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Psicosociologia de la docencia (página 6)

Enviado por FELIPE


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Entre otras cosas, ese modelo fundacional suponía la posibilidad de educación a través de escuelas idénticas en contextos diversos y propuso, en consecuencia, la formación de maestros y profesores para trabajar en sistemas estructural y metodológicamente homogéneos, durante toda su vida y de acuerdo con una lógica fuertemente diferenciadora: pretendidamente integral en la educación primaria, para garantizar la socialización, y disciplinar en la educación secundaria, para garantizar la transmisión de sabe- res conceptuales y de metodologías de trabajo supuestamente permanentes. La realidad, en cambio, habría demostrado que tal vez ya no solo sea imposible, sino incluso no deseable —dicho en Otros términos, anacrónico—proponer instituciones educativas idénticas para formar a todos los niños, jóvenes y adultos de una misma generación y, más aún, de generaciones sucesivas; continuar disociando el sistema en primaria y secundaria, y formar a las personas solamente durante la primera etapa de su vida.

Sabemos que existen ciertas tradiciones de formación inicial y de perfeccionamiento o capacitación de docentes en ejercicio. Esas tradiciones suponen la utilización de un determinado manojo de recursos y de estrategias. La pregunta que nos debemos formular actualmente no es si ese manojo de recursos y estrategias resulta o no adecuado para garantizar no solo un mejoramiento de la calidad y de la equidad en el marco del modelo educativo del siglo XIX, sino la invención de un nuevo modelo educativo para el siglo XXI.

En efecto, en los últimos 20 años se han producido en América Latina esfuerzos significativos para promover un cambio de paradigma educativo (Braslavsky, 1999a). Ese cambio de paradigma educativo intenta contribuir a resolver la dimensión estructural de la crisis educativa. Los currículos para la educación básica (grados 1 al 9 de la escolarización), por ejemplo, están incluyendo prescripciones u orientaciones hacia la formación de competencias que reemplazan el objetivo de transmisión de información de los planes y programas de los siglos XIX y XX. Ellos toman también en cuenta la necesidad de trabajar con la diversidad cultural y personal, de promover la autonomía escolar, de convocar al trabajo interdisciplinario y de avanzar en la actualización no solo de "los contenidos", sino del concepto mismo de contenidos educativos. A modo de síntesis se puede proponer que esos nuevos currículos para la educación básica reemplazan la antigua orientación hacia la homogeneidad por la preocupación por la diversidad metodológica o pedagógica, y la orientación hacia la repetición por la orientación hacia la creatividad (UNESCO/IBE, 2001).

Pero las instituciones de formación docente y los profesores responden todavía hoy muy fuertemente al modelo fundacional y no al nuevo paradigma en formación. Los maestros y los profesores en ejercicio, por ejemplo, demandan a la sociedad e interactúan con ella. Podrán o no enseñar lo que la gente y las sociedades actuales reclaman de la escuela, pero atienden y contienen a millones de niños y de jóvenes que de otro modo estarían en las calles. ¿Son sus intereses y demandas convergentes con las necesidades educativas de las personas y con las necesidades de educación de las sociedades? ¿Cómo se debe organizar la formación inicial y la educación permanente de los maestros y profesores: atendiendo a sus demandas o de acuerdo con otros parámetros? Si fuera de acuerdo con otros parámetros, ¿quién define cuáles son? Se desarrollarán algunos de los puntos propuestos en esta introducción, dado que se considera que constituyen las bases para plantear ciertos criterios para reorientar la formación continua del profesorado. Luego se propondrán algunas de las características del perfil del maestro y profesor que se requiere para el siglo XXI y finalmente se expondrán algunas lecciones en proceso de aprendizaje respecto de la renovación de la formación continua del profesorado en América Latina y en otras regiones del mundo.CUATRO HIPÓTESIS PARA REPENSAR

LA EDUCACIÓN DE MAESTROS Y PROFESORES

Ampliando algunas de las ideas presentadas en la introducción, es posible proponer cuatro hipótesis para interpretar aspectos específicamente pedagógicos e institucionales de la situación del profesorado que trabaja actualmente en los establecimientos educativos de diversos países, pero especialmente en los de América Latina. Está claro que a la hora de proponer alternativas de reformas, otros aspectos, tales como condiciones materiales de estudio y trabajo deben ser también incorporadas a la reflexión. Esas cuatro hipótesis referidas a aspectos específicamente pedagógicos e institucionales son: 1) la crisis del profesorado es al mismo tiempo una crisis coyuntural y estructural; 2) la crisis estructural del profesorado está indisolublemente ligada a la crisis estructural de la escuela y de los sistemas educativos modernos; 3) la escuela que hoy funciona en América Latina es homogénea en nuestro imaginario, pero las escuelas reales son muy diversas entre sí, y 4) el diseño institucional de la oferta de formación y de capacitación docente está armado principalmente desde las necesidades y demandas de los profesores y no desde las necesidades y demandas de los usuarios.

1. La crisis del profesorado es al mismo tiempo una crisis coyuntural y estructural

En prácticamente todos los países de América Latina los alumnos que son sometidos a diferentes pruebas de evaluación de logros ponen de manifiesto haber aprendido alrededor del 50% de aquello que se esperaba que aprendieran durante una determinada cantidad de años de estudio. Si bien en ciertos ambientes no es considerado políticamente correcto culpabilizara los docentes por estos resultados, no faltan los políticos de primer nivel—a veces algún Presidente desprevenido— que digan en voz alta lo que mucha gente piensa: esto es así porque los maestros y profesores no saben enseñar o, más fuerte aún, porque los maestros y profesores no saben lo que tienen que enseñar.

Los maestros y profesores perciben esta situación y la manifiestan. Por ejemplo, en una investigación que se llevó a cabo hace pocos años en diferentes contextos argentinos, más de 3 de cada 10 docentes manifestaban que si pudieran volver a elegir optarían por otra profesión, fundamentalmente porque no se reconoce a los docentes. Contrariamente a lo que el sentido común podría pensar, las malas condiciones laborales, entre las cuales se incluyen salarios insuficientes, no eran a la hora de ponderar su apego o desapego a la docencia, más fuertes que lo que ellos sentían como un importante desprestigio social (Birgin, 1995).

En ese contexto no es sorprendente la deserción de cuadros docentes, especialmente la de aquellos formados en la universidad y que trabajan durante un tiempo en las instituciones de enseñanza secundaria, nivel particularmente crítico en términos de sus condiciones de trabajo, caracterizadas en casi todo el mundo por el aislamiento y la balcanización (Hargreaves, 1994).

Esos docentes, que en proporciones significativas no logran formar a sus alumnos como se espera que los formen, no son reconocidos por la sociedad y, si pueden, desertan del sistema educativo. Ellos tienen un problema aquí y ahora, en las aulas y escuelas en las que están. Las escuelas, el sistema educativo y —sobre todo— los alumnos, sus comunidades y sus familias tienen con ellos también un problema aquí y ahora, en las aulas y escuelas en las que están. Este es un problema coyuntural, que tiene que encontrar alguna solución o al menos un paliativo relativamente rápido. Cada generación que pasa por el sistema una determinada cantidad de años no recupera esa misma y determinada cantidad de años. En consecuencia, y hasta tanto se encuentren formas radicalmente mejores de organizar y sostener las prácticas de aprendizaje, es imprescindible que estas se puedan mejorar, aunque sea parcialmente, a través de diversas estrategias incrementales.

Este tipo de situaciones se repite desde hace ya décadas sin encontrar una solución adecuada. No es que haya ausencia de políticas o de esfuerzos de actualización, perfeccionamiento o capacitación docente en servicio.

Por el contrario, en los últimos años parece haber habido una cantidad variada de políticas e iniciativas de diferente naturaleza.

Sin intentar en modo alguno ser exhaustivos pueden mencionarse: el desplazamiento hacia el nivel superior o terciario de la formación de maestras y maestros, usualmente denominado terciarización (Messina, 1997); el esfuerzo por incluir la función de capacitación junto a la función de formación inicial en los institutos de formación docente ya existentes (Diker y Terigi, 1997) o en otros nuevos que se crean; el involucramiento de las universidades en ambiciosos programas de capacitación y perfeccionamiento docente, como en la República Dominicana (Pratz de Pérez, 1994), Bolivia (Nucinkis, 2001) y Chile (Avalos, 2001) o de transformación del conglomerado de instituciones que pretenden formar, actualizar y capacitar docentes en algo más parecido a una red, como en la Argentina (Litwin, 2001). Tampoco han faltado las alternativas a nivel institucional en diversas provincias o estados de los grandes países federales, por ejemplo, en San Luis, Argentina (Aguerrondo, 2001), o esfuerzos de capacitación cooperativa de base local animada en red (Braslavsky y Fumagalh, 2002).

