Doña flor y sus dos maridos, de Jorge Amado (página 6)
Enviado por Ing+Licdo:Yunior Andrés Castillo S.
Aquella tarde, cuando él apareció, doña Flor se imaginó en seguida el motivo de su inesperada presencia. Cuanto más observaba su comportamiento, más se convencía: nunca había estado tan discreto con las alumnas, casi escondido en un rincón de la sala, dejándolas que terminasen tranquilas, en la cocina, durante la clase práctica, una torta de cumpleaños. Las mozas, que pertenecían a una nueva tanda, se reían entre ellas, manifestando una curiosidad que no intentaba disimularse, revelando su deseo de conocer al tan mentado marido de la profesora, con su fama singular: a su modo, era célebre. Finalizada la clase, cuando entre exclamaciones de elogio fueron invitadas con unas tajadas de la torta y unas copas de licor de cacao – una especialidad de la casa, orgullo de doña Flor, cuya competencia en licores de huevo y de frutas corría pareja con la fama de sus condimentos- , ella, con una pizca de jactancia y cierto aire vanidoso, lo presentó:
– Vadinho, mi marido…
Él no hizo ningún comentario, ninguna frase de doble sentido, ni siquiera una guiñada de ojos. Seguía estando serio y casi triste. Doña Flor conocía el significado de ese estado de ánimo, y lo temía. ¡Ah!, si pudiera retener a las alumnas toda la tarde y toda la noche, prolongar la conversación aun a riesgo de que el granuja mostrara la hilacha y saliera con alguna de sus osadías. ¡Ah!, si pudiera evitar el diálogo cara a cara con un Vadinho incapaz de mirarla de frente, encorvado bajo el peso de sus peores intenciones… Pero las alumnas, jóvenes y señoras de intensa vida social, bebieron el licor a toda prisa y se despidieron.
El día anterior, doña Ligia Oliva le había pagado – regiamente- un gigantesco encargo de dulces y saladitos, destinados a una recepción en homenaje a unos señores de San Pablo. Desde su casamiento doña Flor se había circunscrito a lidiar con la Escuela, rehusando los encargos, pero hacía algunas excepciones con las personas a quienes estimaba: «Tengo devoción por doña Ligia» – dijo cuando se comprometió a cumplir un encargo de tal magnitud.
Esas entradas extraordinarias, que casi siempre le llegaban en ausencia de Vadinho, las reservaba doña Flor para los gastos inesperados, una compra grande, una enfermedad, cualquier necesidad. Y hasta sucedía que llegaba a juntar algunos cantos, formando un fajo de billetes que ocultaba en distintos escondrijos de la casa. Eran ahorros destinados a la adquisición de utensilios domésticos, comprar obsequios de cumpleaños y pagar mensualidades de la máquina de coser, y en gran parte se agotaban en préstamos a Vadinho, de cien o de doscientos mil- réis…
Quiso esta vez el azar que, estando él en la sala, con aspecto de agotado, apareciera el doctor Zitelmann Oliva, que se había tomado la molestia (él, tan ocupado con sus ocho cargos, todos de brillo e importancia) de venir a pagar personalmente:
– Ando con este dinero en el bolsillo hace tres días… Hoy, cuando Ligia descubrió que todavía no había efectuado el pago, sólo le faltó pegarme…
– Pero, doctor, no se preocupe… Qué tontera…
– Dígame, don Vadinho – bromeó el figurón- . ¿Qué es lo que hace usted para que su mujer esté cada día más joven y bonita?
Conocía a doña Flor desde niña y también conocía hacía mucho tiempo a Vadinho, el cual de vez en cuando intentaba sablearlo (con poco resultado, por lo demás, pues el doctor Zitelmann era duro de pelar).
– Es la buena vida, doctor, es la buena vida que se da. Casada con un marido como yo, que no le da dolores de cabeza, que no le causa preocupaciones… Vive mimada, descansada, una vida feliz… – Y se reía, con su risa despreocupada, ¡tan alegre!, y doña Flor se reía también ante semejante descaro del marido.
Ese día no le pidió dinero. Seguramente había ganado en la víspera y aún le quedaba algo. Pero cuando a la tarde siguiente apareció inopinadamente, con la mirada baja, la cara seria, casi triste, ella adivinó en seguida el motivo de su llegada: venía por el dinero. Mientras las alumnas sorbían el licor y saboreaban la torta, alborotadas, mirando furtivamente al joven inmóvil, doña Flor, callada, con el corazón oprimido, se juró a sí misma tomar una resolución terminante. No le iba a dar ese dinero, ni todo ni una pequeña parte, ni un centavo. Lo había reservado para comprar una radio nueva. Oír la radio era el pasatiempo preferido de doña Flor, su mayor distracción: le volvían loca las sambas y las canciones, los tangos y los boleros, los programas cómicos, y sobre todo las radionovelas. Las oían juntas, ella, doña Norma, doña Dinorá y otras vecinas, trémulas y brillantes ante el destino de la condesa apasionada por el ingeniero pobre. Con la sola excepción de doña Gisa, que sentía un desprecio de erudita hacia tan baja literatura.
El aparato de radio, parte de su bagaje de soltera, era ya anticuado y no funcionaba muy bien; sólo daba gastos, descomponiéndose todos los días, fallando en los momentos más dramáticos, enmudeciendo en mitad de la escena más emocionante. Requería arreglos y más arreglos, inútiles y caros. Así que en esta oportunidad la decisión de doña Flor era irrevocable: no abriría la mano, no se desprendería de sus economías sucediera lo que sucediese. Finalmente tenía que poner término a ese abuso.
Las alumnas se fueron en medio de un revuelo de risas y un poco desilusionadas: ¿así que aquel sujeto cabizbajo, ensimismado en un rincón, era el tan mentado marido de la profesora, con fama de peligroso, de irresistible, el del caso con Noémia Fagundes da Silva? Francamente, no les parecía digno de ser codiciado, no llegaba ni de lejos a la altura de su excitante leyenda. Cuando se fueron, doña Flor se encontró a solas con Vadinho y con su propio miedo, la boca amarga, oprimido el corazón. El, haciendo un esfuerzo, se levantó, dirigiéndose a la mesa y llenando una copa de licor, comentó:
– Este licor es agradable pero se sube que es una maravilla; con él se agarra uno unas borracheras de miedo, unas perseguidoras horribles… Sólo el licor de genipa da un dolor de cabeza más grande…
Quería aparentar despreocupación; se acercó a ella y le ofreció su copa, amable y tierno:
– Prueba, querida…
Pero doña Flor lo rechazó, y también rechazó la caricia de su mano, que descendía por el escote de la blusa hacia los senos. «Hipocresía, nada más que hipocresía, son caricias para vencer mi resistencia e impedir que me niegue; caricias dirigidas a mi flaqueza de mujer.» Juntó todas sus fuerzas, pensó en los antiguos agravios, en la pequeña reivindicación de una radio nueva… Y se puso de pie, humillada, disgustada:
– ¿Por qué no dices de una vez a qué viniste? ¿O piensas que no lo sé?
La cara de él reflejaba seriedad y tristeza. Vino porque tenía que venir, porque no había conseguido nada en ninguna parte, pero no venía contento, no venía con su gesto franco y su risa libre… ¡Ah, si le fuera posible no haber venido!
El también sabía cuál era el destino que doña Flor pensaba darle a ese dinero. Todavía no había venido don Edgard Vitrola, pues el viejo aparato continuaba en la sala, como pudo comprobar en cuanto abrió la puerta. Pero podía aparecer en cualquier momento con la octava maravilla del mundo: una belleza de mueble en madera de marfil y metal cromado, la última palabra de la mecánica, con ondas y bandas, kilovatios y voltajes, que podía captar las más lejanas emisoras, las de Japón, Australia, Addis- Abeba, Hong- Kong, sin olvidar los subversivos programas de Moscú, tanto más buscados cuanto más prohibidos. Doña Flor le había hecho llegar el urgente pedido del aparato a don Edgard por intermedio de Camefeu, tocador de birimbao y compañero inseparable de Vitrola.
Primero en el tranvía, con su palpito y su vergüenza, y después, caminando por la calle, Vadinho hizo el trayecto con el alma destrozada. Por una parte el apuro por llegar antes que el vendedor de radios, pues nunca un palpito lo había dominado de tal modo; por otra parte, el deseo de llegar tarde, después de Edgard, y así no encontrar ya ni la radio vieja ni el dinero pagado por doña Ligia, ganado por su mujer a costa de trabajo y de sudor: había pasado la noche entera junto al horno, después de un día atareado. Se sentía como partido en dos; en el tranvía, caminando por la calle, entrando en la casa, abriendo la puerta: partido en dos. Si don Edgard no hubiese venido… ¿Qué señal habría más cierta de que el palpito era infalible? Pero, si ya se encontrase con el nuevo aparato, esa noche se quedaría en casa junto a doña Flor, estrenándolo, oyendo música, riéndose con los chistes. Así, llegó a su casa partido en dos, dividido por la mitad.
¿Por qué no había llegado antes que él don Edgard? Ahora ya no tenía más remedio…
– ¿Piensas que es sólo por interés por lo que te mimo?
– Sólo por interés y por nada más…
Doña Flor se endurecía: sólo interés, vil interés…
– ¿Por qué no lo dices en seguida?
Era como si un muro los separase, en esa hora del crepúsculo en que la tristeza irrumpe desde el horizonte, ceniza y rojo, cuando cada cosa y cada ser viviente muere un poco al morir el día.
– Ya que lo quieres así no voy a perder más tiempo. Me tienes que prestar aunque no sea más que doscientos mil- réis.
– Ni un centavo… No vas a ver ni un centavo… ¿Cómo tienes coraje todavía para pedirme prestado? ¿Cuándo me devolviste ni siquiera un cobre? Ese dinero no sale de mis manos más que para las de don Edgard.
– Juro que te pago mañana, hoy lo necesito realmente, es un asunto de vida o muerte. Te juro que mañana te compro yo mismo una radio y todo lo que quieras… Por lo menos cien mil réis…
– Ni un centavo…
– No seas así, querida, sólo por esta vez…
– Ni un centavo… – repetía ella, como si no supiera decir otra cosa.
