Doña flor y sus dos maridos, de Jorge Amado (página 10)
Enviado por Ing+Licdo:Yunior Andrés Castillo S.
Era necesario aprovechar la ocasión para poner todo en su lugar, precisando actitudes, condiciones y plazos, de forma que doña Flor no fuese víctima de la condenación de las gentes, ni tampoco se prolongase demasiado la ridícula imagen que ofrecía ahora el inexperto farmacéutico, hombre bien considerado y de respeto, que de repente se veía convertido en payaso y en motivo de burlas por parte de las comadres que espiaban su paso por la calle y describían sus miradas y suspiros, divirtiéndose a costa suya. He ahí por qué doña Norma no sólo convocó a su entrañable amiga doña Gisa, letrada y sabionda, sino que también quiso oír a don Sampaio y apoyarse en él. Al principio pensó en Nazareth das Farinhas o en Río, en la madre y en los otros parientes de doña Flor.
Pero tanto ella como la viuda concordaron en que era inútil la presencia de los bondadosos viejos en los debates preliminares del caso. Si llegase el momento solemne del compromiso, entonces sí, harían salir de su jardín a la tía Lita y al tío Porto de sus coloridos paisajes para recibir la petición del pretendiente y comprobar sus intenciones.
Aquélla fue una noche complicada para doña Norma, que tuvo que pedirle a doña Amelia que la sustituyera en la cabecera de una prima suya, en quinto o sexto grado, que recién acababa de dar a luz:
– Esta Normita no tenía por qué haberse ofrecido a acompañarla, la joven está llena de parientes,.., se ofreció de puro entrometida, ¡qué mujer más atolondrada…! – protestaba doña Amelia, camino del hospital contra su voluntad.
También doña Gisa hubo de deshacer un compromiso: una reunión musical en casa de unos amigos alemanes, donde, a media luz, se oían discos de Beethoven en devoto silencio, sorbiendo alguna copita. En cuanto a don Sampaio, fue de mala gana, a la fuerza: no estaba en sus costumbres meterse en la vida ajena y mucho menos entrar en el terreno de los palpitos a propósito de un asunto tan personal como el casamiento. Pero tratándose de doña Flor, criatura a quien realmente estimaba, viuda honesta ¡y qué churro, qué postre! (don Sampaio no podía reprimir sus malos pensamientos), se decidió a salir, resolviendo dejar sus ocios y sus principios para atender el pedido.
Tras una nueva lectura de la carta, hecha en voz alta y con comentarios, don Sampaio comenzó aquella histórica conferencia en la cumbre (como diría la prensa de hoy):
– Me gusta, es un hombre de elevados sentimientos – opinó el dueño de la zapatería.
Se oyó a continuación el tímido asentimiento de doña Flor:
– Sí, pienso que sí… ¿Por qué no? Me parece simpático…
– ¿Simpático? Es un pedazo de hombre, un zorro – protestó doña Gisa, dispuesta a usar la jerga bahiana en su media lengua de gringa.
Finalmente, por sugestión de doña Norma, resolvieron darle plenos poderes a don Zé Sampaio para que en nombre de la viuda hablase con el farmacéutico sobre los trámites necesarios, dándole el sí pero no sin condiciones. Debían terminar de inmediato las demostraciones, e iniciar un noviazgo discreto, precedido de un encuentro con los tíos de doña Flor en el que se oficializaría el compromiso.
Hecho esto, el doctor Teodoro podría frecuentar la casa de la prometida tres veces por semana, los miércoles, sábados y domingos. Los miércoles y los sábados debía llegar después de la cena, permaneciendo hasta las diez de la noche; todos los encuentros, como es natural, debían suceder en presencia de terceros, para no dar lugar al más mínimo rumor sobre la responsabilidad de la viuda. El régimen era más suave los domingos, que debían comenzar con un almuerzo en Río Vermelho, en casa de los tíos, y terminar con una función de cine en compañía de los Sampaios o de los Ruas. No es posible cerrar el acta de aquella memorable reunión sin hacer constar en ella el descontento y el desacuerdo de doña Gisa con tales limitaciones. Se había opuesto con énfasis a la mayoría de tan ridículas y tontas exigencias, normas retrógradas que en su opinión no eran más que restos de la Edad Media, feudales y penosos. Pero el mismo Zé Sampaio, hombre de experiencia, las consideraba necesarias para preservar sin mancha el buen nombre de la vecina.
Todo indicaba que el doctor Teodoro era un hombre de bien – como sugerían su comportamiento anterior y los elevados conceptos de su carta– , pero aun así debía protegerse a la viuda contra cualquier abuso, no fuese que el boticario, después de estar día y noche en casa de la indefensa doña Flor, después de pasearla de un lado para otro en giras y excursiones, quizá a lugares distantes, nadie sabe dónde, los dos solos, saliera luego el bribón escapándose de repente, como tantas veces había sucedido en semejantes casos. ¿Dónde irían a parar entonces la honra y el límpido buen nombre de la vecina? Si sucediera eso, doña Flor pasaría, de ser considerada como una viuda ejemplar por su seriedad y comportamiento, a ser vista como orinal de difunto, en el que cualquiera hace pis y se marcha. Doña Gisa, con su sapiencia, podía reírse de esas costumbres, pero él, José Sampaio, celoso de la salud moral de doña Flor, opinaba que…
¡Edad Media, feudalismo, Santa Inquisición…! ¿Dónde se vio que una mujer de treinta años, viuda, dueña de hacer su gusto, dueña de su dinero, ganado con su trabajo idóneo, necesitase testigos para recibir la visita del novio, un caballero que pasaba los cuarenta? Sólo en el Brasil era posible semejante atraso…, en los Estados Unidos todo el mundo se reiría…
Don Sampaio escuchaba en silencio a la gringa, observándola, dándole la razón en lo más recóndito de su pensamiento: todas esas precauciones, esos testigos, eran una gran tontería, ya que finalmente quien da lo que es suyo se lo da a quien quiere y cuando mejor le parece… ¡Y qué bueno sería si la gringa, con tanta chachara y tanto futurismo, resolviese darle a él algo para poner en práctica sus teorías, su desprecio por los convencionalismos, por esas chiquillerías…! ¡Pero nada! Tanta palabra, tanta indignación, tanta ciencia y tantas letras, y después era una roca. Por lo menos hasta que hubiera pruebas en contra. Si se entregaba era en secreto. ¡Y qué secreto más absoluto! Nadie, ni siquiera doña Dinorá, tuvo jamás la menor sospecha, ni un solo gesto; ni siquiera se le conocía un pretendiente. Muchas habladurías, sí, pero todo en vano, todo concluía desvaneciéndose en la nada. Y la gringa se reía, feliz de la vida, con todos los síntomas físicos y morales del sexo satisfecho, bien servido, mientras las comadres seguían despistadas, sin descubrir una paja por más que escarbasen.
Vaya usted a saber, a lo mejor no se daba y era seria de verdad…, lo cual, finalmente, era consuelo, reflexionaba melancólicamente don Sampaio, mientras daba por finalizada la conferencia. Al día siguiente, contrariando una vez más sus hábitos, don Sampaio tardó en salir camino de su zapatería: estaba esperando la hora de la cita con el doctor Teodoro en la Droguería, deseando desembarazarse pronto del encargo.
Fue una conversación cordial, aunque al principio un tanto difícil, hilvanada con azoramientos y reticencias. Don Sampaio no sabía cómo abordar el tema y el doctor Teodoro se estrenaba en tan delicada faena. Sin embargo, llegaron a entenderse gracias a su mutua buena voluntad: el tendero lleno de simpatía por la causa, el farmacéutico dispuesto a cualquier acuerdo siempre que en él se incluye el casamiento con la viuda, guiado por su pasión definitiva de hombre maduro. El encuentro tuvo lugar en el laboratorio, en los fondos de la botica, que en apariencia estaban al abrigo de las miradas y de los oídos indiscretos. Nada más que en apariencia, pues en esa hora matinal, doña Dinorá, en guardia permanente, observó el cauteloso abordaje de don Sampaio, su sospechosa demora en el retiro del laboratorio (ni un tratamiento de sífilis tardaba tanto), y decidió asomar la cara por allí con el pretexto de su inyección contra el reumatismo (cuando la verdad no tenía que dársela hasta el día siguiente y por la tarde).
El susto de los conspiradores al ver el rostro de la entrometida equivalía por sí solo a una confesión; pero además ella ya había escuchado un fragmento de la conversación, una reveladora afirmación de comerciante de calzados:
– Siendo así, mi querido doctor, mis felicitaciones a las dos partes, a usted y a ella…, ambos merecedores…
La noticia corrió rápidamente de boca en boca, circulando por todas las calles de los alrededores, y doña Flor comenzó a recibir felicitaciones incluso antes de conocer el éxito de la misión tan brillantemente llevada a cabo por don Zé Sampaio (que además fue nombrado padrino del acto religioso, en agradecimiento).
El sábado por la noche, a la espera del encuentro del pretendiente con la viuda, se hizo una pequeña y animada velada frente a la casa de doña Flor: las comadres se apostaron sin la menor vergüenza en la acera del argentino, espiando desde allí la sala de recibo de la Escuela de Cocina. Dona Flor aguardaba, sonriente y apacible, la excitante visita; la rodeaban, como es de rigor, sus parientes próximos, en este caso, sus tíos y sus amigos más íntimos (incluso dona Dinorá, que amenazó con declarar una guerra sin cuartel si no se la invitaba), tres o cuatro parejas, doña María del Carmen y la joven Marilda (tan nerviosa como si se tratara de la petición de su mano), y, en el mejor sillón, el doctor Luis Henrique, personalidad de la Administración Pública y de las letras patrias y amigo de la familia, una especie de pariente rico. Afuera, los no invitados aumentaban en cantidad e importancia.
