Podría decirse, entonces, que ciertas palabras bajo ciertas condiciones tienen fecha de vencimiento. Eso es lo que está sucediendo actualmente con la rentrée de ciertos términos a los que se intenta resucitar a golpe de decretos y de reanimación artificial con electroshocks mediáticos. El resultado es lamentable y confirma aquello que Marx señala al inicio de El 18 brumario de Luis Bonaparte:
"Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa".
Y como hablar de lo social no es sólo un hecho lingüístico, político o ideológico sino también moral, no concibo otra manera de encarar la reflexión que aquí presento que en orden a valores colectivos que engrandecen a la humanidad.
Por eso no han de hallarse aquí manierismos a la moda, ni culteranismos seudo académicos, así como tampoco compromisos con ideas al margen de mis convicciones, ni servidumbres ni mandatos de ningún tipo, ni tijera y engrudo de ideas y opiniones de terceros para valerme de ellas como bastones o como paraguas de ninguna clase y menos aún como talismanes.
Sobre todo, no se hallarán acá "vanidades" metodológicas como aquellas a las que brillantemente sepulta la siguiente cita de Internet:
"Darcy Ribeiro, desconfiado hombre de ciencia, rezongaba contra las pasiones por el método –"todo lo que se produjo con extremado rigor metódico, haciendo corresponder cada afirmación con la base empírica en la cual se asienta, y calculando y comprobando estadísticamente todo, resulta mediocre y de breve duración"– y denunciaba la inocuidad de "quienes hicieron de su vida intelectual un ejercicio de ilustración de tesis ajenas".
Por lo tanto, permítaseme el presente intento de revisar críticamente, a la luz de mis propios designios, algunas representaciones sociales actuales referidas centralmente a la cuestión de las identidades individuales y colectivas sin que por ello tenga que rendir tributo a la originalidad, el karma de tanto intelectual adocenado.
CAPÍTULO I
La identidad
Identidad es aquel relato que aparece cuando se responde a las preguntas ¿qué soy?, ¿cómo soy?, ¿cómo es?, ¿cómo son? -y otras afines a ellas- referidas a uno y a los demás.
También es el resultado de la experiencia social de identificar y ser identificado. En ambos casos se trata del proceso de producción de ese complejo llamado identidad.
Corrientemente se entiende por tal al conjunto de rasgos evidentes, destacados, sobresalientes, emblemáticos o simplemente característicos de un individuo o de un grupo social y seleccionados mediante la percepción y el conocimiento propio y de los demás, y asumidos y atribuidos a uno y a los otros por uno mismo y por los demás.
Cuando esos rasgos son de tipo físico, gestual o conductual; cuando se refieren a las maneras en que las diferentes personas caminan, gesticulan, hablan y se visten; o si son corteses o descorteses, agradables o desagradables, solidarios o egoístas; etc, etc (con una variada gama de posibilidades intermedias entre los extremos), es fácil entender la identidad como una especie de imagen, fotografía o registro visual del exterior de la persona, en la cual quedan impresas ciertas notas que se presentan e imponen a nuestros sentidos, y que en consecuencia poseen cierto grado de permanencia o regularidad que las hará fácilmente reconocibles con posterioridad por un mismo sujeto o por otros.
La mente conserva los rasgos notorios y evidentes de personas concretas al punto de que la mención posterior de sus nombres, o la evocación de una imagen de ellas, o de una palabra o una frase a ellas vinculada puede traerlos a la conciencia para instalar más referencias de imagen, nombre, condiciones sustantivas y formas de ser y estar.
Ya sea que uno conozca a una persona -o que conozca sólo su nombre u otras referencias- lo cierto es que la mente configura, diseña y construye cuadros de identidad mediante la selección o extracción de ciertos rasgos particulares que permiten tipificarla. Al hacerlo, el sujeto que identifica a otro construye su subjetividad, se singulariza él mismo en un proceso de reconocimiento de diferencias y semejanzas entre él y otros -reales e imaginarios-.
La "fotografía" sola no alcanza
Sin embargo, lo dicho hasta aquí no constituye la identidad en la amplitud del concepto, sino tan sólo una parte del mismo.
La identificación que un sujeto configura acerca de los otros reales y su consiguiente posicionamiento y vinculación respecto de ellos no se agota en la apropiación de sus imágenes, ni en un registro visual de su exterior, pues su identidad también será fruto de la experiencia sostenida directa e indirectamente con ellos, en la cual operan y gravitan sistemas de valores de todo tipo además de los condicionamientos de la información y otros insumos tales como expectativas, miedos, prejuicios, estereotipos, etc, respecto de cuya intervención en el proceso de identificación no suele ser plenamente conciente.
Del mismo modo, la construcción de la autoidentidad no es un proceso totalmente conciente del sujeto, como parecería ir asociado a la idea de construcción con la que corrientemente se la vincula.
Señalar, referenciar, distinguir, identificar al otro a partir de un rasgo identitario particular, o de una representación particular o incluso emblemática, no hace desaparecer otros rasgos que lo constituyen y que eventualmente pueden ser reconocidos por ciertos observadores y por otros no. Por lo tanto, toda identificación constituye una simplificación de su objeto, pese a que a su base puedan hallarse con frecuencia expectativas sólidas y amplias de conocimiento del mismo.
Las personas interactúan poniendo en juego numerosos rasgos identitarios, portados simultánea y sucesivamente, y no uno solo y excluyente por más que éste pueda destacarse sobre otros rasgos. Así, simultáneamente un ser humano es compatriota, vecino, compañero de trabajo, miembro de una clase social, deportista, creyente o ateo, etc, y en cada caso cada uno se muestra, se expresa y se comporta de formas disímiles, y de formas diferentes también es percibido por otros sujetos.
La identificación del otro a partir de un rasgo destacado o principal, entresacado de un conjunto de rasgos, es siempre un procedimiento equívoco cuando no cargado de incompletud y hasta de injusticia, y por lo tanto potencialmente peligroso, como hacía aquella profesora de secundaria que llamaba a ciertos alumnos de ascendencia indígena pronunciando detenidamente sus apellidos mientras ponía cara de curiosidad al preguntar "¿de qué origen es?", sabiendo que existía en el colegio -y en toda la sociedad– una tremenda desvalorización de todo lo relacionado con la cultura indígena al punto de que los muchachos y muchachas de dicho origen ocultaban o desviaban la atención del tema cuando se intentaba vincularlos con él. Es que, además de ser efectivamente discriminados se sentían como tales, diferenciados del grueso de los demás, contrastados, comparados, por aquella profesora.
Un caso de discriminación similar es el de aquel profesor que preguntaba con cara de inocente a cierto alumno lo siguiente: "…Fulano de Tal… mmm… ¿usted es hijo de Fulano de Tal "el peronista"…?"…, en tiempos en que ser tenido por peronista era un baldón, además de poco recomendable para la integridad física.
En ambos ejemplos, más allá de las intenciones aviesas -que he conocido- de esos profesores, existe otro resultado negativo por la injusticia que entraña: es la conversión arbitraria de una persona en una pequeña parte de ella, pues la totalidad desaparece tras esa parte identificada. Pero cuando una identidad -estereotipada en un único rasgo identitario- es vivida con vergüenza o con dolor por alguien que no sólo la porta sino que también la soporta, entonces ese supuesto juego de la verdad no es inocente.[1]
La acción de identificar tampoco se agota en un pasaje mecánico o pasivo de rasgos o características visibles de otros, desde afuera hacia adentro del observador, desde lo externo a su conciencia, previo paso por sus sentidos.
Tampoco se agota en un reflejo automático y unidireccional de imágenes puesto que toda relación intersubjetiva implica la intervención de múltiples ángulos, enfoques, intereses, expectativas y protagonistas. Por tanto, sólo aparentemente se compadece con la idea de fotografía mencionada más arriba.
Todo acto del sujeto conecta su yo con el mundo, por lo tanto con otros, y con lo otro. Con lo que el mundo es y cómo es. Y lo conecta activamente; es decir, a la vez que lo conecta directamente con determinado casillero o parte del mundo lo hace también con la totalidad, ensamblando lo viejo conocido con lo nuevo por conocer, estructurando y reestructurando constantemente la experiencia.
Eso que llamamos lo conocido previamente no tiene una función pasiva en el conocimiento o en la identificación, sino una decididamente activa que parte como una flecha hacia su objetivo.
Así mismo, el objeto de identificación podrá ser conocido o desconocido en mayor o menor medida por el sujeto identificador, pero su apropiación no dependerá únicamente de condiciones o requisitos previos a poseer por el sujeto, puesto que las modalidades de presentación y las circunstancias del elemento a identificar también influyen sobre él y sobre el sujeto observador.
Toda identificación, en consecuencia, es un acto particular con intervención de la subjetividad del sujeto identificador, imprescindiblemente, pero también con la de los otros sujetos y con las condiciones y circunstancias concretas de todos ellos y de las cosas implicadas.
