Descargar

Doña flor y sus dos maridos, de Jorge Amado (página 14)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16

Con un gesto de rey, Pelancchi Moulas apartó a Antonio Dedinho y a la vista de todos los presentes echó una ojeada al cahier: los doce reyes aparecieron acumulados en el fondo de la baraja: eran las últimas cartas. Los tres empleados, Máximo, con su pose doctoral, el ovejero Gilberto y Lulu, fiscal de sala, cambiaron una mirada de expertos. Antonio Dedinho se vio a un tiempo condenado e inocente. Pelancchi Moulas, fríos los ojos, azules de crueldad, miró primero al croupier y a los tres funcionarios, y después a la muchedumbre en torno: rostros ávidos y tensos, jugadores en los límites finales del absurdo. Al frente de todos, el negro Arigof: montaña del Himalaya, altura inmensa, eje del mundo, al decir entendido de Teresa, geógrafa y negrista. Arigof sonreía, cubierto de sudor y de fichas.

También sonrió Pelancchi Moulas (a Zalmira, volviéndose para mirarla), y luego preparó él mismo un nuevo cahier, anunciando la banca como si declamase un verso:

– Banca de doscientos contos.

Mas no por ser él Pelancchi Moulas, señor del juego, de horca y cuchillo, majestad y todo lo otro que ya se sabe y no vale la pena repetir, no por eso cambió la suerte, que ya no era suerte sino prodigio: ahí venían rey y dama, saliendo dama la primera carta. Cuando estalló la banca antes de llegar a mitad del cahier, Pelancchi Moulas examinó la caja con el resto de los naipes: allá al final («el fin del mundo…», repetía Amesina la profetisa), estaban juntos los doce reyes inútiles.

Largando las cartas, Pelancchi Moulas susurró algo y Gilberto Cachorráo tradujo en voz alta:

– Se suspendió el juego por hoy…

Arigof se retiró entre muestras de simpatía, seguido por los admiradores y las ardientes damas, que se pegaban a él. Cambió las fichas, compró champán y rumbeó para la casa de Teresa, aquella blanca que le daba por los negros, una autoridad en geografía y en juegos de cama. El negro se fue lleno de aires y de orgullo: con él no podían ni la mala suerte ni el hechizo, ni la cólera de la iaba bucurumim.

Pelancchi Moulas se quedó reflexionando. Lulu no sabía qué hacer con las manos; Gilberto Cachorráo no podía explicárselo, pero concordaba con Máximo Sales: allí había trampa, suciedad, una audacia de las grandes. Náufrago en medio de un mar de damas, Antonio Dedinho esperaba la sentencia. Hay que poner todo en claro, decía el solemne profesor. Pelancchi Moulas se encogió de hombros: que hicieran lo que quisiesen, interrogatorios o investigaciones, que llamaran a la policía si era necesario. En cuanto a él, tenía una idea, su sangre calabresa era sensible al misterio, a las emanaciones del más allá.

También lo eran los senos de Zulmira Simóes Fagundes, bronce y terciopelo. De repente, la primera- secretaria, la prima donna, la favorita de Pelancchi Moulas, comenzó a reírse mimosamente al tiempo que se contorsionaba:

– Siento algo aquí, en los pechos, Pequito, hay algo que me hace cosquillas, ¡ay!, ¡qué cosa más loca…! Hasta parece algo del otro mundo…

Pelancchi Moulas hizo la señal de la cruz.

8

Fueron aquéllos unos días confusos, de trajín y cansancio, de emociones. El doctor Teodoro y doña Flor tuvieron un ajetreo permanente, yendo de un lado a otro, del banco a la escribanía, de la escribanía a las diferentes oficinas municipales. Ella se vio obligada a suspender las clases hasta el fin de la semana, y él casi no apareció por la farmacia. Celestino, con su habitual franqueza lusitana, aconsejó a doña Flor:

– Si verdaderamente quiere comprar la casa, largue por unos días esa porquería de clases. Si no, adiós…

Había aparecido otro candidato y si no fuese por la buena voluntad del banquero habrían perdido una vez más la oportunidad de realizar el negocio. Otra vez volvía a estar todo prácticamente concluido, faltando apenas firmar la escritura definitiva: la escribanía tardaría unos días en tenerla lista. Pero ya estaba pagada la seña al antiguo dueño, para lo cual emplearon el dinero de la libreta de la Caja Económica, los ahorros de doña Flor.

Del brazo del marido, apoyada en su fuerza y en su saber, aquel fin de semana, doña Flor recorrió medio Bahía. No paró un minuto en casa, apenas el tiempo necesario para comer y dormir, sin tener un solo momento para descansar. ¿Cómo hacerlo con Vadinho allí, apostándose a su lado apenas ella aparecía, y cada vez con mayores atrevimientos, dispuesto a llevarla a la deshonra, al adulterio?

¿Adulterio?.. ¿Cómo adulterio…?, preguntaba el malvado, ¿si soy tu marido? ¿Dónde se vio que una mujer fuese adúltera por entregarse al marido legítimo? ¿No le había jurado ella obediencia ante el juez y el sacerdote? ¿Dónde se vio, mi flor de pasionaria, un casamiento platónico? Era absurdo…

El maldito tenía frases azucaradas, labia fina, lógica y retórica; sabía cómo confundirla con sus argumentos… y su voz era un arrullo:

– Mi bien, ¿no fue para dormir juntos para lo que nos hemos casado? ¿Entonces?

Dona Flor aun sentía en el suyo el peso del brazo del doctor, aún sentía el olor de su transpiración en las cuestas cuando iban en busca de la burocracia. Mas la voz de Vadinho la perturbaba…, ¿cómo descansar si tenía que estar atenta, si no podía abandonarse ni un segundo sin correr peligro? Peligro de dejarse arrastrar por la música de su voz, embobada por sus palabras, por las caricias de sus manos traicioneras, por sus labios. Cuando quería acordarse, ya la habían aprisionado sus brazos, teniendo que desprenderse de ellos con violencia. Pero no se había entregado y no se entregaría nunca.

No se entregó, o, por lo menos, no se dio del todo, pues algunas cosas le permitió en esos días fatigosos: algunas leves e inocentes caricias. ¿Serían realmente así, tan leves, tan inocentes?

Una tarde, por ejemplo, en que llegara deshecha de andar por las oficinas y la escribanía (pues el doctor tuvo que ir a la farmacia a preparar recetas), doña Flor se quitó el vestido, se sacó los zapatos y las medias y se tendió en la cama, así como estaba, sólo con el corpiño y la combinación. Había silencio y brisa en la casa vacía y doña Flor suspiró.

– ¿Cansada, mi bien? – Era Vadinho, a su lado. ¿De dónde venía, dónde estaba escondido que doña Flor no lo había visto?

– Tan cansada… Nunca pensé que para encontrar un papel en una oficina hubiera que perder una tarde… Vadinho acariciaba su rostro:

– Pero tú estás contenta, mi bien…

– Siempre quise que la casa fuera mía…

– Yo siempre quise darte esta casa…

– ¿Tú?

– ¿No lo crees? Es natural… Pues has de saber que la cosa que más he deseado fue poder algún día darte esta casa. Alguna vez habría de ganar tanto dinero al diecisiete que podría comprarla… Iba a llegar con la escritura, sin decirte nada antes… Pero no hubo tiempo… Si no… ¿Tú no lo crees, no?

Doña Flor sonrió:

– ¿Por qué no te voy a creer?

Sentía la boca de Vadinho a la altura de su rostro y quiso liberarse de sus brazos envolventes:

– Déjame…

Pero él le rogó tanto que le permitiera dejar su rubia cabeza junto a la suya que consintió en descansar apoyada en su pecho. Inocentemente, claro.

– Jura que no vas a intentar…

– Lo juro…

Fue un momento lleno de dulzura. Doña Flor sentía en su cuello el aliento de Vadinho y las manos de él protegían su descanso: con una le acariciaba la cara, le recorría el cabello, mitigando su fatiga. De tan cansada, se quedó dormida.

Cuando despertó ya habían llegado las sombras de la noche y también el doctor Teodoro.

– ¿Dormiste, querida mía? Debes estar muerta, pobre… Además de gastar tus ahorros, todo este trajín…

– No digas sonseras, Teodoro… – y púdicamente se cubrió con la sábana.

En la penumbra del cuarto, sus ojos buscaron a Vadinho, pero no lo vio. Seguramente se fue al sentir los pasos del doctor, ¿tendría celos de Teodoro?, preguntóse doña Flor sonriendo. Vadinho lo negaba, naturalmente, pero ella tenía sus dudas.

El doctor Teodoro se puso el saco del pijama y doña Flor la bata, levantándose. Él tomó sus manos:

– ¿Qué apurón, eh, querida? Pero vale la pena, ahora tenemos casa propia. Aunque no voy a descansar hasta pagar la hipoteca y depositar en la Caja todo el dinero que pusiste en la transacción.

Juntos, casi abrazados, la mano del farmacéutico en la cintura de ella, salieron del dormitorio para el comedor. Allí encontraron a doña Norma, deseosa de saber novedades sobre la compra de la casa.

– Parecen dos tortolitos… – dijo la vecina al verlos así, tan enamorados, y el doctor se separó en seguida, apartándose de la esposa.

Al día siguiente, por la mañana, doña Norma volvió para hablar con doña Flor sobre cosas de costura. Apuntándole al cuello desnudo, bromeó:

– Esos amores con tu marido se están volviendo escandalosos…

– ¿Eh? ¿Qué es eso?

– ¿Acaso no los vi yo ayer, a ti y al doctor, en pleno idilio, viniendo del dormitorio muy agarraditos?

– ¿Tú estás hablando de mí y de Teodoro? – preguntó, todavía asustada.

