡Es una niña! Tanto mejor. Adiós, gordito. Hay que ser humanitario. Todos somos mortales, ¿verdad?
Y el francés de la cara tiznada corrió a reunirse con sus camaradas.
Pedro avanzó lleno de gozo hacia la niña e intentó cogerla en brazos. Mas al ver a un desconocido, ella, que era escrofulosa y de aspecto tan desagradable como la madre, echó a correr dando gritos.
Pedro la alcanzó en un abrir y cerrar de ojos. Ella si guió gritando mientras sus manitas se esforzaban por apartar de sí los brazos de Pedro, y hasta empezó a morderle. Pedro experimentaba un sentimiento de horror, de repugnancia parecido al que hubiera sentido al contacto de un animal cualquiera, pero, haciendo un esfuerzo para no abandonar a la criatura, corrió con ella hacia la casa. Ya no se podía pasar por el mismo camino: Aniska la sirvienta, había desaparecido, y Pedro, con un sentimiento de lástima y disgusto, apretando con más ternura a la niña, que sollozaba, corrió a través del jardín buscando otra salida.
XII
Cuando, después de recorrer varias callejuelas, llegó con su carga junto al jardín de Gruzinski, en una esquina de la calle Poverskaia, no reconoció de momento el sitio de donde había partido en busca de la niña. Estaba atestado de gente y de objetos salvados de las llamas. Además de las familias rusas que llegaban huyendo del fuego, vio a varios soldados franceses vestidos con uniformes distintos. Pedro no les prestó atención. Deseaba encontrar a la familia del funcionario para devolver la niña a su madre y seguir salvando vidas. Le parecía que tenía mucho trabajo y que debía hacerlo lo más deprisa posible.
Vigorizado por la carrera y por el calor, sentía ahora con mayor intensidad las sensaciones de remozamiento, de animación, de resolución, que se habían despertado en él cuando salió en busca de la niña. Ésta, apaciguada, se asía con sus manitas al caftán de Pedro, que la tenía sentada en su brazo, y miraba a su alrededor con la vivacidad de un animalejo salvaje.
Pedro la miraba de vez en cuando y le sonreía. Comenzaba a descubrir en aquel rostro pequeño y enfermizo una conmovedora expresión de inocencia.
El funcionario y su familia no estaban ya en el lugar que ocupaban poco antes. Pedro avanzó rápidamente entre el gentío mirando los rostros que encontraba a su paso.
Entonces vio a una familia de Georgia o Armenia compuesta de un anciano de hermoso aspecto y tipo oriental, vestido con un tulup nuevo y calzado con unas botas flamantes, de una anciana de tipo parecido y de una muchacha joven. Esta pareció a Pedro un dechado de belleza oriental con sus finas cejas negras, su rostro alargado, de expresión muy dulce aunque algo fría.
Mezclada con la muchedumbre, en medio de sus efectos empaquetados, con su rico vestido de seda y su chal de encaje color lila claro, con el que se cubría la cabeza, hacía pensar en una frágil planta de invernadero arrojada sobre la nieve. Estaba sentada sobre los paquetes, detrás de la anciana, y sus grandes ojos negros, inmóviles, de largas cejas, miraban a los soldados. Se advertía que tenía miedo porque sabía que era hermosa. Su rostro llamó la atención a Pedro y, no obstante la prisa con que pasó por donde ella se hallaba, volvió varias veces la cabeza para contemplarla. No encontrando a las personas que buscaba, se detuvo y echó una ojeada en torno suyo. Varios rusos, hombres y mujeres, a quienes llamó la atención, le rodearon.
– ¿Ha perdido a alguien, amigo? ¿Es gentilhombre? ¿De quién es esa niña? – le preguntaron.
Pedro contestó que era hija de una mujer, vestida de negro, que poco antes estaba sentada allí mismo con su familia, y preguntó si alguien conocía su paradero.
– Habla de los Enferov, sin duda – dijo un viejo dirigiéndose a una mujer picada de viruelas.
– No – repuso ella -. Los Enferov partieron muy de mañana. Debe de tratarse de los Ivanov o de María Nikolaievna.
-Aquí, el amigo, ha hablado de una mujer: María Nikolaievna es una señora – objetó un lacayo.
– Quizá la conozca usted – explicó Pedro -. Es muy delgada y tiene los dientes largos.
– Sí, es María Nikolaievna. Salió del jardín a la llegada de esos lobos-dijo la mujer señalando a los soldados franceses.
– ¡Sálvanos, Señor! – murmuró el anciano.
– Lloraba mucho. Se fueron por allá. No, por ahí – manifestó la mujer.
Mas Pedro ya no la escuchaba. Miraba a la familia armenia y a dos soldados que se acercaban. Uno de ellos, hombre pequeño, de movimientos vivos, vestía un capote azul ceñido por una cuerda. Iba descalzo y se cubría la cabeza con un gorro de cuartel. El otro, que atrajo especialmente la atención de Pedro, era delgado, rubio, corpulento, de movimientos pausados y expresión estúpida. Llevaba un capote de lana rizada, pantalones azules y botas altas bastante viejas. El francés bajito del capote azul se acercó a los armenios, murmuró algo, asió las piernas del viejo y empezó a quitarle las botas. El otro se paró ante la bella armenia y la miró en silencio, inmóvil, con las manos metidas en los bolsillos.
– Toma, toma a la niña – dijo Pedro a la mujer con acento imperioso entregándole la criatura -. Tú la devolverás. Tómala – exclamó inclinándose para dejarla sentada en el suelo. La niña lloraba. El miró al francés y a la familia armenia. El viejo estaba ya descalzo. El francés bajito acababa de quitarle la segunda bota y le limpiaba el polvo. El viejecito gimoteó diciendo algo.
Mas Pedro no veía ni oía nada de lo que ocurría a su alrededor. Toda su atención se concentraba en el francés del capote de lana, que en aquel momento, contoneándose, se acercaba a la muchacha y, sacando las manos de los bolsillos, le tocaba el cuello. La bella armenia, que seguía inmóvil y en la misma postura, con los grandes ojos bajos, no parecía ver ni sentir lo que hacía el soldado.
Mientras Pedro franqueaba los pocos pasos que le separaban del francés, el merodeador alto del capote arrancó el collar de la armenia, que lanzó un grito, llevándose una mano al cuello.
– ¡Suelta a esa mujer! – ordenó Pedro en un tono terrible asiendo por los hombros al soldado y empujándole. Este cayó y, levantándose, echó a correr. Pero su camarada, arrojando lejos de sí las botas, tiró del sable y cargó furioso contra Pedro.
– ¡Nada de tonterías! – exclamó.
