Partes: 1, , 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12
El desgraciado estaba perdido. ¿Quién podría arrancarle a ese poderoso abrazo? El capitán Nemo se precipitó, sin embargo, contra el pulpo, al que de un hachazo le cortó otro brazo. Su segundo luchaba con rabia contra otros monstruos que se encaramaban por los flancos del Nautilus. La tripulación se batía a hachazos. El canadiense, Conseil y yo hundíamos nuestras armas en las masas carnosas. Un fuerte olor de almizcle apestaba la atmósfera.
Por un momento creí que el desgraciado que había sido enlazado por el pulpo podría ser arrancado a la poderosa succión de éste. Siete de sus ocho brazos habían sido ya cortados. Sólo le quedaba uno, el que blandiendo a la víctima como una pluma, se retorcía en el aire. Pero en el momento en que el capitán Nemo y su segundo se precipitaban hacia él, el animal lanzó una columna de un líquido negruzco, secretado por una bolsa alojada en su abdomen, y nos cegó. Cuando se disipó la nube de tinta, el calamar había desaparecido y con él mi infortunado compatriota.
Una rabia incontenible nos azuzó entonces contra los monstruos, diez o doce de los cuales habían invadido la plataforma y los flancos del Nautilus. Rodábamos entremezclados en medio de aquellos haces de serpientes que azotaban la plataforma entre oleadas de sangre y de tinta negra. Se hubiera dicho que aquellos viscosos tentáculos renacían como las cabezas de la hidra. El arpón de Ned Land se hundía a cada golpe en los ojos glaucos de los calamares y los reventaba. Pero mi audaz compañero fue súbitamente derribado por los tentáculos de un monstruo al que no había podido evitar.
No sé cómo no se me rompió el corazón de emoción y de horror. El formidable pico del calamar se abrió sobre Ned Land, dispuesto a cortarlo en dos. Yo me precipité en su ayuda, pero se me anticipó el capitán Nemo. El hacha de éste desapareció entre las dos enormes mandíbulas. Milagrosamente salvado, el canadiense se levantó y hundió completamente su arpón hasta el triple corazón del pulpo.
-Me debía a mí mismo este desquite -dijo el capitán Nemo al canadiense.
Ned se inclinó, sin responderle.
Un cuarto de hora había durado el combate. Vencidos, mutilados, mortalmente heridos, los monstruos desaparecieron bajo el agua.
Rojo de sangre, inmóvil, cerca del fanal, el capitán Nemo miraba el mar que se había tragado a uno de sus compañeros, y gruesas lágrimas corrían de sus ojos.
Ninguno de nosotros podrá olvidar jamás aquella terrible escena del 20 de abril. La he escrito bajo el imperio de una violenta emoción. He repasado luego mi relato, y se lo he leído a Conseil y al canadiense. Lo han encontrado lleno de exactitud en los hechos, pero insuficiente en su expresividad. Y es que para describir tales cuadros haría falta la pluma del más ilustre de nuestros poetas, el autor de Los trabajadores del mar.
He dicho que el capitán Nemo lloraba mirando al mar. Inmenso fue su dolor. Era el segundo compañero que perdía desde nuestra llegada a bordo. ¡Y qué muerte! Aquel amigo, aplastado, asfixiado, roto por el formidable brazo de un pulpo, triturado por sus mandíbulas de hierro, no debía reposar con sus compañeros en las apacibles aguas del cementerio de coral.
Lo que me había desgarrado el corazón, en medio de aquella lucha, fue el grito de desesperación del desgraciado, ese pobre francés que olvidando su lenguaje de convención había recuperado la lengua de su país y de su madre en su llamamiento supremo. Tenía yo, pues, un compatriota entre la tripulación del Nautilus, asociada en cuerpo y alma al capitán Nemo, que como éste huía del contacto con los hombres. ¿Sería el único que representara a Francia en esa misteriosa asociación, evidentemente compuesta de individuos de nacionalidades diversas? Éste era otro de los insolubles problemas que me planteaba sin cesar.
El capitán Nemo retornó a su camarote, y durante bastante tiempo no volví a verle. De su tristeza, desesperación e irresolución cabía hacerse una idea por la conducta del navío de quien él era el alma y al que comunicaba todas sus impresiones. El Nautilus no seguía ya ninguna dirección determinada; iba, venía y flotaba como un cadáver a merced de las olas. La hélice estaba ya liberada, pero apenas se servía de ella. Navegaba al azar. Parecía no poder arrancarse al escenario de su última lucha, a ese mar que había devorado a uno de los suyos.
Diez días transcurrieron así, hasta el 1 de mayo. Ese día, el Nautilus reemprendió su marcha al Norte, tras haber avistado las Lucayas, ante la abertura del canal de las Bahamas. Seguimos entonces la corriente del mayor río marino, que tiene sus orillas, sus peces y su temperatura propias. Hablo del Gulf Stream.
Es un río, en efecto. Corre libremente por el Atlántico, y sus aguas no se mezclan con las oceánicas. Es un río salado, más salado que el mar que le rodea. Su profundidad media es de tres mil pies y su anchura media de sesenta millas. En algunos lugares, su corriente marcha a la velocidad de cuatro kilómetros por hora. El invariable volumen de sus aguas es más considerable que el de todos los ríos del Globo.
La verdadera fuente del Gulf Stream, reconocida por el comandante Maury, o su punto de partida, si se prefiere, está situada en el golfo de Gascuña. Allí, sus aguas, aún débiles de temperatura y de color, comienzan a formarse. Desciende al Sur, costea el África ecuatorial, calienta sus aguas con los rayos solares de la zona tórrida, atraviesa el Atlántico, alcanza el cabo San Roque en la costa brasileña y se bifurca en dos brazos, uno de los cuales va a saturarse de las calientes moléculas del mar de las Antillas. Entonces, el Gulf Stream, encargado de restablecer el equilibrio entre las temperaturas y de mezclar las aguas de los trópicos con las aguas boreales, comienza a desempeñar su papel de compensador. Se calienta fuertemente en el golfo de México y luego se eleva al Norte a lo largo de las costas americanas hasta llegar a Terranova, donde se desvía por el empuje de la corriente fría del estrecho de Davis y reemprende la ruta del océano siguiendo sobre uno de los grandes círculos del Globo la línea loxodrómica; hacia el grado 43 se divide en dos brazos, uno de los cuales, ayudado por el alisio del Nordeste, vuelve hacia las Azores y el golfo de Gascuña, mientras el otro, tras templar las costas de Irlanda y de Noruega, llega más allá de las Spitzberg, donde su temperatura desciende a cuatro grados, para formar el mar libre del Polo.
Por ese río oceánico era por el que navegaba entonces el Nautilus. A su salida del canal de las Bahamas, el Gulf Stream, con catorce leguas de anchura y trescientos cincuenta metros de profundidad, marcha a ocho kilómetros por hora. Esta rapidez decrece a medida que avanza hacia el Norte. Es de desear que persista esta regularidad, pues si, como se ha creído notar, se modificaran su velocidad y su dirección, los climas europeos se verían sometidos a perturbaciones de incalculables consecuencias.
Hacia mediodía me hallaba en la plataforma con Conseil, a quien explicaba las particularidades del Gulf Stream. Terminada mi explicación, le invité a meter las manos en la corriente. Al hacerlo así, Conseil se quedó muy sorprendido de no experimentar ninguna sensación de frío o calor.
-Ello se debe -le dije- a que la temperatura del Gulf Stream al salir del golfo de México es poco diferente de la de la sangre. El Gulf Stream es una gran estufa que hace posible a las costas de Europa adornarse de un verdor perenne. De creer a Maury, si se pudiera utilizar totalmente el calor de esta corriente se obtendría el suficiente para mantener en fusión a un río de hierro tan grande como el Amazonas o el Missouri.
En aquellos momentos, la velocidad del Gulf Stream era de dos metros veinticinco por segundo. Su corriente es tan distinta del mar que la rodea que sus aguas comprimidas forman una especie de relieve y se opera un desnivelamiento entre ellas y las aguas frías. Oscuras y muy ricas en materias salinas, destacan por su azul puro de las aguas verdosas que las rodean. Tan neta es la línea de demarcación que el Nautilus, a la altura de las Carolinas, cortó con su espolón las aguas del Gulf Stream mientras su hélice batía aún las del océano.
La corriente arrastraba con ella a todo un mundo de seres vivos. Los argonautas, tan comunes en el Mediterráneo, viajaban por ella en gran número. Entre los cartilaginosos, los más notables eran las rayas, cuya cola, muy suelta, constituía casi la tercera parte de un cuerpo que tomaba la forma de un gran rombo de veinticinco pies de largo. Había también pequeños escualos, de un metro, con la cabeza grande, el hocico corto y redondeado, puntiagudos dientes dispuestos en varias hileras, y cuyos cuerpos parecían cubiertos de escamas.
Entre los peces óseos, anoté unos labros grises propios de esos mares; esparos sinágridos cuyo iris resplandecía como el fuego; escienas de un metro de largo, con una ancha boca erizada de pequeños dientes, que emitían un ligero grito; centronotos negros, de los que ya he hablado; corífenas azules con destellos de oro y plata; escaros, verdaderos arco-iris del océano que rivalizan en colores con los más bellos pájaros de los trópicos; rombos azulados desprovistos de escarnas; bátracos recubiertos de una faja amarilla y transversal semejante a una t griega; enjambres de pequeños gobios moteados de manchitas pardas; dipterodones de cabeza plateada y de cola amarilla; diversos ejemplares de salmones; mugilómoros de cuerpo esbelto y de un brillo suave, como los que Lacepéde ha consagrado a la amable compañera de su vida, y, por último, un hermoso pez, el «caballero americano», que, condecorado con todas las órdenes y recamado de todos los galones, frecuenta las orillas de esa gran nación que en tan poca estima tiene a los galones y a las condecoraciones.
