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Doña flor y sus dos maridos, de Jorge Amado (página 12)


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fugitiva una paliza de esas que levantan roncha. En cambio, doña Flor intentó convencerla, ganarla para la causa de Marilda; ella también había toma esa medicina cuando era jovencita, y de nada le sirvió el tratamiento. ¿Por qué se obstinaba doña María del Carmen en contrariar la vocación de su hija?

«¡Qué vocación ni qué vocación!», exclamaba el doctor Teodoro, poniéndose de parte de la viuda; la chica lo que necesitaba era una lección que le devolviese el juicio y enseñara a obedecer. El marido y la mujer casi llegaron a exaltarse por su mutua intransigencia: doña Flor en defensa de Marilda, ¡pobrecita!, y el doctor Teodoro en defensa de los principios, de los deberes de los hijos para con los padres – causa sagrada- , pero no prosiguieron la discusión, pues el doctor no tardó en controlarse y decir:

– Querida, tú tienes tu opinión sobre el asunto aunque yo no comulgue con ella. Yo tengo la mía, fui educado así y es la que me cuadra; sigamos cada uno con nuestra opinión. Pero no debemos discutir por eso, pues no tenemos hijos. «Y no los tendremos», hubiera podido agregar, ya que siendo todavía novios doña Flor le confesó su condición de mujer estéril.

No quedó entre ellos el menor rastro de acritud, inclinándose ambos ante el dolor de la viuda, que quería morirse si la hija no llegaba pronto.

Llegó Marilda y ocurrió lo que ya se dijo. El doctor Teodoro, vencido, se retiró. También se fueron Mirandao, doña Amelia y doña Emina, quedándose doña Flor, en compañía de la madre y de la hija, y resolviéndose el caso de una vez por todas: Marilda conquistó su derecho al micrófono. Doña Flor se quedó apenas un minuto en el cuarto, lo suficiente para garantizar el acuerdo y la bendición materna a los proyectos de la futura estrella, y después fue a encontrarse en la sala de recibo con su compadre Mirandao.

– Compadre, ¿por qué desapareció? Nunca más se le volvió a ver por aquí. Ni a usted, ni a la comadre con el chico. ¿Qué le hice yo para ofenderlo tanto? Quiero preguntárselo incluso antes de agradecerle el favor que les hizo a María del Carmen y a Marilda. ¿Por qué está enojado conmigo?

– No estoy enojado, ¿por qué había de estarlo, comadre? Si no vine es porque estuve en ocupaciones…

– ¿Sólo por eso, por sus ocupaciones? Discúlpeme, compadre, pero no le creo.

Mirandao contempló la noche transparente, el cielo lejano:

– La comadre sabe: entre marido y mujer nadie debe meterse; hasta una sombra, hasta un recuerdo puede ser malo. Yo sé que mi comadre vive contenta, que todo marcha bien. Eso es lo único que deseo. Bien merece todo eso y mucho más. No porque yo no aparezca por aquí será menor nuestra amistad.

Tenía razón, y doña Flor, sonriéndose, se acercó al compadre:

– Hay una cosa que deseo pedirle…

– Mande, no pida, comadre…

– Pronto será el día del carurú de Cosme y Damián, fecha de aquella promesa…

– Yo también me acordé y todavía el otro día le preguntaba a la patrona: «¿Habrá este año carurú en casa de la comadre?»

– ¿Qué opina usted, compadre? ¿Qué piensa?

– Pues le diré, comadre, que nadie puede andar por dos caminos al mismo tiempo, uno de ida y otro de vuelta. La obligación no era suya, sino del compadre, y quedó enterrada con él; los ibejes se darán por satisfechos…

Luego hizo una pausa y prosiguió:

– Si usted opina lo mismo, comadre, entonces quédese tranquila que no está obrando mal con los santos ni dejando de cumplir el precepto…

Doña Flor lo escuchaba pensativa, absorta como si estuviera sopesando elementos vivos:

– Tiene razón, compadre, pero no es únicamente con los santos con quien una tiene cuentas que arreglar. Yo estoy resuelta a mantener la obligación – su compadre miraba con mucha seriedad el mandato, hay cosas que la gente no puede borrar.

– ¿Y entonces, comadre?

– Pues pensé que podría hacer el carurú en la casa del compadre. Yo iría allá ese día a ver al chico, llevo lo que sea necesario, hago el carurú y comemos. Invito a doña Norma y a nadie más.

– Pues que sea así, comadre, como usted quiera. La casa es suya, ordene. Si yo estuviera seguro de tener dinero para esa fecha, le diría que no llevase ningún condimento. Pero ¿quién puede adivinar qué noche se gana y qué noche se pierde? Si lo supiera, estaría rico. Lleve entonces su cesta, es más seguro.

Ya serenado, apareció el doctor Teodoro. Conocía a Mirandáo de nombre y tenía noticias de su fama y de sus hechos. Se saludaron cortésmente.

– Es mi compadre, Teodoro, un buen amigo.

– Tiene que venir más a menudo…

Pero las palabras del doctor no eran una invitación, no pasaban de ser una frase amable: si llegaba de visita, paciencia. Y Mirandáo regresó de nuevo a su vida airada mientras Manida concertaba con la padre la visita de Mario Augusto, al día siguiente, para discutir juntos las condiciones del contrato y la fecha de la presentación.

– Vamos, querida mía… – dijo el farmacéutico.

Se había hecho tarde, no obstante lo cual, para olvidarse de tantas emociones y disgustos, el doctor Teodoro fue a buscar el fagot y la partitura. Doña Flor tomó asiento en una silla y se dedicó a arreglar los puños y cuellos de las camisas del doctor, que todos los días mudaba su ropa blanca.

En la sala quieta y tibia el doctor Teodoro ensayaba el solo de la romanza compuesta en homenaje a doña Flor. Inclinada sobre la costura ella escuchaba, un tanto distraída, intentando poner en orden sus confusos pensamientos. Estaba abstraída, con la mente lejos de allí, en otra música.

Procurando dominar en el instrumento las notas en fuga, captar el sonido más puro y ardiente, vencer las escalas de la difícil melodía, ya totalmente calmado, el doctor Teodoro sonríe: finalmente, ¿qué le importaba la forma, correcta o equivocada, en que doña María del Carmen educase a su desobediente hija? Él no era el látigo del mundo y sería idiota enojarse con su mujercita, tan hermosa y buena, por locas razones ajenas. Entonces vuela el acorde justo, late en el aire, solo, armonioso y puro.

Mas doña Flor venía de otra música, no de las altas notas clásicas de Bach y Beethoven, de las sinfonías y sonatas, como doña Gisa, en la refinada media luz del alemán. Ella venía de las melodías populares, de las guitarras de las serenatas, de los guitarrillos bohemios, de las gaitas de risa cristalina. Ahora debía habituarse a la orquesta de aficionados, a la grave melodía de los oboes, de las trompetas, los violoncelos y los conspicuos acordes del fagot. Debía apartar de la memoria esa otra música que distraía su atención, que la hacía perderse en oscuros caminos, en el misterio de las encrucijadas. En los ensayos del fagot, en las escalas de la orquesta, debía sepultar los recuerdos de las melodías muertas, de un tiempo ya extinguido, de lo que había sido y ya no era. Sobre las camisas del doctor vibraba el son del fagot.

7

Asuntos con mujeres, solamente dos. Por lo menos ésos son los que llegaron a oídos de doña Flor. Pero ella ponía las manos en el fuego por su marido, no creía en la existencia de otro asunto de faldas en la vida del doctor. Y uno de esos dos, por lo demás, el referido a Mirles Rocha de Araújo, no llegó a nada. No pasó de ser un equívoco y una decepción. Una decepción muy efímera, pues la atrevida no era de las que pierden el tiempo en lamentaciones. Se sacudió los hombros y siguió adelante.

Casada con un funcionario de banco al que trasladaban a Bahía, con más sueldo y mejor cargo, Mirtes se lamentó a sus amigas íntimas, se sentía desdichada – dijo- por ese exilio a una ciudad carente de atracciones masculinas y sin la libertad de Río de Janeiro, en donde conquistara cierta reputación en el ejercicio del adulterio. Sin nada en qué ocupar sus horas libres, sin hijos ni quehaceres, dedicaba su tiempo y su natural predisposición a tan agradable diversión. Eran tardes placenteras, en compañía de benévolos muchachos, muy capaces y de cautivante físico, sin correr peligro alguno, todo dentro de la más amable discreción.

En cambio en Bahía, ¿en dónde encontrar la misma cualidad masculina de un Serginho, por ejemplo, «un sueño», y la confortable seguridad del rendez- vous de doña Fausta?

Una de las amigas, Inés Vasques dos Santos, bahiana orgullosa del progreso de su tierra, se sintió ofendida ante tanto desprecio, viendo su ciudad relegada a la condición de lugarejo en que ni siquiera había alguien con quien traicionar al marido ni en dónde hacerlo con seguridad. ¿Por qué insultaba Mirtes a Bahía sin conocerla? Después de todo, Salvador no era una minúscula aldea, ni estaba tan atrasada…

En ella inicia Inés su siembra de cuernos y podía afirmar, con pleno conocimiento de causa, que existían condiciones propicias para el ejercicio de la buena labranza, con garantía segura de cosecha abundante. Discretísimas casas de citas, bungalows ocultos entre los cocoteros, en las playas salvajes, y la brisa del mar…, ¡una divinidad! En cuanto a muchachos…, ¡había cada uno!

La mirada perdida, mordiéndose los labios con sus pequeños dientes, Inés Vasques dos Santos se sumía en los recuerdos…, ¡cuánta nostalgia! Sobre todo recordaba cierto granuja petulante, un perdido, un jugador; pero ¡qué espectáculo a la hora del combate, qué andante caballero! Inés, corazón voluble pero eficiente, había conocido, en desnuda intimidad, muchachos a granel. «Pues te digo, chiquita, que no encontré hasta hoy ninguno igual a él; todavía conservo el gusto de su piel y aún siento detrás de la oreja la punta de su lengua y oigo su risa al recibir mi dinero.»

