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Doña flor y sus dos maridos, de Jorge Amado (página 15)


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Mano y labios le quemaban la piel, los labios sobre su boca, la mano oculta en su vientre, en su último reducto. Se le hace insoportable la languidez del cuerpo, se le quiebran las últimas resistencias. Al mismo tiempo que se declara honrada e indoblegable, le entrega su boca sin siquiera cobrarle su ausencia y los suspiros de Zulmira. El vértigo la dominaba y no tenía fuerzas para oponerse a sus avances, para defender el límite final de su honra. ¡Ah! ¡Si al menos tuviera a quién pedir socorro! Vadinho está apurado, tiene que volver al juego, vino con prisa: «Vamos a yogar en la cama, mi amor.» Ella se puso de pie, en los brazos de él…, ya no le resiste…, ¿qué le importan marido y honra? «Donde quieras, mi amor.»

Pero en ese momento Dionisia de Oxóssi cruzaba la puerta y decía:

– ¿Qué le pasa, comadre? Qué pálida está… Sentándose de nuevo, salvada por milagro, doña Flor murmura:

– Dios la mandó, comadre Dionisia. Sólo usted puede ayudarme. Siéntese junto a mí.

– Pero ¿qué es lo que tiene usted, comadre? Está toda temblando…

Doña Flor tomó entre las suyas las manos de la iawó de Oxóssi:

– Comadre, necesito que alguien encuentre el modo de librarme de Vadinho, que le ordene irse para siempre y que no lo deje perturbarme. Hace tiempo que me está perturbando, y yo ya no soy yo, ni sé lo que hago, se me acabó la voluntad.

– ¿Mi compadre, el finado?

– Haga que él vuelva a su paz, porque si no, comadre, no sé lo que va a pasar… Ni se lo puede contar… A toda hora quiere que vaya con él; ahora mismo quería que fuese, cuando usted llegó, y me dio una flojera que casi voy… Si esto continúa, acabará llevándome…

Dionisia se tapó la boca con la mano para no gritar:

– ¡Ay, comadre! Tenemos que apurarnos, hay que hacer pronto algo. Ahora mismo voy a hablar con el padre Didí. Por suerte sé dónde está, cumpliendo su mandato. Estas cosas de egun no son para cualquiera. Sólo para los que tienen bastón de ojé. ¡Ay Dios mío, comadre…!

– ¿Didí? – Y doña Flor se acordó de repente de aquel negro flaco del mercado de las flores que le dio el mokan para la tumba de Vadinho- . Vaya, comadre, vaya aprisa. Si hay alguien que pueda salvarme, es él. Si no, comadre, estoy perdida, va a ocurrir una desgracia irremediable.

– Ahorita mismo…

Y Dionisia se marchó, protegida por su collar de Oxóssi, toda encogida de miedo a los egun, pero con el firme deseo de salvar la vida de la comadre: «una desgracia irremediable», ¿qué otra cosa podía ser sino la muerte? Aprisa, Dionisia, más aprisa por los ocultos y estrechos caminos del reino de Ifá: en su encrucijada encontrarás al babalaó y sus poderes.

– Mi padre – dijo la iawó al besarle la mano- . El finado quiere llevarse a mi comadre, sálvela, amarre al egun en su muerte. – Y le contó la historia, la parte de la historia que ella conocía.

En ese mismo instante, empapado, regresaba el doctor Teodoro. A causa de la lluvia no hubo ensayo. Bebió un sorbo de licor, precaución contra la gripe, se puso el saco del pijama y tomando el fagot ejecutó para doña Flor fragmentos escogidos de su selecto repertorio. Mientras lo oía, ella se fue recuperando del susto y de la tristeza, de la rabia contra sí misma por ser una casada de frágil virtud. Ya no tienes nada que temer, Teodoro, yo te amo y soy tuya y solamente tuya; este sábado, con derecho a bis, y mañana y para siempre. Ningún corazón debe tener dos amantes a un mismo tiempo; mandé que me arrancasen la mitad de mi ser, y aquí estoy, de nuevo entera, íntegra, oyendo tu música en el fagot; aquí está, Teodoro, tu honrada esposa.

Al otro lado de la noche de Bahía se encendió un relámpago y dentro de él el babalaó hizo el jogo dos búzios con el ruego de Dionisia, hija de Oxóssi. Entonces la lluvia se convirtió en tempestad, rugió el trueno, se alzó furioso el mar, y las orixás, cabalgando rayos y relámpagos acudieron, uno a uno, en obediencia a la llamada del Asobá.

Todos dijeron sí, menos Exu que dijo no.

19

El mensaje de Pelancchi Maulas le llegó al místico Cardoso y S.a cuando estaba en la Iglesia do Passo visitando su propia tumba, como lo hacía en cada aniversario de su muerte. De esa muerte suya ocurrida cuando se llamaba Joaquim Pereira, un potentado bahiano fallecido en su solar de Corredor da Vitoria, allá por 1886. Fue aquél un velorio rumboso, un entierro con gran acompañamiento de hermanos masones y de colegas del comercio al por mayor, con asistencia del gobernador de la provincia, y con plañideras y misa de cuerpo presente.

Eran múltiples las tumbas de Cardoso y S.a; múltiples y esparcidas por el mundo adelante: una monja descubierta en la Gran Pirámide; una verdadera pieza de museo, enterrada en las nieves eternas de los Alpes, cuando él los cruzara en la vanguardia de los ejércitos de Aníbal; otra en las arenas del desierto árabe, siendo él por entonces Zalomar, en su caballo zaino. En Francia murió por lo menos dos veces, y otras tantas en Italia; murió asimismo bajo las torturas de la Inquisición en España, por alquimista y herético; fue rico y pobre, mendigo y cardenal; vendió dátiles en Egipto, a la puerta del mercado, en las márgenes del Nilo, en los tiempos de Ramsés II; contempló las estrellas del hemisferio oriental cuando era un hebreo de barbas de algodón; fue el célebre sabio matemático Allhy Fouché, nacido y muerto antes de Cristo.

En Bahía, además del nicho perpetuo en la iglesia negra del Passo, reposaba también en la iglesia do Baiacu, en la isla de Itaparica, donde murió en 1638 guerreando contra los holandeses, a los treinta años de edad, cuando encarnaba al bello, fuerte y libertino servidor del rey de Portugal, don Francisco Nunes Marinho d'Eca, primer Capitán- Mayor de la Costa, perito en indias.

Toda esa inmensa experiencia – y mucha más, pues harían falta varios tomos para narrar la multiplicidad de sus vidas, todas ellas plenas de hechos y amores- se acumulaba ahora en el frágil esqueleto de Antonio Melchíades Cardoso e Silva (Cardoso y S.a para los elegidos), modesto funcionario de los archivos municipales, maestro de ciencias ocultas, heredero de la Llave de Salomón, filósofo universal e indostánico y capitán del cosmos.

– Vamos, don Cardoso, que el patrón me dijo que lo llevara a toda costa. El hombre está hecho un ascua… – dijo Aurelio, chófer de Pelancchi.

– Vamos, yo ya lo estaba esperando…

¿Usted sabía que yo iba a venir?

El sabio se rió de la pregunta, con una risotada clara y desembarazada; no podía haber nadie más satisfecho y alegre, tan plenamente feliz:

– ¿Qué habrá que yo no sepa, Aurelio? Sé lo negativo y sé

lo adjunto.

Por su parte, Aurelio no pensaba discutir ni sobre lo negativo ni sobre lo adjunto, pues la simple presencia de Cardoso y S.a ya lo ponía nervioso. Durante el viaje, junto al chófer, el capitán del cosmos iba saludando a los invisibles.

– Buenas tardes, brigadier…

¿Dónde está el brigadier? ¿Allí, sentado frente al mar, tomando el fresco de la tarde? ¿Dónde, señor Cardoso? Aurelio no consigue ver ningún señor, ni de uniforme ni de civil. No a todos les es dado ver, querido, sólo a algunos.

– Mis respetos, señora mía, a sus pies.

¿Tampoco la ves? Ésa tan elegante, de sombrero de plumas y vestido de cola; fue la más hermosa de su época, en otros tiempos. Por ella se mataron dos jóvenes en la flor de la edad. Ahora van los tres juntos por la orilla, del brazo, entre risas y galanterías. Tus ojos están ciegos, míseros ojos materiales, pues ni siquiera alcanzas a verla a ella, en el esplendor de su realeza.

– Dios me libre y guarde, don Cardoso…

Suelta el maestro una carcajada, la calle se puebla de espectros; al chófer, tenso al volante, no le agrada conducir tanto misterio.

– ¿Así que las cosas no andan bien en el juego? – pregunta

Cardoso de repente.

– ¿Usted lo sabía?

¿Será que verdaderamente lo sabe todo? Pero he aquí que Cardoso oculta el rostro y se esconde. ¿De quién? ¿De esa moza rubia y deportiva que va camino de la playa? De ella misma, querido. ¿Sabes quién es? Es Juana de Arco. ¿Y sabes quién es Cardoso y S.a? Pues no es otro que el cardenal francés Pierre Cauchon, legado del Papa, cuya mano pusilánime firmó la sentencia de muerte de la Doncella. Él la ve en todos sus detalles, con sus ojos inocentes y su rubio perfil, durante el sacrificio.

– Yo era desconfiado, frívolo, inmoral, cobarde… En el apartamento de Zulmira, Pelancchi espera impaciente al mago del Hindostán, el único capaz de descifrar lo imposible.

– Tardó, señor Cardoso…

– Nunca llego ni antes ni después, siempre en la hora justa.

Saludó a Zulmira, envuelta en flotantes gasas; Cardoso la conoce bien de otras épocas, cuando al frente de las Amazonas ella cruzaba el valle en fogosa cacería, al aire el único, opulento seno. Que todavía sigue siendo opulento (lo mismo que el otro), pero no lo muestra; es una lástima, piensa el maestro Cardoso, casi puro espíritu, decantado por tantas encarnaciones, pero que, sin embargo, todavía no había llegado al punto de ser insensible a ciertas exigencias de la puerca vida material en que se cumple la pena.

– Hace dos días que lo busco…

– ¿De qué tiene necesidad? ¿De prisa o de solución?