Pedro era presa de uno de sus peculiares accesos de furor, durante los cuales no se acordaba de nada y en los que se duplicaban sus fuerzas. Se lanzó sobre el francés y, antes de que acabase de desenvainar el sable, le derribó y comenzó a golpearle con los puños. La multitud que le rodeaba lanzó un grito de aprobación, pero en aquel preciso instante desembocó en el jardín un destacamento de ulanos franceses a caballo. Los ulanos avanzaron al trote y rodearon a Pedro y al francés.
Pedro no sabía a ciencia cierta lo que sucedió después. Creía recordar que había pegado a alguien y que otros le habían pegado a él después de atarle las manos y mientras un nutrido grupo de soldados le rodeaba.
– Lleva un puñal, teniente – fueron las primeras palabras que comprendió.
– ¡Ah! Un arma – repuso el oficial, y, dirigiéndose al soldado que habían cogido a la vez que a Pedro, añadió-: Bueno. Ya explicaréis todo esto ante el Consejo de Guerra. ¿Habla usted francés? – preguntó a Bezukhov.
Pedro miró a su alrededor con los ojos enrojecidos y no contestó.
– Que venga el intérprete.
Un hombre vestido de paisano salió de las filas. Pedro reconoció por él, por el traje y por el acento, a un francés que trabajaba en un comercio de Moscú.
– No tiene el aire de un hombre del pueblo – observó mirando al detenido.
– Yo creo que tiene aspecto de incendiario – repuso el oficial -. Pregúntele quién es.
– ¿Quién eres? – interrogó el intérprete -. Responde a los superiores.
– Soy vuestro prisionero – repuso de pronto Pedro en francés -. Llevadme a donde os parezca.
La multitud se apiñaba alrededor de los ulanos. Junto a Pedro estaba la mujer marcada de viruelas, con la niña en brazos. Cuando el destacamento se puso en marcha, ella avanzó también y preguntó al prisionero:
– ¿Adónde le llevan? ¿Y dónde dejaré a la niña si no encuentro a sus padres?
– ¿Qué quiere esa mujer? – inquirió el oficial.
Pedro se sentía como ebrio. Su entusiasmo se acentuó al ver a la niña que había salvado.
– ¿Que qué dice? – contestó -. Me trae a mi hija, a quien acabo de salvar de las llamas. ¡Adiós!
Y sin saber cómo se le había ocurrido decir aquella mentira, echó a andar con paso firme y arrogante entre los franceses que lo conducían.
El destacamento era uno de los que por orden de Duronnel recorrían las calles de Moscú para detener a los merodeadores y, sobre todo, a los incendiarios que, según la opinión que tenían los jefes franceses en aquellos momentos, eran responsables del incendio de la ciudad. El destacamento recorrió varias calles todavía y detuvo a cinco rusos sospechosos: un comerciante, dos seminaristas, un campesino, un criado y después a algunos merodeadores. Pero el más sospechoso era Pedro. Cuando llegaron a la prisión militar, instalada en un gran edificio de las murallas de Zuboro, se puso aparte a Pedro bajo una guardia muy severa.
Duodécima parte
I
En las altas esteras de San Petersburgo, la complicada lucha entre los partidarios de Rumiantzev, de los franceses, de María Fedorovna, del Gran Duque heredero y tantos otros bandos proseguía sin interrupción, ahogada, como siempre, por el ruido de los zánganos de la Corte. Pero la vida de San Petersburgo, tranquila, lujosa, en la que nadie se cuidaba sino de visiones y reflejos, seguía su curso ordinario, y, a través de ella, había que hacer grandes esfuerzos para reconocer el peligro, la difícil situación en que el pueblo ruso se hallaba. Siempre las mismas salidas, los mismos bailes, el mismo teatro francés, los mismos intereses de cortesanos, las mismas intrigas. En los círculos más elevados se trataba únicamente de comprender las dificultades de la situación. Se contaba, muy bajito, que en aquellas críticas circunstancias las dos emperatrices habían procedido de manera distinta. La emperatriz María Fedorovna, cuidadosa del bienestar de los establecimientos educativos y de beneficencia que presidía, había ordenado que se enviasen a Kazán todos los beneficiados, y los bienes de estos establecimientos estaban ya embalados. La emperatriz Elizabeth Alexeievna respondió, cuando se le preguntó qué ordenes se dignaba dar, que no podía dar órdenes relativas a las instituciones del Estado, porque dependían del Emperador, y en cuanto a lo que le concernía directamente, mandó decir que sería la última en salir de San Petersburgo.
El 26 de agosto, día de la batalla de Borodino, Ana Pavlovna dio una fiesta. La novedad del día era la enfermedad de la condesa Bezukhov. Había enfermado repentinamente días antes; desde entonces faltaba a las reuniones que siempre había engalanado con su presencia, y se decía que no recibía a nadie y que, prescindiendo del célebre médico de San Petersburgo que la cuidaba de ordinario, se había puesto en manos de un doctor italiano, que la trataba de acuerdo con un método nuevo y extraordinario.
– La pobre Condesa está muy enferma. El médico dice que se trata de una angina de pecho.
– ¿Angina de pecho? ¡Oh, es una enfermedad terrible!
La palabra «angina» se repetía con placer.
– ¡Oh! Sería una pérdida terrible. Es una mujer tan encantadora…
– ¿Hablan de la pobre Condesa? – preguntó Ana Pavlovna acercándose a los comentaristas -. A mí me han dicho, cuando he mandado a preguntar, que está un poco mejor. Es sin duda la mujer más encantadora del mundo – añadió, sonriendo ante su propio entusiasmo -. Pertenecemos a campos distintos, pero ello no me impide apreciarla como se merece. ¡Es tan desgraciada!
Suponiendo que las palabras de Ana Pavlovna levantaban un poco el velo misterioso de la enfermedad de la Condesa, un joven imprudente se permitió expresar su asombro al saber que no se había llamado a ningún médico conocido y que la paciente se dejaba cuidar por un charlatán que podía recetar remedios milagrosos.
– Sus informes pueden ser mejores que los míos – dijo Ana de pronto, atacando al inexperto joven-, pero sé de buena tinta que ese médico es muy hábil y competente. Ha asistido a la reina de España.
Y luego de fulminar así sus rayos contra el joven, Ana Pavlovna se acercó a Bilibin, que, en otro grupo y con el ceño fruncido, se disponía a hablar de los austriacos.
Los invitados de Ana siguieron comentando la situación de la patria e hicieron diversas suposiciones sobre el resultado de la batalla que debía librarse aquellos días.
-Mañana, aniversario del nacimiento del Emperador – concluyó Ana Pavlovna -, tendremos buenas noticias; ya lo verán ustedes. Es un presentimiento.
