Doña flor y sus dos maridos, de Jorge Amado (página 16)
Enviado por Ing+Licdo:Yunior Andrés Castillo S.
¿Por qué no aprovechas, doña Flor? Es tu última ocasión, tu oportunidad final para salvar la honra, la decencia, el recato, la virtud, las leyes morales de tu calle, de tu gente, de tu clase. Todavía te queda esa salida: el ebó encargado por Dionisia y realizado por Didí, el asobá. Por mucho que nos cueste confiar en hechizos y orixás engatusadores del pueblo, ¿qué otro modo hay para salvar la moral en peligro, la virtud y los preceptos de la sociedad, de la civilización, en fin? Lo importante, doña Flor, es rescatarte ante Dios y tu conciencia, oveja de regreso al redil, purificada. Ante los hombres no es necesario, pues ellos (felizmente) ignoran tu mal paso.
Si ahora dejas partir a Vadinho, será fácil olvidar esas pocas noches de desvergüenza, la loca cabalgata, los ayes de amor. Todo eso puede haber sido únicamente un sueño, un delirio
febril, una alucinación o tan sólo unos simples y locos pensamientos surgidos en momentos insustanciales de una vida decente y feliz en su totalidad. Nada tendrás que pagar, no tendrás remordimientos, vivirás en paz con tu esposo y con tu conciencia. Doña Flor, ésta es tu última oportunidad de ser virtuosa, de volver a ser un pilar de la moral, de las buenas costumbres. Deja que Vadinho regrese a la paz de su muerte, ¿eres o no una mujer honesta?
¿Dónde vas, doña Flor, y con qué fuerzas? ¿Para qué libertarlo del no ser?
No podía vivir sin amor, sin su amor. Mejor es morir con él. Si no lo tuviera a mi lado tendría que salir desesperada a buscarlo en cuanto hombre pasara frente a mí; a buscar su gusto en cada boca, echándome a correr por las calles ululando como una loba hambrienta. Él es mi virtud.
28
En la guerra de los santos la ciudad se elevó por los aires, y los relojes señalaron a la vez el mediodía y la medianoche: todos los orixás se habían unido para enterrar a Vadinho, egun rebelde, y su vínculo de amor. Sólo Exu estaba a su lado. El rayo, el trueno, la tempestad, acero contra acero y una cantidad de sangre de todos los diablos. El encuentro sucedió en la encrucijada del último camino, en los límites de la nada.
En la cresta del océano, Yemanjá, toda vestida de azul, larga cabellera de espuma y cangrejos. En la cola de plata tenía tres sexos, uno blanco de algas, otro verde de limo, el tercero de polvos negros. Con su abanico de metal, el abebé esparcía vientos de muerte. Comandaba una flota de cascos de navío y un ejército de peces la saludaba en su mudo idioma, iodóia!
Las selvas se inclinaron ante Oxóssi, el cazador, el rey de Ketu. En esa guerra él montó tres cabalgaduras. En la arremetida de la mañana, un jabalí; el caballo blanco en el arco del menguante, y por la madrugada su caballo fue Dionisia, la más bella de sus hijas, la predilecta. Por donde él pasaba con el ofá y el erukeré, en guerra sin cuartel, morían los animales y todo cuanto existía. Oxumaré, cobra inmensa, venía en los colores del arco iris, a un tiempo macho y hembra. Cubierto de serpientes – la cascabel y la yarará, la coral y la víbora- , y seguido por cinco batallones de hermafroditas. Empujaron a Vadinho por una punta del arco iris; cuando entró era un macho desafiante, cuando salió era una mañosa adolescente, una doncella derretida. Exu, con su tridente, deshizo el arco iris. Oxumaré metió el rabo por la boca, anillo y enigma. Ogun batió el hierro y templó el acero de las espadas. Euá con sus fuentes, Naná con su vejez. Rey de la guerra, Xangó, rodeado de obás y de ogans, del esplendor de su corte, arrojaba rayos y centellas. A su lado, Oxun, muy zalamera, deshaciéndose en arrumacos. Omolu, con su terrible ejército, comandaba la viruela negra y la lepra milenaria, el esputo putrefacto y el pus, las enfermedades todas. Vadinho, tísico y pestilente, ciego y sordo. Exu, curandero de tribus africanas, masticó las enfermedades, una a una.
Empuñando el paxoró de plata, lanza invencible, Oxalá era dos a la vez: el joven Oxoguiá y el viejo Oxolufá. Ante su paso de danza todos se inclinaban. Lo precedía Yansá, la que gobierna a los muertos, madre de la guerra. Su grito enmudeció a la gente, y se hundió como un puñal en el corazón visible de Vadinho.
Venían juntos en formación cerrada, con sus armas, sus herramientas, su ley antigua. Viendo que aun siendo tantos eran pocos, llamaron a los orixás de la nación gruña y a los de Angola, a los inkices congoleses y a los caboclos. Todas las naciones, de norte a sur, contra Exu y su egun. Y se aprestaron a la batalla final. Entonces, las doncellas de la ciudad se desnudaron y salieron a ofrecerse por las calles y plazas. Y de inmediato nacían los hijos, a millares. Todos iguales, pues eran todos hijos de Vadinho, todos ellos zurdos y de pelo ensortijado. Por el mar navegaban casas y caseríos, el farol de la Barra y el solar del Unháo; el Fuerte del Mar se trasladó al Terreiro de Jesús, y brotaban peces en los jardines, y maduraban estrellas en los árboles. El reloj del Palacio marcó la hora del espanto, en un cielo carmesí con manchas amarillas. Vióse entonces nacer una aurora de cometas sobre los prostíbulos y cada mujer de la vida tuvo marido e hijos. La luna cayó en Itaparica, sobre los mangos; los enamorados la recogieron y en su espejo se reflejaban el beso y el desmayo. De un lado la ley, los ejércitos del prejuicio y del atraso, bajo el comando de doña Dinorá y de Pelancchi Moulas. De otro lado, el amor y la poesía, la osadía de Cardoso y S.a, teniente coronel del ensueño, riéndose entre los senos de Zulmira. Venía la gente corriendo por las laderas, con hachas encendidas y una agenda de huelgas y revueltas. Al llegar a la plaza quemó a la dictadura como un papel sucio y encendió la libertad en cada esquina.