– ¿Y de quién había de ser? ¿Te estás volviendo lela? El doctor está perdiendo su seriedad… Y antes de cenar… ¿eh? ¿Continuó después la función? Claro, tenían que festejar la compra de la casa…

– ¡Qué conversación, Normita…! No hubo ninguna función…

– ¡Ah, mi santa, eso no! Tú con todas esas marcas de chupones en el cuello, a cada cual más linda…, y diciéndome que no pasó nada… Yo no sabía que el doctor era del tipo sanguijuela…

Doña Flor se pasó la mano por el cuello y corrió a mirarse en el espejo del cuarto. Unas marcas rosadas que tendían a enrojecer se extendían por todo un lado del cuello. Escandaloso…

¡Ah, Vadinho…! ¡Qué traidor, qué loco, qué malvado…! Ella había protestado al sentir el roce de los labios, pero él le preguntó qué mal había en que le acariciara el cuello, si eso ni siquiera era un beso, apenas si le tocaba la piel con la boca. Mientras la acariciaba, doña Flor se quedó dormida… ¡Ah, qué Va- dinho, no tenía arreglo!

Se apartó del espejo y se puso una blusa de cuello alto para esconder las marcas acusadoras. ¿Qué diría el doctor si viese esas rosadas señales dejadas por unos labios que no eran los suyos, por lo demás incapaces de tales obscenidades y depravaciones? Y regresó a la sala:

– Normita, hija mía, por el amor de Dios, no vayas a hacer bromas con Teodoro sobre estas cosas… Tú sabes cómo es él de vergonzoso… Es tan tímido…

– Claro que no voy a gastarle pullas al doctor, pero, Florcita, es un hecho que está dejando de ser un hombre grave… Tímido lo fue en otros tiempos, mi santa, ahora se soltó… Hasta se va pareciendo a Vadinho, que sólo le faltaba hacer las cosas a la vista de los vecinos…

Doña Flor sintió que alguien se reía, sintió su presencia. Felizmente, doña Norma no podía percibirlo: el malvado apareció suspendido en el aire y para colmo vistiendo aquella camisa que mostraba mujeres desnudas y que doña Gisa trajera de Norteamérica, de regalo para el doctor. La camisa sólo le cubría el tórax, todo el resto quedaba a la vista. Más indecente todavía.

9

– ¿Qué hay de malo en eso, mi bien? ¿Qué es lo que tiene de malo? Deja que mi mano esté ahí, no te voy a sacar un pedazo, ni a acariciarte; la mano está quieta… ¿qué tiene eso de malo? Y mantenía, discretamente, la mano sobre las redondas caderas; pero, en cuanto obtuvo su mudo consentimiento, la mano no se contuvo más, yendo y viniendo de las ancas a los muslos…, vasto territorio poco a poco conquistado.

Así, con las manos, el aliento, los labios, las palabras suaves, la mirada, la risa, la invención, la gracia; con lamentos, riñas, mimos, Vadinho iba cercando la fortaleza, calificada de irreductible por doña Flor, y echando abajo las murallas de la dignidad y del pudor. Su avance continuo y firme, su obstinado asedio, reducía a cada instante el campo de batalla.

En cada encuentro tomaba una nueva posición, y los bastiones iban cayendo uno tras otro, rendidos por la fuerza o por la astucia: la mano sabia o la palabra con mil promesas, todas en vano: «sólo un beso, mi bien, sólo uno…». Así fueron tomados los senos, los muslos, el regazo, las caderas, las nalgas de satén. Ahora todo eso le pertenecía, era un terreno en que su mano se movía libremente, sin censuras, y lo mismo sucedía con sus labios y caricias. Cuando doña Flor se dio cuenta, tanto su honestidad como la honra del doctor se encontraban acorraladas en un último reducto, que era cuanto le quedaba incólume. Para más, él se había apoderado del ardiente campo de batalla sin que ella se diera cuenta. Doña Flor intentó recriminarlo por las manchas rojas en el cuello, señales obscenas, horribles; estaba resuelta a prohibir más intimidades, pero él la envolvió en un abrazo, disculpándose entre susurros o burlándose de su pudor y de su seriedad, y al rato ya le estaba dando mordiscos en la oreja y acariciándola hasta hacerle sentir escalofríos. Se hacía urgente e imprescindible poner coto de una vez por todas a esas relaciones equívocas, que ya se habían distanciado tanto del afecto tierno, de la inocente amistad amorosa, del platónico sentimiento que doña Flor imaginara posible cuando Vadinho regresó. Viéndose en creciente peligro, la virtuosa esposa se llenó a la vez de miedo y de bríos, disponiéndose a poner término a aquella absurda situación. ¿En dónde se vio una mujer con dos maridos? Sentada en el sofá, reflexionaba doña Flor sobre asunto tan delicado – tenía que llevar la conversación con mucha habilidad para no lastimarlo, para no ofenderlo, ya que al fin y a la postre él vino en respuesta a su llamada- , cuando el tinoso apareció y la tomó en sus brazos. Mientras doña Flor buscaba el modo de iniciar la conversación, Vadinho metió la mano por debajo de su falda, procurando alcanzar el último reducto, todavía incólume, el cofre fuerte que guardaba su dignidad de mujer y la honra del doctor.

– ¡Vadinho!

– Déjame ver tu peladita, mi bien… Me muero de nostalgias de tu papaya… Y ella se muere por mí…

Levantóse doña Flor en un acceso de cólera, con violencia y furia. Vadinho también se enojó y el diálogo fue áspero y desagradable. Tal vez él no esperase una reacción tan brusca por parte de doña Flor, creyendo que ya estaba totalmente conquistada.

– Sácame la mano de encima, no me toques más… Si aún quieres verme y hablar conmigo ha de ser de lejos, como conocidos y nada más…, ya te advertí que soy una mujer honesta y que me siento muy feliz con mi marido…

Él le respondió, con sorna:

– ¡Tu marido! Ese espantajo, ese tarado… Lo único que tiene es estatura… ¿Qué sabe de estas cosas ese flojera…?

– Teodoro no es un ignorante como tú, no es un fanfarrón, es un hombre de mucho saber…

– Mucho saber… Puede ser que para preparar un jarabe sea un talento… Pero para lo que tiene valor, para yogar, debe ser el ganso mayor del mundo… Basta verlo…, es un capón…

Doña Flor enfrentó entonces a Vadinho resueltamente, nunca la había visto él tan indignada:

– Pues has de saber que estás muy equivocado… ¿quién puede conocer su capacidad mejor que yo? Y estoy más que satisfecha… No conozco un hombre mejor que él. En todo, y en eso también… Tú no le llegas ni a los pies…

– ¡Puf! – soltó Vadinho, haciendo un ruido irrespetuoso y vulgar.

– Déjame en paz, no te necesito para nada… Y no vuelvas a tocarme nunca más…

Esta vez estaba decidida: no le permitiría más intimidades, ni abrazos, ni los tales besos inocentes, ni que se echase junto a ella «para conversar mejor». Ella era una mujer honesta, una esposa seria.

– Si estabas tan satisfecha, ¿para qué me llamaste?

– Ya te dije que no fue para eso… Y ya me arrepentí de haberte llamado…

Más tarde, a solas, se preguntaba si no había sido demasiado grosera y violenta. Vadinho se quedó furioso, ofendido, humillado. Se marchó y no lo volvió a ver durante el resto del día. Cuando regrese, a la hora del crepúsculo, ella le explicaría sus razones con buenas palabras. Aunque cínico e insolente, Vadinho tenía a veces reacciones inesperadas y era capaz de comprender los escrúpulos de doña Flor de circunscribir sus relaciones a los límites impuestos por el decoro y la honra. Todas las tardes doña Flor, terminadas las tareas cotidianas, después del baño, envuelta en perfume y talco, se echaba unos minutos para reposar. Entonces, invariablemente, Vadinho se tendía junto a ella y conversaban sobre las cosas más disímiles (y mientras hablaban iba él derribando bastiones, estrechándola contra su pecho, quebrando su voluntad). Cuando se disponía a protestar, él la distraía hablando de los lugares de donde regresó, y doña Flor, llena de curiosidad y de preguntas, no tenía fuerzas para prohibirle nada:

– Y la tierra, vista desde allá, ¿cómo es, Vadinho?

– Es toda azul, mi bien.

Y el tentador descendía su mano por la cadera o la alzaba hasta el seno, mientras ella preguntaba:

– ¿Y cómo es Dios?

– Dios es gordo.

– Quita la mano de ahí, te estás riendo de mí…

Vadinho se reía, la mano siempre puesta en el túrgido seno, los labios buscando la boca de doña Flor… ¿Cómo saber si sus respuestas eran serias o si eran mentiras? Su aliento abrasaba, era un hálito ardiente como la pimienta, una brisa dulce, suave viento del mar…, ¡ay! Vadinho mentiroso y sinvergüenza… Así la iba él tomando poco a poco, sólo le quedaba el último reducto, su recato final. Pero ese día lo esperó en vano, no vino. Doña Flor, inquieta, se removía en el lecho, debatiéndose entre ansias y dudas. ¿Se habría ido sin más, de vuelta, herido en su orgullo, ofendido? ¿Se habría ido para siempre? Doña Flor se estremeció ante la idea. ¿Cómo vivir nuevamente sin su presencia? ¿Sin su locura, sin su gracia, sin su tentación?

Fuera como fuese, sin embargo, debía pasarse sin él, si es que quería seguir siendo una mujer honesta, recta. Ésa era la única solución viable, no encontraba otra salida para ese atolladero. Terrible determinación, prueba descomunal, pero ¿qué hacer si no? Se imponía una drástica ruptura: si Vadinho continuaba allí, ni su voluntad de ser honesta ni la decisión de ser virtuosa serían capaces de impedir lo irremediable. Ella no se engañaba: ¿qué eran las conversaciones sino un pretexto para las caricias, para esa lucha tan terrible y deliciosa?

¿Cómo resistir la labia de Vadinho? ¿No procuró él convencerla, y doña Flor se dejó convencer, de que a excepción de la posesión total todo lo demás no era más que un juego sin la menor maldad, un juego de primos, que no implicaba deshonra, ni siquiera indecencia? No habiendo posesión, no había deshonra…, y se mantenían intactas tanto su dignidad como la insigne testa del doctor.