– Oye…
– Ni un centavo…
– Ten cuidado, no juegues conmigo, porque si no es por las buenas va a ser por las malas…
Dijo esto y comenzó a mirar en torno como para localizar el escondrijo. En eso, doña Flor perdió la cabeza y llevada por la desesperación corrió hacia el viejo aparato de radio en el cual, entre las válvulas gastadas, había ocultado el dinero. Vadinho la siguió, pero ella se apoderó de los billetes, desafiándolo a los gritos:
– Esto no lo vas a gastar en el juego. Sólo matándome… Los gritos cortaban la tarde, alertando a las comadres, que salieron a la calle:
– Es Vadinho, que le está sacando el dinero a Flor, pobrecita…
– ¡Perro tenebroso! ¡Perro del infierno!
Vadinho, enceguecido, se abalanzó sobre doña Flor, perdiendo la cabeza, ofuscado por la ira, ira por hacer lo que estaba haciendo. Tomándola por las muñecas, rugió:
– ¡Suelta esa mierda!
Fue ella quien golpeó primero. Al desprenderse de él, para impedir que la agarrase de nuevo, lo golpeó en el pecho con los puños cerrados y luego, con la mano abierta, le llegó a la cara. «¡Puta, me las vas a pagar!», exclamó Vadinho, mientras doña Flor gritaba: «Déjame, desgraciado, no me pegues, ¡mátame ya!, será mejor.» El le dio un empujón y ella cayó sobre unas sillas, gritando: «¡Asesino! ¡Miserable!» Y él la abofeteó. Una, dos, cuatro bofetadas. El estallido de los bofetones provocó en la calle la rebeldía y la conmiseración del coro de comadres. Doña Norma abrió la puerta y entró sin pedir permiso:
– O la deja, Vadinho, o llamo a la policía.
Él ni siquiera parecía verla: se había quedado con el dinero en la mano, los ojos extraviados, revuelto el cabello, mirando con espanto hacia el sitio en que yacía doña Flor, llorando pausadamente, quejándose con voz apagada. Doña Norma corrió a ampararla y Vadinho salió por la puerta con los billetes apretados entre los dedos. Al verlo, las vecinas se apartaron de la acera como si fuese el mismo demonio de los infiernos.
En ese preciso instante el taxi de Cígano frenó junto a la puerta. Vadinho sonrió al reconocerlo: aquella coincidencia era otra prueba más de la infalibilidad del palpito.
Había tenido el palpito mientras andaba caminando tan tranquilo por las calles, lo había sentido como una certeza total y absoluta, sin riesgo de engaño ni de mala suerte, una certidumbre total de que esa tarde y esa noche iba a hacer saltar todas las bancas del juego de la ciudad, una por una, comenzando por las ruletas del Tabaris y terminando por el antro oscuro de Paranaguá Ventura. Certidumbre que fue creciendo en él, dominándolo, exigiendo acción, obligándolo a deshacerse en una inútil peregrinación en procura de plata, y por último a ir, contra su voluntad, en busca del dinero de doña Flor.
Pero después de abofetearla se sintió como vacío, se le fue la certidumbre, desapareció el palpito. Se sentía hueco y ya no sabía qué iba a hacer con ese dinero, como si todo hubiera sido inútil. Mas, una vez en la calle, ante el taxi de Cígano surgido como por milagro – pues él tenía prisa por comenzar en el turno vespertino la maratón del siglo- , recuperó de nuevo la serenidad. Otra prueba indiscutible de la potencia del palpito – pensaba- es que sentía cierto calor en las manos y urgencia de partir. Ahora sólo veía ante sí las mesas de ruleta, la bolilla girando, el croupier, el 17, las apuestas, la mirada nerviosa de Mirandáo, a su izquierda como de costumbre, las fichas; ahora, de nuevo, para él ya sólo existía el juego. Iba a entrar al taxi, pero Cígano dio un salto, sorteando a las vecinas, muy agitado. Se veía que había llorado y con voz cargada de emoción le dijo:
– Vadinho, hermano, murió mi vieja, mi madrecita… Lo supe en la calle, vengo ahora de casa…, no la vi morir, dicen que me llamó cuando sintió el dolor…
Al principio Vadinho no prestó atención a las palabras del amigo, pero en seguida comprendió y apretó el brazo de Cígano. ¿Qué estaba inventando?, ¿qué absurda historia era ésa?
– ¿Quién murió? ¿Doña Agnela? ¿Estás loco?
– Hace menos de tres horas. Mi vieja, Vadinho…
Él había ido muchas veces, siendo soltero, y aun después de casado, incluso junto con doña Flor, a comer la feijoada dominical de doña Agnela, en la terminal de Brotas. Era gordísima y cordial, y lo trataba como a un hijo; tenía flaqueza por el joven jugador y le perdonaba su vida libertina. ¿No era una copia, hasta en los cabellos rubios, del finado Aníbal Cardeal, juerguista insigne, su compañero, el padre de Cígano?
– Igualito al otro… Dos perdidos…
Nuevamente se sintió sin aire y sin energía, ¡qué día más molesto, más disparatado! Primero Flor, con su desdichada terquedad, y ahora Cígano atravesándose, al caer el crepúsculo, con el cadáver de doña Agnela…
– ¿Pero cómo fue? ¿Estaba enferma?
– Nunca la vi enferma, que yo recuerde… Hoy, cuando salí después de almorzar, la dejé en la pileta, lavando ropa. Cantando, tan contenta que daba gusto verla… Sabes, hoy fue el día en que pagué el último vencimiento del coche. Tenía el dinero justo. Por la mañana, estuvimos contándolo los dos, ella y yo… Me dio lo que había juntado durante el mes, todo en billetes de diez y de dos mil- réis. Estaba alegre porque ahora el coche era mío de verdad – hizo una pausa esforzándose por no llorar- . Dicen que de repente sintió un dolor en el pecho. Que sólo tuvo tiempo para decir mi nombre y cayó muerta… Lo que más me duele es no haber estado allí: estaba pagando el documento del coche… Isidro, el del bar, vino a avisarme a la plaza… Fui corriendo… ¡Ah!, hermanito, ella ya estaba fría, los ojos desencajados… Ahora vine a verte porque estoy sin un cobre, todo el dinero se fue en el pago del coche… El mío y el de ella, el de mi vieja…
¿Oirían las comadres su voz contenida? Las comadres también morían un poco con la agonía del sol, desvanecidas en la penumbra cuando Vadinho le entregó a Cígano, junto con el dinero manchado por la violencia, su límpido palpito de victoria.
– Es todo lo que tengo..
– ¿Vienes conmigo? Tengo tanto que hacer…
– ¿Cómo no voy a ir?
Libres de la presencia de Vadinho, las comadres fueron entrando a la casa: en el cuarto estaba doña Flor con las maletas, y doña Norma procurando disuadirla. Las chismosas no comprendían las razones de doña Norma. Sólo doña Flor tenía razón, carradas de razón. En el coro de cuchicheos se las oía:
– ¡Qué vida más injusta! ¿Cómo se puede martirizar así a una persona?
– Lo que debía hacer es largarlo de una vez…
– Atreverse a pegarle… ¡Qué horror!
Doña Flor nunca creyó que ellas no hubiesen oído la conversación con Cígano, la noticia del fallecimiento. Si no hubiera sido por don Vivaldo, el de la funeraria, doña Flor no habría sabido del fallecimiento de doña Agnela ni de cómo había empleado Vadinho el dinero. Don Vivaldo pasó por allí de casualidad. Aprovechando que estaba en las inmediaciones, fue a llevarle la receta de un guiso de bacalao, de origen catalán; una delicia que se saboreaba en los pantagruélicos almuerzos en casa de los Taboada, en cuya mesa jamás se habían servido menos de ocho o diez platos, un derroche. Al ver humedecidos los ojos de doña Flor, comentó la triste noticia: ¡pobre doña Agnela! Él acababa de saberlo, se había encontrado con Vadinho y Cígano, e iba a mandar el ataúd, prácticamente sin ganar nada. Doña Agnela lo merecía: fue una esclava para el trabajo, y siempre tan jovial, una persona excelente. Don Vivaldo había ido una vez, con Vadinho, a hacerle honor a su feijoada…
Sólo entonces doña Dinorá y las otras comadres relacionaron las palabras y los gestos con el dinero que vieron cambiar de mano en las sombras del crepúsculo. Por lo menos eso dijeron; créalo quien quisiere.
Don Vivaldo se despidió, comprometiéndose a venir a probar el plato español cuya receta le había costado insistir mucho y dar una propina: tuvo que sobornar a la cocinera de los Taboada, pues doña Antonieta era celosa de sus secretos culinarios.
Doña Flor conoció a doña Agnela en aquellos inolvidables días finales del noviazgo, en vísperas de casarse, cuando pasaba las tardes con Vadinho en la casita secreta de Itapoá. El disipado dueño de casa, ocupado durante el día en sus negocios de tabaco, reservaba las noches para las mujeres, a las horas muertas de la madrugada. Pero sucedió que estaba de paso en Bahía una carioca sensacional, que sólo tenía una tarde libre. Y Vadinho recibió un mensaje: que ese día no utilizara el discreto lugar.
En el taxi pensaron adonde irían. Ella rechazó el cine, la matinée del imprudente manoseo; y él no podía llevar a un burdel a su futura esposa. ¿Visitar a tía Lita en Río Vermelho? ¿Y si aparecía por allí doña Rozilda? Cígano propuso que fuesen a ver a doña Agnela, que estaba deseosa de conocer a la novia. Y pasaron la tarde con la gorda lavandera, charlando y tomando café, mientras Vadinho se obstinaba en besar a doña Flor, que se encogía toda. Doña Agnela quedó encantada con la moza, haciéndole un discurso lleno de advertencias y de compasión:
– Se va a casar con este loco… Dios la proteja y le dé paciencia, que va a necesitarla mucho. La peor gente del mundo es la que juega, hija mía. Viví más de diez años con uno igualito a éste… De pelo rubio como él, blanco, de ojos azules…, un perdido por el juego, tiraba con todo. Hasta un medallón que me dejó mi madre el muy loco lo vendió para enterrar el dinero en el vicio. Lo perdía todo y se ponía furioso y cuando venía me gritaba, me pegaba…
– ¿Le pegaba? – preguntó con voz tensa doña Flor.