Por la noche, las aguas fosforescentes del Gulf Stream rivalizaban con el resplandor eléctrico de nuestro fanal, sobre todo cuando amenazaba tormenta como ocurría frecuentemente en aquellos días.
El 8 de mayo nos hallábamos aún frente al cabo Hatteras, a la altura de la Carolina del Norte. La anchura allí del Gulf Stream es de setenta y cinco millas y su profundidad es de doscientos diez metros. El Nautilus continuaba errando a la aventura. Toda vigilancia parecía haber cesado a bordo. En tales condiciones, debo convenir que podía intentarse la evasión, con posibilidades de éxito. En efecto, las costas habitadas ofrecían en todas partes fáciles accesos. Además podíamos esperar ser recogidos por algunos de los numerosos vapores que surcaban incesantemente aquellos parajes asegurando el servicio entre Nueva York o Boston y el golfo de México, o por cualquiera de las pequeñas goletas que realizaban el transporte de cabotaje por los diversos puntos de la costa norteamericana. Era, pues, una ocasión favorable, a pesar de las treinta millas que separaban al Nautilus de las costas de la Unión.
Pero una circunstancia adversa contrariaba absolutamente los proyectos del canadiense. El tiempo era muy malo. Nos aproximábamos a parajes en los que las tormentas son frecuentes, a esa patria de las trombas y de los ciclones, engendrados precisamente por la corriente del Golfo. Desafiar a bordo de un frágil bote a un mar tan frecuentemente embravecido era correr a una pérdida segura, y el mismo Ned Land convenía en ello Por eso, tascaba el freno, embargado de una furiosa nostalgia que sólo la huida hubiese podido curar.
-Señor -me dijo aquel día-, esto debe terminar. Voy a hablarle francamente. Su Nemo se aparta de tierra y sube hacia el Norte. Le digo a usted que ya tengo bastante con el Polo Sur y que no le seguiré al Polo Norte.
-Pero, Ned, ¿qué podemos hacer, puesto que la huida es impracticable en estos momentos?
-Vuelvo a mi idea. Hay que hablar con el capitán. Usted no le dijo nada cuando estuvimos en los mares de su país. Yo quiero hablar, ahora que estamos en los mares del mío. ¡Cuando pienso que, dentro de unos días, el Nautilus va a encontrarse a la altura de la Nueva Escocia, y que allí, hacia Terranova, se abre una ancha bahía, que en esa bahía desemboca el San Lorenzo, mi río, el río de Quebec, mi ciudad natal! ¡Cuando pienso en eso me enfurezco y se me ponen los pelos de punta! Mire, señor, creo que voy a terminar tirándome al mar. No me quedaré aquí. No aguanto más. Me asfixio aquí.
El canadiense había llegado evidentemente al límite de la paciencia. Su vigorosa naturaleza no podía acomodarse a tan prolongado aprisionamiento. Su fisonomía se alteraba de día en día. Su carácter se tornaba cada vez más sombrío. Yo comprendía sus sufrimientos, pues también a mí me embargaba la nostalgia. Casi siete meses habían pasado sin que tuviésemos noticia de la tierra. Además, el aislamiento del capitán Nemo, su cambio de humor, sobre todo desde el combate con los pulpos, su taciturnidad, me hacían ver las cosas de un modo diferente y ya no sentía el entusiasmo de los primeros tiempos. Había que ser un flamenco como Conseil para aceptar esa situación en ese medio reservado a los cetáceos y a otros habitantes del mar. Verdaderamente, si el buen Conseil hubiera tenido branquias en vez de pulmones habría sido un pez distinguido.
-Y bien, señor, ¿qué dice usted? -añadió Ned Land, al ver que yo no respondía.
-Bueno, Ned, ¿lo que usted quiere es que pregunte al capitán Nemo cuáles son sus intenciones para con nosotros? ¿Es eso?
-Sí, señor.
-Y eso ¿aunque ya nos las haya dado a conocer?
-Sí. Por última vez, quiero saber a qué atenerme. Si usted quiere, hable por mí solo, en mi nombre únicamente.
-El caso es que le encuentro muy raramente. Parece evitarme.
-Razón de más para ir a verle.
-Sea, le interrogaré, Ned.
-¿Cuándo?
-Cuando le encuentre.
-Señor Aronnax, ¿quiere usted que vaya yo mismo a buscarle?
-No, déjeme hacer a mí. Mañana…
-Hoy mismo.
-Sea, le veré hoy -respondí al canadiense, para evitar que actuara por sí mismo y lo comprometiera todo.
Me quedé solo. Decidida así la gestión, resolví llevarla a cabo inmediatamente. Yo prefiero lo hecho a lo por hacer. Volví a mi camarote. Desde allí, oí ruido de pasos en el del capitán Nemo. No debía dejar pasar la ocasión de encontrarle. Llamé a su puerta, sin obtener contestación. Llamé nuevamente y luego giré el picaporte. Abrí la puerta y entré. Allí estaba el capitán. Inclinado sobre su mesa de trabajo, parecía no haberme oído. Resuelto a no salir sin haberle interrogado, me acerqué a él. Entonces levantó bruscamente la cabeza, frunció las cejas y me dijo en un tono bastante rudo:
-¿Qué hace usted aquí? ¿Qué quiere de mí?
-Quiero hablar con usted, capitán.
-Estoy ocupado, señor, estoy trabajando. La libertad que le dejo a usted de aislarse, ¿no existe para mí?
La recepción no era muy estimulante, que digamos. Pero yo estaba decidido a oír cualquier cosa con tal de hablar con él.
-Señor -le dije fríamente-, tengo que hablarle de un asunto que no me es posible aplazar.
-¿Cuál, señor? -respondió irónicamente-. ¿Ha hecho usted algún descubrimiento que me haya escapado? ¿Le ha entregado el mar nuevos secretos?
Muy lejos estábamos del caso. Pero antes de que hubiese podido yo responderle, me dijo en un tono más grave, mientras me mostraba un manuscrito abierto sobre su mesa:
-He aquí, señor Aronnax, un manuscrito escrito en varias lenguas. Contiene el resumen de mis estudios sobre el mar y, si Dios quiere, no perecerá conmigo. Este manuscrito, firmado con mi nombre, completado con la historia de mi vida, será encerrado en un pequeño aparato insumergible. El último superviviente de todos nosotros a bordo del Nautilus lanzará ese aparato al mar. Irá a donde quieran llevarle las olas.
¡El nombre de ese hombre! ¡Su historia, escrita por sí mismo! ¿Quedaría, pues, desvelado su misterio un día? Pero en aquel momento yo no vi en esa comunicación más que una entrada en materia.
-Capitán, no puedo sino aprobar esa idea. El fruto de sus estudios no debe perderse. Pero el medio que piensa emplear me parece primitivo y arriesgado. ¿Quién sabe adónde los vientos llevarán ese aparato y en qué manos caerá? ¿No podría usted idear algo mejor? ¿No podría usted o uno de los suyos … ?
-Jamás, señor -dijo vivamente el capitán, interrumpiéndome.
-Yo y mis compañeros estaríamos dispuestos a guardar ese manuscrito en reserva, y si usted nos devuelve la libertad…
-¡La libertad! -dijo el capitán Nemo, a la vez que se levantaba.
-Sí, señor, y lo que quería decirle es a propósito de esto. Llevamos ya siete meses a bordo de su navío, y le pregunto hoy, tanto en nombre de mis compañeros como en el mío propio, si tiene usted la intención de retenernos aquí para siempre.
-Señor Aronnax, le respondo hoy lo que le respondí hace siete meses. Quien entra en el Nautilus es para no abandonarlo nunca.
-Lo que usted nos impone es pura y simplemente la esclavitud.
-Déle usted el nombre que quiera.
-En todas partes, el esclavo conserva el derecho de recobrar su libertad y de usar de los medios que se le ofrezcan a tal fin, cualesquiera que sean.
-¿Quién le ha denegado ese derecho? Yo no le he encadenado a un juramento -me dijo el capitán, mirándome y cruzado de brazos.
-Señor -le dije-, hablar por segunda vez de este asunto no puede ser de su agrado ni del mío, pero puesto que lo hemos abordado vayamos hasta el fin. Se lo repito, no se trata tan sólo de mi persona. Para mí, el estudio es una ayuda, una poderosa diversión, un gran aliciente, una pasión que puede hacerme olvidar todo. Como usted, soy un hombre capaz de vivir ignorado, oscuramente, en la frágil esperanza de legar un día al futuro el resultado de mis trabajos, por medio de un aparato hipotético confiado al azar de las olas y los vientos. En una palabra, yo puedo admirarle, seguirle a gusto en un destino que comprendo en algunos puntos…, aunque hay otros aspectos de su vida que me la hacen entrever rodeada de complicaciones y de misterios de los que, mis compañeros y yo, somos los únicos de aquí que estamos excluidos. Incluso cuando nuestros corazones han podido latir por usted, emocionados por sus dolores o conmovidos por sus actos de genio o de valor, hemos debido sofocar en nosotros hasta el más mínimo testimonio de esa simpatía que hace nacer la vista de lo que es bueno y noble, ya provenga del amigo o del enemigo. Pues bien, es este sentimiento de ser ext-años a todo lo que le concierne a usted lo que hace de nuestra situación algo inaceptable, imposible, incluso para mí, pero sobre todo para Ned Land. Todo hombre, por el solo y mero hecho de serlo, merece consideración. ¿Ha considerado usted los proyectos de venganza que el amor por la libertad y el odio a la esclavitud pueden engendrar en un carácter como el del canadiense? ¿Se ha preguntado usted lo que él puede pensar, intentar, llevar a cabo … ?