El doctor Teodoro llegó a la hora exacta, con la precisión de su cronómetro suizo, con una elegancia que había que verlo: de flor en el ojal, un espléndido personajón que estremeció a todas las comadres. Ceremoniosamente recibido por tía Lita, luego de saludar a todos los presentes se dirigió al lugar que se le había designado de acuerdo a un riguroso protocolo: en el sofá, al lado de doña Flor.
Doña Flor estaba resplandeciente con su nuevo vestido, hermosa y simple en su rubor y su recato, toda cobre y oro. Nadie podría adivinar, viéndola tan tranquila, de ánimo tan firme, hasta qué punto estaba por dentro muerta de angustia, oprimida y afligida, hasta qué punto creciera su ansiedad en esos días de esperanza y de duda. Al fin iban a pasar los tiempos duros, las negras noches, el desierto de luto y soledad: iba a emprender de nuevo la cabalgata del placer, iba a gozar del amor.
Sentóse el doctor Teodoro en el borde del sofá y todo fue silencio y espera, un minuto solemne, inolvidable y muy incómodo. El farmacéutico recorrió con los ojos la sala llena, encontrándose con la animadora sonrisa de doña Norma. Entonces, volviendo a ponerse de pie, se dirigió a doña Flor y a los tíos y dijo cuán feliz sería «si ella quisiera hacerle la merced de aceptarlo como novio y futuro esposo en breve plazo, resolviendo ser su compañera en el sendero de la vida, ruta pedregosa, llena de obstáculos y tropiezos que se transformaría en un paraíso si él contara con su apoyo y su bálsamo…».
Una arenga de orador, era una retórica digna de un bachiller o de un político, toda una faceta inédita del doctor Teodoro. «¡Cuántas virtudes tiene este hombre!», pensó doña María del Carmen, que de todos los presentes era la que menos trato tuviera con el pretendiente. Prosiguió su discurso afirmando que ya se sentía en los umbrales del paraíso por el hecho de estar allí, entre los tíos y los amigos más dilectos de la que era el motivo de su vida; era una pena que no estuvieran presentes también la hermana y el hermano, la cuñada y el cuñado, y, sobre todo, la venerable anciana, la santa madre de doña Flor…
Tan imprevista mención a doña Rozilda casi hace atragantarse a doña Amelia, a quien se le atravesó una carcajada en la garganta: «Espera a conocerla y ya verás qué santa es la viejita», se dijo, tapándose la boca y desviando los ojos para intercambiar una mirada con doña Norma o doña Emina. En resumen, el doctor Teodoro deseaba solicitar la mano de doña Flor, su mano de esposa, en presencia de tantos valiosos testigos. Tan lindamente habló que doña Norma no se contuvo y aplaudió, con gran indignación de don Sampaio: «¿Dónde se vio aplaudir en momentos así, cuando se impone los más discretos modales?» Pero doña Flor restableció el orden y la armonía poniéndose de pie también y tendiendo su mano hacia el pretendiente:
– Yo también deseo casarme con usted…
El doctor rozó apenas la mejilla de la novia con un beso y luego hubo una confusión general de abrazos, felicitaciones, parabienes y besos de las mujeres, mientras los invitados, que habían permanecido afuera, penetraron en la casa, regañando al doctor Teodoro:
– Don simulador, santo falso…
Una mesa cubierta de dulces y saladitos atrajo a las indómitas comadres. Marilda y la criada servían licores caseros: de huevo, de violeta, de grosella, de umbú y de araca, cuyo paladeo fue causa de que el farmacéutico cometiera una risueña equivocación:
– ¡Ah!, estos licores son excelentes… Los hacen las hermanas del convento de Lapa, ¿no?
Y es que el sabor le había resultado conocido, idéntico al de otros licores gustados en alguna otra casa también acogedora, también de una agradable calidez humana. Los demás se rieron de su afirmación, pero no quisieron aceptarla ni siquiera como hipótesis, considerándolo casi un insulto: ¿acaso no tenía él noticia de las dotes de doña Flor? No sólo era una cocinera insuperable y una repostera sin rival, sino también una maestra en licores; los de las hermanitas de Lapa, del Destierro o de los Perdones son mejunjes, jarabes de farmacia, señor doctor, no se pueden comparar con los de su novia ni de lejos…
No, no tenía noticia de su don para los licores; confundido, en actitud de autocrítica y penitencia, ofrecía su mano para recibir el castigo. Hasta él había llegado, eso sí, la fama de su regia cocina, que aseguraba que doña Flor no era profesora de condimentos por azar sino por competencia, por ser una verdadera artista. Nunca tuviera antes ocasión, desdichadamente, de probar esas delicias; pero le había llegado la hora del desquite. Con toda seguridad iba a engordar mucho.
Y así pasó la alegre fiesta del compromiso. En una de esas vueltas que da el mundo, el doctor fue a parar a la antesala del lecho de doña Flor, en la orilla de su esperanza. Se sentía torpe, pues no tenía experiencia en noviazgos y conquistas, ya que su trato más íntimo con una mujer se reducía al encuentro semanal con Otaviana. Si alguna vez el farmacéutico había percibido, tras la hetaira, la sutileza de Tavita Languidez, y le ofreció, además de las monedas contantes y sonantes, la gentileza de una palabra suave, con el correr del tiempo ese tráfico de sentimientos se redujo a las habituales cordialidades y amabilidades, las corteses atenciones, con dulces y licores y conversación en la cama, todo libre de galanteos y ternuras de noviazgo o de enamoramiento.
Cuando él se despidió, doña Flor le ofreció nuevamente la mejilla para el casto ósculo que, entre temeroso y tímido, pero sobre todo tieso, le dio el comprometido novio. Doña Flor alcanzó a sentir el temblor de su mano al rozar sus dedos húmedos. Y pensó que el doctor Teodoro también ardía por dentro, lo mismito que ella.
Esa noche doña Flor soñó con él y sólo con él, viéndolo como un gigante moreno, fuerte, invencible, de amplio pecho («una mosca blanca», como decía doña Gisa chasqueando la lengua), que venía y la raptaba.
Así fueron los esponsales de doña Flor. En las calles de los alrededores no se comentaba otra cosa. Por lo demás, sin discusiones ni habladurías, con unánime aprobación. No surgió una sola voz que discordase: todos simpatizaban con el noviazgo del boticario y la viuda, los cuales, en la opinión general, estaban hechos el uno para el otro.
Primero doña Flor estableció un plazo de por lo menos medio año para la fecha de casamiento. Ésa fue una de las pocas cláusulas que el novio discutió. ¿Por qué tanto tiempo, preguntó el doctor Teodoro, si no tenían que preparar el ajuar ni problemas que resolver? Las amigas y las comadres estaban de acuerdo con él, y la misma doña Flor acabó por darle la razón, reduciendo a tres meses aquella etapa pudorosa, de sofrenado deseo.
Fueron tres meses de bonanza, una vez que se acostumbraron (fácilmente) el uno al otro y vieron que se llevaban bien, cada día mejor. Durante ese período, en las veladas de prolongadas conversaciones, con la participación de doña Norma o de alguna otra amiga, decidieron todos los detalles de su próxima vida en común.
Acordaron residir en casa de doña Flor no sólo porque era más cómoda para el doctor Teodoro – quedaba cerca de la Droguería- , sino porque doña Flor se había negado terminantemente a clausurar las actividades de la Escuela, como él proponía. La farmacia le daba lo bastante como para que pudieran vivir bien, con un modesto pasar – argumentó el doctor Teodoro- ; ¿para qué quería continuar con su fatigosa labor? Pero doña Flor se había acostumbrado a ella y en verdad no sabría vivir sin sus alumnas, sin los revoltosos grupos, las risotadas, los diplomas, la disertación y las lágrimas de fin de curso con la entrega de títulos, y algún dinero propio. De ninguna manera, ni hablar de eso.
En todo lo demás, de acuerdo: ni siquiera fue motivo de discusión la cama de hierro, por la que ella sentía secreto apego, pues le agradaba su forma antigua. La novia había temido por su suerte, pensando que quizá el doctor no quisiera dormir en ella, donde el primer esposo la poseyera tantas veces. Cuando hicieron el inventario de lo que debían comprar para arreglar la casa a su satisfacción (por ejemplo, un escritorio en el que el farmacéutico pudiera tomar sus notas y guardar sus papeles), recorrieron pieza por pieza, examinando las cosas y tomando decisiones; al llegar al dormitorio él propuso que se comprara un nuevo colchón, ya que el viejo estaba lleno de montículos, de altos y bajos. Había unos colchones de elásticos, una novedad reciente, magníficos. Él mismo tenía uno, pero de una plaza.
En cuanto a la cama, ¿no sería mejor pintarla, ya que iba a hacer pintar la casa y algunos muebles? Y eso fue todo.
Se iban acostumbrando el uno al otro y doña Flor ya sentía ternura por aquel hombre tranquilo y bueno, un tanto solemne y sistemático, que exigía que todo estuviese en su lugar y a la hora exacta, pero incapaz de una indelicadeza, lleno de atenciones y, sin duda, muerto de amor por ella. Ahora, tanto al llegar como al despedirse (y venía diariamente, pues acabaron con aquella bobería, tan criticada por doña Gisa, de visitarla sólo tres veces a la semana), ya la besaba ligeramente en los labios. Con su fuerte boca apenas tocaba los labios de la viuda. Ella sentía ganas de morderlo, dándole un beso de verdad.
Cierta noche en que fueron al cine llegaron tarde, como sucedía cada vez que salían con los Ruas, y ya había comenzado la función; en la sala, casi llena, no encontraron lugar para sentarse juntos los cuatro en la misma fila, quedando doña Flor y el doctor Teodoro allá delante, incómodos. Incómodos para ver la película porque la pantalla estaba muy cerca, pero solitos en la fila y con las manos entrelazadas. En un momento dado él le rozó suavemente los labios, pero ella abrió los suyos y lo besó profundamente. Ése fue el primer beso cambiado entre ellos, en una caricia de hombre y mujer, pues los anteriores fueron ósculos y no besos. Faltaba una semana para que se acabasen los esponsales, para presentarse ante el juez y el cura. Ese beso era como la inauguración de su intimidad, destruía el pudor y la vergüenza que convirtiera sus relaciones en el más ceremonioso de los noviazgos.