Algunas de esas políticas e iniciativas no parecen haber tenido el efecto buscado. Otras, en cambio, parecen necesitar de más tiempo para desarrollarse plenamente y ser evaluadas. En todo caso, hay en esas iniciativas un enorme esfuerzo de recursos y de energías de personas e instituciones que trabajan con convicciones, no correspondido todavía por una inversión razonable para evaluar su funcionamiento y su impacto.

Sin embargo, el conocimiento de algunas de las políticas e iniciativas de actualización y perfeccionamiento docente en proceso de desarrollo nos permite plantear la hipótesis de su bajo impacto. Ellas se orientan en su mayoría a formar mejor un perfil profesional más cercano al de la escuela y los sistemas educativos modernos hoy cuestionados que al de las todavía poco delineadas instituciones educativas de la sociedad del conocimiento y del cambio permanente (Attali, 1996; UNESCO/IBE, 2001). Están más orientadas desde una perspectiva que aquí denominaríamos coyunturalista, es decir, a contribuir a que los profesores resuelvan mejor los problemas que encuentran día a día en las escuelas tal como funcionan actualmente, que a participar de procesos de cambio estructural vinculados con el corazón mismo de las escuelas o de los sistemas educativos modernos. Algunas propuestas muy innovadoras están, por su parte, demasiado lejos de la capacidad de comprensión por parte de una masa crítica de personas e instituciones que les den sustentabilidad en el tiempo, y caen sin florecer.

Por otra parte, en numerosas instituciones académicas de nivel universitario se ha desarrollado una fuerte perspectiva crítica. Ensayos e investigaciones empíricas intentan develar los problemas de la práctica docente, por un lado, y las características de las políticas educativas que tratan de encarar alternativas de formación y de organización del trabajo en los establecimientos educativos. Sin embargo, de esos ensayos e investigaciones pocas veces surgen alternativas para encarar otros caminos de capacitación y perfeccionamiento (término que, por razones que a lo largo de esta argumentación resultarán obvias, proponemos no utilizar) que realmente logren superar la estrategia de más de lo mismo, pero mejor, es decir, entrar en el terreno de la reformulación estructural de las características de la profesión.

2. La crisis estructural del profesorado está indisolublemente ligada a la crisis estructural de la escuela y de los sistemas educativos modernos

Las escuelas y los sistemas educativos fueron inventados para responder a los desafíos emergentes en un determinado período histórico, situado entre mediados del siglo XVIII y fines del siglo XIX. El proceso de creación de nuevos conocimientos fundamentales para la vida ciudadana y productiva, basados en la empiria y en el ejercicio de la razón, se consideraba abarcable por cada persona y a lo largo de un período acotado y temprano de su vida personal. Sus productos se creían transferibles sin grandes mediaciones a los niños y a los jóvenes. Los procesos de cambio en el mundo rural obligaban a socializar rápida y bruscamente a los expulsados de los campos para ingresar al mundo urbano y someterse a las artificiales condiciones de vida creadas allí. El tipo de división técnica del trabajo de las primeras etapas de la industrialización de Occidente exigía una formación también diferenciada entre algunos destinados a dirigir y otros a producir; y la manera de concebir la democracia exigía igualmente la formación también diferenciada entre algunos dirigidos a conducir y otros a ser conducidos, pero, a diferencia del orden feudal, eligiendo por quién serán conducidos.

Las sociedades en proceso de secularización y de modernización fueron inventando una utopía educativa que permitiera orientar la acción de las generaciones adultas en los procesos de formación de las generaciones más jóvenes. Esa utopía no fue uniforme ni carente de tensiones. Tuvo, sin em19bargo, una institución estelar: la escuela obligatoria y gratuita para todos. Para algunos, esas escuelas debían estar eslabonadas en un único circuito a través del cual todos llegaran a tener la misma educación. Para otros, en cambio, debía generar circuitos diferenciados de acuerdo con los lugares que diferentes grupos de personas debían tener en el mundo ocupacional y en la República durante su vida adulta.

Pero en todas sus variantes, esa utopía supuso la creación de la docencia como profesión, entendida en este contexto como una práctica de habilidades normalizadas que se ejercen en el seno de una configuración institucional burocrática y jerarquizada (véase Mintzberg, 1990). Esas habilidades normalizadas consistían fundamentalmente en recuperar el conjunto de los conocimientos construidos fuera de las escuelas y del sistema educativo y en llevarlos —supuestamente sin grandes mediaciones— a las escuelas a través de prácticas pedagógicas rutinizadas que se apoyaran en la principal tecnología existente y masificable: el libro.

El principal mecanismo previsto para la creación de la docencia como profesión fue la formación en ciertos saberes y valores específicos durante un período y en instituciones especializadas. Si bien desde los orígenes de la profesión en algunos países y círculos se pensó en la actualización, el perfeccionamiento o el intercambio entre pares, las mismas concepciones acerca de las características y de los ritmos de producción de nuevos conocimientos y de su acercamiento a las escuelas llevaron a que esa actualización, perfeccionamiento o intercambio se asociase sobre todo a metodologías pedagógico-didácticas y se pensase desde la lógica de las asociaciones profesionales.

Ambas prácticas —formación inicial en saberes y valores en instituciones especializadas, por un lado, y actualización, perfeccionamiento e intercambio entre pares, con centro en las metodologías de enseñanza, por otro— garantizarían el posterior ejercicio de una considerable libertad de acción a la hora de aplicar las habilidades normalizadas. Esa libertad de acción debía estar, sin embargo, estrictamente supervisada por otros pares profesionales.

Todo esto implica un circuito fuertemente endogámico. Tanto la formación, actualización y el perfeccionamiento, como la supervisión fueron actividades pensadas como una cadena de profundización y control de habilidades pedagógico-didácticas a ser ejercidas por personas con idénticos o muy similares perfiles profesionales, aunque con distintos niveles de desarrollo, en relación con un cuerpo de conocimientos sustantivos poco variables, a ser transmitidos en instituciones poco variadas entre sí y también poco variables a través del tiempo.

A nuestro modo de ver, este núcleo central de la forma de concebir la profesión de enseñante transita tanto la formación de maestros para la educación primaria, como la de profesores para la educación secundaria. Los análisis institucionales habituales, que enfatizan la diferencia entre el tipo de institución formadora de docentes, habrían arrojado luz sobre una serie de cuestiones relevantes, pero, al mismo tiempo, habrían oscurecido esta peculiaridad que tiene que ver con la institucionalidad misma de la profesión.

Iniciando el siglo XXI, los desafíos para los cuales se requiere educación son solo parcialmente homologables a los de los contextos de creación de las escuelas y de los sistemas educativos modernos. Seguramente, la complejidad de la formación necesaria en este siglo hará imprescindible la persistencia de ciertas habilidades normalizadas, pero las cuestiones clave son:

cuáles, normalizadas para qué y por quiénes.

La muy remanida proliferación de conocimientos lleva a cuestionar los criterios de selección de los contenidos que es conveniente que ingresen a la escuela: ¿pueden ser todos? La respuesta es no. ¿Hay que seleccionar los más actualizados? Aquí hay más dudas, pero pasado el primer momento de sorpresa y desconcierto, la respuesta más consistente también suele ser no. Parecería que hay que seleccionar los más útiles. Pero, ¿los más útiles para qué? Aquí, nuevamente, la respuesta es muy variada. Para nosotros, los más útiles para comprender y transformar la realidad, es decir, para tener competencias adecuadas para el desempeño como ciudadanos productivos, creativos, analíticos y críticos del siglo XXI. El modelo profesional docente inventado hace varios siglos y apenas modificado por el movimiento de la Escuela Nueva de comienzos del siglo pasado, no incluye una cabal preparación para su selección.

Del mismo modo se pone en cuestión que los conocimientos sustantivos y organizacionales que los maestros y profesores aprenden durante su formación puedan ser válidos como conocimientos normalizados a lo largo de todo el período de ejercicio de su profesión. La proliferación de espacios de creación de nuevos conocimientos externos a las instituciones académicas y de formación lleva también a cuestionar la pertinencia de que los circuitos tanto de formación, actualización y perfeccionamiento, como de supervisión sean llevados a cabo por profesionales de idéntico perfil formativo y en, o desde, instituciones educativas exclusivamente.

Por otra parte, ya se ha señalado que la escuela de los albores de la modernidad recibió —sobre todo en las tradiciones franco-prusianas que más influyeron en la invención de la escuela y de los sistemas educativos latinoamericanos— mandatos claros respecto de para qué funciones sociales formar: para trabajar, para la cohesión y la movilidad social, y para la construcción de la nacionalidad y del Estado moderno.

A fines del siglo XX todo eso está cuestionado. Se plantea que no habrá trabajo suficiente para todos (véase, por ejemplo, Rifkin, 1996 y Veck, 2000), que —además— el que haya cambiará muy rápidamente. Se evidencian fuertes formas de fragmentación social (UNDP 2000) y la insuficiencia de la educación para garantizar la movilidad social ascendente que la gente desearía. En las escuelas se hacen presentes, al mismo tiempo, fenómenos asociados con la globalización y con la reivindicación de identidades de grupos y personas que parecen estar por encima de la búsqueda de construcción de un imaginario nacional compartido por todos los niños, niñas y jóvenes que pasan por las instituciones de un mismo sistema educativo, como era propio de todo sistema educativo nacional en su momento fundacional.

