En cambio creen que es un derecho de propiedad con caracteres singulares; SPOTA, vol.
3.5, nº 1689; LÓPEZ OLACIREGUI, en SALVAT, t. 2, nº 1479-A.
(nota 9) C.S.N., 14/7/1926, Fallos, t. 146, p. 363; íd., 15/9/1926, Fallos, t. 147. p. 154. (nota 10) MACHADO, t. 6, ps. 221 y s., nota; BIELSA, 4ª ed., t. 2, p. 431, nº 430. En el
sentido de que le pertenecen también las que no tengan dueño conocido, C.S.N.,
19/11/1924, J.A., t. 14, p. 692.
(nota 11) LLAMBÍAS, Derecho Civil, Parte General, t. 2, nº 1351.
(nota 12) C. Civil 2ª Cap., 23/10/1939, L.L., t. 16, p. 616; C. Civil Cap., Sala D.,
19/8/1952, L.L., t. 68, p. 53.
(nota 13) C. Civil Cap., Sala D, fallo citado en nota anterior.
(nota 14) C.S.N., 5/5/1888, Fallos, t. 33, p. 116; en el mismo sentido, BIELSA, 4ª ed., p.
428, nº 430; LLAMBÍAS, t. 2, nº 1352.
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2.— Bienes municipales
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808. RÉGIMEN LEGAL.— Son bienes municipales, dice el artículo 2344 Ver Texto , los que el Estado a los Estados han puesto bajo el dominio de las municipalidades. Las leyes de organización de las comunas determinan sus rentas y bienes.
Y puesto que estas entidades desempeñan en la vida política de un pueblo una función eminentemente estatal, forzosamente sus bienes están sometidos al mismo régimen jurídico que los del Estado. También ellos se dividen en públicos y privados, siendo de aplicación los principios estudiados precedentemente.
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3.— Bienes de la Iglesia Católica (ver nota 1)
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809. DOMINIO PÚBLICO Y PRIVADO.— La primera cuestión que se presenta en lo que atañe a los bienes de la Iglesia Católica, es si ellos pertenecen a la Iglesia Universal o bien a las iglesias parroquiales locales. El Código ha resuelto que pertenecen a estas últimas (art.
2345 Ver Texto , Cód. Civ.), adoptando así el criterio de los canonistas, quienes dejan a salvo el derecho de alta administración que corresponde al Pontífice romano (ver nota 2).
La solución adoptada por nuestro Código es importante, porque consagrada la independencia entre los bienes de las iglesias y, por ende, la separación de sus patrimonios, los créditos o deudas de cada una serán también independientes y la Iglesia no responderá por ellas (ver nota 3).
La vinculación estrecha que existe entre la Iglesia Católica y el Estado argentino, la protección que ella ha merecido de la Constitución y de las leyes de la Nación por ser la religión predominante en nuestro pueblo, la misión esencial que desempeña en la vida nacional, y el hecho de ser una persona de carácter público (art. 33 Ver Texto . Cód. Civ.), impone consagrar también respecto de sus bienes la distinción entre dominio público y privado. Formarán parte del primero los afectados directamente al culto, con todas las consecuencias que ello importa: inembargabilidad, inejecutabilidad, inalienabilidad, imprescriptibilidad, mientras dure la afectación (ver nota 4). Naturalmente, las autoridades eclesiásticas serán las únicas que pueden desafectar esos bienes.
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810.— El artículo 2345 Ver Texto permite la enajenación de los bienes de la Iglesia de acuerdo con las disposiciones eclesiásticas y con las leyes que rigen al patronato. Las leyes
canónicas autorizan la enajenación en los siguientes casos: a) Por evidente necesidad. b) Por utilidad manifiesta. c) Por razón de empleo en obras piadosas (ver nota 5). En todos los casos deben preceder deliberación y autorización del capítulo. En cuanto al derecho del patronato, se tendrá presente para determinar en cada caso si el Estado puede o no, como titular de él, oponerse a la enajenación.
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811. IGLESIAS NO CATÓLICAS.— Todas las Iglesias no católicas son para nuestra ley, meras corporaciones, personas jurídicas de carácter privado (art. 33 Ver Texto , Cód. Civ.). De ahí que no pueda hablarse en su caso de derecho público eclesiástico. Sus bienes, así sean los relativos al culto, se pueden enajenar, como los de cualquier persona jurídica, de acuerdo con sus estatutos (art. 2346 Ver Texto , Cód. Civ.).
(nota 1) BIBLIOGRAFÍA: NAVARRO FLORIA, Los bienes de la Iglesia, E.D., diario del 7/2/1990; SPOTA, A. G., El dominio público eclesiástico, J.A., 1942-III, p. 911; DONOSO, J., Instituciones de derecho económico americano, París, 1887, t. 3; CAMPOS y PULIDO, J., Legislación y jurisprudencia canónica novísima, t. 3, Madrid, 1917.
(nota 2) DONOSO, op. cit. en nota anterior, t. 3, ps. 136 y s.; CAMPOS y PULIDO, op. cit. en nota anterior, p. 420.
(nota 3) Así lo resolvió la C. Civil, 2º Cap., 7/7/1942, J.A., 1942-III, p. 911.
(nota 4) De acuerdo: C. Com. Cap., 30/8/1989, E.D., fallo nº 42.083; con notas aprobatorias de USTINOV y ESTRADA; NAVARRO FLORIA, loc. cit. en nota 1218; SPOTA, loc. cit. en nota 1218; LLAMBÍAS-ALTERINI, Código Civil Anotado, t. IV, art.
2345.
(nota 5) DONOSO, op. cit. en nota 1218, t. 3, ps. 140 y s.; CAMPOS y PULIDO, op. cit. en nota 1217, t. 3, ps. 420 y s.
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4.— Bienes de los particulares
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812. PRINCIPIO GENERAL.— Después de enumerar nuestro Código cuáles son los bienes pertenecientes al Estado nacional o provincial, a las municipalidades y a la Iglesia, dice que todos los demás pertenecen a los particulares, sean personas naturales o jurídicas (art. 2347 Ver Texto , Cód. Civ.).
Sin embargo, como algunos casos especiales podrían dar lugar a dificultades, en los artículos 2348 Ver Texto y siguientes se establecen estas reglas:
a) Los puentes y caminos, y cualesquiera otras construcciones hechas a expensas de particulares en terrenos que les pertenezcan, son del dominio privado de los particulares, aunque los dueños permitan su uso o goce a todos (art. 2348 Ver Texto ).
b) El uso y goce de los lagos que no son navegables, pertenece a los propietarios ribereños (art. 2349 Ver Texto ). Sin embargo, la reforma de los incisos 3º y 5º del artículo 2340 Ver Texto por la ley 17711 ha limitado muy sustancialmente el campo de aplicación de esta norma (véase núm. 802, 5).
La ley habla de uso y goce, no de propiedad. Esta queda reservada al Estado y forma parte de su dominio privado (ver nota 1). Sólo en caso de que todo el lago esté incluido dentro de los límites de una misma heredad, creemos que debe reconocerse el derecho de propiedad al dueño de ésta. Tal es la solución que se desprende por aplicación analógica del artículo
2350 Ver Texto .
c) Las vertientes que nacen y mueren dentro de una misma heredad, pertenecen en propiedad, uso y goce, al dueño de la heredad (art. 2350 Ver Texto ). Todas las demás corrientes de agua integran el dominio público del Estado (art. 2340 Ver Texto , inc. 3º).
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813. COSAS SUSCEPTIBLES DE APROPIACIÓN PRIVADA.— El artículo 2343 Ver Texto enumera las cosas sin dueño que cualquiera puede tomar para sí por medio de la apropiación. Este es un modo de adquisición del dominio que consiste en la aprehensión de las cosas muebles sin dueño o abandonadas por él, hecha por personas capaz de adquirir y con ánimo de apropiárselas (art. 2525 Ver Texto ).
1) Los peces de los mares interiores, mares territoriales, ríos y lagos navegables, guardándose los reglamentos sobre la pesca marítima o fluvial.
2) Los enjambres de abejas, si el propietario de ellas no los reclamare inmediatamente; el dueño, pues, debe perseguirlos de inmediato si quiere conservar su derecho sobre ellos (véase arts. 2545 Ver Texto y 2546).
3) Las piedras, conchas u otras sustancias que el mar arroja, siempre que no presenten signos de un dominio anterior; si, por el contrario, se encuentran señales de una propiedad anterior, deben aplicarse las disposiciones relativas a las cosas perdidas.
4) Las plantas y yerbas que vegetan en las costas del mar y también las que cubrieren las aguas del mar o de los ríos o lagos, guardándose los reglamentos policiales; este inciso no se aplica, como es obvio, a los ríos y lagos que pertenecen al dueño de la heredad, quien tiene derecho exclusivo a las plantas y yerbas.
5) Los tesoros abandonados, monedas, joyas y objetos preciosos que se encuentran sepultados o escondidos, sin que haya indicios o memoria de quién sea su dueño, observándose las restricciones de la parte especial de este Código, relativas a esos objetos. Es decir, que deben observarse las disposiciones de los artículos 2550 Ver Texto y siguientes, referentes a tesoros. Si hay indicios de sus primitivos dueños y éstos no se hallaren, se los considerará cosas perdidas.
(nota 1) LLAMBÍAS, t. 2, nº 1356; SALVAT, Parte General, 5ª ed., nº 1522 y s.; MACHADO, t. 5, p. 228, nota.
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CAPÍTULO XI
TEORÍA GENERAL DE LOS HECHOS Y ACTOS JURÍDICOS
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I. HECHOS JURÍDICOS (ver nota 1)
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§ 1.— Concepto y clasificación
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814. CONCEPTO.— Dentro del sinnúmero de hechos que acaecen constantemente en el mundo externo, hay algunos que tienen la propiedad de producir efectos jurídicos. A éstos se los llama hechos jurídicos (art. 896 Ver Texto , Cód. Civ.).