-Que Ned Land piense o intente lo que quiera, ¿qué me importa a mí? No soy yo quien ha ido a buscarle. No le retengo a bordo por gusto. En cuanto a usted, señor Aronnax…, usted es de los que pueden comprender todo, incluso el silencio. No tengo más que decirle. Salvo que esta primera vez que ha abordado el tema sea también la última, pues si vuelve a repetirse no podré escucharle.
Me retiré. Y a partir de aquel día nuestra situación se hizo muy tensa. Al informar a mis compañeros de la conversación, Ned Land dijo:
-Ahora sabemos que no hay nada que esperar de este hombre. El Nautilus se acerca a Long Island. Huiremos, haga el tiempo que haga.
Pero el cielo se tornaba cada vez más amenazador. Se manifestaban los síntomas de un huracán. La atmósfera estaba blanca, lechosa. A los cirros en haces sueltos sucedían en el horizonte capas de nimbo-cúmulus. Otras nubes bajas huían rápidamente. La mar, ya muy gruesa, se hinchaba en largas olas. Desaparecían las aves, con excepción de esos petreles que anuncian las tempestades. El barómetro bajaba muy acusadamente e indicaba en el aire una extremada tensión de los vapores. La mezcla del stormglass se descomponía bajo la influencia de la electricidad que saturaba la atmósfera. La lucha de los elementos se anunciaba ya próxima.
La tempestad estalló en la jornada del 18 de mayo, precisamente cuando el Nautilus navegaba a la altura de Long Island, a algunas millas de los pasos de Nueva York. Puedo describir esta lucha de los elementos porque, por un capricho inexplicable, el capitán Nemo, en vez de evitarla en las profundidades, decidió afrontarla en la superficie.
El viento soplaba del Sudoeste a una velocidad de quince metros por segundo, que hacia las tres de la tarde pasó a la de veinticinco metros. Ésta es la cifra de las tempestades.
Firme frente a las ráfagas, el capitán Nemo se hallaba en la plataforma. Se había amarrado a la cintura para poder resistir el embate de las monstruosas olas que azotaban al Nautilus. Yo hice lo mismo. La tempestad y aquel hombre incomparable que la retaba se disputaban mi admiración.
Grandes jirones de nubes que parecían surgir del agua barrían la superficie convulsa del mar. Ya no eran visibles las pequeñas olas que se forman a intervalos en el fondo de las depresiones creadas por las grandes olas. únicamente se veían largas ondulaciones fuliginosas, tan compactas que sus crestas no reventaban. Aumentaba más y más su altura, como si se excitaran entre sí. El Nautilus, ya caído de costado, ya erguido como un mástil, cabeceaba y se balanceaba espantosamente.
Hacia las cinco de la tarde se desplomó una lluvia torrencial que no abatió ni al viento ni a la mar. El huracán se desencadenó a una velocidad de cuarenta y cinco metros por segundo, o sea, a unas cuarenta leguas por hora. Había alcanzado esa fuerza que le lleva a derribar las casas, a clavar las tejas de los tejados en las puertas, a romper las verjas de hierro y a desplazar cañones del veinticuatro. Y, sin embargo, el Nautilus estaba allí, justificando en medio de la tormenta la afirmación de un sabio ingeniero de que «no hay casco bien construido que no pueda desafiar a la mar». No era una roca resistente, a la que aquellas olas hubieran demolido, sino un huso de acero, obediente y móvil, sin aparejos ni mástiles, lo que desafiaba impunemente al furor del huracán.
Examinaba yo entretanto las desencadenadas olas. Medían hasta quince metros de altura sobre una longitud de ciento cincuenta a ciento setenta y cinco metros, y su velocidad de propagación era de quince metros por segundo. Su volumen y su potencia aumentaban con la profundidad del agua. Comprendí entonces la función de esas olas que aprisionan el aire en sus flancos y lo envían a los fondos marinos, a los que con ese oxígeno llevan la vida. Su extrema fuerza de presión -ha sido calculada- puede elevarse hasta tres mil kilos por pie cuadrado de la superficie que baten. Fueron olas como éstas las que en las Hébridas desplazaron un bloque de piedra que pesaba ochenta y cuatro mil libras. Las que, en la tempestad del 23 de diciembre de 1864, tras haber destruido una parte de la ciudad de Yeddo, en el Japón, se desplazaron a setecientos kilómetros por hora para romperse el mismo día en las costas de América.
La intensidad de la tempestad se acrecentó durante la noche. El barómetro cayó a 710 milímetros, como en 1860, en la isla de la Reunión, durante un ciclón.
A la caída del día había visto pasar un barco que luchaba penosamente. Capeaba a bajo vapor para resistir a las olas. Debía ser uno de los vapores de las líneas de Nueva York a Liverpool o al Havre. Desapareció pronto en la oscuridad.
Hacia las diez de la noche, el cielo era de fuego. Violentos relámpagos surcaban la atmósfera. Yo no podía resistir sus deslumbrantes fogonazos. El capitán Nemo, en cambio, los miraba de frente; parecía aspirar con todo su ser el alma de la tempestad. Un fragor terrible retumbaba en el aire, un ruido complejo que integraba el estrépito de las olas aplastadas, los mugidos del viento y los estampidos del trueno. El viento saltaba de un punto a otro del horizonte, y el ciclón, procedente del Este, volvía a él tras pasar por el Norte, el Oeste y el Sur, en sentido inverso de las tempestades giratorias del hemisferio austral.
¡Ah! Bien justificaba el Gulf Stream su nombre de rey de las tormentas. Es la corriente del Golfo la que crea estos formidables ciclones por la diferencia de temperatura de las capas de aire superpuestas a sus aguas.
A la lluvia sucedió un chaparrón de fuego. Las gotas de agua se transformaron en chispas fulminantes. Se hubiese dicho que el capitán Nemo, en busca de una muerte digna de él, quisiera hacerse matar por el rayo.
En cierto momento, el Nautilus, presa de un formidable movimiento de cabeceo, levantó al aire su espolón de acero, como la vara de un pararrayos, y vi cómo del espolón surgían numerosas chispas.
Roto, extenuado, repté hacia la escotilla, la abrí y descendí al salón. El temporal alcanzaba entonces su máxima intensidad. Era imposible mantenerse en pie en el interior del Nautilus.
El capitán Nemo descendió hacia la medianoche. Oí luego el ruido de los depósitos que se llenaban poco a poco, y el Nautilus se sumergió lentamente.
Por los cristales descubiertos del salón vi algunos grandes peces pasar como fantasmas por el agua en fuego. ¡El rayo golpeó a algunos bajo mis ojos!
El Nautilus continuó descendiendo. Yo pensaba que hallaría la calma a una profundidad de quince metros. No. Las capas superiores estaban demasiado violentamente agitadas. Hubo que descender hasta cincuenta metros en las entrañas del mar para hallar el reposo. Allí, ¡qué tranquilidad!, ¡qué silencio!, ¡qué paz! ¿Quién hubiese dicho que un terrible huracán se desencadenaba entonces en la superficie del océano?
20. A 470 24' de latitud y l70 28' de longitud
La tempestad nos había rechazado hacia el Este. Toda esperanza de evadirse en las cercanías de Nueva York o del San Lorenzo se había desvanecido. El pobre Ned, desesperado, se aisló como el capitán Nemo. Conseil y yo no nos dejábamos nunca.
Dije que el Nautilus se había desviado al Este, pero hubiera debido decir más exactamente al Nordeste. Durante algunos días, cuando navegaba en superficie, erró en medio de las brumas de esos parajes tan peligrosas para los navegantes. Esas brumas se deben principalmente a la fundición de los hielos, que mantiene una elevada humedad en la atmósfera. ¡Cuántos navíos se han perdido en esos parajes, en busca de los inciertos faros de la costa! ¡Cuántos naufragios debidos a la extraordinaria opacidad de esas nieblas! ¡Cuántos choques con los escollos en los que el ruido de la resaca es sofocado por el del viento! ¡Cuántas colisiones entre barcos, a pesar de sus luces de posición, de las advertencias de sus pitos y de sus campanas de alarma!
Así, el fondo de esos mares ofrecía el aspecto de un campo de batalla, en el que yacían todos los vencidos del océano; unos, viejos e incrustados ya; otros, jóvenes, cuyos herrajes y carenas de cobre brillaban bajo la luz de nuestro fanal. ¡Cuántos barcos perdidos, con sus tripulaciones, su mundo de emigrantes y sus cargamentos, en los puntos peligrosos que señalan las estadísticas: el cabo Race, la isla San Pablo, el estrecho de Belle Isle, el estuario del San Lorenzo! Y desde hacía un año tan sólo, ¡cuántas víctimas suministradas a esos fúnebres anales por las líneas del Royal-Mail, de Inmann, de Montreal … ! El Solway, el Isis, el Paramatta, el Hungarian, el Canadian, el Anglosaxon, el Humboldt, el United States, todos encallados. El Articy el Lyonnais, hundidos por colisión. El President, el Pacific, el City of glasgow, desaparecidos por causas ignoradas. Todos ellos no eran ya más que restos, entre los que navegaba el Nautilus como si presenciara un desfile de muertos.
El 15 de mayo, nos encontrábamos en la extremidad meridional del banco de Terranova. Este banco es producto de los aluviones marinos, un considerable conglomerado de detritus orgánicos transportados desde el ecuador por la corriente del Golfo y desde el polo boreal por la contracorriente de agua fría que corre a lo largo de la costa americana. Allí se amontonan también los bloques errantes que derivan de la ruptura de los hielos. En el banco se ha formado un vasto «osario» de peces, de moluscos y de zoófitos que perecen en él por millares.
La profundidad no es considerable en el banco de Terranova, algunos centenares de brazas a lo sumo. Pero hacia el Sur se abre súbitamente una profunda depresión, una sima de tres mil metros. Ahí es donde se ensancha el Gulf Stream desparramando sus aguas para convertirse en un mar, al precio de la pérdida de velocidad y de temperatura.
