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La construcción de la identidad israelí: Génesis, problemáticas y contradicciones de una idea. El caso del nacionalismo judío (página 2)

Enviado por Andr�s Criscaut


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DE NACIONES, IZQUIERDAS Y SIONISTAS

  • ENTRE LO UNIVERSAL Y LO PARTICULAR: SOCIALISMO VS. SIONISMO

Quizás el mayor aporte que hizo el pensamiento judío a las ideas políticas no fue el advenimiento del Sionismo en sí, sino el impresionante caudal teórico y práctico que tuvieron los judíos en el pensamiento de la izquierda internacional.

Las interpretaciones sobre el carácter y el valor de los movimientos nacionales, sobra la llamada "cuestión judía", así como el origen y el papel del antisemitismo y los totalitarismos, todas estas temáticas fueron tan variadas como divisiones y líneas teóricas tuvo la izquierda europea desde sus orígenes.

El debate entre sionistas y socialistas sobre el antisemitismo tuvo dos interpretaciones radicalmente opuestas: luchar contra la opresión capitalista para lograr la "liberación" del judío dentro de los límites de los países donde vivían, o buscar que los judíos sean llevados a la liberación en un nuevo hogar y/o Estado independiente.

En definitiva las ilusiones socialistas de construir una nueva sociedad sin ningún tipo de explotación fueron mucho más atractivas para los judíos europeos que cualquier idea sionista de perennidad del antisemitismo, de propaganda migratoria o de recuperación de los valores religiosos del judaísmo (cfr. Arendt, 1950). Sin este "valor agregado" de redención social que luego adoptó en parte el Sionismo, ningún terrón de tierra habría sido cultivado o ruta alguna construida por los pioneros israelíes. Porque muy probablemente, sin esta redención socialista, los colonos sionistas se habrían quedado como unos sectarios, el Sionismo como una quimera, e Israel como una hermosa utopía.

Por lo general puede afirmarse que para la izquierda, en sus múltiples variantes, la llamada "Cuestión Judía" era percibida como una anomalía social, como la persistencia de factores arcaicos en el capitalismo o la verdadera columna vertebral del "chovinismo nacionalista burgués". Esta debía ser "mejorada" o "normalizada" mediante la asimilación, o en segunda instancia mediante la emancipación. Pero el intento de búsqueda de una solución común para las dos realidades de las comunidades judías de Europa, la oriental y la occidental, pronto resultaría ser conflictiva.

Desde la óptica de la izquierda, Karl Kautsky, de la vertiente socialista judía y antisionista, definió al Sionismo como "un deporte para los filántropos y los intelectuales [que quieran hacer] de Palestina un gueto mundial para el aislamiento de la raza judía". Esta hostilidad de la izquierda hacia el Sionismo se basaba en que para ellos el Sionismo representaba un abandono de la lucha universal que se estaba desarrollando localmente en el suelo europeo contra el antisemitismo, trastocando peligrosamente el objetivo de liberar a todos los judíos europeos de la opresión por el objetivo inverso de liberar a Europa de los judíos, pero desplazándolos a la Tierra Palestina.

Para ellos la lucha contra el antisemitismo era una parte fundamental de la batalla de todo el proletariado y los oprimidos tanto judíos como no judíos, contra el capitalismo. Así, de un lado se ubicaban los revolucionarios de izquierda contra los pogroms, realizando paros para derrocar al régimen zarista opresor, y por otro estaban los sionistas que en cierta medida buscaban negociar con el victimario el "escape hacia Palestina" de los judíos (cfr. Zirin, 2002).

  • SIGUIENDO EL JUEGO DEL ANTISEMITISMO

Las críticas hacia el supuesto "colaboracionismo" del Sionismo con respecto al antisemitismo europeo siempre fue un tema candente.

Si bien los sionistas nunca lograron dar una explicación completa y orgánica del antisemitismo, ellos fueron los primeros en darse cuenta de la "actualidad política" del mismo en la formación de los nuevos Estado-Nación (Arendt, 1950), y decidieron utilizarla en su favor. El Sionismo se nutrió de la doctrina de la inevitabilidad y perdurabilidad del antisemitismo europeo: en su explicación seudo científica del mismo, Herzl define que "una nación es un grupo de personas agrupadas por un enemigo común", y que sin éste aglutinante el pueblo judío no habría sobrevivido y perdurado como tal en la Diáspora. Por eso Herzl aclarará que el antisemita "será nuestro amigo más confiable, y los países antisemitas nuestros aliados" (cfr. Weinstock, 1969, pág.73).

Ya en 1882 Leo Pinsker había insistido en su obra Autoemancipación en esta idea de la perdurabilidad del antisemitismo: "La judeofobia es una psicosis. En tanto que psicosis, es hereditaria; en tanto que enfermedad transmitida desde los mil años, es incurable" (citado por Arendt, 1944, pág. 153). En esta misma obra también se puede apreciar una metáfora que pone al descubierto una de las principales adversidades que debía afrontar el incipiente nacionalismo: "Hay algo antinatural en un pueblo sin un territorio, algo parecido a la idea de un hombre sin sombra". El territorio es una condición urgente de la identidad.

Hannah Arendt (1944, pág. 244) analizó estos preceptos pero a la sombra de los genocidios europeos y de los pogroms zaristas: "el resultado sólo podría haber sido una tremenda confusión en la cual nadie podría distinguir entre un amigo y un enemigo, donde el enemigo se transforma en amigo y el amigo en algo aun más peligroso, en el enemigo oculto". Arendt interpreta que la única pizca de verdad de esta afirmación fue que muchos judíos tomaron conciencia de su condición a raíz de su segregación.

Precisamente así lo aclara el escritor Imre Kertesz (2002-a): "Mi judaísmo es muy polémico. No soy un judío creyente. Pero como judío me llevaron a Auschwitz y como judío estuve en los campos de exterminio, y como judío vivo ahora en una sociedad a la que no le gustan los judíos, con un gran antisemitismo. Siempre he tenido la sensación de que me obligaron a ser judío. Lo soy, y lo asumo, pero en gran parte es cierto que se debe a una imposición". Ludwin Börne también dio su impresión de su experiencia en Alemania: "Algunos me reprochan ser judío, otros me hacen cumplidos, algunos me lo perdonan, pero todos lo tienen presente" (Deutscher, 1968).

Dentro de este enfoque se encuadra la definición de Chaim Weizmann de que "la creación de Palestina es nuestra respuesta particular al antisemitismo". En última instancia parecería ser que para el Sionismo la mejor respuesta al Anti-semitismo fue la construcción, tan de moda por aquel entonces, de un Pan-semitismo.

Sin embargo las realidades eran distintas. Hacia fines del siglo XIX en Europa Occidental la asimilación estaba llevando a la identidad judía a un proceso de desaparición, y de no existir el antisemitismo y su reacción sionista, ésta probablemente se habría diluido en las poblaciones nacionales. Nuevamente Arendt (1999-b) señaló que la única consecuencia inmediata del moderno antisemitismo no fue el nazismo sino el Sionismo, cuya vertiente original constituyó una contra ideología y una ‘respuesta’ al antisemitismo.

Para ella el Sionismo, en definitiva, surgió como protesta de esa disolución, y canalizó el affaire Dreyfus como la ratificación de la persistencia natural del antisemitismo incluso en país con una larga tradición cívica como Francia. Las teorías seudo científicas de la raza tampoco eran ajenas a los sionistas. Incluso Weizmann, químico de formación, habla en términos casi físicos al incluir "factores de solubilidad de judíos" en la sociedad y poder solvente de los países para asimilar a sus minorías (Weizmann, 1949, pág. 129).

En este punto cabe mencionar la tesis de Jean-Paul Sartre (1988) que vio al antisemitismo como una creación de la modernidad generada específicamente en el ámbito cristiano. Más allá de su "naturaleza" como una reacción al separatismo o al aislacionismo religioso judío, como lo planteó Arendt, esto ayudó a generar las condiciones que permitieron la formación de una conciencia y especificidad judía identitaria.