No obstante, así como un acto de identificación es un acto particular y singular fruto de las subjetividades concretas intervinientes, así también existen identificaciones que se vuelven clichés o lugares comunes que pueden ser más o menos compartidos por muchos; algo así como una suerte de identificaciones "promedio" o standard que circulan entre los individuos y los grupos, que se cargan de nuevos matices, que van, que vienen, que son apropiadas y rechazadas y que generan consensos y convenios tácitos de significación y sentido que nuevamente son devueltos hacia los demás o reflejados por ellos hasta llegar a producir identidades estereotipadas, genéricas, nuevamente aceptables o rechazables, incluyendo aquí a título de ejemplo los pensamientos llamados "políticamente correctos", y también las reputaciones o juicios colectivos, con frecuencia incorrectos e injustos.
Una identidad así construida, con signos y significados reconocidos y confirmados por el sujeto identificador, se convierte en los hechos en una suerte de representación cuyas líneas de apariencia pueden presentarse o serle atribuidas con mayor o menor correspondencia o representatividad a muchos ejemplares de las mismas cosas o clases de personas identificadas, cual si se tratara de una imagen sintetizadora. De esta manera el sujeto y los sujetos construyen las semejanzas y diferencias acerca de las cosas, y los grados de cercanía y lejanía entre ellas.
Dicha síntesis, más o menos incompleta e imperfecta, acompañará como un sello al objeto de identificación original en el contexto de los sujetos identificadores, próximos o mediatos en el tiempo y el espacio, a tenor del grado de conocimiento social que de aquel exista, el cual puede provenir de interacciones directas o indirectas a través de diversos mediadores: personas, escritos, imágenes, sonidos, etc.
Concretamente se observa lo anterior respecto a las palabras que se utilizan para designar ya sea a uno mismo o a los otros, por parte de uno mismo o de los otros. Una palabra puede ser una síntesis identitaria descomunal, una imagen que puede representar todas las cosas buenas o todas las cosas malas, todo el orden del universo, sea lo explicito como lo implícito, lo justo y lo injusto de dicho orden.
Una palabra puede hacer reír o llorar, hacer sentir feliz a alguien o hacerlo sufrir. Pero no se olvide, una palabra es una lengua, cada lengua es un contexto y un contexto es una manera diferente de mirar, en suma, una forma diversa de ser humano.
El cambio constante
Constantemente cambian los hombres y cambia lo humano, es decir, aquello sobre lo que hay mayor consenso en considerar como propio de la humanidad.
Dichos cambios no son siempre detectados a tiempo, no siempre los hombres son concientes de ellos mientras están sucediendo. Cambia nuestro cuerpo, nuestra mentalidad, nuestra espiritualidad, nuestro bagaje cultural, nuestras emociones, etc, etc., sin que sea necesario probarlo cada vez pues la experiencia lo demuestra. Y tal vez por eso, porque tanto cambio constante forma parte del ambiente, es por lo que resulta difícil percibirlo simultáneamente.
En cambio, sí es más fácil detectar el cambio en la perspectiva histórica, enfocando aquellas transformaciones que en la mediana y la larga duración revelan la evolución humana y su fruto, eso que designamos con el término cultura.
Actualmente los cambios tecnológicos y la conciencia de los mismos disparan el proceso global de transformaciones a velocidades impensables hasta poco tiempo atrás. A lo cual se añade que las innumerables modalidades particulares de emergencia, visualización y registro de la diversidad del cambio en general acaban por constituir matrices culturales que, a modo de espejos, facilitan la socialización de las nuevas generaciones cada vez más mediante la asunción conciente de la cultura del cambio, esa marca de nuestro tiempo.
Generalmente interpretamos el cambio a partir de las novedades que se presentan a nuestros ojos y nuestra conciencia y que nos muestran sus partes, aquellas que pueden mostrar.
Tomemos como ejemplo nuevas costumbres o modas, nuevas palabras, etc. El sujeto que las reconoce lo hace generalmente en situaciones concretas, es decir, mediante elementos conexos que le permitirán comprender sus funciones y sus propósitos.
Dicho de otro modo, lo nuevo viene enmarcado en un conjunto de circunstancias que se imbrican con el elemento principal, es decir, aquello que constituye la novedad, y es en el contexto de esas circunstancias típicas como se puede descubrir su significado y sentido, de tal modo que fuera de ellas lo nuevo no tendría mayor importancia.
Las novedades provocan variada clase de reacciones entre los observadores, siempre con particulares características a proporción de las particulares condiciones y propensiones de cada uno y de su medio.
Así, por ejemplo, lo distinto, lo nuevo, puede producir en los observadores asombro, curiosidad, sorpresa; todo ello en grados diversos, es decir, como algo que pudiera representarse con un modesto y circunspecto ¡oh! hasta otro acompañado por unos ojos desaforadamente abiertos y cargados de incredulidad; o bien puede provocar un estremecimiento súbito del cuerpo acompañado de un frío glacial en la médula, o un shock equivalente a un cross a la mandíbula.
Y eso no es todo, seguidamente puede uno vincularse a lo que apareció mediante actitudes y sentimientos que van desde el rechazo, el asco, el miedo, la desaprobación, la condena, la aversión, el odio, etc; o, por lo contrario, con emociones y sentimientos de adhesión y aprobación: Y como quien da lo más (es decir, los extremos) da lo menos, también con actitudes y sentimientos a media distancia entre los primeros y los últimos, es decir, con indiferencia y desinterés variado.
De todos modos no siempre se es conciente de qué es lo nuevo y qué no lo es. O qué es otro en cada momento para uno. Casi siempre, puestos en condiciones de percibir, dialogar y actuar, de ver, de informarnos, de enterarnos de algo, a este algo de proporciones potencialmente infinitas (en si mismo o en el conjunto de todos los algos que aparecerán ante un yo) no suele vérselo como nuevo o distinto; antes bien, suele dárselo por conocido cual si se tratara de un ser próximo y querido con quien se hubiera estado departiendo una hora antes.
En principio parece natural que al referirse a uno y otro, el sujeto identificador se halla necesariamente escindido del otro identificado como un yo frente a otro yo, o sea un otro para el primero, o un yo frente a una externalidad. Sin embargo, debemos entender que lo otro, lo externo, lo novedoso, incluso lo conocido, nunca está totalmente fuera de uno ya que esa inicial externalidad es sólo aparente, es decir, engañosa: lo otro es otro por diferenciarse de uno, por lo menos en una inicial mirada de exploración, pero no existe una barrera entre ambos pues el mundo es uno solo, eso que aquí llamamos la realidad, por más engañosa que ésta pueda ser.
Entonces uno está en el mundo y el mundo está en uno. Aquél que dijo "nada de lo humano me es ajeno" tenía toda la razón, pero no porque él particularmente poseyera un conocimiento total de lo humano, sino porque, simplemente, él era humano.
Dicho de otro modo, uno es todos y todo, y todo y todos son uno. Y para completarla, todos somos todos. Lo cual equivale a admitir que en uno y en los otros coexisten la unidad y la diversidad, que somos semejantes a la vez que distintos.
Por lo tanto, si todo cambia y cambia siempre, si cambia uno y cambian los demás y "lo demás", entonces nada es igual a si mismo. Mi amigo Freddy Quezada, de Nicaragua, me avisa en el Uliteo[2]que Heidegger en "Ser y Tiempo" dice que cada uno es el otro y nadie si mismo; que Lévinas, en Totalidad e Infinito, nos recuerda que uno siempre es el otro; y que Lao Tsé, en el Tao Te King afirma que uno nunca es uno. Y yo que soy renuente a las citas lo transcribo tan sólo porque lo dice él.
Ser con los otros, en los otros, mediante los otros
¿Qué efectos tiene la cambiante realidad sobre los individuos y los grupos humanos de todas las escalas?
Nos reconocemos frente a los otros y en los otros. De ahí que conocer es conocernos: conocer lo de más allá de uno, lo otro de uno, lo que está fuera de uno, todo ello también implica conocernos a nosotros mismos.
Conocer es reconocer, distinguir, señalar, denominar; con todas esas acciones identificamos y develamos identidades, (en parte, en alguna medida). Al reconocer a otros se los identifica y por contraste se reconoce e identifica uno como sujeto distinto de los otros y lo otro.
Así se vinculan las personas, con sus imágenes y sus ideas, con su yo y con los otros yoes, y al hacerlo cada uno es y se realiza como sujeto. Este proceso ocurre en nuestra exterioridad e interioridad, en nuestro yo-mundo, es decir, en el mundo.
Reconocer el mundo y todo lo que real, potencial e imaginariamente pudiera caber en él es dar cuenta de nosotros mismos en nuestra respectiva individualidad. Somos sin separación de todo lo que es, y también somos lo que conocemos según sea la forma en que conozcamos.
Somos desde antes de nacer, pero más aún cuando nuestras mentes dejan de ser vírgenes para convertirse en la tierra fértil del entendimiento, aquella que ha de albergar la semilla de la idea siempre y cuando esté disponible para ello.
