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La construcción de la identidad israelí: Génesis, problemáticas y contradicciones de una idea. El caso del nacionalismo judío (página 3)

Enviado por Andr�s Criscaut


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  • UNA MEZCLA DE COLONIALISMO Y COLONIZACIÓN

En el momento del nacimiento del Sionismo, los Imperios poseían una base ideológica y política que consideraba a varios de los pueblos bajo su influencia como "menores" o "inmaduros". Estos necesitaban de "tutores" para acceder un día, quizás, a su mayoría de edad. Esta fue la visión y el tratamiento del Mandato británico en medio Oriente, avalada por el nuevo sistema instaurado por la flamante Sociedad de Naciones en 1920: "algunas comunidades que en otro tiempo pertenecían al imperio otomano, han alcanzado tal grado de desarrollo que su existencia como naciones independientes puede reconocerse provisionalmente, a condición de que los consejos y la ayuda de un mandatario guíen su administración hasta el momento en que sean capaces de gobernarse por su cuenta" (citado por Gresh, 2002, pág.33). Londres sólo entendían por aquel entonces que el llamado "derecho de los pueblos" significaba una única alternativa: el derecho de elegir la tutela colonial, como ocurrió luego del desmembramiento del Imperio Otomano y de su reparto (Laurens, 2003).

Pero a partir del siglo XX comienza a formarse en Palestina un gobierno paralelo al británico que instaura un fuerte tinglado de organizaciones partidarias nucleadas en torno a una Agencia Judía. Esta abogaba por una campaña de fundrising filantrópico internacional entre las comunidades judías y los gobiernos y tenía por finalidad la instauración de un Hogar o Estado judío en Palestina. Teniendo en cuenta el poder organizativo y político de esta estructura puede decirse que el aparato estatal judío como tal ya existía virtualmente desde fines de los años treinta. Esto, junto a la casi inexistencia de instituciones palestina, fue uno de los argumentos utilizados por los dirigentes sionistas para rechazar las propuestas de crear un país binacional antes de 1948.

En este contexto fue crucial la impregnación bíblica de la cultura religiosa británica y estadounidense, y especialmente en sus respectivos establishments, lo cual facilitaría la aceptación de la tesis mesiánica sionista. Durante la era victoriana se dio una profunda fiebre pro sionista en medios literarios y publicaciones protestantes. La llamada Cuestión de Medio Oriente estaba muy presente en el ambiente cultural y político con la restauración de Sión, exacerbada por la moda romántica de la época (un ejemplo son algunos de los textos del escritor George Eliot), la cual legitimaba con un halo místico y civilizador la empresa colonial británica en Palestina.

En una carta de Herzl a Cecil Rhodes (uno de los principales artífices de la política colonial británica en África) ya se vislumbraba el proyecto de la empresa sionista: "se lo ruego, escríbame diciendo que ha examinado mi programa y que lo aprueba. Se preguntará por qué me dirijo a Ud., lo hago porque mis planes son planes coloniales".

Existen importantes puntos de contacto entre la experiencia sionista y la del colonialismo europeo. Si bien en el caso del Sionismo falta un elemento esencial que caracteriza al colonialismo: un centro imperial o estatal al cual afluyen los beneficios económicos obtenidos en las "colonias", los inmigrantes judíos en Palestina introdujeron un modo de producción distinto al de la población local y establecieron un sistema de relaciones asimétrico con la economía del lugar. Por lo general, la empresa colonial sionista no estuvo apoyada ni protegida por un Estado-nación determinado, sino por importantes filántropos y empresarios judíos de la diáspora.

En su etapa inicial, este tipo de colonización no tuvo rasgos colonialistas propiamente dichos (como la conquista territorial, la explotación económica y el dominio de los centros de poder). Más aún, hubo muy pocos elementos del tipo de "colonización de explotación", basado en privilegios brindados por las autoridades gubernamentales y la explotación de recursos naturales y humanos con fines lucrativos como principal actividad de los colonos.

