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Julio Verne – Veinte mil leguas de viaje submarino (página 6)


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«¡Ah! -pensé-, así que se aventura por el Mediterráneo!»

-… uno y dieciocho milésimas para las del Jónico y uno y veintinueve milésimas para las del Adriático.

Decididamente, el Nautilus no rehuía los mares frecuentados de Europa, y de ello inferí que podría llevarnos -tal vez en breve- hacia continentes más civilizados. Pensé que Ned Land acogería con gran satisfacción esta información.

Durante varios días, nuestra jornadas transcurrieron en medio de experimentos de todas clases, tanto sobre los grados de salinidad de las aguas a diferentes profundidades como sobre su electrización, coloración y transparencia. Y en todos estos estudios el capitán Nemo desplegó tanta ingeniosidad como amabilidad hacia,/mí. Pero luego, durante varios días consecutivos, no volví a verle y permanecí de nuevo aislado a bordo.

El 16 de enero, el Nautilus pareció dormirse a unos metros tan sólo bajo la superficie. Sus aparatos eléctricos no funcionaban, y su hélice inmóvil le dejaba errar al dictado de la corriente. Supuse que la tripulación se ocupaba de las reparaciones interiores, hechas necesarias por la violencia de los movimientos mecánicos de la máquina.

Mis compañeros y yo fuimos entonces testigos de un curioso espectáculo. Los observatorios del salón estaban descubiertos, y como el fanal del Nautilus estaba apagado reinaba una vaga oscuridad en medio de las aguas. El cielo, tormentoso y cubierto de espesas nubes, daba una insuficiente claridad a las primeras capas del océano.

Observaba yo el estado del mar en esas condiciones, en las que los más grandes peces aparecían como sombras apenas dibujadas, cuando el Nautilus se halló súbitamente inundado de luz. Creí en un primer momento que se había encendido el fanal, pero una rápida observación me hizo reconocer mi error.

El Nautilus flotaba en medio de una capa fosforescente que, en la oscuridad, se hacía deslumbrante. El fenómeno era producido por miriadas de animales luminosos, cuyo brillo se acrecentaba al deslizarse sobre el casco metálico del aparato. Advertí entonces una serie de relámpagos en medio de las capas luminosas, como coladas de plomo fundido en un horno o masas metálicas llevadas a la incandescencia, de tal modo que, por contraste, algunas zonas luminosas parecían oscuras en ese medio ígneo que abolía la oscuridad. No, aquella luminosidad era muy diferente de la irradiación continua de nuestro alumbrado habitual; había en ella una intensidad y un movimiento insólitos. ¡Se diría una luz viva!

Y viva era, puesto que emanaba de una infinita aglomeración de infusorios pelágicos, de las noctilucas miliares, verdaderos glóbulos de gelatina diáfana, provistos de un flagelo filiforme, de las que se ha llegado a contar hasta veinticinco mil en treinta centímetros cúbicos de agua. Su luminosidad se reforzaba con los resplandores propios de las medusas, de las asterias, de las aurelias, de los dátiles y de otros zoófltos fosforescentes, impregnados de las materias orgánicas procedentes del desove de los peces y descompuestas por el mar, y tal vez de las mucosidades secretadas por los peces.

Durante varias horas, el Nautilus se bañó en aquella luz. Nuestra fascinación se hizo aún más intensa al ver grandes animales marinos evolucionar como salamandras. Vi allí, en medio de ese fuego que no quema, unas marsopas rápidas y elegantes, infatigables payasos de los mares, y unos istióforos o espadones veleros, de tres metros de longitud, de quienes se dice que anuncian los huracanes, y que golpeaban, a veces, nuestros cristales con su formidable espada. Aparecieron luego peces más pequeños, entre ellos variados balistes, escómbridos saltadores, nasones y otros muchos que rayaban de colores fulgurantes y zigzagueantes el agua luminosa.

Era un espectáculo prodigioso, deslumbrante el de aquel fenómeno, cuya intensidad tal vez era acrecentada por alguna perturbación atmosférica. ¿Se estaba desencadenando acaso una tempestad en la superficie del océano? De ser así, el Nautilus, a unos cuantos metros de profundidad, no sentía su furor y se mecía apaciblemente en medio de las aguas tranquilas.

Así proseguía nuestro viaje, siempre amenizado por alguna nueva maravilla. Conseil observaba y clasificaba sus zoófitos, sus articulados, sus moluscos y sus peces. Los días pasaban rápidamente y ya no los contaba yo. Por su parte, Ned se entretenía tratando de variar la dieta de a bordo. Éramos unos verdaderos caracoles, ya acostumbrados a nuestro caparazón. Por eso puedo afirmar que es fácil llegar a ser un perfecto caracol. Así estábamos, adaptados ya a una existencia que había llegado a parecernos fácil y natural, sin que apenas pudiéramos imaginar ya que existiera una vida diferente en la superficie de la tierra, cuando sobrevino un acontecimiento que habría de recordarnos lo extraño de nuestra situación.