Por cierto, la cultura precede a cada uno, pero sólo hasta la hominización de cada primer hombre, millones de años atrás. Más atrás no. ¿En ese momento qué habrá sido primero, la semilla… o la "tierra fértil"? Nunca lo sabremos… por las dudas diré probablemente nunca lo sabremos…
El hombre, los hombres, humanizaron el mundo mediante la creación cultural: el mundo pasó a ser el reflejo del hombre. Y lo creado por los hombres, lo social, lo material, la historia, reprodujo en éstos ese imponderable que es el espíritu, eso que todos tenemos y que nos singulariza aun más que las afinidades y las diferencias culturales.
Lo otro, lo externo, lo distinto, la vida social en suma, eso que parece externo y que en realidad llevamos incorporado en nosotros es lo que nos hace vivir y desarrollarnos; es decir, lo que nos hace vivir y desarrollarnos de determinadas maneras, en ciertas condiciones, con ciertos resultados. En suma, nos constituye como yoes de materia, pensamiento y espíritu.
En consecuencia, uno es simultáneamente con otros a quienes les sucede lo mismo respecto de uno. Y esto es así con prescindencia de la aceptación o el rechazo de esta explicación, por lo que hasta el más recalcitrante de los misántropos no escapa a lo antedicho.
Reconociendo a lo otro y a los otros (a lo que inicial y habitualmente consideramos diferente a uno, o sea diferente al yo de cada uno) nos reconocemos a nosotros mismos aunque no lo comprendamos. Un ejemplo muy claro es comprender que si existió un Hitler pueden existir otros más -si acaso no han existido ya antes o después del que damos por primero y no nos hemos enterado-; incluso, lo más horroroso es que cualquiera podría serlo puesto que era nada más y nada menos que un ser humano.
Más aún: uno es todos los hombres reales y todos los hombres posibles. No obstante, por lo general uno prefiere parecerse a Gandhi o a la Madre Teresa y no a Hitler. ¿Por qué? Pues por el valor convencional -no por el en si– de ciertos comportamientos humanos devenidos como arquetípicos, moralmente elevados y deseables en determinados contextos situados. Valores, ciertamente, que pueden ser diferentes con sujeción a la modificación de las variables culturales en el espacio y el tiempo.
Vale decir que nos reconocemos -por concordancia o discordancia- al conocer las costumbres, los comportamientos, las ideas, los principios, las ideologías y los valores implícitos y explícitos que anidan y se expresan en todas las formas y formatos que viabilizan contenidos de significación y sentido en los ámbitos en que nos desenvolvemos.
También, además de conocer y conocernos -lo cual hacemos básicamente actuando, pensando y sintiendo- inventariamos la composición del mundo, la clasificamos, la designamos, y tejemos una trama infinita de imágenes, significantes y significados, tanto actuales como pasados, presentes y ausentes, reales e imaginarios.
Subjetividad y diversidad
El mundo se particulariza en innumerables mundos subjetivos, a la medida de cada uno, es decir, en proporción a las circunstancias, experiencias y deseos de cada uno y de los demás tal como se llevan en uno y con uno. Dicho de otro modo, se concretiza en relación al contexto personal constituido por lo experimentado, lo imaginado y lo deseado por uno, y también en relación con nuestras particulares capacidades de interpelar el mundo, tanto en la parte como en el todo.
El bagaje intelectual de cada uno influye de muchas maneras e intensidades en la percepción de la realidad; no en forma mecánica o rígida, sino flexible y cambiante a lo largo del tiempo de vida de cada uno. Pero también influye en la percepción que los otros humanos tendrán de uno.
Ciertas palabras, signos y significados se vuelven familiares en el tiempo personal de cada uno. Entonces uno y los otros cercanos, a menudo afines a uno, actuamos como espejos de uno y de los otros simultáneamente. Nos reconocemos en la vestimenta, el lenguaje, los gestos, los movimientos corporales, los hábitos, las idiosincrasias, etc, y también en las expresiones de los rostros, las inflexiones de las voces, el brillo o la opacidad de los ojos y las miradas, etc.
Además de reconocer formas y soportes reconocemos una variedad de roles, de comportamientos genéricos atribuibles a determinados sujetos en determinadas condiciones y situaciones, los prevemos y los actuamos.
Por lo tanto, la diversidad de lo humano y su sustantividad se presenta bajo una variedad de formas y continentes, sean materiales o inmateriales como una palabra o una imagen, es decir, como una determinada combinación sonora o visual portadora de un significado para quien conozca el código en que es posible leerla.
Nuestras relaciones sociales consisten en establecer contactos cuya fase inicial pasa principalmente por identificar al destinatario de cada relación, sea ésta directa o mediatizada. No obstante, y como ya lo hemos dicho, en toda relación social, aunque no seamos concientes de ello, se imbrica siempre la totalidad de cada una de las partes implicadas, o sea de ambas, y hasta más allá de ellas incluso, es decir, hasta la totalidad.
Pero ninguna identificación, como ningún acto de cognición, da cuenta de la totalidad del otro o de lo otro, sino de un recorte que se ha vuelto principal para quien realiza la identificación. Al igual que la conciencia, en íntima relación con la inconciencia, y como el recuerdo con el olvido, toda identificación supone poner en foco, en consideración, algunos elementos, rasgos o características entresacados de un elemento u objeto que resultan fácilmente detectables en tanto se omiten otros.
Por lo tanto, toda identificación es siempre parcial, limitada, incompleta. En consecuencia, todo error o limitación del conocimiento producirá, en lo que a él se atenga, identificaciones erróneas, imprecisas, parciales o limitadas, según fuere el caso.
Por otra parte, toda identificación siempre es un acto subjetivo de un identificador concreto, de modo que existirán tantas identificaciones como identificadores intervinientes, por más que puedan tener semejanzas y diferencias entre si.
Siempre habrá tantas subjetividades en juego como sujetos intervinientes real o virtualmente, presentes o ausentes, explícitos e implícitos. Y cada identificación será siempre una fórmula irrepetible en sus combinaciones, ya sea en sus componentes como en las proporciones y magnitudes en que ellas se presenten en aquellos.
De modo que el mundo se descompone en millones de mundos reales y virtuales coexistentes y con una variedad inagotable de componentes, de matices y de intensidades de las que, de hecho, no se puede dar cuenta por su inmensa magnitud. En eso consiste, precisamente, la magia del mundo.
La diversidad, pues, es connatural a la humanidad por ser el hombre creador de cultura y no únicamente un animal. La diversidad en los hombres implica libertad y azar o fortuna, componentes que no se compadecen con la necesidad del mundo natural.
La diversidad es causa y efecto de la individuación y la construcción de subjetividad, a la vez que permite apropiarse de la individualidad y la singularidad ajenas en el camino de la apropiación del mundo. La individuación, en tanto que estado de conciencia y actos concientes de un yo, nos constituye como sujetos, tanto frente a los demás como frente a la nada. La diversidad de la naturaleza y la de la cultura concurren a facilitar la autoidentificación del yo y la identificación del nosotros y los otros.
Por lo tanto, diversidad, diferencias, heterogeneidad y alteridad, en tanto percepciones concientes, configuran e integran el mapa de las identidades presentes en la realidad, así como también el de las identidades pasadas. Ello no significa que las primeras vivan y las segundas estén muertas, puesto que entre ambas -pasado y presente- existe un vínculo constante en el cual ambos se miran mutuamente de frente: el pasado siempre es presente ya sea como conciencia, como tradición presente, como prótesis o como decorado, y el presente mira constantemente, conciente e inconcientemente hacia el pasado, atrayéndose mutuamente ambos mediante el recuerdo, la memoria y la historia.
Vale decir que podemos entender por identidad elementos que se hacen concientes para un yo bajo determinadas condiciones, y también como elementos que se reciben como herencia, como carga o como mensajes ambiguos e imprecisos que nos envía el pasado, o que nosotros le pedimos.
Autoidentidad y alteridad
La identidad de uno, es decir, la propia identidad de uno según uno, es una identidad particular en tanto se hace conciente para uno y/o para otros. La autoidentidad es complementada por la percepción de los otros, por la mirada ajena que es tenida en cuenta por uno.
Es un lugar común decir que las miradas del otro y de los otros nos completan y al completarnos nos constituyen. Por lo tanto, existe identidad individual en tanto existe identidad de los otros, tanto particular como colectivamente consideradas.
Ambas identidades, la que nos forjamos individualmente y la que los otros tienen de uno -fruto de múltiples formas de interrelación- integran nuestra personalidad. Como hemos dicho, uno está en todo y todo está en uno.
Ahora bien, puestos en el camino de indagar vale preguntar:
¿Existe afinidad y coincidencias entre nuestra propia mirada y las miradas de los otros sobre uno?
¿En qué grado?
¿La propia mirada sobre uno mismo es constante o variable, completa o parcial?
¿Depende nuestra identidad individual de nuestras propias convicciones al respecto?
¿O hay que darle por anticipado mayor crédito al peso que las miradas ajenas ejercen sobre uno?
¿Será la autoidentidad algo así como la media de todas las miradas propias y ajenas sobre uno mismo?
¿O esto último es una ficción que elabora el yo?
Otra serie de preguntas más complejas es la siguiente:
¿Cuánto de propio y de ajeno tiene la identidad de cada uno?