Entre los peces que el Nautilus asustó a su paso, citaré al ciclóptero, de un metro de largo, de dorso negruzco y vientre anaranjado, que da a sus congéneres un ejemplo poco seguido de fidelidad conyugal; un unernack de gran tamaño, parecido a la morena, de color esmeralda y de un gusto excelente; unos karraks de gruesos ojos, cuyas cabezas tienen algún parecido con la del perro; blenios, ovovivíparos como las serpientes; gobios negros de dos decímetros; macruros de larga cola y de brillos plateados, peces muy rápidos que se habían aventurado lejos de los mares hiperbóreos.
Las redes recogieron un pez audaz y vigoroso, armado de púas en la cabeza y de aguijones en las aletas, un verdadero escorpión de dos a tres metros, encarnizado enemigo de los blenios, de los gados y de los salmones. Era el coto de los mares septentrionales, de cuerpo tuberculado, de color pardo y rojo en las aletas. Los hombres del Nautilus tuvieron alguna dificultad en apoderarse de ese pez que, gracias a la conformación de sus opérculos, preserva sus órganos respiratorios del contacto desecante del aire y por ello puede vivir algún tiempo fuera del agua.
Debo dejar constancia también de los bosquianos, pequeños peces que acompañan a los navíos por los mares boreales; de los ableos oxirrincos, propios del Atlántico septentrional, y de los rascacios, antes de llegar a los gádidos y, principalmente, los del inagotable banco de Terranova.
Puede decirse que el bacalao es un pez de la montaña, pues Terranova no es más que una montaña submarina. Cuando el Nautilus se abrió camino a través de sus apretadas falanges, Conseil no pudo retener una exclamación:
-¡Eso es el bacalao! ¡Y yo que creía que era plano como los gallos y los lenguados!
-¡Qué ingenuidad! El bacalao no es plano más que en las tiendas de comestibles donde lo muestran abierto y extendido. En el agua, es un pez fusiforme como el sargo y perfectamente conformado para la marcha.
-No tengo más remedio que creer al señor. ¡Qué nube! ¡Qué hormiguero!
-Y muchos más habría de no ser por sus enemigos, los rascacios y los hombres. ¿Sabes cuántos huevos han podido contarse en una sola hembra?
-Seamos generosos. Digamos quinientos mil.
-Once millones, amigo mío.
-Once millones… Eso es algo que no admitiré nunca, a menos que los cuente yo mismo.
-Cuéntalos, Conseil. Pero terminarás antes creyéndome. Además, los franceses, los ingleses, los americanos, los daneses, los noruegos, pescan los abadejos por millares. Se consume en cantidades prodigiosas, y si no fuera por la asombrosa fecundidad de estos peces los mares se verían pronto despoblados de ellos. Solamente en Inglaterra y en Estados Unidos setenta y cinco mil marineros y cinco mil barcos se dedican a la pesca del bacalao. Cada barco captura como promedio unos cuarenta mil, lo que hace unos veinticinco millones. En las costas de Noruega, lo mismo.
-Bien, creeré al señor y no los contaré.
-¿Qué es lo que no contarás?
-Los once millones de huevos. Pero haré una observación.
-¿Cuál?
-La de que si todos los huevos se lograran bastaría con cuatro bacalaos para alimentar a Inglaterra, a América y a Noruega.
Mientras recorríamos los fondos del banco de Terranova vi perfectamente las largas líneas armadas de doscientos anzuelos que cada barco tiende por docenas. Cada línea, arrastrada por un extremo mediante un pequeño rezón, quedaba retenida en la superficie por un orinque fijado a una boya de corcho. El Nautilus debió maniobrar con pericia en medio de esa red submarina. Pero no permaneció por mucho tiempo en esos parajes tan frecuentados. Se elevó hasta el grado 42 de latitud, a la altura de San Juan de Terranova y de Heart's Content, donde termina el cable transatlántico.
En vez de continuar su marcha al Norte, el Nautilus puso rumbo al Este, como si quisiera seguir la llanura telegráfica en la que reposa el cable y cuyo relieve ha sido revelado con gran exactitud por los múltiples sondeos realizados.
Fue el 17 de mayo, a unas quinientas millas de Heart’s Content y a dos mil ochocientos metros de profundidad, cuando vi el cable yacente sobre el fondo. Conseil, a quien no le había yo prevenido, lo tomó en un primer momento por una gigantesca serpiente de mar y se dispuso a clasificarla según su método habitual. Hube de desengañar al digno muchacho y, para consolarle de su chasco, le referí algunas de las vicisitudes que había registrado la colocación del cable.
Se tendió el primer cable durante los años 1857 y 1858, pero tras haber transmitido unos cuatrocientos telegramas cesó de funcionar. En 1863, los ingenieros construyeron un nuevo cable, de tres mil cuatrocientos kilómetros de longitud y de cuatro mil quinientas toneladas de peso, que se embarcó a bordo del Great Eastern. Pero esta tentativa fracasó.
Precisamente, el 25 de mayo, el Nautilus, sumergido a tres mil ochocientos treinta y seis metros de profundidad, se halló en el lugar mismo en que se produjo la ruptura del cable que arruinó a la empresa. Ese lugar distaba seiscientas treinta y ocho millas de las costas de Irlanda. A las dos de la tarde se dieron cuenta de que acababan de interrumpirse las comunicaciones con Europa. Los electricistas de a bordo decidieron cortar el cable y no repescarlo, y a las once de la noche lograron apoderarse de la parte averiada. Se hizo el empalme cosiendo los chicotes de los dos cabos, y se sumergió de nuevo el cable. Pero unos días más tarde, volvía a romperse sin que se lograra extraerlo de las profundidades del océano.
Los americanos no se desanimaron. El audaz promotor de la empresa, Cyrus Field, que arriesgaba en ella toda su fortuna, abrió una nueva suscripción, que quedó inmediatamente cubierta. Se construyó otro cable en mejores condiciones. Se protegió bajo una almohadilla de materias textiles, contenida en una armadura metálica, el haz de hilos conductores aislados por una funda de gutapercha. El Great Eastern, con el nuevo cable, volvió a hacerse a la mar el 13 de julio de 1866.
La operación marchó bien, pese a que en el transcurso de la misma fuera objeto de un sabotaje. En varias ocasiones observaron los electricistas, al desenrollar el cable, que tenía plantados varios clavos. El capitán Anderson, sus oficiales y sus ingenieros se reunieron, deliberaron sobre el asunto y finalmente anunciaron que si se sorprendía al culpable a bordo se le lanzaría al mar sin otro juicio. La criminal tentativa no se reprodujo.
El 23 de julio, cuando el Great Eastern se hallaba tan sólo a ochocientos kilómetros de Terranova, se le telegrafió desde Irlanda la noticia del armisticio concertado por Prusia y Australia, tras lo de Sadowa. El día 27 avistaba entre la bruma el puerto de Heart’s Content. La empresa había culminado felizmente, y en su primer despacho, la joven América dirigía a la vieja Europa estas sensatas palabras tan raramente comprendidas: «Gloria a Dios en los cielos y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad».
No me esperaba hallar el cable eléctrico en su estado primitivo, tal como salió de los talleres de fabricación. La larga serpiente, recubierta de restos de conchas y erizada de foraminíferos, estaba incrustada en una pasta pedregosa que la protegía de los moluscos perforantes. Yacía tranquilamente, al abrigo de los movimientos del mar y bajo una presión favorable a la transmisión de la corriente eléctrica que pasa de América a Europa en treinta y dos centésimas de segundo. La duración del cable será infinita, sin duda, pues se ha observado que la funda de gutapercha mejora con su permanencia en el agua marina. Por otra parte, en esa llanura tan juiciosamente escogida, el cable no se halla a profundidades tan grandes como para provocar su ruptura.
El Nautilus lo siguió hasta su fondo más bajo, situado a cuatro mil cuatrocientos treinta y un metros, y allí reposaba todavía sin sufrir ningún esfuerzo de tracción. Luego, nos aproximamos al lugar en que se había verificado el accidente de 1863.
El fondo oceánico formaba un ancho valle de ciento veinte kilómetros, en el que hubiera podido colocarse al Mont Blanc sin que su cima emergiera del agua. El valle está cerrado al Este por una muralla de dos mil metros cortada a pico. Llegamos allí el 28 de mayo. En ese momento, el Nautilus no estaba más que a ciento cincuenta kilómetros de Irlanda.
¿Iba el capitán Nemo a aproximarse a las islas Británicas? No. Con gran sorpresa mía, descendió hacia el Sur y se dirigió hacia los mares europeos. Al contornear la isla de la Esmeralda, vi por un instante el cabo Clear y el faro de Fastenet que ilumina a los millares de navíos que salen de Glasgow o de Liverpool.
Una importante cuestión se debatía en mi mente. ¿Osaría el Nautilus adentrarse en el canal de la Mancha? Ned Land, que había reaparecido desde que nos hallamos en la proximidad de la tierra, no cesaba de interrogarme. ¿Qué podía yo responderle? El capitán Nemo continuaba siendo invisible. Tras haber dejado entrever al canadiense las orillas de América, ¿iba a mostrarme las costas de Francia?
El Nautílus continuaba descendiendo hacia el Sur. El 30 de mayo pasaba por delante del Lands End, entre la punta extrema de Inglaterra y las islas Sorlingas, a las que dejó a estribor.
Si el capitán Nemo quería entrar en la Mancha tenía que poner rumbo al Este. No lo hizo.
Durante toda la jornada del 31 de mayo, el Nautilus describió en su trayectoria una serie de círculos que me intrigaron vivamente. Parecía estar buscando un lugar de difícil localización. A mediodía, el capitán Nemo subió en persona a fijar la posición. No me dirigió la palabra. Me pareció más sombrío que nunca. ¿Qué era lo que podía entristecerle así?
