Doña flor y sus dos maridos, de Jorge Amado (página 11)
Enviado por Ing+Licdo:Yunior Andrés Castillo S.
Doña Rozilda, al regresar a Nazareth das Farinhas después de larga permanencia en Bahía, dio testimonio minucioso de los primeros tiempos de la nueva vida matrimonial de doña Flor, habiendo antes confiado a doña Norma sus preocupaciones e incertidumbres.
El doctor Teodoro era un yerno estupendo bajo todos los aspectos. Sobre eso no le cabía ninguna duda. Pero ¿estaría doña Flor a la altura de un consorte de tantas cualidades? ¿Por qué no? – preguntó suspicazmente doña Norma, leal amiga que no admitía la más leve crítica. En su opinión, doña Flor era digna del marido más perfecto, del más hermoso y rico.
Pero en doña Rozilda no se encendía la llama del mismo ardiente entusiasmo. A pesar de ser la madre, y por lo tanto inclinada a disculpar y a favorecer a la hija, no veía en ella el impulso necesario para la escalada, posible al fin; no la sentía ávida de influencia social, capaz de aprovecharse de la posición del marido, de su prestigio, de su responsabilidad, de sus relaciones. Si hubiera salido a doña Rozilda, ahora, apoyada en el brazo del doctor, treparía fácilmente hacia las salas, los jardines, la intimidad de los palacetes de la Graca y de la Barra, conviviendo con la mejor gente de Bahía, la élite, un sueño de la vieja señora. ¿No había sido ya doña Flor presentada a los Taveiras Pires? ¿No le había besado la mano el millonario Adriano, comúnmente denominado Caballo Pampa? ¿No la había distinguido con una asquerosa y complaciente sonrisa doña Inmaculada, la primerísima dama de la sociedad, dictadora de la elegancia?
¿Qué hacía, sin embargo, doña Flor para corresponder a esas oportunidades que debía al título del doctor, a la floreciente droguería, al delicado fagot?
Nada, tres veces nada. Al contrario, continuaba dando clases de cocina como una pobretona cualquiera, a pesar de que su actividad repercutía negativamente sobre el prestigio social del marido (un marido cuya mujer trabaja, o le va mal en la vida o es un sórdido avaro, rezaba la cartilla de doña Rozilda); y la hija continuaba en aquella casita, cuando podían tener un domicilio mucho más amplio y en una calle distinguida.
Que doña Norma la disculpase, pues ella no decía esto con intención de humillar a nadie, pero las calles de la vecindad, si alguna vez fueron elegantes, en otros tiempos incluso aristocráticas, en la actualidad eran arterias de gente de medio pelo, con unas pocas excepciones. En esas callejuelas podían contarse con los dedos – manifestaba venenosamente la intrigante- las señoras representativas y de sociedad. La mujer del argentino, doña Nancy, era realmente de clase y de buena raza, pero ¿quién más? – preguntaba, mirando provocativamente a la amiga de doña Flor- . El resto… es chusma…
Mas, volviendo al guisado, ¿cuál era la situación de la nueva pareja? El doctor Teodoro andaba loco por mudar de casa, y ella, doña Flor, la idiota, obstinada en seguir allí, firme en aquel agujero. Doña Rozilda meneaba la cabeza:
– El que nace para diez centavos no llega nunca al peso…
Por lo demás, a ese asunto del cambio de domicilio se debió el súbito regreso de doña Rozilda a Nazareth. Cierta mañana, doña Flor la interpeló:
– Mamá, ¿qué idea es ésa de ir a decirle a Teodoro que yo quiero mudarme? Sepa de una vez por todas que tanto él como yo estamos muy satisfechos con nuestra casa y no nos vamos a mudar.
Doña Rozilda, olvidándose de sus maneras de gran dama, escupió hacia un lado con gesto arrabalero.
– ¿Qué me importa? Cada puerco en su chiquero… Doña Flor hizo un esfuerzo para contenerse:
– Oiga, mamá. Yo sé de dónde viene esa historia de una casa más grande. Usted quiere meterse para siempre, pero puede quitárselo de la cabeza. Yo no estoy de acuerdo. Puede venir cuando quiera a pasar unos días. Pero vivir con nosotros, eso no. Le hablo con franqueza: usted, mamá, nació para vivir solita…, le voy a decir…
Doña Rozilda salió hecha un estampido, sin querer oír el resto, que por lo demás era la parte agradable del discurso, pues doña Flor, para compensar a la madre de tan ruda franqueza, había decidido darle una pequeña suma mensual. «Dinero para sus alfileres, mamá, para las obras de caridad», como finalmente pudo comunicarle cuando la acompañó hasta el muelle de la Bahiana, días después.
Una vez más le fallaron a doña Rozilda los planes de establecerse con su hija; antes, de viuda, no la quiso con ella, y tampoco la quería ahora de recién casada. Si la primera vez doña Rozilda se mostró ofendida, rompiendo prácticamente su trato con doña Flor, ahora se tragó la afrenta, pues la tentación de estar ligada de algún modo a la nueva vida de la hija, con sus brillantes relaciones y saraos, era demasiado poderosa. Es cierto que se volvió a Nazareth, pero sus visitas a la capital menudearon. Cuando lo hacía se hospedaba en aquel «culo del mundo» de Río Vermelho, pero venía muy temprano, antes del almuerzo, a casa de la hija, y a chismear por los alrededores, asumiendo la jefatura de la banda de intrigantes. Se quedaba en Río Vermelho unos ocho o diez días, tiempo que bastaba para hacerse insoportable y reñir con la hermana. Y allá se iba de nuevo a convertir en un infierno la vida del hijo y la nuera, en el Recóncavo. En Nazareth, a sus diversas ocupaciones, se añadía la de describir el fausto social que rodeaba a doña Flor («vive entre banquetes y fiestas, es íntima de doña Inmaculada Taveira Pires»), cantando loas al yerno doctor y a todo lo referido a él, desde las dotes de su inteligencia al envidiable estado de sus finanzas, desde la dignidad de sus modales hasta el inusitado fagot. Y narraba detalladamente los ensayos semanales de la orquesta de aficionados, derritiéndose en sonrisas, cayéndosele la baba al recordarlo:
– Eso sí que es música…
Lo decía en alabanza de las arias, las romanzas, los conciertos de exquisito repertorio en los que Haendel, Lehar, Strauss, coexistían con Othelo Araújo y el maestro Agenor Gómez, compositores locales menos conocidos por esos mundos, pero no por eso menos inspirados. Lo decía también como una demostración de desprecio a la otra música, la de las sambas y canciones, las modinhas, la de la chusma – aquí una escupida de desprecio- , y a la gentuza de los violines y las guitarras, las gaitas y los tamboriles, una caterva de atorrantes. Al hablar así establecía una distancia, señalaba una diferencia entre la orquesta de aficionados, a la que pertenecía el doctor Venceslau Pires de Veiga, eminente cirujano; el doctor Pinho Pedreira, juez de la capital, y el millonario y comendador del Papa, Adriano Pires, «El Caballo Pampa», dueño de una firma mayorista, con palacete en la Graca, automóvil con chófer, marido de la noble Inmaculada, «la que está antes que la primera, la primerísima, la cúspide opalescente» (según la feliz expresión de Silvinho Lamenha, locutor de radio y redactor de «Sociales» en el diario del temido Odorico Tavares): doña Inmaculada Taveira Pires, con su cara de caballo viejo y sus impertinentes de gobernanta suiza. Y así quedaba marcada la diferencia con los vagos que andaban dando serenatas y provocando desórdenes, unos borrachos, gente de mal vivir. En los tiempos del primer casamiento de su hija (si es que aquello se podía llamar casamiento) tuvo que soportar la cachaca y las necesidades de esos «valdevinos», pura canalla, imagen de la depravación y de la orgía: Jenner Augusto, Carlinhos Mas- carenhas, Dorival Caymmi. De vez en cuando, algún universitario de buena familia se juntaba con esa caterva y en seguida se volvía el peor de todos, como aquel doctor Walter da Silveira, cuyo rostro regordete doña Rozilda recordaba con odio. En Nazareth había oído elogiar los conocimientos jurídicos del tal Silveira: una eminencia en derecho, e incorruptible. Que lo creyera quien quisiese, no ella, doña Rozilda, que lo vio tocar en la gaita el paso del Siri- Bocéta. ¡El infame!
Debido a esa escoria de la sociedad se volvió tan antimusical que reaccionó violentamente cuando por primera vez le hablaron de las dotes del yerno. «Un sujeto que no tiene arreglo, un tocador de birimbao.» Una vez más, seguramente, la idiota de la hija, sin tono y sin vergüenza, se iba a atar a algún malandrín al que tendría que mantener y llevar a cuestas, financiándole los vicios y las amantes con su sudor, con el dinerito de la escuela. Recordaba con tanta rabia las serenatas y las canciones que ni siquiera el título de doctor en torno al cual doña Norma, conocedora de sus debilidades y preferencias, había armado gran estruendo en la carta que le comunicara el noviazgo de la viuda, ni siquiera el anillo universitario, la había conmovido. «Un doctor de reconocida sabiduría», decía en su misiva la vecina, pero doña Rozilda no se entusiasmó:
– Otro borracho de ésos…, toda la noche por las calles en plena juerga y desvergüenza con el dinero de la tonta… Todavía va a resultar que también es jugador. Lo que quiere es vivir con la tripa llena…, ella en el trabajo y él en el vicio. – En cuanto al título de doctor, tenía sus reservas:
– Farmacéutico… ¡Bah!… Un doctor a medias…
Establecía diferencias entre las diversas jerarquías universitarias. No todas poseían, a su modo de ver, la misma clase y categoría:
Doctores de verdad, de primera, son los médicos, los abogados, los ingenieros civiles. Pero los dentistas y los farmacéuticos, los agrónomos y los veterinarios, todos ésos son doctores de segunda, poca cosa, unos doctorcitos…, gente que no tuvo cabeza ni aptitud para estudiar hasta el final…
Toda esa mala voluntad para el futuro yerno a quien todavía no conocía personalmente y, sin embargo, criticaba tanto, procedía de saber que era un músico aficionado. Sólo después, en Bahía, al comprobar la buena situación financiera del farmacéutico, socio de un establecimiento tan sólido como la Científica, en la esquina de la calle Carlos Gómez y Cabeca (ya el lugar valía una fortuna), su respetabilidad, sus modales y aptitudes, el espléndido y vasto círculo de sus relaciones, se desvaneció su falsa impresión inicial, dejando así de confundir al erudito fagot con el vulgar birimbao de capoeira y la Orquesta de Aficionados con la serenata al claro de luna.