¿Cómo juega en nuestra conciencia nuestra particular percepción de las miradas ajenas?
¿Es la autoidentidad como la cáscara externa de una cebolla, es decir, su parte exterior y visible?
¿O es como el conjunto de capas de que nacen desde su centro, es decir, desde la parte más íntima de la persona, aquella que sostiene la que está del lado de afuera?
Una pregunta más:
¿Cuál es el límite entre la autoidentidad y la percepción identitaria ajena sobre uno mismo?
Respondo ésta última: pues, si uno es todo, si todo es uno, si nada de lo ajeno me es extraño ni ajeno, esa cuota del todo que cada uno lleva en si no siempre es reconocible por uno.
Hacerse universal es precisamente reconocer el todo en uno mismo, antes que pretender revisarse o reflejarse uno en el todo.
No obstante, y sin necesidad de contar con un tratado sobre la mirada, no cabe duda que uno nunca conoce la verdad verdadera acerca del significado de las miradas externas sobre uno. A lo sumo supone, cree, presume, especula, intuye, interpreta. Del mismo modo, cuando uno mira y busca conocer a otros explora y pone de si no cualquier cosa, sino aquello que prefiere, que le interesa o le resulta afín, y si cree hallarlo lo destaca. En este sentido, más que de la mirada se trataría de explorar los "espejos" y sus reflejos.
Esa mirada y esa lectura pueden tener varios canales pues simultánea o diferidamente percibimos con la vista y demás sentidos, con el corazón y la mente. Pero los sentidos, el sentimiento y el pensamiento no traducen nunca de la misma manera ni totalmente lo que se busca conocer.
Suele decirse que todos y cada uno tenemos tres identidades coexistiendo simultáneamente: lo que aparentamos ser, lo que queremos ser, y lo que somos realmente.
Lo que aparentamos es lo que podemos reflejar en los espejos y en las miradas ajenas, pero no siempre uno es conciente de que simultáneamente con la perspectiva de uno opera la perspectiva de los otros, y no siempre uno sabe manejar esa dualidad, pero que funciona, que actúa sobre uno y nos condiciona, ¡por cierto que lo hace! Así es la realidad, multifacética, controversial, abordable desde la multiperspectividad.
Más allá está el deseo: lo que queremos ser, el mundo infinito que se extiende en la relación deseo-represión y sus desvíos y fantasmas compensatorios. El riesgo es el de confundir la realidad con el deseo. Las consecuencias siempre son peligrosas, a la larga o a la corta, tanto para el individuo como para los colectivos sociales.
Respecto de si la autoidentidad es permanente o variable es evidente que en la medida que ella se relaciona con el autoconocimiento toda autoidentificación se modificará, puesto que transcurre en el tiempo, y todo lo que insume tiempo se modifica. Es decir, se es siendo.
De modo que la autoidentidad será diversa a lo largo del tiempo, o sea no uniforme, tanto en la conciencia del sujeto como en los reflejos que de si crea ver en su entorno.
Recordando que no tiene vida autónoma -es decir, independiente de los sujetos- la identidad de uno y de los otros fluye y circula en interioridad y exterioridad, y sin territorios acotados, sobre todo en el actual mundo globalizado, puesto que su nota más destacada es el dinamismo. Por eso es objeto y es sujeto, es fanal y reflejo.
De allí a que cada uno sea conciente de esto que acabamos de decir (no quiero decir que lo conozcamos teóricamente, sino que podamos autopercibirnos en perspectiva como cambiantes o cambiando) es otro asunto. El riesgo de confusión de la realidad con el deseo, antes mencionado, lleva implícito un problema de conocimiento; por ende, mal conocer y mal conocerse.
Así, puede que al mirarnos en los demás, al vernos reflejados en sus miradas, creamos que hemos cambiado en relación a un antes más o menos preciso o indefinido, pero puede que ello no sea verdad sino meramente apariencia; o bien que creamos que lo demás cambia porque somos concientes de nuestros particulares cambios de ánimo o actitudes ante la vida, y por ahí puede que nos equivoquemos.
Otro asunto es si la autoidentidad, individualmente considerada, es única u original, o si su factura es de una sola pieza o bien consta de múltiples piezas ensambladas. Dicho de otro modo, si es única o diversa.
Las perspectivas externas antes señaladas no constituyen nuestra identidad por si mismas sino en combinación con nuestros deseos y nuestra información al respecto, lo cual reviste una combinación particular en cada uno. Existe quien vive pendiente de lo que se dice o se piensa de él, y cuando no puede precisarlo con exactitud lo intuye o lo imagina en las miradas y los gestos de otros de su entorno, o bien cree imaginarlo, y a veces puede que se equivoque; y a la vez existe quien piensa y actúa como lo expresa aquel refrán: "ande yo caliente y ríase la gente", para quien los demás no existen si no los necesita, o existen sólo en la medida en que los necesita.
Por eso mismo, es en la "encarnación" de los otros en uno, en acto individual de conciencia, pero no sólo de conciencia, cuándo y cómo los colores diversos refractados se vuelven luz nuevamente.
Cambio real, aparente y falso
Resumiendo lo anterior, si fallamos al autopercibirnos, si nos equivocamos al intentar conocernos, ya sea que nos miremos directamente o miremos los espejos (toda clase de ellos, quiero significar), puede que creamos que a nuestra identidad le sucede algo de lo siguiente: que es así (y no de otra manera), que continúa siendo así, o que ya no lo es, pero también es posible que todo ello no sea cierto y que se trate de una autopercepción errónea.
En tal caso habrá fallado nuestro equipamiento hermenéutico, ya sea la sensibilidad, la intuición o la episteme; es decir, los sentidos, el corazón o la razón, o los tres a la vez, más al no saberlo, al no ser concientes de que hemos tenido una falla de lectura e interpretación de determinados signos, confundiremos nuestra autoimagen con la realidad. En ese caso, no sería ésa la realidad verdadera, si bien para uno, para el sujeto implicado, parecería que sí lo es.
También es posible que los reflejos que emitimos, o sea aquellos brillos externos en los espejos en los que nos miramos estén siendo mal emitidos por nosotros y en consecuencia nos veamos mal reflejados en ellos y por ellos. ¿Se trataría únicamente de problemas de interpretación de nuestra parte?
No necesariamente. Es posible que los reflejos que percibimos, las luces que creemos ver, sean intervenciones deliberadas de terceros para que nos confundamos y creamos lo que no es. Se trata del engaño y la mentira en toda su variedad posible. Y lo que vemos o sabemos que es posible en los demás, en el mundo, es también posible en uno, aunque generalmente no lo creamos posible en nosotros mismos particularmente.
De modo que en nuestras interpretaciones de la realidad intervienen los intereses y también las intenciones, las convicciones y los afectos, así como los miedos y los rechazos, lo cual convierte a la vida en sociedad, a las interacciones humanas, en un muestrario de relaciones tanto casuales y espontáneas como causales y deliberadas.
En nuestras relaciones desplegamos siempre, conciente o inconcientemente, tácticas y estrategias, no sólo ni necesariamente ofensivas, pero siempre y como mínimo defensivas. La defensa forma parte de la lucha y del combate. Olvidarlo por un instante sería ingenuidad y torpeza.
No sólo nos confundimos por errores propios o provocados por los otros, sino que también procuramos confundir a otros, no importa cuán variable sea la magnitud de la confusión que deseemos perpetrar. No sólo recibimos distorsionadamente ciertos mensajes sino que también los emitimos así, deliberadamente, nosotros mismos.
Además, las confusiones y los errores pueden obedecer a algo más simple que el juego de los intereses y las intenciones intervinientes. ¿O acaso no existe el azar en las relaciones humanas?
También existen percepciones que son desviadas, distorsionadas o confundidas mediante inducciones massmediáticas sobre grupos de la más diversa escala que frecuentemente no son concientes de esas operaciones, o no lo son plenamente.
Por diferentes motivos, pues, fantasmagorías, espejismos, fuegos fatuos, cortinas de humo -espectáculos diversos, en suma- se interponen entre el conocimiento o reconocimiento de uno, de los demás y de las cosas. Apariencia y realidad, pues, van siempre juntas, aunque no lo veamos, no lo creamos o no lo sepamos.
Nuestra autoidentidad se compone no sólo de nuestros intereses, deseos y creencias, sino también de nuestras interpretaciones acerca de los intereses, deseos y creencias de los otros, en especial de los que los otros tienen concretamente sobre uno, sobre nuestra individualidad.
A todo esto, me adelanto a decir que la nota más evidente en todo esto es la tremenda ambigüedad e imprecisión de la identidad, tanto en la autoidentidad como en la identidad de los demás.
Tratándose de identificaciones de los demás respecto de uno, basadas en situaciones o contextos extraídos o seleccionados desde las circunstancias de los protagonistas, han de representar necesariamente un recorte de nuestras vidas; pueden ser recortes temáticos o relacionados con ciertos roles y sus correspondientes expectativas. Por lo tanto, toda identificación es siempre parcial y nunca será posible conocer la totalidad de una persona.