Los ojos inmóviles, fijos en el más allá, el sudor recubriéndole la amplia frente, los fluidos en derredor suyo. Intenta concentración:

– Se reviró la ruleta, ¿no?

Pelancchi miró a Zulmira, como diciéndole: «Ves, lo adivina todo.» Incluso a la tienda espiritual en que Cardoso habita con su pobreza y sus cinco hijos (jamás cobró un real por hacer el bien), llegaban los rumores de la ciudad, y por aquellos días no se hablaba en ella de otra cosa que de lo acontecido en el Pálace, en el Tabaris, en el Abaixandinho, en las mesas de ruleta y bacará, de lasquiné. Misterio o martingala, trampa o milagro, nunca hubo noticia de una mala suerte tan grande como la de Pelancchi Moulas. Los comentarios, a decir verdad, habían llegado a oídos del maestro. Pero, si no los hubiera escuchado, ¿acaso eso le impediría saberlo?

– Hoy de mañana, cuando hablé conmigo mismo, antes de salir de casa, me dije: Pelancchi va a mandar llamarme, está en las tinieblas, necesitando un poco de luz.

– ¿Un poco? No, mucha luz… Me dan ganas de acabar conmigo, de liquidarme de una vez…

Le contó los increíbles sucesos; sentado frente a él, impávido, Cardoso y S.a oía la relación de los asombrosos acontecimientos. Y meneaba la cabeza, tal vez para confirmar alguna idea o prever una certidumbre. Por entre las finas gasas del peignoir, a través de una discreta mirada de reojo, Cardoso y S.a miraba conmovido un palmo de muslo de Zulmira, atenta a la dramática narración del rey del juego. Semejante visión camal no perturbaba a S.a, pues la belleza no perturba al sabio, que no es inmoral ni se opone al espíritu. Además, hace descansar la vista.

Vista cansada: sus ojos inmateriales veían a través del espacio, atravesaban el tiempo, fijos en lo que queda detrás, en lo que viene delante. Cuando Pelancchi terminó de contarle sus innumerables golpes de mala suerte, para Cardoso y S.a ya estaba todo claro, tanto los términos del problema como su incógnita, y ya tenía la respuesta y la solución:

– Son los marcianos… – dijo categóricamente.

Y echó una de sus colosales carcajadas, como si todo aquello no pasara de ser una broma divertida, como si no le estuviese costando una fortuna diaria a los cofres de Pelancchi.

– ¿Marcianos? ¿Qué marcianos?.. Don Cardoso, no me venga con memeces… Confío en usted, no me deje con las manos vacías. ¿Qué tienen que ver los marcianos con esto? Es obra de mis enemigos, eso sí. Es brujería. ¿Quién es el que vio a un marciano? Nadie sabe si existen siquiera. Pero el hechizo existe, y los malos espíritus y el mal de ojo…

– Usted nunca los vio porque es un montón de carne… Son los marcianos, como le dije… Ni enemigos ni brujería. Los marcianos son muy curiosos, en cuanto ven una máquina se ponen a estudiarla, quieren entenderlo todo, y para ellos, mentalidades superiores, no existen la mala suerte ni el azar…

– ¿Marcianos? – preguntó Zulmira, siempre ávida de aprender- . ¿En la tierra? ¿Desde cuándo?

Mas no confundamos ni comparemos a Cardoso y S.a con esos cartománticos u ocultistas que andan por ahí, a salto de mata, inclinados sobre las bolas de cristal o con los videntes de óptica reducida, o con las adivinas de pacotilla y los quirománticos de tres al cuarto. Cardoso y S.a era profesor de misterios, un sabio de lo oscuro, un científico que ya estaba mucho más allá de la astrofísica y de la relatividad.

– Hace mucho tiempo que los primeros marcianos desembarcaron en la tierra. Sólo tres seres humanos asistieron al desembarco…

– ¿Y usted era uno de ellos? Sonrió con modestia, y continuó:

– Un día de éstos se van a mostrar, y entonces la humanidad va a recibir un sacudón… – Y echó otra carcajada, encontrando infinitamente gracioso el susto que se iba a llevar la humanidad- . Por ahora son invisibles… Sólo algunos elegidos…

Zulmira, con afán de saber, preguntó:

– Usted, que los puede ver, dígame, ¿cómo son? ¿Son hermosos?

– Al lado de ellos, nosotros somos unos bicharracos hediondos. Quedóse la mulatita absorta, meditabunda, divagando:

– ¿Quiere decir, señor Cardoso, que fueron los marcianos quienes me metieron mano y me pellizcaron? ¡Ay! ¿Ellos también son así?

– ¿Así? ¿Cómo? – Solícito, Cardoso pidió detalles- . ¿Qué mano, qué pellizcos, en qué parte de su anatomía?

Zulmira le contó lo sucedido, todavía alarmada, inocente víctima del libertinaje interplanetario, del toqueteo de los ectoplasmas.

– Se las mostré a Pequito, él vio las marcas. También se las mostré a las compañeras de la clase de cocina, en la escuela de doña Flor. Doña Flor se impresionó tanto que casi se desmaya.

Las mostró a todo el mundo; sólo a él, Cardoso y S.a, no se las mostró, ¿por qué esa prevención para con él? Sin un examen in loco (como diría el cardenal Couchon) era imposible definir el fenómeno. Un tanto contrariado, Cardoso y S.a le respondió:

– ¿Los marcianos? No creo… Ellos sólo transmiten el pensamiento.

¿Sólo transmisión de pensamiento? ¡Qué locos…, pensó Zulmira, y prosiguió haciéndose las uñas. Pero Pelancchi aún tenía dudas:

– ¿Marcianos? ¿Y si no fuera eso?

– Déjelo de mi cuenta, que yo lo resuelvo…

Pelancchi confiaba en Cardoso y S.a. Había tenido ocasión de comprobar la grandeza universal de su saber. Pero, para un asunto tan complejo, quizá valiera la pena no limitarse al místico del Indostán; quizá conviniese consultar otros poderes mágicos, a la madre Octavia, por ejemplo.

Cardoso y S.a renovó el tabaco de la pipa con la mirada puesta más allá de la ventana y del horizonte, parecía haberse ido siguiendo el rayo de luz. Su voz llegaba de lejos:

– Tengo mucho crédito entre los marcianos…, todavía no hace cuatro días que fui con ellos a Marte. Recorrí todo el planeta. Tienen una ciudad toda de plata y otra toda de oro… Allá los peces vuelan y el mar es un jardín de flores…

Ahora ya ni siquiera contemplaba las piernas de Zulmira, ni su opulento seno entre los encajes del escote. Había llegado a Marte en un barco de luz. «Está en trance», susurró Pelancchi respetuosamente, y Zulmira puso en orden el peignoir de encaje.

20

Las puertas del infierno se abrieron, y el ángel rebelde traspuso la puerta del dormitorio (y del amor) de doña Flor, encendida su mirada lasciva, incitantes los labios y enteramente desnudo. Si ni siquiera una santa pudo resistir la atracción de esa sonrisa, de ese pecho descubierto, ¿cómo podría hacerlo doña Flor? ¿Dónde estás, comadre Dionisia, con tu collar de Oxóssi, y con el ebó compuesto por el ojé? Apúrate, Dionisia, apúrate con el bacalao y con el mokan para amarrar al tinoso en la noche de su sueño. Si él sigue entre los vivos, doña Flor no puede responder por su honra y por la testa del doctor. Toda una vida honesta, de comportamiento ejemplar, de decencia, de respetabilidad, y he aquí que todo ese envidiable capital está en peligro; mañana, el buen nombre de doña Flor, símbolo de virtudes, va a estar en boca de todos, enlodado, despreciado. Mañana será ya otra mujer, a la que señalarán con el dedo, llena de remordimiento y de vergüenza. Doña Flor acoge la mirada del cachondo en el centro de su ser, encelada; gozosamente, responde al convite, ofreciéndose. Es al mismo tiempo una doña Flor alerta y valiente ante el peligro, honrada y austera, intransigente, y una doña Flor apurada por darse, antes de que sea tarde. ¿Cuál de las dos es la verdadera doña Flor? ¿La que cierra la puerta con estruendo, o la que abre en silencio, un resquicio tras otro, la puerta de su cuerpo? Se oye la lluvia sobre el tejado.

Es la noche del sábado, después de la tarde con jaqueca, el vértigo, la visita de Dionisia, el concierto de fagot: ¡todo eso parece tan lejano! El tiempo de doña Flor es un tiempo de batalla, ya no se mide por horas y minutos; es un tiempo de rechazo y de deseo, largo y sufrido. Noche de sábado, noche del doctor, con bis: él se prepara en el baño para la discreta y deleitosa fiesta de los sentidos. Doña Flor lo espera descansando, sumisa y apacible. Pero, ¡ah!, en ese instante aparece el pérfido, acomodándose a los pies de la cama y ordenándole, dedo en ristre:

– Tú no vas a dormir con ese bosta, no te voy a dejar ni aunque tenga que hacer un bochinche de órdago.

Era absurdo, un abuso, un despropósito, pero vaya uno a entender el corazón humano…, doña Flor se sintió contenta y a punto de reír y de preguntarle (en vez de expulsarlo, ofendida e indignada):

– Estás celoso de él, ¿eh?.. Hay que ver… ¡Este punto tiene celos!…

– Lo que tengo es ganas de ti, mi bien – respondió con la mayor tranquilidad del mundo, tendiéndose en la cama a sus anchas- . Ya esperé demasiado… ¿Dónde se vio tener que conquistar a mi legítima, con la que dormí durante siete años? Se acabó, no espero más. ¿Cómo voy a tener celos de tu doctor de fórmulas, si no estoy en guerra, en competencia con él? Se casó contigo, es tu marido, y, excepto en el yogar, para lo que no le da el cuero, en lo demás, lo reconozco, incluso es un buen marido. No le niego su derecho. Sólo que hoy tendrá que disculparme: se va a quedar al sereno, el que va a yogar es este punto, que es el que sabe cómo se hace la mazmorra…

– Ya puedes ir esperando, vas a tener que esperar mucho…

Totalmente desnudo, ardientes los labios, la mirada cachonda y la mano siguiendo su curso, él la domina: doña Flor ya es una esclava de Vadinho, sólo es libre de palabra, pura fanfarronería. ¿No había sido siempre así? Su orgullo y su pudor se desvanecían en las manos de él, quedando doña Flor a las órdenes de su marido y dueño. Orgullo, pudor, decencia, moral, dignidad, ¿de qué vale todo eso si él la desea y vino por ella? (bien sabéis de dónde: de donde no se vuelve).