Vadinho lograba por segunda vez adormecer sus escrúpulos con la misma canción de cuna, la misma modinha con que la había mareado en los días lejanos cuando él la cortejaba en Río Vermelho y la Ladeira do Alvo. Ella se había abandonado al arrullo y cuando abrió los ojos él ya se había comido la breva y la honra de su doncellez junto al mar de Itapoá.

Otra vez estaba Vadinho llegando al muelle de su último puerto, a la fibra más recóndita de su ser. Al menor descuido de ella, en un instante cualquiera de deseo incontenible; ahora él ya no comería solamente su breva de doncella, sino la honra de un marido y la decencia de una esposa.

De una esposa modelo, de un marido que era ejemplo de buenos maridos. Cuando el pobre menos lo pensase, su testa aparecería florecida de cuernos, y ésa sería la mayor de las injusticias. La semilla de tan injustos cuernos ya estaba plantada por las manos de Vadinho, por los besos de su boca, por su calor de hombre que encendía en doña Flor la gula y el pecado.

Sí, sólo cabía una solución, única y segura; que él se fuera por donde vino; sólo así estarían garantizadas la honestidad de la esposa y la testa del droguista. A doña Flor se le iba a romper el corazón, iba a sufrir mucho, pero ¿qué otro camino había, qué otra salida? Ella le explicaría amablemente sus razones: «Perdona, amor, es imposible continuar así. Todo fue culpa mía, adiós, déjame en paz…»

¿En paz? ¿O en la desesperación? Como quiera que fuese, por lo menos se mantendría honesta, recta, fiel a su marido.

Vadinho no apareció. Ni en el dormitorio a la hora del crepúsculo, ni después en la sala a la hora de la merienda. Contra su costumbre de venir a hacerle carantoñas, obligando a doña Flor a morderse los labios para no echarse a reír cuando, metido en una camisa transparente, salía bailando y exhibiéndose, o a no irritarse al verlo por detrás de la silla del doctor, poniéndole cuernos en la testa, ¡el pervertido!

Cuernos inexistentes, pues ella no se había entregado, había mantenido indemne el reducto en que se guarda la verdadera honra (el resto eran sonseras, como le decía Vadinho y como saben cuantos conocen esas cosas).

Esperó hasta la hora de dormir, pero él no vino. Vadinho se había ido, seguramente ofendido. Era orgulloso y duro, capaz de enfrentar con la cabeza erguida la prueba más recia. Quién sabe si no habrá partido para siempre. ¡Ay, Dios mío, ni siquiera se despidió!

10

La desaparición de Vadinho ocurrió un miércoles por la mañana y doña Flor estuvo todo el día desmadejada, afligida por su ausencia, temiendo haberlo perdido de nuevo, y con el contradictorio deseo de que así fuese, pues, como ella sabía, sólo su partida definitiva, para siempre jamás, podía salvar la felicidad de su hogar.

Ahora bien, los miércoles por la noche, así como los sábados, tal como ya se dijo repetidamente, el metódico doctor honraba a su esposa y hacía uso de ella, cumpliendo, gozoso, la grata tarea de sus obligaciones matrimoniales. Con bis los sábados (no lo olvidemos), y con el mismo ritual de siempre, en el cual el placer no excluía el respeto, un placer envuelto en pudor, cubierto por el recato (y por la sábana).

Tras el desacierto de la noche del aniversario de casados, la noche del retorno de Vadinho, las relaciones de cama entre doña Flor y el doctor Teodoro volvieron a ser normales, doña Flor dándose al esposo con modestia y con ternura y recibiendo de él plena y total satisfacción, que los sábados era doble.

Por lo demás, doña Flor nunca estuvo tan animada en el placer con el bravo farmacéutico como en los últimos tiempos: a decir verdad, ahora se entregaba con más ternura que modestia, y el doctor la sentía ansiosa y apasionada, perdiendo a veces su discreta contención, gimiendo y suspirando exacerbadamente. Alegrábase el doctor con tales pruebas de amor y satisfacción: el amor de su esposa aumentaba con el correr del tiempo y también él la amaba todavía más, si era posible.

Incluso hubo una noche de placer extra, fuera de la estricta agenda: la del día en que se terminaron los trámites de la compra de la casa en el banco de Celestino y en la escribanía de Marback. El doctor fue feliz cumpliendo esa celebración del acontecimiento, pareciéndole justo romper, con tal motivo, el orden sistemático de la vida nocturna de la pareja.

Esa tarde, al salir del dormitorio para la sala, el brazo en la cintura de doña Flor, la cabeza de la esposa reclinada en su hombro, al percibir la maliciosa sonrisa de doña Norma, él mismo sintió la llamada del amor, que flotaba en el ambiente, procedente de doña Flor, y se conmovió. Ya había él mismo pensado en celebrar la fecha, considerando que «una extravagancia de Pascuas a Ramos no constituye un exceso ni amenaza la salud física y moral de los cónyuges (siempre que no se convierta en hábito, evidentemente)».

Doña Flor no sabía si fue la compra de la casa lo que influyó sobre ella induciéndola a provocar al esposo y a obtener su aquiescencia y colaboración de la citada extra. Porque el fuego que la quemaba no fue encendido por los trámites bancarios, la hipoteca, los recibos, la escritura. La compra de la casa la unía más aún al doctor y sin duda fortalecía su afecto. Pero lo que la llevaba a exigir el placer y la posesión extemporánea era la hoguera levantada por Vadinho con sus caricias, los mimos de sus manos, los besos de su boca, aquella desvergüenza suya cuando en el crepúsculo le dejó las rojas marcas en el cuello. Ahora, cuando el doctor, encima de ella, la desbordaba, envuelto en la sábana, doña Flor, al cerrar los ojos, ya no veía un pájaro gigantesco: veía a Vadinho, que finalmente la poseía, haciéndola gemir y suspirar. Una confusión de todos los diablos.

Cuidóse doña Flor de no analizar esta nueva complicación, ya le sobraban motivos para mortificarse. El doctor, por su parte, decidió, con toda seriedad, incluir en sus planes una extra cada quince días.

La noche de aquel miércoles, de la discusión con Vadinho, doña Flor se sintió perpleja y agitada, con mucha necesidad de calmar los nervios. Pensaba en Vadinho, que tal vez se había ido para siempre. Era el retorno a una existencia tranquila, el fin del tenso período en que se había encontrado entre dos maridos, ambos con derecho a su amor, y ella sin saber qué hacer, llegando en ciertos momentos a mezclarlos y a confundirlos, en la mayor de las tribulaciones. ¿Podría ahora quizá retornar a la apacible rutina de antes de la vuelta de Vadinho, cuando su cuerpo sólo se despertaba los miércoles y los sábados?

Así, ese miércoles a la noche, escondiendo bajo las sábanas las marcas de los besos de Vadinho en su cuello, y encerrando en su corazón el temor a la ausencia, doña Flor acogió a su esposo Teodoro, iniciando con él el discreto y dulce ritual. Pero apenas el doctor se había tendido sobre ella, cual confortable paraguas, cuando la risa de Vadinho resonó en los oídos de doña Flor hasta hacerla estremecer.

Primero fue la alegría de verlo allí, en equilibrio sobre los barrotes del pie de la cama. No había partido para siempre, como doña Flor temiera. Después la alegría se convirtió en rabia, al percibir su risa libertina y la expresión compasiva, burlona, zumbona, de su rostro.

El miserable se divertía mientras alzaba la punta de la sábana para ver y mofarse mejor. Doña Flor escuchaba su voz dentro de sí, su risa libertina, de escarnio y burla:

– ¿Y a eso es a lo que llamas tú yogar? ¿Y ése es el doctor Sabelotodo, el maestro de las putas y el rey del relajo? ¿Esa basura, mi bien? Nunca vi algo más insípido… En tu lugar yo le pediría que en vez de eso me diera un frasco de jarabe: cura la tos y es más sabroso… Porque lo que él está haciendo, mi bien, es la cosa más triste que he visto…

Ella estuvo a punto de decir: «pues a mí me gusta y mucho», pero no pudo. El doctor llegaba al fin y ella se había perdido entre las risas de Vadinho, muerta de vergüenza (y de deseo).

11

Quedaba doña Flor sumida en la aflicción, enloquecida, temiendo por su honra y por la felicidad de su hogar, ambos en peligro. Pero ¿y qué decir entonces de Pelancchi Moulas? Su imperio se derrumbaba como bajo un terremoto o una revolución.

Nunca se viera nada igual desde el comienzo del mundo y de las apuestas. Se sabía de golpes de suerte extraordinarios, y malas suertes descomunales, y más de una vez algún jugador hizo saltar la banca de un casino. Mas estos acontecimientos eran raros y siempre limitados. Aparte de eso, está la martingala. Pero la trapacería no tarda en descubrirse sobre todo si es persistente, si se repite. En ese mundo de incertidumbres, nada era, sin embargo, más seguro que la fórmula, que las ganancias de los concesionarios de los casinos, de la quiniela, de la timba: ganan a muchos, pierden con unos pocos, son unos grandes señores, viven a sus anchas. Mejor negocio, ubre más rendidora, solamente la Presidencia de la República.

Y sin embargo, las barajas, los dados, las ruletas, se habían sublevado contra Pelancchi Moulas. Nada de lo que ocurría era explicable. Era absurdo, increíble, imposible; era necesario verlo para creerlo, y aun así, mirando con estos ojos que la tierra ha de comer, mucha gente repetía las palabras de aquel hombre de Ilhéus, cuando presenció el torneo de las damas de Arigof: «Lo estoy viendo y no lo creo.»

En materia de juego, el profesor Máximo Sales había visto en su vida todo lo que hay que ver, incluso un hombre que murió del corazón al acertar un pleno en la ruleta y otro que se mató tragando una píldora de veneno, una muerte horrible. Pero nunca pensó que se iba a encontrar con lo inexplicable; era un escéptico, tenía los pies en la tierra y la cabeza fría. De adolescente había vendido quinielas en Porto Alegre; fue gerente en Manaus de un tugurio clandestino, croupier en Río, cuentero en Recife, banquero en Maceió; vivió del póker en los garitos, conocía los secretos, todas las trampas.