Doña Flor soñaba todas las noches con ese beso de verdad, y en sus vigilias le daba razón a doña Gisa: puesto que iban a casarse dentro de unos días, ¿por qué diablos no matar de una vez el hambre y la sed que los devoraba? No lo hicieron, claro, ni hablaron jamás de eso, y ni siquiera lo insinuaron. De ese beso, sin embargo, nacieron otros, y las manos permanecieron apretadas y las cabezas juntas en la oscuridad del cine. Esa noche doña Flor durmió sin sobresaltos; descansando, al fin, después de muchos meses de pesadillas.
Y así llegó doña Flor, honrada y en calma, al día de su segundo casamiento. La casa lucía hermosa, parecía nueva, pintada al aceite, con un chispeante rebrillar de colgajos y la placa de la escuela reluciendo. Los antiguos muebles estaban dispuestos de otro modo, completándose con los recién adquiridos, como el escritorio y su correspondiente sillón giratorio; en la cama de hierro (ahora azul) ya se había puesto el colchón de elástico – exquisitez de exquisiteces- , un xispeteó. En la pared de la sala ya no colgaban los retratos en color de doña Flor y del primer esposo. En su lugar, en la víspera del casamiento, se puso la fotografía del grupo que se licenció junto con el farmacéutico, en la cual, en medio de sus colegas, estaba él, sonriente, con la toga negra y vestimenta de doctor.
No hubiese quedado bien que el finado continuara presidiendo la casa, le susurró doña Norma a doña Flor. Tenía razón, pero doña Flor no quiso que en la pared estuviera sólo su retrato: un retrato de cuando era jovencita, de la muchachita que ella fuera. Sin juicio, una tonta, tristona chiquilla en la edad de sufrir: la mujer del jugador, no la doña Flor de ahora, un poco más gordita y más reposada, la esposa del doctor, madura para la conquista de la felicidad.
Lo decían todos sin excepción – el mundo de invitados que llenaba la iglesia– , incluido el banquero Celestino, que, siempre tan ocupado, llegó con retraso, como ocurrió en el primer casamiento; lo decían todos al concluir la ceremonia en la iglesia de Sao Bento. En el principio de aquella noche de luna, cuando ya los novios iban a entrar al taxi que los conduciría fuera de la ciudad para celebrar las nupcias en la quietud de Sao Tomé de Paripé, en el golfo verde azul de la Bahía de todos los Santos, con innumerables estrellas, música de grillos y coro de sapos…, todos lo decían, incluso doña Rozilda:
– Esta vez sí que acertó; va a ser feliz.
Esta vez sí: lo decían todos, sin excepción.
IV. De la vida de doña Flor, en orden
y en paz, sin sobresaltos
ni disgustos, con su segundo
y buen marido, en el mundo
de la farmacología y de la música
de aficionados, brillando
en los salones mientras el coro
de los vecinos proclamaba su felicidad
(con el doctor Teodoro Madureira en un solo de fagot)
LA ORQUESTA DE AFICIONADOS «HIJOS DE ORFEO»
tiene el alto honor de invitar a Su Excelencia y a Su Excelentísima Familia al concierto conmemorativo del sexto aniversario de su fundación, a realizarse en los jardines del palacio de los esposos Taveira Pires, en el Largo de Graca, número 5, el próximo domingo a las 20,30 horas.
PROGRAMA
Primera Parte
1. berger. Amoureuse. Vals.
2. franz schubert. Marche Militaire.
3. E. gilet. Loin du Bal. Vals.
4. franz drdla. Souvenir. Solo de violín con acompañamiento de piano. Solista, doctor Venceslau Veiga. Al piano: señor Helio Basto.
5. óscar strauss. El sueño de un Vals. Potpurri.
Segunda Parte
1. francis thomé. Simple Aveu.
2. othelo araujo. Solo de violoncelo con acompañamiento de orquesta. Solista: señor Comendador Adriano Pires.
3. graziano- walter. Gemito Appasionato.
4. Agenor GÓMEZ. Arrullos de Florípedes. Romanza con solo de fagot y acompañamiento de orquesta. Solista: Dr. Teodoro Madureira.
5. franz lehar. Viuda alegre. Potpurri.
Dirección y piano: maestro agenor GÓMEZ.
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Habiendo comprobado una vez más el orden absoluto y el irreprochable aseo que reinaba en el lugar, doña Filó fue saliendo despacito, con sus lerdos pasos de obesa:
– No se molesten, angelitos… No necesito decirles que les deseo que tengan una buena noche…
Hasta cuando se proponía ser maliciosa era solamente bonachona y maternal. Había conocido al doctor Teodoro cuando éste era todavía un estudiante, compañero y contemporáneo de su hijo, el médico Joáo Batista.
– Contándolos a ustedes, ¿saben cuántas parejas pasaron la luna de miel en esta habitación, desde que estamos aquí en Sao Tomé? Diecisiete… ¿o dieciocho? Ya ni lo sé, tendría que volver a hacer la cuenta…
Una caricia en la mejilla de doña Flor, una guiñada al farmacéutico:
– Que duerman de un tirón toda la noche, apaciblemente… – Su risa franca, que le hacía temblar los mofletes, resonó por toda la casa; en respuesta, se oyó el comentario que en el cuarto de enfrente hacía el doctor Pimenta, con tono de reproche: («Ahí está Filó, jorobando a los huéspedes.»)
– Ven a dormir, mujer…, déjalos en paz…
– Sólo vine a ver si falta algo… – y, echando una última mirada a la puerta- : Pichoncitos…
Doña Flor y el doctor Teodoro quedaron frente a frente en el enorme cuarto, turbados, inhibidos. La inhibición se había ido acumulando durante el día con las bromas de las comadres, las salidas de las alumnas, los chistes idiotas, las chanzas de los vecinos. Tanto en el acto civil como en la iglesia, cada invitado procuraba ser más ingenioso e insistente en su malicia que los demás. El banquero Celestino dijo cada cosa que daba miedo, ese portugués boca sucia; el taxi ya estaba en marcha y él todavía continuaba la orgía de burlas. Así son siempre las bodas de las viudas, sazonadas con los comentarios torpes, con la sal de los dichos ordinarios. Pero si hasta doña Filó, la persona más buena y más acogedora, hasta ella misma perdía su seriedad y bromeaba, recomendándole prudencia al boticario. Muertos de vergüenza, ellos permanecían mudos sin mirarse, como dos aldeanos.
El doctor Teodoro se acercó a los grandes ventanales que daban sobre el jardín, con la visible intención de cerrarlos. A través de ellos la noche entraba entera en el cuarto; la luna, las estrellas, el croar de los sapos, el rumor de los cangrejos y los aratus, el brillo de los peces como una lámina de acero en la oscuridad del mar, y la mariposa azul marino con manchas de oro, obstinada en torno a la araña de la luz. La brisa venía por entre los cocoteros y las mangueiras y se oía el golpe sordo de los zapotes que los murciélagos hacían caer al chocar con ellos en un vuelo rasante de sombras y fantasmas sobre el charco poblado de grillos y ranas.
Doña Flor, en un impulso repentino – era preciso saltar esa barrera que los separaba, esa paralización inicial y tonta- , se acercó al marido poniéndose de bruces sobre el pretil de la ventana. El doctor Teodoro, venciendo su timidez, la abrazó contra su pecho; con la mano libre señaló la noche de luna, apuntando a la lejanía.
– ¿Ves, querida? – decía «querida» todavía con timidez, costándole- . Allá, en lo alto… Es la Cruz del Sur…
Y ella, que siempre había deseado reconocerla, desde niña.
– ¿Dónde? ¿Dime dónde, querido mío…? Alzó la voz para decir «querido mío…». La cara del doctor Teodoro se iluminó:
– Allí…, fíjate…, mi querida…
¿Por qué, querido, ese miedo, ese temor? ¿Por qué no me tomas en tus brazos, no me besas en la boca, no me llevas a la cama? ¿No ves con qué impaciencia espero, no adviertes el hambre en mi cara, no oyes los sobresaltos de mi corazón, no adivinas mi ansia? También eran para doña Flor una revelación las estrellas de su íntimo cielo nocturno, de su secreta astronomía.
En la ventana, junto a ella, teniéndola contra su pecho, el doctor Teodoro reflexionaba sobre el modo de actuar para no lastimarla, para no herir su pudor como un sinvergüenza o un descarado cualquiera. Cuidado, Teodoro, no seas atropellado, no te apresures, eres capaz de echarlo todo a perder por falta de tacto; a esta criatura tan recta puedes darle una impresión de la que jamás se repondría. En la cama, no vayas a confundir a tu esposa con una mujer de la vida, con una impúdica fulana, con una meretriz que cobra para satisfacer al hombre, entregada al vicio, y de la cual se abusa y con la que se puede obrar sin tener en cuenta la compostura y el pundonor. Para la lujuria están las mujerzuelas, con su triste oficio. Las esposas están reservadas para el amor. Y el amor, tú lo sabes, Teodoro, está hecho de mil cosas diferentes e importantes. Entre ellas el deseo que corresponde tanto al espíritu como a la materia: cuidado con no convertirlo en sórdido y obsceno. La esposa merece prudencia, sobre todo en relación con cosas tan delicadas, y la noche de bodas es siempre el punto de partida decisivo para una vida feliz o infeliz. Y más aún cuando la esposa pasó por la amarga experiencia de un primer matrimonio desastroso. De acuerdo con lo que te contaron, su primera experiencia no sólo fue amarga sino dolorosa, cruel, llena de sufrimientos y humillaciones.
Por eso mismo, Teodoro, tienes que ser un marido tan delicado y tierno que consigas arrancar del lacerado corazón de la esposa hasta el último recuerdo de toda villanía o falta de respeto padecidos. Sí, él le proporcionaría cuanto le había faltado, sin darle jamás motivo para sufrir o sentirse humillada.