Todo esto deja a muchos maestros y profesores al desnudo. Solo aquellos con algunas habilidades diferentes a las que históricamente se les exigía podrían encontrar un camino, que seguramente pasa también por el de reconstrucción de las propias escuelas como instituciones educativas. Pero, además, se consolida la amenaza de que la gente pueda comprar otro taladro. Anticipando una reflexión más general sobre las instituciones modernas (Rifkin, 2000), hace ya algunos años Lewis Perelman (1992) planteó que cuando la gente va a la ferretería a comprar un taladro, en realidad no quiere el taladro sino hacer un agujero. Frente a todos los cambios descriptos, parecería que la gente necesita y quiere capacidades, pero que no está ya del todo segura de que la escuela sea la institución que puede ayudar a construirlas mejor. Esta sensación afecta a los maestros y profesores que son parte de la vieja escuela, tal vez del taladro y no del agujero.

3. La escuela es una abstracción imaginaria homogénea, pero las instituciones reales son incuestionablemente diversas

Como si esto fuera poco, la reciente sociología de la educación pone claramente de manifiesto que, en realidad, aunque tendencialmente se enfaticen los aspectos que tienen todas las escuelas en común, en la vida diaria existen muchos tipos de escuelas y muchas formas de clasificarlas. Para esta exposición hemos seleccionado una, vinculada con la capacidad que tienen diferentes instituciones de ocuparse de la formación de todas las dimensiones de la personalidad (véase Tedesco, 1995). Así se puede distinguir entre escuelas totales y escuelas parciales.

Las escuelas totales serían aquellas que aspiran a formar íntegramente a los jóvenes. Transmiten lo que consideran todo el saber importante y están preocupadas por los valores, las manifestaciones estéticas y la educación corporal. Buscan sintonía fina con las creencias de comunidades que delegan en ellas casi todo el poder educador. Disponen de unas 8 horas diarias para la organización de actividades programadas. No tienen gran cosa para recuperar del afuera, porque sus alumnos casi no tienen tiempo de aprovechar otros espacios y experiencias formativas.

Las escuelas parciales están especializadas en alguna función prioritaria. Aunque su discurso sea el de la formación integral, sus prácticas disocian y jerarquizan. En general, disponen de apenas 4 o 5 horas diarias con cada grupo, a veces menos. Si sus alumnas y alumnos son de capas medias o altas, suelen especializarse en la transmisión de algunos conocimientos. Esto puede ser un problema, pero sus padres pueden compensar la hiperespecialización cognitiva con clases particulares de idiomas, talleres de plástica, viaje u otras actividades.

Pero si los alumnos y las alumnas de las escuelas parciales son de sectores populares, la presión de la marginación, las prioridades de las familias y sus propias representaciones fuerzan otra especialización. Los docentes están obligados a dedicar mucho tiempo a garantizar la comida y suelen orientarse a enseñar solo conductas básicas para la vida cotidiana. Asumen una función asistencial para la cual no siempre han desarrollado pertinentes habilidades normalizadas. Acá sí se configura un problema grave. Hace algunos años, la única respuesta posible frente a la realidad de las escuelas parciales hubiese sido incrementar muy fuertemente la cantidad de horas de clase en un formato convencional. Más materias, organizadas todas de la misma manera y en aulas idénticas. Hoy se pueden buscar otras respuestas.

En Estados Unidos, Gran Bretaña y Australia ya hace algún tiempo que se propone la "escuela virtual". Consiste en la generación de sitios informáticos a través de los cuales se reciba información y se desarrollen capacidades. Es una escuela sin paredes, sin lugar, sin intercambio social, y con otro tipo de roles profesionales que reemplazan a los profesores y están permanentemente intermediados por pantallas.

Algunos de sus defensores sostienen que la escuela virtual debe reemplazar a la, para ellos, perimida escuela real. En algunos casos postulan, además, que así la desocupación se reduciría porque las mujeres volverían a ocuparse de lo que sabrían hacer mejor: educar a sus hijos. Frente a estas posiciones que conocen, o intuyen, los profesores se sienten profundamente amenazados. Sin embargo, la disponibilidad de las nuevas tecnologías es un dato y la baja capacidad del profesorado para utilizarlas también.

Si existe realmente la convicción respecto de la necesidad de la convivencia entre pares generacionales y entre personas de distintas generaciones, externas a las familias, como dimensión ineludible de los procesos formativos, las escuelas, en tanto ámbitos de socialización extrafamiliar, deberían seguir existiendo, aunque fuese con un formato muy diferente al actual. Desde esa convicción cabe proponer que, en realidad, la existencia de nuevas tecnologías, lejos de ser una amenaza, es una oportunidad casi única.

Su existencia y aceptación puede facilitar una sólida alianza entre las escuelas, la televisión y las carreteras informáticas. Puede permitir la asociación de escuelas hasta ahora sesgadas hacia el asistencialismo y una socialización empobrecedora, con escuelas virtuales que funcionen en el mismo espacio físico o en otros espacios comunitarios. Esa asociación podría ofrecer a esas "escuelas parciales" la oportunidad de atender más aspectos de la formación de los niños y jóvenes, de hacerlo, además, mejor y en forma intermitente, soportando entradas y salidas de los procesos formativos que con las formas organizacionales actuales no son capaces de contener.

Los profesores y las profesoras de escuelas integradoras —con fuerte utilización de nuevas tecnologías— podrían descargar parte del suministro de información en las pantallas y autopistas informáticas, bien utilizadas. Estos profesores podrían enriquecerse construyendo formas interactivas de aprender junto a los jóvenes y emplear parte del tiempo disponible en actividades en las que son irreemplazables, ejercitando aquello que casi todos tienen: su condición humana, su pulsión de saber y de ser empáticos, su capacidad de contener.

4. El diseño institucional de la oferta de formación y de capacitación docente está armado principalmente desde las necesidades y demandas de los profesores y no desde las necesidades y demandas de los usuarios

Los pedagogos somos en el discurso absolutamente refractarios a la lógica del mercado y al establecimiento de prioridades educativas desde la lógica de la demanda… excepto cuando los demandantes somos nosotros mismos. En efecto, probablemente una de las características más difundidas de la capacitación y del perfeccionamiento docente sea que se organiza de acuerdo con prioridades definidas por otros docentes o por el Estado, pero prácticamente nunca con prioridades definidas desde los usuarios de las escuelas y de los sistemas educativos.

Esta hipótesis se refiere no solo al hecho de que se ofrezcan o dejen de ofrecer oportunidades de capacitación docente, sino también y fundamentalmente al contenido de las oportunidades que se organizan. En líneas generales resulta evidente que los docentes demandan y obtienen muchas más oportunidades de capacitación ligadas a las metodologías y estrategias de enseñanza, que a la actualización en contenidos disciplinares que les permitan comprender mejor los avances científicos y tecnológicos y los cambios sociales, o los propios cambios en las características de los jóvenes y de los adolescentes y de sus producciones.

Por otra parte, recién ahora y muy lentamente los profesores comienzan a demandar oportunidades de capacitación para la ponderación y la utilización de tecnologías complementarias al libro. En medida importante se nutren de actividades de promoción de editoriales. Es difícil y es por eso inusual que los docentes generen estrategias para aprovechar como oportunidad de capacitación los múltiples programas de televisión de carácter informativo, en particular de ciencias.

Si se intenta interpretar esta configuración de demandas., parecería que los profesores están más preocupados por mejorar sus estrategias de funcionamiento en las clases por las coyunturales necesidades de contención del alumnado, que por las estructurales necesidades de dar respuesta a los cambios de fin de siglo y los desafíos del próximo. Sin duda, detrás de esta cuestión existe un déficit en la capacidad interpretativa de las causas de los problemas de violencia, deserción y repetición escolar, fuertemente atribuidos a condiciones contextuales —de cuya influencia nadie duda— y pocas veces —aunque cada vez más— vinculados con una crisis del modelo institucional de la escuela.

Tomar en cuenta las cuestiones precedentes implica repensar todo el tema de la educación de los maestros y de los profesores sobre la base de una cuestión central que se articula con el sentido de esa educación. En definitiva, ¿para qué formarse y actualizarse como maestro o profesor? Para nosotros, la respuesta está vinculada con una vieja y siempre renovada utopía:

para formar personas íntegras y construir un mundo mejor, en cuyo seno naturalmente se debe poder comprender, producir y participar. ¿Las características de la formación docente asociadas con el modelo fundacional de los siglos XIX y XX son adecuadas hoy a este propósito?

CINCO PILARES PARA PROMOVER UN CAMBIO DE PARADIGMA EN LA EDUCACIÓN DEL PROFESORADO

En los albores del siglo XXI, la mayoría de los gobiernos latinoamericanos se plantean la meta de la profesionalización docente como un objetivo prioritario para mejorar la calidad, el rendimiento y la eficiencia de los sistemas educativos.