– Yo estaba preso en los abismos, atado de pies y manos; me dio harto trabajo desatarme para venir a verte, mi bien. Pero tú me llamabas y vine, atravesando el fuego y el frío, la nada y lo que no es, y llego aquí y tú me niegas el pan y el agua…, ¿por qué?

– ¡Ay, Vadinho!…

– ¿Por qué me tratas así, como a un perro? Se acabó, mi bien. O hoy o nunca más. Cuando aparezca esa cucaracha tonta le dices que no te sientes bien, que hoy no puedes. Después este punto te va a arar la peladita.

– ¡Ah, eso no!… Soy una mujer seria y honrada, no voy a traicionar a mi marido, ¿cuántas veces te lo dije?

El doctor, saliendo del baño, de pijama limpio, trasciende a jabón de olor. Su aspecto es apacible, sincera su sonrisa, honesta su mirada. Vadinho toma en su mano la rosa azul de doña Flor. ¡Ah, doña Flor!…, ¿cómo puedes ser tan despreciable?

– Teodoro, querido, perdóname, hoy no me siento bien, estoy indispuesta. Lo dejamos para mañana si no te enojas.

¿Enferma? El doctor se inquieta. Ya se había quejado a la tarde. ¿No sería algo más que una simple indisposición? ¿Dónde está el termómetro? ¿Y el jarabe, las píldoras, la caja de los medicamentos? No necesito nada de eso, mi querido, no te aflijas, duerme, mañana estaré bien, estaré bien del todo…

– …y a tu disposición – dijo, prometedora, doña Flor.

¿Cómo puedo ser, así de pronto, tan carente de sentimientos, tan sin orgullo, sin decencia, sin moral? – se interroga doña Flor, sintiendo por el alarmado esposo una suave ternura al mismo tiempo que cierto gusto por la farsa. Le dio un beso en la mejilla. Pero el doctor Teodoro no se conforma: debe tomar un sello, unas gotas, algún sedante para dormir de un tirón toda la noche y despertar tranquila y descansada. Va a buscar el remedio y el agua. Apenas sale, doña Flor se siente apresada en los brazos de Vadinho.

– ¡Loco! Suéltame, que ya está volviendo… Vadinho, objetivo e imparcial, reflexiona:

– No es mal sujeto, tu segundo… Muy al contrario, ¿sabes, mi bien?, cada vez me es más simpático… Aquí entre nosotros, tú estás muy servida. Él para atenderte y cuidarte, yo para yogar… El doctor trajo el porrón de agua fresca, dos vasos y una pequeña ampolla con un líquido incoloro:

– Tintura de valeriana, veinte gotas en media copa de agua. Con esto vas a poder dormir y descansar, querida.

Alzó el cuentagotas y con calma y atención mezcló el sedante con el agua. ¿Cambió alguien los vasos en cuanto el doctor se dio vuelta por un segundo? ¿Quién? ¿Vadinho o doña Flor? Pero si así fuera, ¿cómo el doctor, un farmacéutico competente, no reconoció el gusto fuerte de la valeriana? ¿Ocurrió un milagro? Si ocurrió, a esta altura de los acontecimientos, un milagro más o un milagro menos ya no impresiona a nadie ni le causa sorpresa. También puede ocurrir que no hubiese habido cambio, que doña Flor no bebiese el sedante y que el profundo sueño del doctor se debiera solamente a la lluvia en el tejado y a su conciencia tranquila. Apenas tuvo tiempo de darle un beso a la esposa.

– Se quedó corneado… – dijo Vadinho, empleando el término justo- . Ahora nosotros, mi bien…

– Aquí no… – pidió doña Flor, gastando las últimas briznas de pudor y de respeto por el segundo esposo- . Vamos a la sala…

Y en la sala se abrieron las puertas del cielo e irrumpió el canto de aleluya.

«¿Dónde se vio yogar en camisón?» Doña Flor quedó tan desnuda como él, vistiéndose y completándose el uno con la desnudez del otro. Una lanza de fuego la traspasó y Vadinho la deshonró por segunda vez: una antes, cuando era doncella, otra ahora, de casada (y si tuviera otras honras también se las quitaría). Y allá se fueron los dos por las praderas de la noche, hasta las orillas de la mañana.

Nunca se entregaba de ese modo, tan suelta, tan fogosa, con tan ardiente voracidad, con tanto delirio. ¡Ah, Vadinho!, si tú tenías hambre y sed, ¿qué decir de mí, sostenida con un régimen escaso y soso, sin sal y sin azúcar, casta esposa de un marido respetador y sobrio? ¿Qué me importa lo que digan la calle y la ciudad; mi nombre digno, mi honra de casada?, ¿qué me importan? Toma todo eso en tu boca ardiente de cebolla cruda y quema en tu fuego mi decencia innata, rasga con tus espuelas mi antiguo pudor, soy tu perra, tu yegua, tu puta.

Fueron y vinieron, partieron y llegaron, y, apenas volvían, ya partían de nuevo, siempre de llegada, siempre de regreso. Tantas nostalgias y tantas metas a cumplir todas alcanzadas, algunas repetidas.

Insolente y bienamada, sucia y linda, la boca de Vadinho le decía tantas indecencias, le recordaba las dulzuras de otro tiempo.

– ¿Recuerdas la primera vez que te sentí? La gente paseaba en la plaza, tú te arrimaste a mí…

– Fuiste tú quien me abrazó, y me metiste la mano.. Él le metió la mano y la exploró:

– Tu rabo de sirena, tu barriga color de cazuela, de barro esmaltado, tus pechos de aguacate. Creciste, Flor, estás más opulenta, estás sabrosa de la cabeza a los pies. Te voy a decir una cosa: he comido muchas brevas en mi vida, una buena cosecha: ninguna como tu peladita, te lo juro, mi Flor…

– ¿Qué gusto tiene? – preguntó doña Flor con impudor y cinismo.

– Tiene gusto a miel y a pimienta, y a jengibre…

Él hablaba y doña Flor se deshacía en ayes: qué Vadinho más loco, más perverso, fuego y brisa a la vez. No te vayas más, nunca más. Si te fueras otra vez me moriría de pena. Aunque yo te lo pida y te lo niegue, no te vayas; aunque yo te lo mande y te lo ordene, no me dejes…

21

El domingo era día de levantarse más tarde, y cuando doña Flor se despertó, en aquella mañana de domingo todavía lluviosa, vio el rostro del doctor inclinado sobre el suyo, contemplándola con devoción, la mano puesta sobre la mejilla de ella:

– ¿Dormiste bien, querida? Fiebre no tienes…

Sonrió doña Flor desperezándose, contenta de tener tan buen marido, de sentirse objeto de tantos cuidados; le pasó los brazos por el cuello y le dio un beso de agradecimiento:

– Ya no siento nada, Teodoro… Fue una tontera…

Sentía una modorra…, sentía el placer del ocio, ganas de estar en cama, de seguir disfrutando aquel calorcito y la dedicación del farmacéutico. Mañana sin compromisos, colchón de espuma, la lluvia en el tejado, la devoción del marido, santo esposo. Se recogió en el mimo de sus brazos:

– Qué pereza, querido…

– ¿Y por qué no te quedas descansando? Ayer no estabas bien, descansa hoy hasta más tarde. Si quieres traigo el café aquí. Tan bueno, tan encantador:

– Sólo me quedaré si tú también te quedas, querido. Sólo me quedaré si es junto a ti.

El doctor Teodoro, sin malicia, un bebón, a pesar de la situación social, del saber, de la edad:

– Es que… – se rió, torpemente- …si me acuesto junto a ti, no asumo ninguna responsabilidad si… Doña Flor, con voz mimosa:

– Corre el riesgo, Teodoro… – y escondió la cara en la almohada.

Estaba un tanto alterada, un seno se agitaba junto al pecho del doctor, la curva del anca resaltaba entre las sábanas, con su color de cerámica antigua. La mirada del doctor, tímida y voraz, la mano contenida.

– Tú te diste algunos golpes en la cama, querida, mira la marca… Más de una… Tuviste un mal sueño.

Ella se encogió, sintiendo que se le paraba el corazón:

– ¿Dónde?

– Aquí… Pobre mi querida… – la mano aprovechadora subía por el muslo y más arriba.

Doña Flor ocultó entre las piernas del marido las huellas del mal o bien dormir (o de no dormir). Sus bocas se encontraron y ella se estremeció: el sabor del beso puro, pero ardiente, el inesperado placer de aquel abrazo, la lluvia en el tejado, el calor de la cama, la timidez del doctor Teodoro, la mano sin experiencia y por eso tal vez más deleitosa, el deseo en los ojos entrecerrados del marido, con el pecho jadeante; y todo a plena luz, ¡oh!, ¡qué vergüenza!… Doña Flor se estremeció de nuevo: una delicia. «Para los trabajos y los cuidados, tu buen marido.» ¿Sólo para eso? «Cada hombre tiene su gusto propio – decía María Antonia, su ex alumna, una experta en machos y cama- , cada uno tiene su característica, unos sabios, otro no. Pero si una sabe aprovechar, ¡ah!, todos son buenos…» Doña Flor se siente anegada por el deseo, un deseo diferente, nacido de la pereza, de la timidez de Teodoro, de su contención.

– Estás en deuda conmigo, querido…

– ¿Yo? ¿Qué?., – preguntó el doctor, sonriendo con inocencia… ¿No era verdaderamente un niño grande y tonto?

Frente amplia, de intelectual, frente de insignes pensamientos, ¡y qué hombre tan bobo! Doña Flor pasó la mano, curiosa, por su frente, y se rió levemente: nunca había sido tan suave y mimosa:

– Pues sí, señor, ayer me falló…

– No seas injusta, quien falló…

– Si soy yo la que está en deuda, entonces páguese, que a mí no me gusta deber – dijo ocultando la cara entre las manos, toda llena de malicia.