En esa hora de contenida ansiedad en la que ambos buscaban mutua comprensión y ternura, cada uno con sus errores, atrapados en una red de equívocos de la que procuraban encontrar a tientas una salida, se lanzaron al cielo azul temerarios astronautas y de esta forma pudieron encontrar en la órbita de las estrellas la serenidad necesaria y cierta intimidad.
El doctor Teodoro estaba familiarizado con la carta del cielo, con el mapa del universo; conocía los nombres de las constelaciones, satélites y cometas, el número y el tamaño de los astros en las galaxias. Le mostraba con el dedo, en los rincones del infinito, la estrella más pura, y luego la acercaba, como si con su saber y su mano grande la trajera hacia allí para depositarla en el borde de la ventana, sobre la pequeña mano de la esposa.
En la noche nupcial él le dio lo que jamás puede ofrecer un amante a su amante: un collar de astros con su luz divina, y con los volúmenes, pesos y medidas, posición en el espacio, elipses y distancias exactas. Su dedo doctoral los iba eligiendo en el cielo ordenadamente, de acuerdo a su tamaño. Y los astros translúcidos refulgían en el regazo de doña Flor.
Aquella estrella grande para tus cabellos, esa otra casi azul, en la línea del horizonte, la que más brilla, la mayor de todas, ¡ah!, mi querida, es el planeta Venus, impropiamente llamado estrella de la tarde o vespertina cuando se enciende con el crepúsculo y la noche, y estrella de la mañana o matutina, o estrella del alba, cuando irrumpe con la aurora sobre el mar. En latín, ¡oh! mi amor, se dice stella- maris: estrella que guía a los navegantes…
No era una lección de cosmografía, pedante e ingenua, no, era un galanteo ardiente, era su modo de vencer la timidez y ofrecerle la magia de la noche y su amor. Doña Flor, toda envuelta en estrellas y ciencia, la cabeza reclinada en el pecho del doctor, estaba ahora más sosegada. Saboreando el placer que le proporcionaban tales conocimientos, preguntó:
– ¿No es Venus también la diosa del amor? ¿Una que no tiene brazos?…
Era algo muy distinto lo que hubiera querido decirle: «Su luz refulge sobre nuestro lecho, es nuestra buena estrella; no tengas miedo, mi querido, no me ofendería si me tomaras, lleno de ardor, si en un arrebato arrancaras ansiosamente este vestido que Rosalía me mandó de Río, si me dejaras desnuda, sólo cubierta por las estrellas, y si cabalgaras sobre mí para irnos, yegua y garañón, por esos campos de mangueiras y cajús, por ese mar de canoas y saveiros.
Pero ¿cómo juntar coraje para decírselo?
Sonriente, el doctor, en osado gesto, le apretó la mano; la suya temblaba. «Sí, era la diosa del Amor en la mitología griega, y la célebre escultura era una creación del genio clásico…»
Doña Flor comprobó de nuevo que también a él le faltaba intrepidez para ser violento y loco, para derribar el muro que los separaba. Semejante hombre con semejante sabiduría y no sabía cómo tomarla y poseerla. En cuanto a ella, ¡ah Teodoro!, por más que lo deseara, no le correspondía tomar la menor iniciativa. Ya casi había sobrepasado los límites de lo correcto, pues la esposa no tiene el deber de ofrecerse a la excitación de su esposo sin parecer una desvergonzada que compite con las mujeres de la vida, una descocada. Eso compete al marido, Teodoro mío.
Él iba a trancas y barrancas, esforzándose. Habiéndole dado antes por adorno un collar de astros, le ofrecía ahora la riqueza de los monopolios de este mundo y, de yapa, la lucha de los pueblos contra los trusts:
– Dicen que por aquí hay una capa subterránea de petróleo inmensa, una riqueza tal que bastaría para que el nuestro fuese un pueblo poderoso…
Ríos de petróleo, torres, perforaciones, pozos, todo a los pies de doña Flor. ¿Qué no le daría él esa noche de bodas?
– Ya me lo habían dicho…, fue tío Porto, que solía andar por aquí…
Doña Flor volvió a reclinar la cabeza en el pecho del marido. Afuera la noche seguía perfumada de jazmín, esa misma noche que los acompañó en el taxi, camino de la casona del doctor Pimenta y de doña Filó, en las lejanías de Sao Tomé de Paripé. Noche de luna en un cielo bajo y fulgurante en el que las estrellas parecían nacer las unas de las otras, anónimamente, pero eran inmediatamente clasificadas por la polimórfica erudición del farmacéutico («Sólo doña Gisa podría hacer pareja con él en cuanto a sabiduría») – …justo ahí arriba, sobre la genipa, las Tres Marías…
La luna llena se hundía en la oscura y densa agua del mar – una negrura de petróleo- , un mar de golfo en tranquila mansedumbre. Los faroles de los saveiros, cometas errantes y rojos, pasaban rumbo a las plantaciones de caña y de tabaco, en las márgenes del río Paraguacu, donde agonizan ciudades y villas de la Antigüedad.
Un mar interior, de dulce bonanza, tibio y quieto. Una brisa suave circulaba entre la jaqueira y el árbol del pan. Doña Flor contempla la belleza de la luna sobre las aguas, las arenas, las canoas, los saveiros. Un mar de calma y paz.
No el mar océano, barra afuera, feroz y peligroso, con oleaje, corrientes submarinas y traidoras mareas, libre mar de vientos desencadenados, de tremendos temporales, mar de tempestades, desplegándose en dirección a las casitas reservadas de Itapoá, donde el amor irrumpe en aleluyas. Un mar de violencia desatada; no con este dulce perfume de jazmín, sino con el olor de la marejada, el ardiente olor de los sargazos, las algas y las ostras, con gusto a sal. ¿Para qué recordar?
¿Para qué recordar si la noche de Paripé era tan amena, con las estrellas, la luna llena, el mar negro y tranquilo, y la paz del mundo sobre los turbados esposos?… Teodoro, muéstrame en seguida más estrellas, aplasta con tu voz y tu sabiduría los recuerdos de un tiempo oscuro, muerto y enterrado. Traza en tu luminosa constelación nuestro largo y apacible camino, ese río en calma, ese remanso, esa vida de la bahía, la vida feliz que hoy inauguramos lentamente. Doña Flor se estremece, sus ojos se humedecen.
– Tienes frío, estás temblando, mi amor. Qué locura exponerte así, al sereno; es peligroso, puedes engriparte, resfriarte. Entremos, cerremos el ventanal. – Y el doctor Teodoro sonreía, con su sonrisa llena de bondad, al preguntarle, un tanto indeciso- : ¿No te parece que ya es hora, querida?
Ella también se sonrió, medio escondida tras él, jugando, entre maliciosa y recatada: «Eres tú quien mandas, mi señor.» Era tan simpático y gentil, un gigante bondadoso; ella sentía su apoyo, su protección. Le dio el brazo, era su esposo: un hombre de bien, fuerte y tranquilo, como ella necesitaba. Un marido de verdad, sin vueltas.
Como este mar de golfo, sin violencia, sin rompientes, pero ¿quién sabe?, quizá con ocultas estrellas, con insospechadas, imprevistas riquezas.
Entre los dos pusieron las trancas de madera en la ventana.
En el cuarto, la noche se hizo pequeña e íntima, recogida, a la medida de la timidez de los dos esposos. ¿Qué pasará ahora, Dios mío? – se preguntó ella cuando terminaron.
Por hacer algo, doña Flor fue poniendo su ropa y la de él en los armarios. A los pies de la cama los dos pares de pantuflas; sobre la colcha el vistoso pijama amarillo del doctor y el camisón de encaje y volados, regalo de doña Enaide a la novia, una obra maestra de bordado. Doña Enaide era una artista y con esa finísima labor había hecho las paces con la amiga, poniendo en la cuenta del olvido aquel asunto con el doctor Aluisio, rábula y zafado, un doctor de pacotilla.
El doctor Teodoro – ¡ah!, ése sí que era un doctor de verdad, de canudo y anillo- observaba su ir y venir. Ella le mostró el camisón, tomándolo por los hombros. «Bonito, ¿no te parece?», y él, al mirarlo y aprobarlo, sintió un escalofrío en la nuca. «Cuidado, amigo mío, no vayas a echarlo todo a perder con un gesto brusco, una palabra fuerte…», se recomendó el novio una vez más. Era preciso ser prudente, tener tacto, durante los siete días de luna de miel que iban a pasar en el paraíso de Sao Tomé, en las lejanías de Paripé, en casa de los Pimenta. Sólo siete días de mar y jardín, de pereza y voluptuosidad; pero la luna de miel iba a durar toda la vida.
Tenía ganas de decirle a doña Flor: «Nuestra luna de miel va a durar toda la vida.» ¿Por qué tan tímidos e inhibidos? Era como si de repente hubieran gastado toda la intimidad que a duras penas conquistaran en el noviazgo. Sin embargo estaban casados, con la bendición del monje de Sao Bento y las felicitaciones del juez enjuto y músico, y antes del casamiento habían intercambiado algunos besos, ávidos y temblorosos, en el cine y en casa, y sentido la ansiedad y la fiebre, arrebatados por un deseo sin disimulos. ¿Por qué entonces esta turbación; por qué se quedaban así, inmóviles y enmudecidos, como dos palurdos, cuando por fin estaban a solas en la hora de ser totalmente marido y mujer? Él hubiera querido decirle a su amor: «Nuestra luna de miel va a durar toda la vida», pero sólo dijo, con la intención de desatar aquel nudo de angustia y de silencio:
– Mientras tú te cambias, yo voy a entrar…
Y entró al cuarto de baño llevando el pijama y las pantuflas, casi huyendo.