Sin embargo, plantearemos aquí que esa perspectiva no es suficiente. La convocatoria a un proceso de profesionalización docente se debe, sin duda, a la constatación de la existencia de un proceso de desprofesionalización. Efectivamente, para sostener una construcción profesional en los términos planteados, al momento del surgimiento de la docencia existen ciertas condiciones indispensables (Perrenoud, 1996; Goodson, 2000). La primera es que la formación de grado sea de calidad; la segunda es que la actualización y el perfeccionamiento sean razonablemente periódicos, o aun permanentes, y también de calidad; la tercera es que la supervisión funcione y la cuarta es que al menos una parte del cuerpo profesional participe de la producción de lo que podrían denominarse dispositivos de mediación entre el saber elaborado y el saber escolar.

Aun cuando no existan suficientes investigaciones empíricas, se puede proponer la hipótesis de que en América Latina ninguna de esas cuatro condiciones ha persistido en el tiempo. Si bien algunas instituciones de formación docente han conservado cuotas de calidad en la formación inicial, otras nunca las han tenido o no las han conservado. La actualización y el perfeccionamiento se debilitaron muy fuertemente en los países con gobiernos autoritarios. La supervisión se desintegró, como en el caso de muchas provincias argentinas, o se transformó en un mecanismo gerontocrático de control corporativo, como en numerosos estados mexicanos. Por último, el diseño del currículum, la elaboración de libros de texto y el asesoramiento técnico necesario para producir algún mínimo acoplamiento a los cambios en los conocimientos y las modalidades de funcionamiento institucional, quedaron en manos de otros profesionales y no de los propios maestros y profesores (Gimeno Sacristán, 1997).

Esta situación de desprofesionalización técnica del trabajo docente desembocó en el desarme intelectual de los docentes (ibídem). En consecuencia se produjo una taylorización del trabajo docente, en la que el profesor no dispone de ciertas capacidades razonables para interactuar con otros profesionales que lo proveen de insumos que está obligado a utilizar, porque, por ejemplo, no está en condiciones de crear otros alternativos (véase un razonamiento afín en Apple, 1982).

La pérdida del sentido de los fines derivada del cambio de demandas no procesadas durante años, la necesidad de hacerse cargo de un fuerte volumen de trabajo administrativo, de acatar programas y currículos y de utilizar libros de texto elaborados por otros, hacen a este proceso de desprofesionalización, que puede caracterizarse como de pérdida de eficacia de las habilidades normalizadas, aun cuando hubieran sido bien aprendidas.

Pero, a nuestro modo de ver, la demanda de profesionalización es insuficiente frente a esta situación, porque podría dar lugar a pensar que hay que garantizar la mejor adquisición de las habilidades normalizadas que fueron inventadas para dar cuenta de unas determinadas necesidades y demandas planteadas a las escuelas en los orígenes de la profesión y que, aunque fuesen dominadas por todos los profesores en ejercicio, hoy serían inapropiadas. De lo que se trata es de mucho más que eso. Se trata de reprofesionalizar, de construir desde aquellas habilidades y desde las representaciones a ellas asociadas, tamizadas por una mucho mejor comprensión del mundo, una profesión docente resignificada, revisitada, vuelta a pensar y a concebir. Ese es el cambio fundamental que permitirá atender los desafíos estructurales que enfrentan los profesores, y de los que muchas veces todavía no somos conscientes en todo el sector educación.

La reinvención de la profesión de enseñante solo se puede hacer recuperando los gérmenes de aquella concebida en los orígenes de las escuelas y de los sistemas educativos modernos, pero saltando por sobre los efectos de la desprofesionalización y por sobre las limitaciones que tiene para garantizar la formación necesaria en el siglo XXI. Reinventar la profesión de enseñante o profesor exige tener cierta claridad respecto de hacia dónde ir. Los docentes hacen lo que saben hacer porque así lo aprendieron cuando fueron alumnos y cuando fueron formados; y los formadores de formadores, también. En realidad, lo que falta es una sólida reflexión y distancia crítica respecto del pasado y claves para proyectar el futuro.

Proponemos que la principal clave para promover la reinvención de la profesión de enseñar está en ubicar un foco que permita concentrar los esfuerzos formativos y garantizar, al mismo tiempo, competencias (concepto que preferimos al de habilidades; véase Weinert, 2001) para un mejor desempeño en la coyuntura y para una mejor participación en la reinvención de la escuela y de los sistemas educativos, es decir, para la acción con recreación de sentidos tanto para sí como —muy especialmente— para quienes estén en situación de enseñados o aprendices circunstanciales. Es a través de esta recreación de sentidos donde se irán encontrando las claves para las soluciones estructurales.

Definimos competencia como: "Un sistema altamente especializado de habilidades, capacidades y destrezas que son necesarias o suficientes para alcanzar un objetivo específico [en este caso, educar con sentido humanista en el siglo XXII. Esta [definición] puede aplicarse a las disposiciones individuales o a la distribución de tales disposiciones en un grupo social [por ejemplo, los docentes] o en una institución" (Weinert, 2001). Sugerimos que las principales competencias que se deben promover en la educación de maestras, maestros y profesores y profesoras son cinco: I) ciudadanía, II) sabiduría, III) empatía, IV) institucionalismo y V) pragmatismo.

1. Ciudadanía

En primer lugar, parece imprescindible que los profesores puedan comprender e intervenir como ciudadanos productivos en el mundo en que viven y vivirán. La cultura endogámica de las escuelas y de los institutos de formación docente tuvo como consecuencia que dichas instituciones se alimentaran permanentemente entre sí, sin interactuar con otras instituciones o ámbitos, sin plantearse preguntas ni formularse respuestas alternativas respecto del más allá espacial y temporal.

Este encierro les ha impedido seguir el ritmo de los cambios en el mundo. Pero nadie que no comprenda el mundo puede realmente orientar a los niños y jóvenes y promover aprendizajes para el siglo XXI. Esto implica que un desafío fundamental de la formación docente es ampliar el horizonte cultural. En consecuencia, la formación docente inicial y de perfeccionamiento o actualización debería prever varios tiempos y diversos espacios destinados a recuperar y a resignificar formas abiertas de ver el mundo utilizando una gran variedad de fuentes: la literatura, el cine, las visitas a museos e instituciones científicas, las excursiones a otros paisajes, las pasantías breves en fábricas y en hospitales son algunas de las alternativas que podrían utilizarse.

Para formar esta competencia se puede recurrir a diversas formas de apertura y cooperación, que incluyan desde invitaciones a usuarios y proveedores de nuevos conocimientos, hasta análisis y estudios de demanda, evaluaciones sistemáticas de cursos propios y de colegas.

Naturalmente, el sesgo que adquiera esta competencia variará según el perfil de profesor del que se trate. Siempre es posible tener el mundo real como referente, pero el tipo de comprensión y de intervención buscada será diferente según se trate de uno u otro nivel o de uno u otro ámbito de ejercicio de esta competencia: el mundo social, natural, artificial o simbólico. En todo caso, al pensar en especificaciones de esta competencia, no parece conveniente reproducir la clásica división en disciplinas utilizada tradicionalmente para crear los conocimientos en los ámbitos académicos.

Sin ánimo de ser exhaustivos se pueden ofrecer algunos ejemplos de esfuerzos en esa dirección que han sido realizados en América Latina, en particular en la Argentina, tales como la inclusión del bloque temático sobre el mundo contemporáneo en los Contenidos Básicos Comunes aprobados para todo el país y la organización de pasantías en empresas en el Instituto Superior del Profesorado Joaquín V González, destinado a la formación de docentes para el nivel secundario. El cuerpo de profesores de la institución estaba increíblemente entusiasmado, porque a una edad ya relativamente avanzada -de 40 a 50 años— tuvieron por primera vez la oportunidad de participar en la vida de una empresa privada y de conocer más acerca de los procesos productivos vinculados con sus disciplinas. Los profesores de física se involucraron en empresas de ingeniería, los de ciencias sociales en servicios, empresas de análisis de mercado y otras. En algunos casos, ellos no podían creer que sus disciplinas estuvieran tan íntimamente ligadas al "mundo real" y no solamente al mundo escolar.

2. Sabiduría

Una de las demandas formuladas más frecuentemente a los profesores del pasado era que pudieran proveer todas las respuestas correctas. Ellos tenían que mostrar —aun cuando no fuera cierto— que eran capaces de conocer todo acerca de todo. Esta demanda estaba vinculada con la pedagogía tradicional y era uno de los pilares para el aprendizaje memorístico. Desde una perspectiva pedagógica, esta situación producía un efecto contradictorio. Por un lado, permitía un abordaje amplio a algunos contenidos instrumentales a través de las prácticas de enseñanza de las escuelas públicas y de los sistemas educativos nacionales; pero, por el otro, promovía el estancamiento en la forma de enseñar, disminuyendo incluso la oportunidad de utilizar el diálogo socrático como práctica de aprendizaje del razonamiento y del cuestionamiento.

