Análisis del Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones entre la U.E. y EE.UU (Parte I) (página 6)
Enviado por Ricardo Lomoro
Por su parte, EEUU mantiene una protección de sus azucareros aún más decidida que la europea; ambas zonas permiten la entrada de azúcares de países del tercer mundo, lo que supone más "chinitas" en el camino. Más temibles aún son las barreras no tradicionales nacidas de reglas divergentes en materia de estándares de seguridad, de protección de los consumidores o de compras por parte de instituciones públicas. Baste con señalar la distinta manera que tienen las autoridades de las dos orillas de defender la competencia y enfrentarse con los oligopolios: los estadounidenses lo hacen por medio de los tribunales de justicia, los europeos por regulación e intervención administrativa. Por eso, la "reserva cultural" exigida por Francia para su industria audiovisual es el menor de los problemas con los que se enfrentan los negociadores.
Conscientes de lo escarpado del camino y lo breve del plazo, los americanos hablan de que, una vez firmado algo significativo en octubre de 2014, se continúe el proceso con un "living agreement", una buena disposición para seguir negociando en aquellas zonas en las que sigan existiendo obstáculos no salvados.
En mi opinión, sin embargo, la dificultad mayor se encuentra en otro punto. Jacob Viner, uno de los grandes historiadores de la economía en el siglo XX, señaló que la creación de una zona de librecambio en una parte del mundo podía hacer mucho daño al resto si el resultado era el de desviar comercio en vez de crear comercio nuevo para mayor prosperidad general. Para evitar este tipo de efectos negativos, la Organización Mundial de Comercio impone a quienes busquen crear áreas de librecambio limitadas geográficamente la llamada "regla de nación más favorecida". Según esa regla, las ventajas concedidas en la más reciente negociación deben extenderse a los países con los que las partes tuvieran acuerdos anteriores. Para curarse en salud, la propuesta incluye la declaración de que "juntos, EEUU y la UE pueden contribuir con su iniciativa a una liberalización multilateral en un mundo globalizado". La mencionada cláusula tendría por efecto la extensión automática de las libertades comerciales a un número creciente de países: a EEUU y la UE les sería posible comunicar a las demás naciones que pueden entrar en la nueva zona liberada a voluntad si aceptan todas las condiciones pactadas. Temo que esta declaración no sea sino una hoja de parra para cubrir las vergüenzas de proteccionistas irredentos.
(Pedro Schwartz es Presidente del Tribunal de Defensa de la Competencia de Madrid y Profesor de Economía de la Universidad San Pablo CEU.)
(Este artículo fue publicado originalmente en Expansión (España) el 19 de julio de 2013)
– ¿Las regulaciones podrían obstaculizar un comercio más libre a través del Atlántico? (elcato.org – 29/10/13)
(Por Simon Lester)
Las negociaciones comerciales no son lo que eran antes. La llegada del "siglo veintiuno" o de los acuerdos comerciales "comprensivos", cuya envergadura va mucho más allá de los asuntos tradicionales como la reducción de aranceles y el acceso a los mercados, han dado paso a discusiones en varias áreas que solían ser cuestión de política doméstica. Un área en la que los acuerdos comerciales se han entrometido es en los asuntos que van "más allá de la frontera" como las barreras comerciales regulatorias. En las negociaciones para lograr el Acuerdo de Asociación Transpacífica (TTIP, por sus siglas en inglés), los efectos comerciales de la regulación doméstica han sido enfatizados como un área de gran potencial de crecimiento económico, con grandes cifras mencionadas -algunos hablan de un aumento de entre 2,5 a 3 por ciento en el PIB si se eliminan totalmente las barreras comerciales regulatorias. Pero este entusiasmo temprano para resolver estas viejas barreras al comercio encubren un problema fundamental que está surgiendo: EEUU y la Unión Europea (UE) no están de acuerdo acerca de la naturaleza de las barreras regulatorias al comercio y sobre cómo abordarlas.
Para EEUU, el enfoque parece estar en aplicar sus esfuerzos de reforma regulatoria doméstica a nivel global. En su último viaje a Europa, el Representante Comercial de EEUU Michael Froman alabó las virtudes de la estrategia de EEUU para regular, y urgió a la UE a tomar en cuenta los principios de "transparencia", "participación", y "rendición de cuentas". Sostuvo que el proceso estadounidense promueve estos principios al proveer: "notificación adelantada de medidas regulatorias específicas" (transparencia); "oportunidades significativas para conocer la opinión de un amplio sector de actores concernidos" (participación); y "respuestas a esas opiniones" (rendición de cuentas).
Su énfasis en estas características refleja la crítica de EEUU al proceso regulatorio de la UE, en particular al sistema de la UE de emitir estudios generales con comentarios antes de proponer las reglas, sin permitirlos acerca del texto de la regulación en sí. La implicación de lo que dijo Froman en Bruselas ante una audiencia de funcionarios comerciales es que, desde el punto de vista de EEUU, la UE debería reformar su proceso regulatorio para tomar en cuenta estos principios.
La UE, en cambio, no ve la reforma regulatoria doméstica como el asunto central en la eliminación de las barreras regulatorias al comercio transatlántico. Además, la UE no ve las discrepancias nacionales acerca del proceso de conformación de normas como un problema para la cooperación más general, y también ha argumentado que el sistema de la UE es, de hecho, transparente. Ellos, también, obtienen opiniones del sector público y privado, pero en una etapa anterior, y permiten la participación de un amplio rango de actores afectados durante el proceso de conformación de las normas.
No debería sorprender que la UE no se mostrara receptiva a los llamados a un cambio. El Comisionado Comercial Europeo Karel De Gucht lo expresó de esta manera: "Ningún lado logrará el éxito si busca imponer un sistema sobre el otro". En un discurso escrito como respuesta a los comentarios de Froman, De Gucht dejó claro que la UE se enfoca en abordar el resultado de la regulación, tratando de reconciliar las diferencias regulatorias que existen entre varios mercados. Esta estrategia incluye encontrar "maneras de cooperar en regulaciones futuras para evitar las barreras comerciales innecesarias" y "para lograr que las regulaciones existentes sean más compatibles". Por ejemplo, los reguladores de la industria de automóviles en EEUU y la UE imponen sus propias reglas de seguridad. En lugar de obligar a las empresas de automóviles a establecer procesos de producción distintos para sus vehículos en aras de cumplir con los diversos requisitos de cada mercado, los gobiernos podrían simplemente reconocer que las reglas son funcionalmente equivalentes, y un carro que cumple con las reglas de un mercado debería ser considerado como aceptable en otros también. Por lo tanto, la UE ha sugerido enfocarse en sectores clave del comercio transatlántico, como los autos, las farmacéuticas, y los químicos, entre otros, para examinar dónde las diferencias regulatorias son especialmente costosas y previenen el libre intercambio de bienes que ya han atravesado pruebas y procesos de certificación exhaustivos para evaluar su seguridad.
Basada en esta reciente expresión de opiniones por parte de funcionarios de alto rango, pareciera que EEUU y la UE perciben el problema de las barreras comerciales regulatorias de manera muy distinta. EEUU ve las barreras regulatorias como algo relacionado a cómo estas son creadas; la UE, por otro lado, acepta las diferencias en los procesos de cómo son generadas las regulaciones y está más preocupada acerca de abordar las discrepancias técnicas en resultados regulatorios.
Con estas estrategias distintas para tratar las barreras regulatorias, los negociadores de la EEUU y la UE no parecen estar en la misma página. ¿Esto significa que todo el esfuerzo está condenado al fracaso? Si es así, eso sería un desastre para TTIP, dado que muchos han estado señalando a la eliminación de las barreras regulatorias como el núcleo de las negociaciones.
Para evitar un inmenso fracaso como este, necesitamos considerar un camino hacia delante que sea realista. Vale la pena discutir ambos asuntos a nivel internacional. Sin embargo, tienen implicaciones diferentes en términos de su impacto y sensibilidad. El enfoque de la UE en abordar las discrepancias existentes y las que podrían surgir en el futuro, en lugar de enfocarse en la reforma regulatoria en casa, es un punto útil de partida para lidiar con este asunto. Puede conducir a ganancias económicas concretas, y, si se lo hace bien, no debería interferir con los objetivos domésticos de políticas públicas.