– Entonces, profesor, ¿qué me dice? ¿Cuáles son los resultados de su investigación? En concreto, ¿qué hay? – la voz de Pelancchi, sus ojos malignos y el miedo.

En concreto, nada…, y Máximo Sales ponía la mano para la palmatoria. Los dados y las barajas fueron objeto de los exámenes más minuciosos, así como las mesas y las cajas…, ningún indicio. Vino la policía, un oficial con fama de muy competente, y varios detectives. Interrogaron a los empleados, bajo la dirección de Máximo. Exhaustivamente, sin tener en cuenta el cargo, la edad, o por lo menos sus relaciones íntimas con el patrón. Ni siquiera se hizo excepción con Domingos Propálato, hermano de leche de Pelancchi. Sólo Zulmira se salvó de semejante humillación; pero no por ser quien era estaba libre de la desconfianza del profesor:

– Vaya uno a saber si esa tipa no es de la banda…

Para Máximo sólo una banda, y de las mejores organizadas, podría haber montado aquella martingala extraordinaria. Una banda internacional, pues los tahúres locales no eran competentes para una faena como ésa. Y tampoco los de Río o San Pablo. Sólo especialistas europeos o americanos, de Montecarlo o de Las Vegas, serían capaces de una hazaña como la del bacará: durante dos noches seguidas, en la misma mesa de bacará, en el Tabaris, se dio punto todas las veces y ni una sola banca, ganando el viejo Anacreón una fortuna. El y todos los demás, pues una verdadera multitud acompañó el juego del suertudo. ¿Suertudo? Para Máximo, Anacreón era sólo un cómplice de los bandidos.

En nombre de la casa estaba al frente de la banca el mejor banquero de bacará de la ciudad, y quizá del norte del Brasil, Domingos Propalato. No era un empleado cualquiera, sino el cofrade, el compadre, el hermano de leche de Pelancchi Moulas. Nacidos en la misma aldea, con diferencia de días, la madre de Domingos había amamantado en su abundante seno al futuro millonario. Hombre capaz de matar o morir por su fraterno Pelancchi, Propalato estaba por encima de cualquier sospecha. Y frente a él, el viejo Anacreón, más que sospechoso.

¿De dónde había sacado el palpito y el dinero para el juego? Todos conocían la mísera situación a que llegara el viejo: tan abajo que se veía obligado a vender quiniela en el café de Raimundo Pita Lima.

Además – sumaba Máximo con los dedos- , el viejo tenía audacia y experiencia. Mucho antes de que Pelancchi Moulas estableciera su imperio en Bahía, ya Anacreón era figura popular en las ruedas del juego clandestino, siendo perseguido y además robado. Era tan hábil tallador de naipes como echador de dados, ¿qué otro tenía más antigüedad y constancia que él en la mesa de la ruleta, frente al bacará o en la suerte de la ronda, el veinte y uno, el siete y medio? Era todo un patriarca.

Pasaban los años, surgían y desaparecían generaciones y sólo el viejo Anacreón se mantenía igual, claro que con sus altos y sus bajos, sus buenas y malas rachas, sin que jamás hubiera ejercido otro oficio que el del juego.

Muchos jóvenes que se hicieron a su sombra ya no jugaban, estaban convertidos en personas serias y respetables, como Zé- quito Mirabeau, Guerreiro, Nelito Castro, Edgard Cúrvelo, y hasta Giovanni Guimaráes. Uno de sus primeros camaradas, Bittencourt, ingeniero competente, llegó rápidamente a director de Aguas Corrientes, pero no se olvidó del amigo y le ofreció un empleo seguro, garantía para los días de su vejez. Conmovido, Anacreón lloró al abrazar a Bittencourt, pero nunca fue a firmar el contrato ni a ocupar el cargo:

– Sólo sirvo para jugar, para nada más…

Algunos (felizmente pocos) ocupaban cargos importantes o estaban casados con mujeres ricas y no se atrevían ni siquiera a recordar aquellos tiempos de juventud y bohemia. Otros murieron en plena adolescencia y Anacreón vivía recordando sus nombres y sus hechos: el alegre Ju, príncipe del chiste, del gracejo, de la picardía sutil; el bello Divaldo Miranda, rico y elegante mestizo; el gordo Rossi, de extremada simpatía, loco por la samba y la cachaca: una vez, borracho, orinó en pleno salón del Pálace, a la vista de las señoras, y si no lo lincharon fue sólo porque Anacreón sacó la navaja y hecho una fiera le aseguró la retirada; Vadinho, el inolvidable, su amigo más dilecto, el más loco y divertido, el mejor, el más osado, un tipo macanudo. Macanudo, sí, ¡el más macanudo! Incluso muerto y enterrado, haría sus buenos tres años, no pudo tolerar que el viejo Anacreón estuviese anotando jugadas de quiniela en el fondo del café, en la miseria, con la moral por el suelo. Apareciéndosele en sueños – un sueño que más parecía una realidad, pues Anacreón ni siquiera estaba dormido, apenas era un cabeceo después del magro almuerzo- , Vadinho le aconsejó que fuese sin falta al Tabaris, tanto ese día como al siguiente, y que en la mesa de Domingos Propalato apostase al punto, y sólo al punto, toda la noche. Siempre al punto, jamás a la banca. ¿Cómo encontrar dinero? Tomó prestado algún dinero de la caja de Raimundo, sin que él lo supiera; el dueño del café era un buen tipo, no iba a preocuparse por unos mil- réis. Además, al día siguiente, Anacreón, lleno de oro y nuevamente cliente de la quiniela, y no empleado de quinielero, repondría con intereses los centavos del préstamo sacados del fondo de las apuestas en el café de Raimundo.

Anacreón, jugador antiguo y experimentado, respetaba los sueños y daba justo valor a un buen palpito, y todavía más si estaba proporcionado por un amigo tan leal como Vadinho. Dio el golpe final de la tarde, al rendir cuentas, haciendo desaparecer unos billetes, y el bueno de Raimundo no dijo nada.

Después ocurrió lo que sabemos, para asombro y comentario de la ciudad: la sensacional racha en el bacará, al repetirse el punto sin parar durante dos noches, haciéndole perder la calma a Domingos Propalato, por primera vez en sus largos años de oficio, y obligando a Máximo Sales, con aire de pasmado, a salir corriendo en busca de Pelancchi Moulas.

El mismo Anacreón, con toda su gloriosa crónica de contraventor, nunca viera nada comparable a esa suerte suya y a la mala suerte de la banca. Pero no le competía a él discutir lo que ocurría: el palpito de Vadinho era para que se lo honrase y no para desperdiciarlo en locas discusiones. Hombre de amplios horizontes, Anacreón creía en el destino y en su buena estrella, y para él, en tratándose de fichas y naipes, no existía lo imposible.

Apenas Pelancchi Moulas entró en la sala, vio el pánico en los ojos perplejos de Domingos Propalato. Yendo a colocarse junto al hermano de leche, le oyó decir en un susurro, con desesperación, algo que era como si oyese su sentencia de muerte:

– ¡Dio cane, Pecchiccio! ¡Siamo fututi!

Simple muñeco de la fatalidad, Propalato dio vuelta a la carta y salió punto.

12

«¡Sono fregato, sono fututo!», repitió Pelancchi Moulas cuando después de Anacreón le llegó el turno a Mirandáo.

De todos los muchachos de su generación, Mirandáo era el único que seguía siendo el mismo jovial bohemio, como si el tiempo no corriera para él, pasando las noches entregado a las emociones del juego.

Un domingo por la mañana, cuando estaba en casa cuidando los pájaros, Mirandáo oyó con toda claridad el mensaje de Vadinho: esa noche, en la ruleta, el 17.

Mirandáo no tuvo un amigo mejor: él y Vadinho fueron como gemelos, inseparables. Tanto era así que el nombre de Vadinho no dejaba de estar en sus labios, ni el recuerdo en su memoria. ¿Cómo lo iba a olvidar si no hubo amigo igual a ése?

Pero aquel día se trataba de algo distinto. El recuerdo de Vadinho adquiría la solidez de una presencia, como si él estuviera allí, ayudando a Mirandáo, junto a las jaulas, imitando con su silbido el canto del canario y del curió.

La negra Andreza había invitado a Mirandáo a almorzar, a comer un sarapatel en su casa. Mientras iba hacia allá, la voz le repitió el palpito, y también lo hizo cuando estaba a la mesa, de mantel blanco e invadida por el perfume del sarrabulho y de la salsa de pimienta. El 17 era el número de suerte para Vadinho, pero nunca había favorecido a Mirandáo.

Sólo que ese domingo no tenía un cobre, y entre los invitados de Andreza – el carpintero Waldemar, Zuca, un empleado de servicio rural que no había cobrado aún los sueldos atrasados, el albañil Rufino, el maestro Pastinha… sólo Robato Filho podría quizá disponer de algún dinero para prestarle. El nombre de Vadinho vino al caso y Robato, alzando la copa de cerveza, declamó la oda del poeta Godofredo; pero, en cuanto a dinero, estaba pelado, sin un vintén.

Con el buche lleno y el alma aligerada (nada como un buen sarapatel para aliviar el alma en un domingo), Mirandáo se desesperó recorriendo inútilmente las calles en busca de unos pesos. Si encontrase dinero suficiente podría perder algo al 17. Su número era el 3, aunque también lo atraía el 32. Jugar al 17 era tirar el dinero, pero él lo hacía como si depositara flores en la tumba del amigo.

Mas ¿dónde obtener el dinero en domingo? Todo el mundo estaba en el fútbol o en el cine, no había nadie en la calle. Los dos o tres amigos que encontró se negaron a financiarle la suerte, los pesimistas.