Fue jefe de la rebelión el Can, y a las veintidós horas y treinta y seis minutos derribaron el orden y la tradición feudal. De la moral vigente quedaron sólo los restos, que fueron de inmediato guardados en el museo.
Pero el grito de Yansá mantuvo a los hombres en el temor de la muerte. De Vadinho, sin manos, sin pies, sin estructura, quedaba muy poco: una humareda sucia, cenizas esparcidas, el corazón roto en la batalla. Era el fin de Vadinho y de su vínculo de deseo. ¿En dónde se vio que un finado exista de nuevo, yogando en cama de hierro? ¿En dónde?
Pero la suerte de la batalla se dio vuelta cuando a Exu no le quedaban ya fuerzas y estaba cercado por los siete costados, sin salida, cuando el egun ya estaba, en su cajón barato, en su sepultura arrasada, y ya podía decírsele: adiós, Vadinho, adiós, hasta nunca.
Fue entonces cuando atravesó los aires una figura que penetró en los más cerrados caminos y venció a la distancia y a la hipocresía, con su pensamiento libre de cualquier traba: era doña Flor, desnuda, en pelo. Su gemido de amor cubrió el grito de muerte de Yansá. A última hora, cuando Exu ya rodaba por el monte y un poeta comenzaba a escribir el epitafio de Vadinho.
Fue entonces cuando una hoguera se encendió en la tierra y la gente quemó el tiempo de la mentira.
29
En la mañana clara y leve de un domingo los habitúes del bar de Méndez, en Cabeca, vieron pasar a doña Flor, muy elegante, del brazo de su marido, el doctor Teodoro. La pareja iba a Río Vermelho, en donde la tía Lita y el tío Porto los esperaban a almorzar. Animada la cara, pero baja la mirada, discreta y seria como corresponde a una mujer casada y decente, doña Flor respondía a los buenos días respetuosos.
– Nunca creí que ese doctor Jarabe fuera capaz de tanto. No lo parece y sin embargo vea…
– ¿No parece qué? Es farmacéutico, pero es mejor que muchos médicos… – le interrumpió el santero Alfredo.
– Fíjense en ella… ¡Qué hermosura, qué belleza de mujer! Una pera de agua…, y se ve que está satisfecha, que no le falta nada en la mesa ni en la cama. Hasta parece una mujer que tuviese un nuevo amante, poniéndole los cuernos al marido…
– ¡No diga eso! – protestó Moysés Alves, el perdulario del cacao- . Si hay una mujer decente en Bahía, es doña Flor.
– Estoy de acuerdo, ¿quién no sabe que es honesta? Lo que quiero decir es que ese doctor con cara de bobo es un tipo que se las trae. Me quito el sombrero ante él, nunca pensé que fuera capaz de dar cuenta del recado. Para un pedazo de mujer como ésa, tan cachonda, se necesita ser muy competente.
Y con los ojos encendidos concluyó:
– Miren cómo se menea. La cara seria, pero las caderas – ¡miren ahora!- de lo más sueltas, hasta parece que alguien se las está palpando… Un felizote, ese doctor…
Del brazo del marido, sonreía mansamente doña Flor: ¡ah!, esa manía de Vadinho, de ir por la calle tocándole los pechos y los cuadriles, revoloteando en torno a ella como si fuese la brisa de la mañana. De esta limpia mañana de domingo, en la que doña Flor va de paseo, feliz de la vida, satisfecha con sus dos amores.
Y aquí se da por terminada la historia de doña Flor y sus dos maridos, narrada en todos sus pormenores y con todos sus misterios, clara y oscura como la vida. Todo esto sucedió realmente, créalo quien quisiere. Pasó en Bahía, donde estas y otras cosas mágicas suceden sin que nadie se asombre. Si lo dudan, pregúntenle a Cardoso y S.a y él les dirá si es o no verdad. Pueden encontrarlo en el planeta Marte o en cualquier esquina pobre de la ciudad.
Salvador, abril de 1966.
FIN
DOÑA FLOR Y SUS DOS MARIDOS, AUTOR: JORGE AMADO
Jorge Amado nació en Itabuna, en el estado brasileño de Bahía, en 1912. Interesado por la literatura desde la adolescencia, a los dieciocho años comenzó a escribir su primera novela, País del carnaval, publicada en 1932. en su vasta producción narrativa, considerada una de las más destacadas de las letras brasileñas del siglo XX, destacan las novelas Cacao, Capitanes de Arena, Tierras del sinfín, Gabriela, clavo y canela, Los viejos marineros, La muerte y la muerte de Quincas Berro Dagua, Tienda de los milagros, Tereza Batista cansada de guerra y Tieta de Agreste. Alguna de ellas han sido llevadas al cine y a la televisión.
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Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.
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Santiago de los Caballeros,
República Dominicana,
2015.
"DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH – POR SIEMPRE"®
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