Ya hay un precedente de esto. Dichos caminos de cooperación existen en la forma de múltiples acuerdos de reconocimiento mutuo para productos específicos, y de manera más permanente en foros tales como el Consejo de Cooperación entre EEUU y Canadá. Lo que se necesita para EEUU y la UE es un mecanismo similar mediante el cual los reguladores se puedan sentar con sus contrapartes y hablar sobre cómo superar diferencias arbitrarias en las regulaciones actuales, y cómo evitar tales diferencias en regulaciones del futuro. Eventualmente, dicho foro podría evolucionar hasta incluir otros países también.
En cambio, el objetivo de utilizar acuerdos internacionales vinculantes para mejorar el proceso regulatorio doméstico en general es pedir mucho, y es incierto si esto rendiría beneficio relevante alguno en términos de reducir la carga de la regulación. Los sistemas regulatorios domésticos son el resultado de complejos procesos internos, y no pueden cambiarse fácilmente. El sistema de la UE no es un accidente de la historia. Han dedicado mucho tiempo a desarrollarlo, y no sería fácil lograr acuerdos internos para modificarlo. La comisión de la UE ya ha estado trabajando para mejorar el ambiente regulatorio por más de una década, más recientemente a través del Programa para la Aptitud y Desempeño Regulatorios (REFIT, por sus siglas en inglés). EEUU ha tenido iniciativas similares, y continúa esforzándose por realizar reformas domésticas.
No digo que nada puede hacerse acerca de las reformas al proceso regulatorio a nivel internacional. Pero los modelos regulatorios son un tema delicado para la política a nivel doméstico, y debería ser abordado con cierta sensibilidad. Por lo tanto, en lugar de reglas internacionales vinculantes, un foro internacional para la discusión de estos asuntos puede ser un camino útil hacia delante. Muchos gobiernos alrededor del mundo han considerado seriamente estos asuntos. Todos probablemente podrían aprender un poco de sus contrapartes, compartiendo experiencias con otros países que están realizando esfuerzos similares.
El TTIP es una nueva y prometedora iniciativa comercial y sus esfuerzos de lidiar con las barreras regulatorias al comercio son admirables. Pero es importante mantener las negociaciones enfocadas en objetivos realistas. Si queremos que este esfuerzo tenga éxito, sería mejor enfatizar el objetivo más pequeño, pero realizable, de abordar las discrepancias regulatorias y dejar los esfuerzos de reforma regulatoria a nivel doméstico en manos de los estados individuales y sus ciudadanos.
(Simon Lester es analista de políticas públicas en el Centro Herbert A. Stiefel para Estudios de Política Comercial del Cato Institute)
(Este artículo fue publicado originalmente en The National Interest Online (EEUU) el 15 de octubre de 2013)
– Negociaciones comerciales entre la UE y EEUU: ¿qué hay en juego? (Real Instituto Elcano – 13/11/13)
(Por Federico Steinberg)
Tema: Las negociaciones comerciales entre la UE y EEUU están más motivadas por consideraciones geopolíticas que económicas.
Resumen: Cerrar un acuerdo ambicioso de comercio e inversiones podría suponer para la UE y EEUU tanto un impulso a su crecimiento económico como una recuperación de su liderazgo económico y geopolítico, que está cada vez más cuestionado por el auge de las potencias emergentes. Pero el camino no será fácil. No sólo habrá que vencer obstáculos internos, vinculados a los intereses proteccionistas a ambos lados del Atlántico, sino también convencer a los países emergentes a que acepten los estándares regulatorios acordados por la UE y EEUU, algo que en absoluto está asegurado.
Análisis
Introducción
Durante los últimos 200 años la economía mundial ha estado dominada por los países del Atlántico Norte. Primero, por Europa en solitario y después, por Europa y EEUU (con un liderazgo marcadamente norteamericano tras la Segunda Guerra Mundial). Sin embargo, a lo largo de los próximos años se espera que la pérdida de peso relativo del eje transatlántico en la economía mundial, que comenzó hace ya dos décadas, se acelere. Los ganadores serán las nuevas potencias emergentes, especialmente asiáticas, pero también latinoamericanas y africanas.
Ante este panorama, al que además se suma que las economías occidentales están muy endeudadas y tienen un crecimiento económico bajo, la UE y EEUU han abierto negociaciones para crear un área de libre comercio e inversiones (TTIP, por sus siglas en inglés) que sería la mayor del mundo, cubriendo más del 40% del PIB mundial, un tercio de los flujos comerciales globales (alrededor de 650.000 millones de dólares al año) y casi el 60% de los stocks de inversión acumulados en el mundo (más de 3,7 billones de dólares).
El objetivo de las negociaciones es cerrar para 2015 una zona económica integrada sin aranceles para los bienes manufacturados y agrícolas y con una importante armonización regulatoria, que facilite las inversiones cruzadas y la prestación de servicios. No es que los aranceles sean ahora demasiado altos, sino que las diferencias regulatorias a ambos lados del Atlántico, que afectan sobre todo al comercio de servicios de alto valor añadido, suponen trabas al comercio significativas.
Aunque las autoridades europeas y estadounidenses han resaltado los importantes beneficios económicos que el acuerdo tendría, en este artículo sostenemos que el verdadero objetivo del TTIP es geopolítico. Por una parte, intenta revitalizar la relación transatlántica para contrarrestar la narrativa cada vez más dominante en las relaciones internacionales según la cual el futuro es de los países emergentes y está en la cuenca del Pacífico. Por otra, pretende devolver a EEUU y a la UE el liderazgo en la fijación de las reglas de juego de la economía internacional, que ya tuvieron después de la Segunda Guerra Mundial y que han ido perdiendo paulatinamente.
Sin embargo, el camino no será fácil. Primero, es necesario que estadounidenses y europeos se pongan de acuerdo en las nuevas reglas para el comercio, algo difícil dadas las diferentes tradiciones regulatorias a ambos lados del Atlántico. Segundo, aunque pudiera negociar un TTIP ambicioso, no estaría asegurado que los países emergentes se adhirieran a esas normas, lo que podría dar lugar a la fragmentación del mercado mundial en bloques comerciales rivales, lo que terminaría además dinamitando la ya débil Organización Mundial del Comercio (OMC).
La relación económica transatlántica
Las relaciones económicas entre la UE y EEUU son las más intensas e importantes del planeta. Aunque este estrecho vínculo se fraguó durante la Guerra Fría, la actual era de globalización que comenzó en los años 80, unida a la revolución tecnológica que ha permitido la expansión del comercio de servicios, ha intensificado tanto los intercambios comerciales como los flujos de capital, llegando a integrar (parcialmente) mercados que hasta hace unas décadas permanecían cerrados al exterior.
Tras décadas de sucesivas rondas de liberalización comercial auspiciadas por el GATT, hoy el comercio transatlántico de bienes es más abierto que nunca, con aranceles aplicados inferiores al 4% para la mayoría de los bienes manufacturados, el arancel medio ponderado situado en el 2,8% y con algunos aranceles más elevados en los sectores agrícola y textil. Esto ha permitido que EEUU sea el principal socio comercial de la UE y viceversa. Según datos de Eurostat, en 2012 el 11,5% de las importaciones de bienes europeas provinieron de EEUU y el 17,3% de las exportaciones de la UE tuvieron a EEUU como destino, mientras que en el caso de EEUU estas mismas cifras ascienden al 15,8% y al 16,5%, lo que arroja un saldo comercial favorable a la UE.
Por su parte, el grado de integración en los mercados de servicios, aunque incompleto por las barreras regulatorias, es el más elevado del mundo entre dos bloques económicos. Dadas la elevada dotación de capital por trabajador, el alto nivel de renta de los consumidores y la seguridad jurídica a ambos lados del Atlántico, es natural que el comercio de servicios este dominado por los segmentos de alto valor añadido (servicios financieros, jurídicos o de consultoría, seguros, telecomunicaciones, etc.), y se apoye en elevados stocks de inversión cruzados. Así, según datos de Eurostat, en 2012, el 35% del stock de inversiones estadounidenses en el exterior estaban en la UE y el 33% de las inversiones extracomunitarias de los países europeos se ubicaban en EEUU, siendo la inversiones británicas, alemanas y francesas las más importantes, y con las españolas experimentando un crecimiento significativo.