– ¿Recibir dinero?

Mirtes siempre quiso conocer a un gigoló. Inés, magnánima, le dio las informaciones del caso y la dirección: Escuela de Cocina: Sabor y Arte, entre Cabeca y el Largo Dois de Julho. La profesora, su mujer, no era fea, era una buena moza, con sus cabellos lisos y su color de cobre. Todo lo que tenía que hacer Mirtes era entrar como alumna – las clases, además, ayudaban a matar el tiempo- , y el rijoso no tardaría en echarle el ojo, la mano y, ¡ay!, su canto de sirena.

Y que no se olvidara después de escribirle, contándole y agradeciéndole. Inés no tenía dudas sobre las deleitosas consecuencias del connubio, por lo demás útil a todas las partes, incluso al marido, que no dejaría de recibir su premio: con su diploma de doctora en culinaria, Mirtes estaría capacitada para servirle los más sabrosos manjares bahianos. La profesora era de primera, una maestra en su arte, tenía manos de hada.

Doña Flor no sospechó nunca, ni antes ni ahora, que hubiese habido una aventura entre el finado y esa Inés, que por entonces era una flacucha enjuta, muy atenta a los condimentos. A no ser por la posterior indiscreción de la furiosa Mirtes, nunca hubiera llegado a conocer esta otra tropelía del difunto. Una más o una menos…, habían sido tantas…, y ahora doña Flor estaba casada con un hombre de otra índole, con otras normas de conducta intachable.

En cuanto a Mirtes, apenas instalada en Bahía buscó la escuela para inscribirse. Doña Flor procuró convencerla de que esperase la iniciación del nuevo curso, pues el actual iba ya por el carurú, habiéndose dado el efó y el vatapá, para no hablar de algunos postres como el dulce de coco, el beiju y la ambrosía.

Pero Mirtes estaba apurada, le era imposible esperar. Inventó un próximo regreso a Río, iba a estar poco tiempo en Salvador y no tendría otra oportunidad para aprender por lo menos algunos platos, su marido se volvía loco por la comida de dendé. Y la boba de doña Flor hasta le prometió enseñarle en los descansos, por lo menos el vatapá, el xinxim y el apelé.

No llegó a enseñarle ni eso ni otros manjares, tan breve fue el paso de Mirtes por la escuela. No habiendo visto al marido de la profesora durante los primeros días, al tercero preguntó por él a una condiscípula, quien le dijo que era difícil ver al doctor en las horas de clase, pues debía atender la farmacia en el mismo horario. «¿Doctor? ¿En la farmacia?» No sabía que era farmacéutico, la loca de Inés sólo le habló de las cualidades deportivas del bahiano, nada le dijo acerca de su trabajo fuera de la cama. Incluso se había hecho ilusiones: por fin iba a conocer a un verdadero gigoló.

Por casualidad, ese mismo día el doctor Teodoro necesitó un documento y fue a la casa a buscarlo. Pidiendo miles de disculpas, muy solemne y atropellado, pasó entre las alumnas.

– ¿Quién es? – preguntó Mirtes.

– El doctor Teodoro, el marido. Yo diciéndole lo difícil que era verlo aparecer… ¿y quién llega?.. Él en persona

– ¿El marido de ella? ¿De la profesora? ¿Ése?

– ¿Y de quién si no…?

Todavía disculpándose, con el papel buscado en la mano, el importuno salió hacia la Droguería. Mirtes meneó la cabeza, con sus cabellos sueltos «rubio- platino» (a la última moda): o Inés estaba loca de atar o algo había pasado. Seguramente la profesora se cansó de las trapisondas del gigoló y le dio el pasaporte, o era él quien se había ido con otra. Fuera como fuese, doña Flor cambió sus preferencias por el tipo opuesto, el del hombre serio y respetable, en opinión de Mirtes un sujeto inútil e imposible, un individuo que daba vómitos; el calzonazos ni se fijó en el fulgor de sus cabellos, pasó a su lado sin mirarla siquiera. Claro que mejor así… El idiota no le servía ni para marido, era capaz de ser un cornudo sin clase, sin fair play, de esos que vengan la honra a tiros y cuchilladas, obsoletos y melodramáticos.

No volvió más a la escuela ni creyó necesario darle explicaciones a la profesora. Además ella era de las que pican, de las de poco comer (para mantenerse delgada, en forma, en su tipo de Vamp) Poco después, le bastó mover un dedo para enterarse de la muerte del fogoso garañón de Inés y del nuevo casamiento de la viuda con ese tipo cegato. Ciego, sí señora, y de la peor ceguera, la del que cierra los ojos a la vida, incapaz de distinguir la luz del sol y unos cabellos color plata.

Doña Flor vino a saber los detalles de aquella farsa por su amiga Enaide, a su vez amiga de Inés Vasques dos Santos desde los tiempos de estudiante, y, por ese motivo, confidente de los equívocos bahianos de Mirtes Rocha de Araújo, la cual resumía su decepción en una frase casi literaria:

– Es mi aventura con un difunto…, algo que me faltaba en la lista.

Frase que al mismo tiempo era una queja: para conocer al doctor Teodoro, «¡esa insipidez de hombre, ese pasmado!», tuvo que quemarse los dedos en el horno de doña Flor, aprendiendo a cocinar la fritada de aratu. ¡Qué ridiculez!

Pero para doña Magnolia, siempre ventaneando en su ventana, ¡oh, qué ventanera más intrépida!, el hecho de ser serio y responsable no le restaba interés al doctor, dándole incluso cierto sabor picante, cierto no sé qué. En su siembra de cuernos, siendo una labradora tan eficiente como la pedante carioca, la putuela del policía secreto había aprendido a variar sus enamoramientos – cambiando de color, de aspecto, de edad- , por asco a la monotonía. Mientras Mirtes, secretaria, sólo pensaba en jóvenes sin juicio, Magnolia, la antidogmática, no se limitaba a una fórmula, a un molde. Hoy un moreno, mañana un rubio, después uno oscurito y tras un inquieto adolescente un cincuentón ceniciento. ¿A qué repetir platos que tenían el mismo condimento, por qué atenerse a una sola receta? Doña Magnolia era ecléctica.

Por lo menos cuatro veces al día, al ir y venir de la casa a la farmacia y viceversa, el «soberbio cuarentón» (según la bola de cristal de doña Dinorá) pasaba ante su ventana, en la que doña Magnolia, en descotado batón, apoyaba sus senos insolentes, que mostraba en todo su tamaño y redondez. Los muchachos del Instituto Ipiranga, situado en una calle próxima, habían cambiado sus itinerarios para desfilar, unánime y reverentemente, junto a la ventana donde crecían aquellos senos capaces de amamantarlos a todos juntos. Doña Magnolia se enternecía: tan lindos, con sus uniformes de colegiales, los más chicos alzándose en puntas de pie para alcanzar la alegría de ver, el sueño de palpar. «Deja que sufran para que aprendan», reflexionaba, pedagógica, doña Magnolia, acomodándose para exhibir todavía más los senos y el busto (que lo demás, desdichadamente, no estaba permitido mostrarlo en la ventana).

Los chicos del colegio sufrían, gemían los artesanos de las cercanías, los repartidores que transportaban compras, los jóvenes como Roque, el de las molduras y los viejos como Alfredo, a vueltas con sus santos. Venían de lejos, de Sé, de Jiquitáia, de Itapagipe, de Tororó, de Matatu, en peregrinación, sólo para ver aquellas mentadas maravillas. A las tres en punto de la tarde, bajo el sol, el pordiosero atravesaba la calle:

– Una limosna para un pobre ciego de los dos ojos…

La mejor limosna era la divina visión de la ventana: incluso corriendo el peligro de ser desenmascarado, se sacaba los anteojos negros, y, con los ojos como dos tentáculos, se regalaba con aquellos dones de Dios, propiedad del policía. Aunque el policía lo persiguiera y lo metiese en el calabozo, acusado de impostor, de falso mendigo, aun así, se daría el cieguito por recompensado.

Sólo el doctor Teodoro, encorbatado, con su pomposo traje blanco, pasaba sin siquiera alzar los ojos al cielo que se exponía en la ventana. Inclinando la cabeza, cumpliendo con las buenas maneras, alzaba el sombrero para dar los buenos días o las buenas tardes, indiferente al plantío de senos que doña Magnolia rodeaba de encajes para obtener mayor efecto, para sacudir a aquel hombre de mármol, para destruir aquella insultante fidelidad. Sólo él, el morenazo, el guapetón, seguramente un pé- de- mesa, sólo él pasaba sin mostrar señales del impacto, de la alegría, del éxtasis: sin ver, sin mirar siquiera aquel mar de senos. ¡Ah!, era demasiado, un ultraje intolerable, un insoportable desafío.

«Monógamo», sentenciaba doña Dinorá, conocedora de todos los detalles de la vida del doctor. Ése no era de los que traicionaban a la mujer; ni siquiera lo había hecho con Tavinha Manemoléncia, mujer pública aunque de clientela limitada. Sin embargo, doña Magnolia tenía confianza en sus encantos: «Mi querida cartomántica, tome nota, escriba lo que le digo: no hay hombres monógamos, nosotras lo sabemos, usted y yo. Mire bien en la bola de cristal, que si es de fiar le mostrará al doctor en la cama de un hotelito – el de Sobrinha, para mayor exactitud- , teniendo a su lado, muy pimpante, a ésta su servidora, Magnolia Fátima das Neves.»

¿Que el doctor no se conmovía ante los desmayados ojos de la vecina, ante la voz insinuante con que respondía sus saludos, con los senos plantados en la ventana, creciendo a la sombra y al sol con el deseo de los chiquillos y con el gemir de los viejos? Doña Magnolia se reía de eso, ella tenía otras armas y las iba a usar, pasando de inmediato a la ofensiva.

Así, cierta tarde de bochorno, con un tiempo pesado, que pedía brisa y cafuné, caricias de cama y canciones de cuna, doña Magnolia traspuso los umbrales de la farmacia llevando en la mano una caja de inyecciones, para tentar de nuevo a San Antonio. Con ropas de verano – un vestido de tela ligera- , iba mostrando al pasar todas sus riquezas, en un verdadero derroche.