Entonces el yerno ascendió mucho y rápido en su opinión. No era el perfecto Príncipe Encantado, entrevisto un día en Pedro Borges, el estudiante paraense, con sus ríos, islas y cauchales, con su riqueza de las mil y una noches. ¿Qué más podía pedir, sin embargo, una viuda pobre, a los treinta años de edad? Doña Rozilda, satisfecha más allá de toda expectativa, le confesaba a doña Norma:
– Con éste hasta yo me casaba… Un ciudadano respetable…
¡Y qué modales! Esta vez acertó. También…, ya era tiempo… ¡Es un señor muy educado!
Una educación finísima: el doctor Teodoro, cordial y respetuoso, se dirigía a ella tratándola de «mi querida suegra», y preguntando a cada momento si precisaba algo. Le traía pastillas para la tos y un jarabe para el catarro crónico, y le regaló un paraguas nuevo cuando la oyó lamentarse de haber perdido el suyo – viejo, del tiempo de don Gil- en la confusión que se produjo al desembarcar en el puerto.
Doña Rozilda venía para asistir al casamiento y quedarse por unos días. Pero al comprobar las cualidades del yerno se dio cuenta de las perspectivas que le brindaría la vida en compañía de la pareja, decidiendo instalarse allí definitivamente, abandonando Nazareth das Farinhas, las obras piadosas del reverendo Walfrido Moraes, el club, la iglesia y la presidencia del sabroso y cruel chismerío del municipio.
En la pequeña ciudad, como ya se dijo, se sentía a sus anchas. Allí era alguien, un personaje influyente, podía intrigar libremente e imponer sus caprichos y enojos a la nuera, que ya había llegado al límite de la paciencia y perdido las esperanzas en los milagros de los santos: Nuestra Señora de los Dolores permaneció ciega y sorda a sus ruegos y promesas, sólo la muerte podía ya liberarla. Entiéndase: la muerte de la suegra. A veces, la buena de Celeste se ponía a pensar en tan jubiloso acontecimiento, ¡ah!, ¡qué velorio más impacientemente esperado! Sería la velada más alegre de Nazareth. Se hablaría del cuidado del cuerpo y los responsos y misas por el alma de la anciana señora en todo el Recóncavo, y los ecos llegarían hasta la capital. Celeste estaba dispuesta a no escatimar gastos ni molestias.
En Nazareth se encontraba bien, pero, con este nuevo yerno, prefería Salvador, y para quedarse en él trazó doña Rozilda todo un plan de acción. Fue adulona e insinuante, servicial y bondadosa, devota del farmacéutico. Al principio el doctor Teodoro se conmovió. Hablando con su amigo Rosalvo Medeiros, el representante de los laboratorios, le confesó haber ganado con el casamiento no sólo la más perfecta de las esposas, sino también una segunda madre, su suegra, aquella santa viejecita.
– ¿Quién? – el próspero Rosalvo no podía creer a sus oídos- . ¿Quién es la santa viejecita? ¿Doña Rozilda? – preguntó, y se echó a reír, como doña Amelia el día del noviazgo. Se oía cada cosa…, ¡doña Rozilda una santa criatura!… Pobre Teodoro, con su ingenuidad…
Pero ni el mismo doctor Teodoro se engañó por mucho tiempo: la costumbre de meter en todo la cuchara, la capacidad de intriga y la permanente irritabilidad de doña Rozilda pronto relegaron a segundo lugar sus sonrisas melosas y sus cautivantes palabras, y el yerno comenzó a comprender el porqué de la risa incontenible y divertida de doña Amelia y de Rosalvo. Fue entonces cuando doña Rozilda le habló, con muchas vueltas, de los inconvenientes que tenía una casa pequeña, con tan poca comodidad. ¿Por qué no alquilar una residencia más a tono con sus posibilidades y relaciones? ¿Más amplia, con mayor número de habitaciones?
Con mucha habilidad sugirió que doña Flor no estaba satisfecha con aquella casa tan poco confortable, llena de malos recuerdos. Y que solamente por no importunar al marido callaba su disgusto.
El doctor Teodoro encontró extraña la sugestión fabricada por la suegra y todavía más extraño el pretendido disgusto de la esposa. ¿Acaso no fue doña Flor la primera en destacar las conveniencias y ventajas de residir allí? Un alquiler bajo, el mismo desde hacía ocho años, la buena situación de la casa, a dos pasos de la droguería, además de ser la dirección conocida de la Escuela de Cocina: Sabor y Arte, con una cocina adaptada a la enseñanza, con horno de gas y fogón de leña… ¿Para qué una casa mayor si eran ellos dos solos? ¿Para qué más trabajo y gastos si allí estaban contentos ella y el marido, si tenía espacio suficiente para que se cumplieran sus deseos de felicidad? Estos habían sido los argumentos de doña Flor, modestos y sensatos, cuando aún era novia.
¿Por qué entonces este cambio repentino? ¿Por qué irse de allí a un innecesario caserón, que daría más trabajo cuidarlo y sería costoso? ¿Para qué esos lujo que estaban más allá de sus posibilidades? ¿Sólo por vanidad?
Doña Rozilda, en su confuso alegato, había mencionado el prestigio y el «buen tono». Al doctor Teodoro le afectó el argumento, siendo como era celoso del prestigio y de la consideración de los demás, pues temía las críticas de la sociedad. Pero a doña Flor no le preocupaban esas cosas, argumentando – cuando discutieron sobre la escuela- que el valor de un hombre no se mide por la figuración, por sus apariencias, sino por lo que él es realmente, por lo que vale.
Si era así, ¿por qué se mostraba contrariada ahora, por qué esas quejas y reivindicaciones? El doctor Teodoro escuchó con atención las ñoñeces de la suegra, pero no quiso discutir el asunto:
– No sabía, cara suegra, que mi querida esposa tuviera esa idea y no deseo discutirla. Pero puedo adelantarle que todo será resuelto a satisfacción de Flor.
Y dejando a doña Rozilda llena de optimismo se retiró, taciturno, camino de la droguería. Si el cambio de opinión de doña Flor fue para el doctor Teodoro una sorpresa, su procedimiento lo disgustaba. ¿Por qué no le habló ella misma, con lealtad y franqueza? ¿Por qué mandar en lugar suyo a doña Rozilda? El farmacéutico no quería que hubiese ninguna duda, ningún malentendido, por más mínimo que fuera, entre él y la esposa. Estaba dispuesto a darle todo cuanto estuviera a su alcance, a satisfacer sus deseos aun cuando le pareciesen caprichosos, dentro de los límites de sus posibilidades e incluso con algún sacrificio. Pero exigía sinceridad, llaneza, confianza. ¿Por qué tenía que haber terceros, intermediarios, entre ellos, si eran marido y mujer? El doctor Teodoro, en los fondos de la farmacia, manejando la espátula y triturando sustancias, pesando cantidades ínfimas en la balanza de precisión, se sentía apenado, triste. ¿Por qué esta falta de confianza? Entre marido y mujer no debe haber secretos, ni nadie que medie en sus relaciones. Subnitrato de bismuto, aspirina, azul de metileno, nuez moscada, las cantidades exactas, ni un grano de más ni uno de menos. Así debe ser el casamiento. Y resolvió poner en claro la cuestión cuanto antes.
Por la noche, ya en el cuarto, a solas con la esposa mientras se cambiaba tras la cabecera de la cama de hierro, le dijo:
– Querida, deseaba pedirte una cosa… Doña Flor ya estaba acostada, esperando el beso del marido para cerrar los ojos y dormir:
– ¿Qué, Teodoro?
– Me gustaría que tú, cuando tengas que decirme algo, me hables personalmente, sin mandar a nadie en tu lugar…
En la voz del doctor no se observaba enojo, su acento era más bien melancólico. Doña Flor se incorporó, sorprendida. Apoyándose en el codo, volvióse hacia el marido, que estaba poniéndose los pantalones del pijama:
– ¿Qué es esa historia?, ¿cuándo mandé yo…?
– Yo pienso que el marido y la mujer deben ser francos el uno con el otro, que no necesitan correveidiles…
– Teodoro, querido, por favor, dime pronto de qué se trata, no entiendo nada…
Ya vestido con su pijama a rayas, él se acercó a la cama, sentándose en ella:
– Si quieres cambiar de casa, ¿por qué no me lo dices tú misma?
– ¿Cambiar de casa? ¿Yo? ¿Quién te dijo eso?
– Pues tu madre, doña Rozilda. Me dijo que tú andabas quejándote, descontenta con la casa, disgustada…
Doña Flor se quedó mirando fijamente al marido, sentado en el borde de la cama, muy serio, con un asomo de tristeza en los ojos. Le dieron ganas de reír: «Semejante hombrón y tan sin malicia.»
– ¿Mamá? ¿Y tú pensaste que yo la había mandado? Tú no conoces todavía a mamá, Teodoro. Yo sé lo que ella anda buscando… ¿Para qué iba a querer yo una casa más grande? Quien la quiere es ella, con un cuarto en el que instalarse de una vez por todas, ¡Dios me libre y guarde!
– Pero si es eso, querida, si se trata de hospedar a tu madre, tal vez pueda… – doña Flor continuó riéndose y miró al marido bien de frente:
– Debemos ser francos el uno con el otro, acabas de decir tú, Teodoro. Dime, pero dime la verdad, no mientas: ¿a ti te gustaría que la vieja viviera con nosotros para siempre?