– Cuando bebía demasiado, ya lo creo… Pero sólo cuando bebía demasiado…
– ¿Y usted lo soportaba? Yo no se lo permitiría… a ningún hombre… – Doña Flor se estremecía de indignación con sólo pensarlo- . Nunca lo permitiré.
Doña Agnela sonrió, comprensiva y experimentada. ¡Doña Flor era todavía tan jovencita, ni siquiera había comenzado a vivir!
– ¿Qué iba a hacer, si lo quería, si ése era mi destino? ¿Iba a dejarle sólito, con esa vida angustiosa, sin nadie que lo cuidara? Era chófer, como Cígano, sólo que trabajaba para otros, a porcentaje. Nunca juntó dinero para poder comprar un coche, el manirroto. Todo cuanto yo podía guardar él lo perdía, me lo sacaba aunque fuese por las malas. Murió en pleno desastre. Lo único que dejó fue un hijo chiquito que yo tuve que criar… – Miraba a doña Flor con afecto y lástima- . Pero le voy a decir una cosa, hija mía… Si él se me apareciese, de nuevo volvería a juntarme con él otra vez. Desde que murió, nunca más quise saber de ningún hombre, y mire que no me faltaron proposiciones, incluso de casamiento. Me gustaba, ¿qué podía hacer yo, dígame, hija mía, si ése era mi sino?
«Era mi sino, lo quería…» Y ahora, ¿qué es lo que podía hacer doña Flor? «Dime, Normita, ¿qué puedo hacer?» «Vaciar las valijas, vestirse de oscuro e ir al velatorio de doña Agnela.» «¿Qué es lo que puedo hacer si es mi destino, si lo quiero?»
Sí, doña Norma iría con ella. Doña Norma era aficionada a los buenos velorios, con lágrimas, sollozos, flores rojas, velas encendidas, ceremoniosos abrazos de pésame, oraciones, cuentos y recuerdos, anécdotas y risas, un café bien caliente, unos bizcochos, un trago a la madrugada…, nada había para ella igual a una velada fúnebre.
– Me cambio de vestido en un minuto…
«¿Qué puedo hacer?, dime, Normita, si él es mi destino… ¿Dejarlo sólito, sin nadie que lo cuide? ¿Qué puedo hacer, dime, si estoy loca por él, si no podría vivir sin él?»
19
Sin él no sabe vivir, no puede vivir. Y ahora, cómo acostumbrarse, si es otra la luz del día envuelto en ceniza: un crepúsculo metálico en que los vivos y los muertos se confunden en los mismos recuerdos. Tantas imágenes y figuras en torno a Vadinho, tanta risa y tanto llanto, y el bullicio, el calor, el tintinear de las fichas y la voz del croupier. Sólo en el fondo de la memoria se afirmaba la vida, plena como la luz de la mañana y de las estrellas nocturnas, venciendo al crepúsculo en coma, con los estertores de la muerte.
Doña Flor, insomne en su cama de hierro, sintiendo el abandono y la ausencia, sigue el derrotero del pasado, con sus puertos de bonanza y sus mares tempestuosos. Reúne momentos diversos, nombres, palabras, el son de una ligera melodía, y va reconstruyendo el calendario. Desea romper el cerco de acero de ese crepúsculo, más allá del cual están el día de trabajo y la noche de descanso, la vida propiamente dicha. No este vivir en un tiempo gris, de luto, no este vegetar en un asfixiante pantano, en esta vida suya sin Vadinho. ¿Cómo salir de ese círculo de muerte, cómo cruzar la puerta estrecha de este tiempo despojado? Sin él no sabe vivir.
A veces Vadinho había sido tan ruin como sentenciaban las comadres, doña Rozilda, doña Dinorá y las otras chismosas, en cambio en otras oportunidades eran injustas, acusándolo sin motivo. Ella misma, doña Flor, había procedido así más de una vez.
Un día, por ejemplo, él se fue de viaje intempestivamente; doña Flor lo supo en el último momento e imaginó lo peor, pensó que lo perdía para siempre. No creía que él regresara de Río de Janeiro, con sus luces mágicas, sus avenidas bulliciosas, los casinos, centenares de mujeres a su disposición. ¿Cuántas veces no le había oído a Vadinho proclamar: «Un día de éstos me largo para Río, ahí sí que se vive, y no vuelvo más…»?
Puro disparate, aquel viaje. Fue una invención de Mirandáo para obtener dinero: organizó una caravana de estudiantes de agronomía que iría a «visitar los centros de estudio de Río de Janeiro» durante las vacaciones. Recorrió los comercios en compañía de cinco colegas, sacando el dinero a medio mundo con un Libro de Oro. Sableó a los banqueros, los industriales, los empresarios, los tenderos, los comerciantes más diversos, los políticos del Gobierno y de la oposición. En unos cuantos días reunió un montón de dinero y creó todo un problema: por cortesía hacia los políticos había cambiado tres veces, en sinceros gestos de homenaje, el lema de la embajada. De los tres nombres ilustres, ¿cuál elegir ahora? Mirandáo propuso una solución extremadamente simple: dividir entre los organizadores el dinero recogido y disolver en el acto la caravana, dando por visitados los centros de estudio. Pero los cinco colegas, unánimemente, estuvieron en desacuerdo: querían hacer el viaje, y conocer Río. Incluso estaban dispuestos, si se presentara la ocasión, a visitar la Escuela de Agronomía y recorrer sus dependencias. Una vez conseguidos los pasajes gratuitos, facilitados por la Secretaría de Agricultura del Estado – se cambió por cuarta vez el nombre de la caravana, en homenaje al generoso secretario de Estado- , el día de la partida, casi a la hora de salida del barco, hubo una deserción; uno de los seis pícaros contrajo la fiebre palúdica y el médico le prohibió viajar cuando ya no quedaba tiempo para invitar en su lugar a otro estudiante ni para vender a bajo precio el inútil pasaje.
Vadinho había acompañado a Mirandáo hasta el muelle y estaba presente cuando se discutió el caso. Fue entonces cuando el otro le preguntó, de repente:
– ¿Por qué no vienes tú también, aprovechando el pasaje?
– No soy estudiante…
– Pero, señor…, eso no tiene importancia; lo eres desde ahora…, sólo que tienes que apurarte, el barco sale dentro de dos horas…
Era el tiempo justo para ir corriendo a casa, juntar unas mudas y unas camisas y el traje azul de casimir, mientras Mirandáo, amigo capaz de cualquier sacrificio, hacía frente a las lágrimas de doña Flor.
No volvería más, estaba segura. No era tan boba como para creer aquella historia absurda de la Embajada Estudiantil en viaje de estudios. Si Vadinho no era estudiante de nada, ¿cómo iba a formar parte de una caravana universitaria? El único estudio de Vadinho era el del Libro de palpitos, con todas las interpretaciones de los sueños y de las pesadillas, indispensable para todo aquel que quiera ganar en la quiniela. Sin duda él se iba siguiendo el rastro de una vagabunda cualquiera, hacia ese abismo de depravación que es Río de Janeiro. Cuanto más le juraba Mirandáo por la sagrada memoria de su madre y por la salud de sus hijos, más escéptica se sentía doña Flor… No podía creer semejante cuento… ¿Por qué venía Mirandáo, su compadre, a hacer tal papelón, a causarle semejante disgusto, burlándose de sus sentimientos con una mentira tan vil? Si no sentía por ella ninguna estima ni consideración, ¿por qué entonces la invitó a ser madrina del hijo? Si Vadinho quería abandonarla, irse con cualquier perdida, mudarse a Río, que por lo menos obrase como un hombre y viniese personalmente a decir la verdad, en vez de mandar en lugar suyo al compadre con aquel cuento infantil, abusando de la amistad de ella y dándole diploma de idiota. «Pero, comadre, si es verdad, la pura verdad…, le juro que dentro de un mes regresamos.» ¿Para qué toda esa comedia? Vadinho no volvería más, estaba segura.
Y sin embargo, regresó en la fecha prevista, con la caravana – de cuya existencia ya se había convencido doña Flor, pues el hijo mayor de doña Sinhá Terra, alumna suya, participaba en la excursión y en una carta se refería a Vadinho como a un «compañero estupendo»- . No sólo regresó, sino que le trajo un regio corte de seda extranjera, bonita y cara. Señal de suerte en la ruleta – pensó doña Flor- y de que él no la había olvidado durante los paseos, las fiestas, las novedades de Río, las noches de timba y farra. «¿Cómo te iba a olvidar, mi bien, si sólo fui para hacerles un favor a los muchachos, pues la Embajada no podía quedar incompleta?» Llegó usando chaleco, muy carioca, muy bien hablado. Se había relacionado con mucha gente; citaba nombres: el cantor Silvio Caldas, la estrella de teatro Beatriz Costa.
A Silvio se lo había presentado Caymmi en el casino de Urca, en donde el músico estaba contratado. «Es tan idéntico a las fotografías que uno no cree que sea él, tú lo vas a ver cuando venga. Me dijo que viene en marzo y le prometí que tú le ibas a dar un almuerzo, todo de platos bahianos. Es un aficionado a la cocina», decía y se desgañitaba elogiando su simplicidad y su modestia. ¡Con cuánto placer prepararía doña Flor ese almuerzo, si un día surgiera tan remota oportunidad, siendo como era una admiradora entusiasta del cantor, de voz tan brasileña, al que oía siempre por radio!
Envuelta en el corte de seda que se le deslizaba por los hombros, cubriéndola y descubriéndola, con la alegría del regreso de Vadinho, doña Flor se deshojaba en risas y suspiros yogando en la cama con el marido. Ese momento de amor era aún más dulce para ella a causa de una pizca de remordimiento: lo había juzgado mal, agresiva e injusta estuvo al dudar de él, de su «más lindo estudiante…».