¿Qué más podía desear el noble farmacéutico? Contestó con toda seriedad:

– Pues voy a cobrar con intereses…

Hombre metódico, cumplidor de leyes y ritos, el doctor se dispuso a tomar su posición habitual, y se echó la sábana por encima para cubrir el amor con el recato y el pudor que se deben entre esposos. Pero doña Flor no le dio tiempo: de repente, tiró la sábana fuera de la cama y con ella el recato y el respeto, y el doctor se encontró en los brazos de ella. Nunca se iba a olvidar de esa mañana de lluvia, ese domingo bendito, ese día santo y feriado, esa extra sin igual, extra y super para decirlo y definirlo todo con exactitud.

Después, doña Flor se hizo un ovillo, adormeciéndose al compás de la lluvia con una sonrisa en los labios, y durmiendo profundamente, tan sosegada y satisfecha que había que verla.

22

Nada había cambiado, no se observaba ninguna novedad, ése era un domingo como todos los otros y doña Flor seguía siendo la misma de siempre. Igualita. ¡Y ella había pasado las del infierno, llegando a creer que aquello era el fin del mundo!: uno tiene cada sorpresa en esta vida… Sin embargo, como la Droguería Científica estaba de turno, ese domingo era algo distinto, pues el doctor debía atender la numerosa clientela – una sola farmacia abierta para una población tan grande. Cuando salió del dormitorio, el marido ya no estaba. A pesar de eso, tuvo una de las mañanas más agitadas. Primero llegó Marilda con su noviazgo, en crisis, mientras doña María del Carmen casi estaba en el paroxismo: ¿debía seguir cantando o debía casarse? La opinión de las mujeres de la vecindad era unánime, con excepción de doña Gisa. Pero la norteamericana era conocida por sus ideas estrambóticas, tal vez buenas para los Estados Unidos, pero extravagantes, cuando no peligrosas, para el Brasil. No sólo defendía el divorcio, sino que llegó al absurdo de declarar, en voz bien alta, que la virginidad no pasaba de ser algo obsoleto y hasta perjudicial para la salud: los manicomios, según la gringa, estaban llenos de vírgenes. ¡Imagínense! Las demás repetían, moralmente convencidas, que el casamiento era el único objetivo de la mujer, destinada por Dios a cuidar de la casa, atender al marido, procrear y criar hijos, contenta y conforme. Estaba al frente de este bravo ejército doña María del Carmen, con el deseo de ver a su hija establecida en la vida, como ella misma decía:

– Es preciso que esa chica se establezca, que constituya su hogar. La radio no ofrece garantías y es un peligro.

¿Un peligro? El grupo se exaltaba: no uno, sino múltiples peligros rodean a las cantantes, a las artistas, una raza que ya de por sí es un tanto equívoca y de conducta sospechosa, en opinión de doña Dinorá, una persona, como sabemos, de moral severa y rígida, cada vez más intransigente en la lucha contra la indecencia y el libertinaje. Se echaba para atrás apenas oía hablar de artistas, escenarios o radio. En cuanto a los directores, a los cantores, a los músicos, eran todos unos perdularios, unos gavilanes que echaban el ojo a los infelices, con las garras afiladas.

Todavía hacía poco que una joven cantante, una joven de excelente familia – con la que estaba relacionada doña Enaide, «gente distinguidísima»- , fuera internada en el hospital, apresuradamente, porque se iba en sangre, y, cuando el médico averiguó la causa de la hemorragia, comprobó que era un aborto muy mal hecho por una aficionada cualquiera. Si la joven no murió fue gracias a los cuidados del doctor Zezito Magalháes, cuya competencia es de todos conocida. No se murió, el médico le devolvió la vida, pero lo que es el virgo, eso ni el buen doctor Zezito, con toda su competencia, puede devolvérselo. Ni él ni nadie, pues, como decía doña Dinorá: «todavía no se inventó una virginidad de repuesto».

– Pero – comentó doña Norma- el que la invente se hace rico. ¿Se imaginan? Bastaría ir a la farmacia, la Científica para no ir más lejos, y pedir: «Déme dos cachuchas nuevas, una para mí y otra para mi hermana… Y una más barata para la criada…»

Todas se rieron, si bien nada de eso tenía que ver con Marilda, que era una joven honesta, según la opinión general de las vecinas. Por eso mismo, no podía dudar entre el casamiento con el hacendado y el magro cachet de la radio. En consecuencia, grande fue el asombro cuando ese domingo doña Flor, al ser abordada una vez más por Marilda, le aconsejó que mandase a comer alpiste a ese novio retrógrado y prepotente y que continuara en la radio, en donde no tardarían en ofrecerle mejor salario. Doña María del Carmen, viendo que su hija, fortalecida por tan inesperado apoyo, se inclinaba a romper el noviazgo, fue a pedir explicaciones a doña Flor y casi riñe con ella:

– Si fuera su hija, dudo…

La discusión fue encendiéndose – con participación de las vecinas- , pero doña Flor mantuvo sus puntos de vista:

– Eso es pura carcamalería…

Las dos acabaron llorando y doña María del Carmen quedó vacilando entre el éxito radial de la hija y la seguridad del casamiento. Doña Flor había logrado conquistar la opinión de la mayoría. Doña Norma resumió:

– Que se vaya al infierno a ser el amo. Se acabó el tiempo de la esclavitud.

Doña Flor fue a la cocina a preparar el almuerzo – los domingos en que estaba de turno la farmacia no iba a la casa de los tíos en Río Vermelho- , y allí la encontró Dionisia de Oxóssi.

– Permiso, comadre…

Venía a buscar dinero y traía prisa: el ebó estaba en marcha y la rueda de las iawós la esperaba para danzar desde el atardecer hasta bien entrada la noche. Y antes de eso tenía mucho que hacer, pues el mandato era de los grandes y complicados preceptos. El Babalaó había echado las conchillas y los orixás respondieron. Para garantizar su tranquilidad, librarla de mal de ojo y de cualquier otra enfermedad, así como de las amenazas del egun descontento, que quería atraerla hacia su muerte, doña Flor debía ordenar un sacrificio importante. No bastaba con un simple «despacho», o con un ebó cualquiera. Exu, protector del finado, se alzó en rebelión, en pie de guerra. Dionisia le había dicho al ojé que no reparara en gastos. Tratándose de un caso de vida o muerte, y con Exu en armas, oblicuamente y del otro lado, era preciso gastar lo que fuese necesario y proceder aprisa: su comadre doña Flor apenas si podía tenerse de pie. En vista de todo esto, el propio Asobá adelantó dinero suyo para los gastos más urgentes: un carnero, dos cabras, doce gallos, seis conquerís, doce metros de paño. Para no hablar del resto, una extensa relación escrita a lápiz en marrón, de envolver, en la que figuraba cada compra con su precio, y veinte mil- réis más destinados al peji de Ossain para que abriese los caminos de la selva, donde se esconde Exu.

Pero cuando Dionisia llegó se encontró con una doña Flor tan bien dispuesta, tan contenta de sí misma, que ni siquiera se parecía a la de ayer por la tarde. ¿Habría hecho mal en autorizar tantos gastos?

Había hecho bien, pues en la víspera la misma doña Flor, asustada, le pidió que hiciera esas gestiones.

– Gracias, comadre, por tanto trabajo como le di. Ahora, sin embargo, ya nada importa. Para bien o para mal, todo está resuelto.

– ¿El finado dejó de molestarla?

Doña Flor se sonrió nerviosamente y dijo:

– O yo dejé de asustarme. Ya no necesito nada.

¿Y ahora? Era imposible suspender lo que se había puesto en marcha. Durante la noche anterior y esa madrugada se hizo el sacrificio de los animales, y al primer claror del sol pusieron ante cada orixá la primera cuenca con su comida ritual. Todo el domingo, por la tarde y por la noche, los preceptos continuarían cumpliéndose con los oríxás presentes en el íerreiro, Suspender el mandato, detenerlo en la mitad, no proseguir, dar lo hecho por no hecho, es imposible, comadre, en un ebó de tanto axé. Deshacer lo hecho tendría consecuencias fatales e imprevisibles. ¿Y quién podría escapar con vida al castigo cruel de los encantados? Ni ella misma, Dionisia, a pesar de ser una simple intermediaria.