¿Era la proximidad de las costas de Europa? ¿Algún recuerdo de su abandonado país? ¿Qué sentía? ¿Pesar o remordimientos? Durante mucho tiempo estos interrogantes me acosaron. Tuve el presentimiento de que el azar no tardaría en traicionar los secretos del capitán.
Al día siguiente, primero de junio, el Nautilus evolucionó como en la víspera. Era evidente que trataba de reconocer un punto preciso del océano. El capitán Nemo subió también ese día a tomar la altura del sol. La mar estaba en calma y puro el cielo. A unas ocho millas al Este, un gran buque de vapor se dibujaba en la línea del horizonte. No pude reconocer su nacionalidad, en la ausencia de todo pabellón.
Unos minutos antes de que el sol pasara por el meridiano, el capitán Nemo tomó el sextante y se puso a observar con una extremada atención. La calma absoluta de la mar facilitaba su operación. El Nautilus, inmóvil, no sufría ni cabeceo nibalanceo.
Yo estaba en aquel momento sobre la plataforma. Cuando hubo terminado su observación, el capitán pronunció estas palabras:
-Es aquí.
Descendió inmediatamente por la escotilla. ¿Habría visto al barco que modificaba su marcha y parecía dirigirse hacia nosotros? No podría yo asegurarlo.
Volví al salón. Se cerró la escotilla y oí el zumbido del agua al penetrar en los depósitos. El Nautílus comenzó a descender verticalmente, pues su hélice no le comunicaba ningún movimiento. Se detuvo unos minutos más tarde, a una profundidad de ochocientos treinta y tres metros, en el fondo. Se apagó entonces el techo luminoso del salón, y al descorrer los paneles que tapaban los cristales vi el agua vivamente iluminada por el fanal en un radio de una media milla. A babor no se veía más que la inmensidad del agua tranquila. A estribor, al fondo, apareció una pronunciada extumescencia que atrajo mi atención. Se hubiese dicho unas ruinas sepultadas bajo un conglomerado de conchas blancuzcas como un manto de nieve. Al examinar más detenidamente aquella masa creí reconocer las formas espesas de un navío sin mástiles, que debía haberse hundido por la proa. Su hundimiento debía datar de hacía muchísimos años, como lo atestiguaba su incrustación en las materias calizas del fondo oceánico. ¿Qué barco podía ser ése? ¿Por qué había ido el Nautílus a visitar su tumba? ¿No era, pues, un naufragio lo que le había llevado bajo el agua? No sabía yo qué pensar, cuando, cerca de mí, oí al capitán Nemo decir lentamente:
-En otro tiempo ese navío se llamó el Marsellés. Tenía setenta y cuatro cañones y lo botaron en 1762. En 1778, el 13 de agosto, bajo el mando de La Poype-Vertrieux, se batió audazmente contra el Preston. El 4 de julio de 1779, participó con la escuadra del almirante D'Estaing en la conquista de la Granada. En 1781, el 5 de septiembre, tomó parte en el combate del conde de Grasse, en la bahía de Chesapeake. En 1794, la República francesa le cambió el nombre. El 16 de abril del mismo año, se unió en Brest a la escuadra de Villaret-Joyeuse, encargada de escoltar un convoy de trigo que venía de América, bajo el mando del almirante Van Stabel. El 11 y el 12 pradial, año II, esa escuadra se encontró con los navíos ingleses. Señor, hoy es el 13 pradial, el primero de junio de 1868. Hoy hace setenta y cuatro años, día a día, que en este mismo lugar, a 47' 24' de latitud y 17' 28' de longitud, este barco, tras un combate heroico, perdidos sus tres palos, con el agua en sus bodegas y la tercera parte de su tripulación fuera de combate, prefirió hundirse con sus trescientos cincuenta y seis marinos que rendirse. Y fijando su pabellón a la popa, desapareció bajo el agua al grito de « ¡Viva la República! »
-¡Le Vengeur -exclamé.
-Sí, señor, Le Vengeur. Un hermoso nombre -murmuró el capitán Nemo, cruzado de brazos.
Esa manera de hablar, lo imprevisto de la escena, la historia del barco patriota y la emoción con que el extraño personaje había pronunciado la últimas palabras, ese nombre de Vengeur, cuya significación no podía escaparme, me impresionaron profundamente. No podía dejar de mirar al capitán que, con las manos extendidas hacia el mar, contemplaba, fascinado, los gloriosos restos. Quizá no debiera yo saber jamás quién era, de dónde venía, adónde iba, pero cada vez veía con más claridad al hombre liberarse del sabio. No era una misantropía común la que había encerrado en el Nautilus al capitán Nemo y a sus hombres, sino un odio monstruoso o sublime que el tiempo no podía debilitar.
¿Buscaba ese odio la venganza? El futuro debía darme pronto la respuesta.
El Nautilus ascendía ya lentamente hacia la superficie, y poco a poco vi desaparecer las formas confusas del Vengeur. Pronto, un ligero balanceo me indicó que flotábamos en la superficie.
En aquel momento, se oyó una sorda detonación. Miré al capitán. Éste no se había movido.
-¡Capitán!
No respondió.
Le dejé y subí a la plataforma. Conseil y Ned Land me ha bían precedido.
-¿De dónde viene esa detonación? -pregunté.
-Un cañonazo -respondió Ned Land.
Miré en la dirección del navío que había visto. Se acercaba al Nautilus y se veía que forzaba el vapor. Seis millas le separaban de nosotros.
-¿Qué barco es ése, Ned?
-Por su aparejo y por la altura de sus masteleros -respondió el canadiense- apostaría a que es un barco de guerra. ¡Ojalá pueda llegar hasta nosotros y echar a pique a este condenado Nautilus!
-¿Y qué daño podría hacerle al Nautilus, Ned? -dijo Conseil-. ¿Puede atacarle bajo el agua, cañonearle en el fondo del mar?
-Dígame, Ned, ¿puede usted reconocer la nacionalidad de ese barco?
El canadiense frunció las cejas, plegó los párpados, guiñó los ojos y miró fijamente durante algunos instantes al barco con toda la potencia de su mirada.
-No, señor. No puedo reconocer la nación a la que pertenece. No lleva izado el pabellón. Pero sí puedo afirmar que es un barco de guerra, porque en lo alto de su palo mayor ondea un gallardete.
Durante un cuarto de hora continuamos observando al barco que se dirigía hacia nosotros. Yo no podía admitir, sin embargo, que hubieran podido reconocer al Nautilus a esa distancia y aún menos que supiesen lo que era este ingenio submarino.
No tardó el canadiense en precisar que se trataba de un buque de guerra acorazado de dos puentes. Sus dos chimeneas escupían una espesa humareda negra. Sus velas plegadas se confundían con las líneas de las vergas, y a popa no llevaba izado el pabellón. La distancia impedía aún distinguir los colores de su gallardete que flotaba como una delgada cinta. Avanzaba rápidamente. Si el capitán Nemo le dejaba acercarse se abriría ante nosotros una posibilidad de salvación.
-Señor -dijo Ned Land-, como pase a una milla de nosotros me tiro al mar, y les exhorto a hacer como yo.
No respondí a la proposición del canadiense, y continué observando al barco, que aumentaba de tamaño a medida que se acercaba. Ya fuese inglés, francés, americano o ruso, era seguro que nos acogerían si podíamos acercarnos a él.
-El señor haría bien en recordar -dijo entonces Conseil- que ya tenemos alguna experiencia de la natación. Puede confiar en que yo le remolcaré si decide seguir al amigo Ned.
Iba a responderle, cuando un vapor blanco surgió a proa del navío de guerra. Algunos segundos después, el agua, perturbada por la caída de un cuerpo pesado, salpicó la popa del Nautilus. Inmediatamente se escuchó una detonación.
-¡Vaya! ¡Nos cañonean! -exclamé.
-¡Buena gente! -murmuró el canadiense.
-No nos toman, pues, por náufragos aferrados a una tabla.
-Mal que le pese al señor.. Bueno -dijo Conseil, sacudiéndose el agua que un nuevo obús había hecho saltar sobre él-, decía que han debido reconocer al narval y lo están canoneando.
-Pero deberían ver -repuse- que están tirando contra hombres.
-Tal vez sea por eso -respondió Ned Land, mirándome.
Sus palabras me hicieron comprender. Sin duda, se sabía a qué atenerse ya sobre la existencia del supuesto monstruo. Sin duda, en su colisión con el Abraham Lincoln cuando el canadiense le golpeó con su arpón, el comandante Farragut había reconocido en el narval a un barco submarino, más peligroso que un sobrenatural cetáceo. Sí, eso debía ser, y era seguro que en todos los mares se perseguía a ese terrible in genio de destrucción. Terrible, en efecto, si, como podía su ponerse, el capitán Nemo empleara al Nautilus en una obra de venganza. ¿No habría atacado a algún navío aquella noche, en medio del océano Índico, cuando nos encerró en la celda? ¿Aquel hombre enterrado en el cementerio de cora no habría sido víctima del choque provocado por el Nautilus? Sí, lo repito, así debía ser. Eso desvelaba una parte de la misteriosa existencia del capitán Nemo. Y aunque su identidad no fuera conocida, las naciones, coaligadas contra él perseguían no ya a un ser quimérico, sino a un hombre que las odiaba implacablemente. En un momento, entreví ese pasado formidable, y me di cuenta de que en vez de encontrar amigos en ese navío que se acercaba no podríamos sino hallar enemigos sin piedad.
Los obuses se multiplicaban en torno nuestro. Algunos, tras golpear la superficie líquida, se alejaban por rebotes a distancias considerables. Pero ninguno alcanzó al Nautilus.
El buque acorazado no estaba ya más que a tres millas. Pese al violento cañoneo, el capitán Nemo no había aparecido en la plataforma. Y, sin embargo, cualquiera de esos obuses cónicos que hubiera golpeado al casco del Nautilus le hubiera sido fatal.