No era el doctor Teodoro hombre capaz de mentir, pero tampoco de ofender a los demás y menos todavía a la madre de doña Flor:
– Es tu madre, es mi suegra, y si ella quiere y tú estás de acuerdo…
– Pues has de saber, querido, que yo no quiero ni estoy de acuerdo. Es mi madre, le tengo cariño, pero tenerla aquí, viviendo con nosotros, ni por todo el oro del mundo. No hay quien la aguante, Teodoro, tú todavía no la conoces bien.
Tomó la mano del esposo:
– En esta casa, querido, sólo tú y yo, nadie más. De aquí sólo saldríamos para nuestra casa propia. Además, cuando podamos, lo mejor es comprar esta misma…
El farmacéutico respiró con alivio. Por doña Flor hubiera sido capaz de cualquier sacrificio, hasta de aguantar a doña Rozilda con sus tramoyas. Felizmente, todo quedó claro. Doña Flor no había cambiado, seguía siendo modesta en sus ambiciones, prudente en los gastos, sensata. Pero su opinión en cuanto a doña Rozilda evolucionó definitivamente y la santa viejecita convirtióse en ponzoña. No en vano su cuñado, el tal Moráis, no se movía de Río, estando dispuesto a volver a Bahía sólo cuando la vieja estirase la pata (otro más cuya única esperanza residía en la muerte, pues en el caso de doña Rozilda, en su opinión, no cabía otra alternativa). Aun así, el doctor Teodoro, con menos experiencia en el trato de la suegra y siendo mucho más afable y de esmerada educación, todavía dijo con una última amabilidad:
– Cosas de vieja, pobre…, a su edad… Ella acarició mimosamente la mano del marido, ese hombre tan bueno:
– No se trata de la edad, querido…, fue siempre así…, es mi madre, no debo hablar mal de ella, una hija no puede…, pero siempre tuvo el mismo carácter, desde jovencita… Ni mi padre la soportaba, y era un santo. Si ella se metiera aquí, Teodoro, terminaríamos peleándonos.
– ¿Nosotros? Nunca, querida mía, jamás… Y la miró casi conmovido, lleno de ternura:
– Nunca reñiremos…, ni tendremos secretos el uno para el otro, sea el que fuere. Nos contaremos todo, todo… El la besó en los labios, suavemente.
– Todo… – repitió doña Flor en un susurro.
El doctor Teodoro sonrió, totalmente satisfecho, se levantó y fue a apagar la luz. «¿Todo, Teodoro? ¿Crees que es posible? ¿Incluso los pensamientos más recónditos, incluso aquellos que uno se oculta a sí mismo, Teodoro?» Doña Flor contemplaba el torso fuerte del esposo bajo el pijama, los amplios omoplatos, el recio cuello, los músculos del brazo. Mordiéndose los labios trató de apartar sus pensamientos, pues, como era lunes, no correspondían esas cosas… El doctor, hombre sistemático, mantenía con respecto a eso, igual que para todo, el más perfecto orden. Pero era tan bueno y generoso, tan delicado y atento, estaba tan rendido por ella, hasta el punto de disponerse a soportar a doña Rozilda… Tanta devoción compensaba su sistematización, su rigor para los horarios, las reglas y las etiquetas.
«Todo no, Teodoro, tú no sabes qué oscuro pozo es el corazón de uno.»
4
Del brazo de su marido, doña Flor descubrió mundos desconocidos e insospechados, en los que penetró con él, llegando a ser figura destacada, «gracioso ornamento», como escribiera sobre ella, justo y gentil, reseñando la fiesta de los Taveiras Pires, nuestro exigente Silvinho, a quien hay que referirse siempre inevitablemente. Nunca se le había ocurrido a ella que existiese un universo constituido solamente por farmacéuticos, hermético y fascinante: con sus propios problemas, su peculiar visión de la vida, su lenguaje de casta, su atmósfera de nitratos y calomelanos. El universo cuya capital y cumbre era la Sociedad Bahiana de Farmacia, con sede propia, un piso entero, limitando con otros mundos más o menos importantes como el de los médicos, una casta suficiente y poderosa que se beneficiaba del trabajo de los demás. Sí, ¿para qué servirían los médicos – se preguntaban los líderes de la farmacología- si no existiesen los farmacéuticos? ¿Por qué entonces esa altivez, esa arrogancia? Eran igualmente presuntuosos los representantes de los laboratorios; a la hora de vender eran corteses y hasta humildes con los grandes, pero desatentos con los pequeños, y a veces groseros a la hora de cobrar una cuenta atrasada. Más simpáticos eran los representantes viajeros, con sus valijas llenas de remedios y las últimas anécdotas del interior. Toda esa gente, la de la universidad y la del comercio, con sus títulos, su dinero, su orgullo, se alzaba sobre una amplia capa de profesionales y despachantes de farmacia con míseros sueldos.
Al pasar frente a la Droguería Científica, al cruzar su umbral, al adquirir un tubo de pasta dentífrica o un jaboncillo, nunca había percibido antes doña Flor el fuerte hálito de aquel mundo de las drogas, nunca lo había respirado.
Un mundo en el que moraba su marido, apoyado en el canudo de doctor (y más todavía en los conocimientos resultantes de la larga práctica en los laboratorios y mostradores), en su capacidad de trabajo y en su honradez, y en el que procuraba asegurarse una situación financiera y cierto renombre científico. Tenía en ese mundo una situación modesta, un modesto renombre, lo suficiente como para que se le abriesen a doña Flor las puertas de aquel territorio de yodo y sulfatos; para que se beneficiase con los programas culturales y recreativos de la Sociedad Bahiana de Farmacia: las asambleas que se realizaban en su sede propia, la lectura y debate de tesis y trabajos sobre temas científicos o profesionales; las comidas, en días festivos, toma de posesión del nuevo directorio, el Día del Farmacéutico…; comilonas en torno a las cuales se juntaban directores y socios (con sus familias), en ruidosa «confraternización de profesionales», como decía siempre el doctor Ferreira en su infaltable discurso. Sin olvidar el baile de fin de año, en diciembre, antes de Navidad. Doña Flor frecuentaba con cierta asiduidad, aunque sin exageración, las tesis y las comidas. Se relacionó con las esposas de los colegas del marido visitando a algunas de ellas y siendo visitada por ellas a su vez, trueque de cortesías que le dejó como saldo tres o cuatro amigas y sólo una alumna.
Eran esas señoras, doña Sebastiana, esposa y brazo derecho del doctor Silvio Ferreira, secretario general de la sociedad y su principal animador: mujerona alegre que tenía una voz de tromba y una risa contagiosa; doña Rita, señora del doctor Tancredo Vinhas, de la Farmacia Santa Rita, constituía con su marido una pareja flaca y agradable, él fumando cigarrillo tras cigarrillo y ella con una tosecita de tisis aguda; doña Neusa, la rubia Neusoca de los ojos alegres, era la mujer de R. Macedo & Cía.: la compañía estaba formada por los vendedores, y a doña Neusa le atraía siempre el nuevo empleadito: los coleccionaba, los iba bautizando con los nombres de los remedios más en boga (hubo un elixir de Ñame, un oscuro mulato; un Bromil que parecía un niño de tan jovencito y frágil, todavía imberbe e inocente, joya preciosa para la más rara colección; hubo un lindo muchacho, llamado Emulsión de Scott, campesino recién llegado de las tierras de Galicia, con su cara de manzana; el pequeño Freasa fue llamado Salud de la Mujer, tocándole acompañarla cuando ella estaba convaleciendo de una hepatitis; asimismo hubo el Regulador Gesteira, el Jabón Indígena, un negrito casi azul, ¡ay, Virgen Santa!; un ímpetu Seguro y un Cura Milagrosa, este último significaba una traición de doña Neusa a la activa clase de los vendedores de farmacias, a la cual se había dedicado hasta entonces en exclusividad, pues se trataba de un galante seminarista que estaba de vacaciones en la vecindad, y que para la ávida Neusoca tenía el doble sabor del pecado contra la ley de los hombres y contra la Ley de Dios).
Doña Paula, esposa del doctor Angelo Costa, de la Farmacia Goiás, vino a estudiar culinaria en la Sabor y Arte, mostrando bastante vocación. Era la única alumna que provenía de las huestes de la farmacia. Hubo otra, doña Berenice, que inició el curso, pero desistió pronto debido a que era incapaz de distinguir un filete de un pernil de buey.
Con doña Gertrudes Becker, esposa del doctor Frederico Becker, propietario de la red de Droguerías Hamburgo – cuatro en la ciudad alta, una en la ciudad baja, otra en Itapajipe- , representante de grandes laboratorios extranjeros, presidente más o menos perpetuo de la Sociedad, y rey de la magnesia y de la urotropina, doña Flor no intercambió visitas. Doña Gertrudes sólo descendía de su trono una vez al año, con motivo del baile de diciembre, cuando hacía la concesión de rozar con la punta de los dedos las manos de la pequeña burguesía laboriosa y sufridora con la que su marido tenía en común apenas los negocios. En cuanto al doctor Frederico, si bien no asistía a los almuerzos con vino y gaseosas de Río Grande, no faltaba a las reuniones de la Sociedad que él presidía y en las que decía la última palabra sobre cualquier tema.
Era un alemán más bien bajo, de ojos azules y suaves, y áspero acento. Corrían rumores con respecto a su forma y a su título de farmacéutico, otorgado por una lejana facultad alemana cuando él era ya dueño de tres farmacias. Adoraba a los niños y se paraba en las calles para darles bombones, que sacaba de sus bolsillos siempre provistos.
Hacía sólo dos meses que doña Flor se había casado cuando subió por primera vez las escaleras que conducían a los salones de la Sociedad Bahiana de Farmacia, en el segundo piso de un edificio colonial del Terreiro de Jesús. En el piso de abajo funcionaba el Centro Espiritista Fe, Esperanza y Caridad, en feroz competencia con los farmacéuticos, pues los médium y la hermandad astral obtenían curas radicales para todas las enfermedades a base de recetas metafísicas, prescindiendo de medicinas, drogas e inyecciones.