En cambio, la colonización judía en Palestina coincide con el tipo de "colonización poblacional", basada, por un lado, en la inmigración de una comunidad étnico-cultural a un nuevo territorio, a la sazón con población autóctona, que es menos desarrollado y moderno desde el punto de vista tecnológico y, por el otro, en la creación de un sistema comunitario-colonizador separado, con características distintas a la del sistema comunitario de la población local. Las inversiones judías en Palestina, al menos en la época considerada, no brindaron ganancias y resultaron sumamente improductivas y de bajo nivel tecnológico. El flujo de capitales era unidireccional y, contrariamente a los casos de explotación económica, desde el exterior hacia el interior de la colonia.

En Palestina la tierra era escasa, por eso el historiador Baruch Kimmerling (1983, pág. 57) agrega: "La colonización sionista es la única que eligió su destino territorial no de acuerdo con parámetros de abundancia de tierras disponibles, ni de su valor y su calidad, o la riqueza natural del territorio, su accesibilidad política y la posibilidad de vivir en paz con sus habitantes, sino de acuerdo con una ideología que era una mezcla de religión, nacionalismo moderno, liberalismo y socialismo". La persistencia de la idea bíblica de un Eretz Israel, pese a los diversos proyectos y propuestas "territorialistas" mucho más viables y prometedoras, demostraron el peso simbólico de esta zona en la construcción del imaginario del movimiento sionista.

Desde el punto de vista religioso, la tierra adquirida, "recuperada", era así enajenada para el resto de la eternidad: la tierra prometida dejaba de ser una promesa. Pero este argumento tenia sus implicancias más laicas ya que así se consolidaba que la propiedad no volviera a manos no judías. La utilización de mano de obra árabe, y hasta el cultivo rentado del suelo a los árabes, estaban estrictamente prohibidos, quedando así automáticamente desplazados del sistema económico, cerrando incluso el retorno del árabe aún como jornalero.

Se perpetró entonces un doble juego de vincular el trabajo judío y la tierra, y la sistemática exclusión de la mano de obra árabe mucho más rentable. El incipiente sector industrial mostró el mismo mecanismo ya que la Confederación General de los Trabajadores Judíos de la Tierra de Israel, la Histadrut, tampoco aceptaba que el sector privado tomara mano de obra judía (Avodah Ivrith en hebreo). De esta manera, el conflicto se tiñó de un sentido social y clasista al verse cada vez más ensanchadas las asimetrías entre judíos y árabes. Como irónicamente aclaró Weizmann, los árabes siempre consideraron a los judíos personas peligrosas, no porque ellos explotaran a los fellahes, sino precisamente porque no los explotaban (cfr. Weizmann, 1949). Esta extraña amalgama colonial que plantea aún hoy el Sionismo son dos caras de una misma moneda: la idea no sólo de que "el pueblo" judío "subía" a Israel porque tenía una tierra que heredar, sino también porque existían otros a quienes había que desheredar, "bajar" de la historia y del suelo.

Este particular sincretismo del nacionalismo judío permite ver la lucha del Sionismo por crear un Estado, no como parte de los movimientos nacionalistas anticoloniales, ya que su objetivo final no aspiraba a eliminar el sistema imperialista británico de por sí, sino en adaptarlo a un programa mucho más judaizado y atractivo para sus adeptos, pero que ya estaba meticulosamente planificado como una empresa colonial.

La relación entre la comunidad judía de los Estados Unidos y el Estado de Israel resulta un tema sumamente interesante, lleno de percepciones, mitos y contradicciones. La idea de la Tierra Prometida, en una sociedad con una marcada inclinación al pensamiento religioso o místico como es la norteamericana, ha jugado un gran desempeño tanto en la intensidad como en la calidad de su relación con el proyecto sionista.

Este proceso ya se encontraba candente al otro lado del Atlántico desde antes del siglo XX. En 1897 se celebró la Conferencia de Montreal en donde las principales personalidades judías de América, a instancias del rabino Isaac Meyer Wise, desaprobaron la lectura política que estaba haciendo el Sionismo de los textos sagrados: "Desaprobamos totalmente toda iniciativa dirigida a la creación de un Estado judío. Las tentativas de este género evidencian una concepción errónea de la misión de Israel. Afirmamos que el objetivo del judaísmo no es político ni nacional, sino espiritual". En Pittsburgh, ya una década antes de la aparición del libro de El Estado (Judío/de los Judíos) de Herzl, los rabinos americanos reformistas declararon oficialmente: "Nos consideramos no tanto una nación como una comunidad religiosa, por lo tanto no consideramos ningún aspecto del retorno a Palestina ni la restauración de ninguna de las leyes sobre el estado judío" (Sachar, 1996, págs. 52-53).