Si se analiza esta relación entre el hecho y la consecuencia jurídica, es fácil advertir que esta última no deriva de alguna condición o calidad propia de la naturaleza de ciertos hechos, sino simplemente de que la ley así lo establece. De ahí que el hecho jurídico pueda ser definido como el presupuesto de hecho necesario para que se produzca un efecto jurídico; en otras palabras, es el conjunto de circunstancias que, producidas, deben determinar ciertas consecuencias de acuerdo con la ley.
Los hechos que no tienen ninguna trascendencia jurídica se llaman simples hechos; tales, por ejemplo, el trueno, el vuelo de un pájaro, un eclipse lunar, la lluvia, etcétera.
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815. CLASIFICACIÓN.— La naturaleza de los hechos jurídicos es tan variada y multiforme, que conviene clasificarlos a fin de introducir un orden en su estudio.
a) Ante todo, pueden clasificarse en naturales y humanos. Los primeros son todos aquellos que acaecen sin intervención del hombre; así, por ejemplo, un granizo que destruye una cosecha puede hacer nacer el derecho a una indemnización si la cosecha hubiera estado asegurada contra ese riesgo; un rayo puede, en algunos casos, dar lugar a una indemnización de accidentes de trabajo. Los hechos humanos son todos aquellos realizados por el hombre y que producen efectos jurídicos: un contrato, un delito, etcétera.
b) Asimismo, pueden clasificarse en hechos positivos o negativos; los primeros importan una transformación efectiva de ciertas circunstancias de hecho, tales como la muerte, un delito, la aceptación de una oferta; los segundos implican una abstención: la falta de
cumplimiento de una obligación de hacer o, por el contrario, el cumplimiento de una obligación de no hacer.
c) Los hechos jurídicos humanos pueden ser voluntarios e involuntarios; sobre este concepto nos remitimos a los números 816 y siguientes.
d) Finalmente, pueden ser lícitos e ilícitos, según sean o no conforme a la ley. A su vez, los hechos ilícitos se clasifican en delitos y cuasidelitos. De ellos nos ocuparemos en los números 822 y siguientes.
(nota 1) BIBLIOGRAFÍA: CIFUENTES, Negocio jurídico, Buenos Aires, 1986; ORGAZ, A., Concepto del hecho jurídico, L.L. t. 59, ps. 892, y s.; El concepto del acto jurídico, en Estudios de Derecho civil, Buenos Aires, 1948, ps. 128, s.; ALSINA ATIENZA, Los hechos jurídicos, J.A., 1955-IV, sec. doct., ps. 57 y s.; BREBBIA, Hechos y actos jurídicos, Buenos Aires, 1979; AGUIAR, H., Hechos y actos jurídicos, Buenos Aires, 1950; PETRACCHI, Hechos y actos jurídicos, Seminario dirigido por TORINO, E., Facultad Derecho de Buenos Aires, 1938; FARINA, Hecho jurídico, acto jurídico, negocio jurídico, J.A., Doctrina, 1975, p. 545; CASTÁN TOBEÑAS, Derecho civil español, común y foral, 7ª ed., ps. 632 y s.; BETTI, E., Teoría general del negocio jurídico, trad. esp., Madrid, ps. 3 y s.; LARENZ, Derecho Civil, Parte General, trad. esp., Jaen, 1978.
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§ 2.— Hechos voluntarios
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A.— CONDICIONES INTERNAS
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816. CRÍTICA DEL CÓDIGO.— Según el artículo 897 Ver Texto del Código Civil, hechos voluntarios son aquellos realizados con discernimiento, intención y libertad. Y como consecuencia lógica de esta premisa, el artículo 900 Ver Texto dispone que los
hechos ejecutados sin alguno de estos elementos internos, no producen por sí obligación alguna.
Esta disposición merece dos serias objeciones: por una parte, importa un concepto puramente doctrinal, impropio de un Código; por la otra, significa enrolarse en la concepción psicológica de los actos voluntarios, dominante en la época en que VÉLEZ redactó el Código, pero cuya insuficiencia y falsedad ha quedado demostrada por la doctrina moderna (ver nota 1).
Por de pronto, es evidente que los tres elementos internos del acto voluntario, enumerados en el artículo 897 Ver Texto , pueden reducirse a uno solo: la intención. En efecto, si falta el discernimiento, no puede hablarse de acto intencional, porque la intención presupone la aptitud de discernir; tampoco puede decirse que un acto es intencional si el agente ha obrado bajo violencia, lo que significa que la falta de libertad afecta también la intención (ver nota 2).
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817.— Además, es falso que los actos realizados sin discernimiento, intención y libertad no produzcan por sí obligación alguna. El propio Código, no obstante que ello importa una contradicción palmaria, ha debido reconocer la plena validez de actos en los que faltan aquellos elementos. Los actos válidos de personas que carecen (por lo menos legalmente) de discernimiento, son numerosísimos (véase núm. 818). También lo son muchos actos en que falta la intención. Así, por ejemplo, en materia de error, el artículo 922 Ver Texto establece que se presumen practicados sin intención los actos realizados por error, lo que implica que tales actos deben reputarse involuntarios; no obstante ello, poco más adelante dispone que los actos realizados por error no excusable o no esencial (en los que, por adolecer de error, falta intención) son válidos (arts. 928 Ver Texto y 929). Del mismo modo, falta intención en el caso de dolo recíproco y en las declaraciones hechas bajo reserva mental (véase núm. 828); y falta libertad en la hipótesis de temor reverencial o de obligaciones contraídas en estado de necesidad, no obstante lo cual, todos estos actos son válidos (véase arts. 932 Ver Texto , inc. 4º, y 940 Ver Texto ; y nuestro número 1170).
Estas contradicciones son inevitables si se adopta la teoría psicológica de los actos voluntarios. Según ya lo hemos dicho, esa posición es hoy insostenible. Lo que interesa al derecho no son los procesos íntimos, desarrollados en el fondo de la conciencia individual, sino la exteriorización de ellos. El acto debe ser reputado voluntario siempre que haya una declaración de voluntad consciente emanada de una persona capaz (ver nota 3), salvo, naturalmente, el derecho del autor de esa declaración de impugnar su validez, cuando medie una causa legal para hacerlo (dolo, violencia, lesión, fraude, simulación, etc.). Sobre esta cuestión de fundamentalísima importancia, hemos de volver más adelante (véase núms.
828 y sigs.).
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818. LA CUESTIÓN DEL DISCERNIMIENTO.— Luego de disponer el artículo 900 Ver Texto que los actos celebrados sin discernimiento no producen obligación alguna, el artículo 921 Ver Texto establece: Los actos serán reputados hechos sin discernimiento, si fueren actos lícitos practicados por menores impúberes, o actos ilícitos por menores de 10 años; como también los actos de los dementes que no fuesen practicados en intervalos lúcidos, y los practicados por los que, por cualquier accidente, están sin uso de razón. Siendo el discernimiento un elemento inexcusable de los actos voluntarios y tratándose de algo tan sutil y variable según la edad y las personas, era inevitable señalar una regla general que zanjase la dificultad, de otra manera insalvable, de establecer cuándo existe o no discernimiento.
Pero al trazar una regla fija, de validez general, cualquiera sea el acto de que se trate, el Código se ha alejado intolerablemente de la realidad humana. Si discernimiento es una facultad elemental de valoración, es obvio que esa facultad no se tiene invariablemente a una misma edad para cualquier acto. Una criatura de 8 años puede discernir perfectamente si los útiles de colegio que compra en la librería son los que le ha pedido su maestra; si las golosinas que adquiere son las de su agrado; si el ómnibus que toma es el que la lleva a su casa. No tiene, en cambio, discernimiento para entender el significado de un contrato de sociedad o de constitución de hipoteca.
Este desacuerdo entre la norma legal (art. 921 Ver Texto ) y la realidad humana conduce a consecuencias paradójicas. Según nuestra ley, una menor que todavía no ha cumplido 14 años, puede, con autorización judicial, contraer matrimonio; en cambio, esa misma criatura no puede comprar una muñeca. Es decir, que para un acto tan trascendental como el matrimonio, se ha prescindido lisa y llanamente del régimen del discernimiento (ver nota
4); en cambio, se lo mantiene para actos baladíes. O mejor dicho, se lo pretende mantener; porque las reglas jurídicas que violan elementales necesidades de la vida social están inexorablemente destinadas a caer en desuso; es así como ha debido reconocerse la validez de numerosos actos, que nosotros hemos llamado pequeños contratos (véase núm. 489), a pesar de ser realizados por menores que todavía no han cumplido 14 años.
Todavía más contradicciones. Una mujer casada a los 12 ó 13 años tiene, a partir de ese momento, capacidad para realizar todos los actos de la vida civil, con muy pocas excepciones. Inclusive puede disponer de sus bienes (art. 135 Ver Texto ). ¿No era que carecía de discernimiento?
Igualmente, el acto celebrado por un demente es válido si quien contrató con él era de buena fe y adquirió el derecho a título oneroso (art. 473 Ver Texto ).