-Señor -me dijo entonces el canadiense-, debemos intentarlo todo para salir de este mal paso. Hagámosles señales. ¡Mil diantres! Tal vez entiendan que somos gente honrada.
Y diciendo esto, Ned Land sacó su pañuelo para agitarlo en el aire. Pero apenas lo había desplegado cuando caía sobre el puente, derribado por un brazo de hierro, pese a su fuerza prodigiosa.
-¡Miserable! -rugió el capitán-. ¿Es que quieres que te ensarte en el espolón del Nautilus antes de que lo lance contra ese buque?
Si terrible fue oír al capitán Nemo lo que había dicho, más terrible aún era verlo. Su rostro palideció a consecuencia de los espasmos de su corazón, que había debido cesar de latir un instante. Sus ojos se habían contraído espantosamente. Su voz era un rugido. Inclinado hacia adelante, sus manos retorcían los hombros del canadiense. Luego le abandonó, y volviéndose hacia el buque de guerra cuyos obuses llovían en torno suyo, le increpó así:
-¡Ah! ¿Sabes quién soy yo, barco de una nación maldita? Yo no necesito ver tus colores para reconocerte. ¡Mira! ¡Voy a mostrarte los míos!
Y el capitán Nemo desplegó sobre la parte anterior de la plataforma un pabellón negro, igual al que había plantado en el Polo Sur.
En aquel momento, un obús rozó oblicuamente el casco del Nautilus sin dañarlo, y pasó de rebote cerca del capitán antes de perderse en el mar. El capitán Nemo se alzó de hombros. Luego se dirigió a mí:
-¡Descienda! -me dijo en un tono imperativo-. ¡Baje con sus compañeros!
-Señor, ¿va usted a atacar a ese buque?
-Señor, voy a echarlo a pique.
-¡No hará usted eso!
-Lo haré -respondió fríamente el capitán Nemo-. Absténgase de juzgarme, señor. La fatalidad va a mostrarle lo que no debería haber visto. Me han atacado y la respuesta será terrible. ¡Baje usted!
-¿Qué barco es ése?
-¿No lo sabe? Pues bien, tanto mejor. Su nacionalidad, al menos, será un secreto para usted. ¡Baje!
El canadiense, Conseil y yo no podíamos hacer otra cosa que obedecer. Una quincena de marineros del Nautilus rodeaban al capitán y miraban con un implacable sentimiento de odio al navío que avanzaba hacia ellos. Se sentía que el mismo espíritu de venganza animaba a todos aquellos hombres.
Descendí en el momento mismo en que un nuevo proyectil rozaba otra vez el casco del Nautilus, y oí gritar al capitán:
-¡Tira, barco insensato! Prodiga tus inútiles obuses. No escaparás al espolón del Nautílus. Pero no es aquí donde debes perecer, no quiero que tus ruinas vayan a confundirse con las del Vengeur.
Volví a mi camarote. El capitán y su segundo se habían quedado en la plataforma. La hélice se puso en movimiento y el Nautilus se alejó velozmente, poniéndose fuera del alcance de los obuses del navío. Pero la persecución prosiguió y el capitán Nemo se limitó a mantener la distancia.
Hacia las cuatro de la tarde, incapaz de contener la impaciencia y la inquietud que me devoraban, volví a la escalera central. La escotilla estaba abierta y me arriesgué sobre la plataforma. El capitán se paseaba por ella agitadamente y miraba al buque, situado a unas cinco o seis millas a sotavento. El capitán Nemo se dejaba perseguir atrayendo al buque hacia el Este. No le atacaba, sin embargo. ¿Dudaba tal vez?
Quise intervenir por última vez. Pero apenas interpelé al capitán Nemo, me impuso el silencio.
-Yo soy el derecho, yo soy la justicia -me dijo-. Yo soy el oprimido y ése es el opresor. Es por él por lo que ha perecido todo lo que he amado y venerado: patria, esposa, hijos, padre y madre. Todo lo que yo odio está ahí. ¡Cállese!
Dirigí una última mirada al buque de guerra que forzaba sus calderas. Luego me reuní con Ned y Conseil.
-¡Huiremos! -les dije.
-Bien -repuso Ned-. ¿Qué barco es ése?
-Lo ignoro. Pero sea quien sea, será hundido antes de que llegue la noche. En todo caso, más vale perecer con él que hacerse cómplices de represalias cuya equidad no puede medirse.
-Ésa es mi opinión -dijo fríamente Ned Land-. Esperemos a la noche.
Y llegó la noche. Un profundo silencio reinaba a bordo. La brújula indicaba que el Nautilus no había modificado su dirección. Oía el zumbido de su hélice, que batía el agua con una rápida regularidad. Se mantenía en la superficie, y un ligero balanceo le sacudía de babor a estribor y viceversa.
Mis compañeros y yo habíamos resuelto fugarnos en el momento en que el buque estuviera bastante cerca y sus tripulantes pudieran oírnos o vernos a la luz de la luna, a la que faltaban tres días para alcanzar su plenilunio. Una vez a bordo de ese barco, si no pudiéramos evitar el golpe que le amenazaba, haríamos, al menos, todo lo que las circunstancias nos permitieran intentar.
Varias veces creí que el Nautilus se disponía para el ataque. Pero seguía limitándose a dejar acercarse al adversario para luego reemprender la huida.
Transcurrió una buena parte de la noche sin incidente alguno. Acechábamos la ocasión de pasar a la acción y hablábamos poco, dominados por la emoción. Ned Land quería precipitarse al mar. Yo le forcé a esperar. Pensaba yo que el Nautilus debía atacar al dos-puentes en la superficie y entonces sería no sólo posible sino fácil evadirse.
A las tres de la mañana, inquieto, subí a la plataforma. El capitán Nemo no la había abandonado. Estaba en pie, a proa, cerca de su pabellón, al que la ligera brisa desplegaba por encima de su cabeza. No perdía de vista al navío. Su mirada, de una extraordinaria intensidad, parecía atraerlo, fascinarlo, tirar de él más seguramente que si lo hubiera remolcado. La luna pasaba por el meridiano. júpiter se elevaba hacia el Este. El cielo y el océano rivalizaban en tranquilidad, y la mar ofrecía al astro nocturno el más bello espejo que nunca hubiese reflejado su imagen.
Al pensar en esa calma de los elementos y compararla con la cólera que incubaba el Nautilus sentí estremecerse todo mi ser.
El buque se mantenía a dos millas de nosotros. Se había acercado, marchando hacia ese brillo fosforescente que señalaba la presencia del Nautilus. Vi sus luces de posición, verde y roja, y su fanal blanco suspendido del estay de mesana. Una vaga reverberación iluminaba su aparejo e indicaba que sus calderas habían sido llevadas al máximo de presión. Haces de chispas y escorias de carbones encendidas se escapaban de sus chimeneas e iluminaban la noche.
Permanecí así hasta las seis de la mañana, sin que el capitán Nemo pareciera darse cuenta de mi presencia. El buque se había acercado a milla y media y con las primeras luces del alba recomenzó su cañoneo. No podía faltar ya mucho tiempo para que el Nautilus se decidiera a atacar y nosotros a dejar para siempre a aquel hombre al que yo no osaba juzgar.
Me disponía ya a bajar, a fin de prevenir a mis companeros, cuando el segundo subió a la plataforma, acompañado de varios marinos. El capitán Nemo no les vio o no quiso verlos. Se tomaron las disposiciones que podrían llamarse de «zafarrancho de combate». Eran muy sencillas; consistían únicamente en bajar la barandilla de la plataforma, el receptáculo del fanal y la cabina del timonel para que la superficie del largo cigarro de acero no ofreciera un solo saliente que pudiese dificultar sus movimientos.
Regresé al salón. El Nautilus continuaba navegando en superficie. Las primeras luces del día se infiltraban en el agua. De vez en cuando, con las ondulaciones de las olas se animaban los cristales del salón con los tonos encendidos del sol levante. Amanecía aquel terrible 2 de junio.
A las cinco, la corredera me indicó que el Nautilus reducía su velocidad. Quería eso decir que dejaba acercarse al buque de guerra, cuyos cañonazos se oían cada vez con más intensidad. Los obuses surcaban el agua circundante y se hundían en ella con un silbido singular.
-Amigos míos -dije-, ha llegado el momento. Un apretón de manos y que Dios nos guarde.
Ned Land estaba decidido, Conseil, tranquilo, yo, nervioso, sin poder contenerme apenas. Pasamos a la biblioteca.
Pero en el momento en que yo empujaba la puerta que comunicaba con la escalera central, oí el ruido de la escotilla al cerrarse bruscamente. El canadiense se lanzó hacia los peldaños, pero conseguí retenerle. Un silbido bien conocido indicaba que el agua penetraba en los depósitos. En efecto, en unos instantes el Nautilus se sumergió a algunos metros de la superficie.
Era ya demasiado tarde para actuar.
Comprendí la maniobra. El Nautilus no iba a golpear al buque en su impenetrable coraza, sino por debajo de su línea de flotación, donde el casco no está blindado.
De nuevo estábamos aprisionados, como obligados testigos del siniestro drama que se fraguaba. Apenas tuvimos tiempo para reflexionar. Refugiados en mi camarote, nos mirábamos sin pronunciar una sola palabra. Me sentía dominado por un profundo estupor, incapaz de pensar. Me hallaba en ese penoso estado que precede a la espera de una espantosa detonación. Esperaba, escuchaba, con todo mi ser concentrado en el oído.
La velocidad del Nautilus aumentó sensiblemente hasta hacer vibrar toda su armazón. Era el indicio de que estaba tomando impulso.
El choque me arrancó un grito. Fue un choque relativamente débil, pero que me hizo sentir la fuerza penetrante del espolón de acero, al oír los estridentes chasquidos. Lanzado por su potencia de propulsión, el Nautilus atravesaba la masa del buque como la aguja pasa a través de la tela.