Un factor crucial para comprender esta relación es ver cómo la comunidad judía norteamericana siempre interpretó su judaísmo como un aspecto integral de su "norteamericanidad". En las últimas décadas del siglo XIX, y más precisamente en Chicago, comenzó a encenderse el debate entre los primeros sionistas estadounidenses y sus opositores. Los Caballeros de Sión y la Sociedad Sionista de Chicago recibieron un fuerte revés por parte de Emil G. Hirsch, de la Congregación del Sinaí, quien aclaró que "nosotros, los judíos modernos, no queremos una restauración nacional en Palestina (…) este país en donde vivimos es nuestra Palestina (…) y no retrocederemos para formar una nacionalidad propia". Conocedor del destino de miles de judíos de Europa oriental que llegaban a las costas estadounidenses, su preocupación también residía en que el nacimiento de un movimiento nacional judío podría disparar la acusación de una lealtad dual de la comunidad judía, o quizás algo peor.

El rabino David Philipson, en el American Israelite, también compartía este temor al reafirmar la identidad judía desde una postura netamente religiosa: "no existe una nación judía, sólo una comunidad religiosa judía (…) los judíos en América sólo serán distinguidos nada más que por su vida religiosa". Para ellos la "Sionmanía" era una especie de delirio de ese "Julio Verne judío" llamado Herzl (Sachar, 1996, pág. 42). Sin ir más lejos, actualmente el Departamento de Estado no considera el concepto de "pueblo judío" como un principio de derecho internacional. Es interesante ver la compleja trama entre espiritualidad, imaginario y política del Sionismo estadounidense, la proyección mítico-religiosa que realiza el judío norteamericano sobre Israel como un reservorio de tradición y observancia y cómo ésta gravita en la vida y la sociedad israelí. Según resalta Friedmann (1988, pág. 204): "la generosidad del contribuyente norteamericano se agotaría si Israel se volviera un estado laico".

En este caso, la diferencia histórica planteada entre el apoyo británico, primero, y estadounidense luego de mediados del siglo XX al proyecto sionista/israelí no es casual. Con la Declaración Baltimore, ya bajo el padrinazgo de Estados Unidos, en donde antes se leía en la Declaración Balfour "refugio nacional judío en Palestina" ahora aparece un claro "Estado judío en Palestina".

La imagen que proyectaban los cinco millones de judíos norteamericanos sobre Palestina se vieron reflejadas en las tensas negociaciones del mismo gobierno estadounidense con respecto a la proclamación del Estado israelí. Tras la Segunda Guerra, y ante la evidencia del genocidio perpetrado por los nazis y los refugiados judíos que aún quedaban en Europa, el proyecto sionista cobró un insospechado valor político, y por sobre todo moral, ante la comunidad internacional. Mientras Inglaterra intentaba preservar cierto tipo de influencia en el mundo árabe, Estados Unidos comenzaba a ampliar su influencia en Medio Oriente.

La política estadounidense hacia Palestina mostró un importante viraje con el cambio de administración. Como aclaró el asistente presidencial David K. Niles: "tengo serias dudas de que Israel haya llegado a ser un Estado si Roosevelt hubiera vivido" (Sachar, 1996, pág. 255). Harry Truman mostró un mayor apoyo al proyecto sionista, en especial presionando al Reino Unido por lograr el acceso de más de 100.000 refugiados judíos europeos a Palestina. Sin embargo la óptica estadounidense estaba motivada principalmente hacia los intereses nacionales en Medio Oriente: básicamente apoyar la creación de un Estado judío pero sin perder la amistad y el petróleo árabes. En 1947 las compañías norteamericanas manejaban el 42% de las reservas de la zona, mayormente en Arabia Saudita, pero también en Kuwait, Bahrein e Irak.