Doña Flor se cambió rápidamente ante el espejo mientras oía correr el agua en el baño, perfumándose con agua de colonia y aroma de heliotropo (doña Dagmar le había dicho que era el más indicado para su color). Sobre el cuerpo desnudo, sobre el vientre pelado, sólo el perfume y el encaje del transparente camisón bordado. Cierto brillo de deseo casi impúdico pugnaba por imponerse sobre su honesto pudor, haciéndole bajar los ojos, trémula y medrosa. Cubrió a la vez el deseo y la hermosura, los encajes y los volados transparentes, con la casta sábana en que el espliego dejara su olor familiar e inocente.
El doctor Teodoro regresó, de amarillo, fascinante; con el pijama, parecía haber crecido. Doña Flor pensó: «¡Qué enorme es!» Una vez que colgó el traje nuevo, de casamiento, pantalón a rayas y saco de mezcla, apagó las luces de la araña de cristal, dejando sólo el vacilante e íntimo brillo de la lamparita de aceite ante los santos, en el oratorio secular.
«No me va a ver cuando me quite el camisón.» No iba a ver su cuerpo joven, igual al de una joven virgen, sus senos de doncella – pues no habían amamantado- , su vientre sin las deformaciones de la gravidez, sin la marca del parto, y su rosa de cobre y de terciopelo.
Pero ¿qué importa? Ya vería él su cuerpo cuando terminase la cabalgata, al despuntar de la aurora, en la velada claridad matinal. Ahora lo único que tenía importancia es que lo sintiera joven y ardiente y suyo para siempre. Adivinando su proximidad, doña Flor cerró los ojos, con el corazón sobresaltado.
Al mismo tiempo imaginaba cómo sería, pues ya había estado casada, e incluso antes de estarlo había ido a yogar en un lecho que trascendía a mar y tempestad. Sabía con certidumbre cómo iba a ser, guardaba un recuerdo fiel, exacto, tanto en su mente como en cada rincón de su cuerpo. Un instante más y él, su nuevo marido, cruzando las fronteras de la esmerada educación y del pudor, apartaría la sábana y el camisón, en un tropel de caricias y palabras, y en medio de un desenfreno, de un vendaval de hambrientas bocas y sabias manos, la rescataría de la pudibundez y la vergüenza, llegando al territorio de su húmeda verdad. Sintió el cuerpo del marido junto al suyo, en la cama. Siempre fue necesario conquistarla de nuevo cada vez. Se encogía, se parapetaba tras un manto de vergüenza que recubría de nudosa corteza la pulpa del deseo. Era necesario trasponer esa barrera, sacando a la superficie su avidez de hembra, su recóndito deseo. Ahora, sin embargo, después de tantos meses de viuda honesta (¡ah!, joven y necesitada), meses que fueron una permanente noche interminable y en vela, cuando no llena de sueños desgarradores que la llevaban a una calle de busconas; una noche angustiosa, una vigilia mortal; ahora, después de todo eso, la dura corteza de pudor se había transformado en frágil y delgada superficie, incapaz de resistir al menor llamado.
Con el corazón sobresaltado, cerrados los ojos, espera el gesto brusco del marido, arrancándole la sábana y el camisón, descubriéndola por entero. Pues, según había aprendido a costa de su perdido pudor, ¿dónde se vio yogar en camisón, con el cuerpo vestido o incluso sólo cubierto por el más leve encaje transparente? ¿Dónde se ha visto tal absurdo?
Mas no tardó en verlo, no como algo absurdo, sino diferente. En vez de descubrirla, se cubrió él también, y, bajo las sábanas, la envolvió en sus brazos. Atrajo hacia él su cabeza (la cabellera, de tan negra, casi azul), y la puso sobre su pecho amplio como el muelle de un puerto, besándole la cara, primero con ternura y después, al fin, la boca, en un beso como el que doña Flor había presentido y esperado.
Tomada de sorpresa, se abandonó y con ese beso se quebró la frágil y delgada corteza de su vergüenza. La mano de esposo descendió de la cadera a la pierna, por encima del camisón, llegó a los bordes del encaje, y, sin dar tiempo a que doña Flor se desinhibiese del todo y se liberara de su recato, le alzó los bordados y los volados. Sin perder tiempo en desvestirla y en desvertirse, o en lujuriosas caricias de cama de burdel, siempre bajo las sábanas, se puso sobre ella y la poseyó con voluntad, fuerza y gozo. Todo fue muy rápido y pudoroso, por así decir; muy diferente a lo que antes conociera doña Flor, y por eso mismo se perdió, no logrando alcanzarlo en tan silenciosa y casi austera posesión. Apenas comenzaba a andar suelta por el pasto del deseo cuando oyó el canto victorioso del marido en el otro extremo de la campiña. Doña Flor quedó desorientada, el corazón oprimido, con ganas de llorar.
En ocasión de tanto desencuentro pudo medir, con el metro de la pena y la ansiedad, toda la gama de sentimientos, toda la delicadeza del doctor Teodoro.
Como es sabido, era soltero y no tenía ninguna experiencia en la vida de cama con una esposa, y casi ninguna con una amante o un flirt, ya que sólo había frecuentado mujeres de la vida para no arriesgarse a un compromiso capaz de hacerle romper su promesa. Ni siquiera la parda y limpia Otaviana, durante largo tiempo la única puerta abierta a su deseo, el pozo en que cada semana depositaba su virtud de hombre, ni siquiera ella significó jamás una ligazón tierna, o un ardiente capricho, sino tan sólo una amable respuesta a su necesidad, un hábito agradable a la naturaleza monógama del doctor.
Por lo demás, debe decirse también que debido a sus firmes principios y convicciones ideológicas el farmacéutico rezaba según un catecismo, hoy superado (¡Deo gratias!), que presentaba a la esposa como una flor sensitiva, hecha de castidad e inocencia, merecedora del máximo respeto; para la desvergüenza, para el gozo desenfrenado, para el placer del cuerpo, están las putas y para eso cobran. Con ellas sí, pagándoles, se pueden liberar los frenos de la lujuria sin causarles ofensa o pena, pues son tierras yermas, áridas para el sembradío. Con la esposa nunca, con ella la discreción, el amor puro, bello y digno (y un tanto soso): la esposa, según ese catecismo, es sólo la madre de nuestros hijos.
Pero aun así, atrapado en esos dogmas ya absolutos, a pesar de tantas limitaciones, de tanta ignorancia, se dio cuenta de que había dejado a doña Flor insatisfecha y tensa. Mas, como se ha dicho anteriormente, en la visita semanal a Otaviana el doctor repetía con frecuencia el acto alegremente. Lo mismo hizo con doña Flor en el monumental lecho de Jacaranda, macizo y con olor a espliego, durante la noche de bodas en la casa de los Pi- mentas; debe agregarse, por otra parte, que lo repitió con el mayor gusto, no por obligación, sino contento por tener la oportunidad de un bis. Pero ahora atento y responsable, para no dejarla de nuevo al borde del placer. Y lo consiguió. Lo consiguió a pesar de ser tan poca su experiencia en esos sutilísimos cálculos y medidas, pues jamás le había interesado saber si Otaviana u otra cualquiera quedaba satisfecha al mismo tiempo que lo satisfacía a él con pericia, ya que buscaba y pagaba su placer y no el placer de la mujerzuela.
Supo seguir el ritmo con que se entregaba doña Flor, causándole el juego un goce extremado, un placer como jamás había sentido, ni siquiera cuando – más para satisfacer el capricho de Tavita en noches de malicia que por propia iniciativa- se había entregado a ciertas prácticas licenciosas, de ésas que un hombre puede permitirse con una mundana o una prostituta, pero jamás con la esposa. Con la esposa es diferente, para ella se reserva una amor hecho de materias limpias, una posesión serena, casi secreta, digamos pura, recatada. Pero no por eso menos placentera, como comprobó el doctor Teodoro al oír a doña Flor, suspirando de agradecimiento, pronunciar su nombre:
– Teodoro, amor mío…
Él se apresuró para alcanzarla, llegando a tiempo, pues al terminar se encontraron unidos en un estrecho abrazo y en un beso hondo. Envueltos en ayes y suspiros, en languidez y en frío, ya que la sábana, en el ardor de la lucha, había resbalado de la cama, dejando a los esposos destapados: doña Flor como brotando de la miel, mostrando las vergüenzas. ¡Y qué preciosura de vergüenzas!, observó, atisbando con timidez de reojo, el doctor Teodoro.
Agradecido a tantos bienes y goces la besó en la cara afiebradamente y abrigó su cuerpo con una púdica y una cálida colcha. Y por fin pudo el feliz esposo decirle todo cuanto la quería, con toda la fuerza de su alma:
– Nuestra luna de miel va a durar un tiempo infinito… Toda mi vida te seré fiel, querida mía, jamás miraré a otra mujer, te amaré hasta la hora de la muerte.
– ¡Amén! – respondieron a una los sapos y las ranas en la noche de luna y bodas de Paripé- . ¡Amén! ¡Amén! – como en un solo de fagot.
– Yo también, toda la vida – afirmó ella, convencida de su afirmación, satisfecha, liberada de su ansiedad mas no cansada; muy por el contrario, capaz de emprender nuevas correrías, si él quisiera espolearla.
Pero el doctor Teodoro se vestía ya, bajo la sábana y la colcha, comentando:
– Gracioso…, cuando doña Filó hace poco nos quería obligar a comer, no tenía hambre. Y ahora sería capaz de probar un dulce, qué tontería…
– Si quieres voy a buscarte alguna cosa. Tiene tantos dulces y tanta fruta…, voy…
– De ningún modo…, ni lo pienses…
Acababa de darse cuenta: no era hambre, era que estaba acostumbrado al plato con golosinas que le ofrecía Tavita antes de despedirse, al finalizar la noche, y el estómago, por puro vicio, lo reclamaba. Pero ¿cómo profanar las relaciones con la esposa conservando un hábito adquirido en una casa pública, de mujer de la vida? Dios me libre y guarde. Con un último (y casto) beso se despidió:
– Duérmete, querida, debes estar muerta de cansancio, con un día tan fatigoso…
Casi le dijo: «… con una noche tan fatigosa…», pero, todavía temeroso de ofenderla, guardó para sí la malicia, se acomodó y en seguida quedó dormido.