De lo que jamás tuvo noticia doña Flor fue de la energía que le costó a Mirandáo arrancar a Vadinho de los brazos de Josi y llevarlo al barco que regresaba. Josi era el nombre de guerra de la lusitana Josefina, corista de la Compañía Portuguesa de Revistas Beatriz Costa, que se había apasionado locamente por el mozo bahiano (y viceversa). Se conocieron cuando la Embajada Académica, que obtuvo entradas gratuitas para el teatro República, fue a los bastidores después del espectáculo para felicitar a Beatriz, sus artistas y sus coristas. Vadinho puso el ojo en Josi, que todavía llevaba el vestido de pescadera, y Josi midió de arriba abajo al falso estudiante; los dos se rieron y media hora después comían juntos unas fintas de bacalao en la tasca cercana. Josi pagó la cuenta, tanto esa primera vez como todas las otras hasta que él se fue. Con su tiempo repartido entre la portuguesa y los casinos, Vadinho se olvidó por completo de la fecha de embarque, de la hora de partida, y del regreso a Bahía. Mirandáo tuvo que apelar a la energía y a los sentimientos:
– Ya me bastó con ver llorar a mi comadre una vez, no quiero verla de nuevo… Si yo llegara sin ti, ¿qué no me diría mi comadre?
De todo esto nunca tuvo noticias doña Flor, ni supo jamás el verdadero origen del corte de seda francés, que no fue comprado en Río, sino ganado en una partida de póker a bordo, el día antes de llegar el barco a Salvador, cuando los miembros de la caravana, todos ya sin dinero, arriesgaban a la baraja los regalos y los recuerdos cariocas. Vadinho le ganó el corte de seda a uno de los estudiantes, y a otro un par de relucientes zapatos de charol y un lazo mariposa con pintas azules, muy de moda. Lo que él jugaba en la apuesta era una magnífica foto de Josi, grande y a todo color, con vidrio y moldura dorada, en la cual la aldeana se exhibía en una escena de teatro con bombacha y pórtasenos y una pierna levantada, ¡una locura de nena! Con su torpe letra escribió en la dedicatoria: «A mi bahianito adorado, su nostálgica Josi.» El retrato fue finalmente adquirido, después de un largo tira y afloja, por otro compañero de viaje, un joven abogado deseoso de causar la envidia de los amigos con el relato y las pruebas de sus sensacionales conquistas metropolitanas. Y así fue como Josi financió también el desembarco de Vadinho y contribuyó a la alegría de doña Flor, que ahora gozaba en los brazos del marido mientras el corte de seda la cubría y descubría y finalmente rodaba a los pies de la cama.
¿Cómo vivir sin él? Abrumada por la ausencia, debatiéndose entre la niebla, encadenada, ¿cómo traspasar los límites del deseo imposible?, ¿cómo volver a encontrar la luz del sol, el calor del día, el aire matinal, la brisa de la tarde y las estrellas del cielo, el rostro de la gente? No, sin él no sabía vivir y por eso quería recuperarlo entre aquella bruma de tristezas, risas y emociones, en ese mundo de él siempre sorprendente.
Podían las comadres recordar los malos momentos, las agrias disputas, las trampas en asuntos de dinero, las noches en que no venía a casa, la borrachera, en compañía de quién sabe qué mujeres, la locura del juego. Pero ¿por qué no abrían su boca de mal agüero para recordar los días excitantes de la estadía de Silvio Caldas en Bahía, cuando doña Flor no tuvo ni un solo minuto de descanso, pero tampoco de tristeza? Una semana perfecta, sin un solo aspecto detonante; doña Flor conservaba en la memoria cada detalle, todo un tesoro de alegría, toda una fiesta. Ella fue durante esa semana, por así decir, una especie de reina del agitado barrio; de Cabeca al Largo 2 de Julio, de Areal de Cima al Areal de Baixo, de Sodré a Santa Teresa, de Preguica a Mirante dos Aflitos. Su casa estaba llena de gente importante, pero importante de verdad, llamando a la puerta, pidiendo permiso para entrar. Pues, a pesar de ser huésped del Pálace Hotel, era en casa de Vadinho donde Silvio se sentía a sus anchas, recibiendo y conversando como si ésa fuera su casa y doña Flor su hermana menor. Sin hablar de los conocidos, como el banquero Celestino, el doctor Luis Henrique y el mismo don Clemente Nigra, vinieron a su casa los más grandes personajes de Bahía, ya sea para asistir al famoso almuerzo, ya para saludar, otros días, al cantante, para darle la mano. Eran visitas que hubiesen puesto a doña Rozilda en éxtasis, en la cumbre de la exaltación, si por suerte no hubiese estado en Nazareth das Farinhas convirtiendo en un infierno la vida de la nuera, que, según Héctor, esperaba por fin el primer hijo.
De aquel almuerzo conservaba doña Flor no sólo un nítido recuerdo, sino también los recortes de las noticias en los diarios. Dos periodistas conocidos de Vadinho, aquel Giovanni Guimaráes tan dado a la risa y a inventar sucedidos, y un negro, un tal Batista, mujeriego de prestigiosa reputación en los burdeles, ambos insaciables comilones, reseñaron el acontecimiento en sus periódicos. Giovanni hizo mención al «incomparable ágape ofrecido al notable cantor por el señor Waldomiro Guimaráes, celoso funcionario municipal, y por su distinguida esposa, doña Florípedes Paiva Guimaráes, cuyos méritos culinarios se unen a una extremada bondad y a una perfecta cortesía». A su vez, el negro Joáo Batista se conmovía con el número de platos: «… finísima y abundantísima comida de sabor insuperable, en la que fueron servidos los principales manjares de la cocina bahiana, además de doce postres distintos, y que puso de manifiesto la grandeza de nuestro arte culinario y la calidad de las manos de hada de la señora Flor Guimaráes, esposa de nuestro suscritor Waldomiro Guimaráes, uno de los funcionarios más dedicados y eficientes de la Municipalidad». Como se ve, los dos glotones se habían sentido tan llenos y contentos que no sólo elogiaron la comida y la mano de doña Flor, sino que también ascendieron a Vadinho a la condición de eficiente, celoso y dedicado funcionario, exageración un tanto increíble.
¿Por qué las comadres no recordaban también ese domingo del almuerzo? La casa estaba tan llena de gente que nadie se podía mover, y las mesas repletas de comida. El doctor Coqueijo, del Tribunal, músico en sus horas libres, pronunció un discurso ensalzando el arte de doña Flor; el poeta Helio Simóes prometió un soneto en alabanza de los condimentos de la «encantadora dueña de la casa, guardiana de las grandes tradiciones, cuidadora del dendé y de la pimienta». Y sin embargo, todas las comadres habían estado allí, cuchicheando sin parar un momento, tomando nota de todo. A las cinco de la tarde todavía muchos invitados y otros tantos colados bebían cerveza y cachaca, solicitando más canciones al intérprete, que daba satisfacción a todos los pedidos.
Lo mejor de todo, sin embargo, algo muy superior a los elogios hechos de viva voz y a los que aparecieron en los diarios, así como a los discursos y a los versos; lo que doña Flor ponía por encima de todo, incluso del canto de Silvio Caldas llenando de paz y armonía el cielo y el mar, fue el comportamiento de Vadinho. No sólo hizo frente a todos los gastos del almuerzo, ¿dónde habría conseguido tanto dinero y de una sola vez? (sólo la labia de Vadinho era capaz de tal milagro…), sino que ese día no se embriagó, bebiendo con moderación, atendiendo a los invitados, muy en dueño de casa. Y cuando el cantor tomó la guitarra, sin hacerse rogar, queriendo en verdad tocar y cantar en casa de sus amigos, cuando agradeció el almuerzo dirigiéndose a doña Flor: «Florcita, mi hermana…», Vadinho fue a sentarse junto a ella y le tomó la mano. A doña Flor se le subieron las lágrimas a los ojos, era una emoción demasiado intensa. ¿Cómo vivir sin él? Sin él, ¿dónde encontrar la gracia y la sorpresa, cómo acostumbrarse? En aquella ocasión leyó en el diario vespertino la noticia de la llegada del cantor para una breve temporada en el Pálace y en el Tabaris. Por invitación de la Municipalidad también daría una serenata en Campo Grande, para que todo el pueblo tuviera oportunidad de verlo y oírlo y cantar con él. ¿Habría ido Vadinho a esperarlo o no tenía noticias de su llegada? Al volver de Río, unos meses antes, sus labios no cesaban de pronunciar el nombre de Silvio Caldas, no hablaba de otra cosa. Le había prometido un almuerzo preparado por doña Flor. Algo absurdo… Un tipo tan famoso, que aparecía en los titulares de los diarios y en la tapa de las revistas, y que venía a Bahía por una semana… No le iba a alcanzar el tiempo ni siquiera para los compromisos y para las invitaciones de los ricachos; y, aunque quisiera, ¿de dónde sacaría el tiempo necesario para ir a comer a casa de un pobre?
«Figuras de la alta sociedad organizan una serie de homenajes para festejar la presencia entre nosotros del gran artista», anunciaba el diario. Desde luego, nada le gustaría tanto como hacerse cargo de todo el trabajo necesario para preparar el almuerzo; e incluso estaba dispuesta a gastar sus escasos ahorros – escondidos en una pata de la cama de hierro- , a derrochar el dinero del mes, a contraer deudas si fuera necesario, para recibir en su casa a un convidado así, y ofrecerle la verdadera comida bahiana. No dudaba de las cordiales relaciones establecidas en Río. ¿Acaso no era el cantor una presencia firme en las mesas de juego? Pero de ahí a que una celebridad así viniera a su casa mediaba gran distancia. Aunque para Vadinho no existían las distancias ni ninguna clase de obstáculos; para él nada era imposible en la vida, todo era fácil. Con cierta melancolía, doña Flor comentó el asunto con doña Norma:
– Locuras de Vadinho… Inventa cada una…, un almuerzo a Silvio Caldas…, ¿te das cuenta?