– ¿Me puede poner una inyección, doctor?

El doctor Teodoro estaba pesando nitratos en el laboratorio; la bata almidonada le hacía aún más alto, dándole cierta dignidad científica. Sonriéndole, ella le tendió la caja de inyecciones. Él la tomó, depositándola sobre la mesa, y diciendo:

– Un momento…

Doña Magnolia permaneció de pie, contemplándolo. Cada vez le gustaba más. Un tipazo, en la edad mejor, la de la fuerza y la valentía. Suspiró, y él, dejando los polvos y la fórmula, alzó los ojos hacia la ventana.

– ¿Algún dolor?

– ¡Ay, doctor…! – y sonrió como queriendo darle a entender que sufría de angustias y que él era el causante.

– ¿Inyección? – preguntó, examinando la ampolla- . Hum… Complejo vitamínico… Para mantener el equilibrio… Estos remedios nuevos… ¿Qué equilibrio, señora mía?

Y le sonreía amablemente, como si le pareciese una pérdida de tiempo y de dinero ese tratamiento de inyecciones.

– De los nervios, doctor. Soy tan sensible, usted ni se imagina.

Tomaba él las agujas con una pinza, retirándolas del agua caliente, atento al paso del líquido a la jeringa, sereno, sin prisa, cada cosa a su vez y en su lugar. Sobre la mesa de trabajo colgaba un díptico que era una declaración de principios claramente expresada: «Un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar.» Lo leyó doña Magnolia, que sabía de una cosa y de un lugar, y observó con malicia la cara del doctor…, ¡qué hombre más seguro de sí mismo, todo un figurón!

Luego de empapar en alcohol un pedazo de algodón, suspendió en el aire la jeringa:

– Retire la manga…

Doña Magnolia aclaró, con voz mimosa, maliciosa:

– No es en el brazo, no, doctor…

Él bajó la cortina y ella se levantó la falda, mostrando ante los ojos del doctor una riqueza mucho mayor aún que la otra exhibida diariamente en la ventana. Era un culo y pico, de museo.

Ni sintió el pinchazo. El doctor Teodoro tenía la mano suave y segura. El algodón apretado contra su piel por el dedo del doctor le dio una agradable sensación de frío. Una gota de alcohol le corrió por los muslos y ella suspiró nuevamente.

Y una vez más el doctor Teodoro se equivocó al interpretar el suave gemido:

– ¿Dónde le duele?

Todavía sosteniendo el borde del vestido, ostentando las caderas que hasta entonces demostraran ser irresistibles, doña Magnolia lo miró de lleno en los ojos:

– ¿Será que no entiende, que no entiende en absoluto? Desde luego, no entendía:

– ¿Qué cosa?

Llena de rabia, soltó el borde del vestido cubriéndose las despreciadas ancas y diciendo entre dientes:

– ¿Será verdaderamente tan ciego que no puede verlo?

La boca entreabierta, la cara inmóvil, fijos los ojos, el doctor se preguntaba si no se habría vuelto loca. Doña Magnolia, ante semejante monumento de estulticia, terminó su pregunta:

– ¿O es rematadamente lelo?

– Señora mía…

Ella alargó la mano, tocó el rostro de la luminaria de la farmacología, y, con voz nuevamente desmayada y melindrosa, lo soltó todo:

– ¿No ve, tonto, que estoy perdida por usted, babosa, loquita? ¿No lo ve?

Y se le fue acercando, proponiéndose atrapar allí mismo al cauteloso, por lo menos para los preliminares; ni una criatura se engañaría al verla ofreciendo los labios, lánguida la mirada.

– ¡Apártese! – exclamó el doctor en voz baja pero con acento terminante.

– ¡Mi mulato lindo! – dijo ella arrimándose.

– ¡Salga! – El doctor rechazaba aquellos brazos ávidos, aquella boca voraz, plantado en sus principios, en sus convicciones inconmovibles- . ¡Fuera de aquí!

Majestuoso en su inflexible virtud, con la jeringa y la bata blanca, si el doctor hubiera estado sobre un pedestal sería el monumento perfecto, la fulgurante estatua de la moral victoriosa sobre el vicio. Pero el vicio, o sea, la descompuesta y humillada doña Magnolia, no contemplaba al impoluto héroe con ojos de remordimiento y contricción, sino con enojo, con ira, con furia:

– ¡Bruto! ¡Capado! ¡Me las vas a pagar! ¡Impotente! ¡Viejo cabrón! – y salió, comenzando ya a maquinar intrigas.

Pobre doña Magnolia, víctima del desprecio y de la mala suerte, realmente hundida en un mar de yeta, pues no pudieron ser más imprevistos los resultados que tuvo su intriga, haciendo fracasar sus planes de venganza. Ofendida (en su pudor, en su honra de manceba seria), se quejó enfáticamente al policía de la «persecución de ese chivo inmundo, el farmacéutico», un desvergonzado que le hacía proposiciones, insistiendo con sus piropos, invitándola a ir con él a contemplar la luna en las arenas de Abaeté. El canalla merecía que le diesen una lección, unos sopapos oportunos, tal vez una temporadita en gayola, con postre de látigo para que aprendiera a respetar a las mujeres ajenas.

Nunca había dicho nada hasta ahora para evitar el escándalo y para no causar un disgusto a su mujer, tan buenita. Pero ese día el tipo había exagerado… Cuando fue a la farmacia a ponerse una inyección, el zafado intentó ponerle la mano en los pechos y tuvo que salir corriendo… El policía oyó el relato en silencio y doña Magnolia, que lo conocía bien, notaba cómo iba creciendo la ira en el rostro de su hombre: el doctor le pagaría cara la ofensa, por lo menos una noche de calabozo. Pero esa misma tarde el policía había reñido con un colega como consecuencia de errores de cálculos en un asunto de unos mil- réis coimeados a los quinieleros. En el diálogo un tanto áspero que precedió a las bofetadas y los golpes, habiéndole el amante de doña Magnolia llamado ratero al colega, éste le hizo asombrosas revelaciones: «Prefiero ser ladrón – le respondió- a ser cornudo consentido como tú, caro amigo.» Y a continuación dio como prueba los detalles de ciertas peripecias recientes de doña Magnolia. En síntesis le informó que, sólo entre los colegas de la policía, sumaban cinco los que se relevaban en la tarea de decorar la testa del distinguido amigo. Para no hablar del inspector de Moralidad Pública. Si le pusieran una lámpara en cada guampa podría iluminar media ciudad, desde el Largo da Sé hasta Campo Grande. No sería ladrón, pero era la vergüenza de la policía. Y se fueron a los sopapos. Lavada la honra en la pelea, hizo las paces con el cofrade y escuchó de los labios de los otros informaciones tremendas; ¿oyera hablar de una tal Mesalina? No, no era de la zona, pertenecía a la Historia, y fue una tal. Pues al lado de doña Magnolia era una pura doncella…

Agobiado, avergonzado, el policía juró venganza, como si plagiara, por otra parte, la amenaza de doña Magnolia al farmacéutico:

– ¡Zorra! ¡Me las vas a pagar!

Por lo tanto, oyó con escepticismo todo aquel bla- bla sobre el boticario, y, apenas acabó doña Magnolia de mencionar sus propios senos, defendidos con tanta dignidad de las presuntas audacias del doctor, el detective le dio una bofetada y le exigió una confesión completa.

Fue una paliza dada por un perito, por alguien que obraba con experiencia y gusto. Doña Magnolia terminó contando lo que hizo y lo que no hizo, incluso casos antiguos, sin relación ninguna con el policía, y, de yapa, la verdad íntegra sobre sus relaciones con el doctor Teodoro, íntegra hasta cierto punto, pues, para restarle gravedad, no dejó de opinar sobre el doctor: impotente, con mucha pinta pero no servía para nada, pues a ella nadie le había hecho jamás la injuria de resistirse a su trasero levantado en guerra.

El alboroto ganó la calle, fue todo un jaleo. Los golpes, los gritos, las palabrotas, atrajeron hacia el frente de la casa del policía a una curiosa y excitada banda de vecinos, comadres y alumnos del instituto. Las comadres, y en general la vecindad, aplaudían la paliza, bien merecida y bien aplicada. No reprochaban más que una cosa: que hubiese tardado tanto. Los muchachos del colegio sentían cada bofetada, cada sacudón, como si fuera en carne propia, por ser aplicados sobre aquella carne tierna y mimosa, poseída por todos ellos en sus solitarios lechos de adolescentes. Hubo noches en que ella durmió, hembra ubicua, omnipotente pastora de chiquillos, maestra de amor, en más de cuarenta camas juveniles a un mismo tiempo, en un mismo sueño, en un mismo arrebol…

Pero en la casa del policía sólo entraron doña Flor y doña Norma, contentándose los demás con aplaudir o criticar, pues nadie quería reñir con el esbirro de la policía.

– Señor Tiago, ¿qué hace? ¿Quiere matar a la desdichada? Vamos, déjela… – gritó doña Norma.

– Bien merecía que yo acabase con ella, esta zorra… – respondió el deportista, dándole unos últimos golpes.

– Pobrecita… Usted es un monstruo… – dijo doña Flor, inclinándose sobre la molida víctima del destino…

– ¿Pobrecita? – el «tira» no podía aguantar tamaña injusticia- ¿Sabe lo que esta pobrecita inventó sobre su marido?

– ¿Sobre mi marido?

– Pues vino a contarme que el doctor anda tras ella y que hoy quiso poseerla en la farmacia, a la fuerza. Cuando yo la apreté confesó que todo era mentira, que había armado esa patraña para que yo riñera con él, y que fue ella quien se le echó encima, pero él la rechazó. Eso para no hablar del resto.

Y con voz dolorida preguntó:

– ¿Sabe usted cómo me llamaban?: «La vergüenza de la policía».