Así tuvo doña Flor la oportunidad única de ser testigo del sensacional debate que se iba a entablar esa noche en la reunión de la Sociedad Bahiana de Farmacia, en torno al trabajo que presentaría el doctor Djalma Noronha, tesorero del gremio, titulado: «De la creciente aplicación por la clase médica de productos manufacturados, con la consiguiente declinación de las recetas a preparar y de las imprevisibles consecuencias resultantes».
El gremio de los boticarios se hallaba dividido. Unos eran partidarios entusiastas de los remedios fabricados y envasados en los laboratorios del Sur y otros de las medicinas tradicionales, pacientemente dosificadas en los fondos de las farmacias, con las fórmulas escritas y pegadas a los frascos y cajas, todas ellas productos garantizados por el farmacéutico con el aval de su firma.
El doctor Teodoro no habló de otra cosa durante toda la semana, ya que él mismo era uno de los campeones de la escuela tradicional. «¿Para qué servirá el farmacéutico cuando sólo existan productos manufacturados? No pasará de ser un vendedor, un simple despachante en su farmacia», declaró patéticamente en la reunión.
En el campo opuesto, defendiendo la industrialización de los remedios (e incluso su nacionalización) de acuerdo con los tiempos modernos y la técnica avanzada, doña Flor tuvo ocasión de oír al doctor Sinval Costa Lima – cuyos descubrimientos en relación con las propiedades medicinales de la jurubeba le habían dado amplio renombre- , así como la palabra fluida y arrebatada del célebre Emilio Diniz. Aunque adversario suyo en este debate, no negaba el íntegro doctor Teodoro el talento fulgurante del profesor Diniz:
– ¡Es un Demóstenes! ¡Un Prado Valadares!
También era fuerte en intelectos el partido en cuyas combativas filas científicas se alineaba nuestro caro Madureira; para demostrarlo bastará citar el nombre del doctor Antiógenes Dias, ex decano de la Facultad y autor de varios libros, un viejecito de ochenta y ocho años que todavía tenía fuerzas para afirmar:
– En mi farmacia no entra un remedio hecho a máquina…
Pero él no tenía que ver nada con su farmacia. Hacía más de veinte años que los hijos no sólo compraban y vendían remedios manufacturados, sino que además eran representantes en Bahía de poderosos laboratorios paulistas. «El viejo está caduco», decían.
Quizá tuviesen razón los ingratos, pues el viejo estaba un tanto lelo, se reía solo. En cambio, eran lúcidos y competentes los doctores Arlindo Pessoa y Melo Nobre – ¡dos cabezas de primera!- , y el propio doctor Teodoro, cuyo nombre no debe olvidarse injustamente, sólo porque sea el preclaro héroe de esta modesta crónica de costumbres. Sobre todo si se tiene en cuenta que él confesó a la esposa que poseía un total dominio de la materia en discusión, haciendo resaltar una vez más la importancia de la asamblea: doña Flor debía considerarse felicísima por tener ocasión de presenciar el histórico debate.
Histórico y puramente académico, pues como el propio doctor Teodoro decía a su mujer, ni él ni ninguno de los más ardientes defensores de las recetas a elaborar dejaban de adquirir para sus farmacias los productos de los laboratorios. ¿Cómo hacer frente a la competencia si sus establecimientos quedaran desprovistos de esas malditas drogas tan de moda? De ahí que su posición en el debate fuese estrictamente teórica, gratuita, técnica, sin nada que ver con las exigencias prácticas del comercio, «pues no siempre, mi querida Flor, es posible conciliar la teoría con la práctica, ya que la vida tiene sus aspectos sórdidos».
No quiso doña Flor ahondar en esa contradicción entre la teoría y la práctica, aceptando sin más la afirmación del doctor: «Exactamente por eso es todavía más de elogiar la posición de los que defienden las recetas tradicionales.» Tocante a ella, era persona de pocos remedios y mucha salud, sin recordar la última vez que estuviera enferma (a no ser su insomnio de viuda).
Fue aquélla, realmente, una noche memorable, como dijo el doctor Teodoro y registró el diario. Una crónica abreviada, sintética – se quejó nuestro doctor, al ver sus decisivas intervenciones, igual que todas las otras, reducidas a una frase incolora, y con los nombres incompletos- : «Intervienen en la discusión, entre otros, los doctores Carvalho, Costa Lima, E. Diniz, Madureira, Pessoa, Nobre, Trigueiros.» Sólo destacaba el discurso del doctor Frederico Becker, con elogios a su «claridad expositiva, sus valiosos conocimientos y la lógica de su razonamiento». ¿Por qué tanto desprecio de la prensa hacia la cultura, por qué semejante economía de espacio – protestaba el doctor Teodoro- , cuando sobraban páginas para los crímenes más repugnantes y para los escándalos nudísticos de las estrellas de cine, con sus divorcios absurdos y su pésimo ejemplo para nuestras jovencitas?
En cambio, se publicó una amplia información y un extenso análisis del debate en la Revista Brasileña de Farmacia, de Sao Paulo (Año XII, volumen 4, páginas 179 a 181). Financiada por los grandes laboratorios, la Revista no ocultaba su posición en favor de los productos manufacturados. No dejó, sin embargo, de destacar con justicia «las brillantes intervenciones del doctor Madureira, intransigente y docto adversario a quien rendimos nuestro homenaje». «Intransigente y docto»: lo dice, con toda autoridad, la Revista Brasileña de Farmacia, y no nosotros que somos incondicionales del doctor.
Mucho se esforzó doña Flor por seguir y entender el impetuoso debate, pero, en honor a la verdad, debe decirse que no le fue posible. Por amor al esposo y por amor propio le hubiera gustado mantener su atención concentrada en los oradores, pero, como desconocía tesis y fórmulas y le resultaban pesadas aquellas palabras y frases en lenguas muertas, no consiguió comprender los discursos.
Su pensamiento divagaba, perdiéndose en temas menos filosóficos, pasando de los problemas de la escuela a los chismes de María Antonia, tan divertidos (sonrió al recordarlos, en medio de los recios argumentos del doctor Sinval Costa Lima, el de la jurubeba); además estaba inquieta por Marilda, cada vez más obstinada e impaciente en su decisión de actuar ante el micrófono, un ejemplo – según el doctor Teodoro- de la pésima influencia de las actrices del cinematógrafo sobre la juventud. Se había vuelto respondona y desobediente, entrando en relaciones con un sujeto del ambiente radial, Oswaldinho Mendonca, festejante que la embaucaba hablándole de programas y cachets. Doña María del Carmen, a su vez, ejercía un control total sobre cada paso y gesto de la estudiante, castigándola, prohibiéndole salir de la casa.
Cuando menos lo esperaba doña Flor, quien estaba ante el micrófono no era Marilda, sino el doctor Teodoro. Intentó seguir su dialéctica y comprender los argumentos con que él confundía a los adversarios. El rostro grave, el semblante circunspecto, los gestos corteses aunque fogosos, todo en él correspondía a la imagen de un hombre digno, del íntegro ciudadano que estaba cumpliendo con su deber; en este caso su deber de farmacéutico, honrando su diploma de doctor (aunque fuese contra sus intereses comerciales).
Siempre cumplía con su deber, siempre era un ciudadano íntegro. En la víspera, por la noche, había cumplido en la cama, con la misma competencia y sesudez, su deber de marido. Como estaba nerviosa, con la sensibilidad a flor de piel a causa de Marilda, que se había presentado en casa de doña Flor, dominada por una crisis de lágrimas y sollozos, hablando de suicidarse – «o cantar en la radio o morir», era su fanático lema- , le insinuó al marido, entre dengues e incitaciones, su deseo del bis, dado que era una noche optativa, por tratarse de un miércoles.
Sintió por un instante la vacilación del doctor, pero como ella ya había roto la timidez y la pacatería, hizo demostraciones de su deseo, insistiendo. Sin dudarlo más, el doctor atendió su pedido y cumplió gustosamente su deber por segunda vez.
Ahora comprendía doña Flor, en el salón de debates, la causa de la indecisión del esposo: había querido evitar la fatiga, mantener el cuerpo y el cerebro descansados para el acto de la noche siguiente en la Sociedad. Él dividía su tiempo y su esfuerzo entre sus diferentes deberes.
Pero el bis de la víspera no lo había fatigado, pues allí estaba, firme en la tribuna, soltando latinajos (¿o sería francés ese idioma?): «la natablucósida C igual a etanoico más glucosa más 3 digitoxosía más digoxigenólida», fórmulas que suenan al oído como versos bárbaros.
Viéndolo tan solemne y grave, con su griego y su latín, el dedo en alto, mientras los colegas lo escuchaban con atención y deferencia, doña Flor se daba cuenta de la importancia de su esposo. No es un cualquiera, como bien decían doña Rozilda y los vecinos, y con razón. Debía estar orgullosa de él, dar gracias a la Divina Providencia que le había otorgado un marido tan bueno, un regalo del cielo. Además, llegó a tiempo, cuando ya no podía soportar más su condición de viuda, y estaba a punto de dar cuerda y ánimo a cualquier audaz, a punto de abrir las puertas de la casa y los muslos al primer atorrante pálido y suplicante, como el Príncipe Eduardo de las Viudas. ¡Válganos Dios, de lo que se había salvado!
Si el farmacéutico no hubiese aparecido en el mostrador de la Droguería Científica el día del «Trote de los Novatos», ella, doña Flor, en vez de estar allí, rodeada de consideración, en aquel salón en que los ilustres doctores discutían eruditos temas, probablemente hubiera rodado de mano en mano por los hoteles, sumida en el libertinaje y la depravación, habiendo perdido la honra, las amigas y las alumnas, terminando quién sabe dónde… Se estremecía ante el horror que le causaba el sólo pensarlo. Su aplauso, al finalizar el discurso del doctor Teodoro, no significaba apenas entusiasmo, sino también gratitud. Era su salvador, y un hombre respetable. Debía estar orgullosa del marido.