Al respecto, Arendt habla de una "miopía política" por parte de los judíos europeos y de una interpretación errónea del contexto histórico y social que los ubicaba como víctimas accidentales e inevitables de un antisemitismo eterno. Estos presupuestos sobre los que se basó el Sionismo "niegan la cuota judía de responsabilidad que generó la existencia de estas mismas condiciones" (Arendt, 1978, pág. 147). Arendt creyó que el Sionismo implicó, por primera vez, una toma de conciencia política por parte de los judíos, una "vuelta a la realidad" política que venían negando. También significó una solución radical desacertada pues en vez de combatir el antisemitismo en su propio lugar, prefirió la solución del escape hacia otra tierra. Así Herzl y los judíos intelectuales secularizados occidentales lograron dejar atrás esa historia del judaísmo presentada como una suerte de eventos fortuitos y providenciales guiados por una ley inamovible, y tomaron control por primera vez de su destino. Así "la historia ya no será más un libro cerrado (…) ni la política será más un privilegio de los gentiles" dirá Arendt (1978, pág. 66). Ella incluso creyó que el holocausto nazi generó entre los judíos la novedad de recuperar el deseo de la dignidad a cualquier precio. Pero la inercia de ese impulso fue potenciado por el Estado de Israel dentro de un síndrome de Masada, destinado a encontrar ese honor perdido en los campos de exterminio. Esta actitud ya no era defensiva, sino ofensiva, y por lo tanto casi "suicida" al depender la continuidad del Estado del apoyo norteamericano y la adversidad del mundo árabe.

Sin embargo, los judíos abiertamente comprometidos con el socialismo y el marxismo vislumbraron la lucha contra la opresión desde un enfoque mucho más universalista. Por eso es imprescindible ver la evolución y las otras alternativas que se plantearon en torno a la cuestión nacional entre los marxistas, el movimiento obrero judío y el Sionismo.

  • PENSAMIENTOS QUE VIENEN DEL ESTE

La idea gestora del Estado de Israel está indisolublemente ligada al mismo contexto histórico, geográfico y social donde también nació el ideal socialista.

La Ostjudenland, los seis millones de judíos del este europeo del siglo XVIII y XIX, mostraba una estructura social con un fuerte apego a la tradición religiosa así como una marcada diferenciación e identificación cultural en torno al yidish (ámbito cultural conocido como Yiddishkeit). Esta comunidad se componía de un amplio proletariado de origen artesanal, apartado de la industria pesada, así como de una pequeña burguesía empobrecida, ambos sumergidos en un proceso de asimilación muy tibio y en un contrastante clima de antisemitismo en ascenso.

En esta región el shtetl, la aldea típica judía, se conservó con su estructura y homogeneidad social, cultural y lingüística particulares, pero por aquel entonces también se encontraba desprovista de su base constitutiva religiosa ante un proceso de secularización y politización acelerado. Pese a que los judíos seguían siendo una minoría en la región del imperio ruso en la cual se les permitía habitar (conocida como Zona de Residencia y que incluía parte de las actuales Rusia, Bielorrusia, Ucrania y Lituania), se encontraban social y culturalmente separados de las poblaciones vecinas, y la asimilación no se había producido.

Esta estructura se vio sometida a un nuevo proceso de recomposición que incluía la connivencia con una pequeña burguesía asimilada (en nada comparable a la de los países centrales u occidentales de Europa), la creación de un proletariado judío numeroso (pero fuera del sector industrial y apartado del resto del mundo obrero eslavo) y una nube de desempleados y vagabundos judíos (casi un cuarto, e incluso la mitad en algunas comunidades, de la población económicamente activa y conocidos como los llamados luftmenshn, "hombres que viven del aire") (cfr. Schwartz, 1951). Como aclararía más tarde León Trotsky, en los países que habían conocido una revolución burguesa, la "Cuestión Judía" como tal, ya no existía, en cambio en el Imperio Ruso, salido de una muy reciente estructura feudal y con una industrialización tardía, esta se reducía incluso a la falta de derechos cívicos básicos. No es casual que el moderno antisemitismo, muy distinto de la judeofobia medieval, haya comenzado precisamente luego de la crisis mundial económica de 1873. Las persecuciones y matanzas de judíos en la Europa oriental podrían ser interpretadas como la "versión eslava" de esta crisis económica llevada al plano social.

Las reformas y apertura del zar Alejandro II de mediados del siglo XIX comenzaron a provocar una proceso de asimilación o rusificación / polonización, así como la creación de una clase intelectual judía hasta aquel momento inexistente: de la casi ausencia de judíos en la población universitaria rusa de 1840 se pasó a 1.600 en 1886 (Shapiro, 1961).

Desde ese entonces, la urbanización y la emigración crecieron en forma sostenida en la región. En 1795 la anexión de Polonia al imperio ruso incrementó la población judía de un millón a cinco. En esta zona predominantemente judía, llamada "zona de residencia" y regida por leyes específicas, se llegó a casi siete millones cerca de la 2ª Guerra Mundial. Desde 1887 Varsovia vio crecer su población judía de 41.000 a 822.000, Lodz de 2.850 a 156.000, Odesa de 17.000 a 153.000 y Kiev de 3.000 a 140.000. En 1917 los judíos eran el 4,2% de la población de la URSS, y representaban el 10%, 15% y hasta el 25% de los habitantes de las grandes ciudades. Sin embargo comenzó un período de emigraciones importantes ya que entre 1880 y 1920 se calcula que tres millones de judíos abandonaron Europa oriental con destino a Estados Unidos o a Europa Occidental.

Como explica Enzo Traverso (1996) en Los Marxistas y la Cuestión Judía, a diferencia de lo que ocurría en Occidente, donde los judíos se aburguesaban gracias a la posibilidad de su ascenso social, en el Este, en cambio, se proletarizaban. El carácter de este proceso era diferente del de los obreros rusos ya que estos provenían casi absolutamente del campesinado, mientras que el judío poseía un carácter marcadamente urbano y de vertiente artesanal. Como veremos, esta real separación (casi una suerte de "gueto socioeconómico" del proletariado judío escindido de su par ruso-polaco) fue la base de su particular demanda de autonomía nacional dentro del mismo movimiento socialista.

El compromiso del movimiento obrero judío con los movimientos socialistas revolucionarios fue evidente. En 1905 los judíos representaban el 4% de la población de imperio ruso, sin embargo integraban el 11% del partido bolchevique y 23% del menchevique. Ese mismo año fueron el 37% de los militantes políticos arrestados durante la revolución. La Unión de Trabajadores judíos de Lituania, Polonia y Rusia, conocida como Bund, tenía aproximadamente el mismo tamaño que el partido bolchevique (cfr. Brym, 1978).

En 1911 entre un 20 y 30% de los intelectuales judíos se adhirieron a la socialdemocracia, y la vez que representaban casi un 10% del socialismo alemán. En el experimento de la república soviética húngara, 18 de 29 comisarios del pueblo fueron judíos y también constituían entre el 70 y el 95% de su dirigencia (cfr. Traverso, 1996).

  • INTERNACIONALISTAS CON RESERVAS

Fue en el caldeado mundo obrero del este europeo de principios del siglo XX donde el BUND (Unión de Trabajadores Judíos de Lituania, Polonia y Rusia) intentó un equilibrio entre el internacionalismo y universalismo socialista, y la realidad y ambiciones de los ostjuden. En ese momento florecieron y se elaboraron los nutridos debates en torno a la llamada "cuestión nacional", en dónde estaba incluida la "cuestión judía".

Uno de los principales teóricos de este movimiento, Vladimir Medem, ya marcaba uno de los lineamientos al condenar la abstracción que implicaba el internacionalismo al decir que "toda persona que tenga la más mínima familiaridad con la cuestión nacional sabe que la cultura internacionalista no es a-nacional. Una cultura a-nacional, ni rusa, ni judía, ni polaca (…) sino una cultura pura, es un absurdo.

Las ideas internacionalistas sólo pueden ejercer un atractivo sobre la clase obrera si están adaptadas a la lengua hablada por el obrero y a las condiciones nacionales concretas en las que vive" (citado por Traverso, 1996, pág. 173). Medem consideraba a la Nación fundamentalmente como una entidad cultural: modelada por los conflictos sociales, definida por límites lingüísticos, pero no precisamente relacionada o anclada a una territorialidad o reivindicación espacial específica. Dentro de este esquema, el pedido de autonomía cultural del Bund para los judíos orientales (nacionalidad considerada "extraterritorial" por no tener una zona de reclamo precisa como la checa o polaca) era absolutamente viable. La Yiddishland lingüística, con el impresionante mundo cultural del yídish hablado por más de ocho millones de personas y por casi el 97% de los judíos del imperio zarista, formaba por sí misma una nutrida área cultural bien demarcada del judaísmo.