No pude soportarlo. Enloquecido, fuera de mí, salí de mi camarote y me precipité al salón. Allí estaba el capitán Nemo. Mudo, sombrío, implacable, miraba por el tragaluz de babor.
Una masa enorme zozobraba bajo el agua. Para no perderse el espectáculo de su agonía, el Nautilus descendía con ella al abismo. A unos diez metros de mí vi el casco entreabierto por el que se introducía el agua fragorosamente, y la doble línea de los cañones y los empalletados. El puente estaba lleno de sombras oscuras que se agitaban. El agua subía y los desgraciados se lanzaban a los obenques, se agarraban a los mástiles, se retorcían en el agua. Era un hormiguero humano sorprendido por la invasión de la mar.
Paralizado, atenazado por la angustia, los cabellos erizados, los ojos desmesuradamente abiertos, la respiración contenida, sin aliento y sin voz, yo miraba también aquello, pegado al cristal por una irresistible atracción.
El enorme buque se hundía lentamente, mientras el Nautilus le seguía espiando su caída. De repente se produjo una explosión. El aire comprimido hizo volar los puentes del barco como si el fuego se hubiera declarado en las bodegas. El empuje del agua fue tal que desvió al Nautilus. Entonces el desafortunado navío se hundió con mayor rapidez, y aparecieron ante nuestros ojos sus cofas, cargadas de víctimas, luego sus barras también con racimos de hombres y, por último, la punta del palo mayor. Luego, la oscura masa desapareció, y con ella su tripulación de cadáveres en medio de un formidable remolino.
Me volví hacia el capitán Nemo. Aquel terrible justiciero, verdadero arcángel del odio, continuaba mirando. Cuando todo hubo terminado, el capitán Nemo se dirigió a la puerta de su camarote, la abrió y entró, seguido por mi mirada. En la pared del fondo, debajo de los retratos de sus héroes, vi el de una mujer joven y los de dos niños pequeños. El capitán Nemo los miró durante algunos instantes, les tendió los brazos, y, arrodillándose, prorrumpió en sollozos.
22. Las últimas palabras del capitán Nemo
Los paneles que cubrían los cristales se habían cerrado sobre esa visión espantosa, pero sin que por ello se hubiera iluminado el salón. En el interior del Nautilus todo era tinieblas y silencio, mientras abandonaba con una rapidez prodigiosa, a cien pies bajo la superficie, aquel lugar de desolación. ¿Adónde iba? ¿Al Norte o al Sur? ¿Adónde huía ese hombre tras su horrible represalia?
Regresé a mi camarote, donde Ned y Conseil permanecían todavía en silencio. Sentía un horror invencible hacia el capitán Nemo. Por mucho que le hubieran hecho sufrir los hombres no tenía el derecho de castigar así. Me había hecho si no cómplice, sí, al menos, testigo de su venganza. Eso era ya demasiado.
La luz eléctrica reapareció a las once y volví al salón, que estaba vacío. La consulta de los diversos instrumentos me informó de que el Nautilus huía al Norte a una velocidad de veinticinco millas por hora, alternativamente en superficie o a treinta pies de profundidad. Consultada la carta, vi que pasábamos por el canal de la Mancha y que nuestro rumbo nos llevaba hacia los mares boreales con una extraordinaria velocidad.
Apenas pude ver al paso unos escualos de larga nariz, los escualos-martillo; las lijas, que frecuentan esas aguas; las grandes águilas de mar; nubes de hipocampos, que se parecen a los caballos del juego de ajedrez; anguilas agitándose como las culebrillas de un fuego de artificio; ejércitos de cangrejos, que huían oblicuamente cruzando sus pinzas sobre sus caparazones, y manadas de marsopas que competían en rapidez con el Nautilus. Pero no estaban las cosas como para ponerse a observar, estudiar y clasificar.
Por la tarde, habíamos recorrido ya doscientas leguas del Atlántico. Llegó la noche y las tinieblas se apoderaron del mar hasta la salida de la luna. Me acosté, pero no pude dormir, asaltado por las pesadillas que hacía nacer en mí la horrible escena de destrucción.
Desde aquel día, ¿quién podría decir hasta dónde nos llevó el Nautilus por las aguas del Atlántico septentrional? Siempre a una velocidad extraordinaria y siempre entre las brumas hiperbóreas. ¿Costeó las puntas de las Spitzberg y los cantiles de la Nueva Zembla? ¿Recorrió esos mares ignorados, el mar Blanco, el de Kara, el golfo del Obi, el archipiélago de Liarrow y las orillas desconocidas de la costa asiática? No sabría yo afirmarlo como tampoco calcular el tiempo transcurrido. El tiempo se había parado en los relojes de a bordo. Como en las comarcas polares, parecía que el día y la noche no seguían ya su curso regular. Me sentía llevado a ese dominio de lo fantasmagórico en el que con tanta facilidad se movía la imaginación sobreexcitada de Edgar Poe. A cada instante, esperaba verme, como el fabuloso Gordon Pym, ante «esa figura humana velada, de proporciones mucho más grandes que las de ningún habitante de la tierra, situada tras esa catarata que defiende las inmediaciones del Polo».
Estimo -aunque tal vez me equivoque- que la aventurera carrera del Nautilus se prolongó durante quince o veinte días, y no sé lo que hubiera durado de no haberse producido la catástrofe con la que terminó este viaje. Del capitán Nemo no se tenía ni noticia. De su segundo, tampoco. Ni un hombre de la tripulación se hizo visible un solo instante. El Nautilus navegaba casi continuamente en inmersión, y cuando subía a la superficie a renovar el aire, las escotillas se abrían y cerraban automáticamente. Como no se fijaba ya la posición en el planisferio, no sabía dónde estábamos.
Diré también que el canadiense, al cabo de sus fuerzas y de su paciencia, tampoco aparecía. Conseil no podía sacar de él una sola palabra, y temía que se suicidase, en un acceso de delirio bajo el imperio de su tremenda nostalgia. Le vigilaba a cada instante con una abnegación sin límites.
En tales condiciones, la situación era ya insostenible.
Una mañana -imposible me sería precisar la fecha-, al despertarme de un amodorramiento penoso y enfermizo, vi a Ned Land inclinado sobre mí y decirme en voz baja:
-Vamos a evadirnos.
Me incorporé.
-¿Cuándo?
-Esta misma noche. Toda vigilancia parece haber desaparecido del Nautilus. Se diría que el estupor reina a bordo. ¿Estará usted dispuesto, señor?
-Sí. ¿Dónde estamos?
-A la vista de tierras que he advertido esta mañana entre la bruma, a unas veinte millas al Este.
-¿Qué tierras son ésas?
-Lo ignoro, pero sean las que fueren nos refugiaremos en ellas.
-Sí, Ned. Nos fugaremos esta noche, aunque nos trague el mar.
-La mar está movida, el viento es fuerte, pero no me asusta atravesar esas veinte millas en el bote del Nautilus. He podido dejar en él algunos víveres y varias botellas de agua, sin que se dé cuenta la tripulación.
-Le seguiré.
-Si me sorprenden, me defenderé y me haré matar.
-Moriremos juntos, amigo Ned.
Yo estaba decidido a todo. El canadiense me abandonó. Subí a la plataforma, sobre la que apenas podía mantenerme bajo el embate de las olas. El cielo estaba amenazador, pero puesto que la tierra estaba allí tras las espesas brumas, había que huir, sin pérdida de tiempo.
Volví al salón. Temía y deseaba a la vez encontrar al capitán Nemo. Quería y no quería verlo. ¿Qué podría decirle? ¿Podía yo ocultarle el involuntario horror que me inspiraba? No. Más valía no hallarse cara a cara con él. Más valía olvidarle. Y sin embargo…
¡Cuán larga fue aquella jornada, la última que debía pasar a bordo del Nautilus! Permanecí solo. Ned Land y Conseil evitaban hablarme por temor a traicionarse.
Cené a las seis, sin apetito, pero me forcé a comer, venciendo la repugnancia, para no encontrarme débil. A las seis y media entró Ned Land en mi camarote, y me dijo:
-No nos veremos ya hasta el momento de partir. A las diez, todavía no habrá salido la luna. Aprovecharemos la oscuridad. Venga usted al bote, donde le esperaremos Conseil y yo.
El canadiense salió sin darme tiempo a responderle.
Quise verificar el rumbo del Nautílus y me dirigí al salón. Llevábamos rumbo Norte-Nordeste, a una tremenda velocidad y a cincuenta metros de profundidad.
Lancé una última mirada a todas las maravillas de la naturaleza y del arte acumuladas en aquel museo, a la colección sin rival destinada a perecer un día en el fondo del mar con quien la había formado. Quise fijarla en mi memoria, en una impresión suprema. Permanecí así una hora, pasando revista, bajo los efluvios del techo luminoso, a los tesoros resplandecientes en sus vitrinas. Luego volví a mi camarote, y me revestí con el traje marino. Reuní mis notas y guardé cuidadosamente los preciosos papeles. Me latía con fuerza el corazón, sin que me fuera posible contener sus pulsaciones. Ciertamente, mi agitación, mi perturbación me hubieran traicionado a los ojos del capitán Nemo. ¿Qué estaría haciendo él en ese momento? Escuché a la puerta de su camarote y oí sus pasos. Estaba allí. No se había acostado. A cada movimiento, me parecía que iba a surgir ante mí y preguntarme por qué quería huir. Sentía un temor incesante reforzado por mi imaginación a cada momento. Esta impresión se hizo tan compulsiva que llegué a preguntarme si no sería mejor entrar en el camarote del capitán, verlo cara a cara y desafiarle con el gesto y la mirada.