El aprendizaje socrático posibilita a los jóvenes la construcción de argumentos y el desarrollo de formas racionales de pensamiento. En ese marco, los jóvenes pueden ser alentados a formular y a elaborar preguntas, así como a analizar y a confrontar diferentes puntos de vista. Por el contrario, el aprendizaje memorístico promueve la aceptación de un único punto de vista y pudo haber contribuido, de una u otra forma, a generar condiciones mentales para la emergencia de algunos de los muchos fenómenos extremadamente negativos del siglo XX, tales como el totalitarismo y el autoritarismo.

¿Quiere decir que debemos promover el retorno a Sócrates, ahora para todos y no solo para las élites? En cierto sentido, sí (Nussbaum, 1998). En efecto, lo que parece ser necesario en esta era muy controversial y contradictoria, plagada de incertidumbres y falta de respuestas satisfactorias, es la posibilidad de construir mejores preguntas y de buscar nuevas respuestas. En el currículum de Laponia, por ejemplo, se propone la necesidad de transformar —a nivel de la educación de base— la información en sabiduría, utilizando el término sabiduría en el sentido de ser capaz de formular las preguntas correctas para construir nuevas respuestas (Ministry of Education and Science of Latvia, 2001, p. 58). Pero… ¿están realmente los maestros y profesores en condiciones de contribuir al desarrollo de este tipo de currículos?

La investigación sobre la docencia muestra que, como uno de los resultados de la vieja, sobredeterminada, unificada y extremadamente estandardizada formación docente, los maestros se sienten temerosos de ser desafiados por preguntas abiertas y de revelar sus debilidades. La cuestión central frente a esta situación es cómo alentar la capacidad de cuestionar y la apertura para aceptar la falta de respuestas como una oportunidad para encontrar otras nuevas, desconocidas y mejores.

Un muy buen ejemplo de búsqueda de elaboración de una propuesta alternativa lo constituyen establecimientos de formación docente en el norte de Maputo, la capital de Mozambique, con ayuda de la cooperación danesa. A través de un currículum muy heterodoxo, con módulos de diferente duración y trabajos de reflexión a cargo de los alumnos y de las alumnas en régimen de internado, los futuros maestros elaboraban diversas estrategias para aprender ellos mismos y para aprender a aprender formulándose preguntas y participando de la planificación de su propia formación.

La creación de una mayor "densidad cultural" en los establecimientos de formación de profesores a través de la participación en debates abiertos con representantes calificados de alto nivel de otras profesiones, organizados con la contribución de moderadores profesionales, familiarizados con la historia de las ciencias y el papel de los errores y las controversias en su desarrollo, puede ser de extrema utilidad. El trabajo con biografías personales de líderes sociales positivos, que muestren cómo a la hora de enfrentar grandes desafíos, han convivido con la duda y con diversas dificultades, puede ser un pie de apoyo fundamental. Esas estrategias se utilizan a veces en experiencias puntuales, pero lamentablemente parecería que en América Latina los currículos, planes y programas de estudio casi no ofrecen espacios explícitamente diseñados ni orientaciones pedagógicas claras a estos respectos.

3. Empatía

En tercer lugar, parecería absolutamente imprescindible que los profesores aprendan cada vez más a comprender y a sentir con el otro. El otro puede ser un alumno, un padre, una madre, un estudiante secundario, una supervisora, o los funcionarios de los Ministerios, pero también las comunidades en tanto tales, los empresarios, las organizaciones sociales, las iglesias y los partidos políticos (Hargreaves, 2000).

Se trata de conocer y comprender la cultura de los niños y de los jóvenes, las peculiaridades de las comunidades, las formas de funcionamiento de la sociedad civil y su relación con el Estado, de ejercer la tolerancia y la cooperación entre diferentes. Lo más esencial es poder aprender y aprender a enseñar cómo descubrir que hay otros que hablan, sienten, piensan y actúan en formas diferentes, pero que, sin embargo, tienen las mismas preocupaciones y los mismos derechos a la paz, el bienestar, la justicia y la belleza.

Es posible preguntarse si los docentes del Perú saben, por ejemplo, que los niños de ciertas culturas bolivianas consideran que el futuro está a la espalda y el pasado al frente. Si no lo saben y no producen la mediación necesaria, la línea de tiempo que los docentes suelen dibujar en el pizarrón para enseñar historia puede resultar carente de sentido para los niños y las niñas y generar un fuerte obstáculo a los aprendizajes. Al mismo tiempo, uno puede preguntarse si esos maestros y maestras saben que en otras culturas no se debe responder de frente y mirando a los ojos a un adulto, sin lo cual se arriesga la mala evaluación de una conducta infantil, que siendo de respeto puede ser interpretada como de indiferencia. En el marco de la actual explosión de información sobre el Islam y de los riesgos primero profetizados y actualmente casi promovidos de un choque entre civilizaciones, pocos maestros saben que las instituciones islámicas han cumplido en sus países el rol del Estado benefactor en Europa y que ese rol contribuye a que conciten una adhesión particularmente fuerte. Pero lo grave no es que eso no se sepa, sino que no se tenga la actitud y las herramientas para buscar información sobre esa u otra cultura o grupo humano que adquiere mayor visibilidad en un momento cualquiera.

¿Cómo contribuir a un tipo de profesionalización docente que facilite que se encuentren en los otros elementos del yo de cada uno? ¿Cómo disminuir las orientaciones discriminatorias que construyen muchos docentes, a veces más fuertes que otros grupos profesionales? ¿Cómo contribuir a que los docentes puedan participar de la construcción de un nosotros múltiple, que respete y aliente la diversidad sin promover ghettos mentales, culturales o religiosos? ¿Cómo fortalecer la autoestima para que los docentes puedan a su vez promover la autoestima de los alumnos, alumnas y estudiantes?

Para desarrollar la empatía es posible utilizar diferentes estrategias: el uso de la investigación empírica y teórica, la lectura y el análisis crítico de libros y el uso irrestricto de películas de diverso tipo y sobre diversos temas, entre otras. También la producción, administración y análisis de entrevistas pueden contribuir al conocimiento de realidades objetivas y subjetivas diferentes a la propia. El juego de roles como estrategia metodológica se utiliza con éxito en numerosas instituciones de formación docente. Una visita de estudios muy bien planificada, de una semana, a un horizonte cultural diferente del propio, puede ser más importante que un año de una maestría tradicional. ¿Cómo incluir visitas de estudios y pasantías docentes y a comunidades diferentes en las estrategias de formación docente?

4. Institucionalismo

Uno de los mayores riesgos de las nuevas tendencias del siglo XXI, incluido el desarrollo de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación, es la muerte de la vida pública, debido a la debilidad intrínseca de todas las instituciones, incluidas las escuelas (Dubet y Martuccelli, 2000). Pero esta muerte no es natural. Está influida por decisiones en el nivel de las macropolíticas educativas y también de la vida cotidiana de las escuelas, o micropolítica educativa. Sin embargo, desde nuestra perspectiva, la muerte de las instituciones no es deseable. Las instituciones son espacios donde la gente se reúne, piensa y trabaja en conjunto. Si las instituciones se debilitan, la gente tiene menos oportunidades de aprender a vivir junta, lo cual debilita la cohesión social y las posibilidades de mejoramiento e incluso de reproducción de las sociedades.

Por eso, los profesores deben tener la capacidad de articular la macropolítica referida al conjunto del sistema educativo con la micropolítica de lo que es necesario programar, llevar adelante y evaluar en las instituciones en las que se desempeñen y con lo que deben emprender en sus espacios más acotados: las aulas, los patios, los talleres, las actividades que se desarrollen en espacios externos a las escuelas.

Parece imprescindible que los profesores sepan que lo que se decide en los Ministerios tiene —o debe tener— mucho que ver con lo que pasa en las escuelas y en las aulas, pero que, al mismo tiempo, no define plenamente lo que pasa en las instituciones y aulas.

En las instituciones y en las aulas ocurren numerosos procesos y acontecimientos que se definen con una cuota importante de autonomía. La búsqueda de ampliación de los márgenes de autonomía, la prueba del intento y la constatación de los límites del ejercicio de la creatividad pueden permitir no caer en denuestos, pero sí ejercer una crítica responsable frente a las políticas públicas. Puede permitir demandar desde la acción y no desde el inmovilismo. La promoción de la participación productiva de los estudiantes en la vida de las instituciones educativas es fundamental y debe aprenderse, no es intuitiva. Por otra parte, se debe aprender desde la propia práctica y no solo desde la retórica de su promoción al trabajar como profesor. ¿Cómo se organizan los estudiantes de profesorado en la vida de las instituciones de formación? ¿Qué lugar se les otorga? ¿Cómo interviene esa organización en el éxito o fracaso de su formación?