Sigamos adelante. Hemos visto que hay muy numerosos y a veces muy importantes actos jurídicos que pueden ser celebrados por personas que legalmente carecen de discernimiento. Pero hay más aún: no obstante haberse celebrado un acto con discernimiento, intención y libertad, puede ser nulo. Tal ocurre con los actos jurídicos celebrados por menores adultos o sordomudos que no saben darse a entender por escrito. Se dirá que no basta que estén reunidas aquellas condiciones y que es necesaria, además, la capacidad. ¿Pero entonces de qué sirve la noción del discernimiento? Lo que hay que preguntarse, en relación a los actos jurídicos, no es si se tiene o no aquella aptitud psicológica, sino, simplemente, si se tiene o no capacidad; basta con esto para que el acto sea válido, porque este concepto involucra en sí el discernimiento. Y si la ley no reconoce capacidad, el acto será nulo, sea porque se carece de discernimiento o porque se tiene un impedimento físico para ejercer los derechos (sordomudos) o por una imposibilidad práctica de ejercerlos (penados) o por otros motivos distintos (incapacidades de derecho).
Recapitulando: no obstante reunir las tres condiciones de discernimiento, intención y libertad, hay actos que son nulos; no obstante carecer el agente de discernimiento, puede realizar actos válidos. ¿En qué queda entonces la teoría de la voluntad psicológica? (ver nota 5).
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818. bis.— Hasta aquí nos hemos ocupado del discernimiento en relación con los actos voluntarios lícitos. Veamos ahora el problema en cuanto a los actos ilícitos. Para el Código, los dementes, los menores de 10 años carecen de discernimiento (art. 921 Ver Texto ), y no son responsables de los daños que causaren (art. 1076 Ver Texto ). Es una solución muchas veces inicua, aunque sea una consecuencia lógica de la teoría de lo voluntad psicológica; y, por ello, la ley 17711 introdujo una importante limitación a esta exención de responsabilidad, agregando un nuevo párrafo al artículo 907 Ver Texto . Hemos tratado esta cuestión en otro lugar (núms. 550-551).
Cabe todavía señalar una contradicción más, dentro del sistema del Código. Los ebrios están privados momentáneamente de su discernimiento (art. 921 Ver Texto ) y, sin embargo, son responsables de sus actos, a menos que se probare que la embriaguez fue involuntaria (art. 1070 Ver Texto ). La solución es acertada, pero es preciso reconocer que resulta incoherente con el artículo 921 Ver Texto .
Ello significa que el Código se inclina por soluciones injustas cuando permanece fiel a su concepción psicológica de los actos voluntarios, y acierta cuando se aparta de ella.
(nota 1) Con razón dice BEKKER: "¡Dios nos libre de una escuela de civilistas psicólogos!", cit. por FERRARA, La simulación de los negocios jurídicos, trad. esp. Madrid, 1926, p. 28.
(nota 2) De acuerdo con esta observación, AGUIAR, H., Hechos y actos jurídicos, Buenos Aires, 1950, t. I, ps. 73 y 91, quien, sin embargo, no suscribe nuestra crítica. En igual sentido, SALVAT, Parte General, 6ª ed., nº 1576; SPOTA, t. 8, nº 1777.
(nota 3) De acuerdo: SPOTA, t. 8, nº 1777, p. 64.
(nota 4) Y hay que añadir que esta solución se impone necesariamente, pues no es posible negar el derecho de casarse a la mujer que se encuentra embarazada. Lo que demuestra que el matrimonio no es solamente una cuestión de desarrollo mental, sino también de sexo y de desarrollo físico. Este acto tan importante pone a prueba la teoría psicológica de la voluntad; sobre el punto remitimos a nuestro estudio La teoría de los vicios del consentimiento y en particular el error, con relación al matrimonio, L.L., t. 74, p. 831.
(nota 5) Restaría, sin embargo, una hipótesis en que la exigencia del discernimiento parecería conservar su utilidad: nos referimos al caso de los actos celebrados por ebrios y sonámbulos, que tienen capacidad, pero que carecen de discernimiento y que por ello serían anulables. Pero es obvio que para explicar la nulidad de tales actos no es necesario recurrir a la teoría de la voluntad psicológica. Lo explica muy bien la de la declaración de la voluntad (véase núms. 830 y sigs.). Esta teoría ha remarcado muy especialmente la importancia de las circunstancias que rodean la manifestación, a los fines de su validez y efectos. Porque la declaración no consiste únicamente en las palabras dichas o escritas, sino en la conducta exterior de una persona que, según las circunstancias que la rodean y de acuerdo con la buena fe permitan inferir la existencia de una voluntad de obligarse. Va de suyo que los actos realizados en un estado onírico, hipnótico o de ebriedad, carecen de validez. Si ese estado fuere notorio, nadie podrá prevalerse de una declaración de voluntad hecha en tales condiciones, porque ello sería contrario a la buena fe; si no fuere notorio, el que pretende luego desligarse de sus compromisos alegando que dio su consentimiento en ese estado, no tendrá medio de probarlo y la declaración producirá todos sus efectos.
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B.— CONDICIÓN EXTERNA
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819. LA DECLARACIÓN DE LA VOLUNTAD.— Reconociendo la insuficiencia de los elementos internos de la voluntad para conferirle valor jurídico, el artículo 913 Ver Texto dispone que ningún hecho tendrá el carácter de voluntario, sin un hecho exterior por el cual la voluntad se manifieste. Es lo que se llama la manifestación o declaración de la voluntad.
Por declaración de voluntad debe entenderse no sólo la palabra verbal o escrita, sino toda conducta o proceder que de acuerdo con las circunstancias permita inferir la existencia de una voluntad.
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820. DISTINTAS FORMAS DE MANIFIESTACIÓN DE LA VOLUNTAD.— La declaración de la voluntad puede ser formal o no formal, positiva o tácita, o inducida por una presunción de la ley (art. 915 Ver Texto ).
a) Declaración formal y no formal. Llámanse declaraciones formales a aquellas cuya eficacia depende de la observancia de las formalidades exclusivamente admitidas como expresión de la voluntad (art. 916 Ver Texto ); ejemplo típico es el testamento, el casamiento, etcétera. Declaraciones no formales son aquellas que no están sujetas a ninguna solemnidad legal. De este tema nos ocuparemos con la debida extensión en los números
922 y siguientes.
b) Declaraciones expresas y tácitas. Declaraciones expresas son aquellas en que la voluntad se manifiesta verbalmente, o por escrito, o por signos inequívocos (art. 917 Ver Texto ). Los ejemplos de la última hipótesis son frecuentes en la vida diaria: una persona sube a un ómnibus y, sin pronunciar palabra, paga su boleto; o bien saca una revista de un puesto y deja el importe; o bien levanta la mano en un remate para hacer una postura. No han mediado palabras, pero la conducta ha sido inequívoca e importa, por consiguiente, una declaración expresa de voluntad.
El concepto de una voluntad tácita no está bien logrado en el artículo 918 Ver Texto , que habla de actos por los cuales se pueda conocer con certidumbre la voluntad. Ahora bien: si de los actos realizados se desprende esa certidumbre, es porque se trata de signos inequívocos, como lo afirma el artículo 917 Ver Texto y, por consiguiente, la manifestación es expresa. Está claro así que, ateniéndonos rigurosamente a los términos del artículo 917
Ver Texto , la única manifestación tácita de voluntad sería aquella que, en ciertos casos, se infiere del silencio. Pero lo cierto es que tanto en muchas disposiciones del Código como en el lenguaje jurídico más generalizado, se llama manifestación tácita a la que surge de la
conducta clara e inequívoca de una persona que, empero, no ha dado un consentimiento escrito o verbal.
c) Declaración presumida por la ley. A veces, la declaración de la voluntad resulta de una presunción legal. Si la víctima de un delito hace con el autor un convenio sobre el pago de los daños y perjuicios, la ley presume que se renuncia a la acción criminal (art. 1097 Ver Texto ); si un pagaré se encuentra sin anotación alguna en poder del deudor, se presume que su entrega le ha sido hecha voluntariamente por el acreedor (art. 878 Ver Texto ).
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821. EL SILENCIO COMO MANIFESTACIÓN DE VOLUNTAD (ver nota 1).— En principio, el silencio guardado por una persona con respecto a una oferta o a la conducta de otra, no puede ser tomado como manifestación de voluntad (art. 919 Ver Texto , 1ª parte). Por silencio debe entenderse no sólo el abstenerse de pronunciar o escribir palabras, sino también la abstención de realizar signos inequívocos, que permitan inferir la voluntad de una persona.
Sin embargo, hay algunas hipótesis en que la ley atribuye también al silencio el alcance de una manifestación de voluntad. Esas hipótesis son las siguientes:
a) Cuando haya una obligación de explicarse por la ley (art. 919 Ver Texto ). Por ejemplo, si una persona es llamada judicialmente a reconocer la firma que está al pie de un documento y guarda silencio, la firma se tiene por reconocida, es decir, que el silencio equivale a una declaración de reconocimiento.
b) Cuando haya obligación de explicarse por las relaciones de familia (art. 919 Ver Texto ). Ejemplo: si el marido no impugna la paternidad del hijo dentro del año de la inscripción del nacimiento o desde que tuvo conocimiento del parto, caduca su acción de impugnación (art.
259 Ver Texto ).
c) Cuando haya una obligación de explicarse a causa de una relación entre el silencio actual y las declaraciones precedentes (art. 919 Ver Texto ). Ejemplo: un comerciante suscribe con otro un contrato mediante el cual éste se obliga a hacerle entrega periódica de una mercadería a un precio que se estipula y pagadero trimestralmente, sujetando la duración del contrato a un preaviso. Al cabo de un tiempo, el proveedor le hace saber al otro contratante que la mercadería ha subido de precio y que, en adelante, se la cobrará a tanto más. El comerciante guarda silencio y sigue recibiendo la mercadería. Este silencio debe ser interpretado como aceptación del nuevo precio. Se ha resuelto también que si avisado el
mandante por el mandatario, que se ha extralimitado en sus poderes, guarda silencio, debe entenderse que ha habido ratificación (ver nota 2).
d) A estos casos previstos en el artículo 919 Ver Texto del Código Civil hay que añadir la siguiente hipótesis: que las partes hayan convenido que el silencio de una de ellas sea tomado como declaración de voluntad en un sentido dado. En tal caso, es la voluntad de las partes la que le confiere ese valor (ver nota 3). Ejemplo: dos personas celebran un contrato de sociedad por cinco años de duración y estipulan que el término se prorrogará por cinco años más si las partes no manifestaran su voluntad en contrario antes del primer vencimiento.