Doña Norma, sin embargo, estaba entusiasmada:
– ¿Quién sabe? A lo mejor viene. Chica, iba a ser como para que cerrara el comercio…
Doña Flor se contentaba con mucho menos:
– Yo me contento con ir a la serenata… Y eso si tuviera compañía… Si no, ni eso…
– Por la compañía no te preocupes, porque yo voy a ir de todos modos. Si Sampaio no quiere ir, entonces que tenga paciencia, se va a quedar sólito en casa. Voy con Artur…
En el programa de las diecinueve horas el noticiario radial anunció el debut del cantor, que tendría lugar esa misma noche, con una función para las familias en el elegante salón del Pálace Hotel, junto a las salas de juego; y a las dos de la mañana se presentaría en el Tabaris en una función para los bohemios y las mujeres de la vida. Doña Flor se limitó a pensar que en relación con todo ese movimiento en torno al cantor, sólo una cosa era segura: esa noche era inútil que esperase a Vadinho. Estando Silvio Caldas en la ciudad sería como si ella no tuviese marido. Cuando ellos, de madrugada, saliesen del cabaret, aún los aguardaba el último repliegue de la noche de Bahía con los misterios del Pelourinho, los caminos de las Sete Portas, el mar y los saveiros de la Rampa do Mercado.
Se durmió y tuvo un sueño. Un sueño confuso en el que se mezclaban Mirandáo, Silvio Caldas y Vadinho con su hermano Héctor, su cuñada y doña Rozilda. Estaban todos en Nazareth das Farinhas, en donde doña Flor socorría a la cuñada, embarazada y atada con una cadena al paraguas de la suegra. Las noticias de los diarios, la radio, y la carta del hermano se habían juntado en ese revoltijo, ¡qué sueño más raro! Furiosa, doña Rozilda quería saber cuál era el motivo de la presencia de Silvio Caldas en Nazareth. Y éste le respondía que se había descolgado por allí con el único propósito de acompañar a Vadinho en una serenata dedicada a doña Flor. «Las serenatas me dan asco», vociferó doña Rozilda. Pero él tomaba la guitarra y su voz de pétalo y terciopelo despertaba a la gente de Recóncavo en la noche del Paraguacu… Doña Flor sonreía, arrullada por la canción.
Sube la voz en la calle, y va despertando a doña Flor; pero el sueño es seguido de un milagro y la canción se hace cada vez más cercana. ¿Sueño o realidad? Ya se levanta la gente, acudiendo a oír. Doña Flor, aprisa, se pone una bata y se asoma a la ventana.
Y ahí están ellos: Vadinho, Mirandáo, Edgard Coco, el sublime Carlinhos Mascarenhas, el pálido Jenner Augusto de los cabarets de Aracaju. Y entre ellos, guitarra al pecho, la voz de Silvio, rompiendo a cantar para doña Flor:
… Al son de la melodía apasionada,
en las cuerdas de la guitarra sonora…
Hubo la serenata, con la calle alborozada; el almuerzo – el domingo- , del que hablaron hasta los diarios; el lunes, Silvio vino para preparar la cena, trayendo de todo: se puso un delantal, fue a la cocina… y sabía cocinar de verdad. En los días siguientes aparecía a cualquier hora, entraba y salía como por su casa y una vez fueron todos juntos a una capoeira. Pero entre todo lo que aconteció aquella semana, no hubo nada comparable al festival popular celebrado el martes, víspera de la partida de Silvio para Recife. En la noche de luna llena, desde lo alto del estrado del Campo Grande, cantó para la multitud, con el pueblo reunido en la plaza.
Doña Flor ni siquiera le había preguntado a Vadinho si iba a ir; él no se separaba del amigo para nada. Se limitó a comunicarle su decisión de ir en compañía de doña Norma y de don Sampaio, pues el dueño de la zapatería, con motivo de la serenata, hasta se había olvidado de su eterno cansancio.
¿Cuál no sería, pues, la sorpresa de doña Flor cuando inmediatamente después de la cena llegaron a la puerta de casa, en el taxi de Cígano, Silvio y Mirandáo con Vadinho? Venían a buscarla. «¿Y la comadre?», le preguntó ella a Mirandáo. Había ido antes con los chicos, ya debía estar allí. Mientras doña Flor terminaba de acicalarse, ellos prepararon un batido de limón.
Ella y Vadinho ocuparon asientos reservados para las autoridades. El gobernador no fue porque estaba en cama con gripe, pero instalaron un altoparlante en las inmediaciones del palacio para que Su Excelencia y señora pudieran oír. En los asientos se instalaron el intendente de la ciudad y su esposa, el jefe de la Policía con su madre y hermanas, el director de Educación, los jefes de la Policía Militar y del Cuerpo de Bomberos con sus familiares el doctor Jorge Calmon y otros hidalgos. Doña Flor, en medio de todo aquel señorío, se reía diciéndole a Vadinho:
– Qué pena que mamá no vea esto…, no lo creería. Nosotros dos sentados con el Gobierno… – Vadinho se rió con su risa zumbona y le dijo:
– Tu madre es una vieja chocha, no sabe que en la vida sólo valen el amor y la amistad. El resto no es más que superchería, presunción, no vale la pena…
De repente se oyó un acorde de guitarra y cesó totalmente el alegre rumor de la plaza. La voz de Silvio Caldas, la luna llena, las estrellas y la brisa, los árboles del parque, el silencio del pueblo: doña Flor cerró los ojos, reclinando la cabeza en el hombro de su marido.
¿Cómo vivir sin él, cómo atravesar este desierto, trasponer este crepúsculo, levantarse de este pantano? Sin él, todo es superchería, presunción, nada que valga la pena de vivir.
20
Recostada en la cama de hierro, un solo pensamiento aplasta a doña Flor, la lanza contra el fondo de sí misma, hecha jirones: nunca más lo tendría a su lado, en pleno alborozo, a su Vadinho. Nunca más. Esa certidumbre la hiere y la desgarra; es un puñal ponzoñoso que le hiende el pecho y le envenena el corazón, ahogando sus ansias de sobrevivir, su juventud ávida de subsistir. En la cama de hierro, al borde del suicidio, doña Flor. Sólo la sustentan su deseo y la persistencia de su memoria. ¿Por qué lo espera, si es inútil? ¿Por qué surge en ella el deseo como una llamarada, un fuego que le quema las entrañas, que la mantiene viva? Si es inútil, si él ya no volverá, amante impúdico, a arrancarle las enaguas o el camisón, o la bombacha de encaje; ya no volverá él a exponer su desnudez sin vello, diciéndole cosas tan locas que ella no se atreve a repetirlas ni en el recuerdo; tan locas e indecentes, pero tan lindas. ¡Ay! Ya no vendrá a acariciarle el cuello, las caderas y el vientre, despertarla y adormecerla con un temporal de deseo, un huracán que la arrebataba y la enceguecía, una brisa de ternuras, un céfiro de suspiros, y luego el desfallecimiento para el nuevo volver a despertar. ¡Ay!, ¡nunca más! Sólo el deseo y la memoria la sustentan.
«Andaba como un alma en pena, por la casa húmeda y lúgubre como una tumba.» Olor a moho en las paredes, en las tejas y en el piso, un frío abandono a la espera de las arañas y de las telarañas. «Una sepultura en la que ella se enterró con el recuerdo de Vadinho.» Doña Flor, toda de negro, de duelo por dentro y por fuera, deshecha. Su amiga doña Norma le decía:
– Esto no es posible, Flor. No es posible. Ya va a hacer un mes y sigues como alma en pena, dando vueltas por la casa. Y tu casa, que era una fiesta, se está llenando de moho. Dios me perdone, pero más parece una sepultura en la que te encerraste. Reacciona, acaba con eso, alivia ese luto…
Las alumnas se sentían como perdidas en aquella atmósfera en que las risas y las bromas sonaban a falso. ¿Cómo mantener la cotidiana cordialidad de las clases, la agradable sensación de pasatiempo, motivo del éxito principal de la Escuela de Cocina: Sabor y Arte, si la profesora sólo reía por compromiso y con esfuerzo? En sus lejanos tiempos de alumna, doña Magá Paternostro, la millonaria, declamaba, con pose cómica de recital escolar, desde el rellano del primer piso, un pastiche del Estudiante alsaciano..
Salve a la escuela risueña y sencilla
y a su joven y traviesa profesora…
Desde entonces habían aumentado las solicitudes de inscripción, porque cada una de las señoras le hacía publicidad gratuita, la recomendaban a las amigas: «Es formidable, cocina como nadie, sabe enseñar y es un encanto de persona. Las clases son tan divertidas, son dos horas de risa continua, de anécdotas, de bromas. No hay nada mejor para pasar el tiempo.»
A veces se veía obligada a rechazar alumnas, tantos eran los pedidos para las vacantes trimestrales en los dos cursos. Ahora, sin embargo, tres jóvenes habían abandonado ya el curso y hasta circuló la noticia del próximo cierre de la escuela. ¿Dónde estaba aquella «joven y traviesa profesora»? ¿Dónde estaban las «dos horas de anécdotas y bromas»? En la mitad de la clase, cuando las muchachas reían, de pronto doña Flor se quedaba como ausente, la mirada perdida, el rostro lleno de ansiedad. ¿Y a quién le gusta cargar con el difunto de los otros, días y más días a vueltas con ese muerto, como si no existieran los cementerios?
Su comadre Dionisia de Oxóssi vino a visitarla, trayendo consigo al diablito del ahijado. Vino vestida de oscuro como exigen los ritos de la cortesía, pero ya sonreía, pues había pasado casi un mes y con aquella visita completaba una serie de tres. El aspecto de tristeza de doña Flor la preocupaba, si la comadre seguía con esa melancolía iba a acabar mal.