Gráfico 1. Relaciones económicas entre la UE y EEUU
Fuente: basado en Bertrand de Largentaye (2013), "Challenges and prospects of a transatlantic free trade area", Policy Paper nº 99, Notre Europe, p. 9.
En definitiva, a pesar del auge económico de las potencias emergentes, EEUU y la UE siguen siendo los grandes actores del sistema económico internacional, así como los que tiene una relación bilateral comercial e inversora más fluida, intensa y abierta.
Relación amigable con integración limitada
En general, la relación económica transatlántica ha sido poco conflictiva. Al margen de disputas puntuales (véase el Gráfico 1) las relaciones económicas son fluidas. Ello se debe a que ambos bloques comparten ideas sobre cómo deben operar los mercados, son economías liberalizadas y abiertas y tienen intereses bastante compatibles, algo que no sucede con tanta claridad entre occidente y los países emergentes.
A pesar de estos enormes vínculos económicos, la integración del mercado trasatlántico dista mucho de ser completa. No existe un mercado único con libre movilidad de bienes, servicios y factores de producción, como sí ocurre tanto en la UE como entre los estados de EEUU. Persisten importantes barreras no arancelarias porque cada bloque mantiene su autonomía regulatoria en materias como la propiedad intelectual, la seguridad alimentaria, la fiscalidad, la inmigración, las medidas sanitarias y fitosanitarias, los servicios audiovisuales, la legislación laboral, contable y financiera y la política de competencia, la energética y la medioambiental. Algunos ejemplos de estas barreras corresponden al sector del automóvil y al de las compras públicas. En el primero, a pesar de que los aranceles no son demasiado elevados, las normativas y los estándares (particularmente sobre seguridad) a ambos lados del Atlántico son muy distintos, lo que actúa como una barrera proteccionista. En el caso de las compras públicas, las normas locales o estatales -que son especialmente relevantes en EEUU- implican que este enorme mercado está prácticamente cerrado a la competencia internacional.
La ausencia de armonización en la legislación económica y en las instituciones en ambos bloques responde a que los modelos económicos europeo y norteamericano continúan siendo distintos por la diferencia en valores y preferencias entre sus ciudadanos, sin que ello haya impedido que se hayan producido un gran número de inversiones cruzadas. Hasta hace unos años la existencia de estas barreras, que lógicamente incrementan los costes de transacción y reducen la eficiencia económica pero que sirven para preservar la soberanía institucional y los valores sociales más arraigados, no había sido puesta en cuestión. Se asumía que la integración económica no sería completa porque con ello se evitarían ciertos costes sociales y, por lo tanto, no se intentaron reducir estas barreras, que para algunos constituyen un injustificable "nacionalismo económico" y para otros una lícita fórmula para preservar la identidad nacional.
Sin embargo, como explicamos más abajo, el nuevo panorama económico y geopolítico internacional, con un rápido auge de las potencias emergentes y una economía occidental muy endeudada, cada vez más envejecida, menos dinámica y en claro declive relativo, ha propiciado el lanzamiento del TTIP para reducir precisamente aquellas barreras al comercio y la inversión que hasta ahora se consideraban aceptables, e incluso deseables.
Así, en julio de 2013 se lanzaron las negociaciones. El objetivo del TTIP es alcanzar un acuerdo ambicioso basado en la reducción de aranceles y la convergencia de estándares, que pueda ser cerrado a lo largo de 2015, que es la ventana de oportunidad que se abrirá tras las elecciones en 2014 (tanto al Parlamento Europeo como las mid-term del Congreso estadounidense) y antes de las presidenciales en EEUU en 2016. De hecho, aunque no fuera posible alcanzar un acuerdo muy ambicioso para esa fecha, los negociadores son conscientes de que, para que el TTIP tenga un futuro, es esencial cerrar algún tipo de acuerdo en 2015, y construir sobre él después de 2017.
Justificación del TTIP: no es la economía, es la geopolítica
La principal justificación que las autoridades europeas y estadounidenses han dado para lanzar el acuerdo es que generará crecimiento y empleo. Según un estudio de CEPR, encargado por la Comisión Europea, un acuerdo amplio y ambicioso podría generar 119.000 millones de euros al año para la UE y 95.000 para EEUU, lo que supondría, en media, 545 euros de renta disponible anual extra para cada familia de cuatro miembros en la UE y 655 en EEUU (siempre en caso de que los beneficios alcanzaran por igual a toda la población y/o que los perdedores pudieran ser compensados, algo que, con toda seguridad no sucederá).
Estos aumentos de renta en Europa estarían generados por un incremento del 28% en las exportaciones de bienes y servicios de la UE a EEUU (equivalentes a 187.000 millones de euros anuales), lo que produciría un aumento total del volumen de comercio del 6% en la UE y del 8% en EEUU. Como los aranceles ya son bajos, el 80% de estas ganancias provendrían del avance hacia un mercado común transatlántico, es decir, de la reducción de las barreras no arancelarias, en particular de la liberalización del comercio de servicios y de las compras públicas, así como de la simplificación de los requisitos administrativos y de la homologación de normas. Esto supone que el TTIP trata sobre todo de lo que se conoce en economía como integración positiva (establecer nuevas normas comunes) más que de integración negativa (quitar trabas al comercio). Por lo tanto, no es un ejercicio de desregulación sino más bien todo lo contrario. Ello se debe a que las áreas en las que aparecen mayores ganancias del comercio (por ejemplo servicios, inversiones y compras públicas) están muy reguladas a ambos lados del Atlántico porque, en las mismas, tienden a existir fallos de mercado que hacen imprescindible la intervención pública, como es el caso, por ejemplo, del sistema financiero y de los productos alimentarios y farmacéuticos. Por último, el informe proyecta que el impacto del acuerdo para el resto del mundo será positivo en 100.000 millones de euros (la creación de comercio superará a la desviación de comercio), así como que sólo entre el 0,2% y el 0,5% de los trabajadores europeos tendría que cambiar de empleo, al tiempo que se generarán múltiples oportunidades de trabajo en una amplia variedad de sectores.
Aunque analizar el impacto por países es todavía más difícil, según un estudio de la Fundación Bertelsmann Stiftung, si se alcanzara un acuerdo amplio, los países más beneficiados (en términos de aumento de la renta per cápita) serían el Reino Unido, Suecia, Finlandia, Irlanda y España, siendo Francia el país para el que las ganancias serían menores.
Más allá de que estas estimaciones pueden tanto resultar exageradas como quedarse cortas, no resultan sorprendentes: todos los modelos de comercio internacional predicen que una reducción de barreras al comercio aumenta el excedente del consumidor, aunque también destacan que la apertura comercial da lugar a importantes efectos redistributivos al generar ganadores y perdedores, y que los perdedores casi nunca son compensados. Además, una vez que los países alcanzan niveles de renta elevados y el peso de los servicios en su PIB crece, las mayores ganancias de comercio pasan precisamente por la apertura del comercio de servicios, que es una de las piezas fundamentales del TTIP. En definitiva, en un entorno de bajo crecimiento económico transatlántico y poco margen para aumentos de gasto público para dinamizar el crecimiento, la liberalización comercial aparece como una buena iniciativa. Aunque cerrar el TTIP no vaya a ser ni mucho menos suficiente para dejar atrás la Gran Recesión o resolver los problemas de la unión monetaria europea, el acuerdo puede generar ganancias de renta a coste cero para las arcas públicas. Y eso, en sí mismo, convierte al TTIP en una iniciativa deseable.
Sin embargo, todas estas potenciales ganancias de comercio también existían hace 10 años y, seguramente, también existirán en el futuro. Por tanto, la pregunta relevante es ¿por qué ahora el TTIP? Y la respuesta hay que buscarla en la geopolítica.