Cuando ya iba perdiendo las esperanzas se acordó de doña Flor, su comadre. Nunca había recurrido a ella para sus necesidades de juego, sólo le pidió ayuda alguna vez por enfermedades de los chicos y en una ocasión para arreglar las tejas del techo, pues el dueño se negaba a cumplir las obligaciones de propietario, mostrándose mezquino y desalmado:

– ¿Llueve dentro de la casa? ¿Encima de los chicos? Por mí, señor Mirandáo, puede llover sobre cualquiera; pueden caer las paredes, el tejado, la cumbrera, ¿qué me importa? ¿Es mía la casa? Más bien parece que la casa es de su señoría, mi caro amigo. Ya va para más de seis años que yo no veo el color de su dinero…

¿Y si estuviese el doctor Teodoro? Desde el nuevo casamiento de la comadre, Mirandáo la visitó sólo una vez, no queriendo imponer su presencia al farmacéutico, quien ciertamente no tendría gusto en verlo, pues él se parecía tanto a Vadinho que podía ser su copia o su retrato; no en lo físico, ya que uno era rubio y el otro mulato, sino en lo moral, o, como dirían algunos, en la falta de moral.

Pero aquella tarde Mirandáo no tenía otro recurso: o molestar a la comadre o renunciar a jugar.

– Mire quién está ahí… – dijo doña Gisa a doña Flor, las dos sentadas a la puerta de calle.

– ¡Dios mío!, también se le apareció a Mirandao… – pensó doña Flor, asustada, pues al lado del compadre venía el ex finado, muy campante y desnudo (no llevaba puesta aquella camisa de mujeres provocadoras).

No, Mirandao no lo percibía. Menos mal. Saludando a doña Flor y a doña Gisa, el compadre preguntó cómo estaba el doctor.

– Está muy bien. Fue a una reunión en la Sociedad de Farmacia.

– Y yo sin saber que tú estabas aquí sólita… – dijo Vadinho, aunque sólo doña Flor lo oyó, sin hacerle caso.

Doña Gisa se quedó conversando un poco más y después se fue con el pretexto de que tenía que corregir los deberes de inglés. Mirandao se sentó en la silla que ella dejó libre:

– Discúlpeme, comadre, vine a molestarla porque estoy en un apuro tremendo…

– ¿Alguien enfermo en casa, compadre?

Casi inventa una enfermedad, un hijo con fiebre, la necesidad de comprar remedios o ir al médico… Pero ¿para qué apenar a la comadre, además de birlarle los cobres?

– No, comadre, no se trata de una enfermedad… En realidad, es un asunto de juego…

– Mejor así, compadre.

Y Mirandao se encontró de repente contándole todo con detalles:

– …La voz de él, igualita, comadre, ordenándome que fuera a jugar hoy, sin falta. Que no dejara de ir…

Doña Flor lo estaba viendo ahí sentado en el borde de la ventana, bajo la luz de la tarde, Vadinho la miraba con ojos de calavera Ella hacía lo posible por no mirarlo, pero, aun sin quererlo, su vista se desviaba hacia la desnudez del mozo, la piel blanca y tersa, la pelusa de oro, la cicatriz del navajazo, la boca insinuante.

– ¿Cuánto necesita, compadre?

– Poca cosa…

Fue a buscar el dinero, y Vadinho la acompañó; al llegar al dormitorio la abrazó y le dio un beso. La pobre doña Flor ni gritar podía, con el compadre esperando en la puerta. Su resistencia se desvaneció en el beso.

– ¡Ay, Vadinho…! – gimió finalmente, y ella misma le ofreció entonces los labios, ya perdidos el pudor y la razón.

Vadinho la fue llevando hacia la cama, al tiempo que intentaba desnudarla. De no haber oído los pasos del compadre dentro de la casa, quizá doña Flor hubiese perdido en aquel momento su honor de mujer casada, de esposa honesta. En el último momento volvió en sí, apretó las piernas, se liberó del beso y del vértigo, salió de debajo de Vadinho:

– ¡Qué locura…! Con el compadre ahí…

– Está afuera…

– Está en la sala…, déjame…, ¡qué vergüenza!

Se arregló el pelo con los dedos, y compuso sus ropas, yendo al comedor, donde Mirandao estaba tomando agua. Le dio el billete, empapado por el sudor de su mano.

– Gracias, comadre, no sé cómo agradecérselo. Si no gano hoy ya no ganaré nunca. Es algo seguro, es como si el compadre estuviera junto a mí dándome suerte.

Ya en la puerta de calle, Mirandao se rió y reveló su plan.

– Claro que él está empeñado en que yo juegue al diecisiete, pero voy a jugar al tres y al treinta y dos, porque no estoy loco. Una vez, comadre, acerté cuatro plenos seguidos al treinta y dos. Fue sensacional.

– «¡Idiota!»

– ¿Oyó, comadre? ¿Lo oyó hablar? Era la voz de él, ¿no? Dígame…

Doña Flor, sintiéndose desfallecer, el corazón sobresaltado, la boca ardida y seca, habló bajito:

– No haga caso, compadre, a veces también me tienta a mí…

Mirandao no entendió. Ese día, por lo demás, todo estaba embarullado, nada tenía explicación ni sentido. Lo mismo ocurría con la noche, que estaba llegando de repente, súbitamente, del lado del poniente, adelantada la hora, sin esperar los rojos colores del crepúsculo, una noche totalmente azul. El reloj de Mirandao marcó la hora del juego: no debía perder una sola puesta, ni una bola siquiera.

– Adiós, comadre, mañana vengo a pagarle…

– No es necesario, compadre. Si gana, compra de mi parte unos bombones para los chicos… – Hizo una pausa y concluyó, bajando la voz- : …y de parte de su compadre…

El beso de Vadinho le acarició el rostro como si fuera la brisa de aquella noche azul.

– Hasta luego, mi bien… De noche voy a venir a sacarte de la cama… Espérame… Sin falta, espérame…

13

Noche de domingo. Salones abarrotados, la orquesta atacó un fox y las parejas salieron a la pista de baile; entre ellas, Mi- randáo reconoció al argentino Bernabó y a doña Nancy. Cambió por fichas en la caja los cien mil- réis de doña Flor. Puso dos de las más chicas en el bolsillo: «Éstas son para el 17 de Vadinho, más tarde.» Dividió las otras en dos grupos iguales: mitad para el 3, mitad para el 32. En la mesa de ruleta saludó con una sonrisa a Lorenzo Mano- de- Vaca, el croupier, viejo conocido suyo. Con mano certera sacó una ficha para el 3 y otra para el 32. Y he aquí que las dos giraron en el aire y fueron a caer juntas sobre el 17, en el mismo momento en que Lorenzo cantaba el juego. Salió, naturalmente, el 17. Y nunca más dejaría de salir siempre y con seguridad, si no fuera porque un poco después de medianoche Pelancchi Moulas ordenó la suspensión del juego con el pretexto de un desperfecto en la taza de la ruleta.

14

En el departamento de Zulmira, en el regazo de la mestiza, en la bienaventuranza de sus abundantes senos, Pelancchi Moulas escuchaba el relato del profesor Máximo Sales: la taza y la mesa de la ruleta, desmontadas pieza por pieza y sometidas a todas las pruebas, no revelaron ninguna inclinación o defecto, ninguna señal de marrullería.

– Yo ya lo sabía… Es inútil… – gimió el pobre rey.

Allí, en esa dirección que sólo unos pocos conocían, se escondía el gran hombre, el dueño de la ciudad, el jefe del gobernador, huyendo de los cargosos y de las preocupaciones. En su escritorio («Pelancchi Moulas, empresario») había un desfile permanente, de la mañana a la noche: individuos de la más variada especie, comisiones de todo tipo, cada cual con su lista, su carta, su pedido, su problema, su mutilación, su cuento. Todos venían en busca de dinero.

Dinero para construir iglesias, comprar campanas, contribuciones para hospitales y obras de caridad, para asilos de ancianos y reformatorios infantiles, ayuda para excursiones de estudiantes al sur y al norte del país. Periodistas y políticos, ávidos, insaciables, necesitando todos ellos algún dinerito para salvar a la patria, a la moral cristiana, a la civilización y al régimen de la tenebrosa y fatal amenaza de la subversión y del ateísmo. Literatos con proyectos de revistas y originales de libros: «Usted es amigo de la cultura, de las letras y de las artes, de la poesía; es el mismo Mecenas resucitado.» (Pelancchi tenía ganas de responder: «Mecenas es la puta que los parió», en vez de eso soltaba un billete de veinte o de cincuenta, según que el sablista fuera un joven genio o un viejo sonetista.) Reformadores, moralistas, católicos, protestantes, ocultistas, todos los que combatían las malas costumbres y la anarquía, el peligro comunista y el amor libre, el inicuo abandono de las reglas de la gramática portuguesa (el pronombre indeterminado al iniciar las frases), y el escandaloso escote de las mallas en las playas (exhibiendo todo, hasta las vísceras). La Asociación de Madres de Familia en Permanente Vigilia contra el alcohol, la prostitución y el juego («madres de familia» quería decir, principalmente, Antonio Chinelinha, que entonces estaba en los comienzos de su prometedora carrera); la Sociedad Protectora de las Misiones en Oceanía; la Campaña Contra el Analfabetismo, del mayor Cosme de Faría; la Devoción de San Genaro, y el Club Carnavalesco de las Alegres Morenas de Cabula; enfermos de todas las enfermedades, desde la lepra al cáncer, desde la bubónica al beriberi, desde el mal de Chagas al de San Vito, y los batallones de ciegos, de cojos, de mancos, para no hablar de los locos y de los que, simplemente, iban a pedir dinero sin ningún pretexto, con la cara más fresca de este mundo.

De todo eso descansaba Pelancchi en el departamento y en los senos de Zulmira, preciosos refugios, ahora más que nunca: sólo en ellos podía hundir el miedo pánico que lo asaltaba, que lo dominaba. Allí oía a sus auxiliares: unos pesados, unos babosos.