Desde la mesa presidencial a la que había vuelto el doctor Teodoro buscaba con los ojos a la esposa y recibía de ella el estímulo de una sonrisa, verdadero premio mayor para su esfuerzo y brillantez. Proseguía la discusión: ocupaba ahora la tribuna el doctor Nobre, cabeza de mucho meollo, sin duda, pero con una voz monótona y neutral, en tono menor, que invitaba irresistiblemente a dormir.
Doña Flor quería reaccionar, pero sus párpados le pesaban cada vez más. Su última esperanza fue puesta en el doctor Diniz, tribuno famoso desde los tiempos de estudiante, profesor notable, autor de Galénica Digitalis – communia & stabilisata, un tratado definitivo- . Pero ni él ni los otros que le sucedieron en el debate consiguieron evitar los cabeceos de doña Flor. Y no sólo de doña Flor. Doña Sebastiana dormía profundamente: su busto imponente subía y bajaba, y el aire salía de su boca en un silbido. Doña Rita tenía los ojos cerrados y de cuando en cuando alzaba un párpado, despertándose sobresaltada. Doña Paula resistió cierto tiempo, pero después se entregó, reclinando su cabeza en el hombro del marido. Sólo doña Neusa, con sus profundas ojeras, estaba fresca y campante. Ella era la única que no sentía la modorra ni la monotonía de las fórmulas y de los conceptos, como si toda aquella ciencia le fuese familiar. Sus ojos seguían los vaivenes del muchachote empleado de la Sociedad, que estaba llenando una copa de agua en la tribuna para los oradores. Ya le había puesto un sobrenombre: 914, una inyección de mucha fama, que había dado en el blanco contra la sífilis.
Doña Flor cabeceaba, el sueño le subía por la nuca. Le parecía oír, muy a lo lejos, la voz del marido. Hizo un esfuerzo para prestar atención y sí, allí estaba el doctor Teodoro discurseando por segunda vez. No entiendo nada de todo eso, querido mío, fórmulas de química y botánica, sesudos argumentos. Perdóname si no consigo resistir el sueño, soy una vulgar ama de casa, una burra, demasiado ignorante, no estoy hecha para estas alturas.
La despertaron los aplausos, y también ella aplaudió, sonriéndole al marido y enviándole un beso con la punta de los dedos.
La sesión duró poco tiempo más y después las mujeres, liberadas, se reunieron formando un sonriente grupo mientras se despedían.
– El doctor Teodoro estuvo magnífico… – comentó doña Sebastiana. (¿Cómo lo sabe, si durmió todo el tiempo?)
– ¡Qué portento el doctor Emilio! – dijo doña Paula, repitiendo conceptos oídos en anteriores reuniones- . Y el doctor Teodoro, ¡qué cabezota!
Al descender por la escalera, del brazo del marido, doña Flor le dijo:
– Todo el mundo te elogió, Teodoro. Te cubrieron de alabanzas. Gustaste a todos y dijeron que estuviste muy bien…
Él sonrió con modestia:.
– Es una amabilidad de los colegas…, pero es probable que haya dicho alguna cosa útil… Y a ti, ¿qué te pareció?
Doña Flor apretó la mano grande, honrada del marido, atrayéndolo hacia sí:
– Un amor. No entendí mucho, pero me pareció adorable. Y me hincho toda cuando te elogian…
Casi le dijo: «No te merezco, Teodoro»; pero quizá él, con todo su griego y su latín, no lo hubiese entendido.
5
Si el mundo de los farmacéuticos era un imprevisible descubrimiento, cabe imaginarse lo que sería el secreto y casi cabalístico universo musical de la orquesta de aficionados en el que doña Flor ingresó por la puerta estrecha del fagot.
Aquellos graves y respetables señores, todos ellos bien asentados en la vida, con títulos universitarios o con comercios, empresas, escritorios – todos menos Urbano Pobre Hombre, melodioso violín, simple empleado de la Tienda Beirute- , constituían una especie de comunidad cerrada, con características de secta religiosa. («La sublime religión de la música, el misticismo de los sonidos, con sus dioses, sus templos, sus fieles y su profeta, el inspirado compositor y maestro Agenor Gómez»), según decía el reportaje de Flavio Costa, joven periodista que hacía gratuitamente su aprendizaje en las páginas de El Comerciante Moderno, del generoso Nacife (no le cobraba nada al novato por el aprendizaje). El reportaje sobre los aficionados ocupaba toda la última página del Tendero, con un cliché en el centro, a tres columnas, de la orquesta completa, de smoking, en los jardines del palacete del comendador Adriano Pires. Éste, por otra parte, recibió al día siguiente la simpática visita de su director, que iba a hablarle sobre las innumerables dificultades que debía enfrentar un diario serio como el suyo. Era imposible sobrevivir si no se contaba con la comprensión de hombres como el del título del Vaticano, de corazón y cartera sensibles a esos dramas de la prensa. Mostraba el pasquín con el reportaje. («Un muchacho inteligente el redactor, un talento, pero es uno de esos chicos, comendador, que hoy en día cobran una fortuna por mes»); y el millonario abría la bolsa, enternecido al verse con su violoncelo en medio de sus hermanos de la secta. Una secta que tenía sus obligaciones, sus hábitos, un ritual estricto y una alegría semanal de pájaros: el ensayo en las tardes de los sábados. Viniendo de las alquitaras, los morteros, los pildoreros, los potes de porcelana con óxidos y venenos, con mercurio y yodo, doña Flor ingresaba en los trinos, pizzicatos, pavanas y gavotas, solos y suavísimos, en la estela del violoncelo y el oboe, de los violines y del clarinete, de la flauta y de la trompeta, de la batería, del fagot del marido, obedeciendo todos al piano conductor del maestro Agenor Gómez. «¡Qué persona más simpática!» Pasaba así de doña Sebastiana, doña Paula, doña Rita y la voraz Neusoca, llena de avidez por los empleados, a la convivencia todavía más elegante con las damas de la flor y nata, las esposas de estos señores. A propósito de ellos, acostumbraba a decir el banquero Celestino, cuando se veía obligado a oír un concierto suyo (¡ah!, la vida de un banquero…, hay gente que supone que es un constante disfrutar de delicias, sin imaginar los aburrimientos, los latazos…):
– Cada desafinación de uno de esos maniáticos vale millones…
Esos grandes señores, los sábados por la tarde, se transformaban en alegres y despreocupadas criaturas, libres de compromisos y obligaciones, de clientes y negocios, del dinero a conquistar con prisa y apetito. Ponían a un lado las distancias sociales, confraternizando el mayorista con el ingeniero de la prefectura, de bajo salario, el famoso cirujano con el modesto farmacéutico, el honorabilísimo juez o el dueño de los Emporios Nortistas – ocho tiendas en la ciudad- , con el empleado del pequeño negocio.
Asimismo, esas señoras de tanta alcurnia y distinción abrían la intimidad de sus casas a las esposas de los otros músicos, sin medir su fortuna y origen social, recibiéndolas a todas con la misma afabilidad, incluso a ña Maricota. (¿Por qué ña y no doña? Porque ella misma alardeaba: «yo no soy doña, soy solamente ña Maricota y gracias».)
Por lo demás, ña Maricota casi nunca aparecía, pues no tenía los vestidos apropiados ni su conversación estaba a la altura de aquellas «hidalgas de mierda», como explicaba a los vecinos en una esquina de la calle, donde se juntaban Lapinha y Liberdade:
– ¿Qué voy a hacer yo allí? Sólo se habla de fiestas, de recepciones, de almuerzos y cenas, todo es una comilonería que hasta la angustia a una. Y sin hablar de los chicos que dejamos en casa y que no pueden comer lo que debieran, lo que se llama comer… Cuando no hablan de comida y bebida, se conversa sobre porquerías: que la mujer de Fulano está metida con Zutano, que la otra se entrega a Dios y al diablo, que Fulanita fue vista entrando en un hotel. Al parecer esas señoras sólo saben comer y moverse en la cama. Nunca he visto…
En medio de su ira, doña Maricota. («Yo no soy dueña de nada, cuando mucho llámeme ña Maricota como a cualquier criada, que no soy más»), o sea, ña Maricota no medía las palabras, dando rienda suelta a su lenguaje áspero y realista:
– Todos son lujos, sedas, paquetería… Que se queden ahí, en lo alto de su mierda, con sus cacareos, que yo no las necesito… Urbano va porque no puede vivir sin el ensayo… Si por mí fuese, él no pisaría la casa de ningún ricacho, tocaba aquí mismo, en la taberna de don Bié, con Bobo Sapo y don Bebe- Y- Escupe – decía, abriendo los brazos con gesto de impotencia- . Pero ¿qué le voy a hacer…? Es un pobre hombre…
De tanto repetir ella la despreciativa calificación, don Urbano fue finalmente conocido como Pobre Hombre. El apodo humillante procedía de ella. En cuanto a Bobo Sapo, era un maestro gaitero, y Bebe- Y- Escupe poseía una vieja zanfona: los domingos, ambos tocaban sus «modas» y tragaban su cachaca en el boliche de don Bié, punto de cita de la más elegante sociedad de aquellos rincones. Don Urbano también aparecía por allí y algunas veces se hacía aplaudir tocando el violín, si bien aquel público daba clara preferencia a la gaita de Bobo Sapo y a la zanfona de Bebe- Y- Escupe. Ña Maricota, que no entendía nada de música, rezongaba por tener que planchar, para los ensayos, el único y viejo traje azul del marido (los pantalones ya comenzaban a ser transparentes en las asentaderas):
– Si no pueden ensayar sin él, por lo menos debieran pagar el almidón… Esa Orquesta de Tal sólo causa gastos, no veo que el pobre hombre gane nada con ella. .