La comprensión de la articulación entre la macropolítica del sistema, la micropolítica de la escuela y el aula puede permitir a todo el sector educación salir del círculo vicioso de demandas mutuas, de los gobiernos a los profesores, y de los profesores a los gobiernos, estableciendo una tensión productiva entre la autoafirmación y la autoexigencia y la demanda a los otros actores del complejo proceso educativo en todos sus niveles de especificación.

Para formar esta capacidad pueden utilizarse diversas estrategias, tales como el análisis de casos, el seguimiento de políticas, la elaboración de estados de situación y el análisis comparativo de tendencias utilizando estadísticas y estudios comparativos. Habitualmente las instituciones tradicionales de formación docente cuentan con un currículo organizado en disciplinas distribuidas en forma homogénea a lo largo de todo un año, no cuentan con talleres, ni con opciones, ni con espacios para la vida estudiantil. ¿Cómo se cambia esto para que las instituciones de formación sean más valoradas como espacios de la polis?

5. Pragmatismo

En quinto lugar resulta indispensable que los profesores posean criterios para seleccionar entre una serie de estrategias conocidas para intervenir intencionalmente promoviendo los aprendizajes de los alumnos y para inventar otras estrategias allí donde las disponibles fuesen insuficientes o no pertinentes.

Se dice en la actualidad que el docente tiene que ser un facilitador y no un expositor o alguien que imponga metodologías desplegadas con toda puntillosidad. Esto es tendencialmente correcto. Pero a veces es interpretado como una convocatoria a la prescindencia de intervención, a un dejar hacer sin conducción. Sin conducción la posibilidad de aprendizaje de los alumnos, en especial de los alumnos de sectores populares, se resiente. En rigor es mucho más difícil facilitar aprendizajes autónomos que transmitir información (Meirieu, 2000). Por eso, los profesores deben conocer, saber seleccionar, evaluar, perfeccionar y recrear o crear estrategias de intervención efectiva. Esas estrategias no son ya solo la exposición, son muchas más.

Incluyen a las nuevas tecnologías y pueden incluir la convocatoria y el compromiso de jóvenes que las sepan utilizar como dinamizadores efectivos de secuencias de actividades en las que se utilicen recursos múltiples. Es posible que algunos alumnos sepan de algunas cosas más que algunos profesores. Pero los profesores son adultos que tienen que poder articular ese mayor saber sin sentirse disminuidos ni limitados, para que todos aprendan más y mejor, incluso ellos.

Para formar esta competencia pueden utilizarse diversas estrategias, tales como el aprendizaje de pares a través del trabajo en equipo, de pasantías institucionales y de observaciones mutuas, o el desarrollo de proyectos experimentales de aplicación de estrategias variadas con grupos de control o de comparación. Es fundamental desmitificar la idea de la existencia de "un" método efectivo, frente a otros que no lo son, y contribuir a fortalecer la percepción de que la capacidad de selección y la convicción respecto del éxito de una alternativa técnica contribuyen a su éxito.

La Universidad del Estado de Pennsylvania, en los Estados Unidos de Norteamérica, contaba hace algunos años con tres secciones de jardín de infantes: una conductista, otra psicoanalítica y otra que seguía las propuestas del progresismo pedagógico de John Dewey. Las tres eran sumamente efectivas. ¿Proponemos a los futuros profesores el uso de experimentos diseñados, cuidados, o simplemente los sometemos a experimentos inconscientes a través de la inculcación de una pedagogía de estado de eficacia dudosa?

Es posible que las cinco competencias aquí planteadas no estén sistematizadas de la mejor manera. Pero no nos cabe duda de que por allí se puede intentar la búsqueda. La vieja propuesta de habilidades normalizadas era clara, simple, comunicable, comprensible. Por eso fue una palanca para la acción. Lo mismo sucedió con la Escuela Nueva. En el terreno de la producción pedagógica académica sucedió algo similar. El espiritualismo, el positivismo y las teorías críticas de las décadas de 1960 y 1970 tuvieron un amplio impacto por su claridad y sencillez, por su articulación con fibras sensibles de las representaciones de grupos importantes de intelectuales, políticos y estudiantes universitarios. Complejos fárragos críticos sin focos claros, propuestas técnicas preciosistas sin apelaciones a las emociones, razonablemente equilibradas con interpretaciones reflexivas, es probable que deslumbren o atraigan, pero seguramente no tendrán impacto real y duradero para cambiar la formación de profesores desde adentro de las instituciones y por voluntad propia de cada uno, a partir del reconocimiento de la necesidad de cambio para todos.

Tengo la impresión de que estamos demasiado preocupados por los dispositivos operativos de la formación continua de los docentes. Esos dispositivos son de una importancia indudable, pero su eficacia depende del perfil formativo que deseen formar. Si no se sabe cuál es ese perfil, ¿cómo construir los indicadores para evaluar la eficacia de los dispositivos operativos?

ALGUNAS CUESTIONES PARA TENER EN CUENTA PARA EL DISEÑO DE LA FORMACIÓN CONTINUA DE LOS ENSEÑANTES

La reinvención de la profesión de enseñante no es en modo alguno una tarea fácil. Se cuenta, sin embargo, con una importante ventaja comparativa: las personas que la ejercen están convencidas de que tienen que cambiar. Pero sienten miedo, no tanto a cambiar sino a quedar fuera. Por eso, la primera certeza que necesitan es que van a seguir estando dentro, no solo de las escuelas y sistemas educativos, sino del círculo virtuoso de la sociedad que puede satisfacer sus necesidades básicas. La verdad es que hoy la mayoría de los docentes de América Latina están por debajo de la línea de pobreza. Pero supongamos que, de algún modo, se pudiese acceder a los recursos para garantizar desde la disponibilidad de un empleo y desde los ingresos la superación de esa situación. ¿Se estaría en condiciones de ofrecer a los docentes actuales la garantía de su permanencia como referentes principales de los procesos de aprendizaje? Probablemente nadie esté dispuesto a ofrecerles a los docentes esta garantía como un regalo gratuito. Más aún, entonces, es necesario comprender por qué y hacia dónde cambiar.

Los problemas de la formación docente como una variable estrechamente vinculada con la calidad y la equidad en los sistemas educativos vienen siendo observados desde la década de 1980 en todos los países del mundo. La proclama por una mayor autonomía docente y el paso de un concepto de docente vocacionalista a un docente profesional es ya a fines de los noventa un clásico. Los estudios de Giroux (1990), Apple (1990), Hargreaves y Fullan (1992), así como los de Popkewitz (1992) nos inician en estos temas desde la bibliografía anglosajona. Los estudios de Gimeno Sacristán (1997) y Pérez Gómez (1987) son obras de referencia sobre el tema en España. Numerosas obras dan cuenta de los debates en otros países europeos (Carlier, Renard y Paquay, 2000; Tardif y Lessard, 2000; Raymond y Lenoir, 1998). En América Latina, la producción bibliográfica no es menos importante y no faltan trabajos sobre diversas situaciones en el África y el Asia (NCTE, 1998). Todos estos estudios alertan acerca de que el cambio escolar debe ir acompañado por procesos de reforma, reconversión y cambio en el profesorado, porque este puede ser un catalizador o inhibidor decisivo en cualquier proceso de transformación escolar.

Así, los años 90 encontraron a América Latina empeñada en que sus docentes se perfeccionen, se reconviertan o se actualicen según las distintas miradas que se hicieron del problema. Normalizar las habilidades de los docentes para una nueva escuela, es decir, inculcarles nuevos saberes útiles para la escuela del siglo XXI, parecía a los espíritus reformistas no ser una cuestión menor. De este modo, el Estado, a través de escuelas de capacitación, universidades, redes de distinto tipo, pero también los gremios y otras instituciones de la sociedad civil comenzaron a ofrecer una amplia gama de cursos para maestras, maestros, profesores. Pero, como señalaron Guiomar Namo de Mello y Teresa Roserley Neubauer da Silva (1992) para el caso brasileño, una parte significativa de las propuestas tuvieron efectos paradojales y, aunque nadie lo dice en voz muy alta, otra parte fue muy poco efectiva.

La característica .más destacada y común de las reformas de la formación inicial de los docentes y del perfeccionamiento docente en América Latina en estos años parece ser la proliferación paralela, aun en una misma región, de distintas agencias y modos de encarar el perfeccionamiento, con poca evaluación y poca capacidad de aprendizaje colectivo. Sin embargo, tal vez haya sido un paso forzoso para detectar modalidades más eficientes en relación con la necesidad de atender graves disfunciones coyunturales y de contribuir a un cambio de paradigma formativo.

En principio, podría proponerse que de todo ese movimiento parecen surgir ciertas preguntas, entre las cuales hemos seleccionado ocho grupos referidos a los dispositivos sistémicos, macro-institucionales o nacionales de formación, ya que a lo largo de la intervención precedente se han ido formulando diversas preguntas y reflexiones referidas a las concepciones y prácticas pedagógicas y micro-institucionales. Cada equipo de trabajo debe responder de acuerdo con el o los perfiles del o de los profesionales de la enseñanza y de la formación que desea promover.