El TTIP como respuesta al auge de las potencias emergentes
A lo largo de las últimas décadas, conforme avanzaba la globalización económica y los países emergentes (sobre todo asiáticos) se abrían a la economía mundial, el centro neurálgico de la economía internacional se ha ido desplazando lentamente desde el Atlántico hacia el Pacífico. En un principio estos cambios no pusieron en jaque el liderazgo político, económico e intelectual de Occidente: se trataba de que los nuevos países adoptaran las reglas marcadas por las viejas potencias. Sin embargo, desde el estallido de la crisis financiera global en 2007, y de la Gran Recesión que la ha seguido, el proceso de convergencia entre las principales economías emergentes y los países avanzados se ha acelerado. Mientras que los primeros resistieron relativamente bien la crisis, los segundos se han visto atrapados en círculos viciosos de bajo crecimiento y alta deuda, que dificultan (especialmente en la zona euro) la recuperación del liderazgo que tuvieron en el pasado (Gráfico 2).
Gráfico 2. Contribución al crecimiento mundial de los países avanzados y emergentes, 1980-2018
Fuente: BBVA Research con datos del FMI.
Incluso EEUU, cuyo declive relativo es mucho menor que el de la mayoría de los países europeos, y que incluso podría sostener su posición de única superpotencia mundial durante décadas por su hegemonía militar, su capacidad de innovación y su reciente revolución energética, ha optado por iniciar una retirada estratégica de los asuntos internacionales. En definitiva, EEUU y la UE han visto cómo, en pocos años, la legitimidad de su modelo económico se cuestionaba, su liderazgo en la economía mundial se debilitaba, el orden económico internacional que habían diseñado tenía cada vez más contestación y, lo que es más importante en términos simbólicos, aparecía una narrativa dominante en el mundo según la cual el futuro es de los países emergentes.
El TTIP, por tanto, puede verse como parte de la reacción de Europa y EEUU a su declive relativo; es decir, como un instrumento para recuperar el liderazgo y, por tanto, lograr mayor influencia en el escenario internacional. Se trata de revitalizar su poder de una forma indirecta, que no supone un conflicto abierto con los países emergentes, a través de la fijación de nuevas reglas de juego en el campo económico. Como ya hicieron durante la época del GATT, el objetivo es redefinir la infraestructura económica mundial a imagen y semejanza de sus propias reglas, que reflejan sus valores e intereses.
Sin embargo, ya no pueden hacerlo mediante su dominio de las instituciones multilaterales como la OMC, cuyas negociaciones de la Ronda de Doha están estancadas precisamente porque los países emergentes ya no aceptan los dictados de los países avanzados. Por lo tanto, han optado por intentar forjar normas comunes para los sectores que más potencial de crecimiento tendrán en el futuro, de modo que aparezca un nuevo y apetitoso mercado transatlántico que sirva simultáneamente para generar crecimiento en sus maltrechas economías y, sobre todo, se convierta en el mercado más deseado por los exportadores de los países emergentes, que todavía dependen significativamente de sus ventas a los países ricos para crecer. Si el TTIP llega a buen puerto el mensaje para los países emergentes será claro: si queréis vender vuestros productos a mis ricos consumidores debéis adoptar mis normas; si no, os quedareis fuera, por lo que vuestro crecimiento será menor.
De hecho, esta lectura geopolítica del TTIP resulta todavía más clara al observar que tanto EEUU como la UE han firmado o están negociando un gran número de acuerdos de libre comercio (profundos) centrados en los servicios y la inversión con terceros países. El más reciente es el que la UE completó con Canadá en noviembre de 2013, que puede verse como un precursor del TTIP puesto que Canadá es una economía avanzada que ya tiene un acuerdo de libre comercio con EEUU, acuerdo que también incluye a México (NAFTA). Pero además, la UE ha cerrado un acuerdo con Corea del Sur y está negociando otros con Japón y la India, además de tener una amplia red de tratados de libre comercio con países emergentes, especialmente en América Latina (estos acuerdos, en general, no abordan muchas de las barreras no arancelarias que se pretende incluir en el TTIP).
Por su parte, EEUU, que también completó un acuerdo con Corea del Sur en 2012, y que tiene una nutrida red de acuerdos con países de América Latina y el mundo árabe, lanzó un año antes del TTIP la negociación del Acuerdo Trans Pacífico (TPP), que incluye a las principales economías a ambas orillas del Pacífico (incluido Japón), pero que excluye a China.
En definitiva, EEUU y la UE lideran en este momento varios mega acuerdos bilaterales o regionales, tanto con países avanzados como con los países emergentes que se muestran suficientemente abiertos a la inversión extranjera directa y que están bien insertos en las nuevas cadenas de valor globales, que son las que hoy determinan los patrones de comercio mundial. Todos estos acuerdos aspiran a una integración profunda, más allá de los temas arancelarios, pero siempre bajo el liderazgo normativo de EEUU y la UE, que disfrutan siempre de una posición privilegiada en las negociaciones ya que, en todos los casos, el coste del no acuerdo es menor para ellos que para los países con los que negocia, dado el atractivo de su rico mercado interno.
Si todos estos acuerdos llegaran a firmarse, y si sus normas y estándares fueran más o menos similares, no sería difícil multilateralizarlos en la OMC, ya que de facto habría unas nuevas reglas para prácticamente todo el comercio mundial, cuyo modelo sería el TTIP. Habría así una OMC 2.0 que habría creado nuevas normas por la vía de la multilateralización del nuevo regionalismo bajo el liderazgo transatlántico, rompiendo así el impasse en el que la organización está desde hace años precisamente por la negativa de los países emergentes a adoptar este tipo de normas.
El plan puede descarrilar
Utilizar el TTIP como palanca para recuperar el liderazgo económico mundial y de paso resucitar la OMC resulta sin duda atractivo. Sin embargo, la estrategia podría fallar, bien por problemas en la propia negociación del TTIP, bien porque la reacción de las economías emergentes no sea la deseada por el eje transatlántico.
Para que el plan llegue a buen puerto, es imprescindible que estadounidenses y europeos se pongan de acuerdo en nuevas normas para el comercio y la inversión. Como se han excluido de la negociación los temas más espinosos (las industrias culturales, los subsidios agrícolas y parte de la industria militar) lograr un TTIP ambicioso es factible. Sin embargo, como las tradiciones regulatorias a ambos lados del Atlántico son distintas, esto no será ni mucho menos automático. De hecho, como en materia económica la relación de fuerzas entre la UE y EEUU está equilibrada ninguno podrá forzar al otro a que adopte sus propios estándares, lo que deja al reconocimiento mutuo como la mejor fórmula para avanzar. Pero en la UE saben bien que, incluso optando por el reconocimiento mutuo y no por la armonización normativa, fueron necesarias varias décadas para construir el mercado interior. Y, en servicios, todavía no se ha conseguido.
Las dificultades aparecerán a varios niveles. Primero, deben vencerse las resistencias de los grupos de interés proteccionistas para reducir a cero los aranceles, lo que será más difícil en los productos que mantienen aranceles pico elevados, como los productos lácteos, el azúcar y los cereales. Segundo, será necesario un ejercicio de confianza mutua sin precedentes para avanzar a través del sistema del reconocimiento mutuo, por el cual cada parte acepta como buenos los controles que la otra realiza de los bienes para proteger al consumidor. Sólo así se conseguirá liberalizar sectores con complejas normas de seguridad como los automóviles y los productos alimentarios. Por último, en las áreas en las que todavía quedan normas por establecer (tema que afecta especialmente a los servicios de alto valor añadido, que crecerán de forma exponencial en el futuro), es imprescindible que se establezca una cooperación entre reguladores que termine fraguando nuevas reglas comunes, o, al menos, compatibles. Y, por último, debe mantenerse el compromiso político al más alto nivel para alcanzar el acuerdo, algo que podría debilitarse si casos como el del espionaje minan la confianza entre las partes y envenenan la relación bilateral.