II
El presentimiento se cumplió. Al día siguiente, durante el servicio de acción de gracias con que la Corte honraba el cumpleaños del soberano, se recibió un pliego que enviaba el príncipe Kutuzov. Contenía una información escrita en Tatarinovo el mismo día de la batalla. Kutuzov explicaba que los rusos no habían cedido ni una sola pulgada de terreno, que las pérdidas de los franceses eran muy superiores a las rusas y que escribía el comunicado a toda prisa y en el mismo campo de batalla, sin conocer las últimas noticias. Se había obtenido, pues, una victoria y enseguida, sin salir de la iglesia, se dio gracias al Creador por su ayuda y por el triunfo obtenido.
En la ciudad hubo durante todo el día un ambiente de gozo y de fiesta. Todos daban por segura la victoria definitiva, y se hablaba ya del cautiverio de Napoleón, de su destronamiento y de la elección de un nuevo jefe de Estado francés.
En el informe de Kutuzov se hablaba también de las pérdidas rusas, y se citaba, entre otros, a Tutchkov y Kutaissov. El mundo petersburgués lamentó en particular la desaparición de Kutaissov. Era joven e interesante; el Emperador lo apreciaba mucho y todo el mundo lo conocía.
Aquel día todos comentaban al verse:
– ¡Es sorprendente! Precisamente durante el servicio de acción de gracias. Pero ¡qué pérdida…, Kutaissov! ¡Una verdadera desgracia!
– ¿Qué os decía yo de Kutuzov? – manifestaba el príncipe Basilio con el orgullo del profeta -. ¿No sostuve siempre que él solo era capaz de vencer a Napoleón?
Pero como al día siguiente no se tuvieran noticias del ejército, la opinión pública se inquietó. Los cortesanos sufrían a causa de la incertidumbre en que se hallaba el Emperador.
Aquel día, el príncipe Basilio no dedicó alabanzas a su protegido Kutuzov. Es más: cuando se hablaba del comandante en jefe guardaba silencio. Por añadidura, aquella tarde todo pareció confabularse contra los habitantes de San Petersburgo para sumirlos en la turbación y en la inquietud. Otra noticia terrible se difundió por la ciudad: la condesa Elena Bezukhov acababa de morir, fulminada por el terrible mal cuyo nombre era tan agradable de pronunciar. Oficialmente y en las altas esferas se decía que había muerto de un ataque de angina de pecho, pero en los círculos particulares se contaba que el médico secreto de la reina de España había hecho tomar a Elena, en pequeñas dosis, cierto medicamento, y que ella, atormentada por la falta de noticias de su marido (el desdichado Pedro), al que había escrito inútilmente, se tomó una tremenda dosis de la medicina, muriendo entre sufrimientos atroces antes de que pudiera acudirse en su socorro. Se murmuraba también que el príncipe Basilio acusó al médico italiano, pero que éste le enseñó tantas cartas de amor de la Condesa difunta, que le dejó partir sin ponerle obstáculos. La conversación general versaba sobre tres penosos acontecimientos: la incertidumbre del Emperador, la pérdida de Kutaissov y la muerte de Elena.
Un poderoso terrateniente moscovita llegó a San Petersburgo tres días después y por toda la ciudad se extendió el rumor de la caída de Moscú. ¡Era horroroso!
El Emperador envió al príncipe Kutuzov el escrito siguiente:
«Príncipe Mikhail Ilarionovitch: Desde el día 29 de agosto no he vuelto a tener noticias de usted. Sin embargo, con fecha del l° de septiembre he recibido por medio de Iaroslav, que hablaba en nombre del gobernador general de Moscú, la triste nueva de que ha decidido usted abandonar con su ejército la ciudad. Ya puede imaginarse el efecto que ello me ha producido. Su silencio aumenta mi sorpresa. Le envío este pliego por mediación del general ayudante de campo, a fin de conocer por usted mismo la situación del ejército y las causas que le han inducido a adoptar tan dolorosa decisión.»
Nueve días después llegaba a San Petersburgo un enviado de Kutuzov con la noticia de que Moscú había sido abandonado.
III
MIENTRAS Rusia era conquistada a medias, mientras los habitantes de Moscú huían a provincias lejanas, mientras se formaba una milicia tras otra para la defensa de la patria, Nicolás Rostov, sin ningún propósito de sacrificio, por simple casualidad, tomaba parte decisivamente en la defensa de su país y observaba sin pesimismo alguno lo que ocurría a su alrededor. Unos días antes de la batalla de Borodino recibió papeles y dinero: se envió a sus húsares a Voronezh y él mismo partió hacia esta población, utilizando caballos de posta.
Sólo las personas que hayan vivido por espacio de meses enteros en un ambiente rural podrán comprender el placer que experimentó Nicolás cuando dejó las tropas, los forrajes y víveres, la ambulancia, y, sin soldados ni convoyes, lejos del tráfago del campamento, pudo contemplar los pueblos, los campesinos y sus mujeres, las mansiones señoriales, los verdes terrenos donde pacía el ganado, los relevos ante los adormecidos maestros de postas. Sintió tanta alegría como si viera todo aquello por primera vez. Lo que más le maravilló y le regocijó fue tropezarse con mujeres jóvenes y vigorosas, a las que seguían decenas de oficiales; mujeres que se sentían felices y agradecidas cuando un oficial se detenía a bromear con ellas.
Ya era de noche cuando Nicolás llegó a Voronezh de excelente humor. Pidió en el hotel todo aquello de que llevaba tanto tiempo privándose, y al día siguiente, después de afeitarse cuidadosamente y de ponerse el uniforme de gala, fue a presentarse a las autoridades.
El jefe de milicia era un paisano que tenía el grado de general, hombre entrado en años que estaba visiblemente encantado de sus ocupaciones militares y de su alta graduación. Recibió con ira a Nicolás (estaba convencido de que la ira era una cualidad muy militar) y, dándose importancia y en el tono del que hace uso de un derecho, juzgó la marcha general de los asuntos, y le interrogó, aprobando o desaprobando sus respuestas. Pero Nicolás se sentía tan contento que todo aquello le pareció muy divertido.
Luego visitó al gobernador de la provincia. El gobernador era un hombrecillo muy activo, muy bueno y muy simple.
Indicó a Nicolás dónde encontraría buenos caballos y le recomendó un tratante del pueblo y un propietario rural que habitaba a veinte verstas de allí y que poseía una excelente yeguada. Finalmente le prometió su apoyo.
– ¿Es usted hijo del conde Ilia Andreievitch? Mi mujer era muy amiga de su madre. En casa nos reunimos los jueves. Si lo desea, como hoy es jueves, le invito a que venga a vernos sin gastar cumplidos – dijo el gobernador al despedirle.