Era una idea de loco que, afortunadamente, pude contener. Me tendí sobre el lecho para tratar de contener la agitación que me recorría el cuerpo. Mis nervios se calmaron un poco, pero mi cerebro seguía superexcitado. Mentalmente pasé revista a toda mi existencia a bordo del Nautilus, a todos los incidentes, felices o ingratos, que la habían atravesado desde mi desaparición del Abraham Lincoln… La caza submarina, el estrecho de Torres, los salvajes de la Papuasia, el encallamiento, el cementerio de coral, el paso de Suez, la isla de Santorin, el buzo cretense, la bahía de Vigo, la Atlántida, la banca de hielo, el Polo Sur, el aprisionamiento en los hielos, el combate con los pulpos, la tempestad del Gulf Stream, el Vengeur y la horrible escena del buque echado a pique con su tripulación… Todos estos acontecimientos pasaron ante mis ojos como esos decorados de fondo que se ven en el teatro. El capitán Nemo se engrandecía desmesuradamente en ese medio extraño. Su figura se agigantaba hasta tomar proporciones sobrehumanas. Dejaba de ser mi semejante para convertirse en el hombre de las aguas, en el genio de los mares.
Eran ya las nueve y media. Me sujetaba la cabeza entre las manos para impedirle estallar. Cerré los ojos. No quería pensar. ¡Media hora aún de espera! ¡Media hora más de pesadilla, de una pesadilla que iba a volverme loco!
En aquel momento, oí los vagos acordes del órgano, una armonía triste bajo un canto indefinible, la queja de un alma que quiere romper sus lazos terrestres. Escuché con todos mis sentidos a la vez, respirando apenas, sumergido como e capitán Nemo en uno de esos éxtasis musicales que le llevaban fuera de los límites de este mundo.
Me aterró la súbita idea de que el capitán Nemo saliera de su camarote y de que estuviera en el salón que yo debía atravesar para huir. Le encontraría allí por última vez y él me vería, ¡me hablaría tal vez! Un solo gesto suyo podía aniquilarme, una sola palabra suya podía encadenarme a su Nautilus
Iban a dar las diez. Había llegado el momento de abandonar mi camarote y de ir a reunirme con mis compañeros. No debía vacilar, aunque el capitán Nemo se irguiera ante mí.
Abrí la puerta con cuidado, y, sin embargo, me pareció que al girar sobre sus goznes hacía un ruido terrible. Tal vez el ruido resonara únicamente en mi imaginación. Avancé lentamente por los corredores oscuros del Nautilus, deteniéndome a cada paso para contener los latidos de mi corazón. Llegué a la puerta angular del salón y la abrí con suma precaución. El salón estaba sumido en una profunda oscuridad. Los acordes del órgano resonaban débilmente. El capitán Nemo estaba allí. No podía verme. Creo incluso que aun en plena luz no me hubiese visto, absorto como estaba en su éxtasis.
Me deslicé sobre la alfombra, tratando de evitar el menor tropiezo que pudiese traicionar mi presencia. Necesité cinco minutos para llegar a la puerta del fondo que daba a la biblioteca. Me disponía a abrirla, cuando un suspiro del capitán Nemo me clavó al suelo. Comprendí que iba a levantarse, e incluso lo entreví al filtrarse hasta el salón la luz de la biblioteca. Vino hacia mí, los brazos cruzados, silencioso, deslizándose más que andando, como un espectro. Su pecho oprimido se hinchaba de sollozos. Y lo oí murmurar estas palabras, las últimas que guardo de él:
-¡Dios Todopoderoso! ¡Basta! ¡Basta!
¿Era la confesión del remordimiento lo que escapaba de la conciencia de ese hombre?
Aterrorizado, me precipité a la biblioteca, llegué a la escalera central, la subí y luego, siguiendo el corredor superior, fui hasta el bote en el que penetré por la abertura que había dejado paso a mis dos compañeros.
-¡Partamos! ¡Partamos! -grité.
-Al instante -respondió el canadiense.
Se cerró y atornilló el orificio practicado en la plancha del Nautilus, mediante una llave inglesa de la que se había provisto Ned Land. Se cerró igualmente la abertura del bote, y el canadiense comenzó a desatornillar las tuercas que nos retenían aún al barco submarino.
Súbitamente nos llegó un ruido del interior. Se oían gritos, voces que se respondían con vivacidad. ¿ Qué ocurría? ¿Se habían dado cuenta de nuestra fuga? Sentí que Ned Land me deslizaba un puñal en la mano.
-Sí -murmuré-, sabremos morir.
El canadiense se había detenido en su trabajo. De repente, una palabra, veinte veces repetida, una palabra terrible, me reveló la causa de la agitación que se propagaba a bordo del Nautilus. No era de nosotros de lo que se preocupaba la tripulación.
-¡El Maelström! ¡El Maelström! -gritaban una y otra vez.
¡El Maelström! ¿Podía resonar en nuestros oídos una palabra más espantosa en tan terrible situación? ¿Nos hallábamos, pues, en esos peligrosos parajes de la costa noruega? ¿Iba a precipitarse el Nautilus en ese abismo, en el momento en que nuestro bote iba a desprenderse de él?
Sabido es que en el momento del flujo las aguas situadas entre las islas Feroë y Lofoden se precipitan con una irresistible violencia, formando un torbellino del que jamás ha podido salir un navío. Olas monstruosas corren desde todos los puntos del horizonte y forman ese abismo tan justamente denominado «el ombligo del océano», cuyo poder de atracción se extiende hasta quince kilómetros de distancia. Allí, no solamente los barcos se ven aspirados, sino también las ballenas y hasta los osos blancos de las regiones boreales.
Allí es donde el Nautilus -involuntaria o voluntariamente, tal vez- había sido llevado por su capitán. Describía una espiral cuyo radio disminuía cada vez más. Con él, el bote, aún aferrado a su flanco, giraba a una velocidad vertiginosa. Sentía yo los vértigos que suceden a un movimiento giratorio demasiado prolongado. Estábamos espantados, viviendo en el horror llevado a sus últimos límites, con la circulación sanguínea en suspenso y los nervios aniquilados, empapados en un sudor frío como el de la agonía. ¡Y qué fragor en torno de nuestro frágil bote! ¡Qué mugidos que el eco repetía a una distancia de varias millas! ¡Qué estrépito el de las olas al destrozarse en las agudas rocas del fondo, allí donde los cuerpos más duros se rompen, allí donde hasta los troncos de los árboles se convierten en «una piel», según la expresión noruega!
¡Qué situación la nuestra, espantosamente sacudidos! El Nautilus se defendía como un ser humano. Sus músculos de acero crujían. A veces, se levantaba, y nosotros con él.
-Hay que resistir -gritó Ned Land-y atornillar las tuercas. Si nos sujetamos al Nautilus, tal vez podamos salvarnos todavía.
No había acabado de hablar cuando se produjo un fuerte chasquido. Desprendidas las tuercas, el bote, arrancado de su alvéolo, salió lanzado como la piedra de una honda hacia el torbellino.
Me di un golpe en la cabeza con una cuaderna de hierro y, bajo este violento choque, perdí el conocimiento.
Así concluyó este viaje bajo los mares. Imposible me es decir lo que ocurrió aquella noche, cómo el bote pudo escapar al formidable torbellino del Maelström, cómo Ned Land, Conseil y yo salimos del abismo. Cuando volví en mí, me hallé acostado en la cabaña de un pescador de las islas Lofoden. Mis dos compañeros, sanos y salvos, estaban junto a mí y me estrechaban las manos. Efusivamente, nos abrazamos.
En estos momentos no podemos todavía regresar a Francia. Son raros los medios de comunicación entre el norte y el sur de Noruega. Me veo, pues, forzado a esperar el paso del vapor que asegura el servicio bimensual del cabo Norte.
Es, pues, aquí, en medio de estas buenas gentes que nos han recogido, donde reviso el relato de estas aventuras. Es exacto. Ni un solo hecho ha sido omitido, ni un detalle ha sido exagerado. Es la fiel narración de esta inverosímil expedición bajo un elemento inaccesible al hombre, y cuyas rutas hará libres algún día el progreso.
¿Se me creerá? No lo sé. Poco importa, después de todo. Lo que yo puedo afirmar ahora es mi derecho a hablar de estos mares bajo los que, en menos de diez meses, he recorrido veinte mil leguas; de esta vuelta al mundo submarino que me ha revelado tantas maravillas a través del Pacífico, del índico, del mar Rojo, del Mediterráneo, del Atlántico y de los mares australes y boreales.
¿Qué habrá sido del Nautilus? ¿Resistió al abrazo del Maelström? ¿Vivirá todavía el capitán Nemo? ¿Proseguirá bajo el océano sus terribles represalias o les puso fin con esa última hecatombe? ¿Nos restituirán las olas algún día ese manuscrito que encierra la historia de su vida? ¿Conoceré, al fin, el nombre de este hombre? ¿Nos dirá el buque desaparecido, por su nacionalidad, cuál es la nacionalidad del capitán Nemo?
Yo lo espero. Espero también que su potente aparato haya vencido al mar en su más terrible abismo, que el Nautilus haya sobrevivido allí donde tantos navíos han perecido. Si así es, si el capitán Nemo habita todavía el océano, su patria adoptiva, ¡ojalá pueda el odio apaciguarse en su feroz corazón! ¡Que la contemplación de tantas maravillas apague en él el espíritu de venganza! ¡Que el justiciero se borre en él y que el sabio continúe la pacifica exploración de los mares! Si su destino es extraño, es también sublime. ¿No lo he comprendido yo mismo? ¿No he vivido yo diez meses esa existencia extranatural? Por ello, a la pregunta formulada hace seis mil años por el Eclesiastés: «¿Quién ha podido jamás sondear las profundidades del abismo?», dos hombres entre todos los hombres tienen el derecho de responder ahora. El capitán Nemo y yo.
FIN
Autor:
Alfredo Ramirez Puentes
Estudiante de Ingeniería aeronáutica.
Bogotá Colombia.
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