(nota 1) BIBLIOGRAFÍA: NOVILLO SARAVIA, L. (h), El silencio en la formación de los contratos, Córdoba, 1941; SPOTA, A.G., El silencio como manifestación del consentimiento en los contratos, L.L., t. 24, p. 715; HALPERÍN, I., El silencio en la formación de los contratos, L.L., t. 3, sec. jurisp. extr., p. 33; DE DIEGO, El silencio en el derecho, Madrid, 1925; MORAES LEME, L., Da efficacia juridica do silencio, São Paulo,
1933; MELO, B., O silencio no direito, Lisboa, 1939; OSSILIA, E., Il silenzio come dichiarazione de volantà, Riv. Dir. Commerciale, 1924-II, p. 8; PACCIONI, G., Il silenzio nella concluzione dei contratti, Riv. Dir. Commerciale, 1906-II, p. 23; TESAURO, Il silenzio e l"omissione nella teoria degli contratti, Torino, 1021.
(nota 2) C. Civil Cap., Sala E, 29/12/1952, J.A., 1953-II, p. 490.
(nota 3) Véase NOVILLO SARAVIA, L. (h), El silencio en la formación de los contratos, p. 51; y C. Civil Cap., Sala A, 26/11/1962, L.L., t. 100, p. 498 y J.A., 1963-II, p. 606.
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C.— HECHOS ILÍCITOS
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821 bis. CONCEPTO Y ELEMENTOS DE LOS ACTOS ILÍCITOS.— Para que exista un acto ilícito, del punto de vista del derecho civil, es indispensable: a) que sea contrario a la ley; b) que haya ocasionado un daño a terceros. En efecto, mientras no haya un tercero damnificado, no interesa, en el orden civil, juzgar la actitud e ilicitud de la conducta
humana, puesto que el interés es la medida de las acciones. Este daño puede ser actual (ya producido) o simplemente eventual (futuro y posible); aun en este último caso, es evidente el interés de la víctima de poder ejercer las acciones que eviten o prevengan el evento dañoso. Así, por ejemplo, si mediante dolo o violencia una persona ha conseguido de otra la firma de un contrato que tendrá indudablemente para ésta graves consecuencias económicas, habrá derecho a reclamar la nulidad, aunque todavía no hayan tenido lugar esas consecuencias dañosas.
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822. DELITOS Y CUASIDELITOS.— Los actos ilícitos se clasifican en delitos y cuasidelitos. Los primeros son aquellos realizados con la intención de producir el resultado contrario a la ley; así, por ejemplo, el homicidio o lesiones premeditados, el robo, etcétera. En los segundos, en cambio, no media intención, sino que el daño ha resultado de un acto (o de una omisión) llevado a cabo sin tomar todas las diligencias para evitar el daño: ejemplo típico es el accidente de tránsito ocasionado por el exceso de velocidad o por cualquier otra negligencia.
En el sistema seguido por nuestro Código, también los cuasidelitos son actos voluntarios, en el sentido de que han sido realizados con discernimiento, intención y libertad (arts. 897
Ver Texto y sigs.); sólo que en este caso la intención no estaba dirigida a producir el daño, sino a realizar un acto que, por culpa o negligencia, ha resultado dañoso.
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822 bis. CONSECUENCIAS DE LA DISTINCIÓN ENTRE DELITOS Y CUASIDELITOS.— Interesa formular con prolijidad esta distinción, por las consecuencias que tiene en orden a la responsabilidad del agente.
a) Si el hecho es culposo, el autor no responde de las consecuencias casuales; pero sí responderá cuando hay dolo y las tuvo en miras al ejecutar el hecho (art. 905 Ver Texto ).
Vale decir que no basta que haya dolo (cuyas consecuencias, en principio, son las mismas que las de la culpa, art. 1109 Ver Texto ), sino que es necesario además que el autor del hecho haya tenido en mira determinadas consecuencias casuales al cometerlo. Basta con decirlo, para advertir que esta diferencia tiene muy escasa significación, porque es muy poco probable que un delito se cometa teniendo en mira una cierta consecuencia casual y más difícil todavía probar que se la tuvo en mira. Finalmente, si se prueba que se tuvo en mira, será poco menos que imposible que se trate de una consecuencia casual.
b) El coautor de un delito civil que hubiera indemnizado a la víctima, no tiene acción contra sus coautores para reclamarles la parte que a ellos les correspondiere (art. 1082 Ver Texto ); en cambio el coautor de un cuasidelito la tiene (art. 1109 Ver Texto , 2º ap., agregado por ley 17711 ).
c) Tratándose de un cuasidelito, los jueces pueden disminuir equitativamente el monto de la indemnización de los daños probados en atención a la situación patrimonial del deudor; en cambio, si hay dolo, los jueces carecen de tal atribución y deben indemnizarse todos los daños probados a su verdadero valor (art. 1069 Ver Texto , 2º ap. agregado por la ley 17711
).
Agreguemos que la ley 17711 zanjó definitivamente una cuestión que todavía daba lugar a controversias, aunque la jurisprudencia se había inclinado decididamente en favor del sistema hoy imperante (ver nota 1). La cuestión era si la responsabilidad por los cuasidelitos era o no solidaria para los coautores, como lo es indudablemente en los delitos, por disposición expresa del artículo 1081 Ver Texto . La ley 17711 adoptó la solución de que la responsabilidad es solidaria en cualquier caso. Ello resulta: a) de la supresión del artículo 1108 Ver Texto , que para el supuesto de cuasidelitos remitía a ciertos artículos relativos a los delitos, entre los que no estaba el que establece la solidaridad. Con esta supresión cobra plena vigencia la regla del artículo 1109 Ver Texto que dispone que la obligación de resarcir el daño en los cuasidelitos está sujeta a las mismas disposiciones relativas a los delitos de derecho civil, entre los que se cuenta la solidaridad; b) más aún, el artículo 1109 Ver Texto expresamente da por sentado que existe solidaridad en los cuasidelitos al disponer que los coautores que han pagado el total de la indemnización tienen acción de contribución contra los restantes.
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823.— Es necesario no confundir el delito civil con el criminal. El primero está caracterizado, según ya lo hemos dicho, por la intención de cometer el acto contrario a la ley. En cambio, delito criminal es todo acto previsto y penado por las leyes penales, sea intencional o culposo. De esta divergencia conceptual resulta que muchas veces un hecho importa la comisión de un delito criminal, pero no de uno civil, y viceversa. Así, por ejemplo, un homicidio culposo, tal como el que resulta de un accidente de tránsito, es un delito criminal, pero no civil; antes bien, es un caso típico de cuasidelito.
Además, el daño causado no es elemento indispensable del delito criminal, como es en el civil; la simple tentativa es un hecho punible.
(nota 1) C.S.N., 24/11/1941, L.L., p. 25, p. 581 y J.A., t. 76, p. 973; íd., 2/4/1948, J.A.,
1948-II, p. 99; C. Civil Cap., Sala B, 24/6/1957, L.L., t. 89, p. 481; C. Civil Cap., Sala C,
19/11/1951, J.A., 1952-II, p. 370; íd., Sala D, 17/11/1953, L.L., t. 74, p. 373; Sala E,
31/7/1961, E.D., t. 2, p. 567; C. Paz Cap. en pleno, 29/5/1956, J.A., 1957-I, p. 64; C. Apel. Río Cuarto, 24/12/1951, J.A., 1953-III, p. 222; S. T. Córdoba, 15/9/1944, J.A. 1944-IV, p.
746; etc.
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II. ACTOS JURÍDICOS (ver nota 1)
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824. CONCEPTO E IMPORTANCIA.— Dentro de la categoría de actos voluntarios lícitos existe una especie, los actos jurídicos, que tiene una enorme importancia en el campo del derecho. Es el medio con que cuentan los hombres para establecer entre ellos el tejido infinito y complejísimo de sus relaciones jurídicas. La inmensa masa de actos jurídicos comprende hechos de tan diversa importancia y naturaleza como, por ejemplo, las pequeñas compras de mercaderías al contado (cigarrillos, golosinas, comestibles, etc.), la adquisición de un inmueble, de un establecimiento comercial o industrial, un pago, etcétera.
No resulta extraño, por consiguiente, que los juristas se hayan encontrado con serias dificultades para formular un concepto que abarque actos tan diversos. En la doctrina alemana la cuestión ha dado lugar a dificultades tan graves, que WINSCHEID ha podido escribir: "En rigor, aquí no se debería decir: negocio jurídico es esto y esto, sino: por negocio jurídico, yo entiendo esto y esto (ver nota 2).
De estas dificultades nos hemos librado en nuestro derecho, merced a una acertadísima disposición contenida en el artículo 944 Ver Texto , que define con toda precisión el acto jurídico: Son actos jurídicos los actos voluntarios lícitos, que tengan por fin inmediato establecer entre las personas relaciones jurídicas, crear, modificar, transferir, conservar o aniquilar derechos.
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825. CARACTERES.— De esta definición se desprenden los caracteres propios de los actos jurídicos: 1) son actos voluntarios; 2) son lícitos; 3) tienen por fin inmediato la
producción de efectos jurídicos. Este último es el carácter específico de los actos jurídicos y el que permite distinguirlos de otros actos voluntarios lícitos.