Sí, ganaba. Ganaba la paz del espíritu: en la música se desvanecía la agria Maricota, con su olor a ajo, sus verrugas y su cháchara. Los sábados, en el ensayo, repitiendo las mismas partituras de siempre, iniciando el estudio de alguna que otra melodía nueva para ampliar el selecto repertorio, Urbano Pobre Hombre olvidaba la mezquindad de la vida, lo mismo que todos los otros señores de la orquesta, los copetudos, los hombres ricos. Unos con sus graves modales, otros desprendiéndose de toda solemnidad al ponerse en mangas de camisa para el ensayo, todos, al tomar los instrumentos, revelaban la misma alegría interior y una inspiración pura borraba de su pensamiento las miserias y pobreterías cotidianas.
El doctor Venceslau Veiga, el egregio cirujano, después de los primeros acordes y el primer vaso de cerveza, se sonreía contento con la vida y con la humanidad. Toda la fatiga de la semana en la sala de operaciones, abriendo pechos y barrigas, atendiendo enfermos, inclinado sobre la muerte en una lucha incesante, cruel y vana, todo ese cansancio acumulado desaparecía con los primeros acordes, apenas vibraba el arco del violín. El doctor Pinho Pedreira rompía las cadenas de su soledad de soltero misántropo, volviendo a encontrar en su flauta el recuerdo de un amor de adolescente, de unos ojos glaucos y simuladores. Adriano Pires, el Caballo Pampa – manchas blancas de vitíligo pintarrajeaban sus manos y su cara- , el millonario, el gran mayorista, el socio de bancos, el director de empresas e industrias, el comendador del Papa, estaba allí humildemente con su poderoso violoncelo, compensando así una semana de ambiciones feroces y feroces golpes, de pleitos con los clientes, los competidores, los empleados – ¡todos ellos unos ladrones!- , con el afán de ganar cada vez más, con miedo a ser robado, con las angustias del poco tiempo que tenía para tanta ansia de dinero y de poder, y también con la obligatoria convivencia junto a doña Inmaculada Taveira Pires, una catástrofe. Allí estaba no sólo humilde, sino también generoso y humano, sonriéndole al paupérrimo empleado que estaba junto a él: el uno libre de la excelentísima doña Inmaculada, el otro liberado de ña Maneota.
Al igual que ña Maricota, la comendadora raramente iba a los ensayos. No por falta de vestidos y conversación, claro; por falta de tiempo, ya que tenía ocupadas sus horas por mil compromisos, pues era la primera en importancia entre las damas de la alta sociedad, y también porque no le hacían gracia esos ensayos, infinitamente monótonos, una eterna repetición de acordes, siempre las mismas partituras durante meses, ¡insoportable!
Era mejor que no estuviese presente, así no tenían que contemplar su máscara angulosa, recubierta de cremas, el busto lleno de joyas y pellejos y sus infectos impertinentes. Así le era más fácil a don Adriano borrarla de los ojos y de la memoria. A ella, a las hijas y a los yernos. Las hijas, unos fracasos: dos pobres infelices para quienes la vida se reducía a los vestidos y los bailes. Los yernos, dos gigolós, a cual más inútil y zafado, uno derrochando en Río, el otro tirando en Bahía el dinero de don Adriano, su sudor, su sangre, su vida. Allí, con la orquesta, el mayorista olvidaba todo eso, descansando de los afanes que le causaban los millones acumulados, y la gente que se presentaba en busca de un acuerdo porque no podían pagar, o los que se declaraban en quiebra, así como del vacío, el egoísmo, la tristeza de su gente. Allí descansaba con su violoncelo. Al lado de don Urbano, iguales los dos, como iguales eran, en su íntima verdad, la excelsa doña Inmaculada y la andrajosa ña Maricota, las dos unos horribles adefesios.
Estos conspicuos caballeros se reunían sin falta todos los sábados, entregándose a la música y a la cerveza, despreocupados y risueños, cada sábado en un domicilio distinto, y la dueña de casa les ofrecía una nutrida merienda, una mesa bien puesta a media tarde. Siempre venían dos o tres esposas de los músicos, algunos amigos y otros tantos admiradores, pues «hay gustos para todo» (como murmuró Zé Sampaio, al regresar de una de esas tenidas sabáticas a la que asistiera para corresponder a las musicales invitaciones del farmacéutico). Doña Flor, que en los primeros tiempos era infatigable, fue acogida con amable cordialidad, brillando por su dulzura y afabilidad.
En el selecto mundo de la música erudita – y usamos este adjetivo cualquiera que sea el valor que se le quiera dar: doña Gisa no lo aprobaba, como más adelante se verá- ; en ese ambiente impregnado de insignes sentimientos, no tenían lugar ni ocasión las desigualdades de dinero y origen social; allí se diluían las diferencias de clase y de fortuna, formándose la super- casta de los Hijos de Orfeo, hermanos en el arte. Todos se trataban con fraternal intimidad – incluso Pobre Hombre, que allí era Violín Genial- , por los nombres y apodos: Lalau, Pinhozinho, Azinhavre, Raúl das Meninas, Caballo Pampa, y casi lo mismo ocurría con las señoras. Se trataban de Elenita, Gildoca, Sussuca, Toquinha, y le decían «mi santa, morena linda, preciosita», a doña Flor, pidiéndole consejos culinarios. Ellas no tenían culpa si algunas veces doña Flor quedaba al margen de la conversación, por desconocer ciertos temas gratos y constantes en ese medio. En fin, no sabía jugar al bridge, no era socia de los clubes, ni su presencia en sociedad era obligada. Cuando se producían esas lagunas de silencio, los ojos de doña Flor buscaban al marido, que seguía soplando en su fagot, con semblante plácido y feliz. Y entonces sonreía, importándole poco la conversación de las señoras, dejando de sentir el peso del aislamiento.
Cuando el doctor Teodoro le anunció que habían elegido su casa para el próximo ensayo, puso manos a la obra: no iba a ser menos que ninguna. Cuando el marido se dio cuenta ya había invitado a Dios y al diablo, dispuesta a gastar incluso sus economías en un derroche de comida y de bebida. Le costó trabajo contenerla: quería demostrar a aquellas ricachas que también en la casa de los pobres se sabe recibir.
El doctor Teodoro intentó reducir la comilona: que sirviese como máximo dulces y saladitos, además de la cerveza de rigor. Si quería ser gentil y atenta con el maestro, podía preparar un sabroso mungunzá, un plato por el que sentía especial predilección don Agenor:
– Además se lo merece…, tiene una sorpresa para ti… ¿Y qué sorpresa!
Aun así, a pesar de las advertencias del marido, doña Flor sirvió un lunch opíparo en la casa abarrotada de invitados. La mesa soberbia: acarajés, abarás, moquecas de aratu en hojas de banano, cocadas, acacas, pés- de- moleque, bolinhos de bacalhau, queijadinhas, y no se sabe cuántas más cosas; iguarias y pitéus a elegir. Además del caldero de mungunzá de maíz blanco (¡un espectáculo!). Los cajones de cerveza se pidieron al bar de Méndez, así como las gaseosas de limón y de fresa y guaraná. El ensayo fue un éxito. Aunque sólo asistieron dos de las esposas de los aficionados, doña Helena y doña Gilda, la casa se llenó de gente: los vecinos con mucha vergüenza, nerviosas las alumnas y delirantes las comadres. (Doña Dinorá, después, casi se muere de la indigestión.)
La orquesta se instaló en el aula, en la que además de los músicos se sentaron sólo algunas personas de elevada condición: don Clemente, doña Gisa, doña Norma, los argentinos (doña Nancy se vistió de gala, con una elegancia que había que verla), el doctor Ives, muy fantasioso y como siempre queriendo saberlo todo, cagando reglas musicales, citando óperas, mencionando a Caruso: «ésa sí que era voz». Hubo un instante de suspenso: cuando el maestro Agenor Gómez, batuta en mano, dijo que tenía algo que comunicar, una sorpresa para la dueña de casa, una dedicatoria. Esa tarde, por vez primera ensayarían una composición de la que era autor, una romanza inédita y reciente, especialmente creada «en homenaje a doña Florípides Paiva Madureira, adorable esposa de nuestro hermano en Orfeo, el doctor Teodoro Madureira». Todos los asistentes sintieron un escalofrío y se hizo un silencio total en la sala hasta entonces irrespetuosamente alborotada por las risas y las conversaciones.
Sonrióse para sí el buen maestro: esos músicos aficionados eran como una prolongación de su familia; con pavanas y gavotas, valses y romanzas, conmemoraban los faustos de sus vidas, las grandes alegrías, las hondas tristezas. Si moría el padre o la madre de uno de ellos, si les nacían hijos, si alguien tomaba esposa, como sucedió con el farmacéutico, el maestro dejaba libre su inspiración y componía una solidaria página musical para el amigo dichoso o apenado.
– Arrullos de Florípides – anunció el maestro- , con el doctor Madureira en un solo de fagot.
Verdaderamente, una maravilla. Pero un ensayo es un ensayo, no es un concierto, ni siquiera un espectáculo. Hasta tratándose de piezas para las cuales se consideraba que la orquesta estaba ya a punto, el maestro, aun en esos casos, interrumpía ora a uno, ora a otro; pero en esta obra inédita todo fue desarrollándose paso a paso, o, mejor dicho, nota a nota, incluida la parte del doctor Teodoro, solfeando en su fagot. No era fácil seguir la melodía, sentir su gracia, su belleza suave como la de la homenajeada, tierna y apacible. A pesar de eso, doña Flor se conmovió: con el gesto del maestro y con la devoción del farmacéutico, casi temblando en la búsqueda de la escala perfecta para brindarla a la esposa. Con la partitura por delante, él estaba en plena tensión nerviosa, casi rígido, la cabeza bañada en sudor, las manos frías, pero dispuesto a expresar en los sonidos graves del fagot su alegría de hombre triunfante, de vida plena y realizada: con su dinero, su farmacia, su saber, su oratoria, su paz, su orden, su música, su esposa bonita y honesta, y el respeto general. Buscaba ese acorde, tenía que lograrlo. Doña Flor bajó la cabeza, sintiéndose confusa y perturbada por tanta honra.