El 18 de enero, el Nautilus se hallaba a 1050 de longitud y 150 de latitud meridional. El tiempo estaba tormentoso y agitado y duro el mar. Soplaba con fuerza el viento del Este. En baja desde hacía varios días, el barómetro anunciaba tempestad. Había subido yo a la plataforma en el momento en que el segundo tomaba sus medidas de ángulos horarios. Esperaba yo oír, como siempre, la frase cotidiana. Pero aquel día esa frase fue reemplazada por otra no menos incomprensible. Casi inmediatamente vi aparecer al capitán Nemo, quien, provisto de un catalejo, escrutó el horizonte. Durante algunos minutos, el capitán permaneció inmóvil en su contemplación. Luego, bajó su catalejo y cambió unas palabras con su segundo, quien parecía presa de una emoción que se esforzaba en vano por contener. El capitán Nemo, más dueño de sí, permanecía sereno. Daba la impresión de que oponía algunas objeciones a lo que decía el segundo, a juzgar, al menos, por la diferencia entre el tono y los gestos de ambos.

Por mi parte, había mirado cuidadosamente en la dirección escrutada por el capitán Nemo, sin ver otra cosa que la nítida línea del horizonte en que se confundían el cielo y el mar.

El capitán Nemo se paseaba de un extremo a otro de la plataforma, sin mirarme, tal vez sin verme. Su paso era seguro, pero menos regular que de costumbre. Se detenía de vez en cuando y, los brazos cruzados sobre el pecho, observaba el mar. ¿Qué podía buscar en ese inmenso espacio? El Nautilus se hallaba a varios centenares de millas de la costa más cercana.

El segundo había tomado el catalejo con el que interrogaba obstinadamente al horizonte. Luego comenzó a ir y venir, dando muestras de una agitación nerviosa que contrastaba con la serenidad de su jefe.

Parecía que el misterio iba a aclararse rápidamente, pues a una orden del capitán Nemo, la máquina desarrolló una mayor potencia imprimiendo a la hélice una rotación más rápida.

En aquel momento, el segundo atrajo de nuevo la atención del capitán. Éste suspendió su paseo y dirigió otra vez el catalejo hacia el punto indicado, observándolo detenidamente.

Sumamente intrigado, descendí al salón y volví provisto del catalejo que solía yo usar. Tomando como soporte para el catalejo el saliente formado por el fanal, me disponía a observar a mi vez el punto indicado, cuando, antes incluso de que hubiera podido aplicar el ojo al ocular, se me arrancó brutalmente el instrumento de la mano.

Al volverme vi al capitán Nemo ante mí, pero a un capitán Nemo irreconocible. Su fisonomía se había transfigurado. Sus ojos brillaban con un fulgor sombrío bajo su ceño fruncido. La boca descubría a medias sus dientes apretados. Su cuerpo, tenso; sus puños, cerrados, y su cabeza, replegada entre los hombros, denunciaban la violencia del odio que exhalaba su persona. Estaba inmóvil. Se le había caído mi catalejo de la mano y rodado a sus pies.

¿Era yo quien, sin querer, había provocado ese acceso de cólera? ¿Acaso creía aquel incomprensible personaje que había sorprendido yo un secreto prohibido a los huéspedes del Nautilus?

No. No debía ser yo el destinatario de su odio, puesto que no me miraba, y su atención seguía concentrada obstinadamente en aquel impenetrable punto del horizonte.

El capitán Nemo recobró por fin el dominio de sí mismo. Su fisonomía, tan profundamente alterada, recuperó su calma habitual. Tras dirigir a su segundo algunas palabras en su idioma incomprensible, se volvió hacia mí y me dijo en un tono bastante imperioso:

-Señor Aronnax, voy a reclamar de usted el cumplimiento de uno de los compromisos que ha contraído conmigo.

-¿De qué se trata, capitán?

-Tanto usted como sus compañeros deben aceptar que les encierre hasta el momento en que yo juzgue conveniente devolverles la libertad.

-Estamos en sus manos -le respondí, mirándole fijamente-. Pero ¿puedo hacerle una pregunta?

-Ninguna, señor.

Ante esta respuesta, no cabía discutir, sino obedecer, puesto que toda resistencia hubiera sido imposible.

Descendí al camarote de Ned Land y de Conseil y les informé de la determinación del capitán. Fácil es imaginar la reacción del canadiense a esta comunicación. Pero ni tan siquiera hubo tiempo para explicaciones. Cuatro hombres de la tripulación nos esperaban a la puerta y nos condujeron a la celda en que habíamos pasado nuestra primera noche a bordo del Nautilus.

Ned Land quiso protestar, pero la puerta se cerró tras él por toda respuesta.

-¿Podría explicarnos el señor a qué se debe esto y por qué? -preguntó Conseil.

Referí a mis compañeros lo ocurrido, lo que les sorprendió tanto como a mí y les dejó a dos velas.

No podía apartar de mi mente el recuerdo de la extraña fisonomía del capitán Nemo y, sumido en un abismo de reflexiones, me perdía en las más absurdas hipótesis, incapaz de reunir dos ideas lógicas, cuando Ned Land me sacó de mi concentración al decir, con tono de sorpresa, que el almuerzo estaba servido.