Pero aún si el TTIP logra completarse, nada asegura que el acuerdo vaya a abrir una nueva etapa de globalización bajo liderazgo occidental. Las potencias emergentes, en especial China, la India y los países de América del Sur, se han resistido durante años a aceptar normas en la OMC que redujeran su margen de maniobra para la política industrial, que son precisamente las normas que intenta fijar el TTIP. Por lo tanto, si para cuando el TTIP esté firmado y funcionando sus propios mercados suponen una porción mayoritaria y creciente del mercado mundial, podrían optar por no adoptar los estándares del TTIP para no perder soberanía regulatoria, confiando en que el coste de oportunidad de esta decisión no fuera demasiado alto porque las oportunidades de crecimiento exportador en el mercado transatlántico fueran decrecientes. De ser así, el TTIP no se convertiría en el modelo de la nueva regulación del comercio mundial, ni sería multilateralizado a través de la OMC, sino que sería el principio de un escenario de fragmentación del mercado mundial entre grandes bloques comerciales rivales que delegaría a la irrelevancia a la OMC, que por el momento es la institución que mejor ha funcionado para regular la globalización.
Conclusión: Cerrar un acuerdo ambicioso de comercio e inversiones puede tener para la UE y EEUU un doble dividendo. Por una parte, y esto coincide con el discurso oficial defendido por ambas potencias, el tratado podría impulsar el crecimiento económico a ambos lados del atlántico. Y además lo haría a coste cero, algo especialmente importante ante la actual coyuntura de recortes presupuestarios. Solo por este motivo, el TTIP es una buena idea. Sin embargo, como hemos mostrado en este artículo, existe una razón no explicitada por la que las autoridades transatlánticas han optado por lanzar esta iniciativa ahora: devolver el liderazgo económico y geopolítico a un Occidente cada vez más atemorizado por la narrativa dominante en las relaciones internacionales según la cual el futuro es de los países emergentes. Y lo haría, además, sin una confrontación directa con las potencias emergentes, sino reescribiendo las reglas del comercio y las inversiones mundiales, que son la infraestructura sobre la que se apoya la globalización.
Así, en la medida en la que el TTIP logre fijar estándares regulatorios en las áreas del comercio y la inversión con mayor potencial de crecimiento y débilmente regulados por la OMC, como los servicios, la protección de inversiones y los estándares técnicos y sanitarios, los países emergentes se verían presionados a adoptarlos también para asegurar su acceso al mercado transatlántico, lo que además permitiría revitalizar la maltrecha OMC pero con una clara hegemonía regulatoria occidental.
El camino, sin embargo, no será fácil. Primero será necesario vencer las resistencias transatlánticas internas a un acuerdo ambicioso y lograr que éste salga adelante en 2015, antes de las elecciones presidenciales en EEUU. En segundo lugar, una vez que el acuerdo comience a aplicarse, habrá que ver cuál es la distribución de fuerzas entre los países avanzados y emergentes en la economía mundial; es decir, qué margen de maniobra tienen los emergentes para dar la espalda al TTIP por considerar que pueden volar solos.
(Federico Steinberg Investigador principal de Economía del Real Instituto Elcano y profesor de la Universidad Autónoma de Madrid)
– El peligroso alejamiento de las reglas comerciales globales (Project Syndicate – 9/1/14)
Ginebra.- En el transcurso de los últimos 50 años, el mundo ha experimentado una "gran convergencia", en la que los ingresos per cápita en los países desarrollados aumentaron casi tres veces más rápido que en los países avanzados. Pero los avances en 2013 revelaron que el régimen de comercio abierto que facilitó este progreso hoy está bajo una seria amenaza, ya que el impasse en las negociaciones comerciales multilaterales promueve la proliferación de "acuerdos comerciales preferenciales" (ACP), que incluyen los dos acuerdos más grandes que alguna vez se hayan negociado -el Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP por su sigla en inglés) y el Acuerdo Transatlántico para el Comercio y la Inversión (TTIP por su sigla en inglés).
Las reglas y normas que surgen del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT) y su sucesor, la Organización Mundial de Comercio (OMC), han apuntalado el modelo de crecimiento liderado por las exportaciones que permitió que los países en desarrollo saquen a millones de personas de la pobreza. La ironía es que el hecho de que las grandes economías en desarrollo hayan alcanzado una relevancia sistémica es un elemento central del impasse en las negociaciones comerciales multilaterales.
Los países avanzados sostienen que las economías emergentes deberían adoptar la reciprocidad y establecer regímenes comerciales similares a los suyos. Las economías emergentes responden que sus ingresos per cápita siguen siendo mucho más bajos que los de sus pares desarrollados, e insisten en que hacer frente a sus enormes desafíos en materia de desarrollo exige flexibilidad en términos de sus obligaciones comerciales. El impasse resultante ha impedido que se lleve a cabo una discusión significativa sobre las cuestiones principales -entre ellas medidas no arancelarias, restricciones a las exportaciones, comercio electrónico, tipos de cambio y las implicancias para el comercio de las políticas vinculadas al cambio climático- que plantea una economía global abierta.
En este contexto, los mega-acuerdos ACP parecen estar a punto de reformular el comercio mundial. Las negociaciones del TPP involucran a una docena de países asiáticos, latinoamericanos y norteamericanos, entre ellos Japón, México y Estados Unidos; el TTIP abarcaría a las dos mayores economías del mundo, la Unión Europea y Estados Unidos; y la Asociación Regional Económica Integral (RCEP por su sigla en inglés) incluye a 16 países de la región Asia Pacífico. Japón también está desarrollando un acuerdo con China y Corea del Sur, así como otro con la UE.
Se dice que estos ACP tienen el potencial de mejorar las condiciones mucho más allá de las fronteras de los países involucrados. Si el TPP o el TTIP producen reformas significativas para los subsidios agrícolas que distorsionan el comercio -convirtiéndose en el primer acuerdo no multilateral en lograrlo-, los beneficios serán verdaderamente internacionales. Pero los ACP que existen hoy o que están siendo negociados se centran más en cuestiones regulatorias que en los aranceles y, por lo tanto, exigirían que los participantes alcanzaran un acuerdo sobre una amplia gama de reglas que cubren, por ejemplo, la inversión, la competencia justa, los estándares de salud y seguridad y las regulaciones técnicas.
Esto presenta no pocos obstáculos. Si bien algunas medidas no arancelarias podrían ser fáciles de descartar por proteccionistas, muchas otras cumplen objetivos legítimos de políticas públicas, como la seguridad de los consumidores o la protección ambiental, lo que hace difícil asegurar que no choquen con los principios básicos de justicia y apertura.
Es más, estos acuerdos pueden bloquear a varios grupos en estrategias regulatorias diferentes, lo que plantearía costos transaccionales para los operadores domésticos y dificultaría que los bienes y servicios externos pudieran ingresar al bloque. Esta segmentación del mercado podría alterar las cadenas de suministro y generar una desviación comercial que afectaría la eficiencia.
Finalmente, la capacidad de los mega-acuerdos ACP para fijar normas que beneficien a los no participantes podría resultar más limitada de lo que muchos creen. Las reglas comerciales transatlánticas sobre la valuación de la moneda, por ejemplo, podrían resultarle indiferentes a Japón. Mientras que determinadas reglas para proteger la propiedad intelectual sólo lograrían impedir la participación de Brasil y la India.
Superar estos obstáculos exigirá, primero y ante todo, cierto nivel de coherencia entre los ACP, como que los diferentes acuerdos se rigieran por principios más o menos similares en materia de cuestiones regulatorias. Es más, si se llega a percibir al regionalismo como coercitivo y hostil, los países podrían formar bloques comerciales defensivos, lo que generaría una fragmentación económica y agravaría la tensión en torno de la seguridad. Para impedir que esto suceda, los acuerdos deberían ser relativamente abiertos a los nuevos participantes y flexibles ante la posibilidad de una "multilateralización".
Sin embargo, la necesidad de una coherencia en cuanto a las políticas se extiende más allá de los mega-acuerdos ACP. Para obtener resultados óptimos en el comercio internacional hace falta prestarle atención en todo los niveles a la interface entre el comercio y un montón de otras áreas de políticas.