Sostiene DANZ que es inexacto que los actos jurídicos se caractericen porque las partes se propongan un fin jurídico. Lo que ellas se proponen es siempre un fin práctico, generalmente de orden económico, pero no uno jurídico. Cuando una persona sube a un ómnibus, no procura celebrar un contrato de transporte, sino simplemente hacerse conducir hasta el lugar de destino. Cuando se compra una camisa, una corbata, nadie piensa en el contrato de compraventa, sino en el placer que le deparará la compra o en la necesidad que llena (ver nota 3). La objeción de DANZ no nos parece decisiva. Es indiscutible que las partes, al celebrar un negocio jurídico, tienen en cuenta un fin de orden práctico; pero si ese fin práctico tiene al mismo tiempo un resultado jurídico, tal como la adquisición, modificación o pérdida de un derecho, es legítimo decir que las partes —sépanlo o no— han estado persiguiendo un fin jurídico. Cuando compro un paquete de cigarrillos, sólo pienso en el placer que me deparará fumar; pero al hacer la compra he tenido en vista adquirir el derecho a los cigarrillos. Es posible también que quien viaja en subterráneo ignore que ha celebrado un contrato de transporte e, incluso, que exista tal contrato, pero, al pagar el viaje, ha tenido como fin inmediato hacerse transportar a su destino, o sea adquirir el derecho a ello.
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826. DISTINCIÓN CON OTROS ACTOS VOLUNTARIOS LÍCITOS.— Según ya lo hemos dicho, los actos jurídicos se distinguen de los demás actos voluntarios lícitos en que tienen por fin inmediato producir efectos jurídicos. En cambio, en los restantes actos voluntarios lícitos las partes no se proponen un fin jurídico que, no obstante, puede producirse por imperio de la ley. Así, por ejemplo, el acto de alambrar un campo tiene un fin exclusivamente práctico (evitar el paso de hacienda); sin embargo, es un acto posesorio del que derivan todas las consecuencias establecidas en la ley. El artista que pinta una tela o que talla la piedra, sólo se propone crear una obra de arte; pero, por imperio de la ley, se produce un efecto jurídico, la adquisición del derecho intelectual sobre el cuadro o la escritura (ver nota 4).
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827. TERMINOLOGÍA.— Nuestro Código, siguiendo las huellas de la doctrina francesa, ha adoptado la denominación de acto jurídico, que han seguido también códigos tan modernos como el brasileño y el peruano. En cambio, en el derecho alemán, en el italiano y en el español se prefiere la expresión negocio jurídico, dejando la de acto jurídico para todos los actos voluntarios lícitos.
(nota 1) BIBLIOGRAFÍA: CIFUENTES, Negocio jurídico, Buenos Aires, 1986; ORGAZ, El concepto del acto jurídico en estudios de derecho civil, ps. 127 y s.; íd., El acto o negocio jurídico, en Nuevos Estudios de Derecho Civil, Buenos Aires, 1945, ps. 200 y s.; AGUIAR, H., Hechos y actos jurídicos, Buenos Aires, 1950; BREBBIA, Hechos y actos jurídicos, Buenos Aires, 1979; CASTÁN TOBEÑAS, J., Derecho civil español, común y foral, 7ª ed., Madrid, 1949, ps. 655 y s.; BETTI, E., Teoría general del negocio jurídico, trad. esp., Madrid; CARIOTTA FERRARA, L., Il negozio giuridico nel diritto privato italiano, Nápoli, 1949; SCIALOJA, V., Negozio Giuridico, en Nuovo Digesto Italiano, t. 8, ps. 973 y s.; DANZ, E., Interpretación de los negocios jurídicos, trad. esp., Madrid, 1926; ENNECCERUS-KIPP-WOLFF, Parte General, t. 1, vol. 2, ps. 52 y s.; VON TUHR, A., Teoría General del Derecho civil alemán, t. 3, ps. 161 y s.; PLANIOL-RIPERT-ESMEIN, ed. La Habana, t. 6, nº 46 y s.; LARENZ, Derecho Civil, Parte General, trad. esp., Jaen,
1978.
(nota 2) WINSCHEID, Diritto delle pandette, t. 1, § 69, nota 1.
(nota 3) DANZ, La interpretación de los negocios jurídicos, ps. 21, y s.; ORGAZ, que había manifestado su adhesión al punto de vista de DANZ (El concepto del acto jurídico, en Estudios de Derecho Civil, p. 145), ha rectificado más tarde su opinión (El acto o negocio jurídico, en Nuevos Estudios de Derecho Civil, p. 213, nº 5).
(nota 4) ENNECCERUS los llama actos reales, que serían una categoría dentro de los actos voluntarios lícitos. Sobre la sutil y, a nuestro modo de ver, muy discutible clasificación de estos actos, por este autor, véase Tratado, Parte General, t. 1, vol. 2, ps. 11 y s.
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§ 1.— La voluntad y la declaración en los actos jurídicos
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828. EL PROBLEMA DE LAS DIVERGENCIAS ENTRE LA INTENCIÓN Y LA DECLARACIÓN DE LA VOLUNTAD (ver nota 1).— Si bien lo normal en un acto jurídico es que la intención coincida con la declaración de la voluntad, suelen presentarse algunas hipótesis de desencuentro entre ambas: a) cuando por error se manifiesta una cosa distinta de la que en realidad se desea; b) en el caso de reserva mental, o sea cuando deliberadamente se hace una manifestación que no coincide con la intención, haciendo
reserva interior de que no se desea lo que se manifiesta desear; c) cuando se hace una declaración con espíritu de broma o sin entender obligarse, como, por ejemplo, las palabras pronunciadas en una representación teatral; d) cuando se simula un acto jurídico; e) cuando la declaración ha sido forzada por violencia o ha resultado de un engaño.
La comprobación de la posibilidad de desacuerdo entre la intención y la declaración hace inevitable este interrogante: ¿debe darse prevalencia a la intención sobre la declaración o a ésta sobre aquélla?
Digamos, desde ya, que esta cuestión no ofrece interés práctico en algunas de la hipótesis señaladas; así, por ejemplo, en materia de dolo y de violencia, en que la nulidad del acto se funda en el hecho ilícito. En cambio, tiene importancia decisiva en otros casos; tal, por ejemplo, en el error, y muy particularmente en el delicado problema de la interpretación de los actos jurídicos.
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829. TEORÍA DE LA VOLUNTAD.— La teoría clásica sostenía el imperio absoluto de la voluntad interna. Según ella, la esencia misma, el origen íntimo y verdadero de toda vinculación contractual es la voluntad de las partes. "Implicando la noción de contrato — dice CELICE— el concurso de dos voluntades internas, lo que hay que interpretar son esas voluntades; todo lo que las acompaña, gestos, palabras, escritos, etcétera, no son más que despreciables vestigios de los procesos por los cuales se han dado a conocer" (ver nota 2). La declaración sólo sería un elemento formal, accidental; y la noble tarea judicial consiste en desentrañar la verdadera voluntad de las partes y hacerle producir efectos.
Esta teoría imperó sin contradicción hasta principios del siglo XIX, en que los juristas alemanes la hicieron objeto de duros ataques, sosteniendo, por su parte, una doctrina objetiva, sustentada en la declaración de la voluntad (ver nota 3).
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830. TEORÍA DE LA DECLARACIÓN DE LA VOLUNTAD.— Dejando de lado algunas exageraciones que condujeron a negar todo papel a la voluntad en la formación de los actos jurídicos (ver nota 4), es preciso destacar cuál fue el mérito principal de la doctrina alemana: poner de relieve la importancia principalísima de la declaración en la formación de los actos jurídicos. No es exacto que la declaración sea un despreciable vestigio de la voluntad interna; por el contrario, forma con ésta un todo indisoluble, a tal punto que no puede concebirse una sin la otra. Para que la intención se transforme de fenómeno de conciencia en fenómeno volitivo, es indispensable la exteriorización; de ahí que ésta sea
necesaria para la existencia misma de la voluntad y que por consiguiente sea falso e impropio hablar de voluntad interna (ver nota 5).
Por lo demás, y planteando la cuestión en un terreno estrictamente jurídico, es necesario reducir a sus justos límites el papel de la voluntad en lo que atañe a los efectos de los actos jurídicos. Es preciso afirmar que la fuerza obligatoria de los contratos no deriva de la voluntad de las partes, sino de la ley. Es verdad que al atribuirle esa obligatoriedad, la ley tiene en cuenta de modo muy primordial el respeto por la voluntad del hombre; pero también considera otros factores no menos importantes: la obligatoriedad de los contratos es una exigencia ineludible del comercio y de la vida social; media inclusive una razón de orden moral en el cumplimiento de la palabra empeñada.
Son muchos, pues, los factores que han inducido al legislador a establecer la obligatoriedad de los actos jurídicos y no tan sólo el respeto de la voluntad. Prueba de ello es que ese efecto persiste, aunque cambie la voluntad de alguna de las partes. "En el momento en que se dice que mi voluntad me obliga —dice TARDE— esta voluntad ya no existe; ella me ha devenido extraña, de tal modo que es exactamente como si yo recibiera una orden de otro" (ver nota 6).
Pero es en la faz práctica en la que la teoría clásica revela toda su debilidad. Es evidente que la intención o voluntad íntima (como tan impropiamente se llama) justamente por ser puramente psicológica e interna, es inaccesible a los terceros y no puede ser la base de un negocio jurídico, que por ser fuente de derechos y obligaciones, quizá gravosas, debe tener un fundamento concreto, seguro y serio, condiciones que no podrán encontrarse en la simple intención.