Por la tarde, Nicolás, después de vestirse, se perfumó, y, aunque un poco tarde, se presentó en casa del gobernador.
En la reunión había muchas señoras. Nicolás había conocido a algunas en Moscú, pero entre los varones no había nadie que pudiera rivalizar con el caballero de la cruz de San Jorge, con el húsar de remonta, con el excelente y atento conde Rostov. Figuraba entre ellos un prisionero italiano, oficial del ejército francés, y Nicolás juzgó que la presencia del mismo aumentaba su importancia de héroe ruso: era como un trofeo.
En cuanto apareció en el salón, vestido con el uniforme de húsar, esparciendo a su alrededor un olor a vino y a perfume, oyó decir a varias voces: «Más vale tarde que nunca.» Luego, todos los presentes le rodearon, todas las miradas se posaron en él, y en un instante se sintió elevado a la posición de favorito, posición agradable siempre y que ahora, después de tan largas privaciones, le embriagaba. No sólo en los relevos, en los albergues y en las casas particulares había servidores que le halagaban con sus atenciones: también allí, en la velada del gobernador, había señoras jóvenes y bellas señoritas que esperaban con impaciencia a que se fijara en ellas. Todas coqueteaban con él, y las personas mayores pensaban ya en casarle.
Entre estas últimas se hallaba la esposa del gobernador, que le recibió como a un pariente, llamándole Nicolás y tuteándole.
– Nicolás, Ana Ignatievna desea verte – dijo, pronunciando aquel nombre con un tono tan significativo, que Rostov comprendió que aquella Ana Ignatievna debía de ser persona muy importante -. Vamos, Nicolás, ¿me permites que te llame así?
– Sí, tía. ¿Por qué quiere verme esa señora?
– Porque sabe que has salvado a su sobrina… ¿Sabes de quién te hablo?
– , Oh! ¡He salvado a tantas damas!
– Su sobrina es la princesa Bolkonski. Está aquí, en Voronezh, con su tía. ¡Oh, cómo te ruborizas! ¿Qué? ¿Hay algo entre vosotros?
-No, ni siquiera he pensado en ello, tía.
– ¡Bueno, bueno!
La esposa del gobernador le presentó a una anciana fornida, de estatura elevada, que acababa de terminar su partida de naipes con las personas más notables del pueblo. Era la señora Malvintzeva, una viuda rica, sin hijos, tía materna de la princesa María, que vivía en Voronezh todo el año. Cuando se acercó a ella Rostov, estaba ya en pie pagando lo que había perdido. Hizo un guiño severo, le miró dándose importancia y siguió dirigiendo reproches al general que había ganado.
– Encantada, querido — dijo enseguida a Rostov, tendiéndole la mano -. Le invito a que venga a vernos si gusta.
Después de hablar de la princesa María y de su difunto padre, a quien la tía parecía no haber querido mucho, tras escuchar esta última lo que el joven le refirió acerca del príncipe Andrés – que tampoco gozaba de sus simpatías -, se despidió de él, reiterándole la invitación de que fuera a hacerle una visita. Nicolás se lo prometió y volvió a ruborizarse al despedirse de ella. Siempre que se hablaba delante de él de la princesa María sentía una mezcla de temor y de confusión incomprensibles para él mismo.
Al separarse de la señora Malvintzeva quiso volver a bailar, pero la esposa del gobernador puso sobre su brazo su mano llena de hoyuelos y manifestó que tenía necesidad de hablarle.
– ¿Sabes, querido – comenzó a decir una vez se hubieron sentado en un apartado rincón-, que eres un buen partido? ¿Quieres que pida para tí su mano?
– ¿La mano de quién, tía? – preguntó Nicolás.
De la Princesa. Catalina Petrovna asegura que Lilí es la que te conviene; yo prefiero a la Princesa. Estoy segura de que tu madre me lo agradecerá. Esa muchacha es encantadora; yo no la encuentro fea.
-¡Qué ha de ser fea!- exclamó Nicolás al que hirió la observación-. Pero yo soy un soldado, tía; no puedo comprometerme ni asegurar nada – agregó sin pensar lo que decía.
– Bien. Recuerda mis palabras. No hablo en broma.
Nicolás sintió de repente el deseo y la necesidad de explayarse (cosa que nunca hacía con su madre, ni con su hermana, ni con ningún amigo), de exponer sus pensamientos más íntimos a aquella mujer, casi una extraña.
Más adelante, al recordar este inexplicable, imperioso e injustificado afán, imaginó (como muchos hombres) que había sido casual. Sin embargo, unido a otros pequeños acontecimientos, debía tener enormes consecuencias no solamente para él, sino también para su familia.
– Mamá desea casarme con una mujer rica – explicó -, pero me repugna y disgusta esa idea. No quisiera casarme por interés.
– Lo comprendo – asintió la esposa del gobernador.
– Claro que la princesa Bolkonski es otra cosa. Ante todo, confieso que me gusta mucho, que me inspira muchísima simpatía, que desde que la he conocido en circunstancias tan poco corrientes pienso sin cesar en la influencia del destino en nuestras vidas. Por extraño que pueda parecer, mi madre, que no la conoce, me la nombra continuamente. Mientras Natacha estuvo prometida a su hermano, yo no pude pensar en dirigirme a ella, y ha venido a cruzarse en mi camino precisamente cuando Natacha ha roto su compromiso matrimonial… No he dicho a nadie, ni diré, una sola palabra de todo esto. Sólo usted lo sabe.
La esposa del gobernador le estrechó la mano, reconocida.
– ¿Conoce a Sonia, mi prima? La amo; le he dado palabra de casamiento y haré honor a ello… Ya ve como no puedo pensar en otra mujer-concluyó Nicolás ruborizándose.
– ¡Muy razonable, querido! Pero Sonia no posee nada y tú mismo confiesas que andan mal los asuntos de tu padre. ¿Y tu madre? Esto la matará. Si Sonia tiene corazón, ¿cuánto no sufrirá? La apenará ver a tu madre desesperada, los asuntos embrollados… No, amigo mío, Sonia y tú tenéis que comprender.
Nicolás callaba. Le había gustado oír aquella conclusión. Tras un breve silencio, dijo suspirando:
– No obstante, tía, todavía falta saber si la Princesa me querrá. Además, está de luto. ¿Cómo va a pensar en esto?
– ¿Imaginas, acaso, que voy a casarte enseguida? Hay muchas maneras de hacer las cosas.
– Es usted una buena casamentera, tía – dijo Nicolás besándole la mano.