Esa noche, mientras se preparaban para ir al cine, doña Flor, poniéndose polvos de arroz ante el espejo, le dijo sonriendo al doctor Teodoro:

– Así que el doctor anda intentando meterle mano a las dientas que van a la farmacia a ponerse una inyección…, quiso agarrar a doña Magnolia…

Él la observó y se dio cuenta de la broma: doña Flor no hablaba en serio, considerando que todo el asunto era más bien cómico. Por más que quisiera enternecerse con la lealtad del marido, no conseguía apartar las imágenes del doctor Teodoro, jeringa en mano, y la tetuda Magnolia, la muy descocada, intentando besarlo. Ése era un marido recto, correcto de toda corrección. Pero ¿qué le iba a hacer si la historia se le antojaba divertida, más ridícula que heroica?

– Chiflada… ¿Con qué derecho se le ocurrió que yo iba a profanar mi laboratorio, abusar de una dienta?

– En este caso no era abuso, querido, ella misma se ofrecía. Él bajó la voz (nunca perdió del todo la timidez frente a su esposa en asuntos como ése):

– ¿Cómo podría yo mirar a otra mujer teniéndote a ti, querida?

Ningún homenaje podía ser más leal y correcto, y doña Flor le ofreció los labios, besándola él levemente.

– Gracias, Teodoro, yo pienso lo mismo con respecto a ti.

En la calle, en las esquinas, a la hora del aperitivo en el bar de Méndez, los hombres comentaban la zurra, sus causas y efectos. Doña Magnolia fue recogida en casa de unos parientes: la tenían en salmuera, el secretario le había hinchado la cara a golpes.

Don Vivaldo, el de la funeraria, planteó la cuestión: ¿Era o no impotente el doctor Teodoro? No sólo lo afirmó la fulana en voz alta (a los gritos), sino que además – convengámoslo- , únicamente un eunuco sería capaz de rechazar, como lo hizo él, a la tentadora Magnolia y sus opulencias. Era como para dudar de su hombría, desde luego. Moysés Alves, el hacendado del cacao, se exaltaba en defensa del boticario:

– ¿Flojo? Es una mentira de esa desvergonzada. Es que es un hombre serio, con responsabilidad… ¿Usted quería que se revolcase con la pecadora sobre los remedios?

Aun así, don Vivaldo no podía comprender:

– Desperdiciar semejante bocado… En la farmacia, o en donde fuese… Si ella se presentase allá, en «El Paraíso de la Flor», con ganas de entregárseme, allí mismo le daba, en un ataúd.

Estuvieron de acuerdo en un detalle: fuese por impotente o por austero, el doctor Teodoro se había portado mal al expulsarla sin darle una cita:

– Dios da pan a quien no tiene dientes…

Los ecos de estas discusiones, recorriendo esquinas y bares, avivadas por la cerveza y la cachaca, así como los elogios unánimes de las amigas y las vecinas, llegaron a oídos de doña Flor:

– Si todos los maridos fuesen así, valía la pena…

La calumnia contra su marido la indignaba, y le dijo a María Antonia, una ex alumna suya desparramadora de alcahueterías, que fue a visitarla y a chismear:

– Si alguien quiere saber si él es verdaderamente hombre que venga aquí, que yo le mando a él que le muestre…

– ¿Se lo mandaría de verdad? – se rió María Antonia, jaraneando, en chacota.

Doña Flor se irritó también. A pesar de lo que la irritaban los chismes, no pudo contener la risa imaginando lo grotesco de la situación.

Cierta mañana, un tiempo después, apareció Dionisia de Oxóssi con su nene – gordita la criatura- , al que traía para que lo bendijese la madrina. Últimamente venía poco, muy de cuando en cuando. Le contó el disgusto que había tenido al descubrir un asunto de faldas en la vida del marido: andando por esos caminos con su camión, parando en un sitio y en otro, se había metido con una tipa en Joazeiro. Dionisia encontró una carta de la perversa e hizo un escándalo, amenazando con dejar al traidor. Era sólo una amenaza, mi comadre, pues ¿qué hombre no tiene sus líos con mujeres, qué hombre no le pone guampas a la esposa? Pero lo sintió mucho, hasta había enflaquecido; ahora comenzaba a sentirse mejor, pues el marido no sólo cortó con la tipa, sino que ya no dormía más en Joazeiro.

Doña Flor la consolaba: ¿quién no sufre esas contrariedades? Ella, doña Flor, todavía no hace mucho, también hizo un desagradable descubrimiento que la había herido, que le causó dolor.

– ¡Cómo…! ¿También el doctor anda prevaricando? ¿Hasta él? Bien le dije que ningún hombre está libre de un tropezón con una mujer…

– ¿Quién? ¿Teodoro? No, mi disgusto fue por algo distinto. Comadre Dionisia, Teodoro es la excepción que confirma la regla… Es un hombre serio, por él pongo las manos en el fuego…

Diose cuenta de pronto doña Flor, y casi se lo había confesado a Dionisia, que, de las dos historias femeninas relacionadas con el doctor Teodoro, la única concreta, con principio y fin, y la única que la hería y le dolía profundamente, no había ocurrido con el segundo, sino con el primer esposo: ese viejo asunto, que no supo hasta ahora, entre Inés Vasques dos Santos y el difunto. Tan pronto como doña Flor se acordaba de Magnolia o de Mirtes, en seguida la flaca y la sonsa Inés se erguía ante ella, ¡perra hipócrita, buscona!

8

Los ensayos de la romanza duraron cerca de seis meses, hasta que el exigente maestro consideró que estaba en perfectas condiciones de ejecución. El maestro fue más exigente aún en aquel caso, pues era autor de la obra y ésta estaba dedicada a la gracia y a la bondad de doña Flor, siendo los Arrullos de Florípedes la niña de sus ojos.

Todos los sábados por la tarde, con sol o con lluvia, en una casa o en otra, allá se reunían ellos repitiendo acordes para el próximo concierto, que ya tenía fecha y local: dentro de una semana, en la residencia de los Taveira Pires.

Esos meses transcurrieron en la paz del Señor, sin incidentes notables y dignos de ser especialmente registrados, con excepción, tal vez, de la presentación de Marilda «en los micrófonos del pueblo, los de Radio Amaralina, la estación sanjuanina, la más joven y la más escuchada», acontecimiento que alborotó a la vecindad y causó conmoción en los alrededores. Era como si todas aquellas calles y callejuelas hicieran también su debut, a través de la moza, en los aires de la ciudad. Tal era la agitación y el nerviosismo.

Doña Norma era la capitana que comandaba la banda de la hinchada, una ruidosa delegación que se hizo presente en la emisora el día de la fiesta. En una colecta realizada entre los vecinos se había logrado juntar un paco apreciable, destinado a la compra de un recuerdo; en las manos de don Samuel das Jóias – vendía joyas y cuanta cosa hubiera en este mundo: casimires, tropicales, telas, muebles, perfumes, todo de contrabando y todo barato- se transformó en un reloj de muñeca que era un amor, moderno y original, con seis meses de garantía. «Suizo, diecisiete rubíes, una ganga», afirmaba el señor Samuel, dando la impresión de venderlo apenas para hacer un favor a su buena clienta doña Norma.

Por la noche, don Sampaio, a quien le mostraron la excepcional compra, constató que la esposa había sido estafada otra vez por el viejo chamarilero, cosa que venía sucediendo desde hacía veinte años y seguiría sucediendo hasta que uno de los dos, ella o don Samuel, estirara la pata:

– Y si fuera ella quien muriese primero, el viejo Samuel es capaz de venderle, cuando esté en la agonía, una extremaunción de contrabando…

Ni era suizo ni estaba tan abarrotado de rubíes: fabricado en San Pablo, mas no por eso era un reloj malo: «Hay que acabar con esa manía de hablar mal de la industria brasileña, tan buena como cualquier otra», sentenciaba don Zé Sampaio.

El día de la presentación, como es natural y comprensible, a doña María del Carmen le dio una llantina al ver a su hija frente al micrófono mientras el locutor anunciaba sus cualidades, su «voz canora de pájaro tropical». También enjugó unas lágrimas doña Flor: sentía por Marilda una ternura de madre, habiendo luchando para verla ahí, y en cierta ocasión incluso se había enojado con el doctor Teodoro por su causa. Si bien la victoria de Marilda pertenecía a toda la vecindad, era principalmente un triunfo de doña Flor. Para celebrarlo, hizo los dulces destinados a la mesa servida en casa de la moza, en donde aquella noche hasta abrieron una botella de champán (regalo de Oswaldinho).

Al estreno de la joven cantora, saludada con simpatía por la crítica de radio y por el público, se juntó el repentino viaje de doña Gisa a los Estados Unidos, que dio lugar a abundantes comentarios. Ni siquiera doña Dinorá, con su olfato para adivinarlos entretelones de todos – ni siquiera ella- , pudo imaginar jamás esa noticia: había fallecido en Nueva York cierto Mister Shelby dejándole en herencia sus bienes a doña Gisa. ¿Quién era ese Mister y por qué legaba sus riquezas a la profesora de inglés que hacía tantos años estaba radicada en Brasil? No se lo pudieron preguntar a doña Gisa, pues se había embarcado de la noche a la mañana, sin previo aviso y sin el protocolo de las despedidas.

Surgieron los rumores más extravagantes sobre el muerto y su fortuna. Lo designaron marido, divorciado o no, una antigua pasión, un caso de amor; las versiones eran múltiples, honestas o indecentes. En una cosa coincidían: doña Gisa apañaba su fortuna colosal, heredaba a un millonario, pero un millonario norteamericano, rico en dólares, no en mil- réis.

El chismerío se desmoronó cuando el cartero le trajo una carta por vía aérea a doña Norma, quien antes de abrirla examinó largamente aquellos sellos de extranjía y la letra, tan familiar, de doña Gisa, fuerte y enrevesada como caligrafía de médico.

Escribía desde Nueva York y anunciaba su próximo regreso: había arreglado sus asuntos y llevado flores al túmulo del primo, «¿primo?, que cada cual crea lo que quiera… Era el marido, si no era otra cosa», cuchicheaban en las esquinas y en los bares las comadres y los ociosos.