Doña Flor tardó en conciliar el sueño; en realidad había contado con pasar la noche en claro, hasta la madrugada, entre las hogueras del campamento, y recorriendo kilómetros de lecho en la montería de su cuerpo. Junto a ella resonaba la densa respiración, el potente resoplido del doctor Teodoro. Ese ronquido completaba su condición de hombre; fuerte, noble y hermoso hombre, su esposo.
Rozó con su mano el ancho pecho y el rostro plácido, con una caricia leve, para no despertarlo. Tenía ganas de envolverse en él, de dormir entre sus brazos, presa entre sus piernas. No se atrevió. Cada hombre era distinto, no había dos iguales: se lo aseguraron ciertas alumnas de vasta experiencia, como la licenciosa María Antonia, que proclamaba:
– No hay dos hombres que sean iguales en la cama, cada uno tiene su manera, su preferencia, su prepotencia; unos son experimentados y otros no. Pero si una los sabe aprovechar, ¡ah!, todos son buenos, y con cualquiera, tonto o sabio, bruto o delicado, se mata la pulga y se riega la flor…
Éste era otro hombre, diferente, opuesto al anterior. Lleno de tacto y comprensión, tan afectuoso, ¡qué delicadeza! Correspondía a la esposa adaptarse a los modos y a la voluntad del marido. Atenerse a él exacta y enteramente. Mucho más difícil fue la otra vez, con el otro, y sin embargo, ella lo consiguió. ¿Por qué no ahora, que era tanto más fácil? Ambos tenían, tanto el doctor Teodoro como doña Flor, todo cuanto se necesita para la más dulce y más feliz de las vidas. No sólo lo decían todos, unánimemente: doña Flor también lo sentía así.
El perfume del jardín entraba por las rendijas del ventanal. Fuera, la noche serena del golfo, sin los rudos vientos, sin las imprevistas tempestades, sin el tumulto, sin lo insólito; un golfo de bonanza. Una vida feliz, de equilibrio y seguridad, sin necesidades ni padecimientos. Por fin, después de tantas vueltas y andanzas, doña Flor va a conocer el sabor de la dicha.
– Teodoro… – murmuró, con el corazón alegre y confiado- . Va a ser verdad, va a ser cierto, muy cierto…
El concierto de los sapos en los fagots brujos, concordaba repitiendo:
– ¡Amén! ¡Amén!
Era la noche de Paripé, con estrellas y faroles de saveiros.
Doña Flor fue siempre considerada, y ella misma se consideraba así, una buena dueña de casa, ordenada, puntual, cuidadosa. Buena dueña de casa y buena directora de su Escuela de Cocina, en la que acumulaba todos los cargos, contando sólo con la ayuda de la palurda y floja empleada y la asistencia amistosa de la pequeña Marilda, con su curiosidad por las recetas y los condimentos. Nunca le ocurrió que una alumna presentara una reclamación, incidente que empañaría el sosiego de las aulas. A no ser, claro está, lo sucedido cuando vivía el primer esposo, pues el finado, como estamos hartos de saber, no tenía el menor respeto por el horario, por el trabajo ajeno o por melindres de alfeñique; sus audacias con las alumnas, más de una vez le habían creado dificultades y problemas a doña Flor, causándole dolores de cabeza, cuando no se le ponía en ella adornos de dura cornamenta.
¡Ah!, en verdad, ella, doña Flor, no tenía noción de lo que son reglas y métodos, había estado lejos de tener en orden la casa y la escuela, y ni siquiera su misma existencia – medida y pauta de todo- como debiera. Fue necesario que viviera con el doctor Teodoro para darse cuenta de que su orden era anarquía, sus cuidados pobres e insuficientes, y que todo andaba más o menos a la buena de Dios, al azar, sin ley ni control.
El doctor Teodoro no se apresuró a decretar ninguna ley, a ejercer ningún severo control; ni siquiera habló de ello. Tratándose de un hombre tranquilo y suspicaz, de esmerada educación, no sabía imponerse y no se imponía; pero lo obtenía todo sin alboroto, sin que los demás se sintieran forzados; era un «jodemansito» nuestro caro farmacéutico.
¡Había que ver la casa un mes y medio después de la luna de miel! ¡Qué diferencia! También doña Flor era diferente, procurando adaptarse a su marido, su señor, y dar con justeza y precisión la medida que se requería de ella. Si en ella el cambio había sucedido por dentro, y era más sutil, menos visible, en la casa se hacía evidente, bastaba con mirar.
Comenzó por la empleada. Doña Flor la tomó como mucama, apenas quedó viuda, por insistente consejo de los vecinos: «¿Desde cuándo una viuda joven y seria vive sólita en una casa, sin nadie que la acompañe, indefensa contra un ratero o un vagabundo?» No fue feliz en la elección cuando tomó, a pedido de doña Jacy, a esa Sofía, de obtusa apariencia, en el fondo una resabiada, una relajada que tomaba en broma el trabajo, con la total despreocupación de quien se siente seguro: sabía que doña Flor era incapaz de despedir a nadie, cuanto más a alguien recomendado por una vecina y amiga. A pesar de estar descontenta con su haragana, doña Flor se iba arreglando con ella, por compasión hacia la infeliz. Era una inútil, es cierto, pero no era mala de corazón.
Así las cosas, al quinto día de haber regresado de su luna de miel en las soledades de Paripé – aquella semana de tierna convivencia- , tuvo que salir doña Flor toda apurada para Río Vermelho, pues doña Lita tenía un ataque de asma. Esa noche el doctor Teodoro la llevó y de paso visitó a la enferma. Pero como la tía estaba muy enferma y era sábado (los sábados no había clase), doña Flor decidió quedarse para cuidar a los viejos. No regresó hasta el domingo por la tarde, cuando la crisis había cedido y la tía Lita retornó a su jardín.
La ausencia de doña Flor duró menos de tres días y en ese breve tiempo la casa se transformó hasta parecer otra. Comenzando por la criada, que realmente era otra. En vez de Sofía, sucia y pardusca; con su aire triste de idiota, ocupaba el puesto una oscura Magdalena, mujer de cierta edad, limpia y fuerte. Si no fuese por el subido negro de la piel y el pelo ensortijado, pasaría por parienta del doctor, pues era alta y bien conformada como él, y como él cortés en el trato y firme en el trabajo.
El doctor Teodoro le explicó, con su voz firme pero amable, que se había visto obligado a despedir a Sofía: además de ser una pésima empleada no le había obedecido, respondiendo con gestos de no importarle y con insolentes rezongos a sus órdenes categóricas para que hiciese una limpieza seria de la casa, que siempre estaba mal barrida. No había consultado a doña Flor para no importunarla con esa tontería, cuando ella se consumía de pena al pie de la tía enferma; se vio en la necesidad de expulsar en el acto a la desagradecida por no poder soportar más las torpezas y las groserías de la doméstica. Cuando le dio la orden de barrer la casa, la muy puerca salió por el pasillo murmurando y llamándole Doctor Purgante.
Doña Flor se sintió desconcertada, jamás le había pasado por la cabeza la idea de echar a Sofía, a pesar de su negligencia y de sus desplantes.
– Pobrecita…
Le daba pena y además ¿cómo despedirla, sin darle explicaciones a doña Jacy que se la recomendó? Al mismo tiempo, ¿cómo no reconocer que el doctor Teodoro tenía razón a carradas? No era posible que el marido, hombre respetable y de posición, tolerase ciertas groserías de la criada, que ella, doña Flor, con más paciencia por ser mujer, podía pasar por alto.
– ¿Pobrecita? – exclamó el doctor Teodoro- . Es una atrevida, indigna de tu bondad, amor mío… A veces, Flor, una persona acaba siendo tonta por querer ser bondadosa… ¿Doña Jacy? Si alguien debía disculparse era doña Jacy, por haber tenido la desfachatez de pedir trabajo para una tipa como ésa, que no contenta con abusar de la bondad de la patrona quiso poner en ridículo al patrón.
Doña Flor comprendió que el doctor no hablaba del tema con la intención de discutirlo; no hacía más que informarla de cómo resolvió el asunto: en la casa había un hombre, dueño y señor, pensó. Se sonrió: «Mi marido, mi señor.» Hizo bien, ella tampoco estaba dispuesta a admitir ninguna falta de respeto a su marido. «Doctor Purgante»: ¿dónde se ha visto tal grosería?
Por otra parte había un punto sobre el cual no se podía discutir: la nueva sirvienta era un portento. El doctor Teodoro no la tomó a pedido de ninguna vecina; exigió buenas referencias, por escrito, y las controló por teléfono. Eso sí que era orden y eficacia.
No sólo se observaba una limpieza ejemplar, obra de la nueva empleada; también estaba cada cosa en su lugar, pero realmente en su lugar definitivo, no hoy aquí y mañana allá sin que nunca se supiera dónde encontrar los objetos de uso más frecuente, en cuya búsqueda se enredaba doña Flor durante las clases:
– Marilda, hijita, ¿viste el libro de recetas? Sofía no sabe dónde lo puso, no lo encuentra. Preparando la salsa, reclamaba:
– Sofía, ¿en dónde pusiste la batidora? Dios mío, en esta casa desaparece todo…
El doctor eligió un lugar para cada cosa, con rara competencia y buen gusto, y dio órdenes precisas a la criada: al finalizar las clases, después de la limpieza de la cocina, quería que cada objeto fuese puesto en su sitio, marcado por él con un rótulo en el que escribió con historiados caracteres tipográficos: «Cuchillo de pan», «Cortador de huevo», «Rallador», «Mortero», etc.; pero no sólo ordenó los objetos de la escuela, sino también los de la casa, con cartelitos indicadores de los lugares en que debían ponerse: «Radio», «Florero», «Licoreras», «Cajón de las camisas del doctor Teodoro», «Cajón de la ropa íntima de la señora».