La autoimagen
Los sujetos tienden a autopercibirse con una relativa estabilidad o invariancia de sus rasgos identitarios, antes que como sujetos en cambio. Así, sus autopercepciones configuran autoimágenes que también son relativamente estables para ellos. No obstante, aunque la autoimagen forma parte de la subjetividad no necesariamente encaja armónicamente en ella.
Pero ni la percepción en general, ni la autopercepción son un proceso psicológico "limpio", es decir, no condicionados, sino al revés, son procesos condicionados y condicionantes de nuestra conciencia. Como ejemplo, el modo en que el consumo predominante de películas estadounidenses en Occidente "educa" la percepción y comprensión de sus discursos estéticos y conceptuales, de un modo diferente al que lo hacen las películas inglesas o las realizadas en Oriente, etc.
Son factores disciplinadores de la percepción y la autopercepción los valores, las costumbres y las estéticas dominantes de una sociedad, así como los principios ideológicos, políticos, filosóficos y religiosos con gravitación sobre los sujetos, amén de sus vínculos afectivos concretos, por ej., los mantenidos con otros significativos a lo largo de la vida (padres, hermanos, novios, esposos, hijos, nietos, etc. Y especialmente las relaciones reales y virtuales con la autoridad y con toda clase de normas, es decir, con los agentes y símbolos que actúan o expresan alguna porción de poder. Y muy especialmente la lengua.
La incardinación subjetiva de dichos factores condicionantes se halla relacionada con la capacidad de los sujetos de leer críticamente los signos externos y sus significados; también con su autoestima y sus deseos, y con sus miedos y represiones. De modo que la autopercepción se mueve entre el condicionamiento, la crítica y la autocrítica, en proporciones relativas a cada sujeto histórico.
Aquellos factores y estas capacidades se inscriben en un intercambio continuo entre sujeto y mundo en el cual ambos se transforman constantemente.
Pero la autopercepción y la consiguiente autoimagen se expresan siempre en moldes preexistentes brindados por el conocimiento. Son las formas reales. Lo nuevo se vierte en los moldes preexistentes. Cuando uno se piensa o piensa en su identidad busca encajar en categorías ya conocidas. Así es posible reducir el peso de la incertidumbre tanto como medir el de las certidumbres insatisfactorias. Uno siempre se mide, inconcientemente, con los instrumentos de medida preexistentes y se describe con términos y cánones preaprobados.
Cuando uno se mide o se describe a si mismo, esos instrumentos, términos o categorías se hallan legitimados socialmente y por eso uno se los autoaplica. Uno se mide en los demás -y en lo demás- porque necesita y desea verse aprobado desde afuera para sentirse aprobado desde si mismo.
Ansia de ratificación, necesidad de ser ratificado como miembro de la tribu. En consecuencia, aparecer y parecer para ser visualizado por los otros y verse reflejado en sus reacciones con signos que el sujeto interpretará como aceptación o rechazo.
No obstante, esa necesidad de pertenecer y parecerse de todos y cada uno no invalida la búsqueda de singularidad o distinción; es decir, la búsqueda de un perfil "propio", como si se tratara de una competencia por la posesión de ventajas competitivas. Sucede que lo propio y valioso de uno, la singularidad, al ser reconocida ayuda a configurar y ajustar la propia autoimagen generando ansias de afirmación o bien cambio de la autoidentidad. Ambas necesidades opuestas -parecerse y distinguirse- están constantemente presentes en la vida social.
Lo que llevamos dicho en esta parte equivale a reiterar la idea de que gran parte de la autoidentidad depende de la interpretación de los significados y sentidos que descubramos y atribuyamos a las modalidades de nuestra presencia en los ojos de los otros, o bien, en las formas y contenidos que creemos que expresan las miradas y señales de los otros. Por ejemplo, uno se siente rechazado por los otros cuando sus gestos, o los tonos e inflexiones de sus voces no nos resultan satisfactorios, ni suficientemente gratificantes, o no nos sugieren contención o comprensión.
Otras veces la autoimagen es simplemente el conjunto de rasgos que uno desea tener y que se imponen por sobre la conciencia del ser y la lectura empática de la mirada de los otros sobre uno.
Y otras, ya lo dijimos, lo que equivocadamente interpretamos de las miradas ajenas.
Incluso, una combinación de todo ello.
En resumen: tales identificaciones son composiciones complejas pues a la autoimagen inicial de uno se suma la imagen que de uno tienen los demás y que bien puede -y a menudo de hecho es así- no coincidir con la primera.
Insatisfacción, cambio y negación de la autoidentidad
La autoidentidad se construye conciente e inconcientemente, con conocimientos, experiencias, estímulos, acciones, emociones, recuerdos, deseos, presiones, represiones y miedos del sujeto y de los otros en las diversas tramas sociales en las que se halla inserto, con todo lo cual construye una autoimagen, es decir, una imagen comprehensiva de si mismo, percibida aunque no necesariamente aceptada por él mismo.
La subjetividad comprende los alcances -cualitativa y cuantitativamente- de la capacidad individual para "leer" o interpretar los signos propios y ajenos y para acordar sus significados y sentidos en interacción con el mundo.
¿Pero qué sucede cuando uno intenta autopercibirse, autoconocerse, y al mirarse no obtiene una imagen satisfactoria? Pues de ahí arranca un nuevo apetito de identidad, el afán de poseer una identidad, o de obtener otra distinta.
Para que un sujeto pueda desenvolverse socialmente necesita contar con una autoidentidad medianamente satisfactoria. No contar con ella será fuente de problemas que repercutirán en sus interacciones en diversos contextos sociales, al punto de poder ser rechazado en vez de incluido, o marginado en vez de destacado socialmente. Tales problemas podrán afectarlo en todas las dimensiones humanas: en lo social, económico, psicológico, afectivo, cultural, religioso, político, etc.
Frecuentemente la autoimagen identitaria del sujeto le hace interpretar y sentir desaprobación por parte de los otros. De ahí nace la búsqueda conciente de una identidad más completa, o menos conflictiva, más satisfactoria o menos insatisfactoria, la cual podrá ser más o menos alcanzada pero también podrá ser fuente real o potencial de nuevos problemas identitarios, referidos, en suma, a su inserción y funcionamiento en los grupos que frecuenta o a los que aspira integrarse.
Hay momentos en la vida en que la necesidad de poseer una identidad satisfactoria se vuelve más acuciante para el sujeto, como ocurre en la adolescencia. Es la etapa en que las personas quieren "ser alguien en la vida"; así, con esa ambigüedad e imprecisión de los contenidos del deseo.
Puestos en ese trámite buscan fuera de si -en la oferta social- los modelos aparentemente posibles, en lugar de explorar su interioridad para descubrir quiénes son y cómo son. De modo que ese pasaje habitual conduce a parecerse más a algún modelo, antes que a ser uno mismo.
En los tiempos actuales de la Globalización esa presión externa por tener una identidad para uno y para los demás crece continuamente en forma cada vez más imperiosa, a la vez que aumenta la variedad y novedad de los modelos ofrecidos socialmente, en tanto los tradicionales se hallan en crisis.
No sólo existe una gran diversidad de modelos atractivos posibles sino que su vigencia es cada vez más breve. Por eso mismo, la mayoría de las personas se halla cada vez más en la necesidad de ajustar su autoidentidad y su personalidad para resolver los desajustes que la crisis de las identidades plantea actualmente.
La conciencia de la fugacidad de los modelos y de su rápido desprestigio tornan cada vez más angustiante esa situación de indefinitud de las personas, sobre todo de los adolescentes, a diferencia de lo que sucedía antes de la Globalización, cuando la vida social no cambiaba tan rápidamente ni corroía los modelos tradicionales con la rapidez con que lo hace actualmente. Fundamentalmente, hoy están en crisis los valores asociados con los modelos identitarios anteriores.
El riesgo es la caída inminente, con la consiguiente dificultad para volver a meterse en la carrera por la supervivencia ante las nuevas condiciones del sistema. No sólo por las dificultades concretas que ello trae consigo, sino también por los desajustes psicoemocionales con que suele acompañarse dicha situación, mucho más graves que los de épocas pasadas.
Por lo tanto, la autoidentidad y la identidad en general son frutos de la cambiante dialéctica individuo-grupo-sociedad-mundo, en la que intervienen dosis de libertad, de manipulación, de autoritarismo y engaño, de voluntad, de deseo y de represión. En suma, reflexión, criticidad, inducción social, dominación, subordinación, adaptación, represión y autorrepresión.
A partir de la Modernidad somos lo que el mundo nos depara, pues es a partir del mundo desde donde nace la dirección de los procesos identitarios que llegan al individuo.
En consecuencia, la adopción de modelos identitarios conlleva actualmente una creciente reducción de la autonomía decisional por parte de las personas, en gran medida inconcientes de ello.
Los otros, los demás, lo externo, las ideas dominantes y las creencias explícitas e implícitas, sin olvidar las instituciones, las normas y especialmente las leyes, interactúan con los deseos más profundos del sujeto para condicionar o determinar sus percepciones y sensaciones.