Realmente, había heredado – era la única parienta- , pero la herencia se reducía a un automóvil usado, algunos objetos de uso personal y de la casa, unas pocas acciones de compañías petroleras del Medio Oriente (convulsionado, las acciones en peligro). Vendió todo y lo que sacó apenas le alcanzó para pagar los gastos del viaje. Como herencia verdadera del dudoso primo sólo le quedaba Monseigneur, un basset de pura raza, que pronto estaría en las calles de Bahía, pues doña Gisa ya estaba haciendo los trámites para traerlo.

Eso es todo cuanto sucedió durante aquellos meses, que pueda considerarse asunto de esta crónica de doña Flor y sus dos maridos. Aparte de eso, estaban los ensayos, las sesiones de la Sociedad de Farmacéuticos, las clases de la escuela, las visitas a parientes y amigos, las salidas al cine, el amor los miércoles y los sábados.

Doña Flor ya no asistía a los ensayos con la misma asiduidad que al principio, sin que por ello los considerara pesados y latosos, como algunas de las esposas de los miembros de la orquesta, cuya opinión era pública y notoria. Por más amiga que fuese del marido, y solidaria con sus obligaciones y sus gustos, de vez en cuando escabullía el bulto al ensayo y hacía la rabona. Porque realmente, en verdad, sólo ellos, apasionados por la música, tenían la aptitud necesaria para extraer de aquella monótona repetición de melodías tanta paz interior e infinito placer.

Tampoco era infaltable su presencia en las doctas reuniones de la Sociedad de Farmacéuticos con sus tesis y debates. ¿Para qué forzarse a ir? ¿Para estar toda la noche luchando contra el sueño traidor y fatal, procurando prestar atención, y finalmente tener que rendirse y caer en la vergüenza del cabeceo? No pudo aguantar una sesión entera ni siquiera cuando el doctor Teodoro presentó su discutida tesis sobre los barbitúricos: «De la sustitución de las infusiones por productos orgánicos en el tratamiento del insomnio.» Y sin embargo, aquélla fue una noche apasionante, de violentos debates, en la que se puso en juego la reputación científica del doctor. Claro que la discusión duró hasta la madrugada y cuando el esposo, trémulo y feliz, le ofreció el brazo, ella, despertada por los aplausos, casi le pidió disculpas por haber dormido a pierna suelta, como si hubiera ingerido dosis de infusiones y barbitúricos como para un caballo. Alcanzó a decir:

– ¡Querido mío…!

Pero él, de tan eufórico, ni percibía sus ojos enrojecidos, su cara abotargada.

– Gracias, querida. ¡Qué gran victoria!

Había arrasado, de una vez para siempre, con los barbitúricos, cumpliendo su deber de ciudadano y de farmacéutico. En la droguería tenía que vender esos peligrosos tóxicos, obteniendo con ellos pingües ganancias, pues estaban de moda, hacían furor. Sin embargo, siendo un farmacéutico erudito y estudioso y al mismo tiempo un propietario de farmacia capaz y próspero, al doctor no le perturbaba, ni veía duplicidad en la posible contradicción de su conducta al observar con la misma conciencia inflexible la noble moral del científico y la no menos digna moral del comerciante.

El concierto de la orquesta de aficionados Hijos de Orfeo en la fiesta celebrada en el palacete del comendador del Papa y virtuoso del violoncelo fue todo un acontecimiento que tuvo repercusión en las columnas de los diarios. Fue también comentado en los altos círculos, conmoviendo a las casas de costura, tiendas de modas y sastres, y su registro se hace aquí obligatorio (en una de esas vueltas que da el mundo, ¿quién sabe si un día no tendremos que recurrir al comendador Adriano Pires, dueño del dinero?).

Describir aquella nochaza de arte con todo su esplendor nos parece tarea imposible, por encima de nuestras fuerzas y de este pobre estilo. Si alguien quiere tener noticia, por ejemplo, de los vestidos de las señoras, de su belleza y de sus chic incomparable, lo remitimos a la colección del itinerario del poeta Tavares, en donde podrá leer la crónica hecha por el siempre brillante Silvinho Lamenha, arbitro en tan delicada materia. En cuanto al concierto propiamente dicho, los interesados pueden consultar las opiniones expresadas en los diarios por los críticos Finerkes y José Pedreira, además de la crónica de Helio Basto, hombre orquesta, ya que además de ser pianista se dedicaba a las letras y a las bellas artes. Doña Rozilda coleccionó en Nazareth todos los recortes, pues en general se referían con alabanzas al doctor Teodoro y a «su primorosa interpretación en el difícil solo de fagot de la Romanza de Agenor Gómez, uno de los puntos altos del concierto» (Coqueijo, «Pizzicatos de un concierto», en Gazeta de Bahía).

Esa noche doña Flor ascendió a la cima, llegando al más alto grado de la escala social, siendo destacada por los comentarios: «gracioso ornamento…, ¿qué modisto parisiense firma su vestido de moiré fauve, de escote drapeado, que dejó chiquitas a tantas figuras importantes?», como escribió Silvinho, el «Niño Jesús» de la sociedad. Estaba presente toda la flor y nata del gran mundo, la gente más importante de Bahía, los personajes de la política, del dinero, de la intelectualidad, desde el arzobispo primado al jefe de policía; y entre ellos, esnobs y aburridos, algunos cuenteros que habían aplicado con éxito el timo del baúl, comenzando por los yernos del comendador.

De las inmediaciones del Largo Dois de Julho, además del doctor Teodoro, sólo recibió invitación don Sampaio, colega de Caballo Pampa en el Club dos Lojistas y antiguo compañero suyo de colegio. Pero se negó a ir:

– ¡No! Por Dios… Déjenme en paz, ando mal del brazo, necesito reposo… Ve tú sola, Norma, si quieres…

Naturalmente, doña Norma fue, pero no sola, sino con doña Flor y el doctor. (¿Cómo despreciar una invitación que era un privilegio? Sólo podía hacerlo su marido, obcecado y antisocial, un animal salvaje.)

El comendador le había dicho a doña Inmaculada:

– Quiero que todo sea lo mejor de lo mejor…

Y así fue, doña Inmaculada podía ser una prueba cruel para un hombre, pero hay que hacerla justicia, sabía recibir. Contrataron, a peso de oro, los servicios del arquitecto Filberbet Chaves para la decoración de los jardines en donde iba a tocar la orquesta.

– No mida los gastos, joven, quiero algo bueno, con escenario y todo. Gaste lo que sea necesario…El comendador, avaro con la gente de servicio y los gastos menudos, abría los cordones de la bolsa, empuñaba talonario de cheques. Al maestro Chaves sus palabras le supieron a miel: eso de no medir los gastos era propio para él. Gastó una fortuna, pero ¡qué maravilla! El jardín parecía un jardín de cuento de hadas, y el pequeño teatro era de una audacia arquitectónica nunca vista en Bahía. «Gilberbet – aprendan el nombre tal como es: Gilberbet y no Gilberto o Gilbert, como pronuncian ciertos rastracueros- reveló su genio ultramoderno» (Silvinho, una vez más, y con seguridad no será la última).

Doña Flor, al entrar, se quedó con la boca abierta, admirada, pasmada. Doña Norma sólo pudo articular una palabra:

– ¡Diablos…!

Doña Inmaculada y el comendador recibieron a los invitados: ella emperifollada con sus trapos de procedencia europea, empuñando sus impertinentes; él, desgarbado a pesar del smoking y de la camisa con pechera almidonada, con cuello de palomita. Al ver al doctor Teodoro con el fagot bajo el brazo, en su rostro cruzado de manchas blancas se desplegó una sonrisa:

– ¡Mi querido Teodoro! Hoy vamos a dar la nota… – saludó al boticario, feliz con el retruécano y con el concierto.

Muy tiesa, doña Inmaculada ofrecía la punta de los dedos al beso de los hombres y a la inclinación de las mujeres, como si unos y otras viniesen a pedirle la bendición.

– ¡Qué palo de escoba…! – comentó doña Norma en cuanto se alejaron de los impertinentes de la comendadora.

– Sin embargo, es muy caritativa… Es presidenta de la Sociedad de Ayuda a los Gentiles de África y Asia… Incluso me escribió a propósito de eso.

El doctor Teodoro había recibido hacía mucho tiempo una circular firmada por la comendadora en la que se le pedía ayuda para las misiones católicas en aquellos continentes.

En eso vieron a Urbano Pobre Hombre, reluciente con su smoking recién salido del sastre (pagado por el comendador al enterarse de que el violinista no podía ir al concierto por falta de traje adecuado), con su violín al brazo. (Salió de su casa en medio de las burlas de su mujer y ahora procuraba esconderse entre los árboles y pasar desapercibido.) El doctor Teodoro lo arrastró al anfiteatro, donde dejaron sus instrumentos. Aunque estaba anunciado para las ocho y treinta, el concierto no comenzó hasta pasadas las nueve, cuando el maestro Agenor Gómez consiguió reunir a sus músicos.

Los invitados, de copeo en las salas o en el jardín, no parecían tener prisa. Fue necesario que el propio comendador tomara el micrófono y gritara enojado, la voz cortante:

– Va a comenzar el concierto, ocupe cada uno su sitio…, vamos…, vamos…

¿Quién dejaría de obedecer aquel llamamiento, que era una orden, no una invitación? Fueron cesando los ruidos y los caballeros y las damas ocuparon las sillas, permaneciendo de pie muchos hombres con la esperanza de poder escabullirse. Un verdadero desfile de elegancia: las mujeres exhibían sus joyas valiosas, sus escotes audaces; todos los caballeros estaban de etiqueta y el maestro lucía su frac. En primera fila, próximas a doña Inmaculada, estaban sentadas doña Flor, doña Norma y el arzobispo primado, en vísperas, según decían todos, del cardenalato.

El maestro Agenor Gómez, emocionado de la cabeza a los pies («ya debía tener el cuero curtido, pero en cada nuevo concierto no sabía dónde poner los pies, como si fuese la primera vez»), alzó la batuta.