Consideremos la seguridad de los alimentos. Las políticas nacionales efectivas concernientes a la tierra, al agua y a la gestión de los recursos naturales, la infraestructura y las redes de transporte, los servicios de extensión agrícola, los derechos de propiedad de la tierra, la energía, el almacenamiento, el crédito y la investigación son tan importantes como los acuerdos comerciales a la hora de transferir alimentos de los países con excedentes a aquellos que los necesitan.
De la misma manera, la cooperación regional en materia de agua e infraestructura es esencial para mejorar las relaciones diplomáticas y establecer mercados que funcionen bien. Y, a un nivel multilateral, la producción agrícola y el comercio están influenciados por políticas sobre subsidios, aranceles y restricciones a las exportaciones (aunque las últimas actualmente no se rigen por las reglas estrictas de la OMC).
A pesar del gran valor de la cooperación regional y las políticas nacionales coherentes, un sistema comercial multilateral funcional sigue siendo vital. Para revitalizar la cooperación comercial multilateral, los gobiernos deben trabajar en conjunto para abordar las cuestiones no resueltas desde la agenda de Doha, como los subsidios agrícolas y la escalada arancelaria. Sin duda, el acuerdo alcanzado en la reciente conferencia ministerial de la OMC en Bali representa un beneficio para el comercio mundial y la cooperación multilateral.
Pero los gobiernos deben ampliar la agenda para que incluya lineamientos destinados a asegurar que los mega-acuerdos ACP no generen una fragmentación económica. Nuevas reglas de la OMC sobre las restricciones a las exportaciones podrían ayudar a estabilizar los mercados internacionales para las materias primas agrícolas. Se podría liberalizar aún más el comercio en servicios, mientras que la aplicación de subsidios industriales podría impedir que los objetivos de innovación verde de los países se pierdan en medio de la presión para fomentar el empleo fronteras adentro.
Es más, reglas globales sobre inversión podrían mejorar la eficiencia de la asignación de recursos, mientras que lineamientos internacionales para políticas de competencia satisfarían los intereses de los consumidores y la mayoría de los productores de manera más eficiente que el sistema de parches existente. Una mayor cooperación con el Fondo Monetario Internacional sobre cuestiones vinculadas al tipo de cambio, y con la Organización Internacional del Trabajo sobre estándares laborales, podría reducir las tensiones comerciales y mejorar la incidencia del comercio en lo que concierne a mejorar la vida de la gente.
Una estrategia compartida para abordar las medidas no arancelarias ayudaría a los países a evitar una fricción comercial innecesaria. Y nuevos progresos en la producción de energía podrían facilitar una cooperación internacional más significativa en materia de comercio e inversión en el sector energético.
Todo esto exigiría que las economías emergentes aceptaran un eventual alineamiento de sus compromisos comerciales con los de las economías avanzadas, y que los países avanzados aceptaran que los países emergentes merecen períodos de transición prolongados. En 2014 y después, todas las partes deben reconocer que, en un mundo multipolar, un sistema de comercio internacional basado en un conjunto actualizado de reglas es la manera menos riesgosa de perseguir sus objetivos de crecimiento. El reciente acuerdo de la OMC alcanzado en Bali sobre una reestructuración de los protocolos fronterizos, entre otras cuestiones, demuestra que efectivamente se pueden dar pasos importantes en esta dirección.
(Pascal Lamy, former Director General of the World Trade Organization, is Chair of the Oxford Martin Commission for Future Generations)
– Los escollos al libre comercio (Project Syndicate – 24/6/14)
Múnich.- El Acuerdo Transatlántico de Comercio e Inversión (ATCI), que al presente es objeto de intensas negociaciones entre la Unión Europea y Estados Unidos, está causando una gran conmoción. De hecho, dada la magnitud de las dos economías, que en conjunto representan más del 50% del PIB mundial y un tercio de los flujos mundiales de comercio, lo que se encuentra en juego es mucho. Con el fin de garantizar que el ATCI beneficie a los consumidores de ambos lados del Atlántico, aquellos que negocian deben reconocer y evitar varias trampas clave – algunas más evidentes que otras.
Los acuerdos comerciales bilaterales han ido ganando tracción últimamente. Por ejemplo, la UE y Canadá concluyeron recientemente un Acuerdo Económico y Comercial Global, que probablemente se convierta en la base para el ATCI.
Esto no es sorprendente, dado el reiterado fracaso de los intentos de llegar a un acuerdo global a través de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Las negociaciones de la Ronda de Doha de la OMC fueron un fracaso, y el acuerdo alcanzado en Bali el año pasado, a pesar de anunciarse como un éxito, hace muy poco que acelerar la recaudación de aranceles aduaneros.
En la situación actual, el miedo ante una insuficiente protección del consumidor, distorsionada por los intereses creados, está dominando el debate respecto al ATCI. Considere el desacuerdo sobre el tratamiento diferenciado que se dispensa al pollo. En EEUU, la carne de pollo se lava en agua tratada con cloro; en Europa, los pollos se rellenan con antibióticos mientras se encuentran vivos. En un esfuerzo que se puede describir solamente como absurdo, los productores europeos están tratando de convencer a sus clientes que el primer método es menos conveniente para los consumidores.
En realidad, la protección del consumidor en EEUU es considerablemente mejor y más estricta en comparación a la que se tiene en la UE, donde, a raíz de la decisión del Tribunal de Justicia de la Unión Europea en el asunto Cassis de Dijon, el estándar mínimo aplicable a todos los países se establece a través del país con el nivel más bajo en cada caso. Por el contrario, la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA) de EEUU hace cumplir los más altos estándares para los productos, lo que significa que, en el marco del ATCI, los consumidores europeos tendrían acceso a productos de mayor calidad a precios más bajos.
El principal beneficio de la facilitación del comercio es que permite que los países se especialicen en las áreas en las cuales tienen mayores capacidades. Como Ralph Ossa mostró en un documento de trabajo preparado para la Oficina Nacional de Investigación Económica de EEUU, si Alemania no tuviese acceso a los mercados internacionales, el nivel de vida que tuviese sería la mitad del que ahora tiene. El ATCI, según información proporcionada por Gabriel Felbermayr del Instituto IFO de investigación económica, podría mejorar el nivel de vida de Alemania en un 3 a un 5%.
Sin embargo, estos beneficios están lejos de estar garantizados. Uno de los riesgos principales de la facilitación del comercio es una desviación del comercio – es decir, una reducción de los aranceles aduaneros entre dos países lleva a que los consumidores eviten los productos más baratos procedentes de terceros países. Si el ahorro del consumidor no compensa la disminución en los ingresos aduaneros de los países, el resultado final sería una reducción en el bienestar.
Para evitar tal resultado se requiere de disposiciones que permitan la participación de un conjunto más amplio de países, que incluya especialmente a China y Rusia, en el proceso de facilitación del comercio en igualdad de condiciones. De hecho, la construcción de una especie de "OTAN económica" que excluya a potencias como Rusia y China no sería aconsejable, tanto económica como políticamente. En lugar de ello, estos países deberían ser incluidos en el proceso de negociación.
Otro posible riesgo es el concerniente a la protección de las inversiones. En la situación actual, es aceptable que la UE asuma responsabilidad cuando sus propias medidas de salud y de protección del medio ambiente funcionan, en los hechos, como barreras comerciales. Las Directivas de la UE que instituyen límites máximos para las emisiones de CO2, por ejemplo, son en realidad un tipo de política industrial destinada a proteger a los automóviles pequeños franceses e italianos. La protección de las inversiones limitaría este tipo de abusos.
Sin embargo, no es aceptable que la UE ofrezca protección a los inversores extranjeros con relación a la incapacidad que tiene un país europeo en cuento a cumplir con sus obligaciones, en especial en lo que se refiere al servicio de su deuda. Tal medida, como Norbert Häring de Handelsblattrecientemente señaló, transformaría al ATCI en un mecanismo de mutualización de la responsabilidad dentro de la UE.
Las garantías a las inversiones que tengan un alcance en toda la UE reducirían artificialmente la tasa de interés a la cual un país de la UE, de manera individual, podría pedir prestado y por lo tanto, alentaría a que estos países asuman más deuda, suspendiendo, en los hechos, el mecanismo de auto corrección de los mercados de capitales. Esto llevaría a la siguiente escena del desastre de la deuda europea, con consecuencias que serían muy superiores a los beneficios que ofrece el ATCI.