De hecho la explotación petrolera estadounidense en el Golfo Pérsico se duplicó durante la guerra. Los grupos de presión sionistas llevaron al extremo su presión para la instauración de Israel, mientras que los petroleros buscaban incrementar sus ganancias. "El proceso por el cual los sionistas han logrado el apoyo estadounidense para la división de Palestina (…) demuestra la necesidad vital de una política exterior que se base en los intereses nacionales más que en los intereses particulares" aclaraba Kermit Roosevelt, ex ejecutivo de una empresa petrolera.

El secretario de Defensa de Truman, James Forrestal compartía esta preocupación: "ningún grupo en este país (en alusión a los sionistas) debe influir nuestra política hasta el punto de que ponga en peligro nuestra seguridad nacional". La Guerra Fría recién comenzaba, y la enemistad de los árabes pronto podría hacer que se volcaran al área de influencia soviética. Sin embargo los sionistas estadounidenses presionaban formidablemente a Washington a través de su poderosa American Zionist Emergency Council (AZEC). Truman dijo: "jamás pensé que podría ser tan presionado, y la Casa Blanca un objetivo de propaganda tan preciso como lo fue en aquellos años", mientras que el Subsecretario de Estado, Robert Lovett, admitía que "nunca en mi vida he sido sujeto a tanta presión como lo fui durante los últimos días del debate de la división de Palestina en las Naciones Unidas" (Sachar, 1996, pág. 291). Evidentemente la estructura de propaganda y lobby sionistas fueron ampliamente más prácticas que las amenazas o reprimendas políticas del mundo árabe. Finalmente el Estado de Israel se creó, y pese a eso, durante 25 años, hasta la crisis de octubre de 1973, nunca hubo una seria interrupción de flujo de petróleo de oriente a Europa o a los Estados Unidos.

Pero el judío norteamericano, así como la sociedad estadounidense, siempre vieron los conflictos y al mundo entero como algo distante y poco tangible. Desde su nacimiento en 1948 hasta 1964, sólo 15.000 judíos norteamericanos y canadienses emigraron a Israel. Estos dos países por lo general han financiado a través de mecenas una inmigración europea de corte específicamente religiosa, administrada por rabinos hasídicos u ortodoxos y que sustentan un pensamiento místico que en definitiva replica y actualiza en suelo israelí una nueva estructura de ghetto rodeado de un mundo hostil. Por lo general, muchas de las colonias religiosas de los territorios ocupados están integradas por este tipo de inmigrante o por judíos árabes que funcionan como punta de lanza de la colonización ilegal del gobierno israelí.

Uno de los principales debates, especialmente en el Sionismo estadounidense, es el que gira en torno a la "centralidad" de Israel con respecto a la diáspora. Nunca se produjo una migración masiva de judíos de EE.UU. ni de Canadá, su apoyo siempre fue más financiero que en recursos humanos, proveniente de una clase media y media alta totalmente asimilada y que no percibe a Israel desde otra óptica que no sea de valor religioso, histórico y tradicionalista. Para ellos su "judaicidad" es interpretada a través del prisma de su "norteamericanidad". La estructura política multinacional de los Estados Unidos, que no es un Estado nacional propiamente dicho en el sentido europeo del término, en el cual conviven muchos grupos de interés que mantienen una fuerte relación con sus países de origen, vuelven "natural" la relación y el apoyo de la comunidad judía al Estado de Israel/Tierra Prometida. De ahí el chiste reduccionista que dice que un sionista es un judío que quiere enviar a otro a Palestina con el dinero de un tercero.

No es menor el apoyo económico presentado por los poderosos grupos evangelistas fundamentalistas estadounidenses a la derecha israelí, apoyo basado principalmente en la idea antisemita que profetiza que en la víspera de la segunda venida de Cristo los judíos deberán o convertirse al cristianismo o sufrir el exterminio definitivo.

  • DEMASIADOS NACIONALISMOS PARA TAN POCA TIERRA

Más allá de las promesas, la colonización judía tuvo que adaptarse a la realidad de la región, y esta realidad incluía una población autóctona palestina que comenzaba a tomar conciencia de la nueva moda nacionalista del momento.