La primera parte fue oída con atención y aplaudida. La marcha de Schubert interpretada con énfasis y justeza, y después el primoroso violín del doctor Venceslau Veiga en la melodía de Drdla, arrancaron palmas, y hasta bravos, de ciertos aficionados y entendidos, como el doctor Itazil Benicio, «double de médico y de artista» (Silvinho). Sudaba, feliz, el maestro Gómez.

En el intervalo, los convidados, como bárbaros hambrientos que no hubiesen comido desde hacía meses, se abalanzaron sobre el regio bufet, donde, por primera vez en sus vidas, doña Flor y doña Norma vieron y probaron el caviar.

A doña Flor, con su paladar de maestra de cocina, el tan mentado caviar – cada gramo una fortuna- le supo bien: «Es raro…, pero me gusta.» Doña Norma no pensaba lo mismo y, haciendo una morisqueta, le dijo a la amiga, entre risas (lo que sí le gustaba era el champán, y ya había bebido dos copas):

– Esta cosa tiene un dejo…, no sé de qué…

También se rió doña Flor, y como el doctor Teodoro se apartara para ir en busca de Urbano Pobre Hombre y obligarlo a servirse, recordó un dicho de su finado primer esposo, al regresar de Río. En el curso del viaje, doña Flor no recordaba dónde, se dio un hartazgo del tal caviar, y cuando ella le preguntó qué gusto le encontró, él le respondió:

– Tiene gusto a vulva… ¡Es muy bueno!

Doña Norma, un poco atontada por el champán, se desternilló de risa: qué loco era el finado, una boca sucia que no tenía arreglo, pero tan alegre, ¡inolvidable! «Chica, el difunto tenía gracia y era un entendido en esos sabores…»

Ya volvía el doctor Teodoro trayendo del brazo a Pobre Hombre y doña Flor se apresuró a prepararle un plato, sin olvidar una porción de caviar.

Fue un tanto difícil volver a juntar a los invitados frente al estrado para la segunda parte del concierto. Los amantes de la música ocuparon pronto sus lugares, pero eran minoría entre aquella masa de gente que no tenía más que riqueza, y que se dedicaba a comer y a beber. Pero el comendador dio órdenes enérgicas a los empleados y finalmente el maestro y la orquesta atacaron el Simple Aveu.

Después de la música de Francis Thomé llegó el momento culminante del concierto: el solo de violoncelo ejecutado por el comendador Adriano Pires, el Caballo Pampa. Ése sí que fue un silencio de verdad: incluso cesaron de trabajar en la despensa y en la cocina, y los mozos dejaron de servir bebidas hasta que terminó el número. Doña Inmaculada había dado personalmente órdenes para que hubiera el más estricto silencio.

Olvidado de todo, del mundo y de sus habitantes, el comendador del Papa, el seco millonario, en ese momento, con el violoncelo, se consustanciaba con la alegría y la bondad y, súbitamente, era un ser humano.

Al concluir, hubo aplausos interminables. De pie en el anfiteatro, señalando al maestro y los colegas de la orquesta, don Adriano agradecía. Gritaban «bravos» y «bis» no sólo los entendidos, los de la chochera por la música. Gritaban todos, destacándose, por la fuerza con que batía palmas y gritaba los «bravos», el usurero Alirio de Almeida, que no entendía jota de música: sus negocios dependían de una palabra de Caballo Pampa.

Como dijo después Pobre Hombre, el número del comendador debiera haber sido el último del programa, ya que después muchos convidados abandonaron a la orquesta en el jardín y se fueron a las salas a beber y a conversar. Los que estaban sentados no se atrevieron a irse, oyendo el resto del concierto sin prestar atención, y varios, incluso, daban muestras de impaciencia. De vez en cuando alguno se llenaba de coraje y se largaba pidiendo disculpas a los vecinos, encaminándose al interior del palacete para regalarse.

Los Hijos de Orfeo, sin embargo, ni siquiera percibían las deserciones, sosteniendo la misma afinación, la misma calidad. Los devotos de la música sí que se incomodaban con el movimiento y el creciente cuchicheo. Doña Norma chistó imperiosamente, dándose vuelta hacia los de atrás, cuando el doctor Teodoro inició su solo de fagot (con los ojos mirando a doña Flor); doña Inmaculada, atenta anfitriona, se volvió también, con los impertinentes dirigidos a los inquietos. Bastó con eso: se hizo el silencio y ya nadie tuvo la osadía de levantarse. El son del fagot se expandía en el aire, sobrevolaba el jardín, iba a tejer un halo en torno a los cabellos de doña Flor, azules de tan negros. Ella, con los ojos entrecerrados, oía y reconocía, a través de aquel solo de Romanza, cuánto le había dado él, su buen marido. Allí estaba ella, donde nunca se imaginara, sentada en los jardines de la casa más aristocrática de Bahía, mientras, a su lado, escuchaba a su marido con complacencia Su Eminencia el Señor Arzobispo Primado, con su púrpura y su armiño. ¡Tanto le había dado, tanto!: paz y seguridad, tranquilidad, orden y confort, representación, cuanto ella pudo desear y él adivinar. Y ni un sobresalto. Ahora iba a buscar en el delgado vientre del fagot la grave nota de su amor, de su devoción. No se podía pedir marido mejor.

Cuando se iniciaron los aplausos, doña Norma miró a la amiga: por el rostro de doña Flor corría una lágrima. «Llora de felicidad», pensó sonriendo la bondadosa vecina, contenta ella también con el éxito del doctor:

– El doctor Teodoro tocó divinamente…

La misma doña Inmaculada, desde la silla próxima, se dignó hacer el elogio.

Su marido estuvo muy bien.

En la gran sala de recepciones las danzas comenzaron apenas terminaron los acordes finales de la orquesta, del pot- pourri de La viuda alegre, último número. En el jardín, los oyentes, el primado al frente, felicitaban al maestro y a los músicos, rodeando al comendador. Doña Flor no había enjugado todavía las lágrimas y el doctor, al verla emocionada, se sintió recompensado por los seis meses de ensayo.

De la sala vinieron a buscar a Helio Basto para que desgranase al piano sambas y fox, tangos y boleros, improvisando un bailecito. El doctor Teodoro, fagot al brazo, propuso la retirada: pasaba de la medianoche… Pero doña Norma pidió cinco minutos más para vaciar otra copa de champán: «¡Lo adoro…!»

Bebió dos copas, y en el taxi se reía sin saber por qué, contenta de la vida. Doña Flor tomó entre sus manos las de su marido, su buen marido. Hicieron comentarios sobre el concierto y la fiesta, magníficos ambos. Tanta comida, tanta bebida, todo de lo mejor, el comendador había gastado un dineral.

– Una exageración… – decía el doctor- , hasta caviar… del verdadero, ruso…

Doña Norma, con la euforia del champán, le guiñó un ojo a doña Flor y se dirigió al doctor Teodoro con una malicia que sólo ellas dos podían comprender:

– ¿Y el caviar le gusta, doctor?

– Sé que es un bocado de dioses; hoy lo probé, porque no se debe perder una ocasión como ésa cuando se puede comer tan caro manjar. Pero le voy a confesar, doña Norma, que mi paladar no se puede acostumbrar a su gusto…

– ¿Y qué gusto le encuentra usted al caviar?

Doña Norma se sonrió con picardía, llena de euforia. Doña Flor bajó la cabeza, no se sabe si para ocultar una sonrisa burlona. El doctor Teodoro buscaba con qué comparar el sabor todavía reciente de la golosina, no encontrando nada adecuado:

– Para ser franco, no recuerdo nada que tenga el mismo gusto. Aquí entre nosotros, que nadie nos oiga…, ¡qué gusto más feo!

– ¿Feo? – doña Norma se desternillaba de risa- . Yo pienso lo mismo… Pero hay quien lo encuentra bueno… ¿No es cierto, Flor?

Pero doña Flor no se reía. Su rostro seguía circunspecto, en la sombra, ¿quién sabe si triste o solamente conmovida? Contemplaba la noche, como si no oyera la risa de la amiga. Apretando la mano del marido, le dijo a media voz:

– Preciosa la música y tu interpretación, Teodoro.

– No lo sé hacer mejor… Soy un aficionado nada más.

¿Para qué mejor? ¿Quién soy yo para exigirte nada, querido mío? ¿Qué te traje yo, qué bienes puse en mi plato de la balanza conyugal que pueda compensar el tuyo, tan lleno: desde el dinero a la Romanza en el fagot, desde la sabiduría a la educación esmerada, y esa limpidez, esa decencia? Nada te traje, en nada te enriquecí, y yo no soy transparente y constante, no tengo esa meridiana luz tuya, estoy hecha también de sombras, de materia oscura y pasajera. Soy tan pequeña para tu altura, Teodoro.

Bajo el toldillo de la pared de tranvía, esperando un medio de transporte, Urbano Pobre Hombre los vio pasar. Llevaba en sus manos el violín enfundado y un paquete con dulces y salados para ña Maricota.

9

El profesor Epaminondas Souza Pinto, circunspecto y carcamal, amaba los proverbios y las frases hechas, viendo en esos dichos un resumen de la sabiduría de los siglos, la expresión de las verdades eternas. «La felicidad es inenarrable, con una vida feliz no se hace una novela», respondió cuando Chimbo, aquel pariente importante del finado, le preguntó por doña Flor, a la que no veía hacía años, desde el absurdo carnaval («¿cuántos años hace, dos o tres?») del entierro del calavera.

– Pues volvió a casarse y es feliz… Hace un año, más o menos, que unió su suerte a la del doctor Teodoro Madureira…

– ¿Se sabe algo más de ella?

– No tuve más noticias… – y, para no darle ocasión, colocó el adagio- : Como bien dice el pueblo, la felicidad es algo inenarrable.