Sin darse por vencido, Máximo Sales exponía un plan audaz y simple: ¿Por qué no aprovechar la ruleta desmontada y poner todo en claro? ¿Cómo? He aquí cómo… Alabeando el plato de la ruleta hasta hacer imposible que la bolita caiga en el sector del 17. Un truco tan viejo como el mismo juego de la ruleta. Sin duda era peligroso y desde luego deshonesto; pero, no siendo así, ¿cómo obtener la última prueba?

Máximo mantenía su posición inicial: todos esos presuntos absurdos, en los que Pelancchi veía la mano del destino, no pasaban de ser un truco monstruoso, obra de una banda – ¡extranjera!- de acuerdo con fiscales y croupiers, y con Arigof, Anacreón y Mirandáo.

«Qué banda ni qué extranjeros…, ¡sono /regato, sono fatuto!»

Para Pelancchi Moulas toda esa charla de Máximo Sales era pura pérdida de tiempo, nada más. Ni banda ni martingala. Era mucho peor: sus enemigos, para arruinarlo, echaban mano a las fuerzas sobrenaturales, incontrolables, extraterrenas.

En el curso de su vida, no siempre fácil, Pelancchi había sembrado odios profundos, mortales enemistades. Cuando se hizo necesario, su mano fue pesada y dura, dejando a su paso un rastro de maldiciones y de juramentos de venganza. Ahora se veía acorralado, entre el hechizo y la brujería.

Pelancchi no temía luchar con los hombres, era un recio adversario. Pero este gángster moderno, este hijo del siglo de las luces y de la técnica, se metía debajo de la cama al primer ronquido del trueno, se moría de miedo ante la fulgurante luz de los relámpagos, y en esos casos se convertía de nuevo en una criatura de Calabria, en un chico campesino, hijo de la superstición y de la miseria.

– ¡Maledetto, sono stregato!

– Pues muy bien – dijo Máximo Sales, que sólo temía a los hombres y no creía en las almas del otro mundo; era librepensador y escéptico, y procuraba encontrar una explicación racional y lógica para todo tipo de fenómeno- ; pues muy bien, pongámoslo en claro. Combemos la ruleta y veamos qué pasa. Está prohibido y es deshonesto, y a usted no le gusta este recurso ni a mí tampoco. Pero se trata de un recurso extremo, y más deshonesto es lo que le está pasando a usted, ¿no le parece? Si una vez alabeada la ruleta todavía se diera el diecisiete – y bien sabe que es imposible que se dé- , yo estaré de acuerdo con usted: entonces es cosa del diablo y confiaremos la solución a los macumbeiros.

Pelancchi Moulas se encogió de hombros: si era para realizar la prueba, y sólo para eso, que Máximo hiciera lo que mejor le pareciese, que alterase la ruleta, pero con el máximo cuidado y discreción.

– Yo mismo me encargo del trabajo, quédese tranquilo.

– Y sólo por una noche.

– De acuerdo, sólo por esta noche.

Restregándose las manos, Máximo fue a realizar su delicada tarea. A Pelancchi Moulas todo eso le parecía inútil. Era tiempo de poner su fortuna y su destino en manos más competentes que las de Máximo y las de la policía. Si había alguien capaz de descubrir la explicación del enigma, ese alguien era Cardoso y S.a, el carismático filósofo cuya mente sublime se proyectaba en el más allá, en los páramos del infinito: un destello en el espacio cósmico que revelaba el pasado y el futuro, pues él vivía al mismo tiempo en el ayer, en el hoy y en el mañana, en las luminosas cumbres y en los negros abismos.

Zulmira tampoco tenía dudas: era brujería, era el demonio suelto. Ella no se lo había dicho antes para no aumentar sus preocupaciones, pues ya tenía Pequito bastantes motivos de inquietud: en el Pálace, en la víspera, cuando se suspendió el juego, tal como ya le había sucedido anteriormente, un fantasma le palpó los pechos y le hizo cosquillas. Y no contento con eso – ¡qué horror, Dios mío!- se metió bajo sus faldas y le pellizcó las nalgas:

– Mira, Pequito… Fíjate…

Levantó la bata. Por debajo relucía la piel color cobre, en la que él observó las marcas rojiazules de los dedos de Vadinho, definitiva prueba de la intervención de lo ignoto.

– ¡Accidente! – exclamó el calabrés, y sacando fuerzas de flaqueza, se hundió en ese oscuro misterio.

15

¡Insensato e insolente!… Vadinho siempre fue así y no había cambiado en los años de ausencia:

– De noche vuelvo para sacarte de la cama… Espérame…

Como si doña Flor fuese la última de las perdidas, tan disoluta como para entregarse al libertinaje mientras el esposo dormía a su lado. En la cama de hierro, el doctor Teodoro duerme el famoso sueño de los justos, su noble figura en plácido reposo, la respiración uniforme, como si roncase al ritmo del fagot.

Doña Flor contempla el honrado rostro del marido y la embarga una ola de ternura: no existe un hombre mejor, un esposo tan perfecto. Ánimo fuerte, carácter impoluto – también llamado diamantino…- ; doña Flor decide liberarse de una vez para siempre de aquel enredo turbio e insoportable, indigno de su condición y de su honestidad.

Sería mejor esperarlo en la sala, pasar allí la velada. Al mismo tiempo sería más seguro: no corría el riesgo de verse en los brazos de Vadinho en el mismo cuarto en que dormía el otro esposo (el bueno, el probo). Porque ella, esclava de los sentidos, del cuerpo vicioso, de la vil materia, teme entregarse imprevistamente. Su voluntad ya no le obedece, sus fuerzas se desvanecen apenas surge Vadinho, y, cuando él se arrima, le da un vértigo y queda a merced del seductor. Ya no era dueña de su cuerpo, la indócil materia no obedecía más a su espíritu, sino al deseo de Vadinho.

Aún no se había entregado, es verdad, pero quizá fuese porque Vadinho casi no se dejó ver en los últimos días, de nuevo entregado a la timba, a la vida airada, desaparecido.

Así que ésta era la noche. Fue tan categórico, tan incisivo: «Espérame, espérame sin falta, que esta noche te vengo a buscar a la cama.» Ni siquiera tenía para con ella la menor consideración: hizo la promesa de venir y allá se quedaba demorándose en el juego. Si es que no estaba en algún prostíbulo. Doña Flor camina por la sala, abre la ventana, escudriña la calle, cuenta los minutos.

Tantos juramentos de amor, tanta declarada pasión, todo mentira. Allí estaba ella, sólita, esperándolo, y él no era capaz de sacrificarle una sola jugada. Hasta puede que venga después de la última bola.

Sin embargo, el juego ya había terminado. Doña Flor conoce bien los horarios, está familiarizada con todos los detalles. Esta vigilia esperando a Vadinho tuvo sus comienzos hacía ya muchos años. ¿Dónde andará ahora, qué fiesta lo retendrá, por quién habrá cambiado la promesa hecha a doña Flor? Vadinho, ¿por qué abusas así de mis sentimientos, por qué no vienes si hiciste la promesa de venir y yo te espero sumida en el desprecio a mí misma? ¿Qué me importa la honra, la decencia, el hogar feliz, el noble marido? Sólo me importa tu presencia. ¿Por qué se la anunciaste a mi deseo?

Por la mañana, en la clase de cocina, doña Flor, nerviosa y abstraída, casi pierde el punto del arroz de haussá. En el fondo de la casa se oía a Zulmira Simóes Fagundes, que contaba algo, muy excitada:

– Chicas, es cosa de sortilegio, ando con un miedo… ¿Ustedes no se acuerdan que el otro día, aquí, en la clase, sentí que algo me palpaba el seno? ¿Pues saben que la cosa continúa…?

Las alumnas no salían de su asombro:

– ¿Qué? ¿Cómo? Cuenta…

– Ayer por la noche yo estaba en el Pálace…

– Tú no pierdes una soirée en el Pálace…

– Forma parte de mi trabajo…

– Un trabajo así es lo que yo querría…

– Cuenta, Zulmira…

– Pues ayer a la noche yo estaba en el Pálace con mi patrón y a la ruleta le pasó algo…, sólo se daba el diecisiete… Doña Flor escuchaba, pensativa.

– En el momento de mayor confusión, sentí que la misma cosa invisible me tocaba los senos y después… – bajó la voz- …me dio un pellizco en las nalgas…

– ¿Pellizco de algo invisible? No me diga… – dijo dudando una señora poco afecta a los misterios y de trasero inocuo.

– ¿No lo cree? Pues todavía tengo la marca.

Como no estaba dispuesta a pasar por mentirosa, Zulmira levantó la pollera y exhibió un anca que podía causar envidia incluso a las colegas más bien servidas en materia de cuadriles. Un tanto borrosa, allí estaba la marca de los dedos de Vadinho. Silenciosamente, doña Flor salió de la sala. Lo esperó durante todo el día, con tristeza. Vadinho no vino. Tampoco en la segunda noche. Toda su pasión era mentira, su delirante amor sólo era falsedad e hipocresía. Ella en vela, esperándolo, y el trasto tan tranquilo en el juego o bajo las polleras de Zulmira pellizcándole las nalgas. Vadinho, cínico e irresponsable, falsario y desleal, sin corazón… Y doña Flor se sentía libre de toda contradicción, libre a un tiempo del pudor y del deseo. Pero triste.