El ATCI, sin duda, tiene un gran potencial para impulsar el desempeño económico a ambos lados del Atlántico. Pero, ello no significará nada si se permite que el acuerdo sirva como puerta trasera para la mutualización de la deuda europea a través de lo que se aproximaría, en los hechos, a lo que son los Eurobonos.
(Hans-Werner Sinn, Professor of Economics and Public Finance at the University of Munich, is President of the Ifo Institute for Economic Research and serves on the German economy ministry"s Advisory Council. He is the author, most recently, of The Euro Trap: On Bursting Bubbles, Budgets )
– La idea ilusa sobre el comercio (Project Syndicate – 18/7/14)
Londres.- Desde el año 2008, el comercio mundial ha crecido un poco más lentamente que el PIB mundial. La Ronda de Negociaciones de Doha de la Organización Mundial del Comercio terminó siendo un fracaso. Las negociaciones comerciales trasatlánticas y transpacíficas están progresando lentamente, frenadas por la resistencia que ejercen los intereses especiales. Sin embargo, a pesar de que muchos expertos temen que el proteccionismo menoscabe la globalización, y amenace con obstaculizar el crecimiento económico mundial, puede que la desaceleración del crecimiento del comercio mundial sea un hecho inevitable, y que la liberalización del comercio sea cada vez menos importante.
Sin duda, por un período de 65 años, el rápido crecimiento del comercio ha jugado un papel vital en el desarrollo económico, con el pronunciado descenso de los aranceles industriales promedio en las economías avanzadas desde un nivel superior al 30% a uno por debajo del 5%.
La creación del mercado único europeo facilitó el aumento del comercio intra-europeo. Japón, Corea del Sur y Taiwán alcanzaron una rápida convergencia económica sobre la base de un crecimiento impulsado por las exportaciones. China ha seguido el mismo camino durante los últimos 30 años. En el período comprendido entre los años 1990 al 2008, el comercio creció dos veces más rápido que la producción mundial.
No obstante, no existe ninguna razón por la cual el comercio debería crecer más rápido que el PIB de manera eterna. De hecho, incluso si no existiera ninguna barrera comercial en lo absoluto, pudiese ocurrir que el comercio crezca mucho más lentamente que el PIB durante algunos períodos. Hay varios factores que hacen posible que entremos a un período de este tipo.
Para empezar, hay un cambio de patrón de consumo en las economías avanzadas. Las personas más ricas gastan una mayor proporción de sus ingresos en servicios, que por su naturaleza, es imposible que sean parte de transacciones de comercio (por ejemplo, comidas en restaurantes) o bien es muy difícil que lo sean (como en el caso de los servicios de salud). Los sectores que no son parte de las transacciones de comercio tienden a representar un porcentaje creciente del empleo y la actividad económica.
Durante varias décadas, esa tendencia se ha visto compensada por el permanente y cada vez más intenso comercio de bienes transables, que a menudo cruza muchos países en cadenas de suministro complejas. En el futuro, no obstante, el cambio hacia el consumo de bienes no transables podría dominar.
De hecho, la intensidad del comercio podría disminuir incluso para los productos manufacturados. El comercio se ve impulsado, en parte, por las diferencias en los costos laborales. Hasta hoy en día, el dramático crecimiento del sector manufacturero de China refleja los bajos salarios. Sin embargo, a medida que los salarios reales en China y otras economías emergentes aumenten, los incentivos para el comercio disminuirán. Cuanto más converjan los ingresos a nivel mundial, puede que haya una cantidad menor de comercio.
Además, tal como los economistas Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee del MIT han argumentado en su libro The Second Machine Age, los rápidos avances en la tecnología de la información podrían permitir que ocurra una automatización cada vez más extendida. Podrían retornar a los países desarrollados algunas actividades de fabricación, y unos pocos puestos de trabajo, a medida que las ventajas de la proximidad al lugar de ubicación de los clientes y los costos de transporte menores pesen más que las diferencias, cada vez menos importantes, en costos laborales.
El comercio mundial como porcentaje del PIB puede, por lo tanto, bajar, pero sin consecuencias adversas para el crecimiento económico mundial. El aumento de la productividad no requiere, inexorablemente, de una creciente intensidad del comercio.
El planeta Tierra, al fin y al cabo, no comercia con otros planetas, pero aun así su economía sigue creciendo. La intensidad comercial óptima depende de muchos factores – tales como los costos relativos de mano de obra, los costos de transporte, los niveles de productividad, y los efectos de economía de escala. Las tendencias en estos factores podrían hacer que la reducida intensidad del comercio no sólo sea inevitable sino que también sea deseable.
Incluso si eso es cierto, el comercio internacional seguirá desempeñando un papel vital, y es esencial evitar cualquier reversión de las liberaciones comerciales que se llevaron a cabo en el pasado. Sin embargo, las futuras liberalizaciones comerciales están destinadas a tener una importancia cada vez menor con relación al crecimiento económico.
Debido a que los aranceles industriales se redujeron de manera dramática, ya se captaron la mayoría de los beneficios potenciales de las liberaciones comerciales. Las estimaciones de los beneficios potenciales adicionales que traerían consigo mayores liberalizaciones comerciales son a menudo sorprendentemente bajas – no más de unos pocos puntos porcentuales del PIB mundial.
Ese beneficio es pequeño en comparación con el costo de la crisis financiera del año 2008, que ha dejado a la producción en varias economías avanzadas un 10 a 15% por debajo de los niveles de tendencia pre-crisis. Es pequeño, también, en comparación con la diferencia en el desempeño económico entre los países exitosos que están tras alcanzar a los otros -como por ejemplo China- y otros países que han gozado del mismo acceso a los mercados mundiales, pero que han tenido un desempeño menor por otras razones.
La principal razón para el lento progreso en las negociaciones de comercio no es el proteccionismo que va en aumento; es el hecho de que una mayor liberalización implica complejas compensaciones que ya no se ven compensadas por enormes beneficios potenciales. El fracaso de la Ronda de Doha ha sido condenado públicamente como un revés para los países en desarrollo. Y cierta liberalización -digamos, de las importaciones de algodón de las economías avanzadas- sin duda beneficiaría a algunas economías de bajos ingresos. Pero la liberalización completa del comercio tendría un impacto complejo en las economías menos desarrolladas, algunas de las cuales se beneficiarían solamente si se las compensa por la pérdida del acceso preferencial a los mercados de las economías avanzadas que disfrutan hoy en día.
Esto implica que los futuros avances en la liberalización del comercio serán lentos. Sin embargo, para las perspectivas de crecimiento, dicho avance lento es un reto mucho menos importante en comparación al reto que representa la carga de la deuda en las economías desarrolladas, o las deficiencias educativas y de infraestructura en muchas economías en desarrollo. Esta realidad a menudo no se reconoce. La importancia que revestían las liberalizaciones comerciales del pasado ha dejado a los líderes encargados de las políticas mundiales con un sesgo que los lleva a suponer que una mayor liberalización traería beneficios similares.
Sin embargo, si bien los beneficios mundiales potenciales de la liberalización del comercio han disminuido, la reducida intensidad del comercio aún podría impedir el desarrollo económico de algunos países. Sólo un puñado de economías en los últimos 60 años han alcanzado los estándares de vida de las economías avanzadas de manera plena, y todo esto fue logrado sobre la base de un crecimiento impulsado por las exportaciones, cuyo fin a su vez es impulsar la productividad y la creación de empleos en la industria manufacturera. Confiar únicamente en dicho modelo se tornará más difícil en el futuro. China es tan grande que debe desarrollar impulsores internos para el crecimiento en una etapa más temprana de su desarrollo en comparación con lo que ocurrió en los casos de Japón, Taiwán o Corea del Sur; como consecuencia de ello, sus exportaciones disminuirán inevitablemente (en relación con el PIB).