Resulta así evidente que la formación de los contratos en general, no puede surgir sino de la coincidencia de las voluntades declaradas, únicas que pueden conocer y apreciar las partes. Ni éstas ni el juez llamado a entender en un litigio, pueden ni deben intentar vanas investigaciones psicológicas, destinadas a resultados inciertos.
No debe pensarse, por ello, que la teoría de la declaración menosprecia la intención; por el contrario, su aplicación conducirá a respetarla en la enorme mayoría de los casos, porque lo normal es que las palabras de una persona coincidan con su intención, tanto más cuanto que se trata de negocios jurídicos en que precisamente por ser fuente de derechos y obligaciones, las partes ponen un especial esmero en traducir con fidelidad su pensamiento (para mayores desarrollos véase núms. 888 y sigs.).
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831.— La doctrina de la voluntad, llevada a sus extremos lógicos, conduce a consecuencias inaceptables. Así, por ejemplo, la obligación contraída bajo reserva mental debería anularse; pero como ello importaría premiar la mala fe, universalmente se admite su validez. Pero si la voluntad psicológica es el origen de las obligaciones contractuales y en este caso se prueba que no ha existido tal voluntad, la obligación tendría que ser anulada dejando a salvo el pago de daños y perjuicios. Tampoco puede explicar la teoría de la voluntad que los actos simulados (y, por lo tanto, no queridos) sean perfectamente válidos respecto de terceros.
La aplicación rigurosa de la teoría de la voluntad llevaría tal desorden e inseguridad al comercio jurídico que todos los códigos, aun aquellos que han llevado el dogma de la voluntad a los mayores extremos, han tenido que hacer concesiones tales que, prácticamente, sus soluciones no difieren de las que se desprenden de la teoría de la declaración (ver nota 7). De lo contrario se daría pábulo al engaño y a la mala fe, pues la simple posibilidad de probar que se tenía una voluntad distinta de la declarada para desligarse de las obligaciones contraídas, abriría un ancho camino a toda clase de artimañas para eludir el cumplimiento de obligaciones legalmente consentidas. Así, por ejemplo, no sería difícil preconstituir prueba documental o de testigos para comprobar que se tiene una voluntad distinta de la manifestada; si el negocio sale bien, se cumple el contrato y la prueba se mantiene oculta; si sale mal, se exhibe la prueba preconstituida y se pide la nulidad.
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832.— Los sostenedores de la teoría clásica han pretendido formular algunas objeciones contra el planteo de la doctrina de la declaración. Afirman que, de aceptar plenamente su tesis, es decir, si nos debiéramos atener únicamente a la manifestación externa y no a la verdadera voluntad, sería válido el consentimiento prestado por una persona en estado de ebriedad o de hipnotismo. Pero tal crítica es evidentemente superficial. La teoría de la declaración —tal como nosotros la exponemos y aceptamos— no desconoce el papel de la voluntad en la formación de los actos jurídicos. Precisamente por ello se llama teoría de la declaración de la voluntad. Las palabras o gestos de una persona ebria o dormida no constituyen la exteriorización de una voluntad. Más que palabras son sonidos, que no pueden producir efecto jurídico alguno. Para que la declaración sea considerada como expresión de la voluntad, es menester la intención de obligarse jurídicamente, tener conciencia de que la manifestación que se formula puede ser fuente de derechos y obligaciones (ver nota 8). Esa intención o conciencia de obligarse, surge de las circunstancias en que se la emitió y de la seriedad con que se la hizo. Por ello la declaración hecha por un actor a otro, durante una representación teatral en la que le afirma que le pagará cierta suma de dinero, no da derecho al segundo a reclamarle posteriormente esa cantidad; ni tampoco tiene valor alguno una declaración similar, cuando ha sido hecha con un claro y evidente espíritu de broma (ver nota 9). Porque por declaración de voluntad no debe entenderse las palabras o gestos de una persona considerados en sí mismos, sino que deben tomarse en cuenta también las circunstancias en que se emitieron y que le dan un
significado peculiar (véase núm. 903). Por ello DANZ define la declaración de voluntad como "la conducta de una persona, que según la experiencia del comercio social y apreciando las circunstancias, permite ordinariamente inferir la existencia de una determinada voluntad, aunque la persona de que se trata no tenga en realidad esa voluntad interna que de su declaración se infiere (ver nota 10).
La teoría de la declaración impone a ambas partes el deber de obrar lealmente; de ahí que nadie podría ampararse en las palabras pronunciadas por un ebrio o un loco, para obtener ventajas.
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833.— En conclusión: la buena fe, la seguridad de los negocios, la confianza que debe presidir las relaciones humanas, están interesadas en que los actos jurídicos reposen sobre una base cierta y segura, que no puede ser otra que la voluntad declarada; las intenciones que no existen sino en el espíritu de las partes, no entran en el dominio del derecho. Bien claro que por declaración de voluntad no debe entenderse tan sólo la palabra hablada o escrita, sino toda conducta o proceder que de acuerdo con las circunstancias y apreciada de buena fe, permita inferir la existencia de una voluntad de obligarse (ver nota 11).
(nota 1) BIBLIOGRAFÍA: BORDA, G.A., Error de hecho y de derecho, 2ª ed., Buenos
Aires, 1950; CHABAS, J., De la declaration de al volonté en droit civil français, París,
1930; CHARMONT, J., De la declaration de la volonté, Revue Critique, 1902, ps. 456 y s.; GOUMARS, N., Le rôle de la volonté dans l"acte juridique, París, 1931; DEREUX, G., Estude des diverses conceptions actuelles du contrat, Revue Critique, París, 1901, ps. 513 y s.; HAURIOU y DE BEZIN, La declaration de volonté dans le droit administratif français, Revue Trimestrielle, 1903, ps. 543 y s.; LOUIS-LUCAS, P., Volonté et cause, París, 1918; MEYNIAL, La declaration de la volonté, Revue Trimestrielle, 1902, t. 1, ps. 550 y s.; PONCEAU, R., La volonté dans les contrats suivant le Code Civil, París, 1921; RIEG, Le rôle de la volonté dans l"acte juridique en droit civil français et allemand, París, 1911; SALEILLES, R., De la declaration de la volonté, París, 1901; FERRARA, F., Introducción a su obra La simulación de los negocios jurídicos, donde puede encontrarse una importante síntesis de la doctrina alemana sobre esta materia; BETTI, E., Teoría general del negocio jurídico, ps. 51 y s.; DANZ, E., La interpretación de los negocios jurídicos, trad. esp., Madrid, 1926; MC KEAG, E. C., Mistake on contracts, Studies in History, Economic and Public Law, t. 23, nº 2, New York, 1905; CHEATA, C., Volonté réelle et volonté declareé dans le nouveau Code Civil Egyptien, Revue Internationale de droit comparé, abril-junio
1954, p. 241.
(nota 2) CELICE, R., El error en los contratos, trad. esp., Madrid, p. 16; véase también COELHO DE OLIVEIRA, B., La doctrina del error en el derecho civil uruguayo, Montevideo, 1937, p. 12.
(nota 3) Para un excelente resumen de la doctrina alemana sobre este punto: FERRARA, F., Introducción a su obra La simulación de los negocios jurídicos, trad. esp. Madrid, 1926; y MC KEAG, Mistake on contracts, Studies in History, Economic and Public Law, t. 23, nº
2, New York, 1905.
(nota 4) Además de los autores citados en nota anterior, véase sobre este punto: DEREUX, G., De l"interpretation des actes juridiques privés, París, 1905, quien cita la opinión de SCHLOSSMAN, en p. 328. El punto de vista que niega a la voluntad todo papel en la formación de los actos jurídicos, ha sido llevado a sus últimas consecuencias por KELSEN. Sobre su pensamiento en esta materia, véase RECASÉNS SICHES, L., Direcciones contemporáneas del pensamiento jurídico, cap. V. nº 11 y s.; entre nosotros, adhiere a su opinión, ORGAZ, A., El concepto del acto jurídico, en Estudios de Derecho Civil, ps. 135 y s.
(nota 5) De acuerdo: LOUIS-LUCAS, P., Volonté er cause, París, 1918, p. 102; RIBOT, Malaties de la volonté, 30ª ed., París, 1919, p. 37.
(nota 6) TARDE, G., Les transformations du droit, 2ª ed., París, 1894, p. 121.
(nota 7) Sobre este punto véase: BORDA, G. A., Error de hecho y de derecho, 2ª ed., Buenos Aires, 1950, ps. 46 y s., nº 48 y 49.
(nota 8) De acuerdo: ENNECCERUS-KIPP-WOLFF, t. 1, vol. 1, p. 58; BONFANTE y MESSINA, cit. por CARIOTTA FERRARA, Il negozio giuridico, p. 394, nº 99; BETTI, Teoría general del negocio jurídico, p. 126, nº 19.
(nota 9) C. Civil Cap., Sala F, 13/3/1979, fallo nº 77.495 con nota de acuerdo de
FLEITAS ORTIZ DE ROSAS.
(nota 10) DANZ, E., La intepretación de los negocios jurídicos, p. 28.
(nota 11) Aceptó expresamente este criterio, tal como lo manifestamos en el texto la C. Civil Cap., Sala E, 28/11/1961, L.L., t. 106, p. 93; también la Sala B, 27/12/1991, L.L. fallo nº 90.890.
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§ 2.— Clasificación
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834. DISTINTOS CRITERIOS.— Para introducir un orden dentro de la compleja trama que forman los actos jurídicos, se los ha clasificado de acuerdo con diversos criterios:
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835. a) Actos positivos y negativos.— En los primeros, el nacimiento, modificación, extinción, etcétera, de un derecho, depende de la realización del acto; tal es, por ejemplo, la firma de un pagaré, el pago de una suma de dinero, la realización de un trabajo o de una obra de arte. En los segundos, en cambio, la conducta jurídica consiste en una omisión o abstención; tal es el caso de las obligaciones de no hacer. El propietario de una casa alquilada a una tercero debe abstenerse de perturbarlo en el goce de ella; en este hecho negativo, en esta abstención, consiste el cumplimiento de su obligación (véase art. 945 Ver Texto del Cód. Civ.).