A diferencia de las otras variantes del nacionalismo árabe, el nacionalismo palestino estuvo marcado por una fuerte impronta anti sionista y de antagonismo judeo-árabe más que como una lucha contra la metrópoli dominadora. En este sentido el Sionismo sirvió como una suerte de amortiguador ya que era para los ojos árabes la "punta de lanza" de la dominación europea sobre Palestina.

Este nacionalismo se asentó sobre la base de una sociedad polarizada entre terratenientes (efendis) y campesinos (fellahs), ambos enmarcados dentro de una fuerte tradición agraria feudal y carente de una burguesía moderna. A su vez, su marcado carácter tribal no permitió el desarrollo de un movimiento político independiente y crítico de los dos clanes que tradicionalmente dominaron la escena política del nacionalismo palestino.

Así el partido más poderoso, el Partido Árabe Palestino, era casi un patrimonio de la familia de los Huseini, enfrentado al otro clan de los Nachachibi (emparentados con la monarquía jordana hachemita) y su Partido de la Defensa Nacional.

El espectro se completaba con el Partido de la Reforma de los Jalidi, el Bloque Nacional de algunos notables de la ciudad de Napluse, y el Partido del Congreso de la juventud árabe, de una rica familia de Ramleh.

Lo paradójico de esta dirigencia árabe fue que, si bien tomó un carácter abiertamente antisionista (y por ende receptivos al pensamiento alemán de corte racista y antibritánico), a su vez fue la principal responsable de vender la mayor parte de las tierras palestinas a la incipiente estructura administrativa sionista del Consejo Nacional y la Agencia Judía.

Esta organización familiar de los partidos e instituciones palestinas nunca pudo estructurarse en un sistema político dinámico. Así quedó demostrado en el momento en que Gran Bretaña abandonó su mandato, cuando los dirigentes palestinos quedaron muy lejos de haber consolidado una estructura administrativa tan versátil y adaptable como la sionista que ocupara los puestos vacantes. Durante el caos que se produjo cuando las tropas británicas dejaron el protectorado en 1948, los judíos rápidamente pudieron aprovechar su larga experiencia de autogobierno ocupando las estructuras administrativas y de control dejadas por las autoridades coloniales. "Los huseini y los nachachibi, la elite e intelectualidad política de los palestinos, fueron unos de los primeros en buscar refugio en los países vecinos, justo en el momento en que los palestinos más lo necesitaban", aclara el historiador Howard Sachar (1996, pág. 309) en su libro.

Pero es preciso ver que la capacidad organizativa y estatal de los judíos tuvo su clara contraparte en la contrastante ausencia y disolución de la comunidad y las instituciones árabes de la región. La plataforma sionista siempre tuvo en cuenta que el resurgir del nuevo israelí debía realizarse a expensas del eclipse de la antigua identidad de las poblaciones autóctonas palestinas. En 1948, tras la aprobación por parte de la ONU de la partición del mandato británico y los armisticios anglo-jordanos de la primera guerra árabe-judía, técnicamente el concepto de Palestina dejó de existir: gran parte del territorio pasó a transformarse en el Estado de Israel, y lo que actualmente se conoce como Cisjordania y Gaza fueron anexados respectivamente al Reino Hachemita de Jordania y a Egipto.

Ante la realidad de que "…el futuro Estado árabe de Palestina fue liquidado por un acuerdo entre la potencia mandataria abdicante y el reciente Estado soberano de Transjordania" (Schwadran, 1959, pág. 246), el movimiento de formación nacional palestino tuvo que rever y adaptar sus objetivos y estrategias. Por tal motivo, el nacionalismo palestino se cristalizó en el imaginario árabe como el único movimiento de liberación nacional independiente y libre de cualquier tutela de los Estados árabes.