IV
Al llegar a Moscú, después de su encuentro con Rostov, la princesa María halló allí a su sobrino, con el preceptor y una carta del príncipe Andrés en que éste le trazaba su itinerario a Voronezh y le hablaba de tía Malvintzeva. Las peripecias del viaje, la inquietud que le inspiraba el estado de su hermano, la instalación en una nueva casa, entre caras nuevas, la educación de su sobrino, todo esto ahogaba en el alma de la Princesa el sentimiento, muy parecido a la tentación, que la atormentó durante la enfermedad de su padre y después de su fallecimiento, y especialmente a raíz de su encuentro con Rostov. Se sentía trastornada. Tras un mes de vida tranquila, experimentaba con mayor intensidad la impresión de la pérdida de su padre, al unirse en su alma a la pérdida de Rostov. La sola idea de los peligros que corría su hermano, único pariente que le quedaba, la atormentaba sin cesar. La inquietaba la educación de su sobrino, porque se veía incapaz de dársela. Pero en el fondo de su alma albergaba una satisfacción que nacía de la conciencia de haber acallado sus sueños y esperanzas relacionadas con la aparición de Rostov.
Al día siguiente de la fiesta, la esposa del gobernador llegó a casa de la señora Malvintzeva, y después de hablar de sus proyectos con la tía de la Princesa, haciendo la observación de que si, dadas las circunstancias, no se podía pensar en unos esponsales oficiales, sí que podía reunirse a los dos jóvenes con objeto de que se conocieran más a fondo y de recibir su aprobación; hizo en presencia de la princesa María el elogio de Rostov y contó que se había ruborizado al oír hablar de ella. Entonces ésta experimento no una alegría sincera, sino un sentimiento enfermizo. Su equilibrio interior no existía ya, y nuevos deseos, nuevas dudas, nuevas esperanzas, se despertaban en ella.
Durante los dos días que mediaron entre esta entrevista y la visita de Rostov, la princesa María no dejó de pensar en la actitud que debía adoptar. Tan pronto resolvía no salir al salón cuando llegara él, diciéndose que no era correcto que, llevando luto, recibiera invitados, como pensaba que esta conducta resultaría descortés después de lo que Nicolás había hecho por ella. Se dijo que su tía y la esposa del gobernador forjaban proyectos sobre ella y Rostov (sus miradas, sus palabras, parecían confirmar esta suposición) y que estos proyectos les incumbían únicamente a los interesados; y luego pensó que sólo a ella, espíritu perverso, podían ocurrírsele y no olvidaba que en su situación – todavía no se había despojado de sus crespones – sus esponsales constituirían una ofensa para ella y para la memoria de su padre. Después de decidir por fin que se presentaría ante Rostov, se imaginó lo que diría él y lo que ella respondería. Y estas palabras le parecían ora frías y fútiles, ora demasiado importantes.
Temía, sobre todo, que él supusiera que la molestaba. Pero cuando el domingo, -terminada la misa, anunció el criado en el salón la llegada del conde Rostov, la Princesa no dio muestras de sentirse disgustada. Sus mejillas se tiñeron de un leve rubor y una nueva y resplandeciente luz iluminó sus pupilas.
– ¿Le has visto, tía? – interrogó con voz tranquila, sin saber ella misma cómo podía permanecer tan serena y natural.
Al aparecer Rostov, bajó un momento la cabeza, a fin de dar tiempo al visitante para que saludara a su tía. La levantó cuando Nicolás se dirigió a ella, y correspondió a su mirada con los ojos brillantes. Con un movimiento lleno de dignidad y de gracia, con una alegre sonrisa, se levantó, le tendió su fina y suave mano y le habló con una voz que por vez primera tenía un matiz femenino. La señorita Bourienne, que se encontraba también en el salón, la miró con asombro. Ni la coqueta más hábil hubiese maniobrado mejor al enfrentarse con un hombre al que quisiera agradar.
«No sé si es que el negro le sienta bien o que se ha embellecido sin que yo me haya dado cuenta… ¡Qué tacto, qué gracia!», pensaba la señorita Bourienne.
Si en aquellos momentos hubiera podido reflexionar, la Princesa se habría sorprendido más que la señorita Bourienne del cambio que se había operado en ella. Desde que su vista se posó en aquel encantador y amado rostro, una nueva fuerza vital se posesionó de ella y la hizo hablar y actuar contra su voluntad. Su rostro se había transformado de súbito al aparecer Nicolás. Así como los cristales pintados de un farolito permiten ver, cuando se encienden de improviso, el trabajo artístico que poco antes parecía grosero y falto de sentido, se transfiguró de pronto el rostro de la princesa María. Por vez primera se exteriorizaba aquel trabajo puro, espiritual, que había realizado en secreto. Todo este trabajo interior, todos sus sufrimientos, sus aspiraciones hacia el bien, la sumisión, el amor, el sacrificio, brillaban ahora en sus radiantes ojos, en su fina sonrisa, en cada rasgo de su dulce semblante.
Y Rostov se dio cuenta de ello con tanta claridad como si la conociera de toda la vida. Advirtió instintivamente que el ser que tenía delante era distinto y superior a todos los que había conocido hasta aquel momento y, sobre todo, mejor que él mismo.
Cuando le hablaban de la Princesa o cuando pensaba en ella, se ruborizaba y se turbaba; en cambio, en su presencia se sentía despreocupado y animoso. No dijo nada de lo que llevaba preparado, sino cuanto pasó por su magín, lo cual fue, por cierto, lo más oportuno.
La Princesa no salía de casa por el luto, y Nicolás no juzgó conveniente prodigar sus visitas. Pero la esposa del gobernador seguía madurando sus proyectos. Hablaba a Nicolás de las lisonjas que le dedicaba la Princesa, y a ésta de las que le dedicaba Nicolás. Especialmente insistió en que el joven tuviera una conversación a solas con ella. Por fin arregló una entrevista entre los dos, después de la misa, en casa del arzobispo.
Pero Rostov objetó que no tenía por qué mantener aquel diálogo y no quiso prometer su asistencia al palacio arzobispal. Como en Tilsit, donde jamás se atrevió a preguntar a los demás si lo que juzgaban bueno lo era en realidad, ahora, tras una lucha breve pero franca entre la tentación de ordenar su vida de acuerdo con la razón o de someterse dócilmente a las circunstancias, escogió lo último, cediendo a lo que le atraía irremisiblemente. Sabía que no estaba bien hablar de amor a la Princesa después de la promesa hecha a su prima, y jamás lo haría, pero sabía igualmente que si se dejaba llevar por las personas que le dirigían no sólo no cometería ninguna mala acción, sino que haría algo importante, lo más importante de todo lo que había hecho hasta entonces.