– Entierre al tocayo de una vez, comadre…, si no va a comenzar a heder y va a consumir todo lo que hay aquí, incluso usted…
– No sé qué hacer. Sólo tengo descanso cuando me acuerdo de él…
– Pues junte todo lo que sea recuerdo del tocayo, junte la pesadumbre que le dejó y entiérrelo en el fondo del corazón. Junte todo, lo bueno y lo malo, entiérrelo todo y después acuéstese y duerma tranquila…
Con sus libros siempre bajo el brazo, vestida con un fresco y vaporoso vestido de verano que mostraba sus pecas y su salud, doña Gisa, su consejera, la reprendía:
– ¿Qué es eso? ¿Cuánto tiempo va a durar esa exhibición?
– ¿Qué puedo hacer? No es que yo lo quiera…
– ¿Y su fuerza de voluntad? Dígase a sí misma: mañana comienzo una vida nueva; cierre las puertas al pasado, vuelva a vivir.
El coro de las comadres murmuraba, como en una letanía:
– Ahora, sin esa peste de marido, es cuando ella puede vivir feliz… Debía dar gracias a Dios…
En el patio del convento, don Clemente Nigra, contra el inmenso mar verdeazul, le dio una palmadita en la cara triste, contemplando su luto cerrado, desgarrador, su flacura, su abatimiento. Doña Flor iba a verlo para encargarle una misa con motivo de cumplirse un mes del fallecimiento.
– Hija mía – susurró el marfileño fraile- , ¿qué desesperación es ésa? Vadinho era tan alegre, le gustaba tanto reír… Siempre que lo veía me daba cuenta de que el peor de los pecados mortales es la tristeza, es el único que ofende a la vida. ¿Qué diría si la viese así? No le gustaría, no le gustaba nada que fuese triste. Si usted quiere ser fiel a su memoria, enfrente la vida con alegría…
Las chismosas voceaban en el barrio:
– Ahora sí, ahora sí que ella puede estar alegre; ahora que ese perro se fue al infierno.
Las figuras se movían en el fondo de la habitación como en un ballet: doña Rozilda, doña Dinorá y las beatas con su tufillo de sacristía; y doña Norma, doña Gisa, don Clemente, y Dionisia de Oxóssi sonriendo con su chico:
– Entierre la pesadumbre del tocayo en el corazón, comadre, y acuéstese y duerma.
Pero su cuerpo no se conforma, lo reclama. Ella reflexiona, piensa, oye a las amigas y les da la razón, es preciso poner término a esto, dejar de estar muriéndose todos los días, cada vez un poco más. Mas su cuerpo no se conforma y lo reclama desesperadamente. Sólo la memoria se lo devuelve, se lo trae, a su Vadinho, con su atrevido bigote, su risa zumbona, sus palabras feas pero tan lindas, su cabellera rubia y la marca del navajazo. Quiere irse con él, volver a tomar su brazo, irritarse con sus trastadas, ¡y eran tantas!, y gemir sin pudor, desfalleciente, en un beso. Pero, ¡ah!, es necesario reaccionar y vivir, abrir su casa y sus labios apretados, airear las salas y el corazón, tomar la carga de dolor que le dejara él, entera, y enterrarla bien hondo. ¿Quién sabe si así, a lo mejor, se calmaría su deseo? Siempre oyó decir que una viuda debe ser inmune a tales apetitos, a esos pecaminosos pensamientos, que su deseo debía marchitarse como una flor seca e inútil. El deseo de las viudas se va a la fosa con el cajón del finado, se entierra con él. Sólo una mujer muy zafada, que no hubiese amado a su marido, podía seguir pensando todavía en esas desvergüenzas. ¡Qué horrible! ¿Por qué Vadinho no se habrá llevado consigo la fiebre que la consumía, la desesperación que le entumecía los senos, haciéndole doler el vientre insatisfecho? Era tiempo de que enterrase de nuevo a su muerto y con toda su carga: sus malos tratos, sus maldades, sus desvergüenzas, su alegría, su gracia, su generoso ímpetu, y todo cuanto él plantó en la mansedumbre de doña Flor, las hogueras que encendió, esa dolorida ansiedad, esa locura de amor y ese ardiente deseo, ¡ay!, ¡ese criminal deseo de viuda deshonesta!
Pero antes, por lo menos una vez, una última vez, ella lo busca en la memoria y lo encuentra, y se va con él del brazo. Va muy paqueta, como en los tiempos de soltera, cuando ella y Rosalía, dos pobretonas, iban a fiestas en casas de burgueses opulentos y eran las mejor vestidas, dándose el gusto de superar en lujo a todas las demás.
¡Ah! ¡Principalmente una noche, más bella y terrible que todas, llena de novedades y sorpresas, de miedo y exaltación, de humillación y triunfo! ¡Con las emociones del salón de baile y del salón de juego, los nervios rotos, el corazón en fiesta! ¡Qué noche más maravillosa!
Por última vez con él, despacito. Paso a paso fue reconstruyendo el absurdo itinerario de aquella noche sin estrellas: la salida de casa, ellos dos, con doña Gisa, la cena, el tango, el espectáculo de las mulatas cimbreándose, el canto de las negras, la ruleta, el bacará, la fatiga, la ternura; la vuelta a casa en el de Cígano como en los viejos tiempos, y Vadinho besándola con impaciencia, allí mismo, a la vista de doña Gisa, que sonreía. Con un frenesí tal que le arrancó y destruyó el lujoso vestido nada más entrar en el dormitorio:
– No sé qué es lo que tienes hoy, querida, estás hecha una tentación y estoy loco por ti. Vamos, apúrate… Vas a ver lo que es gozar…, como tú nunca gozaste. Hoy es el día, prepárate. Te di lo que pediste, ahora vas a tener que pagar…
Caída en la cama de hierro, doña Flor se estremeció. Aquella noche la hiel se había transformado en miel y el dolor volvió de nuevo a convertirse en un supremo placer; nunca fuera una yegua tan violentamente montada por su fogoso garañón, ni nunca poseída una perra en celo tan licenciosa; era una esclava sometida a su lascivia, una hembra recorriendo todos los caminos del deseo, campiñas de flores y dulzuras, selvas de húmedas sombras y prohibidos senderos, hasta el reducto final. Noche en que fueron cruzadas las puertas más estrechas y cerradas, en que rindió el último bastión de su pudor. ¡Oh! ¡Deo gratias, aleluya! Fue la vez en que la hiel se transformó en miel y el dolor en raro, exquisito, divino placer: una noche de mutua, total entrega.
Fue en el cumpleaños de doña Flor, no hacía mucho, en diciembre último, en las vísperas de Navidad.
21
Paréntesis con el negro Arigof y el hermoso
Zéquito Mirabeau
Vadinho se despertó tarde, después de las once. Había llegado a casa de madrugada, con una mona fenomenal. Mientras se afeitaba notó que había en la casa un silencio desacostumbrado, se sentía la ausencia de las alumnas de la mañana. ¿Por qué no habría clase ese día? Entre las muchachas había una mulatita dorada, erguida y frágil, que le ponía ojos tristes y le hablaba con voz mimosa. Vadinho ya había decidido llevarla a dar un paseo en cuanto tuviera ganas y tiempo. Mientras tanto, que siguiera en la fila, esperando a que le tocara el turno. Por el momento se dedicaba a satisfacer las exigencias erótico- sentimentales de Zilda Catunda, la más insinuante de las tres despabiladas hermanas Catunda; pero presentía que se aproximaba el final de ese enconamiento, la engreída pretendía controlar sus pasos, dominarlos, y hasta le había dado la manía de tener celos, incluso de doña Flor, la muy atrevida. Pero si no era día santo ni feriado, ¿por qué no había clases? A la salida del baño se encontró con una atmósfera festiva: doña Norma ayudaba en la cocina, tía Lita limpiaba los muebles y Thales Porto se había instalado en la perezosa, con los diarios y una copa de licor. Había en el aire un perfume de almuerzo conmemorativo… ¿A qué se debería esa conmemoración sin causa aparente?
Fue un almuerzo abundante, con la casa llena de amigos, una de esas francachelas dominicales que constituían uno de los placeres preferidos de Vadinho. Si sus finanzas fueran menos desastrosas, él repetiría con mayor frecuencia rabadas y sarapatéis, manteabas y vatapás. Apenas tenía una racha de buena suerte ya estaba programando una feijoada, una carne charqueada con pirón de leche, un mólhopardo de conquéns, sin hablar del clásico carurú de Cosme y Damián, en septiembre, y del locro y el jenipapo de San Juan.
Pero ¿y este almuerzo cuyo olor fluctuaba en el aire, sin aviso ni invitación, qué diablos de fiesta era ésta? Doña Norma le dio la respuesta a los gritos:
– Vadinho, ¿usted todavía no se anima a preguntar? ¿No recuerda que hoy es el cumpleaños de su mujer?
– ¿De Flor? ¿Qué día es hoy? ¿Diecinueve de noviembre? La vecina, rezongándole, en broma:
– Usted no tiene la menor vergüenza… Vamos, diga qué es lo que le compró, qué regalo le va a hacer a esta santa…
«Nada…, doña Norma…» No había comprado nada y bien se merecía el reto, la censura por el olvido; mas ¿era él acaso un hombre que pudiera recordar aniversarios, elegir regalitos en las tiendas? Era una lástima, había perdido la oportunidad de quedar bien trayéndole un obsequio. Doña Flor se hubiera enloquecido de alegría como en aquel otro aniversario, cuando él le había dado a doña Norma, incluso con anticipación, un montón de dinero encargándole que comprase «un recuerdo formidable, sin olvidarse de un frasco de perfume Royal Priar, que le gusta mucho».
¡Qué pena haberse descuidado! Sobre todo ahora, cuando estaba pasando por un período de suerte excepcional, ganando en firme desde hacía cuatro o cinco días. No sólo en la ruleta, en el bacará y en los dados, sino también en la quiniela; había comenzado la semana acertando el millar dos días seguidos.