Esta venía a llenar la carencia de un territorio delimitado, una especie de sustituto de esa identidad territorial que no existía. Es así que se pueden comprender las palabras de Medem cuando dijo: "somos neutrales (…), no estamos contra la asimilación, estamos contra el asimilacionismo, contra la asimilación como objetivo programático" (citado por Frankel, 1984, pág. 189). Este reclamo de autonomía cultural pero dentro de las fronteras estatales distaba mucho de toda forma de nacionalismo, separatismo o secesionismo propiamente dicho. Medem interpretaba la asimilación como "un nacionalismo de la apropiación" (Traverso, 1996, pág. 177), por eso su visión estaba muy lejos de cualquier tipo de estatismo territorialista como el reclamado por los sionistas. Así no concebía por lo tanto una nación judía por fuera de la diáspora, sino una autonomía puramente cultural para la influyente zona de la yiddishkeit.

  • EL "AQUÍ" SOCIALISTA Y EL "ALLÁ" SIONISTA

Durante el VI Congreso del Bund en Zurich en 1905, este movimiento condenó definitivamente al Sionismo como una versión nacionalista, producto de la ideología pequeño burguesa que alejaba a la clase obrera de su emancipación internacional. Para ellos el Sionismo era una suerte de interpretación política de la tan rechazada psicología burguesa y del gueto de sus padres y abuelos: un concepto perimido y egoísta de la Nación entendida como una propiedad privada, como una parcela alambrada de tierra.

Por lo tanto la verdadera lucha por la solución de la cuestión judía se debía realizar en el mismo campo en donde realmente existía una nación judía, en una dimensión del "aquí y ahora" muy distinta de la proyección temporal y geográfica que tenía el Sionismo de una futura sociedad justa en Palestina. Esto significaba combatir en el mismo territorio europeo ese callejón sin salida que planteaba el nuevo antisemitismo estatal: esa frontera que a la vez imposibilitaba que se volvieran rusos o polacos, y que siguieran siendo judíos. Había que encontrar una alternativa local a la política del gueto, del pogrom y de la emigración.

El Sionismo fue principalmente un movimiento secular, incluso hasta anti-religioso, formado por jóvenes judíos europeos que ignoraban e incluso repelían lo que ellos consideraban un judaísmo tradicionalista y anquilosado practicado por sus padres y abuelos. En tal sentido, la adhesión que produjo el Sionismo en la diáspora europea fue una especie de "nacionalismo por sustitución". Este permitió por primera vez la formación de una nueva identidad judía en común, así como la creación de un espacio para la gestación de un nuevo enfoque lo suficientemente alejado y poco involucrado con la "asfixiante" y dogmática tradición religiosa.

Sin embargo, tanto el Sionismo como la izquierda siempre tuvieron algunos elementos tomados del sistema de creencias de las religiones, un sesgo utópico y esperanzador que los motivaba (Furet, 1995). Dentro de este arsenal de posibilidades casi todos los grandes movimientos sociales tuvieron una fuerte inercia a recurrir a giros de inspiración religiosa, pero siempre dentro de un marco de carácter laico y/o secular.

La mayoría de la dirigencia bundista fue educada en las escuelas religiosas yeshivoth y, más allá de su posterior postura y militancias de oposición a toda religiosidad, en los discursos del Bund, mucho más aún que en el mismo Sionismo, nunca dejaron de existir referencias mesiánicas y redentivas de respeto a la tradición. Si bien todos los revolucionarios del este europeo se autoproclamaban rigurosamente ateos u agnósticos, nunca mostraban una abierta oposición religiosa como sí lo hacían los anarquistas judíos que organizaban provocativos banquetes en la fiesta de ayuno del Yom Kippur. Socialismo y Sionismo, en diferentes grados y circunstancias, veían estas tradiciones como un instrumento funcional para la movilización social del proletariado judío, en donde ambos competían por la captación de adeptos.

  • LAS DISYUNTIVAS DEL OBRERO JUDÍO

Como ya vimos, la participación del proletariado judío dentro del revolucionario mundo europeo de fines del siglo XIX fue significativa. Sin embargo el tema de las minorías, y especialmente el particularismo del vasto mundo cultural judío, no fue un tema fácil de ubicar dentro de las plataformas de los partidos de izquierda. Fueron muchos los debates y las propuestas dentro del mundo socialista por encontrar un delicado equilibrio entre el internacionalismo proletario y las idiosincracias de las minorías nacionales. Entender esta problemática es crucial para la comprensión de esa ideología que modeló por casi 70 años la mitad del Mundo, y que dejó de herencia muchos de los actuales conflictos.

Dentro de la visión temprana de Karl Marx, en su obra Sobre la Cuestión Judía de 1843 el judío era considerado como la representación del "hombre de dinero" (Geldmensch). En este concepto se condensaba la figura simbólica de la humanidad, alineada por el mundo burgués y el sistema capitalista de explotación del proletariado. Era el símbolo de una nueva "religión" que reemplazaba a Dios por el Dinero. En esta tesis, el Mundo fue "judaizado", creándose una nueva sociedad burguesa que, paradójicamente, copiaba la función socioeconómica que antes se le asignada al judío (como prestamista y "usuresro"). El judío, que antes se encontraba "en los poros e insterticios de la sociedad", en esta nueva etapa era visto como un remanente inútil e inservible. De esta manera era desplazado, actualizando y transformado el viejo resabio medieval de la judeofobia en una amplia batería de recursos antisemitas y seudo científicos comunes a muchos movimientos nacionales.

Por su parte, Friedrich Engels encasillaba a los judíos en la categoría de "pueblos sin historia" y los percibía como un obstáculo al curso natural de la historia hacia la liberación del hombre. Para él, el concepto que encerraba el "judío" era una etapa a superar en la inevitable inercia progresista del capitalismo al socialismo: "no hay ningún país europeo que no posea en algunos rincones una o varias ruinas de pueblos, residuos de una población anterior contenida y subyugada por la nación que más tarde se convierte en portadora del desarrollo histórico (…) esos residuos de una nación implacablemente aplastada por el curso de la historia (…) se transforman o siguen siendo hasta su total eliminación o desnacionalización los portadores fanáticos de la contrarrevolución".

Para la corriente austro-marxista de Otto Bauer, más acostumbrada a este tipo de matices de minorías nacionales por la gran diversidad étnica del imperio, la aceptación de un movimiento obrero de particularidad judía también significó un fuerte debate. Para ellos la Nación consistía en un concepto más amplio que incluía una dimensión cultural interiorizada por cada individuo, y que al no estar ligada a la posesión de un territorio, adquiría un carácter extraterritorial.

De esta manera, se planteaba una solución de autonomía nacional-cultural que servía de freno a las aspiraciones centrífugas de las múltiples etnias y comunidades del imperio Austro-Húngaro. En el congreso de Brün de 1899 se estableció este principio de autonomía que contemplaba la "conservación y el desarrollo de la individualidad nacional de todos los pueblos austriacos". Así, la Nación pasaba a ser percibida como una suerte de comunidad cultural sin límites estatales o territoriales.

Esta acepción de un nacionalismo cultural internacional, el cual no excluía la extraterritorialidad de algunos pueblos, parecía adaptarse perfectamente a la situación judía de la Ostjudentum, y así resultó como una de las fuentes de donde se inspiraron los bundistas rusos. Sin bien estos criterios de autonomía cultural en cierta medida son un poco difusos, cabe aclarar que el Bund, dentro de su demanda, siempre dejó en claro sus limitaciones antes las críticas "separatistas" o "secesionistas" que recibía por las otras secciones no judías. De esta manera, en su plataforma no reivindicaba la introducción del yídish en las escuelas públicas, dejando siempre una subsistencia de perspectiva asimilacionista.

Si bien tres de cada nueve delegados que asistieron al congreso constitutivo del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso (PSDR) de Minsk eran bundistas, este importante partido aún se consideraba "panruso", demostrando que pese a estos reclamos de autonomía cultural aún existía un largo camino para considerar a los judíos como una nacionalidad con los mismos derechos que las otras nacionalidades del Imperio ruso.