En un contexto individual de insatisfacción identitaria los otros pueden constituir el principal y más grave problema, pero también pueden ser ignorados hasta la indiferencia casi total.
Se trata de procesos cuyos efectos o consecuencias serán diferentes según sean o no más o menos concientes. Por lo tanto, las decisiones múltiples de los sujetos serán influenciadas en diverso grado y forma por esta clase de problemas identitarios.
La insatisfacción e incomodidad identitarias no son sólo consecuencia de actos reprobatorios externos, aunque generalmente éstos constituyan la causa principal de aquellos estados. Una vez más, también resultan de las alternativas provocadas por el deseo, los miedos, la represión, los sueños, la imaginación, la idiosincracia y la información de los sujetos y de los grupos sociales de pertenenecia.
La insatisfacción con uno mismo es causa y/o efecto del rechazo de aquellos signos o atributos causantes de ese estado; rechazo que se expresa mediante respuestas más o menos visibles y más o menos concientes que son percibidas e interpretadas por los demás con más o menos exactitud.
Las reacciones posibles del sujeto insatisfecho pueden ir desde la resignación o el resentimiento hasta la rebeldía y la voluntad de cambiar esa insatisfacción por nuevas sensaciones más soportables. Pero esta voluntad, cuando existe, suele ser inicialmente imprecisa: los humanos tendemos a visualizar primeramente aquello que no queremos que se repita, aquello que no queremos experimentar nunca más. Es decir, primero rechazamos lo que nos angustia u oprime y sólo después buscamos definir positivamente el objeto de una búsqueda de mayor satisfacción.
Dichas respuestas pueden ser, por un lado, las que sólo consisten en el rechazo a la insatisfacción identitaria, y por ende, a sus signos causales, pero permaneciendo el sujeto en ella sin activar otros mecanismos decisionales; y por otro lado, las que constituyen formas diversas de salirse, de escaparse, de huir, y hasta de forjarse una nueva identidad. Intentos que podrán realizarse con resultados variados. En esta segunda clase se inscriben también ciertas formas sólo aparentemente liberadoras de la insatisfacción determinada por la conciencia identitaria anterior.
Puede que la autoidentidad y las insatisfacciones consiguientes provocadas por ella (según lo sienta el sujeto) no sean superadas adecuada ni totalmente por una nueva adopción o constitución identitaria. En principio porque ello no se produce automáticamente por la mera toma de conciencia de la situación de insatisfacción o de mortificación atribuida a aquella percepción, ni tampoco por el mero deseo y voluntad de cambio. Obviamente, dicha superación habrá de ser fruto de trabajos pertinentes y eficaces ordenados a ese fin.
De modo que a partir de una sensación de insatisfacción podrá el sujeto despojarse de ella en la medida en que su conciencia y su voluntad se traduzcan en actos concretos. En principio, los cambios primeramente reconocibles se presentarán en la capa externa de la "cebolla" de su identidad. Por lo menos, así es como con mayor frecuencia se produce habitualmente.
En consecuencia, a partir de la interpretación de los nuevos signos que hubiera adoptado, el sujeto podrá creer que ha cambiado y que ya no es lo que era. Pero bien puede suceder que este convencimiento particular no sea refrendado por los otros que lo frecuentan o que lo conocen directa o indirectamente.
Hay muchas maneras concretas de intentar modificar o despojarse de esa capa externa de la cebolla que es uno; una de ellas consiste en ocultar lo que no nos gusta de nosotros mismos, lo que nos avergüenza, lo que nos perjudica, lo que sabemos que desagrada a los demás, lo que no nos complace, o no nos conviene, o nos avergüenza, etc.
Cuando eso no es posible de alcanzar sin que se note, es decir, sin exponer ante terceros las propias insatisfacciones concretas, existe el recurso al disimulo, al maquillaje o distracción del observador externo, o a la adopción deliberada de nuevas capas en nuestra cebolla.
En definitiva, el párrafo precedente alude a la diferencia entre ser y parecer y a las eventuales peripecias de coordinación de estas variables en el comportamiento social del sujeto.
La particular complejidad de cada hombre concreto -ésa que se expresa en las múltiples dimensiones de su ser- se corresponde gráficamente con la existencia de sus múltiples capas de cebolla dispuestas en profundidad, por lo tanto, invisibles y ocultas a las miradas externas.
En cambio, aquello que normalmente vemos en cada uno, o sea su exterioridad, y que no necesariamente ha de hallarse en línea con las características personales de sus capas más profundas, expresa tanto conciente como inconcientemente el parecer y la intención inmediata puesta en juego.
Generalmente, la fachada, la exterioridad, lo que aparece y parece, es siempre una porción exigua de la totalidad identitaria de alguien, por lo cual es arbitrario que con ella se pretenda definir esa totalidad: a menudo, lo que parece ser no es.
Siempre entran en juego las capas íntimas y la capa exterior a través de la conciencia, razón por la cual el sujeto a menudo es conciente de su insatisfacción identitaria, no así de los equívocos de su autoimagen, por ejemplo cuando se autoengaña o como sucede en los casos de psicopatías.
La insatisfacción con la propia identidad o con la autoimagen suele movilizar comportamientos activos en busca de su sustitución, sacando afuera -conciente o inconcientemente- los problemas e inquietudes de las capas más íntimas del ser en busca de la plena realización. En estos casos, ya lo dijimos, existe un deseo de cambio y, eventualmente, también una voluntad de cambio alineadas al mismo fin.
No obstante, de no alcanzar los objetivos propuestos puede sobrevenir una nueva incomodidad adicional del sujeto, una mayor insatisfacción identitaria, en la medida en que el deseo y la voluntad no puedan sobreponerse a los obstáculos o impedimentos existentes, generadores de incertidumbre y miedo; se produce así una tensión entre el querer y el poder, en este caso, con el no poder.
La tensión entre el ser y el parecer en la lucha por la identidad se relaciona con las condiciones del contexto social (lato sensu) en el cual los sujetos se desenvuelven y con las modalidades concretas de resolución de conflictos.
En el caso anterior hay una negación de la autoimagen, un rechazo de los signos externos, de sus significados, de las modalidades de presentación de la capa externa de la cebolla de su identidad y un deseo de sustitución por otra que permita referenciarla con el convencimiento de poseer una nueva identidad, o mejor dicho de una distinta. A partir de allí nace el deseo y la voluntad de cambio, consistentes en el más simple de los casos en preferir y desear autopercibirse y ser percibido por los otros con rasgos que oculten, disimulen o engañen su autopercepción y la percepción ajena sobre su identidad.
Puede suceder que nuevos roles y comportamientos sociales, un status social más elevado, un mayor pulimiento social, una mayor ilustración, mayor riqueza, etc, u otros factores sean suficientes para provocar un cambio en aquellos estados de insatisfacción identitaria del sujeto. Es decir, puede que hayan sido visualizados y autoaceptados, y hasta aprobados y legitimados socialmente. Y que de todo ello el sujeto sienta que se ha negado a ser, a comportarse o a parecer de la manera anterior.
En tal caso se trataría de recambios de la capa externa de la identidad del sujeto. No obstante, una "negación" de ese tipo no necesariamente hará desaparecer la autoidentidad indeseada de la conciencia del sujeto; incluso la adopción de una nueva apariencia en determinadas circunstancias podrá confirmar la supervivencia incómoda de la anterior, en tanto los nuevos signos que ella presente (diferentes u opuestos a los que componen la autoidentidad insatisfactoria) no hagan otra cosa que delatar los rasgos o signos que intenta ocultar.
Vale recordar que la identidad de toda persona está en el conjunto de "capas" de su persona, y no única ni simplemente en la capa externa, ésa que pueden ver quienes se acercan o interactúan superficialmente con el sujeto.
Otra modalidad de la negación se presenta en aquellas situaciones en que la incomodidad del sujeto no se produce por no poder sacar afuera su subjetividad para que coincidan lo más posible el ser y el parecer, sino precisamente por motivos distintos y opuestos, como sucede cuando quiere impedir que ese proceso se lleve a cabo o cuando pretende que los otros no se enteren de cómo es su verdadera personalidad, o por lo menos alguna parte muy importante de ella.
Acá estamos ante lo que podemos llamar miedo a cambiar, en un caso, y a mostrar la identidad oculta, en el otro, cuando los sujetos no quieren cambiar ni perder su identidad reconocida públicamente para que no quede expuesta y transparentada su identidad profunda, por lo general reservada a ámbitos de intimidad.
El ejemplo más cercano es el de las opciones sexuales alternativas de hombres y mujeres cuando son mantenidas en secreto, sin atreverse a "salir del closet", con el riesgo de los costos a pagar en materia de equilibrio psíquico. Análogamente, existen situaciones similares consistentes en miedo al sinceramiento de la identidad más íntima en materia religiosa, moral, política, ideológica, etc, toda vez que las condiciones del contexto sean hostiles o no adecuadas ni convenientes para ese sinceramiento.
En estos casos, la negación identitaria constituye un ocultamiento cuando no una represión: sus cálculos y sus miedos se sobreponen a su deseo y su voluntad. A partir de allí pueden generarse comportamientos que intenten desviar la atención y la percepción de las miradas externas sobre aquello que se desea mantener oculto.