1. ¿Es necesario o conveniente sostener por un lado instituciones de formación inicial, por el otro instituciones o programas de capacitación docente continua o de formación en servicio y por el otro instituciones de investigación y/o de asistencia técnica? Pero, además, ¿es realista proponer que las mismas instituciones se hagan cargo de la formación inicial, la capacitación continua, la investigación y la asistencia técnica?

2. ¿Es necesario o conveniente continuar con la separación de la formación de los docentes para diferentes niveles del sistema educativo? El nuevo concepto de educación de base rompe con la idea de niveles rígidos y sucesivos. ¿Se justifica, entonces, un perfil de generalista, formado con una gran incidencia de la psicología y la didáctica, para los niveles que forman a los niños, y otro de especialista disciplinar para los niveles que forman a los púberes y adolescentes?

3. En el caso de que se deba o desee formar especialistas, ¿el criterio de definición de cada grupo de especialistas debe ser disciplinar o de otro tipo? ¿No se puede pensar, por ejemplo, en profesores de historia que trabajen desde el nivel inicial hasta la finalización del secundario, o en algo así como formadores generalistas para acompañar a los púberes y a los adolescentes?

4. En las actuales condiciones socio-económicas y sociales, ¿cómo se hace para atraer a los mejores a la docencia y para retenerlos en ella? Sin duda en esto inciden elementos externos a las políticas educativas. Pero, ¿cuáles podrían ser las políticas sociales que deberían acompañar una reforma de la formación docente y cómo se pueden asociar esas políticas sociales con las políticas pedagógicas de cambio educativo? ¿Debe haber un examen de ingreso a la formación docente, como se toma en algunos países? En ese caso, ¿en qué debe consistir?

5. ¿Cuál debe o puede ser la relación entre la formación docente y el currículo del nivel para el que se forma? ,;La formación docente debe estar al servicio de un currículo de un momento histórico determinado? Si la respuesta es sí, ¿cómo garantizar la actualidad de la formación de alguien que transitará por lo menos cuatro reformas curriculares a lo largo de su vida profesional, una cada diez años? Si la respuesta es no, ¿cómo garantizar que el contrato político-social contenido en el currículo se transforme en actos formativos?

6. ¿Se deben proponer estándares y dar libertad a las instituciones de formación y de perfeccionamiento docente para elaborar su currículo o debe haber un currículo propuesto a nivel de las autoridades educativas del país? ¿Cuáles son las diversas opciones y cuáles sus consecuencias? ¿Pueden formularse estándares para competencias tales como la empatía? ¿Es legítimo que existan?

7. ¿Cómo evaluar a las instituciones y programas de formación docente? Actualmente se ha puesto de moda el concepto de acreditación. ¿Cuál es la diferencia entre evaluación, autoevaluación y acreditación de la formación docente? ¿Cuál de las tres prácticas es más necesaria y conveniente? ¿Quién y cómo debe decidir cuál o cuáles introducir y cómo hacerlas operativas?

8. ¿Cómo promover el trabajo en redes entre las instituciones de formación inicial y continua de los docentes y entre éstas y otro tipo de instituciones educativas y sociales?

Para contribuir con el debate quisiéramos plantear algunas hipótesis respecto de posibles lecciones negativas y otras positivas, surgidas de experiencias en curso en América Latina y en el resto del mundo.

Las lecciones negativas

Algunas de las lecciones negativas, o sea, de aquellas que indican qué es lo que no se debe hacer parecen ser: a) la renovación de la formación inicial de los docentes sin articulación con los cambios que se proponen para el conjunto de la educación; b) la renovación de esa formación inicial para cada nivel por separado; c) la renovación de los contenidos y métodos de la formación sin modificación de la dinámica institucional; d) la renovación curricular sin consideración de otros aspectos que inciden en la formación de los docentes, y e) la permanencia de la formación continua con la lógica de cursos surtidos, estructurados desde una demanda individual pocas veces suficientemente calificada.

Las lecciones positivas

Algunas de las lecciones positivas parecen ser, en cambio: a) la renovación de las instituciones de formación para que intenten albergar, a su vez, programas y proyectos de formación inicial, actividades de formación continua y prácticas de acompañamiento a las escuelas y a sus equipos; b) la flexibilización de la vida institucional; c) la asociación de la renovación curricular con políticas sociales de apoyo a los estudiantes, en particular a buenos egresados del nivel secundario; d) el diseño de currículos densos culturalmente y flexibles operacionalmente; e) el fortalecimiento de los formadores de formadores, es decir, la puesta en práctica de proyectos de capacitación de los profesores de profesores, en particular a través de pasantías y visitas de estudio; O el altísimo impacto del uso de la imagen, en especial de la televisión; g) la necesidad de una amplia y conscientemente diferenciada gama de estilos de formación continua de acuerdo con las finalidades que se le quiera dar.

ESCUELAS DEL FUTURO EN SISTEMAS EDUCATIVOS DEL FUTURO

¿QUÉ FORMACIÓN DOCENTE SE REQUIERE?

Inés Aguerrondo

LA ERA DE LA INNOVACIÓN

En solo unas décadas la sociedad industrial dejó paso a la sociedad de

la información, y esta a la sociedad del conocimiento. Un dato semejante

debiera impactar, y de hecho impacta, en los sistemas educativos. Todos

ellos están intentando cambiar, pero están en difícil situación debido a que la vieja estrategia de ajuste a las demandas sociales por expansión (más alumnos, más escuelas, más docentes) ya no alcanza. Hoy los cambios que se requieren no son cuantitativos sino que deben encararse cambios cualitativos. Los viejos modelos, que fueron un indudable avance en su momento, han demostrado suficientemente que ya no son la respuesta. Han dejado, sin embargo, su secuela de problemas estructurales insolubles y, a la luz del pensamiento actual, están demostrando su ineficacia para inventar las soluciones adecuadas.

ce que el objetivo sea una especie de blanco móvil. Ya no basta con diseha El problema es especialmente complicado porque la rapidez del cambio

ñar un sistema educativo más moderno que el que tenemos y llevarlo a la realidad, porque lo cierto es que cuando se concrete, ya será obsoleto. A diferencia de las anteriores, las actuales propuestas de cambio educativo deben incorporar como novedad el dato del cambio constante. Se necesita inventar nuevos modelos de oferta educativa que contengan, en su mismo diseño, los mecanismos adecuados para actualizarse permanentemente.

La inadecuación de las estrategias probadas aparece claramente a la luz de los procesos de reforma educativa de la última mitad del siglo XX. En ese lapso se sucedieron diferentes estrategias de cambio educativo, desde las iniciales políticas reactivas de los años 60 hasta las concepciones de cambio programático que empezaron a desarrollarse en la década de 1980 (Aguerrondo, 1983). La diferencia entre estos dos tipos de estrategia reside en que en un caso se dan respuestas de mero ajuste a las demandas sociales (que, en general, se refieren a cambios poco profundos y a más cantidad de educación) y en el otro se intenta mejorar el sentido y la calidad de la oferta. Muchos autores hablan por esto de varias olas de reformas educativas (Gajardo, 1999; Brunner, 2000) que se diferencian por las concepciones básicas que las sustentan.

La crisis del Estado de bienestar impacta también en estos procesos. A partir de la década de 1980 se retorna con fuerza el problema de la modernización del Estado que se suma como problemática a la necesidad de cambio educativo. Para analizar las reformas educativas se introducen también los conceptos de reformas de primera y segunda generación (Oszlak, 1999). Las reformas de primera generación son reformas hacia fuera, es decir que tratan de aligerar el compromiso central del Estado, lo que en el campo de la educación da origen a la controvertida cuestión de la descentralización, el financiamiento de la demanda, la privatización, etc. Las reformas de segunda generación son reformas hacia adentro, institucionales, que suponen una real transformación, lo que implica pasar a una nueva forma de hacer socialmente educación (Aguerrondo, 2001b).

Las propuestas de cambio educativo, para ser viables en términos de futuro, deben ser cualitativamente diferentes de las que se han implementado hasta ahora. Porque las reformas de segunda generación suponen, por su propia naturaleza, una concepción distinta de la de la modernización. La clave, de ahora en adelante, será generar organizaciones escolares capaces, ellas mismas, de aprender. Si los profesores, las escuelas y los sistemas en su conjunto no desarrollan la capacidad de aprender de los éxitos y fracasos de la experiencia pasada, los problemas que se resuelven hoy reaparecerán mañana. Por eso, si los beneficios de la reforma educacional han de perdurar, los profesores deben aprender a llevar a cabo su propia investigación-acción para identificar problemas y buscar soluciones; los supervisores deben desempeñar un rol en facilitar ese tipo de investigación y los formadores de los docentes deben simultáneamente apoyarlos y comunicar a los futuros maestros las lecciones aprendidas (Brunner, 2000).

Se trata de lograr salas de clase donde se desarrollen no solo saberes complejos sino básicamente competencias en los alumnos, que implican no solo el conocimiento sino la capacidad de actuar de manera adecuada para participar conscientemente de la vida personal y social. Esto no puede hacerse desde el modelo frontal de comunicación educativa sobre el cual se estructuraron tradicionalmente los sistemas escolares (Shiefelbein, 1992). Se requiere inventar escuelas flexibles capaces de poder variar indefinidamente, de acuerdo con las necesidades, sus tiempos, espacios, agrupamientos, superando los modelos rígidos y homogéneos incapaces de soportar la diversidad. Lugares de aprendizaje que tengan la posibilidad de adaptarse de manera permanente a la cambiante situación dinámica de hoy.

Un cambio de este tipo presenta una dificultad adicional referida a cómo reconocerlo. Las innovaciones educacionales nacen menos de un plan que de una manera distinta de organizar la práctica; suponen un cambio de perspectiva, quizás una teoría distinta, pero sobre todo una forma diferente de comunicación pedagógica, una nueva relación con el conocimiento,un desplazamiento del control sobre los procesos de aprendizaje 1…] Se requiere, por tanto, desarrollar instancias mediadoras —centros de transferencia de innovaciones educacionales— que se especialicen en dicha función y la institucionalicen de manera permanente" (Brunner, 2000).

Este tiene que ser un proceso profundo, paulatino, general. Muchos autores se refieren ahora a la necesidad de un cambio de paradigma (Braslavsky, 1999). Un modelo alternativo parte del supuesto de que son necesarias escuelas del futuro, en un sistema educativo del futuro, con docentes del futuro, formados con una concepción de futuro.

La pregunta que surge es cómo enfrentar desde la formación de los docentes este desafío.

LAS NUEVAS COMPETENCIAS PARA LA ENSEÑANZA

Lejos de abonar en las posturas que pretenden la desaparición de la figura del docente en la nueva educación, creemos que este es y seguirá siendo irreemplazable en el triángulo didáctico. Pero con la misma fuerza creemos que parte de su profesionalidad se juega en su capacidad, como individuo y como actor social, de redefinir su lugar y su tarea, de adecuar- se a nuevos objetivos, de responder a los compromisos de hoy y, fundamentalmente, de poder ser puente adecuado entre una era que termina y un futuro que se abre.

Un repaso de la bibliografía sobre estos temas nos devuelve una mirada pesimista, teniendo en cuenta la perspectiva extremadamente simplista de cómo se abordan estos problemas (Hopkins, 1996). Esto quiere decir que, a pesar de que las experiencias son muchas, las variaciones son pocas. Las líneas desde donde se plantean las soluciones en torno de la docencia, su rol y su formación se pueden resumir en unas cuantas, bien definidas (Martin, 1999).

El centro de la cuestión es cómo pasar de la repetición, con todas las variaciones que esto ha adoptado hasta ahora, a la creación de propuestas diferentes. Ya no alcanza con que un profesor sepa lo que va a enseñar y tenga una buena formación acerca del proceso de enseñanza-aprendizaje. La complejidad de la tarea requiere de una serie de otros elementos más. De ahí que el listado de características deseables en un buen profesor sea cada vez más profuso. Hay entonces una larga tradición que trata de establecer el perfil deseable del docente, gracias a lo cual se termina presentando largas listas de cualidades y de conocimientos que las maestras y los profesores deberían tener. Que son, por otro lado, imposibles de desarrollar de manera masiva en todos ellos.

Se requiere por tanto un cambio de enfoque, una mirada desde otro lado, un cambio de paradigma. Como señala Braslavsky, "se trata de reprofesionalizar a la profesión misma, y no a cada maestro en particular… [y por ellol es posible que la clave para promover la reinvención de la profesión de enseñar consista, nuevamente, en ubicar el foco". En un sistema educativo que debe formar competencias en los alumnos "se trata de que ellos mismos (los profesores) sean competentes y de que tengan una identidad múltiple y consistente" (Braslavsky, 1999).

Intentando resumir ese foco sin caer en el listado de rasgos que conforman un perfil, esta autora 0pta por pensar las necesidades de formación de los docentes desde una perspectiva alternativa, describiendo dimensiones de la compleja competencia profesional que se requiere para poder enseñar. Señala cinco dimensiones fundamentales de la práctica docente: la pedagógico-didáctica, la político-institucional, la productiva, la interactiva y la especificadora.

a. La dimensión pedagógico-didáctica

Una primera dimensión de la competencia profesional docente es, sin duda, el manejo adecuado de la pedagogía y de la didáctica como base científica de su accionar. Si se piensa la tarea de enseñar como un compromiso de producir resultados buscados, las acciones que se desarrollen para ello requieren de un conocimiento de los aspectos profesionales de cómo actuar para lograrlos. Pero como parte de una competencia, esta dimensión no se resuelve solo a partir de saberes científicos: se trata de integrar el saber académico con el saber de la experienciaL. No basta conocer las teorías sobre el aprendizaje o sobre las didácticas específicas del campo de conocimiento que se esté enseñando. A la manera de cualquier otro saber profesional, el marco base de conocimiento es el sustento para la formación de criterios personales —muchos de los cuales se adquieren con la experiencia profesional— que permitan seleccionar la estrategia adecuada entre una serie de estrategias conocidas orientadas a promover los aprendizajes de los alumnos.

Como todo saber profesional, esta competencia reconoce un grado más complejo que se logra cuando el profesor es capaz de inventar otras estrategias allí donde las disponibles son insuficientes o no pertinentes. En suma, "los profesores que forman sujetos competentes con identidades sólidas conocen, saben seleccionar, utilizar, evaluar, perfeccionar y recrear o crear estrategias de intervención didáctica efectivas y variadas, y no se guían por la adhesión a visiones estereotipadas de las teorías pedagógicas de moda." (Braslavsky, 1999).

b. La dimensión institucional

Una segunda dimensión de la competencia profesional docente es la que Braslavsky denomina dimensión institucional. Esta aparece en la medida en que la profesión docente no es una profesión liberal. No se ejerce por la propia cuenta y riesgo de quien enseña —como ocurría antes de que se estructuraran los sistemas escolares— sino que ocurre dentro de un ámbito institucional complejo que articula diferentes instancias, como son el aula, la institución escuela y el sistema educativo.

La dimensión institucional de la competencia profesional docente consiste en la capacidad de articular la macropolítica referida al conjunto del sistema educativo con la micropolítica de lo que es necesario programar, llevar adelante y evaluar en las escuelas y en sus espacios más acotados: las aulas, los patios, los talleres y los ámbitos comunitarios para que la política educativa global pueda tener sus efectos. "Los buenos maestros saben que lo que se decide en los ministerios tiene que ver con lo que pasa en las escuelas y en las aulas, pero que, al mismo tiempo, no lo define plenamente. La búsqueda de ampliación de los márgenes de autonomía, los aprendizajes que se adquieren en esa búsqueda y la comprobación de los límites del ejercicio de la propia creatividad permiten, por otra parte, demandar desde la acción, no desde el inmovilismo" (Braslavsky, 1999).

En términos de un nuevo sistema educativo, que sea capaz de cambiar permanentemente, esta dimensión es crucial, ya que entender las relaciones entre las políticas generales del sistema educativo, la micropolítica de la escuela y el aula permitiría superar las tradicionales posturas enfrentadas en cuanto a las reformas entre los profesores, los estamentos intermedios y los decisores políticos, de manera tal que fuera posible conformar un verdadero espiral creativo.

c. La dimensión productiva

Una tercera dimensión es la que Braslavsky denomina productiva, pero que podría también llamarse de comprensión y participación en el mundo actual, ya que se refiere a la necesidad de que todo profesor sea capaz de comprender e intervenir como sujeto en el mundo y como ciudadano productivo en la política y en la economía actuales. El eje de esta dimensión es la necesidad de que la educación salga de la tradicional postura endogámica que la transforma en un territorio poco grato para quienes deberían beneficiarse fundamentalmente de ella: los alumnos. Esto implica que todo profesor debe conocer y comprender los rasgos centrales de la cultura juvenil, los procesos fundamentales de funcionamiento del sistema económico, político, etc.

Esta cultura endogámica de la mayoría de las escuelas y de las instituciones de formación docente tuvo como consecuencia que estas se alimentaran permanentemente entre sí, sin una fuerte interacción con otras Instituciones o ámbitos, sin plantearse preguntas ni formularse respuestas alternativas respecto del más allá temporal y espacial. Este encierro les ha impedido seguir el ritmo de los cambios en el progreso técnico, en las economías y en las sociedades.

"Pero los buenos maestros y profesores suelen ser quienes, pese a eso, siguen interesándose en el mundo y pueden realmente orientar a los niños y a los jóvenes en la identificación de sus raíces y en su proyección hacia el futuro. Esto implica que un desafío fundamental en la reinvención de la profesión del profesor es ampliar el horizonte cultural" (Braslavsky, 1999).

d. La dimensión interactiva

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