Tras su entrevista con la Princesa, su vida exterior no cambió, pero todos los placeres de que gozó antes perdieron su encanto. Pensaba con frecuencia en María, pero no como pensaba en todas las jóvenes, sin excepción, de la esfera que frecuentaba; tampoco recordaba ya con tanto entusiasmo ni con tanta frecuencia a Sonia. Como todos los jóvenes decentes, había querido ver en cada una de ellas a una esposa, y en su imaginación las había dotado de las cualidades que son indispensables para la vida conyugal. Las veía vestidas con una bata blanca, delante del samovar, en coche, con los niños, con papá y mamá; se representaba sus relaciones con ellas…, y éstas perspectivas le eran agradables. Cuando pensaba en la princesa María, con quien quería casarse, no acertaba a imaginar ningún episodio de su vida en común, y cuando trataba de representárselo, le parecía ficticio.
V
La terrible noticia de la derrota de Borodino, con las pérdidas rusas, y la más terrible aún del abandono de Moscú al enemigo llegaron a Voronezh a mediados de septiembre.
La princesa María no tuvo noticias directas de la herida de su hermano, el príncipe Andrés, sino que se enteró por los periódicos, disponiéndose a partir en su busca. Esto fue todo lo que supo Nicolás, que no había vuelto a verla.
Después, aunque no sentía desesperación, ira, deseo de venganza ni nada semejante, Rostov comenzó a aburrirse y a no estar a gusto en el pueblo. Todas las conversaciones se le antojaban falsas, no sabía qué opinar de los acontecimientos y se daba cuenta de que sólo cuando se hallara en el regimiento lo vería todo más claro. Por esto se apresuró a poner fin a la misión que allí le condujera – la de comprar caballos -, y más de una vez, sin motivo alguno, increpó a sus subordinados.
Pocos días antes de su partida se celebró un servicio de acción de gracias en la catedral para honrar la Victoria alcanzada por las tropas rusas. Nicolás fue a la iglesia. Se colocó, por orden de jerarquías, detrás del gobernador y se dejó mecer por los pensamientos más diversos. Estuvo en pie durante todo el acto. Cuando se concluyó el servicio le llamó la esposa del gobernador.
– ¿Has visto a la Princesa? – preguntó señalándole con la cabeza a una señora vestida de negro que estaba cerca del altar.
Nicolás la reconoció al punto, no tanto por el perfil que distinguía bajo el sombrero, sino por el sentimiento de dolor y de compasión que le sobrecogió enseguida. La princesa María, que estaba evidentemente sumida en sus pensamientos, hizo por última vez la señal de la cruz y se dispuso a salir de la iglesia.
Nicolás contempló con asombro su semblante. Era el que ya conocía, con una expresión reconcentrada y espiritual, pero aquel día tenía un brillo distinto. Aquella expresión conmovedora de tristeza le impresionó vivamente.
Como le sucedía siempre en su presencia, sin escuchar a la esposa del gobernador, sin preguntarse si sería correcto o no dirigirle la palabra en la iglesia, se aproximó a ella para decirle que conocía la causa de su dolor y que la compadecía con toda su alma. Una luz repentina iluminó el rostro de María al oír el sonido de su voz, y su dolor se dulcificó.
– Sólo quiero decirle una cosa – murmuró Nicolás -. Que si el príncipe Andrés Nikolaievitch ya no existiera, como es comandante de regimiento, su nombre vendría en la lista que publican los periódicos.
La princesa le miró sin comprender el sentido de sus palabras, feliz al reparar en la expresión de simpatía con que el joven la miraba.
– Además – prosiguió Nicolás -, las heridas por explosión (los periódicos hablan de una granada) matan al punto o son leves. Yo estoy convencido de que…
La Princesa le interrumpió.
– ¡Ah, sería espantoso! – exclamó.
Y sin explicar la causa de su emoción, inclinó la cabeza con un movimiento lleno de gracia (como todos los que hacía ante él), le dirigió una mirada de reconocimiento y siguió a su tía.
Nicolás se quedó por la tarde en casa para terminar sus cuentas con los chalanes. Cuando hubo concluido advirtió que no podía pensar en salir porque se le había hecho tarde, y empezó a pasear por la habitación pensando en la vida, cosa insólita en él.
La princesa María le había producido en Smolensk una impresión agradable. El hecho de volver a verla en condiciones tan particulares y la coincidencia de que su madre se la mostrara como un buen partido hicieron que la mirase con una atención especial.
En Voronezh, esta impresión fue no sólo agradable, sino también muy viva. La belleza moral, poco común, que esta vez observó en ella, le impresionó profundamente.
Sin embargo, tenía que salir de Voronezh y no pensaba lamentar la pérdida de la ocasión de ver a la Princesa.
Pero su encuentro con ella en la iglesia le había producido una emoción más honda de lo que sospechaba y deseaba para su tranquilidad en el porvenir. Aquel rostro fino, pálido, triste; aquella mirada radiante; aquellos graciosos movimientos, y, sobre todo, aquella tristeza tierna y profunda que se imprimía en sus rasgos, le turbaban y le atraían.
Rostov no podía soportar la actitud de superioridad espiritual en los hombres (por ello no le era simpático el príncipe Andrés). Hablaba de esto con desprecio, calificándolo de filosofía, de sueños, pero esta misma tristeza en la princesa María, tristeza que expresaba toda la profundidad de un mundo espiritual que le era desconocido, le atraía de manera irresistible.
Tenía los ojos y la garganta llenos de lágrimas cuando, inesperadamente, entró Lavruchka con un montón de papeles en la mano.
– ¡Imbécil! ¿Por qué entras cuando nadie te llama? – le increpó Nicolás, cambiando al momento de actitud.
– De parte del gobernador – dijo Lavruchka con voz soñolienta -. El correo ha traído para usted estas cartas.
– ¡Bueno! ¡Márchate!
Las cartas eran dos: una de Sonia, en la que le devolvía su palabra; otra de la Condesa. Las dos venían de Troitza. Su madre le hablaba de los últimos días de Moscú, de su marcha, del incendio, de la pérdida de toda su fortuna. Agregaba, entre otras cosas, que el príncipe Andrés estaba herido y los acompañaba; que su estado era grave, pero que el médico abrigaba esperanzas de que curaría, y que Sonia y Natacha eran sus enfermeras y le cuidaban.
La carta de Sonia no sorprendió demasiado a Nicolás. Sabía cuánto empeño tenía su madre en romper aquel compromiso para poder casarle con una rica heredera.
Nicolás se dirigió al día siguiente, con la carta en la mano, a casa de la princesa María. Ni uno ni otra profirieron una sola palabra que hiciera alusión a los cuidados que prodigaba Natacha a Andrés; pero, gracias a aquella carta, Nicolás se sintió de improviso como si fuera pariente de la Princesa.