Ahora no quedaba más remedio que ir hasta el fin. Aunque la comadre se considerase libre de amenazas, el ebó era una garantía más para su tranquilidad. El dinero ya estaba gastado; los oríxás ya bebieron la sangre caliente de los animales durante la matanza, aceptando, al llegar el alba, los pedazos de carne preferidos. Todos ellos se presentaron cubiertos con sus armas y sus emblemas. El grito de Yansá ya había resonado en la selva. Eso le daba a doña Flor la seguridad de que jamás volvería a molestarla el finado, ahora amarrado para siempre a su muerte. Doña Flor le entregó el dinero de la cuenta y algo más, y le dio las gracias a Dionisia nuevamente por tantas molestias como se tomó. Quiso retenerla para el almuerzo: gallina en salsa oscura, lomo de cerdo al coñac y tarta de mandioca; de postre, mangos y zapote. Pero Dionisia tenía prisa por volver al terreiro, donde al son de los timbales Oxóssi reclamaba su caballo preferido. Los domingos de guardia, después de almorzar (el doctor comía a las apuradas, sin siquiera notar el gusto de los manjares con la preocupación de volver pronto a la farmacia, que quedaba al cuidado del negro de los mandados), doña Flor se cambiaba de ropa, y, sin hacer caso a las protestas del esposo, lo acompañaba para hacerle menos pesada la obligación de trabajar en un día de descanso. Se ponía a su lado en el mostrador ayudándolo a despachar, muy paqueta, con un aire y unas maneras de tanta exquisitez como si estuviera visitando a doña Magá Paternostro, la millonaria, o de fiesta en casa de la comendadora Inmaculada Taveira Pires. Tanta elegancia y lindeza estaban dedicadas a él, y el doctor Teodoro se sentía recompensado y más que recompensado. Así sucedió ese domingo: doña Flor, toda donaire y hermosura, hechizo y melindre, ostentaba el antiguo collar de turquesa, regalo de Vadinho. Nada había cambiado, era un domingo igual a tantos otros en tarde de guardia. Todo igual: la calle, la gente, el doctor y ella. Nadie la señalaba con el dedo, nadie se había dado cuenta de nada, nadie la acusaba de adúltera y culpable, ni siquiera doña Dinorá, metida a adivina y ponzoñosa. El mismo sol de antes, la misma lluvia (ahora fina llovizna), las mismas conversaciones y las mismas risas, la misma consideración hacia ella, sin cambio alguno. Ella había pensado que iba a ser el fin del mundo, tanto en la calle como dentro de sí: que iba a romperse su corazón, era preferible la muerte. En lugar de eso, todo seguía igual: cómo se engaña uno en esta vida. Desde el mostrador, mientras atiende a una dienta, el doctor Teodoro le sonríe, muy embobado y orgulloso al verla tan hermosa. Ella le sonríe también y, de reojo, observa su frente: ni rastro de cuernos. Qué tontería, doña Flor, ¿que significa esa repentina afición a la farsa? Nada había cambiado tampoco entre ella y el doctor. Sólo que persistía el recuerdo de esa mañana en la cama, haciendo más íntima la tarde de guardia. En su memoria persiste también el recuerdo de la noche en el sofá, la impúdica cabalgata bajo la lluvia, aleluya de Vadinho. En la tarde serena, en la paz tranquila del domingo, el aguijón del deseo se clava en su cuerpo. ¿Cuándo vendrá de nuevo el tarambana, el tirano, el malvado, el tinoso, su «primer»? A la noche con seguridad, cuando el doctor, cansado del trabajo, duerma el sueño de los justos y felices. En medio de esa dulce paz, la buena esposa, solidaria con el segundo marido, cumpliendo con su deber de ayudarle en la guardia, espera la llegada de la noche libertina con el primero. Súbitamente la inquieta una idea. La comadre Dionisia dijo que jamás volvería Vadinho a molestarla: quedaría amarrado para siempre en las cuerdas del despacho. Dios mío, ¿y si fuese así?

23

La madre Otavia Kisimbi «rezó por el cuerpo» de Pelancchi y tanto él como Zulmira tomaron un baño de hojas con jabón de coco. Las plumas de los gallos sacrificados fueron puestas en las encrucijadas de los caminos. La madre Otavia defendía a Pelancchi por los cuatro rincones y por las siete puertas y le dijo que esperase los resultados. Pero el rey de la quiniela tenía apuro y fue a llamar a las puertas de otros cultos. La vidente Aspasia acababa de llegar de Oriente, traída por las auras de la mañana y casi no había terminado de vestir su uniforme de adivina (un tanto gastado) cuando recibió la visita de Pelancchi, dinero en grande por delante. Si bien la pitonisa no era sensible al tintineo del oro – vivía de la gracia de los cielos y en total ayuno de las cosas de este mundo- , ¿cómo rechazar unos billetes, cuando además se le exigía un trabajo tan difícil? Echando mano del «sistema de la ciencia espiritual en movimiento», patente suya, exclusiva, partió hacia el más allá y gimió unas palabras con voz enronquecida, debatiéndose como si intentaran estrangularla. No era un espectáculo de los más agradables, y el profesor Máximo Sales, de naturaleza escéptica, un cabeza dura, tuvo deseos de marcharse. Pero Pelancchi se mantenía firme, con tensa atención, apretando la mano trémula de Zulmira, a quien lo sobrenatural afectaba enormemente desde que los invisibles habían demostrado interés por sus cuadriles (y, ¿quién sabe?, por lo otro). Zulmira, secretaria y confidente, leal, junto al patrón, era consuelo de los afligidos, ¡y qué consuelo! Babeándose toda, con los ojos desencajados, la sacerdotisa del Oriente retornó de las esferas siderales y, al ver a Pelancchi, su cuerpo se contorsionó y de su pecho esquelético – una tabla rasa que daba tristeza ver- partió un grito. Y pidió más dinero, ¡ah!, era un trabajo extenuante, en los círculos del más allá todo estaba oscuro como alquitrán, ¡tan negra era la suerte de Pelancchi! Un dinerito para verlas. Quizá ese refuerzo de la iluminación bastase para que ella pudiera aclarar toda la intriga. Guardó los billetes en la gaveta, encendió las velas simbólicas, y, a la luz de ellas, sus ojos de vidente reconocieron a los enemigos de Pelancchi:

– Veo tres hombres a la vera de un camino y los tres le quieren mal…

– ¡Ah! – gimió Pelancchi- . Dígame cómo son, señora… Ella se concentró, esforzándose por ver claro. Pero Pelancchi tenía prisa:

– Fíjese si uno es calvo y otro gordo. El tercero…

– Deje que ella misma describa al tercero… – sugirió Máximo Sales, un entrometido de la peor especie- . Si no, ¿qué es lo que le deja para adivinar?

La pitonisa, a pesar de estar en trance, fulminó con la mirada al canalla que le hacía más difícil la limosna: ¿quién dijo que ganaba fácilmente su dinero?

Gruñó, se mordió las muñecas, se dio golpes en la cabeza: ¿era fácil, acaso, sacarle ese dinero a Pelancchi? Difícil y arriesgado:

– El primero de los tres – anunció con voz de ultratumba- es un hombre calvo.

– Gran novedad… – masculló Máximo, el muy crápula.

– El segundo es un señor gordo, muy gordo…

– ¿Y cómo es el tercero? – exigió el tal por cual de Máximo.

– Al tercero no lo veo bien todavía, está en las tinieblas… Pelancchi no podía contenerse:

– Eso es, siempre escondiéndose, ¡el maldito! Mire si tiene bigotes y la nariz partida…

La pitonisa parecía no escuchar, estaba en la lejanía, en el más allá, procurando ver:

– Ahora lo veo: tiene bigotes…, tiene la nariz rota…

– Son los Strambi, no cabe duda – dijo Pelancchi, y preguntó qué se podía hacer para apartar de su camino a los implacables Strambi.

Para expulsarlos de Bahía, inculcarles los nobles sentimientos del perdón y llevarlos al más lejano Levante, Aspásia, extenuada, exigió una cantidad un tanto fuerte. Pelancchi ya estaba sacando la cartera, pero Máximo Sales, ese traste inmundo, otra vez se metió donde no lo llamaban y obtuvo una rebaja sustancial.

Los Strambi se fueron de la mano de Aspásia, pero no se fue la mala suerte en el juego. Y Pelancchi siguió su vía crucis, su peregrinación entre adivinas y ocultistas.

Por lo menos Josete Marcos, comprobó Máximo Sales, era bonita y joven: una excepción en la cofradía, que, en general, estaba formada por los pellejos más repelentes. ¿Por qué – se preguntaba el profesor de contravenciones- el otro mundo utilizaba semejantes espantajos? ¿Por qué eran tan sucias las salas de consulta, los templos de las revelaciones? ¿Por qué tan fuerte el hedor del misterio, el tufo de las almas? El escéptico Máximo concluyó que el más allá era un tanto fétido y sucio. ¡Salve Josete Marcos, esbelta, rubia, limpia! En la salita en que los recibió había un jarro con flores y varias salivaderas. Luego de oírlos, los dejó en compañía de su marido y ayudante y se fue a orar en la sala de levitación y videncia. El marido, Mister Marcos, también joven, con un simpático aire de malandrín diplomado, explicó que Josete no cobraba nada por los beneficios que se distribuían entre la gente, por intermedio de sus facultades de médium. Todo lo hacía gratis, pues los espíritus no aceptaban nada y Josete recibía sólo lo estrictamente necesario para las inyecciones y los remedios (todo es tan caro hoy en día, todo sube de tal modo) destinados a rehacer su salud, que quedaba resentida después de cada sesión; al producir ectoplasma – y ella no hacía economías, como los señores constatarían personalmente- , su organismo, ya de suyo frágil, llegaba a la debilidad más extrema, poniendo en peligro su vida. Pelancchi, lleno de compasión y esperanza, fue generoso, y Mister Marcos embolsó.

En la otra sala, la de los fenómenos, tapizada de paño rojo, la oscuridad era casi total. De bata blanca, tendida en un diván, allí estaba Josete con sus fluidos, y el marido ordenó a los cuatro – Pelancchi, Zulmira, Domingos Propalato y Máximo- que se dieran las manos para establecer la corriente del pensamiento. Una vez que lo hicieron, se apagó la única luz de la sala, una pequeña lamparita.

En seguida comenzaron a tintinear campanitas, se oyeron unos chillidos, una especie de maullidos, y se vio una luz que se movía en el aire, alrededor de la cortina, arrancando un grito histérico de Zulmira. En cuanto a Pelancchi, ni gritar podía, y Propalato, trémulo, sudaba, apretando los dientes. Esa luz y ese cascabeleo eran el hermano Li U en persona, sabio chino de la dinastía Ming, absolutamente auténtico. Según Máximo Sales – incorregible- , en vez del sabio Li U, la luz y el sonido eran obra de la sabiduría de Marcos, un vivo que gozaba de la buena vida a costa del lindo ectoplasma de su mujer. Pero como Máximo Sales era un deslenguado y un incrédulo, sus opiniones no tienen ningún valor y no merecen mayor crédito, y si las incluimos aquí es para mantener la precisión del relato.

Quien merece crédito y confianza es Josete, transformada en ectoplasma y hablando en un extraño idioma, como de niños, quizá el chino antiguo o el portugués de Macao, pues era necesario cierto esfuerzo para entenderlo. Según el sabio Li U, la causa de toda la confusión era una señora, itálica y rencorosa, a la que Pelancchi había engañado.

– ¿Rubia o morena? – preguntó el calabrés.

– Morena y bonita, de unos veinticinco años…

– ¿Veinticinco? Casi cuarenta, y era una víbora. Yo no tuve la culpa, por favor, cara mía, dígale al chino que yo no tuve la culpa…

Se llamaba Anunciata y parecía una signorina ingenua y perseguida en busca de protección: ¡Oh! ¡Qué putaña más putaña! El, Pelancchi, sí que era entonces un ragazzo, povero ragazzo de diecisiete años…

Con la impetuosidad de sus desengañados diecisiete años, le había tajeado a la traidora una flor de sangre en la cara, agregando algunos cortes en el mentón, ya por pura saña y maldad. Como Pelancchi era un menor se libró de la cárcel, mientras Anunciata, en el hospital, juraba que se vengaría, muerta o viva. Ahora, después de tantos años, venía a cumplir su promesa de odio en este dramón italiano. Anunciata, su primer amor, ¡tan carina, tan putaña!