Para las nuevas generaciones simbolizó una suerte de David árabe solitario y perseguido que luchaba contra un desproporcionado Goliat imperialista y occidental. Quizás uno de estos momentos de mayor auge, y de cristalización interna, se dio luego de la derrota de 1967, año que marcó el fin de todos los intentos panarabistas previos. Fue en ese momento cuando el Movimiento de Liberación Palestina (Fatha), fundado por Yasser Arafat entre otros, pudo cooptar la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), la cual respondía al presidente egipcio Gamal Abd-el-Nasser. En aquel entonces los palestinos y sus dirigentes asumieron profundamente su identidad y su destino, y dejaron de estar en función de los intereses y el apoyo de los gobiernos de los demás países árabes.

Desde la premisa de "una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra", una de las bases del Sionismo consistió en aplicar una política de obliteración o de dilatación de la identidad palestina, así como de su narrativa nacional. A la vez que fomentaban una propaganda exterior de captación y homogenización de los judíos de la diáspora, los sionistas aplicaban una intensa campaña de desarticulación de la población local.

La misma poderosa y efectiva maquinaria de state building pero utilizada en un sentido diametralmente opuesto con la población árabe local. El proceso de desarabización no se llevó a cabo desde un punto de vista simplemente físico, sino también discursivo, aplicando una importante ingeniería de borrado y resignificación de la memoria palestina. Los 160.000 palestinos desplazados entre los años 1948 y 1952 pasaron a ser clasificados con el eufemismo de ausentes presentes, lo cual permitió legalizar el despojo de todas las tierras palestinas con la Ley de las Propiedades Ausentes de 1950. Esta política de la negación y del olvido iría acompañada de un programa presentado por Shamail Kahane, un alto funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores israelí a principio de los ’50.

En su Propaganda entre los refugiados con el fin de quitarles las ilusiones de regresar a Israel puede leerse: "…ayudarse de las fotos que servirían para ilustrarles [a los refugiados] de manera tangible que no hay sitio donde volver. Los refugiados fantasean con que sus casas, sus muebles y sus pertenencias están intactas, por lo que sólo necesitan volver y reclamarlos. Sus ojos deben ser abiertos para que vean que sus hogares han sido demolidos, sus propiedades perdidas y que lo último que están dispuestos a hacer los judíos que han ocupado su lugar es renunciar al mismo". Si a esto le sumamos la política de "… la reconstrucción acelerada de antiguos nombres geográficos y la hebraización de los topónimos árabes" (Laor, 1995, pág. 132) el ser palestino se vuelve un hecho difícil de encontrar o definir. Hasta podría decirse que es imposible separar el hecho de que la creación de Israel tiene como imagen reflejo la no-creación de un Estado palestino, que la construcción del israelí es parte de la deconstrucción del palestino como tal. La imposibilidad, aún hoy, de poder marcar en el mapa qué es Palestina demuestra la persistente actualidad de este meticuloso programa de borrado e indefinición.

  • CANTIDAD, MÁS QUE CALIDAD

Más allá de estas vicisitudes, la plataforma sionista ha sido ampliamente exitosa en sus principales lineamientos. La existencia del Estado de Israel es un hecho tan indiscutible como legítimo, pero el mismo se encuentra sumergido en un dilema demográfico. Para poder seguir su obstinado carácter como esa suerte de democracia con reservas, de etnocracia de carácter exclusivamente judío, el mismo Israel debería desprenderse de toda la población árabe, o abandonar sus ambiciones étnicas para siempre.

A partir de 1949, la relación poblacional entre judíos y árabes era de un 18% contra el 82% respectivamente. A raíz de la invasión de 1967 de Gaza y Cisjordania la población bajo la administración israelí se incrementó casi tres veces y medio, sumando a casi un millón de árabes dentro de las nuevas fronteras de facto. Actualmente la población total dentro de Israel y los territorios ocupados es de 6.716.000, de los cuales el 77% son judíos y el 19% árabes entre otros. No obstante, la verdadera bomba de tiempo demográfica está en la tasa de natalidad de 3,4% de los árabes contra el 1,4% de los judíos.