Al otro día presenció su marcha para Iaroslav y, algunos después, se incorporó a su regimiento.
VI
En la casa convertida en prisión adonde se condujo a Pedro, lo mismo el oficial que los soldados que le detuvieron adoptaban una actitud hostil y respetuosa al mismo tiempo cuando le dirigían la palabra. Por el modo que tenían de tratarle se veía que seguían sin descubrir su posición social (podía ser hombre rico e importante), y si le demostraban animosidad era por la lucha reciente, cuerpo a cuerpo, que acababan de sostener con él.
Mas cuando, a la mañana siguiente, fueron reemplazados por la nueva guardia, Pedro reparó en que ni el oficial nuevo ni los nuevos soldados le concedían la menor importancia. En aquel burgués de formas macizas, vestido con un caftán como un mujik, no veían al héroe que se batió la víspera con los merodeadores y que salvó a la niña, sino únicamente a un ruso más; el número diecisiete, de los detenidos por orden de la autoridad superior. Pedro se destacaba, no obstante, por su aire tranquilo y reconcentrado y por su francés, que hablaba correctamente. Aquel mismo día le unieron a los demás detenidos sospechosos, porque la habitación que ocupaba le hizo falta al oficial.
Todos sus compañeros eran hombres de condición inferior y se apartaban de él, sobre todo porque hablaba en francés. Pedro los oyó con tristeza burlarse de su persona.
Al día siguiente por la tarde supo que los detenidos (y probablemente él entre ellos) serían juzgados como incendiarios.
Al tercer día los condujeron a todos a una casa y los colocaron delante de un general francés de blanco bigote, de dos coroneles y de varios oficiales con los brazos en cabestrillo. Con esa precisión que caracteriza a interrogatorios de esta especie, se les dirigió por separado las preguntas siguientes: «¿Quién eres?», «¿Dónde estabas?», «¿Qué hacías allí?», etcétera.
A la pregunta «¿Qué hacías cuando te detuvieron?», Pedro repuso con cierto aire melodramático que iba a devolver a sus padres a una niña que acababa de salvar de las llamas.
– ¿Por qué te batiste con el merodeador?
-En defensa de una mujer. El deber de todo hombre honrado es…
Le interrumpieron para decirle que aquellas consideraciones no tenían nada que ver con su asunto.
– ¿Qué hacías en el patio de la casa incendiada donde te vieron varios testigos?
– Quería ver lo que pasaba en Moscú – respondió.
Entonces volvieron a interrumpirle.
A continuación se le preguntó adónde iba, por qué estaba cerca del incendio y quién era. De paso se le recordó que ya se había negado a dar su nombre.
Pedro dijo de nuevo que no podía responder a la pregunta.
– Eso no está bien – dijo severamente el general del blanco bigote y el rostro rubicundo.
Al cuarto día comenzó el incendio por las murallas Zubovski. Pedro y sus compañeros fueron trasladados a Krimski-Brod y encerrados en un almacén.
Al pasar por las calles, el prisionero se sintió asfixiado por el humo que llenaba la ciudad entera. En diversos puntos se veían incendios. Pedro, que no comprendía aún el significado de la destrucción de la ciudad, contempló con horror las llamas.
El 8 de septiembre se condujo a los prisioneros, por el campo Devitche, situado a la derecha del convento de monjas, a un punto en que se alzaba un poste. Detrás del poste había una fosa recién abierta y, cerca de ella, un gran gentío. Se componía éste de unos cuantos rusos y de gran número de soldados de Napoleón: alemanes, italianos y franceses, todos con traje militar. A derecha e izquierda del poste había una fila de tropas francesas vestidas con uniforme azul de charretera roja, cascos y morriones.
Una vez colocados los acusados por el orden que indicaba la lista (Pedro era el sexto) se les mandó que se acercaran al poste. De pronto, los tambores redoblaron a ambos lados del campo, y a su son creyó Pedro que se le desgarraba el alma. Perdió la capacidad de pensar; únicamente veía y oía. Su alma sentía un solo deseo: que acabase lo antes posible la terrible cosa que iba a ocurrir. Miró con atención a sus camaradas. Los dos del extremo habían sido rasurados en la prisión; uno era alto, delgado; el otro, moreno, velludo, musculoso, de nariz aplastada; el tercero era un criado de cuarenta y cinco años, de cabello gris, grueso y bien alimentado; el cuarto, un campesino muy guapo, de barba rubia y larga y ojos negros; el quinto, un obrero de fábrica, muchacho pobre y enclenque, de dieciocho años, vestido como un carpintero.
Pedro oyó que los franceses hablaban de si debía fusilarse a los prisioneros de uno a uno o de dos en dos.
– ¡De dos en dos! – decidió fríamente el oficial.
La fila de soldados cobró súbito movimiento. Todos se daban prisa, no como quien va a realizar un acto que todo el mundo comprende y aprueba, sino como quien desea acabar pronto una tarea desagradable, necesaria y poco comprensible.
Un funcionario francés que lucía una faja se acercó a la hilera de prisioneros y les leyó la sentencia en ruso y en francés. Luego, cuatro soldados franceses se acercaron a los presos y, por indicación del oficial, se llevaron a los dos del extremo. Los condenados avanzaron hasta llegar junto al poste; allí se detuvieron y, mientras se iban a buscar unos sacos, ellos miraron a su alrededor, en silencio, como bestias salvajes a las que acosan los cazadores. Uno de ellos se persignaba sin cesar; el otro se rascaba la espalda y sus labios simulaban una sonrisa. Los soldados les vendaron los ojos con los sacos y los sujetaron al poste. Pedro les volvió la espalda para no ver lo que iba a suceder. De improviso sonó un chasquido, luego un ruido semejante al más horrísono de los truenos; así se lo pareció a Pedro, que se volvió de frente. Pálidos, con las manos trémulas, los franceses hacían algo junto a la fosa. Luego se llevaron a los dos presos siguientes. Éstos miraban a todos en silencio; sus ojos pedían auxilio en vano y no parecían comprender ni creer en lo que iba a ocurrir.
No podían creerlo porque sólo ellos sabían el significado de su propia vida. De aquí que no concibieran que se la pudiesen arrebatar.
Pedro, que no quería ver, se volvió de nuevo, pero una detonación espantosa le desgarró los tímpanos y, al propio tiempo, divisó el humo, la sangre, los rostros pálidos y espantados de los franceses, que volvían a maniobrar junto al poste y con manos temblorosas se empujaban unos a otros. Pedro suspiró con fuerza y echó una mirada a su alrededor, como si preguntara: «¿Qué significa esto?» La misma pregunta se leía en todas las miradas que se tropezaban con la suya.