Pelancchi, todavía hoy, no se arrepentía. Una mujer suya no es para compartirla con otro, es suya y de nadie más. Zulmira, en la oscuridad, se encoge…, ¡hay cada peligro en este mundo!

El sabio chino, por unas cajas más de inyecciones, libró a Pelancchi del recuerdo de Anunciata y de su odio. Los detalles materiales, tales como el precio y el pago, se arreglaron por intermedio de Mister Marcos, mediador de las almas y gerente espiritual de aquella tienda. Y la Anunciata se fue con su flor de sangre y sus cortes en el mentón. Pero no se fue la mala racha.

El arcángel Sao Miguel de Carvalho, envuelto en una especie de sábana, con un turbante en la cabeza, no describió fisonomías ni citó nombres, pero fue positivo y rápido. Tomando las manos de Pelancchi, lo miró en los ojos: en el espacio sideral lo perseguía un enemigo cruel, un hombre al que el calabrés ofendiera gravemente, y que había desencarnado hacía poco. El arcángel lo localizó en seguida, con su linterna angélica:

– Está de pie aquí, junto a usted.

Hubo un principio de retirada general y el mismo Máximo Sales, por las dudas, se colocó junto a la puerta.

– ¿Hace poco que murió?

– Sí. Y la riña fue a causa de una mujer., – prosiguió el arcángel, habiendo respirado a fondo sus mágicos poderes.

Pelancchi identificó a Diógenes Ribas. Le había quitado la esposa, una mulata pretenciosa, una catástrofe de bonita, una manceba espléndida y matrera. Diógenes, propietario perjudicado y disconforme, anduvo por ahí con un cuchillo, profiriendo amenazas. Pelancchi, que ya era un poderoso señor de la timba, para hacerle callar la boca, y a pedido de la mulata – a la que Diógenes perseguía con insultos y calumnias- , mandó que le diesen una zurra, encargando el trabajo a un equipo de especialistas. Cuando salió de las manos de los médicos, Diógenes Ribas desapareció para siempre. Sólo por casualidad vino Pelancchi a saber de su reciente y triste muerte, en la miseria. En cuanto a la mulata, eje del drama, Pelancchi se la cambió a un suizo por una gruesa de barajas.

El arcángel, con su flamígera espada, barrió a Diógenes…, muchas palabras y pocos hechos, un espíritu pobre, de tercera, un cornudo. No cobró mucho, pues no era un explotador de creyentes, sino un benefactor de la humanidad, como les dijo. El cornudo se retiró con sus guampas, pero la mala suerte siguió, cada vez mayor.

La doctora Nair Sabá, médica – clínica y cirujana- , diplomada con distinciones y honores por la Universidad de Júpiter, una cuarentona fea como la desgracia, curaba enfermos con pases magnéticos. Por una módica cantidad, descubrió en la conjunción de los astros por lo menos a seis enemigos de Pelancchi, inmediatamente identificados por éste sin la más mínima posibilidad de error. La doctora de Júpiter liquidó a los seis en un plazo récord y de propina curó a Pelancchi de una úlcera al duodeno y a Propalato de un reumatismo pertinaz. A lo único que no pudo vencer fue a la mala suerte en el juego.

Madame Deborah era sesentona y a juicio de Máximo no valía lo que cobraba ni siquiera como espectáculo: poco afirmativa, se quejaba de dolores en el vientre (hacía más de treinta años que estaba grávida, pues había concebido iba a parir el Apocalipsis), despedía un vaho que denunciaba la cachaca, tenía un catarro crónico y estaba metida en unas ropas de gitana. Sólo hizo referencia a una tal Carmosina, antiguo amor de Pelancchi, abandonada por él sin dolor ni piedad, pues el rey del juego no mantenía clavos. Madame Deborah tuvo dificultades para despachar a la fulana, pero por fin lo consiguió, ayudada por unos tragos de caña que tomó de un frasco de jarabe para la tos. Después quiso venderle a Pelancchi palpitos infalibles para la quiniela. Naturalmente, la mala suerte continuó.

El único que no cobró nada fue Teobaldo, Príncipe de Bagdad, un viejito esmirriado, todo de blanco, los ojos azules y finos, la faz bondadosa, la boca enigmática. No quiso dinero ni contribución de ninguna especie, ni tampoco reveló a un enemigo visible o invisible, macho o hembra. Con ojos lacrimosos, tocando el hombro de Pelancchi, dijo tan sólo:

– Únicamente el Maestro del Absurdo lo puede salvar. Sólo él, nadie más…

– ¿Y dónde puedo encontrar a ese caballero?

Anciano con más de ochenta años, y desde los veinte anunciando el fin del mundo, resistiendo a la incredulidad y a la persecución, a la cárcel y al manicomio, jamás vencido, implacable profeta del Viejo Testamento, Teobaldo, Príncipe de Bagdad, informó:

– Donde menos se espera es donde se lo encuentra… – dicho lo cual cerró los ojos y se durmió.

En el apartamento de Zulmira, en la soledad propicia al pensador, Cardoso ponía en orden los últimos detalles de su plan de campaña: había logrado una cita con los marcianos, entre los cuales tenía amigos.

– ¿Cómo le fue? – le preguntó a Pelancchi.

Cansado y pesimista, el rey del juego alzó los hombros:

– ¿Usted sabe por casualidad dónde puedo encontrar a un tal Maestro del Absurdo? ¿Oyó hablar de él?

– ¿El Maestro del Absurdo? ¿Quiere encontrarse con él? – y la carcajada del místico sacudió la sala.

– Con urgencia.

– Pues aquí lo tiene, frente a usted. Yo soy el Maestro del Absurdo.

En el bacará, en el lasquiné, en el grande o pequeño, en la ruleta, Arigof, Anacreón, Giovanni Guimaráes y una multitud que había seguido sus palpitos hacían estallar una banca tras otra y jamás perdían. Ni una vez sola.

– ¿Usted? Pues apúrese. Si esto dura otra semana, quiebro.

– Aprisa, Cardosito – suplicó también Zulmira. El Maestro del Absurdo sonrió ante el tratamiento íntimo de la leal secretaria: – Váyanse tranquilos, que ya empiezo. «Mirada de águila, irresistible», pensó Zulmira.

24

Doña Flor y el doctor Teodoro, del brazo, llegaban de la farmacia a la hora de cenar. Él, tras un breve descanso, debía volver al trabajo, pues la guardia se prolongaba hasta las diez de la noche, un latazo.

– Pobre mi querido… – dijo doña Flor.

– Tú hoy vas a dormir temprano, querida, ayer estabas febril – le recomendó el marido.

Y doña Flor tan satisfecha: de repente se sentía entera, unida; no más contradicciones, no más estar partida por la mitad, su espíritu en lucha contra su materia. Sólo un temor: ¿Y si él no volviera, su primero? ¿Si ya no lo viese más?

Pero él vino en cuanto el doctor se fue a la farmacia (de capa y paraguas, ya que de nuevo arreciaba el aguacero). Y he aquí a doña Flor y a Vadinho yogando en la cama de hierro, en el colchón de espuma.

– Estás pálido y cansado, te veo flaco. Es que no duermes, llevas una vida de juego y de orgía. Necesitas descansar, mi amor.

Se lo dijo en un intervalo de lentas caricias, después del embate de fuego y tempestad. Vadinho, pálido, como si se le hubiera ido la sangre, pero sonriente:

– ¿Cansado? Sólo un poco. Un poquito nada más. Pero tú no te imaginas cómo me reí a costa de Pelancchi. Dentro de un rato…

– ¿Dentro de un rato? ¿Es que vas a jugar? ¿No vas a quedarte conmigo toda la noche?

– La noche nuestra es ahora. Después, mi bien, es el turno de mi colega, tu marido.

Doña Flor se llenó de bríos, volviendo a formular dramáticas decisiones:

– Con él, nunca más… ¿Cómo podría? Nunca más, Vadinho. Ahora somos sólo nosotros dos…, ¿no lo ves acaso?

Él sonrió plácidamente, estirado en la cama a sus anchas:

– Mi bien, no digas eso… Tú adoras ser fiel y seria, ya lo sé. Pero eso se acabó, ¿para qué engañarse? Ni sólo conmigo, ni sólo con él, con nosotros dos, mi Flor engañadora. Él también es tu marido y tiene tanto derecho como yo. Un buen tipo ese tu segundo, cada vez me gusta más… Por lo demás, cuando llegué, te avisé que nos íbamos a llevar bien los tres…

– ¡Vadinho!

– ¿Qué pasa, mi bien?

– ¿A ti no te importa que yo te ponga los cuernos con Teodoro?

– ¿Cuernos? – dijo pasándose la mano por la lívida frente- . No, no hay motivo para que aparezcan cuernos. Él y yo estamos a la par, mi bien, los dos tenemos derecho, ambos nos casamos por el juez y por la iglesia, ¿no es así? Sólo que él te gusta poco, es bobo. Si así lo prefieres, mi bien, el nuestro puede ser un amor perjuro, para que nos parezca más picante, pero es legal como el de él, con certificados y testigos, ¿no es cierto? Y si ambos somos maridos tuyos y con iguales derechos, ¿quién engaña a quién? Sólo tú, Flor, nos engañas a los dos, porque a ti misma ya no te engañas más.

– ¿Que los engaño a los dos? ¿Y a mí no me engaño más?