En el 2020 se calcula que vivirán en esta zona 15,1 millones de personas, dónde los judíos serán sólo una minoría de aproximadamente 6,5 millones. Es evidente que ante estos números no hay "Ley de Retorno" alguna que atraiga nuevos contingentes masivos de judíos de la diáspora y que reviertan esta situación. Por tal motivo la única forma de seguir manteniendo el carácter judío del Estado es lisa y llanamente una separación física que convalide esta segregación ilícita. Así, un nuevo "Muro de Hierro" no es más que la concretización de una lógica de larga data llevada a cabo en la región; la resultante material de una política de Estado diametralmente opuesta al concepto abierto de una democracia basada en la ciudadanía.

Es evidente que el problema nunca radicó en la existencia de Israel como tal, sino en su condición y continuidad como Estado judío. La dialéctica del Estado de Israel, y lo que posibilita su identidad, es, precisamente, el retorno de los judíos de todo el mundo, así como el no retorno de los refugiados árabes a Palestina.

  • CONCLUSIÓN

A la luz de estos debates y contradicciones, no sorprende lo paradigmático de que el mismo gobierno de Israel niegue la propia identidad nacional de sus compatriotas. Las tarjetas de identidad israelíes no dicen que su portador es "israelí", sino "judío". En la entrada de "Nación" el Ministerio del Interior admite 140 nacionalidades, algunas bien definidas como ruso, alemán o argentino, y otras mucho más imprecisas como cristiano, musulmán, católico, árabe o druso, de corte puramente religioso o étnico. No hay un criterio válido, pero lo que es seguro es que ni israelí, y menos aún palestino, están contemplados como válidos. Desde el desajuste que produce este paradigma, la realidad es que el ciudadano israelí sigue aún sin saber su gentilicio y su identidad, si el judaísmo es una nación o una religión, o si su país es una democracia o una teocracia.

Un punto de inflexión se dio en 1949 cuando se puso definitivamente un punto final a "la cuestión judía": el "ser israelí" eliminó esa atávica ambivalencia planteada por el "ser judío", marcando claramente un mojón entre esta nueva nacionalidad y la potencialidad de la misma que aguarda a toda la diáspora. En 1982 el profesor de la Universidad de Tel Aviv, Benjamín Cohen, le respondió a Vidal-Naquet: "… El mayor éxito del Sionismo no es otro que este: la desjudaización… de los judíos" (Garaudy, 1996, pág. 10). El judío pasó a ser todo aquel que puede, y debe, ser israelí. El desafío ahora radica en que ellos mismos comiencen por reconocerse.

De esta manera, hasta que no se resuelva esta problemática, la de entender al judaísmo dentro de un parámetro universal y amplio de justicia, y desvinculado de toda rigidez étnica y nacionalista (en el peor sentido chovinista y segregacionista del término), el enfoque y la relación del Estado de Israel, tanto en el ámbito interno como externo, seguirá siendo conflictiva.

Un estilo tradicional de nación quizás ya no sea el modelo a seguir en el fanatizado y sofisticado conflicto israelí / palestino. Israel se encuentra en la búsqueda no ya de definir límites fronterizos fijos, sino de poner mojones en la fluctuante divisoria de identidades de sus mismos ciudadanos. El gran interrogante radica en cómo equilibrar dos factores aparentemente contradictorios y autoexcluyentes: el ser una democracia, y al mismo tiempo mantener su carácter como Estado judío.

Las palabras de Hannah Arendt, pronunciadas ya durante el exterminio de los judíos en Europa, siguen planteando las mismas preguntas de hoy: "el Sionismo tendrá que afrontar varias preguntas en un futuro no muy lejano. Para responderlas de una manera sincera, con un sentido político y de responsabilidad, el Sionismo tendrá que reconsiderar completamente su arsenal de doctrinas obsoletas. No será fácil salvar a los judíos o salvar a Palestina en el siglo XX, y la utilización de categorías y métodos del siglo XIX lo harán aun más improbable. Si el Sionismo se empecina en mantener su ideología sectaria, y continúa con su "realismo" miope, estarán apostando la pequeña oportunidad que un pequeño pueblo aún tiene en este mundo no demasiado bello que nos toca vivir" (Arendt, 1944, pág. 163).