16

Al llegar la hora de la victoria, el profesor Máximo Sales no se llenó de soberbia; por el contrario, modestamente, atribuyó el éxito al antiguo proverbio, a la probada fórmula: «a ladrón, ladrón y medio». Era erudito sin soberbia, un verdadero humanista. Pero que no le viniesen con historias de espíritus- del- otro- mundo, ni charlatanerías sobre embrujados y hechizos. Bastó con desnivelar la ruleta para que toda la brujería se disolviese, indicando la existencia de la trampa; ahora faltaba solamente descubrir al responsable, al jefe, al cabecilla de la banda, y ajustarle las cuentas. Ignorante del complot, Lorenzo Mano- de- Vaca echaba la bolita en el plato de la ruleta: en la víspera sólo se dio el 17, y hoy no había salido una sola vez en toda la noche. El rostro de Pelancchi Moulas estaba menos tenso. Él le temía a lo sobrenatural y a nada más. Pero ¿cómo iba a ser ésa una fuerza cabalística si era incapaz de superar el arreglo de la ruleta? Máximo le había quitado a la martingala su máscara de misterio, y Pelancchi, con su brazo largo e insuficiente, alcanzaría al responsable y le haría pagar con intereses el dinero ajeno, la audacia, la insolencia, y sobre todo las horas de pusilanimidad, el miedo declarado, el pánico que le había roído el corazón. Entre Zulmira y Domingos Propalato, de nuevo en paz con el mundo, Pelancchi sonreía a los jugadores: no podía haber una sonrisa más cordial y afable. Mientras tanto, Mirandáo, desertor y borracho, dormía en el burdel de Carla, en el hermoso y discreto boudoir rosa. La noche anterior, cuando Pelancchi Moulas, visiblemente descontrolado, ordenara la suspensión del juego, Lorenzo Mano- de- Vaca, el croupier, y Domingo Propalatos, allí presentes, no fueron los únicos que al fin se vieron liberados de aquella indescifrable pesadilla. No se sintió menos aliviado Mirandáo, en medio de un mar de cifras, tan absurdo y tremendo era el asunto. Mientras en la ruleta se cantaba el 17, Mirandáo se mantuvo entre la euforia y el terror. Euforia debido a su descomunal suerte, terror ante lo ilimitado de esa diabólica suerte suya. Aquella noche se rompieron los diques de la fortuna y todas las fichas de los casinos obedecían a Mirandáo. Pero esa suerte ¿le pertenecía realmente a él? Todo era sospechoso y extraño por demás: oyendo la voz de Vadinho, a partir de la mañana, junto a las jaulas, luego a la hora del sarapatel y después por la calle. Más tarde la visita a doña Flor, sus extrañas palabras, sus frases oscuras, y el insulto del finado, que él oyera como si además de Mirandáo y la comadre, también Vadinho tomase parte en la conversación. Y después, el comportamiento mágico de las fichas, yendo a caer en el 17 cuando él las echaba al 3 y 32. A medianoche, Mirandáo quiso hacer una prueba temeraria, apostando de nuevo a sus números predilectos, cargándolos de fichas. Pero todas ellas, por su cuenta y nadie sabe cómo, aparecieron en el 17. Finalmente, ¿qué era Mirandáo? ¿Un jugador o un juguete del destino? Cuando salió del Pálace, convertido en un arrogante millonario, pero con el corazón afligido, se encaminó al burdel de Carla, lugar apropiado para las conmemoraciones de los hechos grandiosos como aquél, y un lugar acogedor en las horas de angustia. Confió su dineral a la gorda italiana, señora de mucha integridad y escrúpulos (autorizándola, claro es, a gastar en la fiesta lo necesario, sin mezquindad). De este modo se precavía del exceso de cariño de las mujeres o del súbito afecto de los múltiples amigos cuando quedase borracho. Porque esa noche Mirandáo se disponía a tomar la tranca de su vida, ahogando en ella los términos del enigma, los fragmentos de tanto desvarío.

La fiesta, regida por la gorda Carla, duró hasta el día siguiente y los más resistentes, como los literatos Robato Filho y Áureo Contreiras (siempre con una flor en la solapa) y el periodista Joáo Balisla, se quedaron a almorzar en el burdel… una feijoada genial y arrasadora, con cachaca y vino seco. Sólo después de semejante maratón cayó Mirandáo desplomado, llevándoselo en andas las chicas, como si fuese un muerto. Lo desvistieron y le dieron un baño libio, de inmersión, envolviéndolo luego en perfume y talco y tendiéndolo, dormido por fin, en una cama de colchón de barriguda, en el boudoir reservado a los huéspedes de honor, todo en satín rosa.

Mirandáo y algunos otros invitados sensibles, como la ya citada Amesina (Ame de Américo, su padre, y Sina de Rosina, su madre), sintieron en el ambiente la presencia de una fuerza irreprimible que dirigía la fiesta. ¿Cómo explicar, si no es así, el número de la gorda Carla bailando la danza de los siete velos, espectáculo sublime y monstruoso?

Máximo Sales, aunque escéptico, realista y librepensador, también tuvo la impresión de que lo observaban, cuando, aquella larde, en la sala de juego (con la sola ayuda de Domingos Propálalo, hermano de leche de Pelancchi), realizaba, con pericia y concienzudamente, con la perfección de un artista, la difícil tarea de examinar la ruleta. Por momentos, la sensación era tan fuerte y extraña que suspendió el trabajo y recorrió la sala con la mirada en busca del invisible testigo.

Alrededor de medianoche, en momentos en que el juego alcanzaba la mayor animación, Mirandáo, desde el fondo de su sueño de piedra, bajo el peso del cansancio y el alcohol, volvió a oír la misma voz de la víspera. Al principio vagamente, luego con claridad; era igual a la de Vadinho y le ordenaba volver a la mesa de ruleta con urgencia: al Pálace, rápido, a jugarle al diecisiete y sólo al diecisiete. ¡Vamos! Al abrir los ojos, Mirandáo se encontró a solas con las sombras de la noche y aquella voz. Encogido bajo las sábanas, muerto de miedo, se tapó los oídos con la almohada. No quería oír. La víspera, en plena fiesta, Anacreón le preguntó: «¿Tú también oíste la voz de Vadinho susurrándole al oído? No hay otro amigo como él. Ni después de muerto se olvida de uno.» Mirandáo no quería oír, pero no podía dejar de hacerlo, oía con toda claridad, estaba poseído, embrujado, con un egun mon- lado en su cuello. Necesitaba ir cuanto antes al candomblé de la Madre Senhora para rezar o corpo y ofrecer un gallo a los orixés, o quizá un cabrito.

A través de la almohada, intimidante, proseguía la voz, casi amenazadora. Mirandáo no encontró una salida más digna, menos humillante que gritar a lodo pulmón, clamando socorro y alarmando al burdel. Pidiendo disculpas al meritísimo magistrado, cliente ilustre y lento, que eslava entregado a su competencia, la buena Carla fue a atender al aterrado huésped. Cuando lo tomó en sus brazos y lo escondió en su seno, Mirandáo le juró por el alma de su madre y por la felicidad de sus hijos que jamás volvería a jugar. Jamás en su vida. No habría fuerza humana (o sobrehumana) capaz de hacerle tocar otra vez una ficha.

17

Cuando sonó el teléfono hacía ya dos horas que Giovanni Guimaráes dormía. Después de casado se acostumbró a acostarse y levantarse temprano, hábitos éstos, en opinión de la esposa, extremadamente saludables. Nada tan útil y necesario para gozar de buena salud y tener éxito en la carrera, sobre todo para quien había perdido antes tantas noches, llevando una vida extravagante y censurable. He ahí un hombre – el conocido periodista Giovanni Guimaráes- cuya vida se transformó por completo y en poco tiempo. De un día para otro, como se dice. Una prueba de las excelencias del matrimonio con una mujer dedicada y enérgica, poco dispuesta a aprobar excesos y relajos. Giovanni conservaba su alegría fácil, su risa espontánea, sus mentiras, sus exageraciones. En apariencia era el mismo, el buen conversador, el que conocía todos los pormenores de la vida de la ciudad: políticos, financieros, adulterinos, todos. Pero sólo en apariencia. Porque el bohemio incorregible, el trasnochador, el jugador, ya no existían más, para asombro de muchos.

Cierta vez, cuando era soltero, la familia, alarmada con las noticias que llegaban al latifundio de Urandi, mandó a Bahía a un primo recaudador, con fama de carcamal, para que observara el comportamiento del hijo pródigo. El carcamal se hospedó con Giovanni en el apartamento del célibe, en la Piedade, y, para cumplir mejor su delicada misión, lo acompañó en sus andanzas durante una semana inolvidable. Al volver, resumió su diagnóstico en una sola palabra: «¡Irrecuperable!»

Al menos, eso parecía: despilfarrando lo que ganaba, así como la renta de la herencia, en los antros de juego y por ahí, Giovanni había cambiado el día por la noche, apareciendo por la repartición sólo para cobrar el sueldo. Acribillado de deudas y simpatizante de ideas sospechosas, ¿de qué le servían su prestigio de periodista, el brillo de su inteligencia, la irradiante simpatía que le ganaba la amistad de todos?

Ya reintegrado a sus recaudaciones, en el seno de la religión y la familia, el pariente consideraba extremadamente improbable la regeneración de Giovanni; tendría que ser un imbécil rematado para abandonar esas delicias, y sobre todo una de ellas, gracioso ornamento de la casa de Zazá, llamada Jucundina, más conocida por Cosita Dulce. Cayéndosele la baba, el recaudador comunicaba a la llorosa familia:

– Pierdan las esperanzas… Es un disoluto… No tiene arreglo…

Sin embargo, lo tuvo. Cuando ya se le consideraba un caso perdido, un incorregible, llegó el amor y en dos meses lo llevó al casamiento. Hubo quienes compadecieron a la novia: «Pobre, va a maldecir el día en que se casó, ese Giovanni es un loco.»

Decían esto porque no conocían a la joven, engañados por su tranquila apariencia, por sus moldes casi tímidos. Seis meses después del casamiento, el carcamal del sertón, otra vez en la capital, dijo meneando la cabeza: «¡Pobre Giovanni!», y salió a toda prisa hacia la casa de Zazá… quizá Cosita Dulce estuviese todavía disponible y le gustase ir a conocer el campo y la vida rural.

Era otro Giovanni: nadie lo vio más en la mesa de juego o en una farra de cualquier clase. Una vez cada dos meses arriesgaba diez tostones a la quiniela, y eso era todo. Ella era una hermosura de mujer, de esas de película… Además, ahora era también un señor muy respetable, un perfecto funcionario; un padre de familia como es debido, dándole el brazo a la esposa cuando iba por la calle, y el otro a su hija Ludmila, un trem- de- rísco. ¡Un cuadro conmovedor!