– Te quiero tanto, ¡oh! – la voz de celestes acentos resonando dentro de ella- , con tal amor para verte y tomarte en mis brazos rompí lo que no es y otra vez soy yo. Pero no exijas que yo sea al mismo tiempo Vadinho y Teodoro, pues no puedo. Sólo puedo ser Vadinho y sólo te puedo dar amor, el resto de todo lo que necesitas es él quien te lo da: la casa propia, la fidelidad conyugal, el respeto, el orden, la consideración y la seguridad. Quien te da eso es él, pues su amor está hecho de cosas nobles (y aburridas), y todas te son necesarias para ser feliz. También de mi amor necesitas para ser feliz, este amor hecho de impurezas, equívoco y tortuoso, lascivo y ardiente, que te hace sufrir. Un amor tan grande que resiste a mi vida desastrosa, tan grande que después de no ser volví a ser y aquí estoy. Estoy aquí para darte alegría, sufrimiento y gozo. Pero no para estar siempre contigo, para ser tu compañero, tu atento esposo, para guardarte constancia, para llevarte de visita, para tener día fijo de cine y hora exacta para dormir…, para eso no, mi bien. Eso es cosa de mi noble colega de concha, y no podrás encontrar otro mejor. Yo soy el marido de la pobre doña Flor, el que va a despertar tus ansias y mover tu deseo, escondidos en el fondo de tu ser, de tu recato. Él es el marido de la señora doña Flor, cuida de tu virtud, de tu honra, de tu respeto humano. El es tu rostro matinal, yo soy tu noche, el amante frente al cual no tienes freno ni resistencia. Somos tus dos maridos, tus dos faces, tu sí y tu no. Para ser feliz nos necesitas a los dos. Cuando era yo solo, tenías mi amor y te faltaba todo, ¡cómo sufrías! Cuando era él solo, lo tenías todo, nada te faltaba, y todavía sufrías más. Ahora sí que estás entera, como debes ser.

Crecían las caricias, los cuerpos se quemaban en llamaradas:

– A prisa, mi bien, que nuestra noche es corta. Vamos a yogar rápido, que dentro de poco partiré para la perdición, que es mi destino, y habrá llegado la hora de mi colega en ti, mi socio, mi hermano. Para mí tu ansiedad, tu deseo secreto, tu base de impudor, tu grito enronquecido. Para él el resto, los gastos y la custodia, tu agradecido respeto, el lado noble. Y todo perfecto, mi bien, yo, tú y él, ¿qué más deseas? Lo demás es engaño e hipocresía, ¿a qué seguirte engañando?

– Crees que vine a deshonrarte y, sin embargo, vine a salvar tu honra. Si yo no hubiese venido, yo, tu marido, con derechos legales, dime, Flor mía, di la verdad, no te engañes: ¿qué iría a pasar si yo no viniera? Vine a impedir que tomases un amante y arrastrases tu nombre y tu honra por el barro.

»¿Ni siquiera pensaste alguna vez, jamás admitiste siquiera alguna vez la idea de un amante, mujer íntegra, viuda honesta, esposa honrada, fiel a sus maridos? ¿Y qué me dices del «Príncipe de las Viudas», «Eduardo de Tal», también conocido por el «Señor del Calvario»? ¿Ya no te acuerdas de él, parado junto a un poste? Te quedabas en el rincón de la ventana para verlo, y si yo no envío a Mirandáo rápidamente, le hubieras entregado la peladita sobre mi luto, poniendo un jardín de cuernos en mi tumba. Su voz celeste, su sabor, su gusto ardiente, de jengibre, de pimienta, de cebolla cruda, gusto a la sal de la vida (y a la verdad verdadera).

Ahora olvídate de todo, mi bien, es tiempo de yogar, y yogar es cosa santa, cosa de Dios, vamos, mi bien. Qué Vadinho más embrollador, más hereje, más tirano…, vamos. Vadinho, apúrate.

25

Con la cabeza reclinada en los senos de terciopelo y bronce de Zulmira Simóes Fagundes, el místico Cardoso y S.a… ¿Cardoso y S.a? Sí, no se trata de engaño o de un error, de un cambio de nombres, sino de una real (lamentablemente) y momentánea sustitución de personas físicas. No era Pelancchi Moulas, el rey del juego, el emperador de la quiniela, el patrón del Gobierno y de Zulmira el que se reclinaba, en uso de sus derechos exclusivos, sobre los senos de la mulata, gozando del calor y del consuelo de tales prendas. Quien lo hacía, y además con una sorprendente desenvoltura, era nuestro siempre insólito Maestro del Absurdo, el intrépido Capitán del Cosmos, ese casi puro espíritu inmaterial. ¿Cómo llegó Cardoso y S.a a esas alturas y grandezas? Pues rogando. Mientras se empeñaba en solucionar los problemas de Pelancchi, frecuentando sus salones de juego en conferencias sucesivas con los jefes marcianos (entrevistó incluso al Guía Genial, el tenebroso y benemérito dictador de Marte, hasta entonces inaccesible a cualquier ser humano), le rogaba a Zulmira, le pedía con insistencia y la adulaba, y la antigua fórmula demostró una vez más su eficacia.

Al principio solicitó – sólo por mera curiosidad científica- ver las marcas dejadas por los invisibles en «sus magnas caderas de amazona». Las marcas ya se borraron, respondió ella, sólo quedaba el recuerdo. Aun así quiso Cardoso y S.a ver el lugar (estudiar el fenómeno in loco), sin lo cual era imposible hacer un diagnóstico perfecto. La ciencia es exacta.

Le fue mostrado entonces el ampuloso lugar y él se demoró (la prisa es enemiga de la ciencia), estudiándolo: el color, la solidez, la arquitectura: todo era, en verdad, de primera. Zulmira lo dejaba, entre risueña y avergonzada, pues ¿no era Cardosito casi un puro espíritu, liberado de la vileza de la materia? Casi.

– Es igual a las montañas de Marte, en la conformación y en los abismos – reveló el Geógrado de los Planetas.

Habiendo saciado (en parte) su curiosidad por dicho territorio y recordando los detalles de lo sucedido con los senos, le rogó que le mostrase tales maravillas, sus vertientes y cumbres, invocando para tan importante pedido razones estéticas, además de las científicas. Habiéndola habituado Pelancchi al culto de lo bello y de la poesía, ¿cómo negarse a una súplica tan insistente como cortés, desprovista de cualquier brizna de lascivia y que provenía de persona tan correcta? – se preguntaba Zulmira… y consintió.

El Maestro Cardoso y S.a, artista respetuoso, pidió contemplar nada más que por un instante aquellas «obras maestras del Supremo Artífice del Universo», pero, al verlas sueltas, fue tan grande el deleite estético que perdió por completo la cabeza. Si él, que era casi un puro espíritu inmaterial, se entregó a las intemperancias de la materia, ¿cómo exigir de Zulmira, frágil mortal, más rígida conducta?, y así fue como sucedió, entre pedir y dar.

Por lo demás, si Pelancchi Moulas fuese realmente generoso y quisiera premiar como es debido el esfuerzo descomunal del astrólogo y alquimista en favor suyo, tendría que darle Zulmira de regalo a Cardoso y S.a, liberándola de cualquier obligación o compromiso con relación al juego y su señor, tanto en la mecanografía como en la recreación, reservando para sí tan sólo los gastos (elevados) de la opulenta. Porque el Gran Capitán, cumpliendo su palabra, había salvado la fortuna del calabrés, librándolo de la mala suerte y de la confusión de los marcianos. Algo, al menos, es cierto e indiscutible: por aquellos días ocurrió la deserción de Giovanni Guimaráes, el último en retirarse. El primero fue Anacreón. El viejo patriarca, educador de generaciones, hombre respetable y de canas, dirigió cierta noche sus pasos hacia el cubil de Paranaguá Ventura y en aquel centro de fullería, en el que todas las cartas estaban marcadas, se sintió de nuevo jugador. Porque ganar permanentemente no era jugar, no era una disputa entre él y la suerte, una batalla contra el banquero y la bola de la ruleta, contra la carta y el dado. Y no así, tomar una ficha, ponerla en la carta o en el número y recoger las ganancias. ¿Qué gusto podía tener eso? Sin duda era cosa de magia, pero no tenía gracia. ¿Qué había hecho él, Anacreón, el perfecto jugador, el pedagogo de la ruleta, para merecer el castigo de esta suerte infalible? Eso era ganar, no era jugar. La emoción del juego consiste en no saber, en el riesgo, en la rabia de perder, en la alegría de acertar, en la ganancia y en la pérdida. Es seguir la bola en la fuente de la ruleta, en su girar loco y en el imprevisible número en que caerá, distinto cada vez. Cuando por casualidad se repetía, ¡qué emoción! Ahora Anacreón ya ni miraba la bola que, obediente, iba a caer en el número sobre el que él había puesto las fichas. Y lo mismo en las cartas y en los dados. ¿Qué crimen cometiera él para merecer ese castigo? El viejo Anacreón era hombre de una sola pieza, honesto, decente, jugador por el placer del juego, el placer del no saber, de arriesgarse. Y ahora no corría riesgo, sabiendo el resultado antes incluso de comenzar. Una vergüenza.

Juntó las fáciles ganancias y allá se fue al encuentro de Paranaguá Ventura:

– Esto no es el casino de Pelancchi – le dijo el negro- , no me venga con martingalas.

Ambos se echaron a reír; allí se necesitaba más que suerte, había que tener coraje y una mirada alerta para no ser robado. Pero a Anacreón esa noche no le importaba perder, fuese contra el azar o contra los fulleros. Lo único que no quería era tener aquella suerte milagrosa, obtener lucro sin gracia, sin lucha, sin placer. La naturaleza humana es así.

Arigof, que había comenzado antes que los otros, todavía tardó unos días en ir al antro de Tres Duques, al garito de Zezé da Meningite, lugares en donde el juego era juego de verdad. ¿Por qué esa tardanza? No lo ocultemos: las ganancias fáciles estuvieron a punto de corromper el íntegro carácter de Arigof. Le dio la manía de mantener mujer, de gastar con la amante, cosa que era una inversión total de las buenas costumbres. Llenaba a Teresa de regalos, habiéndole comprado un globo terráqueo en relieve y un pájaro cantor para que se durmiera al son de su tonada. Quiso a todo trance hacerse cargo de los gastos del alquiler, del almacén, y de todos los otros.

La geógrafa, frustrada y ofendida, le hizo ver lo absurdo y lo ridículo de la situación: era a ella, Teresa Negritud, a quien correspondía mantener la casa y al negro macho, pues ella tenía que defender su orgullo y su honra. Uno que otro regalo, pase. El pájaro la conmovió, pero de ahí a querer pagar el alquiler, ¡ah!, era un desatino.