Del cambio superficial al profundo
Ahora bien, ¿es posible elegir concientemente una identidad concreta y trabajar en su adquisición? ¿Hasta dónde es realmente posible hacerlo? ¿No será una ficción esa posibilidad? ¿Pueden el deseo y la voluntad alcanzar siempre lo que se proponen?
Es obvio que no. Ellos revelan aquello que el sujeto desea como realidad, pero no pueden por si solos alcanzar su propósito. Es decir, aún teniendo un objeto a perseguir no pasan a la realidad sino cuando se tensan en acto concreto, en la acción, y en ésta, la obtención de los fines perseguidos dependerá de muchas variables combinadas.
Cuando se define al hombre con líneas abstractas se traspone el umbral de la realidad y se penetra en una suerte de eco más o menos lejano de ésta; lo que sucede, por ejemplo, toda vez que se piensa al hombre como un ser esencialmente libre, libre para elegir y decidir. Es sabido que en el siglo XX algunos filósofos introdujeron las ideas de situación y de existencia para compensar esa perspectiva demasiado optimista, por calificarla de alguna forma.
¿De qué vale entonces dicha capacidad, como esencia emblemática de los hombres, si constantemente dicho atributo colisiona con la necesidad y las circunstancias concretas del medio? Si reconocemos que la esencia del hombre es su condición de creador, ciertamente debe contar con la libertad como un atributo pleno en el cual inscribir su voluntad y su inteligencia. Pero en última instancia la raíz, la fuente de todo acto creador es el ansia, un apetito, un anhelo que busca un objeto en el cual realizarse.
Por lo tanto, ¿en qué medida la identidad individual depende de cada sujeto? ¿Hasta dónde importan los condicionamientos y determinaciones de la libertad y la necesidad?
Constantemente conspiran contra el ansia de identidad los condicionamientos y obstáculos de todo tipo, pequeños, medianos y grandes, a veces superables, a veces no, por lo cual los cambios de la autoidentidad concientemente perseguidos serán más o menos lentos o rápidos, parciales o totales, pero siempre serán fruto de un ansia, de un deseo de desear. Ello implica que el sujeto posea conciencia de su situación, de su identidad y su imagen, y que además posea el ardor que movilice su voluntad en la dirección eficaz de los trabajos pertinentes a los fines correspondientes.
Si no es así, una persona podrá cambiar rasgos de su identidad pero no necesariamente ha de ser conciente de ello.
Todos efectuamos constantemente elecciones aunque no todas se plasmen en decisiones alineadas en el mismo sentido. Más aun, la mayoría de ellas son meros anhelos, apreciaciones o evaluaciones que no se traducen en acto porque la voluntad no decide involucrarse. Ahora bien, ¿valen lo mismo todas y cada una de nuestras elecciones y decisiones? Muchas veces nos equivocamos, y otras tantas puede que -si nos damos cuenta- intentemos rectificar esos errores. Pero también ocurre a menudo que eso ya no sea posible.
Por otra parte, constantemente elegimos, decidimos y actuamos con lo que podemos y como podemos, y no necesariamente con lo que deseamos. Esto nos pone en situación de dejar de ser sujetos para ser meros objetos de interacciones con el mundo. Además, podemos traer a colación palabras como destino, pero también azar, casualidad… palabras que son sólo aire, que designan algo inasible… pero que igualmente comprendemos.
CAPITULO II
Subjetividad y homogeneidad
Todos cambiamos por partes, de a poco, constantemente, no de golpe y totalmente. Cambiamos superficialmente y también íntimamente. Todo ello independientemente de que lo notemos o lo creamos, por lo cual tenemos cambios inconcientes, pero otras veces somos concientes de ellos aunque no los queremos asumir. También puede ocurrir que aquello que consideramos cambio en nuestra identidad sólo sean cambios aparentes.
Así, puede suceder que una parte de nuestra identidad cambie, o al menos así aparente, en tanto que otra parte más profunda e íntima no lo haga. Ello implica que todo sujeto lleva en si rasgos correspondientes a más de una identidad, o mejor dicho, a una identidad múltiple. Siempre quedan restos de identidades viejas conviviendo con partes de nuevas identidades. Tanto simultáneamente como a lo largo del tiempo.
Esto nos vincula con la pregunta acerca de si la identidad es una sola. Ya hemos dicho que se constituye con un haz de percepciones múltiples más un conjunto de elementos situacionales y otro conjunto de elementos generales.
Si por "única" creemos que el sujeto posee una identidad que lo contiene en la totalidad de lo observable por otros sujetos, es decir, como si fuera una coraza que lo recubre, lo identifica y lo expone con una factura homogénea y de una sola pieza, pues entonces decimos que no es así.
El individuo tiene diversas identidades no sólo en profundidad (como lo expresado con el ejemplo de las capas de una cebolla, lo cual nos lleva a distinguir entre identidad observable e identidad profunda), sino también en el plano de la apariencia externa puesto que en general, y sobre todo en esta etapa de la Globalización, los sujetos son portadores de signos diversos que corresponden a sesgos identitarios que conviven en su personalidad, que son visibles y registrables por otros, y que en sus interacciones sociales actúan en conjunto y relacionadamente aunque parezcan hacerlo aisladamente.
Hasta ahora hemos hablado en un sentido optimista de la mirada de los otros, de los reflejos de uno en los demás y de las múltiples perspectivas sobre uno que tienen otros. Pero estas miradas no son siempre ratificadoras de la autoimagen del sujeto. Por el contrario, lo que abunda es la contestación, la duda, el rechazo, la impugnación de los otros respecto de uno. La vida humana, se sabe, es conflicto, lo cual equivale a sostener que los sujetos interactúan buscando acuerdos y consensos, pero no siempre los logran ni buscan compatibilizar posiciones.
Nuestras interacciones nos permiten rechazar en otros ciertos rasgos identitarios, o bien aceptarlos, pero también ser rechazados o aceptados por otros que entran en contacto con nuestra identidad, con nuestra imagen y nuestros sentimientos. En ciertos casos, en cambio, nos permiten posicionarnos eclécticamente, o con indiferencia incluso.
Generalmente las identificaciones que solemos hacer de los otros, y los otros de uno, se caracterizan por ser básicamente antinómicas, polarizadas, es decir, en la lógica simplista del blanco o negro, o del bueno o malo, o lindo o feo. Especialmente así en la infancia y en la juventud, mientras que a medida que maduramos y acumulamos experiencia nuestras identificaciones dejan de producirse con sesgos absolutistas.
Sin embargo, lo dicho no constituye una regla fatal ya que existen sociedades que se mantienen relativamente inalterables a lo largo de los años, por ejemplo en la construcción de la autoimagen y en la construcción del otro. Qué duda cabe que así sucede, entre tantos ejemplos disponibles, allí donde existen fundamentalismos religiosos y donde la noción de enemigo es inveterada lo mismo que sus notas particulares.
El mecanismo no es diferente al existente en sociedades sin fundamentalismos religiosos, por ejemplo en sociedades latinoamericanas en vías de desarrollo, pero con fuerte incidencia del machismo en la problemática de género.
En ambos tipos de sociedades intervienen autoimágenes y autoidentidades impuestas socialmente en forma vertical y autoritaria, con rigidez y conservadurismo muy fuertes.
Con todo, en sociedades excesivamente cerradas y rígidas la homogeneidad de los comportamientos sociales no constituye aceptación o consenso automático de los supuestos y normas establecidos, ya que suelen presentar tanta conciencia de insatisfacción identitaria como en las sociedades abiertas, con la diferencia de que en aquellas sociedades dicha conciencia no suele trascender la esfera del individuo o, a lo sumo, los de su familia cercana, ni volcarse en forma de resistencia de alguna clase, precisamente por la fuerte agresividad del medio a esos sentimientos.
La homogeneidad y conformidad autoidentitaria suele estar constituida por aquellos que aparentan aceptar positivamente el sistema social –sobre todo aquellos que se benefician con él- y por aquellos otros que simulan aceptarlo para no quedar expuestos y sujetos a múltiples acciones hostiles por parte de quienes controlan el poder.
Esa homogeneidad es, pues, engañosa, sobre todo para el extranjero que llega a esos lugares, el cual suele creer que la exteriorización masiva y uniforme de comportamientos públicos disciplinados verticalmente se compadecen con correlativos estados de conciencia de aceptación y aval a esos sistemas. Como indica la experiencia, no necesariamente es así, ya que suelen coexistir identidades colectivas asumidas con relativa conformidad junto a otras impostadas y falsas, sólo externamente asumidas o, si se quiere, no asumidas íntimamente.
Lo cierto es que los individuos, como los grupos sociales, pueden contar con una identidad asumida, y con más de una, inclusive. Esa asunción puede ser problemática o no, pero tampoco inhibe el ansia de adquirir nuevos rasgos identitarios.
NEGACIÓN Y AUTONEGACIÓN DE LA IDENTIDAD
La negación de identidad abarca desde la no aceptación hasta el rechazo violento de la identidad o la imagen de un individuo, un grupo social o de una sociedad concretos.