Las críticas de los socialdemócratas rusos hacia el Bund estaban bien fundadas si se tenía en cuenta el difícil intento de agrupamiento organizativo que se estaba tratando de realizar entre los revolucionarios rusos. Era necesario aún moverse en la clandestinidad para evitar los constantes ataques de las fuerzas represivas y contrarrevolucionarias zaristas. Como dijo Deutscher: "la exigencia de que el Bund fuese reconocido como el único representante del partido entre los trabajadores judíos significaba afirmar que sólo los judíos estaban autorizados a llevar el mensaje socialista a los trabajadores judíos y organizarlos. Eso, según Trotsky, era una expresión de falta de confianza en los miembros no judíos del partido, un desafío a sus convicciones y sentimientos internacionalistas". Esto cobra mayor importancia si se tiene en cuenta que se estaba intentando unificar al socialismo de un imperio multiétnico como el ruso bajo la consigna de "barrer las barreras entre razas, religiones y nacionalidades, y no colaborar en levantarlas" (Deutscher, ibidem). Cabe aclarar que el abandono del Bund de la socialdemocracia rusa en Londres significó el retiro de 25 mil miembros de un total de 34 mil.

Fue recién en 1901, basándose en el proyecto de autonomía nacional planteado en Brün tres años antes, que el IV Congreso del Bund pudo poner en agenda la cuestión nacional y definir finalmente a los judíos como una nacionalidad de la amplia constelación étnica del movimiento.

En la evolución del socialismo y del nacionalismo polaco este debate cobró otras particularidades. Pese a reconocer los derechos, por ejemplo de los checos, la socialdemocracia de Galicia no reconocía la autonomía nacional cultural de los judíos, ese "pueblo sin historia" como pensaba Bauer, y los estigmatizaba como separatistas. Ante esto, el secretario del Bund de Galicia, Jindrich Grossmann aclara que "para nosotros, la nacionalidad judía es una realidad fundada en la experiencia de la vida y no en especulaciones metafísicas. Es por eso que queremos que nuestra individualidad sea tomada en cuenta como las de los otros" (Traverso, 1996, pág. 225). Finalmente, en 1911 fue reconocido dentro del Partido Socialdemócrata Polaco de Galicia como representante del proletariado judío. Nunca dejó de olvidarse que inicialmente esta sección del Bund fue creada precisamente porque el movimiento obrero judío no se podía ver identificado en una socialdemocracia que enarbolaba un fuerte tinte nacionalista polaco, y que consideraba al judío simplemente como a un polaco de confesión israelita, sin sus marcados atributos culturales particulares.

Sin embargo, los reclamos del Bund sobre la búsqueda de equilibrio y alternativas del internacionalismo proletario y una autonomía cultural nacional nunca pudieron ser estructurados dentro de la socialdemocracia rusa, la cual, como dijo Plejanov, siempre los percibió como unos "sionistas mareados".

  • MATERIALISMO HISTÓRICO JUDAIZADO

Quizás la más equilibrada de estas visiones sobre las cuestiones étnicas y raciales dentro del campo revolucionario la brindó Karl Kautsky en su libro Rasse und Judentum de 1914. En este, Kautsky mostró radicalmente la imposibilidad de cualquier tipo de lectura del judaísmo, del nacionalismo o de los conflictos sociales (como la Gran Guerra) en términos raciales. Su interpretación del judaísmo como una casta, alejada de las visiones de Bebel y Bauer, luego sería retomada y ampliada por Abraham León en su cuestionado concepto de pueblo/clase de su libro La Concepción materialista de la Cuestión Judía. León explica allí que el judaísmo primitivo sufrió en el siglo VI un proceso de muerte y disolución natural en la cual la población originaria se fragmentó en la diáspora.

Esta dilución, al contrario de lo esperado, funcionó como el vector que permitió la persistencia de la tradición judía hasta el día de hoy: "Se podría decir que si los judíos se conservaron, no fue a pesar de, sino precisamente a causa de su dispersión. Si no hubiera habido diáspora antes de la caída de Jerusalén, si los judíos se hubiesen quedado en Palestina, no hubiera existido ninguna razón para creer que su suerte hubiese sido diferente a la de las naciones antiguas.

Los judíos, como los romanos, griegos, o egipcios, se habrían mezclado a las naciones conquistadoras, habrían adoptado su religión y sus costumbres" (León, 1974, págs. 48-49). Incluso esta diáspora por las costas mediterráneas ocurrió antes de la mítica caída de Jerusalén del año 70 D.C. Más de tres cuartos de los judíos se encontraban ya dispersos por el mundo antiguo antes de esta fecha. Esta migración transformó a esta comunidad judía en comerciantes extraterritoriales y con funciones socio-económicas específicas, adaptadas a la falta de una tradición agrícola y a un buen manejo de las lenguas de la cuenca mediterránea. Como dirá el sociólogo David Ruben, "la dispersión puso a los judíos al abrigo del aniquilamiento total" (Ruben, 1982, pág. 225).

El surgimiento de los judíos fue una ruptura y un cambio en la comunidad primitiva europea, una forma de transición de una sociedad pre-capitalista que emergía a la par de las nuevas corrientes de la expansión comercial del Mediterráneo. En tal sentido, León dice que los judíos llegaron "muy temprano", por haber sido una de las primeras manifestaciones del desarrollo histórico de una sociedad de clases, de propiedad privada y de valor de cambio, pero también "muy tarde" a un mundo ya ocupado por formaciones y grupos económico-sociales ya establecidos (cfr. Michael-Matsas, 1998).

El historiador Nathan Weinstock avanza en esta línea y aclara que precisamente estos núcleos de campesinos judíos que permanecieron en Galilea no se caracterizaron en una función económica específica como sus pares de las colonias comerciales mediterráneas, se fundieron con las poblaciones vecinas y pasaron a ser los antecesores de la población árabe autóctona de Palestina. Más aún, aclara que el sistema de propiedad colectiva de la tierra en las aldeas árabes palestinas indicaría un vestigio y un remanente de esta antigua estructura social hebrea (Weinstock, 1969, pág. 59).

  • LA RARA AVIS DEL SIONISMO SOCIALISTA

Uno de los intentos más interesantes, y quizás el que mejor pudo amalgamar esas dos corrientes aparentemente irreconciliables del universalismo socialista y el particularismo del Sionismo fue la rama del socialismo ruso conocida como Sionismo socialista. Sus mayores exponentes fueron el Poale Sion (Amantes de Sion), el Partido Obrero Sionista Socialista y el Partido Obrero Socialista Judío (SERP). Estos, si bien intentaban distinguirse tanto de Herzl en el campo sionista como del Bund en el socialista, mezclaron elementos de ambos en su síntesis por buscar un equilibrio entre la liberación del proletariado internacional y una suerte de autonomía nacional territorial.

El Sionismo socialista fue también una reacción a esa separación geográfica y cultural que afectaba a todo el movimiento obrero judío de Rusia. Así como el Bund surgió en Lituania, más precisamente en Vilna, capital de la Haskakah (el iluminismo judío alemán/yídish del siglo XVIII y XIX), el Poale Sion emergió en Odesa, Ucrania, ciudad que fue el centro del Iluminismo judío rusificado. De esta manera, los intelectuales judíos ucranianos, quienes no podían sentirse identificados ni por el proletariado judío de la yiddishkeit ni por la socialdemocracia rusa eslava, se encontraron empujados a una suerte de sincretismo entre la asimilación, el Sionismo y el socialismo. Esta era una síntesis del pesimismo sionista sobre el curso catastrófico de la diáspora y el optimismo progresista del socialismo, ambos amalgamados en el ideal de un estado judío socialista internacionalmente soberano e internamente justo y equitativo.

Para ellos la asimilación era simplemente una forma de sometimiento de un pueblo sobre otro, y por lo tanto no había posibilidad de solución dentro de la galut (diáspora). Al igual que el Sionismo, con el cual compartía la urgente necesidad de evacuar a los judíos de Europa, consideraban al antisemitismo como perenne y orgánico: "somos extranjeros y no poseemos en ningún rincón de este mundo el poder social que podría volvernos dueños de nuestro propio destino. Flotamos en el aire, sin ser jamás capaces de dominar nuestra propia historia en la galut" (Borojov, 1984, pág. 48). Sin embargo, Borojov aportó un valor agregado al marxista, una interpretación desde el materialismo histórico del "regreso" a la Tierra Prometida. Borojov dio una interpretación desde el punto de vista de las condiciones de producción (la base material de un territorio), lo cual hacía de la conquista de Palestina y de la creación de fuerzas productivas judías en esa región un retorno a esa "armonía" que el judaísmo extravió en la diáspora. Su objetivo era orientar la migración judía, lograr la colonización de un territorio económicamente atrasado, pero sin significar una anomalía económica al sistema de producción ya preestablecido.