Arigof, gracias a Teresa, vio a tiempo el abismo que se abría ante sus pies: ya no iba al casino por el juego, sino por el dinero. ¿Dónde estaba su entereza de hombre y su placer de jugador? Finalmente volvió a encontrarlas en el tugurio de Tres Duques y en el antro de Zezé de Meningite. Y Teresa le abrió de nuevo su mar de espumas, su blanca extensión.

En cuanto a Mirandáo, ya se sabe lo que le pasó, ya se conoce la promesa que hizo en un instante de pánico. Siguió siendo bohemio, poblando la noche con sus historias, su risa y sus largas horas de cachaca, pero nunca más jugó. No quiso sentir de nuevo, tan próxima, la presencia de lo sobrenatural. Cuando Giovanni Guimaráes volvió a los salones del Pálace, ya no era más el antiguo jugador: estaba convertido en alto funcionario y en hacendado. Por lo tanto, si fuese por su gusto, se pasaría el resto de su vida ganando al 17 e invirtiendo en tierras y bueyes el dinero de Pelancchi. Pero su esposa y la sociedad censuraron su vuelta al juego, y el simpático periodista, miembro reciente de las clases conservadoras, se inclinó ante el lar y el crédito bancario, volviendo a acostarse temprano. No salió del Pálace para ir al antro de Tres Duques o de Zezé, o al cubil de Paranaguá Ventura. Se fue a su lecho de casado, a su respetabilidad. Lo movieron a ello, sin duda, razones excelentes, pero no del mismo tenor moral que las de Anacreón y Arigof.

Así pues, las tres acciones corrieron paralelas y llegaron juntas a su destino: el acuerdo interplanetario del Capitán del Cosmos con los marcianos, el juego de pedir y dar, inocente entretenimiento con el que se divertían el místico y la amazona para pasar el tiempo, y el hastío de los amigos de Vadinho.

La victoria de Cardoso y S.a no melló las convicciones materialistas del profesor Máximo Sales, renuente y cabeza dura. Todo estaba claro para él: ese Cardoso, con su aparente extravagancia y sus palabras en las nubes, tenía que ser el jefe de la banda, y Zulmira su cómplice. Sin duda, los dos se conocían hacía mucho y eran amantes, sólo Pelancchi, viejo cornamenta, podía no darse cuenta. De no ser así, ¿cómo explicar entonces lo sucedido? ¡El sorprendente, el insólito Cardoso y S.a, Cardo- sito para los íntimos como Zulmira! ¿Quién lo diría tan familiarizado con las cosas del amor? No sólo del amor en nuestro mísero y minúsculo astro, sino también en los planetas más progresistas, en las galaxias más nutridas. Era todo un catedrático en la dulce disciplina que enseñaba a la atenta alumna. Atenta y preguntona:

– ¿Y cómo es en Saturno, dime, Cardosito? ¿Cómo besan si no tienen boca, como tocan si no tienen manos?..

Antes de oírse la respuesta, resonaba la carcajada del Maestro del Absurdo:

– Ahora mismo te voy a mostrar cómo…

Zulmira tenía miedo que Pelancchi descubriera ese afecto espiritual, esa mística ligazón de almas hermanas, viendo maldad y vicio donde sólo había curiosidad científica y deleite estético.

– ¿Y si Pequito entrase ahora y nos viera así? Es capaz de matarnos. Una vez juró…

El Gran Iluminado la tranquilizó:

– Hago así con las manos y nos volvemos invisibles. Hizo así con la mano y le enseñó ciertas costumbres de los habitantes de Neptuno…, ¡cada cosa!

26

Cada día estaba más pálido, más abatido con doña Flor, inclinada sobre su rostro, y preguntándole:

– ¿Qué te pasa, Vadinho?

– Siento un cansancio…

La voz ronca, los ojos desencajados, las manos descarnadas… Para doña Flor era consecuencia de aquella vida sin orden, sin horario. No hay organismo que pueda soportar un desgaste tan grande y tan constante.

La vez anterior sucedió de repente: cuando todos lo creían fuerte y sano, lleno de bríos, de vigor y de energía, Vadinho se desplomó entre las máscaras, en medio del carnaval, con su disfraz de bahiana y en plena animación. Tan joven todavía, joven y hermoso, jactancioso y fanfarrón, y sin embargo tenía el corazón hecho pedazos, estaba totalmente gastado por dentro. Doña Flor había ido hasta allí haciéndose camino entre las máscaras y los conjuntos, apoyándose en doña Norma y doña Gisa. Cuando llegó, lo vio muerto, sonriéndole a la muerte. Junto a él estaba Carlitos Mascarenhas, vestido de gitano, callado el sublime guitarrillo. El luto de la plaza era de cascabeles, lentejuelas y colores vivos.

Pero esta vez la muerte llegaba paso a paso; la muerte o lo que sea. Primero, pálido y descarnado; luego, lívido y fluido. Si fluido y casi transparente. No era la flacura de los enfermos, tampoco tenía dolores ni fiebre. Iba perdiendo densidad, se volvía incorpóreo, iba desvaneciéndose.

Al principio, doña Flor no le dio importancia a la cosa. Como Vadinho era tan chacotero y dado a las bromas, todo un comediante, creyó que era una farsa tramada por él para reírse de su preocupación y burlarse de sus temores. Desde luego que Vadinho no perdió los viejos hábitos, volvió hecho el mismo tramoyista de antes, riéndose de todo y divirtiéndose a costa de los demás. Y si no que lo dijera doña Rozilda, empavorecida: era un chacotero.

La vieja se presentó de improviso con sus grandes maletas, que anunciaban una estancia prolongada. El doctor Teodoro se tragó la sorpresa, y, de acuerdo con sus buenas maneras, acogió con hidalguía a la suegra, «siempre bienvenida a esta casa». Con el correr de los años la maldad de doña Rozilda se había agudizado y era un pozo de veneno. Apenas llegó y ya la ponzoña coma por la casa y por la calle:

– Tu hermano es un calzonazos, un pocacosa, tiene sangre de cucaracha. La mujer lo domina a ese legañoso. Vine para quedarme.

«Dios mío, dame paciencia», rogó doña Flor, y el doctor Teodoro perdió todas las esperanzas. Ante aquella monstruosa amenaza sólo veía dos soluciones: o envenenar a la apestosa, y no tenía coraje para tanto, o que ocurriera un milagro, y ya no estamos en tiempos milagrosos. Se equivocaba el doctor, como bien sabemos nosotros y pronto lo comprobó.

Menos de veinticuatro horas después de su desembarco, doña Rozilda regresaba a Nazareth, corriendo hacia el vapor, como si el infierno entero le estuviera mordiendo los talones. No sería todo el infierno, pero sí Satanás, o Lucifer, o Belcebú, el Can, el Repugnante, no importa el nombre o el título: el demonio, el peor de ellos, aquel que en otro tiempo fuera su yerno para desgracia suya y de su hija. Le tiraba de los pelos y una vez incluso la derribó. Se pasaba el día diciéndole cosas horribles, lanzándole obscenos insultos, amenazándola con darle bofetadas o puntapiés en el culo y proponiéndole porquerías.

– Esta casa está maldecida, ¡válgame Dios! No vuelvo a poner los pies aquí… – exclamó finalmente, juntando las maletas.

Pues sucedió un milagro – aunque no es tiempo de ellos- , pensó el doctor con humildad, no creyéndose merecedor de tanta gracia, de semejante merced.

– El maldito anda suelto, quiso matarme… – y dichas estas palabras doña Rozilda se fue a toda prisa, calle adelante.

– Está caduca… – diagnosticó el doctor Teodoro, con tanto alivio como competencia.

Doña Flor se sonrió, en señal de acuerdo con la opinión del doctor, solidaria con su desahogo, y al mismo tiempo en respuesta a la guiñada de ojo de Vadinho. En la puerta, el tinoso se reía a carcajadas, aunque ya un tanto inmaterial y fluido.

Siguió acentuándosele aquella palidez suya, y cada vez era menos material, volviéndose casi gaseoso y transparente, y en cierto momento doña Flor llegó a ver a través de su cuerpo.

– ¡Ay, amor! Te estás desvaneciendo en la nada…

Era la primera vez que doña Flor veía a Vadinho sin fuerzas para reaccionar, desorientado, perdido. ¿Qué se había hecho de su ardor, de su arrogancia, de su picardía?

– No sé, mi bien… Siento que me están llevando… a pesar mío. ¿Será que tú ya no me deseas? Porque sólo tú puedes echarme. Mientras me quieras y me desees, mientras pienses en mí, seguiré vivo y aquí. ¿Qué hiciste, Flor?

Ella se acordó entonces del ebó. Ya se lo advirtiera su comadre Dionisia. Ella, doña Flor, tenía toda la culpa por haber recurrido a los orixás y suplicado que se llevasen a Vadinho de vuelta a la muerte.

– Es el hechizo…

– ¿Hechizo? Su voz era como de agua, se deshacía en un susurro.

Le contó lo ocurrido cuando el sábado por la tarde, estando ya en los brazos de Vadinho, su honra se salvó gracias a Dionisia de Oxóssi; desesperada, le encargó el despacho. Se hizo cargo del trabajo el Babalaó Didí, él, que era pai- pequeno de Vadinho, cuya mano defendía su destino. ¿Qué hiciste, Flor, mi Flor perdida, y para qué?

– Para salvar mi honra…

De nada le había servido, igual sucedió lo que tenía que suceder. Más veloz que el despacho había sido la fuerza del deseo que las palabras de Vadinho desataran. Después de lo ocurrido, ella intentó suspender el encargo, pero era tarde, ya se había derramado la sangre de los sacrificios.

– ¡Ah! Tú me echaste, me mandaste de vuelta, no tengo más remedio que partir. Porque mi fuerza es tu deseo, mi vida es tu querer y si no me quieres no existo. Adiós, Flor, ya me voy, me están amarrando con un mokan, todo se acabó.

Y fue desapareciendo ante su vista hasta disolverse en la nada.

27

Y allá se fue Vadinho, convertido en campo de batalla en la guerra de los santos, presa de los orixás, egun sin cementerio.

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