En las caras de los rusos, en las de los soldados franceses, en las de los oficiales, en todos los rostros sin excepción, se leía el mismo horror, el mismo miedo, la misma lucha que se entablaba en su alma. «¿Para qué hacer esto?»
«Todos sufren como yo. ¿Quién habrá mandado esto, quién, quién habrá sido?», se decía Pedro.
– ¡Tiradores del ochenta y seis, adelante!-gritó una voz.
A continuación se llevaron solo al quinto prisionero, el que estaba al lado de Pedro.
Este se dio cuenta de que estaba salvado y de que le habían llevado allí sólo para que presenciara las ejecuciones. Era evidente que se habían enterado de que era un personaje, cuyo fusilamiento habría podido originar complicaciones.
Con horror creciente, sin sentir alegría ni tranquilidad, observaba lo que sucedía ante él. El quinto sentenciado era el obrero.
En cuanto le tocaron dio un salto y se asió a Pedro, que se estremeció y se desprendió de él.
El obrero no pudo andar solo. Tuvieron que cogerlo por debajo de los sobacos, y murmuró palabras ininteligibles. Al colocarle ante el poste calló de pronto. ¿Se daba cuenta de que clamaba en vano o creía imposible que fueran a matarle? Se quedó quieto junto al poste, esperando a que le vendaran los ojos, como a sus compañeros, mientras miraba a la multitud con ojos brillantes. Pedro no pudo volverse esta vez ni cerrar los ojos. Su curiosidad y su emoción llegaban al límite, como la de todos los presentes. El quinto preso estaba ya tan tranquilo, al parecer, como los anteriores. Se cruzó el abrigo y con uno de los pies descalzos se frotó el otro.
Cuando le vendaron los ojos se arrancó el trapo. El nudo le hacía daño. Al atarle al ensangrentado poste se inclinó, pero como se hallaba incómodo en aquella postura se enderezó y se apoyó en él con las piernas rígidas.
Pedro no le perdió de vista y observaba hasta sus menores movimientos. Es probable que los demás oyeran la voz de mando, así como el disparo de los ocho fusiles. Pedro no percibió nada, únicamente vio inmovilizarse al obrero, mientras dos manchas de sangre aparecían en dos puntos de su cuerpo. Vio también ponerse muy tirantes las cuerdas bajo el peso de su cuerpo y que él doblaba de manera anormal la cabeza y las piernas y, luego, que caía al suelo.
Nadie impidió que Pedro se acercara al poste. Unos hombres pálidos trabajaban a su alrededor. La mandíbula inferior de un viejo y bigotudo francés temblaba mientras deshacía los nudos de la cuerda. El cuerpo de la víctima se contraía. Los soldados le arrastraron con torpeza, apresuradamente, hasta el otro lado del poste y le echaron a la fosa.
Aquellos soldados sabían que eran unos criminales y se apresuraban a ocultar las huellas de sus crímenes.
Pedro se asomó a la fosa y vio allá abajo al obrero con las rodillas dobladas a la altura de la cabeza y un hombro más alto que otro. Este hombro se alzaba y bajaba nerviosamente.
Pero ya la tierra caía sobre los cuerpos. Un soldado dijo a Pedro que se apartara. Pedro no entendió lo que le ordenaban y siguió junto al poste, sin que nadie le echase de allí. Cuando la fosa quedó cubierta por completo, se oyó una orden. Se llevaron a Pedro a su sitio y las tropas francesas, que seguían inmóviles junto al poste, dieron media vuelta y desfilaron ante él. Veinticuatro tiradores con los fusiles descargados se acercaron allí mientras desfilaban las compañías ante ellos.
Pedro contempló con ojos apagados a los tiradores, que, de dos en dos, salían del circulo.
Todos menos uno se unieron a sus camaradas. Un soldado joven, pálido como un muerto, tocado con un casco y con el fusil en la mano, permanecía delante de la fosa, en el mismo sitio donde había disparado. Se tambaleaba como un borracho; sus piernas avanzaban y retrocedían para sostener su cuerpo vacilante. Un viejo soldado, un suboficial, salió de las filas, cogió al soldado por un hombro y lo hizo entrar en ellas. La multitud, compuesta de rusos y franceses, se dispersó. Todos marchaban en silencio, con la cabeza baja.
-Esto les enseñará a no ser incendiarios… – comentó un francés.
Pedro se volvió al que hablaba; observó que era un soldado que quería olvidar lo que acababa de hacer, sin conseguirlo. Hizo un ademán y se fue.
VII
Después de la ejecución se separó a Pedro de los demás detenidos y se le dejó solo en una capilla saqueada.
Por la tarde, el suboficial de servicio y dos soldados entraron en la capilla e informaron al preso de que había sido indultado e iba a ser conducido a las viviendas de los detenidos militares. Sin comprender lo que se le decía, Pedro se levantó y siguió a los soldados. Fue conducido a las barracas construidas con vigas quemadas en la parte alta de las afueras y se le hizo entrar en una de ellas.
Una veintena de presos le rodearon en la oscuridad. Él los miró sin comprender quiénes eran, por qué estaban allí y qué era lo que querían de él. Escuchaba las palabras que se le dirigían, sin sacar de ellas la menor conclusión; no comprendía su importancia. Respondió a las preguntas que se le hicieron sin ver a la persona o personas que las hacían ni cómo se interpretaban sus respuestas. Miraba las expresiones, las caras, y todas le parecían iguales.
Desde que presenció, a su pesar, la horrible matanza cometida por los hombres, experimentaba una sensación singular: le parecía que se había roto en él el resorte del que dependía su vida y que todo era polvo ahora a su alrededor.
Sin que lo advirtiera, se disipaba en su alma la fe en el bienestar del mundo, en el alma, en Dios. Ya había sentido otras veces algo parecido, pero no con tanta intensidad.
Antes, cuando una duda parecida le asaltaba, se decía que dudaba por culpa suya; se daba cuenta de que el medio de librarse de la incertidumbre y de la desesperación estaba en él mismo.
Ahora no creía ser el culpable de que el mundo se derrumbara ante su vista dejando ruinas únicamente. Se hacía cargo de que no estaba en su mano recobrar la fe en la vida.
A su alrededor, en la oscuridad, se encontraban gentes desconocidas, y era muy probable que él las divirtiera. Se le dirigió la palabra, se le trasladó a otra parte y, por fin, se encontró en un rincón de la barraca con unos seres que se interpelaban riendo.
-Sí, compañeros…, fue el príncipe mismo quien…-dijo una voz desde el extremo opuesto de la barraca.
Silencioso e inmóvil, sentado en la paja junto a la pared, Pedro abría y cerraba los ojos.
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