Tan lleno de dinero estaba que rescató un pagaré con amenaza de protesto, para cumplir el compromiso de un tercero, salvando así su crédito y buen nombre. Y el cretino ni siquiera era amigo suyo; era un charlatán, una simple relación de bar y cabaret. Por lo demás, había sido justamente en el Tabaris donde el pájaro, durante una borrachera, aceptó con ánimo generoso y raro entusiasmo la idea de avalar el pagaré firmado por Vadinho a treinta días.
Un mes y pico después, Vadinho era convocado al escritorio del gerente del banco en que se había descontado el documento. Acudió rápidamente a la cita, pues mantenía una hábil política de buenas relaciones con los gerentes y subgerentes de los establecimientos bancarios, de los cuales dependía tanto.
– Caballero Vadinho – dijo el verdugo, que por otra parte era un buen tipo, don Jorge Tarquinio- . Tengo aquí un papel suyo, vencido…
– ¿Mío? Si yo no le debo a nadie… A ver…
– Pues mire y pague… – y le mostró el pagaré. Vadinho reconoció su firma y la del garante:
– Pero, don Tarquinio, si el documento tiene garante. ¿Por qué me da este susto diciéndome que estoy en deuda?.. Bastaba con cobrarle a Raimundo Réis, el hombre está podrido de rico, tiene estancia, ingenio azucarero, estudio de abogado, viaja a Europa todos los años…, es a él a quien tiene que citar…
– Naturalmente, primero lo citamos a él, es la garantía…, pero dice que no paga de ningún modo. Se niega…
Ante semejante descaro Vadinho pasó del asombro al escándalo:
– ¿Dice que no paga, se niega? Pero vea usted, don Tarquinio, es alguien que puede tener en este mundo todo lo que quiera… ¡Qué individuo más cínico y sinvergüenza…! En el cabaret se la pasa presumiendo de riquezas: que tiene leguas de tierra, que tanto ganado y más azúcar, que hace y deshace, que una vez se acostó con tres mujeres juntas en París; es un millonario fanfarrón, y claro, uno se confía, cae en el cuento del estafador y acepta su aval como si fuese un tipo derecho. Resultado: un documento vencido sin pagar, mi crédito puesto en duda, y usted citándome a mí…
– Pero, Vadinho, finalmente fue usted quien tomó prestado el dinero…
– Vea, señor Tarquinio, por el amor de Dios…, si ese especulador no tenía intenciones de hacer frente a la garantía, ¿por qué se ofreció a hacerlo? Al fin y al cabo él asumió – ¿o no?- la responsabilidad; ¿asumió o no el compromiso de pagar la deuda si yo no lo hiciera? Lo asumió, y yo me quedé tan tranquilo y confiado… Y ahora esto… No hay derecho… Son sujetos así los que lo hacen quedar mal a uno ante los bancos… Cuando el punto avala un pagaré es porque está dispuesto a pagar, señor Tarquinio. Este Raimundo Réis debía estar en la cárcel, es un estafador, un atorrante…
Toda esa absurda indignación, pensó Tarquinio, ya derrotado, no tenía otro fin que ablandarlo, prepararlo para que le prorrogase el documento. ¿Cuál no sería su asombro cuando Vadinho metió la mano en el bolsillo y sacó el increíble fajo de billetes?
– Ya ve, señor Tarquinio, los perjuicios que ese tipo me está causando. Esas son las consecuencias de meterse uno con esos charlatanes… Y yo que siempre elegí mis garantías con lupa… Raimundo Réis, ¿quién iba a decirlo?… Se vive para aprender…
Pero no sintió el «desfalco»: la marea de la suerte lo seguía favoreciendo sin solución de continuidad y el dinero entraba a carradas, en fichas de color, y salía en billetes y monedas; una semana de grandes cenas, de mucha bebida, de farras monumentales.
Fue un derroche de suerte que había culminado en magna apoteosis el día anterior. Vadinho, que había soñado con Zé Sampaio, no se tomó el trabajo de consultar el libro de los palpitos. ¿Para qué? Seguro que salía el oso. Y así fue: el oso irrumpió en la centena, en la decena y en el grupo. Las ganancias se multiplicaron después en el Tabaris, en la «liebre francesa» y en el bacará. Noche negra para la banca, pues Vadinho la pasó entera ganando, sin exageración pero con firme persistencia, mientras el negro Arigof, con el diablo en el cuerpo aquella madrugada, levantó noventa y seis contos en menos de diez minutos, en la ruleta.
El negro apareció hacia el final de la noche, cuando ya el croupier estaba a punto de cantar la última bola. Venía del antro de Tres Duques con el rabo entre las piernas, pues había perdido a la ronda las últimas monedas. Después pasó por el Abaixadinho y por la ratonera de Cardoso Pereba, terminando allí, en el Tabaris, último puerto del aquel lamentable derrotero.
El Tabaris era una especie de esquina del mundo, medio casino, medio cabaret, explotado por los mismos concesionarios del Pálace Hotel. Actuaban allí los buenos artistas contratados para el Pálace, y también otros de segunda categoría, entre los que había de todo, desde viejas ruinas ya al final de su carrera hasta muchachitas apenas púberes, unas y otras protegidas por don Tito, administrador con carta blanca. Las primeras le daban pena, nada hay más melancólico y trágico que una actriz vieja sin contrato. A las otras las entrenaba y las probaba en su sucio escritorio; si no servían para el tablado, trabajarían sólo como rameras, sin acumular las dos funciones. En el transcurso de la noche el Tabaris iba recogiendo a los frecuentadores del Pálace, en general gente adinerada y de posición, así como la ralea de las diversas tascas, del Abaixadinho, tugurio con pretensiones de casino, y del antro escondido de Paranaguá Ventura. Allí iban todos a terminar la noche, en un intento final, con una última esperanza. Entró Arigof y vio a Vadinho en plena gloria, rodeado por un círculo de curiosos que apreciaban su clase soberbia en el bacará, con Mirandáo a su izquierda sacándole de cuando en cuando una ficha, y varias damas a su derecha, entre otras las hermanas Catunda. «Pronto, mi hermanito, pásame una ficha, rápido que ya van a cerrar», pidió Arigof con voz patética. Vadinho echó mano al bolsillo, y sacó una ficha sin fijarse siquiera de cuánto. Era de las pequeñas, de cinco mil- réis, pero el negro no pedía más. Corrió a la ruleta y puso la dádiva al 26, que se dio, repitiéndose el número otras dos veces. Diez minutos después terminaba el juego: Arigof había ganado noventa y seis contos y Vadinho doce, sin contar un contó y trescientos mil- réis guardados en el bolsillo solidario de Mirandáo. Aquélla fue la magnífica noche en que el negro Arigof, con su elegancia británica y sus modales de gran duque, encargó y pagó por adelantado la tela y la hechura de seis trajes del mejor lino blanco inglés. Desde hacía mucho le debía sesenta mil- réis a Arístides Pitanga, un sastre loco por las mesas de ruleta pero con mucho miedo a jugar. La avaricia no lo dejaba hacer más de una o dos modestas apuestas por noche. Rondaba las mesas, vibrando con las puestas de los otros, sugiriendo palpitos, mironeando y haciendo comentarios sobre la buena y la mala suerte.
Hacía tiempo que el sastre había rezado por el alma de aquel resto de deuda, que ya diera por «muerto», pero ante la espectacular «proeza» de un cliente exigente y mal pagador, perdió la calma y la ética, desenterró la deuda del libro de pérdidas y ganancias y se propuso cobrarle allí mismo, a la vista de sus compañeros y de las cortesanas, una barbaridad. El negro no se alteró:
– ¿Sesenta mil- réis? ¿De aquel traje…? Y dígame, Pitanga, ¿cuánto está cobrando usted ahora por un traje de lino blanco?
– ¿Lino común?
– Inglés S 120, «cascara de huevo». Del mejor que haya en plaza.
– Más o menos… alrededor de unos trescientos mil- réis… Arigof sacó unos billetes de quinientos:
– Pues ahí van dos contos… Hágame seis trajes nuevos. Cóbrese los sesenta mil- réis y quédese con el sobrante por haberse tomado el trabajo de venir a cobrar la cuenta de un cliente en la mesa de juego…
Tiró el dinero a la cara del sastre y le dio la espalda mientras el otro, aturdido, recogía los billetes del suelo, entre las burlas de las mujeres.
Este Arigof era un hidalgo en el vestir y en las maneras, y como buen hidalgo no había hecho otra cosa en su vida que jugar; pobre como Job, era un negro retinto, maestro de capoeira, con la entrada prohibida en el Pálace Hotel, en donde cierta vez había armado una mayúscula cuando un gracioso hijito de papá, con whisky racista, al ver al negro Arigof impecable, de punta en blanco, se rió y le dijo a su gente: «Vean el macaco que se escapó del circo.» El salón quedó hecho trizas y el ingenioso farrista tiene todavía hoy una flor abierta a navajazos en la cara.
Los dos amigos celebraron la suerte con una cena, bajo la ilustre presidencia de Chimbo. Se sentaron a la mesa Mirandáo, Robato, Anacreon, Pé de Jegue, el arquitecto Lev Lengua– de Plata, los periodistas Cúrvelo y Joáo Batista, y el bachiller Tiburcio Barreiros, además de los anfitriones y de un distinguido ramillete de mundanas, y – digamos- artistas, para dar satisfacción a la exigencia de las hermanas Catunda, celosas de su arte y cogollo de la brillante sociedad reunida en el burdel de la gorda Carla. Estas hermanas Catunda – «artistas de talento polimorfo», según escribió en O Imparcial el plumífero Batista- eran tres retoños salidos de la misma madre, Jacinta Apanha- o- Bago, y de padres diferentes. La más vieja era casi negra y la más joven casi blanca, habiendo salido la del medio una preciosura de mulatita; sólo tenían en común la progenitura y la desafinación. Eran mediocres cuando gorjeaban, pero excelentes en la cama, en donde eran realmente polimorfas, según testimonio del mismo Joáo Batista, que gastaba su sueldo del periódico y algunos centavos reunidos aquí y allá con las emprendedoras hermanas; a pesar de conocer bien el trío, una por una, el redactor todavía no había podido decidir cuál de ellas era la más perita y politécnica. La del medio, Zilda, tenía debilidad por Vadinho.