Felizmente llegó la hora del intervalo, el maestro se regaló con la comida, repitiendo el mungunzá, y los demás se dieron un hartazgo con aquellas sabrosuras, además de cerveza, gaseosas y jugos. Todo perfecto.
6
Rondó de las melodías
Doña Flor se deslizaba, serena y cortés, por los mundos de la farmacia y de la música de aficionados, otra vez paqueta, extremadamente elegante, para no quedar mal ni pasar vergüenza en los ambientes que su nueva situación la obligaba a frecuentar. Cuando joven, antes de su primer matrimonio, como invitada pobre a casas ricas, a los palacetes de los copetudos, había sido la mejor vestida de las muchachas, con caprichoso buen gusto, y sólo Rosalía, su hermana, se le podía comparar. Ninguna otra, por más rica y fantasiosa que fuera.
Ahora eran otros ambientes, otros problemas y conversaciones, relaciones nuevas. Tenía exigencias, compromisos, de vez en cuando un obligado té, una visita, un ensayo. En la residencia de un dirigente de la Sociedad de Farmacia o de un hidalgo de la orquesta de aficionados. Y allá iba doña Flor, entre las exclamaciones del vecindario, soberbia en su acicalamiento, con soltura en su donaire, una locura de mujer. Había engordado un poco y a los treinta años, lozana y chic, era un pedazo de morena, que daban ganas de comérsela:
– Una jamona… – musitaba entre dientes don Vivaldo, el de la funeraria- . Las carnes se le afirmaron, la popa se le redondeó…, es un postre… Ese doctor Jarabe está comiendo un manjar de rey…
– La trata como a una reina, le da de todo, la tiene como a una princesa – decía doña Dinorá, que había anunciado al previsto doctor Teodoro en la bola de cristal y le era fiel sin desvíos- . ¡Y qué estampa de hombre…!
La vecina reciente, doña Magnolia, ventanera acérrima y perita en cálculos sobre la capacidad de los transeúntes, advertía:
– Oí decir que todo es grande en él, tiene una pata- de- mesa…
¿Quién se lo había dicho? Nadie: ella echaba el ojo y de inmediato sabía las proporciones, como resultado de una práctica constante y efectiva.
– Pues ambos están parejos, tanto en la figura como en la bondad – se oía decir a doña Amelia- . ¿Dónde se vio un casamiento más acertado? Estaban hechos el uno para el otro y, sin embargo, tardaron tanto tiempo en encontrarse…
Pero doña Flor no quería medir ni comparar nada, quería vivir su vida, al fin una vida decorosa y regalada, que el buen trato hacía placentera. ¿Por qué no la dejaban en paz? Antes venían a aumentar su pena, entre quejas y conmiseraciones, compadeciéndose de su suerte. Ahora todo eran loas y encomios al acierto, a la admirable solución que significaba ese casamiento, a la felicidad de los esposos ejemplares.
Toda la calle seguía de cerca los pasos de doña Flor: sus vestidos, sus relaciones con la alta sociedad, el nuevo orden de su vida, las visitas, los paseos y funciones de cine y el próximo pleito electoral en la Sociedad de Farmacia. Pero, sobre todo, la vecindad se conmovió con la música, tema palpitante por los opulentos ensayos de la orquesta de aficionados y por Marilda, la estudiante de pedagogía, cuestiones que entraron al baile casi a un tiempo. Al principio la polémica se limitó a la expresión de conceptos académicos y pretenciosos, en medio de una discusión apasionada y violenta surgida entre el doctor Ives, fanático de las óperas, y la exigente doña Gisa, dos cumbres de barrio. Contribuyó a hacerla más animada, desbocada y agria doña Rozilda, que llegó entonces en una de sus visitas. Pero quien puso en el debate la nota dramática y emocionante fue la joven Marilda, sacándola del plano puramente intelectual a la realidad del choque entre generaciones, entre padres e hijos, entre lo viejo y lo nuevo (como diría un filósofo de la generación más joven).
Mientras doña Gisa, después del ensayo de la orquesta de aficionados, rechazaba la calificación de «música erudita» (tan grata a los prejuicios antiguos de doña Rozilda), empleada por el doctor Ives para referirse a los valses, las marchas militares y las romanzas, la joven Marilda se encontraba clandestinamente – conspirando contra la paz de la familia y el sosiego de la calle- con el tal Oswaldinho y con un señor Mario Augusto, director de la Radio Amaralina, recién inaugurada, en busca de talentos a bajo precio.
Para doña Gisa sólo merecía llamarse erudita la gran música inmortal de Beethoven y Bach, de Brahms, de Chopin, de algunos raros y sublimes compositores: las sinfonías, las sonatas, la música para oír en silencio y recogimiento, la que interpretan las grandes orquestas, los famosos directores, los intérpretes de clase internacional. Una música para los espectadores capaces de oír y entender. Ella se había iniciado en esa música, y, para su sectario fanatismo, para su extremado formalismo, todo lo demás era una porquería apta «para quien no posee educación musical».
Por lo demás, debe entenderse que en esa definición violenta – «todo lo demás es una porquería»- no incluía doña Gisa a la llamada música popular, a la expresión ardiente y pura del pueblo. Las sambas y las modinhas, los spirituals, los cocos y las rumbas, merecían su respeto y estimación y era frecuente oírla asesinar con su terrible acento la letra de la última samba de moda. Eso sí, no toleraba la fatuidad de esa otra música sin fuerza ni carácter que estaba hecha, en su opinión, para el mal gusto de la clase media, incapaz de sentir la belleza y conmoverse con los grandes maestros. Doña Gisa se conmovía al oírlos en grabaciones de calidad, a media luz, en casa de los amigos alemanes, en aquellas noches de tanto gozo espiritual (y, de yapa, un buen trago y algunas anécdotas).
El doctor Ives abría la boca, alarmado: ¡Qué pedantería qué gringa de porquería! ¿Dónde ponía las óperas – dígame, profesora- : El Rigoletto, El barbero de Sevilla, El payaso, El guaraní, de nuestro inmortal Carlos Gómez – oiga, doña Gisa, nuestro, brasileño, nació en Campiñas- , que llevó el nombre de la patria amada a los escenarios del extranjero, entre ovaciones? ¿En dónde poner esas maravillas, con sus arias, sus dúos, sus barítonos y sus bajos, sus prima donnas? Si eso no era música erudita, entonces ¿cuál era?, ¿acaso las sambas y las rumbas, las modinhas y los tangos?
Así que, señora Gisa, váyase calmando, porque en esa materia, «como en cualquier otra», el doctor Ives es una autoridad. Alzando la voz, le preguntaba con ademán victorioso: ¿Dónde encontró ella algo más refinado que una buena opereta, como La viuda alegre, La Princesa del Dólar o El Conde de Luxemburgo ?
De modo concreto, la cultura musical del clínico era resultado de un conocimiento vivo de la materia, pues en su época de estudiante había ido a Río con una excursión y asistido, desde el gallinero del Teatro Municipal, con entradas gratuitas, a algunas óperas montadas y cantadas por la Gran Compañía «Musicale Di Nappoli». Y quedó deslumbrado con los espectáculos, las melodías, las voces de los barítonos y las sopranos, los tenores y las contraltos. Él no los había oído a través de los discos, sino en persona, viendo brillar sobre el escenario, en el esplendor de su genio, a Tito- Schippa, a la Galli- Cursi, a Jesús Gaviria, a la Bezanzonni, cantando La Traviata, Tosca, Madame Butterfly, II Schiavo (también de nuestro Carlos Gómez, cara mía). Además había visto todas las maravillosas películas, sin perder una sola, sobre las mejores operetas, interpretadas por Jan Kepura y Marta Egerth, con Nelson Eddy y Jeanette MacDonald. ¿Acaso los había visto doña Gisa? ¿Todos, sin perder ninguno?
Lleno de entusiasmo, el doctor Ives tartamudeaba fragmentos de las arias más conocidas y hasta llegó a ensayar un paso de ballet. Con él no se jugaba, había que saber en firme, que no le viniesen con discos y con tonteras, pues en cuanto a cultura musical no le iba en zaga a nadie…
– ¡Le llaman cultura a eso! – exclamaba doña Gisa alzando las manos al cielo, ofendida en sus más legítimas opiniones, pero no en sus bríos- . La cultura es otra cosa, señor doctor, algo más serio…, y también lo es la música, la verdadera, la grande…, una cosa muy diferente.
Doña Norma, designada arbitro, se mantuvo neutral, confesando:
– Yo no entiendo nada…, a mí no me saquen de la samba, la marcha, la música de carnaval, ésas sí que las sé todas.. Si me sacan de ahí, soy un cero a la izquierda… Vi una ópera, cuando pasó por aquí en busca de unas monedas la Compañía Billoro- Cavallaro, ya casi sin figuras, daba pena. Ni siquiera daba una ópera entera, sólo unos fragmentos de Aída.
– También yo fui… – comentó el doctor Ives, para apuntarse otro tanto.
– No entiendo nada, pero lo oigo todo, porque cualquier cosa me divierte. Hasta me parece lindo el toque de difunto de una campana. Soy muy dada para todo: conciertos, óperas, no digamos las operetas, y me enloquece cualquier programa musical de la radio. Sin embargo, estoy segura de que no hay nada igual, nada que pueda compararse con una modinha de Caymmi. Pero para mí sirve todo, todo me divierte y me hace pasar el tiempo, incluso los ensayos del doctor Teodoro…, con tal de que una no preste mucha atención…
Para Rozilda era una blasfemia que se comparase la música de la orquesta de aficionados, manjar selecto para oídos delicados, con ese bochinche de mocosos con guitarra. Doña Norma es buena persona, sí, bien casada y rica, pero sus gustos son de gentuza… En cuanto a la profesora, sólo por el hecho de ser norteamericana se metía a catedrática. Puede ser que doña Gisa hubiese conocido allá en su país algo mejor, más erudito, superior a los Hijos de Orfeo. Ella, doña Rozilda, no lo sabía, pero lo dudaba. A su juicio, ellos eran el non- plus- ultra, hasta que se demostrara lo contrario. ¡Unos señores como ésos, de la más alta distinción…!