Para él la emigración a los EE.UU. no significaba ningún cambio significativo ya que allí se continuaba con una diáspora improductiva y que reproducía el viejo modelo del shtetl, del pueblito judío europeo. En Medio Oriente se modernizaba la función social y se volvía a los sectores primarios de producción agrarios y preindustriales.

En este punto, Palestina era la región ideal para el proyecto, más aun si se aplica una lectura materialista-racional de la población autóctona árabe / sefaradí como una comunidad que necesitaba ser guiada por la senda del progreso de corte eurocéntrico. Su programa también contemplaba una alianza con la burguesía judía progresista, el sector privado y sus capitales, mostrando una ambigüedad duramente criticada por el Bund. Estos acusaban a los poalesionistas de presentar un proyecto inestable que suprimía la solidaridad internacional del proletariado por una solidaridad interclasista judía que excluía la participación de la mano de obra no judía. Así también, la autonomía cultural quedaba enmascarada y absorbida por un programa típicamente nacionalista y colonial.

  • LA OTRA REALIDAD DEL CENTRO

A diferencia de la cruda y violenta realidad del este europeo, las alternativas que se les presentaban a los judíos de Europa Central fueron bastantes diferentes, pero no menos conflictivas.

En la Mitteleuropa alemana y austrohúngara, la comunidad judía presentaba un carácter fuerte de asimilación, con una intelligentsia urbana muy alejada de los valores lingüísticos, religiosos y culturales de la tradición judía. Pero pronto las grandes olas de migrantes judíos orientales que huían de los pogroms zaristas influirían en la percepción de los judíos asimilados. Este aluvión de refugiados avivará el antisemitismo de varias plataformas políticas de nacionalismos reaccionarios de la región.

La gran mayoría del movimiento obrero de esta zona estaba formado por intelectuales, escritores y periodistas asimilados con una formación universalista. La emancipación y asimilación de fines del siglo XIX desarticuló el gueto y produjo un enorme ascenso social y una rápida urbanización. En 1910 los judíos representaban el 5% de la población de Berlín y Praga, el 10% de Viena y el 20% de Budapest. Siendo en 1885 el 1% de la población alemana, representaban el 10% del estudiantado de enseñanza superior, y el 23,3% en Viena cuando eran sólo el 10% de la población. Sin embargo, la formación de esta nueva burguesía comercial, industrial y financiera no fue acompañada de una capa intelectual insertada en el sistema político e institucional de las clases dominantes. Esto llevó a la formación de una "clase paria de judío", como lo denominó Arendt, parias que tuvieron como única salida la opción del socialismo o el Sionismo.

Este flujo de migración Ostjudisch, más allá de crear una nueva dinámica y relación con los judíos autóctonos de la intelligentsia asimilada, modificó el status quo asimilacionista y resultó una buena excusa funcional para la actualización de las viejas ideas antisemitas de los nuevos partidos nacionalistas raciales de Europa central y occidental.

Fue precisamente aquel "viento del este" el que se filtró por entre las grietas generacionales de las familias judías asimiladas y liberales, entre los intelectuales "desclasados" y sus padres acomodados, y por dónde comenzaron a asomarse las nuevas alternativas políticas para judíos. La elite alemana judía, asimilada y liberal, confrontada ante este nuevo cóctel de antisemitismo, migración oriental, crisis del liberalismo y conflicto interno generacional dentro de la comunidad, tuvo nuevos puntos de referencia para redescubrir y reivindicar su judeidad. La interpretación de muchos de ellos de esta conciencia de clase generó un conflicto que sólo veía su solución en la integración y/o en la adhesión al universalismo socialista, el cual planteaba la superación a través de la idea del "progreso" y de la asimilación como parte de la disolución de las clases. Ante lo refractario de todo partido burgués nacionalista local, con plataformas de fuerte carácter confesional o antisemita, como aclara Hobsbawm en Revolucionarios, la única opción del joven judío "alienado" era, una vez más, el socialismo o el Sionismo.

Es preciso aclarar que si bien el Sionismo puede ser visto como la contracara política y funcional del antisemitismo, así como una variante anacrónica y enrarecida de los movimientos nacionalistas europeo, también es en parte un producto derivado del "fracaso" o del "no advenimiento" del socialismo dentro de las fronteras del Viejo Mundo.

Pero también es verdad que desde el punto de vista de la evacuación de los judíos europeos, el mundo socialista fue mucho más funcional que la idea propulsada por el Sionismo como movimiento de "salvataje". La revolución soviética y la posterior vía de escape por territorio soviético de las masacres nazis, fueron uno de los mayores aportes del socialismo mundial en la mejoría de las condiciones de vida de los judíos europeos.

En el peor de los momentos en que los refugiados, desplazados y condenados judíos europeos más lo necesitaron, la gran salvación no fue precisamente el genuino signo de Israel como "Refugio" del judío perseguido. La salvación vino más por aquella "gran salida trasera del este" de evacuación por la cual la mayor cantidad de judíos pudieron permanecer con vida. En ese sentido, el aporte de la intelectualidad judía en el campo socialista fue bastante más práctica en cuestiones de vida o muerte que la alternativa sionista. Sin embargo esto no llegaría a ser suficiente para evitar la catástrofe de los campos de exterminio.

EL SIONISMO Y SUS PROYECCIONES

  • PARIAS DE UNA TIERRA NO PROMETIDA

La cristalización política tanto del Sionismo como del socialismo judío se realizó básicamente entre las nuevas clases intelectuales formadas en sociedades en las cuales reinaba un fuerte ambiente de asimilación. Los sionistas occidentales fueron esa fracción de los hijos de los judíos acomodados que pasaron por las universidades europeas.

Así surgió una clase nueva dentro del mundo judío: modernos intelectuales alemanes o autro-húngaros volcados a profesiones liberales, lejos de las tradicionales carreras de abogacía y medicina, y orientados a las artes o a las ciencias, y sin relación espiritual e ideológica con la tradición del judaísmo. Fueron nuevos profesionales que debían ganarse el salario y el respeto fuera de la sociedad judía pero, a su vez, se encontraban expuestos e indefensos al incipiente antisemitismo nacionalista. Estos judíos "rebeldes" a las tradicionales cadenas de conexiones familiares y de negocios, tampoco encontrarían refugio en sus propios hogares.

Ellos optaron por permanecer fuera de ese sistema acotado de asistencia y caridad mutua que permitió al mundo judío europeo formar un entramado social estrecho, en una suerte de cuerpo organizativo casi político, como diría Arendt (1944). Este cambio social puede verse a través de las estadísticas: en 1920 los judíos representaban el 50.6% de los abogados, el 46.8% de los médicos y el 43.3% de los periodistas de Budapest; mientras que entre 1870 y 1910 sólo el 11.3% de los judíos vieneses económicamente activos ejercían profesiones liberales. Como doctores o abogados, habrían necesitado aún de ese sistema de conexiones sociales judías, pero como escritores, periodistas, artistas, científicos, maestros o empleados públicos estaban fuera de ese mundo endogámico judío: ya no se necesitaba mutuamente. Eran demasiado pobres para ejercer la filantropía, o demasiado ricos para recibirla. Para continuar siendo judíos dentro de este mundo, tuvieron que erigir un nuevo hogar.

El Sionismo, canalizó la inquietud de estos judíos europeos, quienes se encontraban más asimilados que cualquier otra comunidad judía y quienes, efectivamente, estaban imbuidos con los valores que les brindó una educación y una cultura europea. Más aún, por haber estado lo suficientemente asimilados, fueron los que mejor entendieron las nacientes estructuras de los estados nacionales modernos, la importancia de los judíos en la creación de los Estados-Nación burgueses de Europa occidental, y bregaron por lograr las mismas condiciones y el mismo cuerpo político para su gente.

En marcado contraste con sus pares orientales, ellos no fueron revolucionarios, ya que su solución a la Cuestión Judía radicaba precisamente en reutilizar y adaptar la ingeniería social y política de los mismos nacionalismos que los repelía y, por eso mismo, ellos conocían muy bien. En esto radica la lógica interpretación de la intelectualidad judía marxista asimilada que percibía al Sionismo como un resabio del mundo ya anticuado de la pequeña burguesía.