Las causas posibles de dichas negaciones son variadas, pero casi siempre están fundadas en sensaciones de peligro y miedo de los miembros individuales y del grupo al cual pertenecen el o los negadores. Frecuentemente los involucrados en estos comportamientos no suelen ser concientes de su carácter negador, ni de los miedos profundos que experimentan respecto de esos otros negados.
Ciertamente, todo sujeto y todo grupo social, en tanto que sujetos sociales y jurídicos, tienen derecho a la identidad en las múltiples modalidades o especies en que ella puede ser considerada o deseada siempre y cuando ello no perjudique a otros; es decir, tienen derecho a la búsqueda y asunción personal conciente de su identidad, pero también tienen derecho a rechazarla y a rechazar toda forma de identidad que otros les atribuyan y que a ellos no les satisfaga.
En este caso, se trata de impugnar las identidades o las identificaciones concretas a ellos atribuidas en tanto que integrantes de un colectivo particular, y ello por el carácter que tiene toda identificación de ser instrumentos de expresión del poder, aspecto que ahora empezamos a considerar. De modo que negar los formatos, modelos, percepciones y eventualmente estereotipos ajenos sobre uno y sobre el sujeto colectivo al cual uno perteneces es un acto equivalente -salvadas las distancias- al de esos indígenas que no aceptan que se les saque una fotografía por considerar que de ese modo les roban el alma.
El hecho de que una identidad atribuida por otros sea resistida o negada individual, grupal o socialmente constituye en principio un acto de independencia, de resistencia a ser apresados por las percepciones ajenas, siempre fragmentarias e insuficientes para representar la riqueza de la identidad de cualquier ser humano. Especialmente por el injusto carácter conservador que generalmente tienen los parámetros identitarios, por un lado, y por la gravitación intensa y constante que las ansias personales tienen como factor movilizador de la insatisfacción y la voluntad de cambio, por otro lado.
En tal sentido, esa autonegación, o ese intento de escapar a la identidad acreditada, autorreconocida o atribuida a un sujeto individual o colectivo por terceros, no debe ser coartada o restringida por factores externos a ellos, por ejemplo por consideraciones políticas, ideológicas, religiosas o sociales que se impongan al derecho, al deseo y a la voluntad de los individuos y los grupos sociales.
Ello equivale a postular que debe existir responsabilidad individual y colectiva respecto de las consecuencias posibles de toda identificación. Es fácil admitirlo cuando se piensa en los estereotipos denigratorios y otras formas de discriminación y uno se pone del lado de las víctimas y de los principios fundamentales de la vida civilizada. Sobre todo si las víctimas se hallan lejos de uno y de nuestro mundo particular. En estos casos, automáticamente todos condenamos al victimario.
Pero lo que a menudo uno no tiene en cuenta es que cada uno en su propio ámbito se convierte sin saberlo en un victimario constante de otros. Incluso, aunque simultáneamente se sienta víctima de otros a quienes considera sus victimarios.
Ello se produce por la influencia y la actuación de variables como el estado, la nacionalidad, la idea de patria, la clase social, la etnia, la colectividad, el colectivo, la religión y la iglesia de que se trate, el status, la cultura, el género, etc.
Todas ellas constituyen una estructura social consustancial a una concepción y una organización del poder que se expresa históricamente a través de la dialéctica dominación-subordinación, en la cual hallan legitimidad y legalidad los protagonistas individuales y colectivos que cumplen simultáneamente los roles de víctimas y victimarios.
Las identificaciones y su producto, es decir, los cuadros de identidad, no deberían ser legitimadas ni legalizadas sin la conformidad de sus destinatarios, de modo de no ser causa de discriminación para ellos. Pero como ello es imposible de lograr sin perjuicio de la libertad de pensamiento y de expresión, principios universales, es decir, deseables en todos los tiempos y todos los lugares, hay que admitir que siempre existen formas y grados de agravio implícitas en la constitución de toda identidad. Pensemos simplemente en las miradas recíprocas de inmigrantes y nativos en la Europa actual.
Por lo tanto, nadie es inocente nunca. Desde el momento en que existe un sistema sociopolítico cuyo dispositivo de dominación más eficaz es el estado, como factor máximo y totalizador de todos los factores mencionados anteriormente, todos y cada uno de los sujetos que son simultáneamente individuales y sociales se apropian de la realidad mediante las percepciones, las palabras y las ideas, el reconocimiento, las clasificaciones, las categorías, los modelos, las formas y los soportes culturales del pensamiento.
Toda sociedad engendra dinámicas sociales que incluyen medios y fines positivos y negativos. Y no es que unas sean puramente positivas y otras puramente negativas, sino que ambas líneas cualitativas están presentes en todas las dinámicas. En todo -en la totalidad- y en cada parte de ésta, coexisten los opuestos como una contradicción perpetua.
Así es el caso de la cohesión social y política que para adentro de una comunidad o una sociedad produce el sentido colectivo de pertenencia a ámbitos de referencia identitaria como el estado, la nación, la patria o la clase social, los cuales existen siempre en referencia a otros Estados, otras naciones, otras patrias y otras clases sociales, respecto de los cuales trazan fronteras que determinan simultáneamente inclusiones y exclusiones.
De modo que todos discriminamos, y no únicamente los otros respecto de nosotros o el otro respecto de uno. Ahora bien, la discriminación, practicada en todos los tiempos y lugares, es un fruto fatal de la socialización y la subjetivación humana. En todo caso, es una forma de ser siendo en contacto con los otros. Lo grave no es la diferencia en si misma sino la coerción de la libertad que puede aparecer en cada situación de identificación, la cual remite a una relación de poder, es decir, de dominación-subordinación, dicho en sentido amplio.
Esa negación de los otros, parcial o total, podrá ser de hecho muy cruel, pudiendo llegar a su supresión, aniquilamiento, exclusión, marginación, explotación, etc., en carácter de "enemigos", o podrá ser una supresión simbólica y hasta tolerada.
Sin embargo, cuando el proceso de negación del otro es asumido concientemente como tal por sus destinatarios, es decir, cuando ambos términos de la relación asimilan mutuamente su carácter de opuestos y eventualmente de enemigos, aquel proceso se convierte en reforzador de su identidad y su autoimagen, lo cual puede propiciar la lucha o la resistencia contra el enemigo poderoso y hostil, pero eso no significa que los sujetos victimizados tengan que aceptarse necesariamente a si mismos por ser configurados como enemigos en los términos de los otros.
De ahí que todos los sujetos tienen derecho a la identidad y a resistir y luchar contra los intentos contrarios a su identidad por parte de otros sujetos, pero también tienen derecho a cambiar de identidad en todo o en parte, lo cual implica intentar escapar de la fatalidad de ser enemigo para otro, tanto en sentido real como metafórico.
Entre los procesos de socialización y educación y los de la formación identitaria existen unas relaciones simultáneas y mutuas de interdependencia; dicho de otro modo, de complementariedad, puesto que los tres se necesitan y refuerzan para el mejor desempeño de la condición humana y social en el universo de la experiencia humana, la cual contiene todo lo existente en la tensión entre el yo y el mundo.
Los humanos conocen e identifican en situación de experiencia e interacción concreta con otro sujeto real, particular o colectivo, y también con objetos materiales o ideales, entre éstos últimos las palabras y sus significados.
La experiencia individual se nutre de actos directos, internos y externos, físicos y psíquicos, prácticos e intelectuales, junto con emociones y sentimientos, y de actos indirectos conocidos y aprendidos en tanto experiencia de otros, o experiencia ajena recibida, conocida y aprendida, percibida e interpretada que puede provenir del mismo o de distintos entornos espaciales y temporales.
Por lo tanto la experiencia se pone en juego en la relación entre el yo y las cosas, o el mundo, pero se encarna en acto de conciencia en el individuo, en cada individuo. Esto lleva a reconocer que la condición humana es fruto de una tensión constante entre ellas, entre el sujeto y el o los objetos, entre la conciencia y la materia, entre el contenido y la forma, entre la esencia y la cantidad.
Pero la condición humana no es un dato fijo sino cambiante por estar en el tiempo y en el espacio. Viene a cuento la sentencia de Protágoras que dice que "el hombre es la medida de todas las cosas". Lo es en tanto las cosas se remiten a la percepción, y como ésta es subjetiva el ser de las cosas está en la mirada del sujeto. Obviamente que en este caso está puesto el enfoque en la diversidad de los sujetos y en consecuencia se resalta la diversidad.
Pero también, en aquella frase de Protágoras el término hombre podría entenderse como categoría o clase, como hombre abstracto o colectivo que es identificado a partir no de las diferencias o diversidad de los individuos sino de las semejanzas, y en este sentido las cosas se miden en los intereses humanos colectivos.
Por lo tanto, asumir identidades por parte de un individuo implica no sólo conocer nuestras diferencias con los otros, sino aquello en que nos parecemos a otros y en función de lo cual podemos integrar con ellos un nosotros: el colectivo de quienes se parecen a mí y el colectivo a quien yo me parezco. Somos los otros.
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