Lev Lengua de Plata y el abogado habían querido llevar también, para que la cena fuese más brillante, a las «The Honolulú Sisters», pero no lo lograron. Las «Sisters» no eran hermanas ni siquiera por parte de madre, y tampoco procedían de Honolulú; eran dos negras norteamericanas muy oscuras de color pero de plástica perfecta: la fascinante Jó, una frágil corza, y la musculosa Mó, una diestra pantera. Tenían en común, además de sus cuerpos irreprochables, su agradable voz y su extraño comportamiento: no aceptaban invitaciones a pasear, a almuerzos, a serenatas, a baños de mar en Itapoá, o a contemplar la luna en la Lagoa do Abaeté, no bebían en la mesa de ningún cliente. Ni siquiera el banquero Fernando Goes, alto, buen mozo, elegante, solterón, lleno de dinero, a cuyos pies se arrojaban las mujeres, ni siquiera él las consiguió, aunque fue al Pálace sólo para verlas e hizo derroche de champán francés. Jó y Mó cantaban espirituales y música de jazz, danzaban mostrando los senos y las nalgas, pero permanecían juntas y sólitas hasta la hora de entrar en escena, semiocultas en una mesa apartada, en un rincón, tomadas de las manos y bebiendo en la misma copa. Después de su número subían a su cuarto sin entablar conversación con nadie.
La cena fue grandiosa, con vinos y champán, mostrándose las hermanas Catunda en la cumbre de sus dotes artísticas. La euforia era general, con excepción del joven bachiller Barreiros, todavía molesto por el rechazo de las norteamericanas, «unas marimachos babosas», y que bebía con rabia, indiferente a los gorgoritos de la gorda Carla, que le ofrecía consuelo y poesía. A la hora de pagar, Arigof se peleaba con Vadinho, por negarse a que éste contribuyese, aunque fuese con una parte simbólica, al pago de los gastos. El negro, todavía con el demonio en el cuerpo, declaró que consideraba un grave insulto a su honor cualquier propuesta de cooperación financiera.
El cumpleaños de doña Flor cayó en esa semana de tanta pompa y fortuna. Vadinho estaba forrado de billetes, tanto que anunció la intención – y luego cumplió- de dar algún dinero para los gastos de la casa, acontecimiento raro y excepcional. Doña Norma, regañándole, insistía en saber:
– ¿Qué le va a regalar a su mujer?
Vadinho le dedicó una sonrisa, respondiéndole:
– ¿Qué le voy a regalar a Flor? Pues le voy a dar lo que me pida, sea lo que fuere…, lo que ella quiera…
Doña Norma fue en busca de la agasajada: «Hija mía, elige lo que quieras.» Doña Flor volvió de la cocina secándose las manos en el delantal:
– ¿Es verdad, Vadinho, que me vas a dar lo que quiera? ¿No estás burlándote de mí?
– Vaya pidiendo…
– ¿No vas a echarte atrás? ¿Puedo elegir?
Cuando yo prometo algo ya sabes que cumplo, querida…
– Pues el regalo que yo quiero es ir a cenar al Pálace contigo.
Lo dijo casi temblando, ya que él jamás había querido mezclarla con su ambiente. De toda la gente que trataba en el juego, ella sólo tenía relaciones amistosas con su compadre Mirandáo, el único que con frecuencia visitaba la casa. A algunos los conocía de vista, de los oíros sólo había oído sus nombres inquietantes. El mismo Anacreon, a quien Vadinho tanto estimaba, no había ido de visita a la casa más que cinco o seis veces durante aquellos siete años, y en cuanto a Arigof sólo fue un domingo a almorzar. El mundo de doña Flor era su calle, su barrio, sus alumnas y ex alumnas, abarcando Río Vermelho, la Ladeira do Alvo y Brotas; sólo estaba relacionada con gente de bien; nada tenía que ver con la vida irregular del marido. Vadinho no permitió jamás que doña Flor entrara en las sospechosas regiones del juego, en los territorios de las ruletas y los dados. La esposa era para el hogar, ¿qué diablos tenía que hacer en semejantes ambientes?
– Para mal hablado basto y sobro yo. Tú no eres para ese ambiente.
De nada le servía a ella recordarle que el Pálace Hotel era conocido como un centro elegante, un punto de reunión de la más alta sociedad. Cenar en su ostentoso salón, bailando al ritmo de la mejor orquesta del estado, y presenciar la actuación de astros de la radio y del teatro procedentes de Río y San Pablo era un programa de muy buen tono. Allí, las señoras de la Graca y de la Barra exhibían los últimos modelos, y algunas con excesivo atrevimiento, arriesgaban unas fichas a la ruleta. La sala de juego era como una continuación del salón de baile y un amplio pasaje en forma de arco establecía la inexistente frontera con la ruina.
¿Por qué tan obstinada negativa? ¿Por qué, Vadinho? Doña Flor pasaba del ruego a la exigencia, de las súplicas a las broncas:
– Tú no me llevas para que yo no descubra a tus nenas…
– No quiero verte en esos lugares…
¿No iba doña Norma al Pálace, más de una vez, con don Sampaio, cuando se presentaba alguna atracción sensacional? En cuanto a los argentinos ceramistas, ésos no faltaban ningún sábado, a pesar de que Bernabó era enemigo de cualquier clase de juego. Iban a comer, bailar y aplaudir a los artistas. Pero Vadinho nunca se había dejado convencer, y cuando se le acababan los argumentos salía con una vaga promesa:
– No ha de faltar ocasión…
Y he aquí que había surgido, finalmente, esa ocasión tan aplazada. Doña Flor no podía creerlo… cuando él, tomado de sorpresa y sin pretextos para desdecirse, aceptó, aunque contra su voluntad:
– Si eso es lo que deseas…, alguna vez tenía que ser…
Y, habiéndose decidido, comenzó a desarrollar el proyecto, ampliando la invitación a los tíos, a doña Norma – y por su intermedio a Zé Sampaio- y a doña Gisa. Tía Lita lo agradeció pero no aceptó: no le faltaban ganas, pero ¿de dónde iba a sacar el vestido de noche, la toilette a la altura del Pálace? Más muerta de ganas estaba doña Norma, pues una nochaza en el Pálace era la cumbre de lo supremo, pero don Sampaio fue inflexible: doña Flor era una vecina excelente, una persona a quien estimaba, y también le era simpático el mismo Vadinho. Agradecía la invitación, pero que le perdonasen, no podía aceptarla. Los días de semana don Sampaio se acostaba a las nueve de la noche, pues estaba de pie desde las seis de la mañana en medio del tráfago de su zapatería. Si hubiera sido una soirée de sábado, o el domingo por la tarde, iría con placer. A su vez doña Norma, ir al Pálace sin que él la acompañara, como sugirió doña Flor, que disculpasen: era una hipótesis absurda, ni pensarlo. La frecuentación de ambientes como ése, de juego y de copas, se caracterizaba por la mezcolanza de lo mejor y de lo peor, en una promiscuidad que incluía a fulanas y libertinos que no tenían el menor respeto a las familias.
Una de las pocas veces que el comerciante estuvo allí, arrastrado por doña Norma – ansiosa por oír a un mariquita francés (don Sampaio nunca había visto un marica más afeminado, y sin embargo las mujeres suspiraban por él)- , sucedió un incidente desagradable. Bastó que don Sampaio abandonara la mesa por un momento, apremiado por la necesidad de ir al mingitorio, para que apareciera un atrevido que quiso entrar en conversación con doña Norma, invitándola a la pista de baile y elogiando su toilette y sus ojeras como si ella fuese una cualquiera. Don Sampaio no le dio una lección al grosero sólo porque conocía a su familia, a la madre, doña Belinha, y a sus dos hermanas, gente de la mayor distinción y buenos clientes de su tienda; por lo demás, también lo era el mismo zafado, un habitué del juego y de la bohemia: Zéquito Mirabeau, más conocido entre las mujeres de la vida como el «Hermoso Mirabeau».
Así, pues, los acompañantes se redujeron a la profesora Gisa, feliz con la invitación (por la oportunidad de oír a las «The Honolulú Sisters» y de poder escrutar con su ojo sociológico y psicoanalista el denigrado mundo de la timba, y elaborar una metafísica concluyente sobre el mismo).
Doña Flor pasó el resto del día en plena barabúnda, eligiendo, con la ayuda de doña Norma y de doña Gisa, el vestido y la estola, los guantes y el sombrero, los zapatos y la cartera. Esa noche tenía que ser la más bella de todas, la más elegante de todas en los salones del Pálace, sin que ninguna otra pudiese competir con ella, compararse con ella, ni las señoras hidalgas de la Graca, con vestidos de Río, ni las queridas de algún banquero o hacendado del cacao, con aderezos de París. Esa noche iba, por fin, a cruzar la puerta prohibida.
22
Cuando doña Flor, temblorosa, cruzó del brazo de Vadinho la puerta del salón del Pálace Hotel, por singular coincidencia la orquesta estaba ejecutando el mismo antiguo y nunca aventado tango que ellos habían bailado al compás de Joáozinho Navarro, la primera vez que se encontraron, en la casa del mayor Tiririca, durante las fiestas de Río Vermelho, en la semana de la procesión de Yemanjá. El corazón de doña Flor latía con violencia cuando dijo a su marido, sonriéndole:
– ¿Te acuerdas…?
La sala estaba envuelta en una semipenumbra de luces camufladas, sobre cada lámpara un velador de papel de color: la perfección del mal gusto. Doña Flor lo encontraba todo lindo, la semioscuridad, las mesas con flores de papel crepé y los veladores, ¡qué amor, Dios mío! Vadinho miró en torno suyo sin poder localizar ningún recuerdo. Todo aquello le era íntimamente familiar, pero nada había allí que estuviese relacionado con doña Flor.
– ¿De qué recuerdo hablas, querida?
– De la música que están tocando. Es la misma que bailamos el día en que nos conocimos… en la fiesta del mayor, ¿te acuerdas?
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