De forma muy original, Hannah Arendt dará otra vuelta de tuerca, y dirá que en definitiva el Sionismo buscaba una verdadera asimilación, pero llevada al ámbito diplomático como "normalización" de los judíos entre las naciones, mientras que los judíos asimilacionistas sólo querían seguir manteniendo su posición social privilegiada y poco comprometida.

  • DE TERRITORIALISTAS Y ESPIRITUALISTAS

Es importante determinar con qué criterio hoy día se puede invocar la unidad de un pueblo, y especialmente aquella en la cual existe una tradición tan marcada de dispersión y diversidad como las primeras tribus judías. Entre antisemitismo y particularismo judío (esencialmente religioso en su origen) han existido lazos fluctuantes de causalidad recíproca. Como aclara Norman G. Finkelstein (2002, pág. 266) en su libro La industria del Holocausto: "La unidad del pueblo judío es un concepto pragmático que para unos forma parte de una mística orientada por una visión mesiánica, y para otros de una política al servicio del fortalecimiento del Estado [israelí]".

La cuestión gira en torno a la pregunta de hasta dónde es totalmente legítimo identificar los vínculos de las comunidades judías con el territorio de Palestina; de descubrir una continuidad histórica entre el temprano nacionalismo judío y el actual Sionismo cristalizado en Israel. Hasta la invención del nacionalismo judío a fines del siglo XIX, no existió la necesidad de tener un estado político judío, y menos aún territorial.

Pese a identificarse los judíos como una minoría diferente del resto, ni siquiera esto fue condición suficiente para buscar un ordenamiento político autónomo ni un sistema de relación diferencial para con las comunidades con las cuales interactuaban. En este aspecto, la histórica "demanda" por la Tierra Prometida no fue la causa del movimiento Sionista, sino más bien una idea posterior y novedosa que este movimiento necesitaba "ofertar" de manera vital a la diáspora para cumplir su cometido.

Las divisiones y actitudes dentro del mismo Sionismo también estuvieron fuertemente marcadas. La frase "el año próximo en Jerusalén" sonaba y significaba de forma muy distinta en los oídos y las mentes de los judíos polacos o rusos que en la de los franceses o norteamericanos. La idea de la Tierra Prometida, más allá de la visión secular del Sionismo inicial, era entendida por muchos como algo más que un simple refugio. Fue el ala rusa del Sionismo, quizás la más numérica y poderosa en ese momento (entre los líderes y pioneros tan sólo Herzl y Max Nordau no eran de esa zona), la que durante el Sexto Congreso Sionista marcó una drástica oposición a la propuesta británica de brindar una zona segura para los judíos perseguidos en su protectorado de Uganda (actual Kenya). Y esto pese al por entonces reciente pogrom zarista de Kishinev que había sufrido esta misma comunidad (cfr. Sachar, 1996; Weizmann, 1949). De esta manera los sectores del judaísmo oriental / ruso introdujeron una arista mesiánica y mística imborrable al movimiento sionista. A partir de ese momento, e independientemente de los peligros y las víctimas, la premisa del movimiento pasaría a ser no Sionismo sin Sión. Quizás para comprender la psicología de esta mezcla propulsora, aparentemente irracional y autodestructiva, haya que evaluar el hecho de que no existe acción política sin compromiso de las zonas menos controladas de la subjetividad, y que no hay acción que se sustente sólo sobre las ideas.

Pero para entender este tipo de posturas es preciso ahondar el verdadero valor que tuvo el Sionismo dentro de la misma realidad judía europea, así como en su errática evolución a largo de los dos últimos siglos.

  • EL SINCRETISMO SIONISTA

Sin duda, la "Revolución Sionista", como la llama Shlomo Avineri (1981), fue una de las más originales transformaciones dentro de la historia de las comunidades judías. Esta no sólo generó la posibilidad de una existencia nacional/estatal "normalizada" en el contexto internacional, sino la de una nacionalidad por referencia, "reflejada" en las comunidades de la Diáspora por el desafío de la visión unificadora sionista y el impacto de la creación del Estado de Israel. Como proceso, culminó con la resignificación del "pueblo" judío (pluriétnico y extraterritorial por antonomasia) en una nacionalidad moderna.

El Sionismo replanteó la identidad judía en sí misma. En él confluyeron las ideas y las experiencias de muchos pueblos y estados de la era moderna, pero dentro de un contexto particular. El Sionismo fue una suerte de movimiento de "liberación nacional" pero a su vez bastante desconectado de la tierra reclamada. A su vez, también planteó una fuerte inercia migratoria y de conquista sobre una zona no libre de población autóctona, como se verá más adelante. El movimiento sionista soñó con crear una sociedad distinta, más equitativa y justa. Para esto tuvo que crear una revolución personal en la mente del futuro colono: la creación de un nuevo individuo judío, conectado con la tierra y con el futuro. Este cambio de enfoque y actitud a su vez implicaba una negación total del pasado diaspórico y una idealización del pasado hebraico-israelita.

  • LA REDENCIÓN DEL HOMBRE JUDÍO

Uno de los principales obstáculos al Sionismo se encontraba dentro de su propio campo ideológico.

Como ya hemos visto, las ideas revolucionarias de fines del siglo XIX y principios del XX fueron uno de los principales contrincantes que quitaron adeptos al incipiente Sionismo dentro de las comunidades judías proletarias y profesionales de Europa del este. Por tal motivo, el Sionismo fue tomando ese tinte mucho más atractivo de un sincretismo entre el nacionalismo etnolingüístico y el socialismo, presentando la creación de un estado para los judíos como un hecho de redención tanto nacional como individual.

Zeev Sternhell (1998) ve en su obra The Founding Myths of Israel al Sionismo como una versión del nacionalismo europeo del este en el cual contaba mucho más la misión histórica de construir una plataforma política. Para él, este siempre estuvo muy lejos de esa pátina romántica socialista, y mucho más cerca de adaptar esos principios universalistas y democráticos en elementos religiosos enmascarados en una estructura estatal. Según su tesis, ideológicamente no existiría una diferencia sustancial entre la colonización sionista pionera de principios del siglo XX y los colonos religiosos que ocupan los territorios palestinos desde 1967; entre el Laborismo y los partidos de derecha ortodoxos y revisionistas.

Esta suerte de metamorfosis del "judío errante" en ciudadano israelí planteaba no sólo un nuevo tipo de individuo judío, conectado con la tierra y con el futuro, sino también una idealización del pasado que implicaba la negación del modelo de vida que se llevaba hasta el momento en la diáspora. Para el escritor judío polaco Isaac Deutscher (1969) esto se cristalizó en el desplazamiento del yídish por el hebreo como un ejemplo de una "nueva mutación hebrea de la conciencia judía" (…) orientada a "formar una sólida y protectora corteza nacional" en un "Estado de los desplazados" que haga olvidar el odio hacia el judío. Por el contrario, en pleno auge de la cultura judía de Europa del este, una reunión de intelectuales judíos de 1908 en Cernovitz declaró al yiddish como la "lengua nacional" y al hebreo como "lengua nacional del pasado" (págs. 88-93).

En Europa Oriental, con un marcado proletariado volcado al socialismo, la comunidad judía veía su futuro principalmente ligado a lograr un profundo cambio social en los países de residencia, percibiendo de esta forma al Sionismo como un invento burgués, occidental y afrancesado.

Sin embargo, ya la primera generación de sionistas anteriores a 1880, no cautivada por el llamado socialista, aspiraba a modificar la situación política del pueblo judío pero a través de una sociedad nueva que redimiera y "normalizara" la situación judía en términos nacionales. Sólo luego de la segunda ola planificada de inmigrantes (migraciones o alias en hebreo, metafóricamente como "subidas" o "ascenciones" a Sión) de principios de siglo XX se comenzó a ver a los colonos como una vanguardia que estaba forjando una nueva, futura y ejemplar etapa histórica y revolucionaria centrada en el proletariado obrero judío. Así se tuvo la sensación de estar realizando una especie de "doble revolución": nacional de liberación y de lucha de clases.

De esta forma se brindaba la posibilidad de liberar al judío de ese estereotipo de comerciante, prestamista o usurero. Deutscher (1969) ejemplifica esta tensión entre la idea particular de un estado para los judíos, no del todo despojada de un trasfondo religioso, y el laicismo universal socialista de cuño soviético: "¿Quién estaba capacitado para predicar la sociedad internacional de los iguales como lo estaban los judíos, libres de todo nacionalismo y de toda ortodoxia judía y no judía? (…) [sin embargo] la decadencia de la Europa burguesa obligó al judío a abrazar la idea de un estado nacional".