Sonriente y silenciosa, doña Flor seguía el hilo del debate, abriendo la boca sólo para defender los ensayos de la orquesta de aficionados, considerados por doña Gisa como «la cumbre del aburrimiento».
– No sea exagerada…
– ¿Y no es así? Y así tiene que ser, pues se trata de un ensayo. ¿Dónde se vio invitar a la gente para oír un ensayo?
– Ellos no tienen la culpa, la culpable soy yo por haber invitado… Cuando ensayan asiste el que quiere, los amigos, las personas de la familia. Cuando den un concierto la voy a invitar y ya va a ver usted…
Doña Gisa seguía pesimista:
– En un concierto… puede ser. Pero aun así pienso que estos aficionados, con su perdón, Flor, no valen gran cosa…
Pero valían, y mucho, si ha de creerse a los redactores de los diarios y a los críticos musicales, que, en fin, están obligados a saber del tema. Éstos, en cada presentación de la orquesta – en una estación de radio o en el auditorio de la Escuela de Música- , se deshacían en elogios. Uno de los críticos, un tal Finerkaes, nacido, por así decirlo, en la cuna de la música, pues era de procedencia alemana, en un arrebato de entusiasmo comparó a los Hijos de Orfeo con las «mejores orquestas del género en Europa, a las cuales nada tienen que envidiarle, muy por el contrario».
Cuando llegó de Munich, el tal Finerkaes era bastante sobrio en sus opiniones; pero el trópico lo conquistó totalmente, perdió la continencia y nunca más regresó a su helado invierno.
El doctor Teodoro tenía un álbum en el que coleccionaba los programas de los conciertos, las noticias y elogios, los artículos, todo cuanto se publicara sobre la orquesta, un montón de tinta impresa. Después del casamiento era doña Flor quien cuidaba el archivo de los acontecimientos, los comprobantes de la pequeña gloria del marido. La última de las noticias allí pegada anunciaba que el maestro Agenor había compuesto una romanza en homenaje al matrimonio Madureira, su obra maestra, actualmente en ensayo. Los Hijos de Orfeo proyectaban estrenarla. «A propósito de los Hijos de Orfeo, cabe preguntar cuándo nos regalará esta excelente orquesta con un concierto que insistentemente reclaman los amantes de la buena música en Bahía», interrogaba el periodista. Como se ve, los aficionados tenían amigos fieles, numerosos y fanáticos.
Atenta a la polémica en torno a la orquesta, doña Flor descuidó los problemas de Marilda, también relacionados con la música y el canto y las prohibidas melodías. Supo la última novedad sobre el conflicto entre madre e hija por la boca de la misma joven. Había ocurrido un hecho de cierta significación:
Marilda, por intermedio de Oswaldinho, conoció a un tal Mario, de la emisora benjamina, la Amaralina, y el citado fulano le prometió oírla cantar, y, si le agradaba la voz, contratarla para un programa semanal. Oswaldinho, desdichadamente, no podía conseguirle nada en Radio Sociedade.
Doña Flor no se enteró de los sucesos posteriores. Esos días estuvo muy ocupada y no pudo prestarle a Marilda la debida atención. Por lo tanto, sólo después del drama supo del éxito de la adolescente en su prueba ante el micrófono. Mario Augusto se quedó embobado con la voz y (más todavía) con la belleza de la joven, y se decidió a contratarla para un programa de categoría, en buen horario, los sábados a la noche. El cachet era bajo, pero ¿qué más podía esperar una principiante? Con el borrador del contrato en la cartera, Marilda fue corriendo a su casa, embargada por la emoción.
Doña María del Carmen rompió el papelucho: «Yo te eduqué para que fueras una mujer honesta, para que te casaras. Mientras yo esté viva…»
– Pero, mamá, usted me prometió… – Marilda recordaba la promesa hecha por la viuda el día en que la vio cantar en un programa de aficionados – . Usted me dijo que cuando yo tuviera dieciocho años…
– Todavía no los cumpliste…
– Faltan sólo tres meses…
– No te dejaré nunca, mientras vivas bajo este techo. Nunca.
– ¿Bajo su techo? Pues ya verá.
– ¿Ver qué? Vamos, dime.
– Nada.
Y se fue en busca de doña Flor, cálido pecho amigo, en busca de consejo y consuelo. Pero la vecina había salido al terminar la clase de la tarde y Marilda estaba apurada, pues estaba llegando la noche y la tiranía materna se le hacía ya insoportable. Y se escapó de la casa. Reunió algunos trapitos, unos pares de zapatos, la colección de la Revista de Modinhas, los retratos de Francisco Alves y Silvio Caldas, lo puso todo en una valija y se fue a tomar el tranvía aprovechando que la madre estaba en el baño. Fue directamente a Radio Amaralina. Cuando Mario Augusto se enteró que había abandonado a la familia y la vio llorando, sabiendo que era menor de edad, pensó en su responsabilidad y se alarmó, y ni siquiera le permitió seguir en el edificio de la emisora: que se marchara cuanto antes, no deseaba dolores de cabeza. Salió Marilda calle adelante y anduvo vagando en busca de Oswaldinho. Fue de una dirección a otra, de Radio Sociedade al escritorio de una firma comercial en donde él tenía cita con unos patrocinadores, los poderosos Magalháes. ¿Oswaldinho? ¿El de la radio? Ya se había retirado, probablemente se dirigió a los estudios. ¿Sabía la dirección? Allá se fue nuevamente a Radio Sociedade, en la calle Carlos Gómez. Subió en el Elevador La Cerda, caminó por la calle Chile, y, atravesando la plaza Castro Alves, se detuvo por fin, transpirada y mareada, ante la puerta de la radio. Oswaldinho no estaba, pero el portero la dejó esperar allí y hasta le ofreció una silla. Cansada y con cierto miedo, pero todavía llena de rabia y dispuesta a todo, permaneció allí horas sin moverse, viendo pasar ante ella artistas conocidos y cantores famosos, entre ellos Silvinho Lamenha, con una flor en el ojal y un inmenso anillo en el dedo chico. Algunos la miraban, ¿quién sería esa chica tan linda? El portero, de cuando en cuando, le sonreía (quizá con el propósito de confortarla, condolido por su tristeza y su juventud):
– Todavía no llegó, pero no puede tardar. Ya es su hora de llegar…
Alrededor de las ocho, ya de noche, sintiendo que le ardían los ojos y muy asustada, le preguntó al portero dónde se podría tomar un café y comer un sandwich. Que entrase al bufet de la misma radio. Allí, viendo y oyendo a los cantores y a las actrices, sus ídolos, recobró fuerzas, decidiéndose a esperar toda la vida si era necesario para cumplir su destino de estrella. De nuevo en la portería, reflexionó: «a estas horas mamá, la pobre, ya debe estar muriéndose de preocupación», mezclando en su pensamiento la rabia y la intrepidez con los remordimientos. Poco después el portero de la tarde se despidió y el sustituto le dijo a Marilda que no creía que Oswaldinho volviera:
– ¿A esta hora? Ya no viene…
Eran casi las nueve y media, y cuando ya a duras penas podía contener el llanto, llegó un sujeto desdentado que se apoyó en el mostrador de la portería y, después de mirarla con insistencia, se puso a conversar y a reír con el portero, contándole anécdotas de juego ocurridas allí cerca, en el Tabaris. De pronto Marilda oyó que el sujeto mencionaba a Oswaldinho y supo que su amigo estaba jugando desde las últimas horas de la tarde en la ruleta. Muy contento según decía el desdentado.
– ¿Tabaris? ¿Dónde queda eso?
El tipo se rió mientras la escudriñaba golosamente, con descaro:
– Aquí cerquita… Si quiere la acompaño…
Estaba dispuesto a acompañarla, muerto de curiosidad por presenciar el escándalo, por darse el gusto de ser testigo de las lágrimas y las recriminaciones que imaginaba, pues Oswaldinho era la perdición de las muchachas.
Cruzaron la plaza mientras el desdentado le iba dando conversación, procurando saber si Marilda era la esposa, la novia o una enamorada… A la puerta del cabaret tropezaron con Mirandao, que se retiraba camino del Pálace. Al pasar miró a Marilda de reojo y siguió andando. Pero súbitamente la identificó y se dio vuelta con rapidez:
– ¡Marilda! ¿Qué diablos estás haciendo aquí…?
– ¡Ah!, señor Mirandao. ¿Cómo está usted? Mirandao conocía de sobra al desdentado:
– Aliento- de- Onza, ¿qué estás haciendo con esta muchacha?
– ¿Yo? Nada… Ella me pidió… – ¿Que la trajeras aquí? Mentira… – respondió, con ira, Mi-
Marilda intercedió, disculpando al otro: sí, ella se lo pidió.
– ¿Que te trajera aquí, al Tabaris? ¿Y para qué? Dime.
Ella le contó todo, finalmente, y él la llevó de vuelta a su casa, que no quedaba tan lejos. Doña María del Carmen estaba como loca, dando alaridos, deshecha en llanto, tirada en la cama, clamando por la hija. Y a su lado, doña Flor, el doctor Teodoro, doña Amelia. A su vez doña Norma había asumido el comando del grupo de exploración y salvamento, asistida por doña Gisa. Habían arrancado a Zé Sampaio de la cama (rabioso) y partieron rumbo a la Asistencia Pública, la Policía, la Morgue. Al ver a la hija, doña María del Carmen se echó en sus brazos, acariciándola, en medio de un llanto convulsivo. Lloraban las dos, dándose besos y haciéndose mutuos pedidos de perdón. Furioso, el doctor Teodoro se retiró casi con brusquedad, pues, aun contrariando a doña Flor, estuvo de acuerdo con doña María del Carmen en su primera e implacable resolución de darle a la
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