En tal sentido las palabras de crítico literario Homi K. Bhabha también son aclaratorias: "los líderes políticamente más avanzados perciben que (para el conflicto palestino-israelí) un estilo tradicional de nación no será nunca el que ellos podrán construir" (Fernández Bravo y Garramuño, 2000, pág. 228). De esta manera pueda finalmente llevarse a la práctica uno de los mayores valores del Sionismo: crear un lugar y un refugio pacífico para los judíos. Y no como contradictoriamente está ocurriendo hoy, el de ser Medio Oriente esa zona del planeta en donde un judío tiene más probabilidades de morir en forma violenta.

Si este conflicto ha persistido durante tanto tiempo es porque posee todos los elementos para mantenerse. Ha sido funcional, y probablemente hoy lo sea más que nunca, a cualquier contexto moderno de construcción de identidades, de psicologías de masas y de estereotipos y, por ende, de divergencias. Porque sostiene, trasciende y resiste cualquier tipo de lectura e interpretación. Porque es funcional como excusa de control, a la nueva luz de la dialéctica del "amo y el esclavo", de la seguridad y del terrorismo, del nosotros y del ellos, de la incertidumbre y la vacuidad de las creencias y filiaciones que rigen a esta nueva Aldea Global.

Este conflicto de larga data puede verse como el inicio de los nuevos conflictos post Guerra Fría. La novedad es que la política internacional actual se rige por la misma lógica y juega con los mismos recursos que afectaron y afectan a esta región: el corte ya no es la confrontación este-oeste, ni norte-sur, sino más bien una alquimia con dimensiones y aristas sociales mucho más complicadas. La política internacional se ha mediorientalizado en una suerte de neo medievalismo de grandes sectores y bolsones de riquezas contenidos dentro de un marco de protección y seguridad militar. Un mito que sostiene y avala la creencia de un mundo de fortalezas en un océano de amenazas, de un poder difuso centrado en inequidades, expoliaciones, arbitrariedades y desposesiones.

La vida, encasillada en el discurso del miedo, del terrorismo y de la seguridad, del ellos y del nosotros, es una antigua canción en los oídos israelíes y palestinos. Y si hasta hace poco esto podía sonar para el resto del mundo como algo irracional y distante, a partir de ahora habrá que comenzar a entender y degustar estos tipos de disonancias. Ya nos lo dijo Arafat a los argentinos en forma muy clara y enérgica luego de la irrupción de esta nueva lógica del terrorismo internacional en la realidad sudamericana.

Hasta podría pensarse que en el sueño de Eretz Israel se concentra la semilla de uno de los proyectos nacionales más justos del mundo; la ambición de una población que sabe mejor que ninguna lo que es el sufrimiento, la exclusión y la persecución. La fantasía de un territorio verdaderamente libre de cualquier tipo de injusticia. Pero este sueño de Eretz Israel no es la realidad del Estado de Israel, una realidad que ha hecho de la región un lugar donde perdura uno de los conceptos más arcaicos y letales de lo que es una "Nación". Una sociedad que, preocupada por la Historia, la Memoria, el Olvido y el Exterminio, muestra que no hay mejoría ni enseñanza histórica alguna cuando se trata de segregaciones, matanzas o deportaciones. Sin embargo no es cuestión de resignarse y de creer que las víctimas de hoy serán los victimarios del mañana, que la violencia del pasado sólo puede redimirse a través de la violencia del presente.

Lo importante hoy es buscar una nueva alternativa de nacionalismo en esta zona, dejar atrás los viejos modelos, especialmente los de corte étnico, y buscar una Democracia verdaderamente pluralista, abarcativa e incluyente. Nuevamente es la dirigencia israelí la que lleva la delantera, la que detenta los recursos, y la que se arriesga a olvidar nuevamente los motivos indiscutiblemente humanos de sus orígenes.

Si bien puede ser que un optimista sea un pesimista desinformado, también es verdad que poseer más elementos y enfoques de análisis permite seguir viendo que en un callejón sin salida la única y mejor salida sigue siendo, hasta ahora, el mismos callejón.●

Referencias bibliográficas

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Andrés Criscaut

Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO)

Maestría en Relaciones Internacionales

Noviembre de 2005

Partes: 1, 2, 3
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