Chimbo, hombre de experiencia, estaba de acuerdo:

– Así es. Cuando pasa algo es casi siempre para causarle preocupaciones a uno… Si le contara… Escuche…

Y abrió su pecho al amigo: a su edad provecta, ¡profesor!, se había ido a meter con una joven de diecinueve años…, no, no una doncella, pero casi. Un canalla, haciéndole el cuento del casamiento, la había desflorado, pero torpemente, con apuro, dejando unos restos de pellejo que Chimbo, en trance de consolarla y protegerla, hizo desaparecer… Resultado, mi pobre profesor: la moza quedó gruesa y él con esa responsabilidad…

El profesor Epaminondas Souza Pinto, de vida inmaculada, no podía dar consejo ni consuelo para la inquietud del ilustre hombre público, y, a falta de palabras más oportunas, lo felicitó por la «auspiciosa gravidez».

Tampoco nosotros tenemos consuelo o prudente consejo que dar al caballero Chimbo, y hasta nos falta tiempo y espacio para ello; así que de todo el incidente sólo utilizaremos la verdad contenida en el refrán: en efecto, en la feliz existencia de doña Flor y del doctor Teodoro nada ocurrió que merezca destacarse, no siendo nuestro propósito alargar esta crónica, ya extensa, con el relato de su diaria placidez, monótona e insípida materia antiliteraria.

La misma doña Flor, que daba noticia de todas las peripecias en su correspondencia familiar, en una carta a su hermana Rosalía, en vísperas del primer aniversario de su matrimonio con el farmacéutico, le decía que nada importante tenía que contarle.

Llenó la carta con noticias de los parientes y vecinos (durante esos años Rosalía había ido conociéndolos a todos a través del epistolario de la hermana). Le hablaba de tía Lita y sus achaques, tío Porto no envejecía; doña Rozilda seguía siempre en Nazaret, ¡pobre Celeste!; Marilda iba de éxito en éxito, ahora en Radio Sociedade y con la promesa de grabar un disco. De doña Norma contaba una historia divertidísima (tienes que conocer a doña Norma personalmente, vale la pena): un martes doña Flor la invitó a ir a un bautismo el sábado siguiente y se disculpó de no poder ir «debido a que el sábado ya estoy comprometida para ir a un entierro». «¿Cómo puedes saber el martes que el sábado hay un entierro, Normita?» Verás cómo… Resulta que un conocido suyo estaba a punto de estirar la pata y… seguramente lo haría en la noche del viernes al sábado para así aprovechar la semana inglesa y tener un entierrazo…

Doña Gisa, de regreso, trajo de Nueva York un cachorrito, de esos «que son exactamente una longaniza», y un lindo regalo para doña Flor, un broche. Pero «imagínate, Rosalía, lo que la chiflada de la gringa trajo para Teodoro: una camisa toda estampada con mujeres desnudas. ¿Te das cuenta lo que parecería el doctor poniéndose un chirimbolo de ésos? Como es tan educado no dijo nada e incluso le dio las gracias sin dar muestras de enojo, pero yo guardé la camisa en el fondo de mi ropero, para que él no estuviera viéndola a cada rato y le tomara rabia a Gisa, que es así, pero muy buena». Quien está enferma, sin poder salir de casa, es doña Dinorá: «Imagínate cuánto sufre, le duelen las articulaciones, un reumatismo bravo, y encima teniendo que enterarse de las cosas por terceros.» Lo único que podía hacer era echarles las cartas a las visitas y prever desgracias para todos, furiosa. Incluso amenazó a doña Flor, después de consultar los naipes: «Me dijo que tuviera cuidado, pues no hay bien que dure cien años… Nunca vi boca tan sucia, te juro.»

Aparte de esas cosas de rutina nada tenía para contar: «no sucede nada, siempre es la misma vidurria sin ninguna novedad». El doctor estuvo a punto de comprar la casa en que vivían, pero uno de los herederos de la droguería decidió vender su parte para irse a vivir a Río, y el marido le preguntó a doña Flor: «¿Qué me parecía mejor y más razonable: adquirir la casa o la parte de la farmacia?» Al mismo tiempo le daba su opinión: con esa parte adquiría el control de la firma, se convertía en socio mayoritario; con respecto a la casa, en cuanto pudieran, más adelante, la comprarían. El propietario no tenía otra salida que la de vender, pues la renta que le daba el alquiler era una ridiculez. En realidad, el doctor ya había formado su opinión y decidió qué era lo mejor, y si le pedía consejo a doña Flor lo hacía por gentileza y buena educación: «El tiempo no hace cambiar al doctor: la misma delicadeza, el mismo sistema, el mismo trato, siempre igual, un día tras otro. Puedo decir lo que va a suceder a cada instante, según las horas, y hasta sé por anticipado cada palabra, porque hoy es lo mismo que ayer.» Así transcurría la vida, suave y tranquila, con lento e invariable ritmo. ¿Cómo temer una mudanza, cómo tomar en serio las previsiones de la cartomántica, de tres al cuarto y paralizada, más entregada a sus barajas y adivinanzas que el comendador Adriano Pires al violoncelo?

En cuanto a ella, doña Flor, incluso no le parecería mal que sucediera algo, cualquier imprevisto que rompiera la monotonía de los días, invariablemente felices y sosegados. «Hasta es un pecado, hermana, hablar así cuando se tiene la vida que yo tengo, después de pasar las del purgatorio, pero la misma cosa todos los días es algo que cansa, incluso cuando es lo bueno, lo mejor. Aquí, entre nosotras, te digo, hermanita, que a pesar de esa vida tan feliz, envidiada por los otros, a veces me entra una angustia tan sin pie ni cabeza que no puedo explicármela.., un no sé qué… Es la mala índole de esta tu hermana que no sabe apreciar como es debido cuanto recibió del cielo sin haberlo merecido: una vida tan tranquila y un buen marido.»

Por aquel entonces, un domingo que fue a misa en la iglesia de Santa Tereza, con sermón de don Clemente («¿Por qué, Señor, la paz no habita el corazón de los hombres?»), después del oficio, se dirigió a la sacristía con la intención de invitar al sacerdote a la fiesta del primer aniversario de su casamiento. No iba a ser una fiesta propiamente dicha, sólo una reunión con los amigos íntimos en torno a una copa de licor y unos dulces, conmemorando, al mismo tiempo, la elección del boticario como segundo tesorero de la recién designada junta directiva de la Sociedad Bahiana de Farmacia.

– Allí estaré, con mucho placer, para felicitaros por este año de armonía conyugal, un ejemplo de unión bendecida por Dios…

Despidióse doña Flor, y el marfileño padre, reprochándose su sermón un tanto pesimista, sonrió alegre: he ahí alguien, doña Flor, en cuyo corazón moraba la paz, he ahí un ser humano satisfecho y feliz con su vida, desmintiendo su sermón, lleno de sombras y dudas.

Hacia la mitad del corredor, doña Flor se detuvo frente al extravagante grupo formado por la imagen barroca de Santa Clara y por la antigua talla popular en que estaba esculpido aquel ángel cínico y candoroso, tan igual al finado, con la misma insolencia y la misma gracia irresponsable.

Pobrecita, la santa: su santidad, por mayor que fuera, por más defendida que estuviese, por más fuerte que fuera su virtud, no podría resistir la mirada picara del tinoso: la pobre bienaventurada tenía que rendírsele, entregarle su pudor y su vida, perdiendo por él su ya ganada salvación, porque sin él ¿para qué le servirían el paraíso o la vida?

Allí, ante el insólito grupo escultórico de madera y de chulería, doña Flor se detuvo largo tiempo. Y la nave de piedra y cal, como un barco inmenso, levantó el ancla y partió, singlando los aires en un mar azul, entre nubes, cielo adentro.

10

Tanto se esmeró doña Flor que la fiestita fue de la más notables, un éxito completo que vino a coronar el primer aniversario del «feliz connubio de dos almas gemelas», como dijo con acertado estilo el doctor Silvio Ferreira, secretario general (reelecto) de la Sociedad Bahiana de Farmacia, levantando su copa para brindar por los esposos, «por nuestro estimadísimo segundo tesorero y por su digna consorte, dona Flor, ejemplo de prendas y de virtudes».

Doña Flor había anunciado a don Clemente que sólo estarían «algunos de los amigos más cercanos», pero al franquear la puerta, el padre se encontró con la casa llena, y no sólo con los vecinos. El prestigio del doctor Teodoro y la simpatía de doña Flor atrajo a la fiesta íntima a un número considerable de personas: dirigentes del gremio de los farmacéuticos, colegas de la orquesta de aficionados, representantes comerciales, alumnas y ex alumnas de la Escuela: Sabor y Arte, además de viejos amigos, algunos de ellos importantes, como doña Magá Paternostro, la ricacha, y el doctor Luis Henrique, el «cabecita de oro». Don Clemente, antes incluso de felicitar a la pareja, abrazó al «celebrado hombre de letras»: su Historia de Bahía acababa de obtener un premio del Instituto, «codiaciado lauro consagratorio de un valor auténtico» (vide Junot Silveira, «Libros & Autores», en A Tarde).

En materia de cultura, además del discurso del doctor Ferreira, rico en figuras de retórica, hubo algo de música. El doctor Venceslau Veiga ejecutó dos arias en su violín, siendo aplaudido. Hubo también aplausos, y muchos, para la joven cantante Marilda Ramosandrade, «la voz hechicera de los trópicos», a pesar de no tener más acompañamiento que el ritmo de un pandero, marcado por Oswaldinho.