– ¡Dios mío! – exclamó doña Flor ante tanta eficiencia– , y yo que pensaba ordenar la casa…, era un lío, un desbarajuste. Teodoro, querido, hiciste un milagro…
– No hay tal milagro, querida, sólo se necesitaba un poco de método. Sucede que como mi madre quedó paralítica tuve que tomar las riendas de la casa y me acostumbré al orden. Y en nuestra casa es más necesario ser metódico, por ser vivienda familiar y escuela al mismo tiempo…, puesto que te empeñas en seguir con la escuela. Por mí, ya te lo dije, se terminaría con esa esclavitud… Tú no lo necesitas, yo gano lo suficiente para…
– Ya lo hemos discutido, Teodoro, y resolvimos no volver a hablar del asunto. ¿Para qué volver a discutirlo?
– Tienes razón, Flor, disculpa por insistir…, no volveré a tocar ese tema a no ser que tú me lo pidas. Quédate tranquila, querida, y perdóname, no quise molestarte… – Era un constante «querido» y continuo «querida» con afecto y urbanidad, pues el doctor Teodoro opinaba que el trato gentil y la cortesía son complementos imprescindibles del amor. Jamás se dirigía a la esposa sin hacerlo atenta y afectuosamente, esperando de ella la misma afable delicadeza de trato. En esa circunstancia, concluyendo la escena, le dio un beso en la mejilla, pidiéndole perdón por haber traído a colación el desagradable tema.
Siendo novios todavía, le propuso a doña Flor – como ya se ha contado al pasar- , el cierre de la escuela, dejando clases y alumnas, diplomas y recetas, los turnos de la mañana y de la tarde. Con un detallado balance de sus haberes y de su situación en la firma de drogas y medicinas, el doctor Teodoro le demostró, como dos y dos son cuatro, la inutilidad de conservar la escuela; pues doña Flor ya no necesitaría obtener dinero para sus gastos y caprichos; felizmente él estaba en condiciones de garantizarle lo indispensable y lo superfluo, y hasta cierto lujo honesto, sin larguezas de derrochador, pero sin aprietos de tacaño. Ella no necesitaba trabajar: el boticario, al pedirle la mano, estaba resuelto a sustentarla y a cubrir todos sus gastos. Lo que por lo demás era bien fácil, pues no se trataba de una mujer dada al derroche y la disipación.
Pero doña Flor no aceptó. Se mantuvo en sus trece y conservó la escuela, suspendiendo las clases solamente durante los breves días de la luna de miel en Sao Tomé. Aprovechemos la ocasión para señalar que al regreso de la pareja las burlonas alumnas pusieron a la profesora en la picota, con un continuo chacoteo de risas y chistes a veces maliciosos, a veces pícaros, y en el caso de María Antonia desagradables, pues la descomedida preguntó cuál de los dos maridos poseía «mejor chirimbolo, o instrumento más poderoso y suave».
Pero volvamos a la conversación con el doctor en la época del noviazgo. En aquel entonces doña Flor dio por terminada la cuestión: prefería continuar viuda a cerrar la escuela. Acostumbrada a trabajar desde chica, adquirió desde muy temprano el hábito de disponer de dinero propio. Si no fuese por eso, ¿cómo se habría arreglado durante el primer casamiento, y después, durante la viudez?
Cuando se fue de su casa tenía algunos ahorros y fue con ellos con lo que pagó los muebles, los trámites del casamiento, el contrato de alquiler y los gastos de los primeros días. Y si no fuera por la escuela, ¿qué habría hecho cuando enviudó de repente? El finado no dejó más que deudas: no había una sola sucursal de banco en Salvador en la que no hubiera «un muerto que levantar» con su garbosa firma al pie, ni tampoco un amigo o conocido al que el pájaro no hubiese sableado. Además, desapareció en pleno carnaval, época de grandes y fatales gastos.
A no ser por la escuela doña Flor hubiera quedado en blanco, sin un centavo para el entierro y para todo lo demás. Era la causa de que le diese tanta importancia a su trabajo, a sus ahorros, a las monedas que guardaba en secretos escondites. Nada de cerrar la escuela, querido, si me quieres es con la Sabor y Arte funcionando; ten paciencia, santa paciencia, no puedo darte ese gusto, pide otra cosa cualquiera, te doy mil besos, me echo en tus brazos, pero no te doy la escuela como dote: es mi seguridad. ¿Comprendes, Teodoro?
El trabajo no era tanto como para matar a nadie. Al contrario, era un placer, un entretenimiento que la ayudó a soportar el tiempo vacío de la viudez, así como antes, ¡ah!, antes, en los años del primer matrimonio, la salvó de la desesperación. En las clases y en las alumnas encontró consuelo para sobrellevar aquellos días negros y confusos. ¿Cuántas excelentes amigas no hiciera junto al fogón y el libro de recetas, amistades más valiosas aún que el dinero? No, no soltaba la escuela, sus únicos ingresos, su honesto pasatiempo.
Mientras el doctor permanecía en la farmacia (salía antes de las ocho, volvía para el almuerzo y la siesta y luego se iba nuevamente, quedándose allá hasta después de las seis de la tarde), la escuela era una agradable y lucrativa ocupación. Sin las clases de cocina, dígame, señor doctor, ¿en qué iba a emplear el tiempo libre? ¿En chismes y rumores con las comadres, bajo las órdenes de doña Dinorá, en el torpe oficio de Juez del Mundo, de entrometida en la vida ajena? ¿O acodada en la ventana, como un maniquí en una vitrina, para recreo de los que pasaban, oyendo tonteras, conversando con unos y otros, y al poco tiempo andar en boca de todos, con fama de alcahueta? Hay gente a la que le gusta ese ostentoso oficio, ese modo de destacarse. En esta misma calle, justo en la esquina, pasaba su tiempo doña Magnolia enmarcada por la ventana. Era una mulata metida a rubia a costa de tintura, con una sonrisa inmóvil de bebé de celuloide, un lunar en la mejilla izquierda y ojos de cabra muerta. Allí estaba todo el día, en exhibición, pendiente del engatusamiento y de la calentura silenciosa de los que pasaban. Era una vecina reciente, hacía poco que llegara al barrio con su marido, un agente secreto de la policía, que lucía su jactancia y sus hermosos cuernos. Según doña Dinorá y otras comadres de olfato fino e información exacta, el detective era su amante y no su marido: habría heredado a la oscura rubia Magnolia de una línea de antecesores de diversa posición y diversa calidad, pero todos ellos, sin excepción, igualmente cornudos, con una constancia y coherencia digna de todas las alabanzas.
Así pues, si doña Flor no podía nunca ser ventanera ni intrigante, ¿en qué emplear su tiempo, doctor mío? ¿Qué prefería él? ¿Que estuviera con las alumnas en la escuela o que fuera a mostrarse por la calle Chile, camino seguro, corto atajo para los burdeles cercanos, en las transversales de la calle Ajuda? Que guardase sus argumentos, que no volviera a hacer semejante propuesta; doña Flor estaba orgullosa de su escuela, de su fama, de su buen concepto. Ese renombre le costó esfuerzo y perseverancia, todo un capital.
Hubo de conformarse el doctor, pero dejando, desde luego, claramente establecido y aprobado que a él, y sólo a él, le correspondían todos los gastos de la casa y los personales de doña Flor. Las ganancias de la escuela eran exclusivamente de ella y él no admitía que se emplearan en las necesidades de la pareja. Además, el doctor tomó otras medidas con respecto a ese dinero. Era absurdo tenerlo en casa, una invitación a los ladrones; ponerlo ahí, entre las válvulas de la radio o metido en una vieja caja de zapatos o por detrás del espejo del peinador o bajo el colchón, era hacer como los gitanos, tener costumbres de gente pobre. Sobre todo ahora, cuando ese dinero al que no se tocaba crecía mensualmente, siendo una cantidad respetable. El doctor Teodoro llevó a doña Flor a la Caja de Ahorro y abrió allí una cuenta a nombre de su esposa, en la que ella fue depositando sus economías.
– De este modo te rinde intereses, querida, el tres por ciento, siempre es algo. Y en la caja tu dinero está seguro, sin peligro de que te lo roben.
¿Qué hacer con ese dinero guardado en el banco, por amor de Dios? De pronto doña Flor sintió que el dinero era una cosa inútil, pues ahora no lo tenía a mano, no podía sacarlo de detrás de la radio para hacer una compra, dar una limosna o efectuar un pago. Pero doña Norma, experta en esas cosas, se rió del prejuicio bancario de la vecina. Su dinero en la caja iría acumulándose; en cuanto a los gastos, que corriesen por cuenta del marido. Mientras poseyera su libreta y el talonario de cheques no dependería del doctor cada vez que quisiera comprar un alfiler, o cuando se encaprichase con un vestido, o quisiera hacer un derroche adquiriendo un sombrero. No tendría que vivir persiguiendo al esposo, inventando argucias para sacarle algunas monedas destinadas a esos pequeños y múltiples gastos; el dinero obtenido así, con súplicas, tiene un humillante sabor a dádiva.
Doña Norma conocía ese gusto amargo, ya que Zé Sampaio era bastante rezongón y algo mezquino. Por eso mismo, mediante una gimnasia presupuestaria digna de un brillante financiero, con aprietos, pichinchas, cálculos, economías, diversas tretas, alteraciones de las cuentas, de las sumas y restas de los totales, veinte mil- réis por aquí, cincuenta por allá, cien por el otro lado, y, si era preciso, la mano nocturna en el bolsillo del marido, doña Norma también era poseedora de una robusta alcancía, que le permitía ciertos refinamientos elegantes, así como atender a su enorme clientela de compadres y ahijados, viejos desvalidos, enfermos, obreros sin trabajo, borrachitos y vagos, así como decenas de chicos, sus preferidos.