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836. b) Actos unilaterales y bilaterales.— Los actos jurídicos son unilaterales cuando basta para formarlos la voluntad de una sola persona, como el testamento. Son bilaterales cuando requieren el consentimiento de dos o más personas, como los contratos (art. 946 Ver Texto , Cód. Civ.).
Esta clasificación no debe confundirse con la de contratos unilaterales y bilaterales. Los contratos son siempre actos jurídicos bilaterales, desde que no existen sin el concurso de voluntades; pero en orden a sus efectos, se llama unilaterales a los que crean obligaciones a cargo de una sola de las partes, tales como el depósito, la donación; y bilaterales a aquellos que las crean para ambas, como la compraventa, el contrato de trabajo.
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837. c) Actos entre vivos y de última voluntad.— Los actos jurídicos cuya eficacia no depende del fallecimiento de aquellos de cuya voluntad emanan, se llaman en este Código actos entre vivos, como son los contratos. Cuando no deben producir efectos sino después del fallecimiento de aquellos de cuya voluntad emanan, se denominan disposiciones de última voluntad, como son los testamentos (art. 947 Ver Texto , Cód. Civ.).
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838. d) Actos gratuitos y onerosos— Actos a título gratuito o simplemente gratuitos son aquellos en que la obligación está a cargo de una sola de las partes y responden a un propósito de liberalidad; tales los testamentos, la donación, la renuncia sin cargo a un derecho. En cambio, en los actos onerosos las obligaciones son recíprocas y cada contratante las contrae en vista de que la otra parte se obliga a su vez; así ocurre en la compraventa, la permuta, etcétera.
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839. e) Actos formales y no formales.— Actos formales son aquellos cuya eficacia depende de la observancia de las formas ordenadas por la ley (art. 916 Ver Texto , Cód. Civ.); y no formales aquellos cuya validez no depende del cumplimiento de solemnidad alguna. Sobre esta importante materia nos remitimos a nuestros números 922 y siguientes.
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840. f) Actos de derecho patrimonial y de derecho personal y familiar.— Los primeros son los que tienen un contenido económico; los segundos, en cambio, se refieren a derechos y obligaciones extrapatrimoniales (véase sobre este punto el núm. 732).
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841. g) Actos de administración y de disposición o enajenación (ver nota 1). —No resulta sencillo delimitar con precisión estos conceptos. La doctrina es poco precisa y nuestra ley positiva no ha contribuido por cierto a poner claridad en las ideas (ver nota 2).
Acto de administración es aquel que tiende a mantener en su integridad el patrimonio e inclusive a aumentar, por medio de una explotación normal, los bienes que lo componen. La explotación agrícola o ganadera de un inmueble, la continuación del giro comercial de
un negocio, la reparación de un edificio para mantenerlo en estado de habitabilidad o utilización, son ejemplos típicos.
En cambio, el acto de disposición implica el egreso anormal de bienes y, por lo tanto, una modificación sustancial de la composición del patrimonio. A veces el acto supone un empobrecimiento neto del patrimonio, como en el caso de una donación; en otras hay bienes que ingresan en compensación de los que egresan, como en la compraventa. Pero en ambos casos hay, como se ha dicho, una modificación sustancial y anormal de la composición del patrimonio.
Es necesario destacar que la caracterización de un acto como de administración o de disposición, no depende casi nunca de la naturaleza jurídica del acto mismo; es, como dicen PLANIOL y RIPERT, una operación económica que puede efectuarse por medios jurídicos diversos (ver nota 3). Así, la compraventa suele ser citada como ejemplo típico de acto de disposición; pero la venta del producto anual y regular de un establecimiento agrícola- ganadero o industrial, es un acto de administración. La locación importa por lo general un acto de administración; pero cuando el tiempo convenido es muy prolongado, ella supone afectar sustancialmente el valor del inmueble. Por excepción, deben considerarse siempre actos de disposición aquellos realizados a título gratuito.
(nota 1) Sobre este punto resulta insustituible el prolijo estudio de LAJE, E. J., Actos de administración, de disposición y de enajenación, Rev. Fac. Derecho, Buenos Aires, mayo- junio 1951, p. 603 y J.A., 1950-I, sec. doct., p. 128; ver asimismo, ORGAZ, A., El acto de administración en el Código Civil, Córdoba, 1948; y BETTI, E., Teoría general del negocio jurídico, ps. 212 y s., nº 35 y s.
(nota 2) LAJE ha puesto de manifiesto las numerosas incongruencias contenidas en el
Código Civil sobre esta materia, en el estudio citado en la nota anterior. (nota 3) PLANIOL-RIPERT-NAST, t. 8, nº 514.
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§ 3.— La causa (ver nota 1)
1118/842
842. DIVERSOS SIGNIFICADOS DE LA PALABRA CAUSA.— La palabra causa tiene en derecho dos acepciones diferentes: a) designa, a veces, la fuente de las obligaciones, o sea los presupuestos de hecho de los cuales derivan las obligaciones legales: contratos, hechos ilícitos, etcétera (en este sentido, art. 499 Ver Texto , Cód. Civ.); b) otras veces, en cambio, es empleada en el sentido de causa final; significa el fin, que las partes se propusieron al celebrar el acto jurídico (en este sentido, los arts. 500 Ver Texto , 501, 502,
792 Ver Texto , 926 Ver Texto , etc.) (ver nota 2).
El primer significado es ajeno a la teoría del acto jurídico; sólo nos interesa el segundo. Y es precisamente respecto de éste que se ha trabado un interesantísimo debate doctrinario. Se ha discutido si la causa debe o no ser considerada como un elemento esencial del acto jurídico; se ha cuestionado incluso la propiedad de la palabra causa; y, lo que es más grave, existen profundas divergencias respecto de su significado, del punto de vista jurídico. ¿Qué es la causa? Es necesario confesar que los esfuerzos de los juristas por precisar con claridad el concepto no han sido muy fructíferos. Subsisten aún hoy, después de una abundantísima literatura sobre el tema, profundas divergencias. En los párrafos que siguen, daremos un panorama general sobre esas divergencias.
1118/843
843. LA DOCTRINA CLÁSICA.— La doctrina clásica sobre la causa encontró su máximo exponente en DOMAT. Esta concepción es definidamente objetiva: la causa es el fin del acto jurídico; cuando se habla del fin, no debe creerse que se trata de los móviles personales y psicológicos de cada contratante, sino de los elementos que existen en todo contrato; por consiguiente, en los contratos sinalagmáticos la causa de la obligación de cada una de las partes es la contraprestación de la otra; en los actos a título gratuito es el animus donandi, o intención de beneficiar al que recibe la liberalidad. Faltaría la causa si no existe contraprestación o si no hay animus donandi.
1118/844
844. LA TESIS ANTICAUSALISTA.— A partir de un célebre artículo publicado en Bélgica por ERNST (ver nota 3), la teoría de la causa sufrió rudos ataques de parte de los más ilustres juristas (ver nota 4). PLANIOL la impugnó por falsa e inútil.
Es falsa, sostiene, porque existe una imposibilidad lógica de que en un contrato sinalagmático, una obligación sea la causa de la obligación de la contraparte. Las dos nacen al mismo tiempo. Ahora bien: no es posible que un efecto y su causa sean exactamente contemporáneos; el fenómeno de la causa mutua es incomprensible.
Es inútil, porque esta noción de causa se confunde con la de objeto; y, particularmente, la causa ilícita no parece ser otra cosa que el objeto ilícito.
Finalmente, en materia de actos gratuitos, el animus donandi, considerado de una manera abstracta y con independencia de los motivos verdaderos que inspiraron el acto, resulta una noción vacía de todo sentido (ver nota 5).
1118/845
845.— El primer argumento de PLANIOL, resulta más atrayente que sólido. Es evidente que, desde el punto de vista lógico, un efecto no puede nacer contemporáneamente con su causa. Pero es que no existe tal contemporaneidad. El efecto —acto jurídico— ocurre porque ya antes cada una de las partes había querido, en su fuero interno, obtener lo que la otra prometió al contratar. El proceso es éste: yo quiero $ 100.000, por eso vendo mi casa. El deseo de obtener el precio me ha determinado a vender; la causa ha nacido antes del acto, no contemporáneamente con éste.
Más convincentes son los otros argumentos. En la teoría clásica no se advierte con claridad la distinción entre causa y objeto en los contratos bilaterales. Muchos menos satisface la afirmación de que la causa en las donaciones es el animus donandi; con igual fundamento podría decirse que, en la venta, la causa de la obligación del vendedor es el propósito de vender. Hay una redundancia manifiesta; y la esterilidad del concepto resulta patente.
1118/846
846. LA DOCTRINA MODERNA.— La tesis anticausalista está hoy en franca derrota. La doctrina y la legislación más modernas (incluso un Código de tanto prestigio científico como el italiano de 1942, arts. 1325, 1343, 1345) siguen reputando que la causa es uno de los elementos esenciales del acto jurídico. Pero es necesario reconocer que los ataques contra el concepto clásico han sido fructíferos, porque han permitido ahondar el análisis del problema y lograr una concepción más flexible y útil. En esta faena, la labor de la jurisprudencia ha sido primordial. Mientras los juristas se sentían perplejos ante los vigorosos ataques contra la teoría de la causa, los jueces seguían haciendo una aplicación constante y fecunda de ella. Esto estaba indicando que la noción de causa era una exigencia de la vida del derecho.