Mientras tanto, para algunos países de bajos ingresos, el aumento de la automatización del tipo descrito por Brynjolfsson y McAfee que ocurre en los sectores de manufactura y servicios, ya sea dentro de las economías avanzadas, o dentro de agrupaciones industriales establecidas en China, hará que la ruta para acceder a una situación de ingresos medios y altos sea más difícil de alcanzar. Esto plantea importantes retos para las políticas de desarrollo, retos que una mayor liberalización comercial podría aliviar sólo marginalmente.
(Adair Turner, a former chairman of the United Kingdom's Financial Services Authority and former member of the UK's Financial Policy Committee, is a senior fellow at the Institute for New Economic Thinking and at the Center for Financial Studies in Frankfurt)
– The Transatlantic Trade and Investment Partnership (TTIP): Economic Benefits and Potential Risks (The Heritage Foundation – 17/9/14)
(By Theodore R. Bromund, Ph.D., Luke Coffey and Bryan Riley)
The United States and the European Union are negotiating a trade agreement -the Transatlantic Trade and Investment Partnership (TTIP)- that politicians and commentators on both sides of the Atlantic hail as the answer to the woes of the transatlantic relationship, as a solution to the EU"s economic difficulties, and as heralding the creation of a new institution that will reinvigorate the Western alliance. But no U.S.-EU agreement can do all that has been claimed of the TTIP, and there are reasons to believe that its benefits have been oversold. The U.S. should support all measures that would promote growth and employment by increasing economic freedom, but it should not accept any agreement that could increase government regulation in the name of promoting free trade and create a transnational regulatory body that could infringe on U.S. sovereignty.
In February 2013, President Barack Obama called for a free trade agreement between the United States and the European Union during his State of the Union address. This proposed agreement is now known as the Transatlantic Trade and Investment Partnership (TTIP). The President"s announcement has been taken by politicians and commentators on both sides of the Atlantic as an effort to reinvigorate U.S. trade diplomacy, as the answer to the woes of the transatlantic relationship, as a solution to the EU"s economic difficulties, and as heralding the creation of a new institution that will give renewed purpose to the Western alliance.
Reality is more complex. An agreement that reduces barriers to trade between the U.S. and the EU, thereby empowering individuals on both continents, would be beneficial. No U.S.-EU agreement, however, can do all that has been claimed of the TTIP, and there are reasons to believe that the TTIP"s economic and broader geopolitical benefits have been oversold by some of its proponents.
This Backgrounder -the first of two- will assess the substantial benefits that would flow from a U.S.-EU agreement that genuinely advanced economic freedom while considering the risks that such an agreement would not achieve this objective. The second Backgrounder will assess the broader geopolitical case for a TTIP.
The United States should look favorably on all measures that would promote growth and employment by genuinely increasing economic freedom, but it should not accept any agreement that could mandate the international harmonization of rules and thereby increase government regulation in the name of promoting free trade. Nor should it accept any agreement that would create a transnational regulatory body that could infringe on U.S. sovereignty.
If the U.S. is to pursue a comprehensive TTIP, the Administration will have to show leadership that has been lacking to date. The history of such comprehensive efforts, and even of more limited U.S.-EU agreements, suggests that it might be wiser to pursue a narrower negotiation that would focus on achievable goals and would not be based on the principle of harmonization.
In any case, if it decides to give trade promotion authority (TPA) to the Administration, Congress will have to ensure that the Administration is clearly committed to the promotion of economic freedom and define the redlines for negotiation of a TTIP with care. Furthermore, the United States should not wait for the conclusion of TTIP negotiations to open negotiations for free trade agreements with European nations that are not burdened by the cumbersome EU bureaucracy, including Norway, Switzerland, Turkey, and Georgia, or any nation that might exit the EU in the coming years, such as the United Kingdom, which will hold a referendum on EU membership in 2017. Finally, the U.S. should couple these negotiations with a broader emphasis on the promotion of economic freedom, both abroad and at home.
The Case for Economic and Trade Freedom
Economic freedom is the fundamental right of every person to control his or her own labor and property. As such, it is a natural right and is closely associated with other human rights, such as the existence of a free press, freedom of religion, and freedom from arbitrary power. It also has important practical consequences: Increasing levels of economic freedom correlate with greater prosperity and many other desirable social outcomes.
Economic freedom includes having the ability to trade freely, both internationally and domestically; the voluntary exchange of goods is central to the functioning of markets and to the increases in productivity that ultimately bring greater wealth. After World War II, the U.S. led the developed -and, increasingly, the developing- world to liberalize international trade, which contributed powerfully to making this era the most prosperous in the history of the world.
Trade becomes freer as it is subject to fewer government controls, restrictions, and barriers. The best-known barrier to freer trade is government imposition of tariffs on imported goods. Tariffs raise the cost of imports, making them more expensive to domestic consumers and manufacturers and thereby reducing American buying power. There also are many other barriers to trade, including government regulations on the goods that are allowed to enter the market, requirements to buy only domestically produced goods for some government-financed projects, and the existence of state-owned enterprises that receive government subsidies.
While these barriers work in many ways, they are like tariffs because they both make it harder for consumers to exercise their freedom to choose what to buy and, by reducing competition, make purchases more expensive. The case for freeing U.S. exports from foreign restrictions is widely appreciated, but the case for freeing imports from domestic American restrictions is less well understood – even though those American restrictions are paid for by American consumers and benefit special interests at the expense of the public at large.
To the extent that these barriers exist in the United States, they exist because of the actions of the federal, state, and local governments. Trade agreements can provide a mechanism that encourages the liberalization of U.S. markets by offering the promise of similar actions by U.S. trading partners, but the U.S. also could and should reduce burdensome regulations on its own, without any negotiations.
Nor does calling a trade agreement a contribution to free trade necessarily make it so. Because many barriers to freer trade originate in government regulations, it is possible that an agreement could align rules across international borders in a way that would make international trade easier while simultaneously reducing economic freedom. In other words, the rules under which businesses work could be made more coherent internationally but also more onerous, thus keeping competitors out of the market and increasing the damage that the rules do to the majority of the economy that does not directly engage in international trade.
The first and central test of the acceptability of any trade agreement must be whether it actually increases economic freedom for and in the United States. If it does not, it is unacceptable. In order for a trade agreement to meet this criterion, it must definitely reduce the significance of governmental regulation of and barriers to trade. A trade agreement that merely promises to reduce regulation by establishing international commissions to assess regulations in particular sectors does not meet this criterion, because such commissions will also have the power to promote increased regulation in practice.
Unless reduced regulation is assured, a trade agreement that seeks to harmonize domestic regulations across international boundaries is also unacceptable. Harmonization is likely to be driven in practice by international commissions and to harmonize up to higher levels of regulation, not down to lower ones. The approach of mutual recognition -whereby both parties to the agreement accept each other"s standards- is superior because it allows continued competition between regulatory approaches and thus penalizes the less efficient and more burdensome approaches.
In short, the goal of U.S. trade policy should be to increase economic freedom both worldwide and, in particular, in the United States. International agreements can make, as they have in the past, a valuable contribution to this goal, but there is no guarantee that an agreement that is billed as promoting freer trade will actually lead to increased economic freedom.
The Economic Benefits of a TTIP
A number of efforts have been made to model the economic benefits of a TTIP agreement. Such estimates are speculative and will remain so until -and, to an extent, even after- an agreement is negotiated and put into effect. Any model of the gains from a TTIP must necessarily make a substantial number of assumptions about the agreement, and while these assumptions can be defensible, they limit the degree of certainty associated with the estimate the model produces.
On one hand, if the TTIP genuinely increases economic freedom, it is likely that existing models are too pessimistic about the gains it will yield. Modern economies are extremely complex, and existing models do not fully capture the gains from freer trade. Over the long run, the most important result of reduced barriers to trade in the U.S. and the EU would be that both economies would have a higher growth potential, though the extent of the increase and the ways it might be realized are difficult to quantify. On the other hand, tariff barriers between the U.S. and the EU economies are already very low.
The gains from further trade liberalization between the U.S. and the EU, therefore, will be relatively less significant than the gains that have already been made. The U.S. and the EU have already done the most valuable work by reducing the tariff barriers between their economies through the creation of the General Agreement on Tariffs and Trade (GATT) in 1948 and its successor, the World Trade Organization (WTO), in 1995.
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