– Por ejemplo, mi santa: el doctor cumple años y tú no tienes ni medio centavo partido por la mitad. ¿Le vas a pedir dinero a él para comprarle un regalo? Imagínate: «Teodoro, hijito, ¿me das algo para comprarte unos calzoncillos como regalo de cumpleaños?» Yo, mi linda, no me atrevo a tanto con Zé Sampaio.
Doña Flor estaba de acuerdo, claro; lo que no la conformaba es que el dinero estuviese en el banco, que fuese una cifra inscrita en una libreta, y no moneda contante y sonante, al alcance de su mano. De pronto la media de los ahorros desaparecía de su vista; ¿cómo manejarlo en esa fría libreta, en ese depósito a interés? Sin embargo, debía cambiar sus costumbres, pues al decir de la amiga sus antiguos hábitos eran de pobretona, de mujer de un mísero funcionario que encima era jugador y le derrochaba las entradas de la escuela, viviendo en la práctica a costa suya, siendo más su gigoló que su marido. Eran costumbres de viuda sin ningún apoyo, que se mantenía con el dinero que le producía su trabajo, sacando de él para comer, vestir y hacer frente al alquiler de la casa y a los otros gastos. Costumbre gitana, de gente pobre, como dijera el doctor; costumbres de la pobreza, cuando no hay dinero para llevar al banco, con sus intereses y su talonario de cheques, confirmaba doña Norma.
Pero ahora la posición social y la fortuna de doña Flor eran distintas. Si no era rica como para desperdiciar, tampoco era la pobretona de antes; por lo menos, y siendo muy modesto, tenía un pasar, y un buen pasar. Había subido de golpe varios peldaños, desde el suelo de los pobres a las alturas vecinas, a los escalones más altos: los argentinos de la cerámica, el doctor Ives con su consultorio médico y su empleo público, los Sampaios con su buena tienda de zapatos, los Ruas con sus envidiables representaciones, estando, en fin, al par con la aristocracia de los alrededores, para regodeo de doña Rozilda, que al fin tenía un yerno de acuerdo a sus ambiciones. Según don Vivildo, el de la funeraria, un informante respetable, siempre curioso de la situación financiera de los amigos, el doctor Teodoro, equilibrado, serio y trabajador, llegaría lejos:
– No va a tardar en tragarse la farmacia entera…
Así fue como se abrió la cuenta de doña Flor en la Caja de Ahorro, aumentando todos los meses, y así dio comienzo a una segura ordenación de principios en su vida.
Como muy bien decía el farmacéutico, la irregularidad, el barullo, los hábitos desordenados, provocan discusiones y desacuerdos en las parejas, y constituyen el primer paso hacia la desarmonía conyugal, hacia los roces y el distanciamiento entre los esposos. Doña Norma lo consideraba un poco sistemático y metódico por demás, cuando exigía que cada cosa estuviera en su lugar y sucediera exactamente en el día marcado, cuando rechazaba la improvisación y la sorpresa, único «pero» («pero», según la opinión de doña Norma) en un hombre de tantas cualidades, recto, bueno, de esmerada educación, y que tenía a su mujercita como a una reina. Mejor que fuera así, sin embargo, rígidamente sistemático, que dislocado como doña Norma, siempre atrasada, al margen de las agujas del reloj, una madre del desorden.
Doña Flor se reía oyendo a la amiga elogiar, en medio de su constante agitación sin medida ni horario, el equilibrio y el orden del doctor: «Un marido como ése, felizota, no anda dando ventajas por ahí; cae del cielo.» Incluso doña Gisa, cruda verdad científica ilustradora del barrio cuando lo acusaba de feudal, reconocía sus cualidades:
– Para ti, Florcita, que buscas antes que todo seguridad, no hay nada mejor.
Realmente, viviendo en un orden que daba gusto, bajo la dirección y el amparo de su buen marido, con todos los puntos puestos sobre las íes, un día para cada cosa y con puntualidad, doña Flor se imponía como un modelo a toda la vecindad.
Su vida transcurría en calma y sin imprevistos, serena y suave; una vida sin vacíos, con el tiempo cuidadosamente planificado: un perfecto organigrama. Una vez por semana, los martes, iban al cine, a la función de las veinte horas. Si se daba otra película que causase furor en la opinión general y en la de A Tarde, iban dos veces, pero muy raramente, y jamás a las funciones vespertinas, pues el doctor no soportaba el alboroto que armaban las muchachas y los muchachos, la ruidosa juventud.
Dos veces por semana, por lo menos, después de la cena, él ensayaba con su fagot, preparándose para la tarde de los sábados – sagrada- , cuando se reunía la orquesta en casa de alguno de los músicos. Eran unas reuniones de lo más alegres y cordiales, en torno a la abarrotada mesa de la merienda – la dueña de casa siempre desviviéndose por atender a los aficionados- , con refrigerios y jugos de fruta para las damas, abundante cerveza para los caballeros, y a veces una cacharía, si el tiempo era frío o si era caluroso. Sentábanse los invitados, admiradores del compositor o de los intérpretes, una «selecta asistencia» de amigos que acudían a oír sonatas y gavotas, valses y romanzas, a sentir la emoción de las fugas y de los pizzicatos, de los graves y de los agudos, de los estudiados solos. Una excelsa hora de arte.
En las noches libres restantes hacían visitas o las recibían. En su primer matrimonio, doña Flor había abandonado sus relaciones, pero ahora, en cambio, las cultivaba con absoluta regularidad. Por ejemplo, dos veces por mes, en un día predeterminado, era infalible la presencia de la pareja en la casa del doctor Luis Henrique, llevándoles doña Flor a los chicos un páo- de lo, un manué de milho, un plato con cocadas brancas o quindins, cualquier cosa, una golosina.
Hinchado de orgullo, el doctor Teodoro se incorporaba a la eminente tertulia que se reunía en la sala del ilustre amigo, formada por gente de la más alta distinción, como el doctor Jorge Calmon, ex secretario de Estado; el doctor Jayme Baleeiro, abogado de la Asociación Comercial; el historiador José Calazans, de la Academia y del Instituto; el doctor Zezé Catarino (basta con citar su nombre), el doctor Ruy Santos, político, profesor y literato, y otros prohombres de la Administración, del Instituto Histórico, de la Academia de Letras del Estado.
Para el doctor Teodoro eran gratas aquellas noches de placer espiritual en que podía conversar con «figuras representativas», oyéndolas respetuosamente y participando a su vez con prudencia en la erudita conversación sobre los profundos temas que se debatían. Según él, «en esos torneos de sublime elevación, en ese diálogo de privilegiados intelectos, las ideas refulgen en el esplendor de las frases centelleantes». Mientras tanto, doña Flor, en el círculo de las esposas, discurría sobre temas de costura o cocina, o comentaba los últimos crímenes de que daban cuenta los diarios.
Para el doctor Teodoro, las visitas al doctor Luis Henrique eran el summum, mientras que las preferencias de doña Flor se inclinaban por las noches en el palacete del García, el bungalow de doña Magá Paternostro, la ricacha, figura por excelencia de la élite y ex alumna suya. Allí se encontraba doña Flor en medio del trato y el refinamiento de las señoras más empingorotadas, discutiendo sobre modas, protocolos y acontecimientos sociales, con agradables incursiones en la vida ajena. Pero no la vida de cualquier vecina, sino la de los figurones de la élite, de la hidalguía y del señorío: contándose cada historia, cada porquería ¡que no te puedo decir! Era una podredumbre de primera calidad en todas sus partes, sin excepción.
De los hábitos antiguos, procedentes del primer casamiento, el único que se conservó fue el del almuerzo dominical en Río Vermelho con los tíos (claro que en los tiempos del primer casamiento casi no tenían hábitos, todo era una barahúnda, todo era imprevisible).
Con las nuevas costumbres, la vida no sólo fue adquiriendo animación, sino también estabilidad, haciéndose plácida y entretenida. Una vida feliz, según la opinión general de la vecindad y de acuerdo a la sonrisa de doña Flor. Los miércoles y los sábados a las diez de la noche, minuto más, minuto menos, el doctor Teodoro poseía a su esposa con honesto ardor e invariable placer, siendo seguro el bis los sábados y optativo los miércoles.
Doña Flor, recordando el desorden de ciertos hábitos anteriores, al principio le chocaba, extrañaba la discreción que circundaba y regía la porfía de amor que se celebraba en la cama de hierro sobre el nuevo (y espectacular) colchón de elástico. Pero pronto su pudor congénito y el propio recato de su carácter fueron ajustando sus necesidades de hembra, sus ansias de mujer, a la manera conveniente y puntual, casi podría decirse respetuosa y distinguida, con que el doctor la cubría, al abrigo de las sábanas, pero con firme deseo y lanza en ristre.
En la cama de un matrimonio (en opinión del doctor Teodoro), el deseo no impide el pudor, el amor no se opone al recato, pues el deseo y el amor de los esposos están hechos de materias puras, aun en la secreta intimidad conyugal.
Los miércoles y los sábados, sin falta, a la misma hora, doña Flor vislumbraba los discretos y repetidos movimientos del esposo en la oscuridad. Así, semierguido para ponerse sobre ella, la sábana sobre los hombros y los brazos abiertos, le parecía un paraguas blanco y enorme que protegía su vergüenza de mujer, que la amparaba incluso en aquel supremo instante de abandono. Un paraguas, ¡qué visión más sin gracia, qué imagen inhibidora, qué chasco!
Cerrando los ojos para no mirar, doña Flor imaginaba a su Teodoro como a un pájaro de alas inmensas y potentes garras, águila o cóndor en vuelo rasante sobre ella, que la tomaba, la alzaba por los aires y la poseía. Abríase doña Flor para que en ella se posara el ave de rapiña. Al sentirse penetrada, con una garra desmedida en sus entrañas jugosas, presa y liberada a la vez, se alzaba con ella hacia un cielo de bronce, en un goce compartido.
Aunque no era un goce totalmente casto, pues doña Flor, al desatarse, soltaba también su pensamiento y allá se iba.
Así eran las noches de amor de estos buenos esposos, con un bis seguro los sábados y optativo los miércoles…
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