En aquel semillero de nuevas experiencias políticas que afloraban en el viejo continente, "una nueva conciencia cultural judía se estaba formando, y se lograba a través de una aguda ruptura con la conciencia religiosa (…). Todas estas idealizaciones eran para nosotros nada más que polvo metiéndose en nuestros ojos. Habíamos crecido en ese pasado judío. Teníamos once, y trece, y dieciséis siglos de historia judía viviendo al lado nuestro y bajo nuestros mismos techos; y queríamos escapar de ello y vivir en el siglo veinte" (pág. 47).

En la multifacética Galicia de Deutscher de una minoría judía de 800.000 personas (el 11% de la población), las divisiones étnicas y sociales parecían coincidir (hacendados polacos, campesinos ucranianos, comerciantes judíos y burgueses alemanes). Allí el proletariado constituía el 30% de la población judía, y como ya hemos visto, el Sionismo era percibido por la izquierda como un elemento de distracción de la "verdadera" liberación del proletariado universal y de la lucha de clases.

  • EL TRABAJO DIGNIFICA: DEL PARÁSITO AL PREDADOR

El concepto de "improductivo" del judío dentro de la economía surgió en la Europa del este, en la cual la asimilación fue imposible, y fue al mismo tiempo también acuñada por el Sionismo. El socialismo trató de llevar a cabo la "productivización de los judíos", pero ese concepto se realizaría parcialmente fuera de la esfera soviética. Fueron los kibbutzim israelíes, descendientes directos de los narodniks o populistas y socialistas rurales rusos, los que quizás llevaron mejor a la práctica estos conceptos.

Como vimos, la mayoría de los autores marxistas "clásicos", así como gran parte de los filósofos sociales de la segunda mitad del siglo XIX y principios del siglo XX que se ocuparon de la cuestión nacional, trataron de manera concomitante la cuestión judía. Esta era una recurrencia significativa y explicable en parte por el carácter 'extraterritorial' de los judíos, lo cual los convertía en una cuestión teórica y socio política en los países que los hospedaban. Este particularismo se debe al interés histórico que siempre ha concitado la persistencia de sus tradiciones así como las sucesivas 'diásporas' y retornos a Israel, otorgándole cierta peculiaridad en el concierto de las naciones. En definitiva, esta excepción a las reglas de las minorías debía ser de algún modo explicada para definir la ecuación nacional.

Así, de una "nación judía" presuntamente anómala, podría obtenerse conocimiento e inspiración para desarrollar las teorías de las Naciones presumiblemente 'normales'. A diferencia de la estructura típica del sistema colonial, el Sionismo no buscaba simplemente los recursos de Palestina sino el territorio en sí mismo, pese a que éste carecía de valor económico o productivo. En esta rara avis colonial, la población autóctona, los árabes locales, tampoco estarían destinados a ser explotados sino simplemente a ser desplazados y reemplazados. Los campesinos autóctonos árabes, los fellahs, serían sustituidos por una clase obrera judía, gestándose dos sociedades y economías aisladas y autónomas. Este sistema de "autarquía segregacionista", como diría Weinstock (1969, pág. 140), persiste hasta hoy.

El concepto de "trabajo hebreo" (kibuch avoda en hebreo), fue uno de los componentes centrales del ethos sionista, y significó en la práctica la segregación económica de los árabes y la segmentación del mercado de trabajo en dos economías disociadas. Inicialmente los primeros pioneros (jalutzim) sionistas generaron un sistema de asentamientos agrícolas, siguiendo la estructura de las colonias impulsadas por los filántropos Rothschild y Hirsch, en las cuales sí se utilizó la mano de obra barata árabe.

Esta segregación económica marcó una profunda disparidad de sueldos y condiciones laborales en perjuicio de los trabajadores árabes, y generó una polémica dentro del mismo movimiento sionista que tuvo posteriormente efectos dentro del nuevo Estado. El componente de discriminación hacia los trabajadores árabes fue justificado mediante el argumento de que "la lucha por el trabajo hebreo fue una lucha social contra la explotación del trabajador árabe y en pos de brindarle protección ante un trabajo peor remunerado".

Sin embargo, el ala más izquierdista del Sionismo laborista (cuyo peso fue ideológicamente significativo en el período de la Segunda y Tercera Aliá del primer tercio del siglo XX), intentó crear marcos de cooperación entre judíos y árabes no solamente a nivel laboral y sindical, sino que esa tendencia también tuvo su correlación a nivel político, con la propuesta de crear un estado o asociación binacional. El hecho de que esta propuesta haya pasado al olvido a mitad de los años '40, en pos de la idea de un estado netamente judío, se debe a que finalmente se impuso la línea estatal-constructivista en una etapa muy temprana de la colonización pionera.

El actual conflicto palestino-israelí tiene un fuerte componente derivado de la perpetuación de este modelo discriminatorio, pese a que inicialmente el movimiento sionista centró parte de su dinámica en el objetivo de resarcir y buscar una alternativa o un escape a un sistema de injusticia y exclusión que se vivía en Europa. Entender a los palestinos como "las víctimas de hoy de las víctimas de ayer", como unos "nuevos judíos" errantes y herederos de un sufrimiento similar, es una imagen cada vez más recurrente, y no menos legítima, en el imaginario social de este conflicto.

  • SOÑANDO SOBRE PROMESAS IMPERIALES

No obstante, el desarrollo de la colonización de Palestina fue en gran parte un producto del particular contexto de reparto de las colonias, de la división del mundo en zonas de influencia y de la drástica reorganización internacional de los grandes imperios de aquel entonces.

Para el sociólogo Baruch Kimmerling (1983, pág. 48), ni los inmigrantes de la primera ola (conocida en hebreo como Aliá, literalmente "subida" o "ascensión" a la Tierra Prometida), ni los de la segunda de principios del siglo XX fueron "responsables del desarrollo de la empresa sionista". "Ellos fueron –agrega– la condición necesaria, pero no suficiente.

Sin la presencia de la potencia colonial inglesa, que brindó el contexto internacional, y bajo cuya tutela se desarrolló una comunidad etno-nacional judía, en total contraposición a la voluntad de los pobladores locales, el Sionismo no hubiese tenido ninguna consistencia. Además, si no fuera por la Immigration Act promulgada en los Estados Unidos en 1924 que restringió seriamente la emigración a ese país de destino tradicional de los judíos europeos, no se hubiese creado en el lugar una masa crítica del colectivo judío que, con la retirada del gobierno colonial, estuviera en condiciones de enfrentar a los árabes".

Según Alain Gresh (2002), en 1927 incluso hubo más emigrantes judíos de Palestina que inmigrantes, y entre 1850 y 1927 el número de judíos en los Estados Unidos creció de 250.000 a 4.000.000, lo cual demuestra que cuando se los dejaba elegir, la tendencia para los judíos rusos y de Europa oriental era la misma que para los irlandeses o italianos: tomaban los barcos que iban hacia el Nuevo Mundo antes que a la ansiada Tierra Prometida.

En rigor, a partir del siglo XVI los judíos casi no se movieron de sus lugares hasta el último cuarto del siglo XIX. Sólo entonces se integraron al gran movimiento migratorio europeo que envió a millones de alemanes, italianos, irlandeses, rusos, españoles, ingleses y polacos a las colonias y países de ultramar. Fue precisamente en este particular contexto internacional cuando el nacionalismo sionista pudo pasar de la teoría a la práctica, aunque se podría afirmar que en definitiva la abrumadora mayoría de los judíos europeos no respondió a su llamado. Esta convicción ideológica recién tuvo éxito luego del forzado desvío de la emigración judía hacia Palestina como consecuencia del cierre de la inmigración a los Estados Unidos en los años ´20 y de la matanza nazi en Europa. Como señala Geoffrey Wheatcrof (1996-b) en una entrevista sobre su libro The Controversy of Zion, el evento más importante en la historia judía entre el período de 1910 a 1930 no fue la Declaración Balfour, que marcó la voluntad británica de crear un hogar para los judíos en Palestina, sino la legislación estadounidense de principios de los años ’20 que puso fin a la inmigración. Del total de judíos expulsados por el nazismo entre 1935 y 1943, apenas el 8,5% eligió Palestina como refugio, menos del 7% (182.000) prefirió los Estados Unidos, casi un 2% (67.000) fue a Inglaterra. La mayor parte de esta migración, el 75%, 1.930.000 personas, eligieron como destino la Unión Soviética.