Le había salido un principio de calvicie, tenía ideas conservadoras, hábitos principescos y ambición de tierras y bovinos: como se ve, era un hombre totalmente recuperado para la sociedad, la familia y el latifundio.

Ya hacía, pues, más de dos horas que estaba durmiendo Giovanni cuando sonó el teléfono. ¿Quién sería?

– ¿Es Giovanni? – preguntaron.

– Sí. ¿Quién habla?

– Habla Vadinho, Giovanni. Vente corriendo al Pálace y juega al diecisiete, juega sin miedo, que va a darse, te lo garantizo yo. Pero vente rápido, corriendo…

– Voy ahora mismo.

Se vistió a prisa, procurando no hacer ruido. Mejor que la esposa no se despertara, no tenía tiempo para explicaciones. Con tanto apuro por salir se olvidó las llaves, los documentos y la cartera con el dinero. Por la esquina pasaba un taxi y lo tomó, y sólo cuando iba a pagar se dio cuenta de que le faltaba la cartera.

– Me olvidé la cartera…

– No es nada, doctor… Después voy por el diario a cobrar… – Giovanni reconoció al chófer, Cígano, siempre en su puesto a la madrugada.

Reconoció al chófer, pero no se reconoció a sí mismo, Giovanni Guimaráes. ¿Qué diablos estaba haciendo ahí frente a la puerta del Pálace, a la una de la mañana? Fue despertado por una llamada telefónica. Era Vadinho, recomendándole el diecisiete. Pero Vadinho había muerto hacía unos cuantos años, antes de que él, Giovanni, se casara. Seguramente se trataba de un sueño, de una alucinación. Pero, sueño o pesadilla, ya que se encontraba allí y el mal estaba hecho – saliendo de su casa por la noche y a escondidas, ¡ay!, imposible evitar las consecuencias- , lo mejor que podía hacer era aprovechar el palpito. Lo envolvía el aire de la noche y de la libertad, y, al subir las escaleras hacia el juego, Giovanni se sintió casi un héroe.

A pesar de la hora tardía había mucho movimiento en el salón, sobre todo en la mesa de ruleta, y fue recibido con saludos cálidos:

– Felices los ojos que lo ven…

– ¿A qué se debe el milagro?

Acercándose a Pelancchi, el periodista consultó:

– ¿Puedo hacer un vale? Salí con tanto apuro que me olvidé la cartera y el talonario de cheques

– Lo que quiera… La caja es suya…

– Sólo lo necesario para probar un palpito… Soñé con el diecisiete…

– ¿El diecisiete?

La sonrisa de Máximo Sales se acentuó, pero Pelancchi Moulas sintió una corazonada, un presentimiento. Giovanni hizo el vale y tomó las fichas poniendo dos sobre el 17.

– Hoy no se dio una sola vez – comentó alguien.

– No va más… – se oyó la voz de Lorenzo Mano- de- Vaca.

La bolita giró en la bandeja alabeada de la ruleta… imposible que se diese el 17. La cara de Máximo Sales, bienaventurada como la de un santo; la de Pelancchi Moulas, tensa.

– Negro. Diecisiete – anunció Lorenzo Mano- de- Vaca.

18

Tarde de sábado, de melancolía y lluvia. Se le hacía tan difícil estar a solas con su tristeza. Ni eso conseguía doña Flor. Con paraguas y capa, allá se había ido el doctor Teodoro al ensayo en casa del doctor Venceslau. Doña Flor se disculpó: tenía jaqueca y pocas ganas de hablar sobre figurines y recepciones y sobre la vida ajena. Tampoco la atraía la monotonía del ensayo. Eso no se lo dijo, está claro; por el contrario, se lamentó de no poder oír, una vez más, la nueva composición del maestro Agenor Gómez, tan de su gusto, un lánguido vals en homenaje a doña Gisa, de quien el músico se hiciera amigo: Suspiros en una noche de luna en el Mississippi. Además, hacía un rato que doña Gisa la invitara a una demostración de capoeira, en unos baldíos que quedaban por el lado de Amaralina: esa gringa pizpireta siempre con novedades. Pero ¿cómo aceptar, si ni siquiera accedió ir al ensayo, caída físicamente como estaba y con el ánimo por los suelos? Lo mismo les dijo al doctor Ives y a doña Emina, fieles a las matinées de los sábados, yendo casi siempre al mismo cinematógrafo. También doña Norma le había hecho una invitación:

– Ven a fisgar la brisca, el juego no impide que se converse.

– Gracias, Normita. Si tuviera ánimos habría acompañado a Teodoro. Lo dejé ir sólito… Doña Norma aprobaba:

– Lo vi cuando pasó hacia el tranvía. Iba desolado, con cara de muerto. Ese marido tuyo te adora, Flor.

Era una injusticia no haberlo acompañado al ensayo: el marido le pedía tan poco a cambio de tanto amor y devoción. Mientras que el otro… No quería pensar en el granuja, en el malvado. ¿Por qué será tan contradictorio el corazón de uno? ¿Por qué deseaba ella, finalmente, estar a solas? La alegría más grande del doctor Teodoro era tocar el fagot en los ensayos cuando asistía doña Flor, oyéndolo y animándolo. Y ella no quiso ir… ¿Por qué, si no es por la esperanza de que el otro viniese, aunque fuera haciendo una escapada de su eterna noche de juego?

Quizá era eso, sí, pero para decirle toda la verdad, para echarlo, para romper toda relación con él. ¿Sería así, verdaderamente? ¿Para decirle esa verdad o la otra? ¿Cuál de las dos verdades le diría?: «Tómame, Vadinho, tómame entera, ya no puedo aguantar más.» ¿Cuál de las dos verdades le diría? ¡Ay!, en la batalla entre el espíritu y la materia, ella era nada más que un pobre ser desesperado. De la casa de al lado llega la voz de Marilda, en un canto de amor. La estudiante de pedagogía era ya casi novia; la joven estrella de la radiodifusión todavía no estaba comprometida oficialmente, porque el pretendiente, con abundancia de cacao y de prejuicios, le exigía que abandonara la radio. Que cantara sólo para él y para nadie más. Mucho le había costado a Marilda llegar ante los micrófonos y cubrir la ciudad con su pequeña voz melodiosa. ¿Por qué pagar por el novio un precio tan elevado? Con toda confianza, le pedía consejo a doña Flor. Pero doña Flor ya no sabía aconsejar a nadie, ni a sí misma, tan perdida estaba en su propia confusión. Ya no era más una única persona, siempre igual, entera e íntegra: estaba dividida en dos, la casta y la lasciva, por un lado su recto espíritu y por el otro las ansias de la materia. Todo un desacuerdo. El doctor Teodoro había salido bajo la lluvia, protegiendo el fagot con la capa, pues para él sólo dos cosas eran sagradas en este mundo: doña Flor y la música. Por la esposa y por el son del fagot, si fuera preciso, sacrificaría la farmacia y las ganancias, las tesis científicas y su situación social. Un hombre recto, ejemplo de maridos. El otro era un tarambana, un vago y nada más. A pesar de haber resuelto deshonrarla por segunda vez, no era capaz de sacrificar nada para conseguirla, ni siquiera un minuto de sus horas de jarana. Lo mismo sucedió la primera vez: no le había dado nada, nada le había concedido… Para doña Flor, nada más que las sobras del libertinaje. «Espérame, voy hasta ahí, ya vuelvo», y no volvía. Era un Belcebú de las trampas y la conversación engañosa.

Manida se arrodilló a los pies de doña Flor:

– Florcita, dime, ¿qué hago? El canto es mi vida, pero mamá dice que mi vida es el casamiento, es tener un hogar, marido e hijos; que el resto son caprichos de chiquilla. ¿Tú qué me dices?

¿Qué podía decir doña Flor? «Vete ya, maldito, déjame ser honrada y feliz con mi esposo», o si no «tómame en tus brazos, penetra en mi última fortaleza, tu beso vale por cualquier felicidad»… ¿Qué decirle? ¿Por qué cada criatura se escinde en dos? ¿Por qué es necesario siempre desgarrarse entre dos amores? ¿Por qué el corazón contiene a un tiempo dos sentimientos en guerra, opuestos?

– Tienes que decidirte por una cosa o por otra: la carrera o el casamiento.

– ¿Y por qué tengo que elegir, por qué no puedo casarme y continuar cantando, si él me gusta y también me gusta cantar? ¿Por qué escoger si las dos cosas me gustan? ¿Por qué, dime?

¿Por qué, doña Flor? A través de la ventana abierta llega la voz del enamorado en busca de Marilda y a la moza se le ilumina el rostro que ostenta su hermosura de medalla- y sale corriendo. Doña Flor la sigue con la mirada: no era el viento lo que le alborotaba los cabellos y le rodeaba las piernas, era Vadinho…

– ¡Vadinho! Con Marilda, no… ¡No te lo permito!

Riéndose, él se acurruca a los pies de doña Flor, en el sitio dejado por Marilda, y le abraza las piernas, posando su cabeza sobre las rodillas.

– Déjame en paz… – dijo doña Flor enojada.

– ¿Por qué eres así conmigo, mi bien? Siempre enfadada… El muy cínico todavía pregunta por qué. Como si no le hubiese dicho: «en seguida vengo, espérame sin falta». Noches de insomnio, días de amargura, de acongojada espera. La única noticia que tuviera de él, de ese cabeza loca, le llegó escrita en las nalgas de Zulmira. Sí, señor, asimismo. Y todavía pregunta.

– Pero si tú me dijiste que no querías verme más, que me fuera para siempre, ¿no fue exactamente así? Entonces fui a divertirme un poco con Pelancchi, un relajo, casi me muero de risa…

– ¿Con Pelancchi o con su secretaria?

– ¿Estás celosa, mi negra? Hice bien en pensar que si desaparecería por unos días ibas a pedirle a Dios que volviese. Me dije: está loquita por dárseme, no resiste más…

– ¿Quién te dijo? Pues es mentira. Soy una mujer honrada, quita de ahí la mano.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente