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Identidad y políticas identitarias (página 3)


Partes: 1, 2, 3, 4

Cuando un sujeto reflexiona y abstrae características de su propia experiencia histórica en algún aspecto concreto, por ejemplo como adolescente, padre, esposo, deportista, bailarín, artista, miembro de una clase social, inmigrante, católico, etc, etc, y las confronta con rasgos y características propios de los estados y condiciones antes señalados y colectivamente considerados se produce una relación entre ambos términos similar a la existente entre mi automóvil usado (con historia propia) y el mismo modelo en O km (que está en la historia pero sin historia propia vivida). Mi auto equivale a mi experiencia, en cambio la línea y el modelo equivalen a la clase o al género como abstracción basada en las semejanzas entre ambos.

Uno es la experiencia particular, el caso, los demás son la experiencia percibida, conocida e interpretada, la clase, el género.

De hecho todo individuo se mide en su clase y en su género, lo cual entraña una comparación conciente o inconciente de uno con la clase o el género. La forma más frecuente de realizarla es tener presente cómo se comporta el género y cómo debe comportarse, o sea conociendo el ser y el deber ser de las cosas o elementos con los que se hace esa comparación.

A modo de ejemplo: generalmente cuando se es padre por primera vez ya se ha internalizado con anterioridad una serie de comportamientos debidos y deseables acerca de la función paterna en abstracto, los cuales se convierten de hecho en el modelo, la regla, la ley. Y cuando uno se siente mal en su comportamiento paterno y tiene temor o culpa, o cuando comprueba que el comportamiento de los hijos no es el esperado o deseable, entonces se acuerda de la ley implícita en el comportamiento emblemático de la clase o el género.

De esa clase de comparaciones habrán de resultar múltiples comprobaciones que aquí señalamos esquemáticamente: concordancia total o parcial, diferencias absolutas, aceptación y ratificación del modelo, o rechazo total o parcial, satisfacción o preocupación, cuestionamiento del comportamiento propio, de la clase, del género, etc.

De modo que el accionar de los individuos, de los ejemplares, produce variaciones y cambios del conjunto, del colectivo al cual se pertenece y se representa conciente o inconcientemente y de buena o mala gana. A la inversa, las modificaciones del conjunto, la clase o el género también influyen con mayor o menor fuerza sobre el ejemplar o individuo y provocan modificaciones concientes o inconcientes en su estado.

Veamos esto con otro ejemplo. Un sujeto cualquiera puede identificar, conocer y reconocer lo que significa, por caso, amar. Como hemos viste más arriba puede hacerlo en base a su propia experiencia de conocimiento real, o en base a experiencias ajenas que le sean relatadas, o que escuche, mire o lea como contenidos simbólicos impresos en diversos soportes, por ejemplo mirando un cuadro, una historieta o una película, escuchando una melodía o leyendo un libro, etc.

En suma, viviendo por si o por los otros. Y en todos los casos, sus certezas y sus incertezas, sus pensamientos, sus emociones, sus sentimientos, se organizan y expresan mediante palabras que replican o calcan a los protagonistas reales pero sin vida propia… de las palabras… reitero.

Según sea la vía utilizada por un sujeto para conocer y formarse una idea acerca de la identidad del otro u otros, a la vez que de si propio, los resultados serán distintos en cada caso, pudiendo formarse juicios disímiles y contradictorios acerca de aquellos. Entonces bien puede uno preguntarse ¿qué vale más: la experiencia directa del conocimiento o la indirecta? Tal vez se crea que la pregunta misma es una obviedad, pero no es así ya que la respuesta es complicada.

En principio puede responderse que depende de qué clase de experiencia se trate, de en qué condiciones se presente y de qué se busca en cada una de ellas. También podría decirse que depende de quién sea el sujeto y qué condiciones personales posea, de modo que no ha de ser la respuesta de un científico igual a la de un conocedor superficial. Asimismo, podrá responderse que según sea la clase y grado de interés y las expectativas puestas en juego por cada sujeto también los frutos serán diferentes, y en consecuencia las respuestas a la pregunta inicial también variarán.

¿Para qué sirve, entonces, esta digresión a esta altura de nuestro trabajo?

Ya sabemos que los resultados del conocimiento o reconocimiento efectuado por sujetos múltiples y siempre diferentes también han de ser diferentes. Si el proceso de configuración de la identidad de otros -por ende de la autoidentidad- se halla contaminado, condicionado u obstaculizado, además de constituir un conocimiento imperfecto producirá consecuencias que afectarán las relaciones sociales futuras.

Los obstáculos potenciales pueden existir a priori o a posteriori de la experiencia, por ejemplo los miedos y los prejuicios resultantes de una mala experiencia efectivamente vivida, o los miedos existentes en un sujeto antes de vivir una experiencia compleja.

Quiere decir, que los procesos identitarios saltan del ejemplar a la clase y de la clase nuevamente al ejemplar, extendiendo y proyectando al futuro causas y efectos tanto positivos como negativos de experiencias reales y virtuales anteriores.

Entre los negativos se hallan los prejuicios, los miedos, las fobias, los estereotipos, las generalizaciones arbitrarias y el tipo de pensamiento polar o maniqueo. Ellos pueden y suelen estar presentes antes de la experiencia, pero también suelen confirmarse después de ella, o bien modificarse.

No cabe duda que una parte importantísima de lo social la constituyen las diversas formas de existencia y expresión del poder. Éste atraviesa todas las relaciones y funciones sociales, incluida la problemática de la identidad en todos sus alcances. Por lo tanto, se puede estudiar la problemática de las identidades y sus relaciones con el poder desde los enfoques individual y colectivo.

Pero es en éste último donde pueden detectarse más fácilmente las líneas maestras de la arquitectura político-social de una sociedad concreta, y las semejanzas y diferencias entre múltiples colectivos, por más que no se deba perder de vista que este reconocimiento siempre depende de conciencias individuales concretas cuyos sujetos pertenecen simultáneamente a determinados colectivos genéricos.

La conciencia individual, formada en base a estímulos externos y colectivos incardinados subjetivamente, es decir, particularmente, en contacto con la voluntad y el deseo de un sujeto particular, se proyecta y refleja nuevamente en el nivel de lo colectivo, especialmente en el de los colectivos genéricos, en un pasaje dialéctico entre el yo y el nosotros, configurando un punto de vista particular, personal y unilateral, en base al cual quedan configurados el adentro y el afuera, los incluidos y los excluidos. El término preciso es discriminación o distinción de unos y otros, o configuración de los iguales y los diferentes.

Entretanto, cada sujeto individual y sus correspondientes colectivos serán puestos en foco desde otros puntos de observación por otros sujetos que eventualmente integren los mismos o distintos colectivos genéricos que se reconocen diferentes a él y a dichos colectivos.

Tanto el reconocimiento y la aceptación como el desconocimiento y rechazo de los otros -tanto individuales como colectivos genéricos- constituyen dos caras de un mismo fenómeno de producción identitaria, que operan en dos niveles: uno explícito, conciente y visible, el de las formas y patrones de interacción práctica, comunes y cotidianos entre individuos y entre individuos y colectivos, en suma, el de la acción; el otro nivel es el implícito, más o menos conciente o inconciente según los casos, y no visible –o no fácilmente visible- es el de las afecciones y rechazos, el plano de las pulsiones profundas de la vida psíquica y la intimidad afectiva, que por sus características dificultan el reconocimiento de sus consiguientes formas de expresión.

Toda sociedad y todo grupo social genérico producen discursos y teorías, especialmente desde el punto de vista de los negadores que pretenden explicar sus respectivas concepciones y legitimarlas para legalizar y reproducir en consecuencia el orden social en campos concretos o abstractos; y también en el caso de los negados, cuando tengan conciencia de la situación, para explicar y legitimar los consiguientes rechazos y acciones de impugnación de que son objeto por parte de los primeros.

Tanto la afirmación identitaria como las múltiples formas de negación de identidades genéricas son expresiones de sistemas de valores dominantes vigentes en sectores de una sociedad, o en toda ella, o en muchas sociedades, y hasta en todo el mundo, los cuales actúan como legitimadores de determinadas relaciones de poder. Tal es así, por ejemplo, en las sociedades machistas, o allí donde no existe democracia, pues en ambos lugares el valor fundamental de la igualdad no existe, o existe parcialmente, deviniendo en situaciones crónicas de injusticia, o sea de ausencia de aquel valor fundamental.

En consecuencia, la negación de identidades genéricas se hace presente mediante una vasta gama de acciones y pensamientos de discriminación de unos sobre otros, que abarcan desde la dominación y explotación, en un extremo, a la indiferencia en el otro extremo; por ejemplo de varones sobre mujeres, de adultos sobre menores, de ricos sobre pobres, de poderosos sobre débiles, de nativos sobre extranjeros, de amos sobre esclavos, de gobernantes sobre gobernados, de gentes de un color de piel sobre gentes de otro color, de miembros de una confesión religiosa sobre miembros de otra, de ganadores sobre perdedores, de lindos sobre feos, etc.

Las negaciones genéricas constituyen formas de discriminación social. Casi siempre se presentan como aparentes automatismos de la percepción, cuasi inconcientes, "naturales", "normales". Sin embargo, toda vez que ellas tienen lugar se da una relación asimétrica de poder que remite a uno o más colectivos dominantes (aunque cuantitativamente pudieran ser menores que los de sus subordinados) y a uno o más colectivos subordinados o por lo menos no iguales de hecho o de derecho respecto del primero, o de los primeros.

Pero los colectivos subordinados no ocupan posiciones absolutas, es decir, no se ubican sólo en el extremo opuesto o en las capas inferiores de una pirámide social sino que un mismo colectivo, cualquiera sea la posición en que se halle en la pirámide social, encierra su propia pirámide, en la cual sus integrantes poseen condiciones relacionales de poder, es decir, sectores o estratos en todos los niveles suelen negar (en el más amplio sentido del término) a quienes se hallan más abajo, sin que aparentemente les importe que también sean negados por otros colectivos genéricos situados en posiciones más elevadas que las de ellos.

La negación de la identidad de otros comprende una panoplia de acciones polares que abarcan no sólo dominación y explotación, sino además acciones de supresión física y simbólica de la identidad de otros, mediante aniquilación o absoluto no reconocimiento en un extremo, como ha ocurrido con los judíos y los homosexuales en la Alemania nazi, pasando por acciones sistemáticas de transformación de la identidad de ciertos grupos sociales mediante, por ejemplo, el mestizaje, la deculturación y la ingeniería genética hasta la consagración privilegiada de rangos y jerarquías superiores a los reputados como mejores -aquellos que tienen derechos– en el otro extremo.

También la negación de identidades se extiende a la negación del pensamiento y los símbolos de los negados. En estos casos, parece que unas ideas se vuelven hegemónicas y sepultan o expulsan a otras por su propio valor o razón en si, pero esa idea es engañosa y falaz. Son siempre personas las que niegan y discriminan. Las ideas no viven fuera de la mente humana, sea en la conciencia o en el superyo.

Los humanos niegan y discriminan a personas por ideas que se forman de ellas, una vez naturalizada la inferioridad, inconveniencia o maldad de ciertas ideas, la lucha pareciera desplazarse desde las personas a las ideas, pero en realidad la persecución o negación de éstas es un combate simbólico contra las personas a ellas vinculadas.

Por lo tanto, por aquello de que al tratar de los otros se está tratando de uno, toda negación identitaria ocurre tanto fuera de un grupo/espacio como dentro de él, es decir, involucra el afuera y el adentro, y a los correspondientes protagonistas, de modo que en este nivel tampoco nadie es inocente respecto de lo que aparentemente sucede fuera de él.

La negación o discriminación de un particular concreto implica la de todos los que son como él, o de aquellos que integran sus mismos colectivos genéricos, o algunos de éstos. A la inversa, negar a éstos últimos es negar al individuo de ese genérico con quien quizá creemos que no tenemos nada en su contra. Obviamente, quien niega el todo niega la parte. Por ejemplo, no tiene lógica discriminar a los judíos como nación de Israel, o como estado de Israel, o como categoría étnica o religiosa -con la arbitrariedad que implica semejante generalización- y a la vez decir "yo no discrimino a los judíos porque tengo un amigo judío". A la inversa, si niego a mi vecino judío –por razones étnicas o también religiosas- niego a todos los judíos, y peor aún niego a la humanidad. Más grave aún si cabe: me niego a mi mismo.

En la perspectiva genérica de la identidad, y tanto en la afirmación como en la negación, es preciso relevar los conceptos y creencias concientemente asumidas así como también los supuestos subyacentes, inconcientes y naturalizados que los explican.

Toda negación de identidad como expresión de poder es siempre un acto injusto en tanto implica hacer prevalecer en un espacio concreto una determinada concepción o estado de situación de alguna o de todas las variables identitarias vinculadas a las múltiples dimensiones del hombre por encima de otra u otras. Por lo tanto, alguien se verá afectado en sus derechos a ser visto y a estar, y por este camino en su derecho a ser.

Esa injusticia nace del no reconocimiento del valor de la igualdad de derechos entre los seres humanos. Y si ésta no es reconocida tampoco tendrá reconocimiento la diversidad.

Vale aclarar que lo opuesto a la diversidad no es la unidad sino la uniformidad. Cuando ésta se halla presente también está presente una relación real o simbólica de dominación.

De modo que el fenómeno de las identidades siempre expresa relaciones de poder y en ciertos casos también se relaciona con políticas expresas de identidad. Se verá más fácilmente si tenemos en cuenta que el poder existe desde mucho antes de la existencia de la política o de políticas específicas. Por ejemplo, hay poder en los mitos, en las creencias y en las tradiciones desde millones de años antes de la aparición de la autoridad y el estado. De ahí que las identidades sociales existieran prácticamente desde los albores de la humanidad, pero las políticas de identidad -es de suponer- recién después de la aparición del estado.

CAPÍTULO III

Las políticas de identidad

Las políticas de identidad de gobiernos, instituciones y agencias dominantes en una sociedad se presentan como opciones axiológicas y teleológicas volcadas en programas de acción política encaminados a su logro.

Tienen lugar dentro de marcos jurídicos, económicos, sociales y culturales mediados por instituciones públicas y privadas, partidos políticos y grandes corporaciones económicas, entre las cuales son determinantes las que controlan a los Mass Media, por lo general al servicio de las políticas identitarias seculares en América latina.

Ciertamente, las políticas identitarias (no sólo ellas sino toda clase de políticas) se gestan y llevan a cabo predominantemente en la esfera pública, en torno a la centralidad del poder político, económico, social y cultural. Por consiguiente, estado, gobierno y administración pública se hallan regularmente alineados bajo comunes inspiraciones, objetivos y fines que traducen determinada concepción hegemónica de identidad.

A pesar de ello, dichas políticas deberían reflejar modos de pensar y sentir en tiempo presente de una sociedad en su conjunto, amén de sus deseos para el futuro colectivo. Por lo menos en sociedades realmente democráticas. Ocurre que aún es muy grande el peso real del estado, de los gobiernos, de ciertas instituciones y de determinados sectores sociales conservadores volcado en la construcción de sus proyectos políticos identitarios. Sin embargo, estos proyectos no emanan exclusiva ni unilateralmente del sector público sino que también se generan y se afianzan en la órbita privada por obra de factores que impulsan, refuerzan y reproducen aquellas concepciones hegemónicas.

Cada vez más aparecen en América latina organizaciones y colectivos sociales involucrados en procesos políticos identitarios y que no representan los tradicionales intereses de los grupos de poder dominantes, sino los del habitualmente llamado campo popular, habida cuenta de la complejidad que reviste esta expresión.

Asimismo, cada vez hay más intelectuales críticos en espacios académicos y massmediáticos; más dirigentes y activistas de partidos políticos populares, especialmente de oposición y antisistema; además de organizaciones sociales como las de trabajadores, ciertas comunidades de género, religiosas y confesionales, junto con una creciente presencia de grupos étnicos que protagonizan nuevas luchas políticas en materia de identidades sobre nuevos ejes de discusión.

Siendo así, las políticas identitarias oficiales se pueden y deben estudiar enfocando simultáneamente los comportamientos de individuos y grupos sociales, y especialmente los de colectivos genéricos, como respuesta a aquellas acciones y estímulos. No es aceptable la idea simplificadora de una supuesta pasividad privada frente a un dinamismo público, sino la de la complementariedad de ambos campos en un juego continuo en el que lo público se hace privado y lo privado se hace público.

De modo que las políticas de identidad involucran todos los campos de la cultura en sentido amplio. Así, habrá políticas de identidad con énfasis en aspectos sociales, culturales stricto sensu, religiosos, políticos propiamente dichos, etc.

Una clasificación sencilla de políticas identitarias en general se nos ocurre de la siguiente forma:

a) Las decisiones e intervenciones en la materia de agentes formales del poder -o de los poderes dominantes-, y de los gobiernos y agentes a su servicio.

En ellas suelen predominar los intereses de reproducción y mantenimiento del statu quo, aunque también caben aquí acciones reformistas. En función de las innovaciones introducidas estas políticas referencian usualmente determinados períodos presidenciales y coyunturas políticas.

b) Aquellas políticas e intervenciones públicas del pasado que con el tiempo se han convertido en expresión naturalizada de un ordenamiento tan sólido que sería impensable retrotraerlo al estado anterior.

Esas líneas se confunden con la idiosincracia de una sociedad y expresan criterios de normalidad social sólidamente establecidos cuya reproducción se efectúa normalmente sin alteraciones sustanciales. Cuando el ordenamiento consiguiente, implícito y explícito, corre riesgo de alterarse en ciertos puntos puede dar lugar a crisis y polémicas identitarios más o menos graves.

Por ejemplo, poco después del retorno a la vida política institucional, el gobierno de Raúl Alfonsín impulsó el divorcio vincular provocando grandes estremecimientos en amplios sectores religiosos y sociales de Argentina identificados con una posición contraria al mismo. Un cuarto de siglo después el divorcio vincular está tan fuertemente arraigado en nuestro país como si lo hubiera estado desde los albores de la nacionalidad.

c) Aquellas políticas identitarias que nacen en sectores subordinados de la sociedad como lucha y resistencia y a la vez como construcción política contraria a las políticas señaladas en los incisos a y b. Un ejemplo claro es el de la lucha por los derechos de grupos sociales con opciones sexuales alternativas, llevada a cabo inicialmente desde las propias bases sociales involucradas, para ser tomada luego por partidos políticos que la impulsaron en el Congreso.

En la medida en que las luchas de esta última clase triunfen y las políticas consiguientes se consoliden pasarán a integrar finalmente el inciso b.

En líneas generales, para comprender la importancia de una política identitaria en un contexto social determinado es necesario conocer sus objetivos, fines, principios, símbolos, representaciones, modelos, imaginarios sociales, comportamientos y acciones expresos y tácitos, amén de los significados y sentidos históricos que se hallan a su base, tanto en la centralidad del poder como en la vida civil, y especialmente en los sectores subordinados.

De modo que los medios, las acciones, los programas de que ellas se valgan permitirán reconocer las líneas políticas tanto como los fines y los resultados en esta materia.

También hay que explorar presupuestos, concepciones, doctrinas y programas de gobierno, los intereses opuestos, los grupos de poder y los sectores sociales dominantes y subordinados que explícita o implícitamente, conciente o inconcientemente, están orientados a destacar o mejorar las posiciones de uno o de varios grupos sociales, económicos, religiosos, étnicos o políticos y a cuestionar las de otros; por ejemplo, para comprender mejor la política identitaria oficial que se desarrolla en Argentina desde fines del siglo XIX en materia étnica y de nacionalidad.

En estos campos se visibilizan mejor los vínculos entre la acción política identitaria y la voluntad política de sus agentes, expresada sobre todo en instrumentos declarativos, preceptivos y estrictamente normativos. Por lo mismo podemos reconocer una presencia mayor de legalidad en las del inciso a, en tanto que en las del inciso b se ha impuesto la legitimidad sobre la legalidad pero estando presentes ambas, y en las acciones y aspiraciones del inciso c aparece una propuesta de nueva legalidad y legitimidad hecha desde un sector social en busca de su adopción por toda la sociedad. Esto así en el momento de su consagración normativa.

Cualquiera sea la perspectiva para analizar una política identitaria concreta se hallarán siempre a su base discursos históricos, filosóficos, religiosos, políticos, ideológicos, etc, obrando como legalizadores y legitimadores de determinadas formas y contenidos en que se expresan las identidades cambiantes de los unos y los otros en la correspondiente sociedad, tanto como sus anhelos y sus frustraciones, y por lo mismo los moldes en los que se vierten los conceptos, intuiciones, representaciones y discursos respecto de ser y parecer, ausencia y presencia, regularidad y excepcionalidad, normalidad y anormalidad, ortodoxia y heterodoxia.

Ello constituye el marco ideológico que fundamenta las políticas identitarias y sus acciones concretas, coronadas en normativas de declaración y de ejecución. Con el tiempo, una vez que determinadas políticas se hayan naturalizado, las normativas a su base dejarán de ser visibles, tanto para adherir a ellas como para impugnarlas. Entonces se habrá diluido la idea del deber de identidad, deber individual y deber social que implican conciencia de pasaje de un estado a otro, pues ya no hará falta obligar comportamientos porque "naturalmente" se habrán de producir de determinada manera.

Para ese momento, el poder de intervención de gobernantes y poderosos integrantes de colectivos dominantes que otrora se expresaban mediante el control del gobierno y del estado, y que de alguna manera bien podrían ser calificados de cupulares por más que constituyeran frutos legales y legítimos de la representación y delegación políticas del conjunto de la sociedad, habrá regresado a ésta y se habrá diseminado por todos sus ámbitos expresando tanto su aceptación como el triunfo de aquel poder político y su correspondiente política.

Ciertamente, no todas las políticas identitarias en curso habrán de llegar a feliz término. No al menos de una buena vez. Para que así suceda se requiere la intervención en determinado sentido de muchas variables, tanto constantes como ocasionales u oportunistas.

Esas variables tienen aspectos cuya lógica y funcionamiento son visibles, desmontables e inteligibles, así como en ciertos casos son invisibles, o poco visibles, y eventualmente abstrusos, pero con peso importante en la dirección y orientación de las respuestas sociales coyunturales y estructurales a los designios explícitos e implícitos del poder en cada lugar y tiempo.

LA IDENTIDAD NACIONAL COMO CONSTRUCCIÓN POLÍTICA

La construcción del tiempo histórico tiene lugar mediante un complejo proceso de causas, influencias, condicionamientos y determinaciones materiales e ideales, concretas y potenciales, reales y virtuales, que expresan aquello que los miembros de una sociedad poseen y aquello de lo que carecen, aquello que sueñan alcanzar y aquello a lo que han renunciado, aquello que recuerdan y aquello que han olvidado, aquello que buscan y aquello que todavía ni siquiera imaginan. La totalidad de esto constituye su cultura, y la conciencia de su cultura es la conciencia de su tiempo.

Entonces, construir el tiempo histórico o social es ni más ni menos que construir su conciencia social, no al modo de un cerebro colectivo con vida independiente de la de los individuos que componen esa sociedad, pero si cual un espejo comprehensivo de las mismas.

De modo que se es y se está siendo humano en tiempo presente, y para ser plenamente humano hay que vivir plenamente cada presente. Por ello, si una sociedad sólo está de paso por su presente no necesariamente significa que esté de apuro por llegar a una meta en un futuro concebido. Lo más probable es que, como sucede en nuestro subcontinente, se halle estancada, anclada en el pasado, aunque sólo sea para vivir en pasado no ya la vida material sino la vida moral. Una sociedad que sólo se mira el ombligo no cuestiona, no revisa, no impugna, no sueña ni desea. En consecuencia no se mueve por si misma sino por inercia. Una sociedad así ha perdido el rumbo y marcha a la deriva.

Pero la vida social es también un hecho moral, por más que, como en la actualidad, la vida moral se halle tan separada de la vida material. Por lo tanto, para que una sociedad pueda construir sanamente el presente (no patológicamente, quiero decir) ha de estar en paz consigo misma cada vez que se mire a si misma en el pasado, por más horribles que hayan sido los sucesivos tiempos presentes de ese pasado suyo. Sólo entonces podrá construir un tiempo futuro que no sea escape ni delirio, sino esfuerzo colectivo amalgamado con voluntad y razón moral en los sucesivos presentes.

La historia es un relato que lleva al paroxismo el dolor y los conflictos, y por lo mismo nos recuerda constantemente que la vida ha de seguir siendo en gran medida dolor y conflictos.

Pero cuando miramos atrás buscando sentidos a través de las memorias vemos cómo los sucesivos conflictos aumentan su gravedad y su capacidad de mortificar, disciplinar y domesticar para ser temidos y acatados en su poder ordenador. En consecuencia, por esta vía la historia como devenir inficiona un constante miedo al porvenir, de modo que para todo el mundo la búsqueda de la felicidad apenas suele consistir, de hecho, en algo más que evitar el dolor. Equivocada enseñanza que nos da la vida -o que erróneamente le atribuimos-, equivalente a creer que hay paz cuando no hay guerra.

La utilidad de conocer, por caso la de conocer el tiempo en que se vive, o sea el presente tan fugaz, es siempre mayor que si se efectúa con posterioridad, cuando se ha convertido en pasado. El miedo a conocer, el diferimiento de la tarea y del deber de conocer para vivir mejor socialmente constituye evidencia del miedo a los resultados, pero también del miedo a la libertad real que anida detrás del macaneo culturoso propio del mundillo intelectual latinoamericano que formatea el subsistema cultural.

La fugacidad del presente, siempre cargado de insatisfacciones, frustraciones y desencantos, no es pretexto válido para atribuirle las culpas por su mala calidad al pasado que nos constituyó, ni para profetizar acerca de un futuro que no nos contendrá porque no somos capaces de cambiar ahora, pues es siempre y únicamente en el ahora donde se produce el cambio, por más que se visualice mejor en perspectiva.

Todo presente es lucha entre la necesidad y la libertad, el deseo y la satisfacción, la esperanza y la resignación, la realidad y la apariencia, la realidad y la imaginación, el miedo y el coraje de los hombres. Posiciones polares siempre presentes en la sociedad, ya sea expresa o veladamente, que por la diversidad propia de lo humano no constituyen expresiones homogéneas o uniformes ni sincrónica ni diacrónicamente, sino tremendamente diferentes e irreductibles a patrones de uniformidad.

Por lo tanto, la pretensión de captar un recorte de la sociedad de un país concreto en un tiempo preciso supone un recurso de generalización para poner en foco y en vigencia un cúmulo de elementos comunes, opacando y debilitando innumerables elementos particulares disímiles. Es que de ese modo, enfocamos voluntariamente una supuesta unidad, aunque más no sea a los efectos de una argumentación ad hoc, sin importarnos, por lo mismo, la existencia de sus particularismos.

Lo mismo hacemos cuando nos referimos al supuesto carácter, voluntad o sueños del pueblo, entendidos como expresiones homogéneas y hegemónicas.

Por lo tanto, en la vida real una cosa son los relatos sobre el pueblo y otra bastante diferente las vidas, las motivaciones y los sueños que realmente existen al interior de una sociedad concreta.

Lo colectivo tiene dos grandes vías de construcción: la vida misma como realización y la dimensión simbólica como producción y reproducción conceptual. Y dentro de esta última, especialmente, los relatos históricos y el patrimonio icónico.

Desde 1810 se desarrollan en América latina procesos oficiales de legitimación y legalización de determinadas versiones de sus tiempos pasados nacionales. Para ello ha recurrido a la epopeya y al relato histórico, a los símbolos nacionales, a la figura del héroe, a las ideas de Patria y de patriotismo, de patrimonio, a las nociones de Pueblo y de Dios embebidos de catolicismo y transmitidas continuamente por la escuela en la liturgia y la iconografía patriótica, todo ello en una amalgama de mitos e irracionalidades situados por encima de los hombres. A todo lo cual deben agregarse los procesos colectivos de construcción de la memoria, es decir, de las memorias colectivas.[3]

Actualmente -estamos en 2010- tiene lugar en Argentina una sistemática intervención oficial que puede parangonarse con una ingeniería ad hoc, consistente en efectuar mediáticamente apelaciones sentimentales y emocionales a "rescatar la memoria y recuperar nuestra identidad". Es decir, a sostener una memoria única y homogénea correspondiente a un ficto sujeto colectivo, único y homogéneo: el Pueblo argentino.

Esta ingeniería política e identitaria está hoy presente en la mayor parte de América latina, especialmente en aquellos países con gobiernos que se presentan y asumen como progresistas de izquierda. Aun con opuesto sentido ideológico, ella representa hoy el correlato de la ingeniería política de las viejas oligarquías decimonónicas tenidas por fundadoras de nuestra modernidad aparentemente liberal. Precisamente en eso se parecen, en ser ambas expresiones del paternalismo político, disfraz habitual del autoritarismo y del paternalismo de las élites políticas de ayer y de hoy, en tanto las diferencias que tienen entre si resultan finalmente muy pocas.

Cuando se considera la posición gubernamental acerca de la identidad colectiva de las naciones latinoamericanas se comprueba que los gobiernos y sus agencias recomiendan que todos debemos adquirir una identidad precisa, determinada -no una cualquiera-, y que debemos asumirla con firmeza, con honor, con orgullo, convencidamente, sin remilgos, etc. Pero, de hecho, y de acuerdo a las particulares circunstancias político-sociales del momento y a las necesidades oficiales, esa recomendación apunta a dos posibilidades identitarias principales.

Una -la más frecuente- ha sido y es en Argentina la de "rescatar" la famosa "identidad nacional". Rescate simbólico de un supuesto "tesoro" o acervo cultural y espiritual indiscutible de la identidad de los argentinos, en razón de hallarse perdido en el olvido y la desaprensión colectivos. Olvido que se fundamenta en el abandono pasivo y negligente de viejas creencias fundacionales por causa de la vorágine del mundo actual, o de nuestras miserias morales o sociales, o peor aún de "una escalada sin precedentes contra el núcleo de valores y tradiciones que nos representan", etc, etc.

Estas apelaciones emocionales y sensibleras de las que tanto usan y abusan los politiqueros y los dictadores en Argentina y América latina a cumplir con unos supuestos e ineludibles deberes colectivos de naturaleza profundamente espiritual son, en realidad, exhortaciones moralizantes, patrioteras y rituales que a pesar de la irracionalidad que conllevan terminan recibiéndose masivamente por el peso de su presunta jerarquía espiritual.

En el fondo expresan formas políticas conservadoras de una identidad colectiva de carácter político, territorial y cultural supuestamente justa, correcta, valiosa y eficaz que poseeríamos desde el instante mismo de nuestro nacimiento en el país que nos ha asignado el Destino; o desde aun antes de nacer por imperio de la mayor calidad de las sangres cuanto mayor añejamiento posean los linajes en cada suelo nacional.

En ambos casos esa clase de identidad equivaldría a una suerte de marca indeleble sobre nuestras personas, marca que deberíamos esforzarnos por asumir orgullosamente todos los com-patriotas, en lugar de tenerla olvidada en una muestra flagrante de leso patriotismo.

Detrás de ella se encuentra implícito el correspondiente discurso legitimador de la élite conservadora, basado en la construcción político-ideológica que caracteriza al seudo liberalismo argentino.

La otra modalidad a la que asistimos en estos días, pero que igualmente es una vieja cantinela ideológico-política, se refiere a la construcción de la identidad que supuestamente nos corresponde. No la de factura habitualmente conocida como demoliberal burguesa y europeizante que la escuela argentina ha enseñado durante más de un siglo y medio, y que los argentinos en general hemos creído que nos correspondía y pertenecía, sino otra que debemos adoptar pero que se hallaría padeciendo las acechanzas y los acosos de aquella, la cual busca impedir su encarnación colectiva para destruir en todos y cada uno de los argentinos la posibilidad de realización del ser nacional individual y colectivo -suponiendo que exista un ser colectivo en el sentido en que se lo utiliza desde el poder-.

La primera sería una suerte de identidad vieja, para algunos no suficientemente honrada por los argentinos, y la segunda una identidad inédita y superior que se halla en peligro por el acoso constante de los Malos del Universo.

Entre la supuesta identidad vieja y la supuesta identidad nueva existen otras diferencias más literarias que reales. La primera equivale a una asignación que se remonta a los tiempos de los orígenes fundacionales de la Patria, en tanto la segunda se postula como a construir entre todos, voluntariamente, forzando y haciendo estallar en mil pedazos el supuesto determinismo histórico tradicionalmente asociado a la primera como destino.

Patria vieja y Patria nueva, Patria del pasado y Patria del futuro, Patria del destino y Patria del proyecto, Patria oligárquica y Patria plebeya. Las escribo con mayúscula para connotar la condición de sujetos metafísicos con que antes y hoy han sido y son manipuladas desde el poder.

El discurso oficial actual corre asociado a esta supuesta patria popular. Pero pronto se descubre una grave contradicción. Si aquella Patria vieja, al haber sido apropiada por la oligarquía vacuna luego de la batalla de Pavón, con las tremendas consecuencias que trajo en todos los órdenes, representaba una patria que se había olvidado de sus orígenes humildes y se había convertido en madre de hijos ajenos y madrastra de sus propios hijos, y no siendo representativa de la totalidad de los miembros del pueblo sino de una escasa porción de éste (precisamente la oligarquía terrateniente) esta versión actual también representa los fueros de una parte del pueblo, precisamente la de quienes apoyan el pensamiento y la acción que puede ser perfectamente identificada como progresismo de izquierda, lo cual en América latina significa realmente seudo progresismo.

Y siendo éste una expresión aggiornada del populismo, paternalismo y clientelismo de viejo cuño nacionalista autoritario, revela a cada instante sus viejas mañas de origen. Es decir, su llamado a construir nuestra nueva identidad nacional con tales y cuales insumos, teniendo en cuenta esto o aquello y así o asá demuestra que su principal objetivo no es la construcción en tanto proceso social democrático, igualitario y solidario sino el modelo a adoptar, el fruto ya pergeñado por algunos Adelantados: la concepción ideológico política que ha estado esperando su turno desde hace bastante tiempo: el correlato seudo progresista de izquierda de la histórica seudo derecha oligárquica.

Y como la identidad sólo en apariencia es cuestión de indumentaria, es decir, cosa que se cumple en acto, en acción, en tiempo presente, lo más grave de una mala identidad o de una identidad forzada o impuesta feroz o sutilmente es siempre el futuro, eso que más allá de cierto punto es impredecible. Pese a lo que parece suceder en la realidad, ese tiempo y ese lugar depende cada vez menos de impulsos colectivos, es decir, de sujetos colectivos autónomos y sí del poder, de todas las formas del poder y la fuerza multiplicados en intervenciones cada vez más sofisticadas cuanto eficaces.

LA INASIBLE "CONCIENCIA NACIONAL"

En América latina, y especialmente en Argentina, la expresión conciencia nacional llegó a las cumbres de su frecuentación y prestigio en los 60´s y 70´s; luego vino el reflujo de los 80´s y sobre todo el de los 90´s, hasta el presente amanecer del siglo XXI que la ve renacer con apariencias distintas en los nuevos escenarios políticos.

Medio siglo atrás, su éxito descansaba en la aceptación de la tesis del compromiso ético y estético entre la Nación y el Pueblo, del cual surgía el Proyecto, la Causa, etc, etc.

Obviamente, el punto de partida consistía en la fe en el Proyecto, lo cual hacía de la política una suerte de mitología, entre el mito y la historia, iluminada por el faro de la religión nacional señalando el futuro como Destino previamente asignado. Aceptado esto, el resto era cuestión de construcción del relato correspondiente, cargado de emoción, sentimiento y pensamiento mágico. El resultado era muy atrayente. Pero fue terrible.

Implícitamente se buscaba, se legitimaba y se instalaba una determinada concepción de la historia como la única verdadera y buena. En consecuencia había que homogeneizar el pensamiento y el sentimiento de los habitantes de la Nación. En los hechos no se diferenciaba de "uniformizar", pero este término se filiaba con el campo "antinacional", es decir, el del "enemigo". Para el campo popular… ¡no, digámoslo con precisión!: para el Pueblo, desde el Pueblo, eso se llamaba "conciencia nacional", una suerte de doctrina de la fe y las obras para ser un buen patriota.

El origen fascista de este esquema es innegable, y es tan eficaz para cualquier poder político moderno que hasta lo han usado -y aún lo continúan usando- las expresiones políticas socialistas y comunistas supuestamente antifascistas y supuestamente ateas.

Por lo tanto, la expresión conciencia nacional postula un principio sociopolítico de carácter absoluto y fatal. No disculpa ese carácter ni el autoritarismo implícito que conlleva el hecho de que la expresión se origine, de hecho, tanto en el campo popular como en las cimas del gobierno y del poder.

En el primer caso "esa" conciencia nacional quiere obtener el poder para imponer su concepción de nacionalidad urbi et orbe, es decir, sin aceptar disidencias. En el segundo caso es la emblemática manipulación de dictadores, populistas y totalitarios que se presentan como representantes del campo popular, envueltos en la retórica de los mandatos del pueblo para que éste gobierne a través de ellos. Y es todo mentira.

Lo que todo eso significa en la realidad lo conocemos muy bien en América latina. El paternalismo y el autoritarismo desembozado circulan juntos desde la izquierda a la derecha y viceversa en las cúpulas correspondientes, y el pueblo siempre abajo, como un niño de la mano de papá.

En ambos niveles, el del pueblo por un lado y el del gobierno y el poder por el otro, lo que en realidad se requiere para llegar y para mantenerse arriba no es algo cualitativo o sustantivo, sino cuantitativo. Lo que vale es la magnitud, ¿pero la magnitud de qué? Inicialmente la mayoría pensará en el número, número de votantes, de afiliados, de votos en las elecciones, suponiendo que el número traduce representatividad no sólo de personas sino fundamentalmente de ideas.

Hasta los años de plomo se creía generalmente, e ingenuamente por cierto, que el número legitimaba las ideas que gozaban de mayor aceptación por mayor número de personas. Hoy, en base a la reiteración de fracasos, desencantos y frustraciones colectivos ya se sabe un poco más de la verdad: lo que vale no es la magnitud del número para legitimar una concepción o un programa político sino la magnitud de la fuerza, la cual no es necesaria ni directamente proporcional al número de personas, votantes, afiliados, simpatizantes, seguidores, etc.

En la vida política institucional tormentosa de América latina, el número, cuando es consagratorio, no implica ya la fuerza moral de una idea sino un simple formalismo legal. En cambio, para el déspota y para el terrorista 1 puede valer mucho más que 1. Es decir, la fuerza puede valer más que el número de habitantes o ciudadanos congregados tras una idea o tras una persona, por eso el revolucionario y el dictador quieren siempre construir un plus de fuerza para sobreimprimir a los números de que disponen.

Precisamente la guerra de guerrillas y la técnica militar del comando demuestran que es posible tener mayor magnitud de fuerza con menor cantidad de soldados que el ejército más poderoso, lo cual ha permitido más de una vez que algún grupo guerrillero, contando con pocos miembros pero con gran magnitud de fuerza, pudiera imponer la agenda política al enemigo aun siendo éste más poderoso. Además, también lo demuestran las técnicas del rumor, de la propaganda y de la manipulación política de la información por parte del poder.

De modo que el sistema opera sobre la base del mito de la representatividad pero ya no privilegiando el valor formal del número, o sea el principio de la legitimidad de las mayorías gobernantes, sino directamente de quién dice que representa al pueblo –aun cuando en realidad represente una fracción minoritaria de éste- y quién puede representarlo con la mayor magnitud de fuerza a su servicio.

Así es la lógica actual en América latina, donde ya no existe diferencia entre el terrorista y el dictador, sobre todo cuando ambos -lo vemos claramente en la actualidad- se arrogan la representación del pueblo siendo que de hecho ambos lo subrogan.

De modo que lo que merecería ser una expresión sustantiva, cualitativa, ética y estéticamente, no vale por si sino por esa ambigua "representatividad" que el Poder traduce en magnitud de fuerza y que hoy se traduce eufemísticamente en el término "gobernabilidad". Operación ésta que puede convertir en "pueblo" a una cantidad de hombres que hasta ayer no lo eran y que quizá mañana dejarán de serlo a tenor de cuáles sean sus preferencias y sus opciones en cada momento.

En esa inestable condición cuantitativa de la "representatividad" del ser y del deber ser políticos bifurcados se asientan en muchos países la "legitimidad" y la "legalidad" consiguientes de sus acciones y sus dispositivos de mediación política.

Pero esta ecuación necesita de las palabras para instalarse en las mentes sin desnudarse y así producir un conocimiento falso. Y también necesita de las imágenes.

Por lo tanto, la "conciencia nacional" no representa hoy un supuesto cualitativo superior racionalmente, como habitualmente daba por sentado cierta literatura político ideológica transmitida inalterablemente a lo largo del tiempo, sino un dispositivo de persuasión, disciplinamiento y control donde importa poco la sustancia, el contenido político o ideológico, las cuales pueden variar en relación con las variaciones de la composición política e ideológica circunstancial de una comunidad.

Aun así, cuando la razón y la ética se separan, resulta peligroso aceptar cualquier concepción sustantiva pero minoritaria, pues ésta puede intentar legitimarse en función de la convicción de la posesión de la verdad o de la posesión de una fuerza, de un mandato o de una misión superiores, y en consecuencia intentar legitimar el ejercicio de esa fuerza para ser creídos.

Por esa vía, cualquier posición enfrentada a otra puede aducir representar la conciencia nacional de una nación. De hecho, así ha sucedido durante las etapas de ascenso de las minorías autoritarias al poder, ya sea desde la izquierda o de la derecha, y sigue sucediendo.

El camino recorrido va en ambos casos idéntica y estrechamente enlazado al significado y sentido políticos que circunstancialmente se atribuya al "pueblo". Éste siempre se mantiene flotando en zonas brumosas. Unas veces como mera expresión cuantitativa de población o pobladores, pero sin el supuesto de ser mayoría sino una vanguardia (que algún día espera conectarse con el Pueblo). Otras, precisamente lo contrario: donde está la mayoría está el Pueblo, y donde está el Pueblo está la mayoría. En ambos ejemplos, se corren graves riesgos.

Recuérdese el famoso vox populi, vox dei, siempre hay algo metafísico gravitando desde el poder y sobreimprimiéndose en el conocimiento, especialmente sobre la razón, y ésta, siempre inane frente a aquél, se exigirá a fondo para producir alguno de sus clásicos dictámenes impactantes.[4]

La única manera de que tal supuesto sea representativo es que abarque la mayoría, pero no de personas sino de consensos activos con las ideas involucradas puesto que el número-masa es la degradación de la idea republicana de mayoría.

El siglo XX, el de los grandes totalitarismos, difundió en todas partes una forma autoritaria de configurar la conciencia nacional como una expresión ideológica particular, determinada, de carácter beligerante, inscripta en una dialéctica confrontativa entre el Bien y el Mal, los buenos y los malos. De ese modo, lo nacional se convirtió de hecho en una esencia, algo que no puede comprobarse, una supuesta verdad, una convicción, una creencia, una fe.

En la historia, tanto los servidores de la esencia como los propietarios del número mayoritario han basado en dichos factores los derechos a la guerra contra sus enemigos obteniendo de allí su legitimación mayor. Da lo mismo que esos factores se pongan en juego con la excusa de la defensa de alguna clase de identidad colectiva o nacional por parte de los enemigos o del nosotros. A su turno, todos hemos sido y somos, sucesiva o diferidamente, víctimas y victimarios.

De modo que pretender superioridades, primacías, centralidades, prioridades, jerarquías, privilegios, etc, sobre otros hombres u otras ideas en base a la "pertenencia" o representación de ciertas características "nacionales", que son en realidad fantasmagorías, es una soberana "tontería" (siendo indulgentes), tontería que ha derramado océanos de sangre humana. Por eso le decimos no acá y ahora.

En consecuencia, son falsos y peligrosos el número por si mismo y los esencialismos de cualquier clase pues abren la puerta a la esclavitud de las mentes y los cuerpos de los clientes. Lo que hace falta es que la representatividad tenga fundamentos sustantivos, racionales y éticos de carácter universal.

MEJOR QUE MEMORIAS, LA HISTORIA

El pasado dejará de acecharnos de la forma en que estamos habituados a padecerlo sólo cuando saldemos nuestras cuentas con él, cuando no lo mitifiquemos más ni por izquierda ni por derecha. Recién entonces habremos superado un relato que perdura como alma en pena y que nos asalta constantemente a lo largo del tiempo.

Mientras la sombra del pasado continúe proyectándose sobre el presente para prolongar la secular división de la sociedad en dos bandos irreconciliables, lo que hoy no se mira ni se dice engendrará nuevamente un absceso purulento que el día menos pensado reventará dolorosamente y reiniciará un nuevo ciclo de formación de abscesos argentinos, y sin que la ulterior búsqueda de causas y asignación de responsabilidades sirva para concluir definitivamente con ese fatalismo mentiroso de sociedad desgarrada y maldita hasta el fin de los días.

Debido al crecimiento de la conciencia mundial de la paz, y pese a la persistencia de la conflictividad internacional, el mundo marcha hacia reequilibrios cada vez más manejables y menos tensionados que en otras épocas. Sorprendentemente, en América latina la mayoría de las agendas públicas nacionales se debaten entre las pulsiones necrófilas de reinstalación de un pasado angustioso y pesado, y la lucha contra los obstáculos y resistencias para concebir y construir democrática y armónicamente un futuro superador del presente.

Las representaciones sociales sobre los "60´s y "70´s (fruto de la confrontación dialéctica entre un pasado no sedimentado ni procesado rigurosamente, y un presente sesgado por una visión unilateral) no se ensamblan con los requerimientos que en nombre de nuestros antepasados, de nosotros todos y de nuestra descendencia nos reclaman un futuro con inclusión social, con libertad, igualdad y justicia en un ambiente democrático.

Esas representaciones, opacas cual vieja película repetida, no despiertan demasiado interés en una gran parte de la sociedad en la que memorias diversas, contradictorias y siempre traumáticas necesitan del transcurso reparador del tiempo sobre la carne, la mente y el alma, que torne a los humanos de ayer más sencillos y reales en su escala, y más democráticamente víctimas todos, aun habiendo sido, reitero, alternada o simultáneamente victimarios.

La resurrección de un pasado con pretensiones de restauración, junto con la producción y repique mediático de una memoria única, fogoneada por intervenciones oficiales y de colectivos diversos, desparrama sin pudor la mercantilización del dolor, crónico y agudo, de una Argentina condenada a la reiteración constante del corsi e ricorsi de nuestra tragedia histórica.

Mientras tanto, ese pasado se representa con pretensiones incuestionables de verdad y representatividad, instalándose hegemónicamente en el espacio público con intenciones y efectos formativos sobre una porción mayoritaria de la sociedad que no vivió ni tuvo experiencia real y directa de aquellos años violentos.

Los jóvenes de hoy han tenido una apropiación intermitente, mediática y escasamente institucional de testimonios basados en los relatos de protagonistas que, más allá de iniciales propósitos reparadores de heridas individuales y sociales y de justos y necesarios reclamos de justicia con posterioridad al retorno de la vida democrática, continúan pendientes de un trabajo crítico no efectuado posteriormente, relacionado entre otros aspectos con olvidos inconscientes o deliberados, y de composición sesgada como toda memoria.

Frente a la pretensión de unilateralidad en la construcción de la memoria colectiva, otras memorias particulares tan subjetivas como versión oficial disputan una porción del imaginario social. Convertidas en monólogos autoritarios casi todas ellas, comparten por igual un renovado interés por la exhumación simbólica de ilustres aunque discutibles muertos bajo cuya advocación insisten en resituar a sus recambios generacionales, con la excusa de empujar el carro de la Argentina hacia adelante cuando en realidad le han colocado la reversa.

Pero por más que algunos reciclados, viejos, gordos y pelados conductores tácticos de hoy sueñen con un último asalto equivalente al postrer combate del Cid Campeador, sus falanges actuales ya antes de la lidia semejan grotescas Armadas Brancaleone, y aquéllos los flautistas de Hamelin que "conducen" (¿a dónde?) a nuevas camadas de jóvenes aparentemente idealistas que no conocen historia ninguna y menos aún la de los últimos cincuenta años, dado que el sistema educativo argentino ya no enseña historia sino tan sólo aparenta hacerlo.

Hoy, la vieja imaginería y los discursos revolucionarios no sólo no convencen sino que, por el contrario, asustan, y en todo caso disuaden. Pese al discurso instalado y consagrado, el pasado evocado desde la memoria y como memoria en las particulares condiciones de nuestro conflictivo y desorientado presente no tiene ya la fuerza germinativa imprescindible para proyectarse vitalmente a través del diseño y la construcción de un compartido futuro superior, sino que por el contrario sólo sirve a su esterilización.

Por eso está claro que para esos fines negados, más que contar con memorias necesitamos construir historia con renovados procedimientos y recaudos epistemológicos, a fin de superar el fragmentarismo de las múltiples memorias, especialmente de las militantes.

De otro modo, podría pensarse que el persistente anclaje en las memorias del pasado reciente constituye un refugio para los argentinos, ya sea porque el pasado es más fácil de gobernar, o porque el presente nos quema como una brasa, o porque a quien realmente tememos es al futuro, es decir, al crecimiento, al desarrollo, a vivir mejor.

Es en esta clase de momentos cuando la historia, como devenir social en crisis constante, puede dar un desgraciado salto atrás y parir nuevas camadas de dictadores y tiranos, ya sea por izquierda o por derecha. Ojalá que nuestro presente no sea uno de esos momentos. Ojalá que no y que nunca más.

"ESA" HISTORIA

Muchas otras razones explican las formas de la producción social actual de la ciencia en general, más allá de la clásica de que ella no admite terra incognitae, es decir, que su principal motivación es la curiosidad potencial y en acción. Por ejemplo, la que explica su carácter de medio o instrumento al servicio del poder, aquello de la enseñanza de la historia como "aparato reproductor de la ideología del estado", la famosa tesis de Althusser sobre la que existe amplia aceptación. Pero fuera de ella existen criterios de veracidad y utilidad como motores de su aplicabilidad a la vida y las actividades humanas en función de su capacidad potencial y real de transformarlas según fines históricos, por lo tanto cambiantes.

En todo caso, la ciencia presupone investigación y ésta presupone posesión de un sistema de investigación que llamamos el método científico. En función de las condiciones concretas de aplicación de éste último cualquier investigación científica particular puede ser evaluada. Pero existe una evaluación estratégica más compleja y a menudo poco realizada, que es la evaluación en perspectiva de la calidad y eficacia de la actividad científica en general o de una ciencia determinada en un tiempo y lugar concretos. Esquematizando y simplificando, hay que analizar fines y objetivos científicos, programas, proyectos y productos de investigación, efectuar balances en sentido sincrónico y diacrónico, sacar conclusiones, configurar tendencias, y luego volver a la acción para tomar decisiones, corregir errores y continuar hacia delante.

La evaluación estratégica de las ciencias puede ser realizada con criterios políticos, institucionales o industriales, además de los propiamente académicos. Pero existe una ciencia en la que esa evaluación se torna muy difícil, por lo menos en la realidad de América latina. Se trata de la historia, la única ciencia cuyo objeto de estudio no está presente sino aludido por otros elementos, por lo cual no se puede operar con él, no puede ser objeto de experimentación. Pero si se puede operar con la ciencia de los objetos históricos.

Ahora bien, las preguntas básicas para la evaluación estratégica de la ciencia historia, en un lugar y un tiempo determinados, son naturalmente ¿para qué existe?, ¿para qué se enseña?, ¿para qué se hace investigación histórica? Las respuestas son muy complejas.

Podría despejarse un poco la incertidumbre precisando aquellos interrogantes; por ejemplo, ¿qué aspectos de la historia deberían evaluarse a nivel estratégico?, ¿cuáles son las potencialidades transformadoras de la historia científica?, ¿qué indicadores deberíamos observar y medir para establecer standards de "productividad" de esta ciencia?, ¿o acaso la historia como ciencia está ajena a este tipo de evaluación?, si la respuesta a esto último fuera afirmativa, ¿qué razones lo justifican?

Si la historia no sirviera para nada, significaría que da igual hacer ciencia historia que no hacerla, y que da lo mismo enseñarla en todos los niveles que no enseñarla. Ciertamente, la historia y la filosofía de la historia han producido abundantes respuestas a esta interrogante. A los efectos de su evaluación estratégica hay que analizar los resultados de su enseñanza y de su asimilación pedagógico-cultural. En particular, verificar si provoca cambios positivos en la sociedad de que se trate.

¿Qué sucede en nuestras sociedades?

Pues, que la historia escolar, pese a sus propósitos en contrario, obstruye el autoconocimiento de la sociedad argentina y latinoamericana, que distorsiona la percepción de las claves que la explican, que tironea hacia atrás con la fuerza de los mitos, fantasmas y fantasías del pasado, que impide calcular la distancia al porvenir, que paraliza a los habitantes en vez de impulsar para avanzar, que sabotea la construcción de un presente compartido y disfrutado colectivamente…, por lo tanto "esa" historia es historia muerta.

Historia muerta es palabrería inútil, hojarasca para ser barrida. Todo lo contrario de la noción de historia a secas, es decir, vida y vitalidad de una sociedad en tiempo presente, ya que tener historia es estar vivo y estar vivo es vivir en el presente.

No obstante, desbrozar las rémoras mentales que nos atrapan en la vorágine del pasado es, en nuestras condiciones actuales, más un expurgo de nuestra mala conciencia colectiva que una nueva construcción del presente. Es tan sólo una expresión de rechazo de aquello que sentimos que ya no nos sirve; y sin embargo, es igualmente un punto de partida, una pequeña luz de esperanza.

Sucede que en dos siglos no hemos logrado construir definitivamente una república democrática y próspera para todos, en tanto la historia que nos explica y constituye mentalmente como argentinos, desde la antítesis liberal/revisionista, refuerza constantemente nuestros desencuentros del pasado.

Ese pasado construido está en crisis, afectado tanto en el relato en que se desplaza como en las representaciones colectivas consiguientes, dotadas de cargas emocionales complejas y tormentosas, atiborradas de pasión, cuando no de odios y hasta de indiferencia.

Ambos paradigmas han fracasado, no como relatos sino como lecturas legitimadoras de la realidad ya que sus análisis polares no permiten explicar nuestros constantes fracasos y desencuentros societales, nuestra imposible construcción de la nación más allá del folclore nacionalista que ambas comparten con ligeros matices. Sobre todo en la actualidad, cuando las tendencias sociales centrífugas y anómicas son cada vez más evidentes y abundantes.

La historia argentina cada vez nos contiene menos como comunidad de afecciones, de identidades, de orgullo colectivo, menos aún de solidaridad sustantiva.

Se ha roto el simbolismo de la patria oligárquica que, pese a las críticas a que es legítima merecedora, nos daba cierta cohesión simbólica. También se ha roto el sentido de identidad, de pertenencia, de eslabonamiento intergeneracional. Nos pesa demasiado nuestra atroz herencia de fracasos y amarguras, al punto que cada vez más los argentinos piden beneficio de inventario para adir la renovada herencia de la tan mentada identidad nacional. Esto así no por causa de convicciones derivadas de un supuesto crecimiento y liberación de fantasmas de nuestra conciencia política, no, sino para poder redimirnos del dolor.

No se puede culpar de este estado a la crisis de la enseñanza de historia. No es cuestión de más o de menos historia argentina, y menos aún de seguir a Mitre y la Academia Nacional de la Historia, o a José María Rosa y otros revisionistas, sean afines, o pertenecientes a otras líneas revisionistas. Precisamente, no se trata de eso, porque de lo que estamos agotados es de de transmitir constantemente anticuerpos político ideológicos a los niños y adolescentes en el sistema educativo, especialmente a través de la enseñanza de la historia argentina.

Cuando lo aprendido está sesgado por argumentos a la moda, o políticamente correctos según el gobierno de turno, o por tradiciones de partido o secta, se trata de indoctrinamiento, de transmisión de estereotipos y obsesiones particulares de determinados profesores, pecado que hemos cometido todos los profesores de historia mediante el antipedagógico recurso de transmitir nuestras particulares percepciones de las antinomias argentinas. Por supuesto, las campañas de concientización escolar dirigidas desde el Estado constituyen el abuso mayor de todos los abusos pedagógicos posibles.

Ciertamente, ninguna reforma pedagógica oficial ha de mejorar el interés escolar por la historia, ni logrará producir hoy efectos revulsivos de ningún tipo. Además, vale preguntarse para qué… siendo que esa historia que se compra y se vende no nos permite hacer pie ni por un segundo en el presente, ese fugaz instante que da comienzo al futuro; en este caso, a un futuro imposible de pensar colectivamente. Siendo así, ¿para qué inficionar de odios y resentimientos las mentes incontaminadas de niños y adolescentes que por serlo desconocen las disensiones y los agravios que separan a sus mayores?

Lo dicho no significa desconocer que la historia bicéfala argentina ha tenido días esplendorosos en el pasado, sin importar a mis propósitos aquí cuán vital haya sido, ni tampoco implica soslayar importantes aportes de rigurosa erudición, aunque de discutibles méritos, en ambos campos de la batalla por la construcción de nuestra identidad y de sus proyecciones.

Menos aún se trata de restaurar el universal debate entre la verdad y la mentira históricas, cuando todas son construcciones militantes, teológicas, dogmáticas, tal como ocurre desde el 25 de mayo de 1810.

En todo caso, la responsabilidad consiguiente por tales resultados alcanza tanto a los arquitectos como a los millones de albañiles que participaron en la construcción de Argentina. Unos fueron los diseñadores, las clases dirigentes, los hombres públicos, los respectivos historiadores y sus respectivas cofradías y academias, los de arriba, las minorías ligadas al poder; otros, los más, fueron los incluidos y los excluidos mayoritarios de la sociedad que terminaron siendo funcionales al sistema, incluso aquellos que se creen libres de culpa y cargo.

Unos y otros se construyeron mutuamente por oposición, y al hacerlo quedaron congelados intelectualmente en antagonismos y polarizaciones irreconciliables, y en crispaciones estéticas decididamente absurdas; es decir, en aquellos rasgos que nos configuran emblemáticamente pero que no nos sirven para salir juntos y unidos del pozo en que nos hallamos. Por el contrario, continuamos heredando los correspondientes "nobles odios" de nuestros mayores, y construyendo nuestras subjetividades en torno a ellos, sin reparar que no existe irracionalidad más grande que heredar los odios ajenos.

A todo esto, el Bicentenario de Mayo desafía a la inteligencia local a revisar las causas de nuestros desencuentros, frustraciones y fracasos en la construcción de la Argentina y de la supuesta argentinidad incardinada en un relato histórico antinómico y divisionista hasta el fin de los tiempos.

También es hora de revisar el régimen de causas y efectos que desde ambas miradas sobre el pasado ha construido la corporación de los historiadores, muchas veces sofismas y falacias devenidos en axiomas a fuerza de machaque y propaganda al servicio de intereses de facción; de ambos lados, digo.

Por cierto, ni la verdad ni la mentira son exclusivas de los liberales ni de los nacionalistas (incluyendo el matiz nacional), por más que ambos se adjudiquen el monopolio de la verdad para si mismos y el de la mentira al adversario, de modo que la configuración de los buenos y los malos de la película según sea el punto de observación es siempre un acto teñido de "impurezas" de toda clase.

De ahí las dificultades para integrarnos, para sentirnos prójimos y amarnos como tales en reemplazo de otra clase de afecciones ya pertenecientes al pasado.

Sin embargo, admitir nuestro fracaso bicentenial no significa negar la existencia de logros y avances positivos, sobre todo de aquellos que suelen obviarse o minimizarse. No obstante, muchos han sido fruto de las mudanzas inerciales del tiempo, de los cambios de épocas, de aprendizajes a los golpes, de la falta de alternativas o del aprender de afuera, de lo que sucede en el mundo más que de nuestras propias decisiones y prácticas usualmente poco exitosas. Aunque hayan durado lo que dura un suspiro, y seguramente por esas razones.

Tanto lo bueno como lo malo conseguido lo debemos más a la fuerza de las circunstancias, al miedo a los demonios que buscamos exorcizar y al cansancio colectivo que a nuestro escaso principismo y a nuestra endeble voluntad.

Eso se vio con el regreso a la vida política institucional, en 1983. Por entonces la gran mayoría de los argentinos nos sentimos responsables y avergonzados del desastre al que habíamos contribuido, ya fuera por acción u omisión y con mayor o menor responsabilidad en cada caso. Pero la vergüenza duró muy poco: sin el menor propósito de enmienda la sepultamos rápidamente en el fondo colectivo de nuestras conciencias culposas.

Salvo los niños y los adolescentes, todos habíamos perdido la inocencia. De ahí en más pareció que habíamos recuperado la autocrítica… pero era la autocrítica de los otros… Enseguida nos llenamos de sofisticadas explicaciones y volvimos a enmarañarnos en las palabras hasta llegar a hoy, a ese estado espiritual que comencé describiendo al comienzo de este título.

¡Cuantas culpas generaron ciertos pecados viejos y cuántos pecados nuevos han generado ciertas culpas viejas!

De todos modos, algo positivo ha quedado, y es que ya no nos podemos autoengañar, por más que regularmente nos hagamos los sorprendidos. No obstante, una pregunta que se resiste a ser formulada con claridad resuena desde entonces en nuestras conciencias sin darnos paz: ¡¿Por qué… por qué… por qué…?!

POLÍTICA EN LA GUERRA Y GUERRA EN LA POLÍTICA

Toda conciencia identitaria, sea que esté basada en factores étnicos, históricos, territoriales, políticos o religiosos, sea dominante o de resistencia, implica inexorablemente discriminación de los otros, los que están más allá del nosotros, cualquiera sea el criterio en que se base la diferenciación. Y como casi siempre "el otro" representa una expectativa negativa (por la inseguridad que implica lo distinto y desconocido de uno) constituye potencialmente un peligro; en consecuencia, el otro admite la condición de enemigo bajo ciertas circunstancias.

Puede tratarse de supuestos enemigos de adentro o de afuera de la nación, del territorio, del partido político, del grupo religioso o de la etnia en cuestión. Generalmente la condición de enemigos atribuida a otras personas representa una contradicción de resolución suspendida, es decir, pasible de resolución pero sin fecha probable.

Si en tiempos de paz la política regula la convivencia entre las partes (los múltiples unos y los múltiples otros) la guerra ocupa todos los espacios cuando la política cede a la violencia totalizante. De modo que la guerra, en la más amplia variedad de formas y grados, equivale tanto al camino a transitar como a la meta final de supresión de la identidad del enemigo. Apropiarse del otro, quitarle su identidad para liquidarlo o para convertirlo en uno es convertir lo diferente en parte de uno para no verlo.

Por lo tanto, el momento anterior a la guerra, el de la fase política en que se resalta la diferencia con los otros y no cabe el diálogo ni la negociación, cuando las posiciones se absolutizan y se autovictimizan respecto del contrario, necesariamente es el momento unidireccional del monólogo.

En consecuencia, para la concepción de política implícita en este esquema, que es el que existe en la realidad, la guerra existe en potencia desde antes de desencadenarse. Por lo tanto, en la política existe una contradicción entre sus máximos fines y principios de diálogo, negociación, democracia e inclusión de los otros y sus posibilidades máximas de ruptura con sus propios límites. Se trata de una falsedad naturalizada que permite una insegura convivencia entre diferentes, pues si hay enemigos hay conflictos y esto supone que es del interés de cada uno de ellos su resolución. De hecho, la lógica política implica una suspensión de la guerra, y en el mejor de los casos una desviación de ella. No es que yo lo postule o propugne; al contrario, es la evidencia de la realidad la que me lleva a descreer de las teorías optimistas.

Para la lógica del poder todo enemigo debe ser derrotado, superado, o en el mejor de los casos neutralizado. Ni por asomo pasa por las mentes gubernamentales el acuerdo, la negociación, o la aplicación de la ley. Obviamente, me refiero a que se lo desee y practique en la realidad del mundo político sin hacerse trampas mutuamente. De hecho, en ese ámbito son constantes las declaraciones y discursos promisorios mientras se trabaja para producir lo contrario de lo que se dice, como cuando los partidos comunistas postulaban frentes nacionales para la coyuntura con partidos socialdemócratas, siendo que íntimamente estaba en aquellos la convicción absoluta de la inexorable resolución futura de sus antagonismos por la liquidación de sus enemigos provisoriamente en suspenso.

Estado, gobierno y partido gobernante, cualquiera sea su concepción ideológica, se autorreferencian con el Bien, la Patria y el Pueblo como si fueran entes metafísicos de gravitación real en la vida.

Se trata de proyecciones que recorren la historia desde los tiempos de la horda, el clan y la tribu hasta la nación y el estado y producen finalmente, desde la Modernidad para acá, esa contradicción simultánea que desemboca en el nacionalismo y el universalismo, con la necesaria salvedad que con esta última concepción -tan atrayente como inicialmente asociada a la libertad y la felicidad humanas- también suelen maquillarse ambas expresiones ideológico políticas totalitarias: el nacionalismo y el comunismo, habitual y equivocadamente tenidos como absolutamente diferentes.

POPULISMO, IDENTIDAD Y POLÍTICAS DEL TIEMPO

La larga permanencia en el poder de las oligarquías latinoamericanas debe mucho a la eficacia de sus políticas del tiempo, comenzando por las políticas de la historia que consagraron las historias nacionales decimonónicas y regimentaron las liturgias patrióticas, buscando consensos disciplinados reproducidos mediante la educación pública y la cultura.

En las condiciones del mundo actual, globalizado y posmoderno, agotados los grandes relatos de la Modernidad y las historias nacionales, menguada y subrogada la hegemonía oligárquica por nuevos factores de poder mundial, incluido el omnipresente populismo latinoamericano, aquellas políticas han sido reemplazadas por políticas de la memoria, versiones degradadas pero muy eficaces para la inducción oficial de comportamientos sociales acordes a la manipulación clientelar en la mayoría de las sociedades latinoamericanas.

Pero como historia y memoria son dos tipos diferentes de relatos sobre la sociedad no da lo mismo promover una que otra.

La historia, como ciencia, es una construcción problemática e incompleta del pasado mediante procedimientos rigurosos de investigación, tanto como pueden serlo -a proporción- los de cualquier otra ciencia. Nunca será reproducción exacta, calco o resurrección, sino una representación subjetiva que continuará subjetivándose posteriormente en nuevas encarnaciones, creaciones y recreaciones, siempre desde cada presente y bajo supuestos propios de la cultura, la época y las preocupaciones intelectuales de cada historiador.

Por lo tanto sus formulaciones no son intangibles ni cristalizadas, como enseñó la historia positivista hasta su desplazamiento por nuevas corrientes filosóficas e historiográficas. Con todo, la historia es mucho más estable que las memorias, y debería ser, también, mucho más segura, pero esto último constituye otro problema.

Como conocimiento o saber la historia se encarna en actos de conciencia, de pensamiento, creencia o referencia, configurando representaciones sobre el pasado que no tienen vida propia ni poderes de ningún tipo. Por lo tanto, como ya ha sido dicho, la historia no es un agente, no hace cosas, no es siquiera motor ni tampoco tiene un motor, lo que sí cabe atribuir a la vida social, causa y consecuencia de si misma.

La historia, pues, no mueve al mundo ni los hombres la escriben colectivamente: "los pueblos, o las masas, o los trabajadores, escriben la historia a través de sus luchas en el libro de la vida", diría hoy cualquier retórica trasnochada de romanticismo. Lo que los seres humanos hacen es vivir en la historia, en el sentido -aquí sí- de coordenada temporal, lo cual no es poca cosa pero tampoco es "la historia".

Al menos no es a esa versión conceptual del término historia a la que aquí me refiero. La historia es un modo de conocer y reflexionar sobre el pasado, y es el fruto de ese conocer cuando se corporiza en el relato histórico.

Para la izquierda tradicional la Revolución de Octubre fue hecha por las masas, dicho a trazo grueso, lo cual es en buena medida correcto. Pero no la escribieron esas masas en gran medida analfabetas y terriblemente dominadas siempre. En los 70 años posteriores que duró el régimen la historia tampoco fue una versión de los testigos, es decir basada en las memorias recientes de aquella tragedia, que no por ello debía ser inexcusablemente correcta, perfecta, buena o verdadera, pues por ser memorias siempre habrían de ser parciales, tendrían errores de percepción, de evocación, de interpretación y de comprensión de los hechos al atenerse a experiencias y vivencias directas e inmediatas de protagonistas o testigos de primero o segundo grado, o más alejados aún.

Por otra parte, la carencia de una sistemática investigativa convierte a las memorias en evocaciones de corto alcance temporal. Una perspectiva profunda, sólida y amplia sólo puede proporcionarla la tarea científica de historiadores libres. No era el caso de la URSS, donde el discurso histórico "oficial" fue construido y retocado constantemente, sometiendo el método histórico a los requerimientos del Comité Central del Partido Comunista de la URSS.

Para el caso da lo mismo la URSS que la Revolución Cubana, la Alemania nazi, la Indonesia de Pol Pot o las dictaduras y populismos de toda clase. Ciertamente, en países sin dictaduras ni totalitarismos la historia científica también resulta sesgada, pero por variables menos intensas si se quiere, menos absolutistas; y cuando existe realmente libertad de pensamiento, de expresión y de prensa todo puede ser revisado si sus historiadores no son mercenarios ni estrellas del mercado.

Las memorias, en cambio, no tienen posibilidades de revisión, de enmienda, de filtrado para perfeccionar sus explicaciones. Siendo un fenómeno colectivo no se expanden pues no dialogan entre si, están ancladas en las representaciones individuales porque psicológicamente son vividas individualmente. En consecuencia son netamente subjetivas, afectivas, emotivas, vulnerables a toda manipulación, inconscientes de sus transformaciones y siempre crispadas sobre si mismas.

Formadas con dosis variables de deseo y de olvido, de amor, de odio, de resentimientos y de miedos, de certezas y dudas, de cálculo y de imaginación, de razonamientos correctos y de irracionalidad, serán fatalmente fragmentarias, parciales y no democráticas. Con esas características serán comunicadas, modificadas, perdurarán en el tiempo, serán olvidadas, permanecerán latentes o desaparecerán.

Partes: 1, 2, 3, 4
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