Las palabras del mismo Hitler sobre el creciente endurecimiento de las políticas migratorias de los países de occidente para los judíos fueron irónicamente claras: "el mundo democrático se deshace en lágrimas de compasión, pero luego le cierra las puertas a la pobre y torturada población judía". El discurso antisemita no era un invento alemán. En la conferencia de Évian de 1938 sobre el tema migratorio esta tendencia ya era clara.

El ministro de Asuntos Exteriores alemán, Joachim von Ribbentrop sintetizó esta postura en su diario: "todos queremos deshacernos de nuestros judíos, pero ningún país desea recibirlos". Incluso hasta el delegado australiano dijo: "comprenderán que en la medida en que nosotros no tenemos problemas racial alguno, tampoco deseamos importarlo".

En 1940, a la luz de las masacres de la comunidad judía de Europa, Trotsky ratificó duramente esta postura: "En el mundo del capitalismo en descomposición no hay vacantes. La cuestión de admitir cien refugiados más se torna un gran problema para una potencia mundial como Estados Unidos. En la era de la aviación, del telégrafo, del teléfono, de la radio y de la televisión, los viajes de país a país están paralizados por pasaportes y visas.

El período de desgaste del comercio exterior y la declinación del comercio interno es, al mismo tiempo, el período de la intensificación monstruosa del chovinismo y espacialmente del antisemitismo. En el período de su ascenso, el capitalismo sacó al pueblo judío del gueto y lo utilizó como instrumento de su expansión comercial. Hoy la sociedad capitalista decadente está intentando exprimir al pueblo judío por todos sus poros: 17 millones de individuos sobre 2.000 millones que habitan el globo, o sea, menos del uno por ciento ¡no encuentran más un lugar sobre nuestro planeta!. En medio de la inmensidad de las tierras y de las maravillas de la tecnología, que conquistó los cielos para el hombre así como la tierra, la burguesía consiguió convertir nuestro planeta en una prisión atroz …". Al colocar el caso alemán tan sólo como una etapa incipiente de la inevitable degradación del capitalismo, Trotsky incluso temía una reacción estatal violenta también en los EE.UU. contra la extensa comunidad judía.

Dentro del contexto internacional que vio surgir al movimiento nacionalista, es interesante la acotación de Wheatcroft al resaltar cierta cuota de anacronismo en la creación de Israel en relación con el período de formación de otros Estados nacionales coloniales. Según su tesis, la realidad planteada por el nazismo a los judíos hizo que estos se conviertan al Sionismo no por la fuerza de sus argumentos sino por la incuestionable fuerza de los eventos. Recurriendo a una suerte de ciencia ficción histórica, señala que si el Sionismo se hubiera cristalizado como movimiento colonizador antes del siglo XX, nadie se habría preocupado por los derechos de la población autóctona palestina.

Históricamente el Sionismo fue casi contemporáneo del nacionalismo árabe, y particularmente del palestino, o por lo menos fue en parte uno de los catalizadores de un proceso que ya se encontraba latente. Esta controversia aún persiste ya que todavía se dirime en muchos ámbitos que el nacionalismo palestino en aquel entonces no existía como tal, y fue tan sólo una respuesta "exógena" en oposición a un "verdadero" proyecto nacional como fue el sionista. En tal sentido Henry Kissinger (1979, pág. 246).cuenta en sus memorias que "esta confrontación (palestino-israelí) sorprendente es en mucho producto del siglo veinte. El conflicto no ha durado miles de años, como frecuentemente se dice. Los movimientos del Sionismo y del Nacionalismo Árabe, con seguridad fueron generados en las últimas décadas del siglo XIX, pero no estaban dirigidos uno contra otro.

Sólo cuando los siglos de dominio otomano dejaron lugar al mandato británico, y surgió la perspectiva de autodeterminación para Palestina, comenzaron árabes y judíos, después de haber coexistido pacíficamente durante generaciones, su lucha mortal por el futuro político de esta tierra. La era moderna, que dio nacimiento a este conflicto comunero, lanzó después sobre el mismo todas sus posibilidades malévolas".

  • SALUBRIDAD BRITÁNICA PARA EL ENFERMO OTOMANO

Muchos fueron los factores que funcionaron como catalizadores de la creación de Israel. Sin entrar en la intrincada trama de intereses que se desataron entre las potencias europeas tras la derrota del Imperio Otomano luego de la 1ª Guerra Mundial, merece ser mencionado que el triunfo del Sionismo hubiera sido prácticamente imposible sin el consentimiento de Inglaterra. Es preciso entender el contexto internacional y la funcionalidad que tuvo para el imperio Británico de la colonización judía de Palestina.

El equilibrio de los intereses de Londres sobre Palestina fue realizado gracias a un sutil juego de contrapeso entre los intereses sionistas y el eventual desarrollo del nacionalismo árabe. Desde el siglo XIX las grandes potencias, y especialmente Francia y Gran Bretaña, promovieron una política ambivalente de proteger, fomentar y favorecer en Medio Oriente el separatismo de minorías religiosas y étnicas. Nunca dejó de estar en la mentalidad colonial británica la idea de fomentar "un pequeño Ulster judío leal en un mar de arabismo potencialmente hostil" (Monroe, año, pág. 80). El sistema de tolerancia que presentaba el gobierno Otomano para con la minorías bajo su control fueron factores fundamentales para el minado constante de la estructura del Imperio por parte de las potencias occidentales.

Este "Hombre enfermo" de Oriente, finalmente, moriría también por estos factores exógenos. En este aspecto, no es casual que gran parte del despertar nacional árabe en esta región esté estrechamente ligado a las minorías árabes cristianas, educadas, empapadas y conscientes de las "modas" de los nacionalismos europeos del momento. La inercia de esta estrategia seguiría presente más tarde en los nuevos mandatos ingleses y protectorados franceses en Medio Oriente mediante declaraciones, libros blancos y tratados barajados tanto para las aspiraciones de judíos como de árabes. Promesas, desilusiones, fomentos y restricciones fueron la moneda corriente de intercambio en el nuevo equilibrio de la región. Las promesas de T. E. Lawrence de Arabia hechas durante la "rebelión árabe", la ambigüedad del concepto de "un Hogar Nacional para el pueblo judío" de la declaración Balfour, la creación de la legión judía del ejército inglés o el apoyo al panarabismo de la Liga Árabe, entre otros, demostraron ser engranajes de esta compleja maquinara de captación, seducción y dominio.

En este aspecto, los sionistas supieron moverse mejor que sus pares árabes en este doble juego de las ambigüedades imperialistas europeas. La aspiración de un Estado judío en Palestina siempre fue tratado con prudencia por los sionistas en este contexto tan inflamable: "jamás hablar de ello, pero soñar con él siempre" fue la frase que se susurraba entre las filas sionistas.

El 29 de septiembre de 1923 el Consejo de la Sociedad de Naciones aprobó el proyecto de un mandato británico sobre Palestina. En el artículo 2º se especificaba esta figura un poco difusa de la nueva política internacional: "el mandatario asumirá la responsabilidad de instituir en el país un estado de cosas político, administrativo y económico de tal naturaleza para que se asegure el establecimiento del Hogar Nacional para el pueblo judío…".

De esta manera se otorgaba a Inglaterra la función de "madre" y "pedagoga" de estos "hijos" aún no maduros, pero esta "tutela" también incluía "salvaguardar los derechos civiles y religiosos de todos los habitantes de Palestina, sea cual fuere la raza o religión a la que pertenezcan". Si la resolución mencionaba a la "población no judía", nunca se citó a los pobladores autóctonos árabes. Porque si de creación de identidades o de grupos de pertenencia se trata, el gobierno inglés y el francés ya sabían bien cómo utilizar políticamente las ambiciones nacionales y poner en funcionamiento maquinarias constructoras de identidades y de ingeniería social. Ahí está el ejemplo del himno inglés de 1740 como el primero de los Himnos Nacionales, o la primera Bandera Nacional francesa desarrollada entre 1790 y 1794 de los derivados de la tricolor revolucionaria (cfr. Hobsbawm y Ranger, 1983, pág. 13).

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