Si la fuerza obligatoria de los actos jurídicos se hace residir exclusivamente en la voluntad de los otorgantes, es claro que la idea de causa resulta inútil: basta el acto volitivo para explicar la obligación. Pero esta concepción es estrecha, cuando no falsa. La tutela jurídica
no se brinda a una voluntad cualquiera, vacía e incolora, sino a aquella que tiene un contenido socialmente ponderable. La sola voluntad, escindida de un interés plausible que la determine, no es justificación suficiente de la validez del acto jurídico, puesto que no es un fin en sí misma. Quien promete, dispone, renuncia, acepta, no tiende pura y simplemente a despojarse de un bien, transmitirlo, sino que mira a alcanzar una de las finalidades prácticas típicas que rigen la circulación de los bienes y la prestación de los servicios en la vida de relación (ver nota 6). Sólo así la declaración de la voluntad merece la protección del derecho. El acto volitivo, para ser fuente de derechos y obligaciones, debe estar orientado a una finalidad útil del punto de vista social; en otras palabras, debe tener una causa o razón de ser suficiente. La idea de justicia toma así el lugar que le corresponde en las relaciones contractuales. Y precisamente, donde más fecunda se ha mostrado la noción de causa, es sirviendo al ideal de justicia y moralidad en el derecho (ver nota 7).
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847.— Según la doctrina más difundida, causa es el fin inmediato y determinante que han tenido en mira las partes al contratar, es la razón directa y concreta de la celebración del acto, y precisamente por ello, resalta para la contraparte, que no puede ignorarla (ver nota
8). En los contratos onerosos, la causa para cada uno de los contratantes será la contraprestación del otro, integrada por todos los elementos que han sido determinantes del consentimiento. En los actos gratuitos, la causa será el propósito de beneficiar a un amigo o pariente, a alguien con quien se mantiene una deuda de gratitud, o simplemente a un extraño; o bien el deseo de crear una institución benéfica o de ayudar a las existentes. No se trata ya solamente del animus donandi, abstracto y vacío, de la doctrina clásica, sino también de los motivos concretos que inspiraron la liberalidad.
1118/848
848. DISTINCIÓN CON LOS MOTIVOS.— Es necesario no confundir la causa con los motivos que han impulsado a contratar. La primera es el fin inmediato, concreto y directo que ha determinado la celebración del acto; los motivos son los móviles indirectos o remotos, que no se vinculan necesariamente con el acto. Así, por ejemplo, en un contrato de compraventa de un inmueble, la causa para el vendedor es el precio que ha de recibir; si ha realizado la operación con el ánimo de costearse un viaje a Europa, éste sería un simple motivo, que no afecta en nada el acto. Estos motivos, por ser subjetivos e internos, contingentes, variables y múltiples, son imponderables y, por lo tanto, resultan jurídicamente intrascendentes. Es claro que un motivo puede ser elevado a la categoría de causa, si expresamente se le da tal jerarquía en el acto o si la otra parte sabía que el acto no tenía otro fundamento que él (ver nota 9). Un ejemplo, ya clásico, lo muestra claramente: la compra de un revólver se hace en vista de adquirir el arma. La causa es lícita, aunque el móvil sea matar a un tercero. Pero si el vendedor sabía que el revólver se compraba con el fin de cometer el crimen, debe estimarse que la causa misma del contrato es inmoral.
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849. DOCTRINAS OBJETIVAS.— En la doctrina italiana predomina una concepción objetiva de la causa, identificándola con la función económico-social del acto. En este sentido, dice DE RUGGIERO que causa es el fin económico y social reconocido y protegido por el derecho; es la función a que el negocio —objetivamente considerado— se dirige; es la condición que justifica la adquisición en cuanto excluye que sea lesiva al derecho ajeno (ver nota 10). Para MESSINEO, la causa del negocio es su finalidad, en el sentido de que el sujeto emplea el negocio como medio de obtener de él un determinado resultado (que sirva para satisfacer una necesidad y un interés suyos). Es la razón de ser del negocio, por la cual éste se transforma de mecanismo inerte en cosa efectiva. Se trata de una finalidad típica y constante, cualquiera que sea el sujeto que se valga del negocio y cualesquiera sean sus móviles individuales. La causa es finalidad objetiva y no subjetiva (ver nota 11).
En una obra seductora, el jurista barcelonés Joaquín DUALDE ha expuesto un punto de vista novedoso. Según él, la causa en los contratos es el consentimiento mutuo; no existe, por lo tanto, una causa para el comprador (la prestación de la cosa) y otra para el vendedor (la prestación del precio), sino que, mediante el consentimiento, se quiere por las partes contratantes el total contrato, las mutuas y dependientes obligaciones. El comprador quiere su obligación y la del vendedor, y lo mismo el vendedor. Se quiere el régimen, se quiere el mutuo cumplimiento, se quiere la rescisión por incumplimiento. Se quiere el mosaico, no sus piezas separadas, que se hayan de ensamblar por vía de tanteo. Además, serán con causa las normas imperativas en la zona imperativa del contrato y los elementos de la teoría objetiva. Cuando el consentimiento esté condicionado por una forma, como la escritura, u otra circunstancia, todo ello integrará la causa (ver nota 12).
849-1. LA CUESTIÓN EN NUESTRO DERECHO.— ¿Es la causa un elemento autónomo y esencial de los actos jurídicos en nuestro derecho positivo? La cuestión está controvertida; y es preciso decir que la ambigüedad de los textos del Código ha dado pie a esta divergencia. Para apreciar las dificultades, conviene transcribir los artículos 499 Ver Texto a 502, en los cuales se ha centrado principalmente la discusión.
No hay obligación sin causa, es decir, sin que sea derivada de uno de los hechos o de uno de los actos lícitos o ilícitos, de las relaciones de familia o de las relaciones civiles (art. 499
Ver Texto ). Aunque la causa no esté expresada en la obligación, se presume que existe, mientras el deudor no pruebe lo contrario (art. 500 Ver Texto ). La obligación será válida aunque la causa expresada en ella sea falsa, si se funda en otra causa verdadera (art. 501
Ver Texto ). La obligación fundada en una causa ilícita es de ningún efecto. La causa es ilícita cuando es contraria a las leyes o al orden público (art. 502 Ver Texto ).
Ninguna duda cabe de que el artículo 499 Ver Texto se refiere exclusivamente a la fuente de la obligación (contrato, voluntad unilateral, delito, cuasidelito y ley); su texto es claro. La cuestión se plantea respecto de los siguientes artículos: ¿se refieren también ellos a la causa-fuente o, por el contrario, aluden a la causa-fin?
La primera opinión ha sido sostenida desde luego por autores anticausalistas; se hace notar que no es explicable que el codificador haya dado un significado diferente a la palabra causa en disposiciones ubicadas unas a continuación de otras; además, como, según ellos, la causa no es un elemento esencial y autónomo de las obligaciones, se impone la conclusión de que todas estas normas se refieren a la causa fuente (ver nota 13).
Pero otro sector muy importante de nuestra doctrina, al que nosotros adherimos, sostiene que los artículos 500 Ver Texto a 502 aluden a la causa-fin, es decir, al significado propio que la palabra causa tiene en derecho (ver nota 14). La simple lectura de los textos lo demuestra. Así, el artículo 500 Ver Texto habla de la causa expresada en la obligación; la obligación significa aquí manifestación de voluntad, documento, contrato, en otras palabras, la fuente. Obvio resulta entonces que cuando se alude a la causa expresada en ella no se puede indicar también la propia fuente, porque entonces el texto carecería de sentido. Lo mismo puede decirse del artículo 501 Ver Texto . No menor es la evidencia que surge del análisis del artículo 502 Ver Texto . También esta norma carecería de sentido si la palabra causa se refiere a la fuente. Dispone que la obligación fundada en una causa ilícita es de ningún valor; pero es que los hechos ilícitos son una de las típicas causas-fuentes de obligaciones. Es obvio, pues, que el texto se refiere a la causa final de las obligaciones que nacen de la voluntad de las partes.
Digamos, para concluir, que la jurisprudencia de nuestros tribunales ha sido constante en atribuir a la palabra causa, contenida en los artículos 500 Ver Texto a 502, el significado de causa-fin; y que la aplicación que ha hecho de ella ha sido fecunda.
849-2.— Sentado que el Código alude a la causa final en estos artículos, cabe preguntarse si, no obstante ello, es realmente ésta un elemento autónomo de los actos jurídicos. El artículo 953 Ver Texto ha dado pie a que algunos autores sostengan en nuestro derecho, con un significado novedoso, la tesis anticausalista. Según ellos, la noción de causa se resume en la de objeto. El artículo 953 Ver Texto , de tan rico y valioso contenido, no aludiría tan sólo a la materia del acto considerada en sí misma, sino también al fin individual perseguido por las partes y al fin social del acto. La amplitud de este precepto (véase núm.
856) tornaría inútil la noción de causa-fin (ver nota 15). Como los primeros anticausalistas (véase núm. 844), estos autores identifican causa y objeto; pero mientras aquéllos reducían la noción de causa a la de objeto, éstos amplían el concepto de objeto hasta confundirlo en el de causa final.
No podemos compartir una opinión que, a nuestro juicio, introduce confusión entre dos ideas que deben separarse cuidadosamente. El objeto designa la materia de la obligación, la prestación debida, que es algo exterior a la personalidad de las partes; la causa forma parte del fenómeno de volición (ver nota 16). Un ejemplo pone en claro estas ideas. He aquí un legado de cosa cierta. El objeto de este acto es la cosa legada; la causa es el ánimo de hacer una liberalidad y, más aún, la voluntad de beneficiar a determinada persona en razón de haber sido el amigo íntimo o el sobrino predilecto del testador.
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