En la improvisada hora de arte, el doctor Teodoro se apuntó un tanto con un número que causó verdadera sensación: tocó, en el fagot, todo el himno nacional, siendo ovacionado al terminar. Aparte de eso, comieron y bebieron, se rieron y conversaron. Los hombres se plantaron en la sala de recibo y en la otra sala se instalaron las mujeres, a pesar de las protestas de doña Gisa, para la cual esa separación de sexo era un absurdo «feudal y mahometano». Sólo ella y otras dos o tres señoras se arriesgaron a participar en la rueda masculina, en la que corría la cerveza y se sucedían las anécdotas, sujetas a la censura de doña Dinorá, todavía maltrecha y dolorida, pero impertérrita:

– Esa María Antonia es una desvergonzada… Se queda en medio de los hombres escuchando groserías… y encima arrastra con ella a doña Alice y a doña Misete… En cuanto a la gringa, ésa es la peor de todas…, miren cómo alarga el pescuezo para oír…

En compensación, miren a doña Neusa Macedo (& Cía.), ejemplo de buen comportamiento, en la rueda de las mujeres, ponderada y discreta, escuchando a Ramiro, un mocito de diecisiete o dieciocho años, hijo de los argentinos de la cerámica. Si no fuese por ella, el adolescente no tendría con quién entretenerse, pues los otros jóvenes cercan a Marilda y le piden sambas, valses, tangos y rancheras, mientras que él sólo desea hablar de pesca: «Atrapé un vermelho…, ¡tenía cinco kilos!»

– ¡Oh! – exclamaba ella en éxtasis- . ¿Cinco kilos?, ¡qué coloso! ¿Y qué más pescó? (¿Qué apodo ponerle a un pescador audaz? «Aceite de hígado de bacalao» le iría bien…, y los ojos de Neusoca se iluminan.)

El argentino, al llegar con la esposa y el hijo, se encontró en la puerta con don Vivaldo, el de la funeraria «Paraíso en Flor». Juntos fueron a felicitar a los dueños de casa, y, de regreso a la sala de los hombres, el porteño Bernabó, con su franqueza un tanto incivil, comentó la elegancia de doña Flor, cuyo vestido hacía morir de envidia a las mujeres presentes; y de yapa el inquieto Miltinho, un mariquita que hacía las veces de ayudante – por lo demás excelente- en casa de doña Jacy, que lo había prestado para la fiesta, agregó: «Doña Flor hoy se superó, está de rechupete.»

– El dinero es lo que hace bonita una mujer… – dijo don Héctor Bernabó- ; mire la elegancia de doña Flor y qué hermosa está…

Don Vivaldo se fijó; por lo demás, le gustaba observar a las mujeres, medir los contornos, las curvas, las concavidades.

– A decir verdad, siempre fue elegante y graciosa, aunque no tan bonita, es cierto. Ahora es más mujer, una jamona, pero no creo que sea el dinero… Es la edad, querido, ella está en el punto exacto. Son chiflados los que prefieren las chiquilinas: ni diez juntas se pueden comparar con una señora en la fuerza de la edad, de las que hacen estallar el vestido…

– Miré qué ojos… – comentó el argentino, por lo visto también él un experto.

Ojos desmayados, perdidos en la distancia, como entregados a voluptuosos pensamientos. Don Vivaldo se preguntaba por qué inspiraba el farmacéutico pensamientos tan tiernos como para darle a su mujer un aire tan soñador mientras iba de una sala a otra, atendiendo a sus invitados, gentil y placentera, una perfecta dueña de casa. Pero eso lo hacía mecánicamente.

Don Vivaldo tomó del brazo al argentino: no es el dinero lo que hace bonita a una mujer, don Bernabó, es el buen trato, es la paz del espíritu, la felicidad. Esos ojos desmayados y esas caderas que se balancean se deben a la alegre serenidad de su vida.

Curiosa la expresión de su mirada… ¿Cuándo la había visto antes con aquella misma mirada perdida, como si mirase a su propio corazón? Don Vivaldo buscó en su memoria hasta recordar: era la misma mirada que tenía durante el velorio del finado. Con la misma expresión distante con que hoy recibía las felicitaciones, había recibido entonces los pésames con los ojos fijos más allá del tiempo, como si en torno a ellos no hubiese lágrimas de luto ni risas de fiesta, soledad. Su belleza, percibió don Vivaldo, también le venía de adentro, en una proporción imprecisable.

En la sala en que estaban las mujeres el tema de la actual vida feliz de doña Flor se impuso una vez más. Algunas señoras presentes, las de la orquesta y las de la farmacopea, poco sabían de aquel primer desastroso casamiento y del vil marido.

No deseaban otra cosa las vecinas y las chismosas sino contar y comparar: y contaron y compararon a placer. Para ellas ninguna diversión era mejor: ni las anécdotas picantes que narraban los hombres (y las sinvergüenzas como María Antonia) y que los hacían reír a carcajadas, en la otra sala, ni rodear a Marilda y pedirle en hora dedicada a la nostalgia viejas sambas y antiguos valses, como hacían doña Norma, doña María del Carmen, doña Amelia y los jovencitos (todos locos por Marilda): nada se podía comparar con el placer del parloteo. El primer casamiento, sépanlo, queridas amigas, fue un infierno de vida.

Esta felicidad del segundo matrimonio se hace aún mayor y más preciosa, tiene más valor, por comparación y por contraste con el error del primero, una prueba a la que la sometió Dios, un desastre, ¡una desgracia! Cuánto sufrió la pobre mártir en las manos de aquel monstruo plagado de vicios y maldades, un satanás: hasta llegó a pegarle.

– ¡Dios mío! – dijo doña Sebastiana, afligida, llevándose la mano al amplio pecho.

¡Cómo había sufrido! Todo lo que puede sufrir una esposa delicada, humillada, en un calvario de amarguras, trabajando para mantener la casa y además las juergas del desenfrenado, siendo que el juego, como es público y notorio, es el peor de todos los vicios y el más caro. Si ahora es feliz…, ¡qué desdichada fue antes!

Doña Flor escuchaba esos recuerdos de su vida como desde las nubes, los ojos perdidos en una bruma distante. Estando doña Gisa en el círculo de las anécdotas y doña Norma en la rueda de las cotorras, nadie se encontraba allí que pudiese abrir la boca para defender al difunto.

A eso de la medianoche se despidieron los últimos invitados. Doña Sebastiana, todavía emocionada por el relato de aquel martirologio que había durado siete años, ¿cómo pudo soportarlo, pobrecita?, dijo acariciando cariñosamente el rostro de doña Flor:

– Qué bueno que haya cambiado todo y que usted tenga al fin lo que merece…

Marilda, ofuscando con su luz de estrella a los jóvenes estudiantes, se lanzó a entonar un tango– canción, de serenata, ése que dice: «Noche alta, cielo risueño, la quietud es casi un sueño…», …el tango de doña Flor, enterrado en el mundo del difunto.

El doctor Teodoro, con una sonrisa de satisfacción, acompañaba hasta la puerta a los últimos convidados, un grupo ruidoso, enzarzado en una discusión inacabable sobre los efectos de la música en el tratamiento de ciertas enfermedades. El doctor Venceslau Veiga y el doctor Silvio Ferreira disentían. Para no perderse el final de la polémica, el dueño de casa acompañó a los amigos hasta el tranvía. Ya no se oía el canto de Marilda.

Doña Flor, a solas, dio espaldas a todo aquello: los dulces, las botellas, el desarreglo de las salas, los ecos de las conversaciones en la acera, el fagot mudo y grave, en un rincón. Fue hacia el dormitorio, abrió la puerta y encendió la luz.

– ¿Tú? – dijo con voz cálida, pero sin ninguna sorpresa, como si lo hubiese estado esperando.

En la cama de hierro, desnudo, tal como doña Flor lo viera en la tarde de aquel domingo de carnaval, cuando los hombres de la Morgue trajeron el cuerpo, allí estaba Vadinho, acostado, a sus anchas; sonriendo, le hizo señas con la mano. Respondió doña Flor, sonriendo también, ¿quién podía resistir la gracia del perdido, aquella expresión de inocencia y de cinismo, esa mirada lasciva? Ni una santa de la Iglesia pero cuanto más ella, doña Flor, una simple criatura.

– Bien mío… – dijo con su voz querida, perezosa, lenta.

– ¿Por qué viniste justamente hoy?

– Porque me llamaste…, y hoy me llamaste tanto y tanto que vine… – como si dijera que sus llamadas habían sido tan insistentes e intensas que llegaron a borrar los límites de lo posible y lo imposible- . Pues aquí estoy, mi bien, llegué ahora mismito… – y, semiincorporándose, le tomó la mano.

Atrayéndola hacia sí, la besó. En la mejilla, porque ella apartó la boca:

– En la boca, no. No se puede, loquito.

– ¿Y por qué no?

Sentóse doña Flor en el borde del lecho y Vadinho de nuevo se tendió con libertad, entreabriendo las piernas y mostrándolo todo, todas aquellas prohibidas (y hermosas) indecencias. Doña Flor se enternecía con cada detalle de ese cuerpo: no lo había visto desde hacía tres años, pero estaba igual, como si no hubiera pasado el tiempo.

– Estás igual, no cambiaste ni un poquito. Yo engordé.

– Tú estás bien…, ni te lo imaginas… Pareces una cebolla carnosa, jugosa, de ésas que da gusto morder… El que tiene razón es el zafado Vivaldo… Le echa cada mirada a tu pandero, ese crápula…

– Saca de ahí la mano, Vadinho, y déjate de mentir… Don Vivaldo nunca me miró así, siempre fue respetuoso… Vamos, saca la mano…

– ¿Por qué, mi bien…? ¿Sacar la mano… por qué?

– ¿Tú te olvidas, Vadinho, que soy una mujer casada y seria? Sólo me puede meter mano mi marido… Vadinho le guiñó un ojo, insinuante:

– ¿Y yo qué soy, mi bien? Soy tu marido…, ¿ya te olvidaste? Yo soy el primero, tengo prioridad…

Ése era un problema nuevo. Doña Flor no había pensado en él y no supo qué contestar:

– Tú inventas cada cosa… No das pie para que una razone…

En la calle, de vuelta, resonaban los pasos firmes del doctor Teodoro.

– Allí está él, Vadinho, vete ya… Me alegra, no sabes cuánto me alegra haberte visto… Fue más que bueno… Vadinho, muy tranquilo, siguió a sus anchas.

– Vete ya, loco, que él está entrando, va a cerrar la puerta.

– ¿Y por qué voy a irme, dime?

– Va a aparecer él y verte aquí, y ¿qué le voy a decir?

– Tonta… Él no me va a ver…, sólo puedes verme tú, flor de mi perdición…

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