En efecto, la mesa estaba puesta, lo que probaba que el capitán Nemo había ordenado servirla al mismo tiempo que hacía acelerar la marcha del Nautilus.

-¿Me permitiría el señor darle un consejo? -dijo Conseil.

-Sí, muchacho.

-El de que coma. Es prudente hacerlo, porque no sabemos lo que puede ocurrir.

-Tienes razón, Conseil.

-Desgraciadamente -dijo Ned Land- nos han dado el menú de a bordo.

-Amigo Ned -replicó Conseil-, ¡qué diría entonces si nos hubieran dejado en ayunas!

Este razonamiento bastó para acallar al arponero.

Nos sentamos a la mesa y comimos en silencio. Yo comí muy poco. Conseil se forzó a hacerlo, por prudencia, y Ned Land, pese a sus protestas, no perdió bocado. Apenas habíamos terminado de almorzar, cuando se apagó el globo luminoso sumiéndonos en una oscuridad total.

Ned Land no tardó en dormirse, y, con gran sorpresa mía, Conseil cayó también en un profundo sopor. Me preguntaba qué era lo que había podido provocar en él esa imperiosa necesidad de dormir cuando me sentí yo invadido por una pesada somnolencia, que me hacía cerrar los ojos contra mi voluntad. Me sentía presa de una extraña alucinación.

Era evidente que se nos había puesto en la comida alguna sustancia soporífera. Así pues, no bastaba infligirnos la prisión para ocultarnos los proyectos del capitán Nemo, sino que además había que narcotizarnos.

Oí el ruido de las escotillas al cerrarse. Poco después cesaba el ligero movimiento de balanceo producido por las olas, lo que parecía indicar que el Nautilus se había sumergido.

Imposible me fue resistir al sueño. Mi respiración se debilitaba. Sentí un frío mortal helar mis miembros cada vez más pesados, como paralizados. Mis párpados, pesados como el plomo, se cerraron sobre los ojos. Un sueño mórbido, poblado de alucinaciones, se apoderó de todo mi ser. Poco a poco fueron desapareciendo las visiones, y me quedé sumido en un total anonadamiento.

24. El reino del coral

Al día siguiente, me desperté con la cabeza singularmente despejada, y vi con sorpresa que me hallaba en mi camarote. Mis compañeros debían haber sido también reintegrados al suyo sin darse cuenta, como yo. Como yo, ignoraban lo ocurrido en esa noche. Para desvelar el misterio, sólo podía confiar en el azar de lo porvenir.

La idea de salir del camarote me llevó a preguntarme si me hallaría preso o libre nuevamente. Libre por completo. Abrí la puerta, recorrí los pasillos y subí la escalera central. Las escotillas, cerradas la víspera, estaban abiertas. Llegué a la plataforma, donde ya estaban, esperándome, Ned y Conseil. A mis preguntas respondieron diciendo que no sabían nada. Les había sorprendido hallarse en su camarote, al despertarse de un pesado sueño que no había dejado en ellos recuerdo alguno.

El Nautilus estaba tan tranquilo y tan misterioso como siempre, navegando por la superficie de las olas a una marcha moderada. Nada parecía haber cambiado a bordo.

Ned Land observaba el mar con sus ojos penetrantes. No había nada a la vista. El canadiense no señaló nada nuevo en el horizonte, ni vela ni tierra.

Soplaba una sonora brisa del Oeste, que encrespaba al mar en largas olas, sometiendo al Nautilus a un sensible balanceo.

Tras haber renovado su aire, el Nautilus se sumergió a una profundidad media de quince metros, al objeto, al parecer, de poder emerger rápidamente a la superficie, operación que, contra toda costumbre, se practicó en varias ocasiones durante aquella jornada del 19 de enero. En todas ellas, el segundo subía a la plataforma y pronunciaba su frase habitual.

El capitán Nemo no apareció durante toda la mañana. El único miembro de la tripulación a quien vi fue al steward, que me sirvió la comida con su exactitud y mutismo de costumbre.

Hacia las dos de la tarde me hallaba en el salón, ocupado en clasificar mis notas, cuando apareció el capitán. A mi saludo respondió con una inclinación casi impercetible, sin dirigirme la palabra. Volví a mi trabajo, esperando que me diera quizá alguna explicación sobre los acontecimientos de la noche anterior, pero no me dijo nada. Le miré. Su rostro denunciaba la fatiga, sus ojos enrojecidos no habían sido refrescados por el sueño. Toda su fisonomía expresaba una profunda tristeza, un sentimiento de pesadumbre real. Iba y venía, se sentaba y se incorporaba, tomaba un libro al azar para dejarlo en seguida, consultaba sus instrumentos sin tomar notas como solía, y parecía no poder estar quieto ni un instante.

Al fin se acercó a mí y me dijo:

-¿Es usted médico, señor Aronnax?

Era tan inesperada su pregunta, que me quedé mirándole sin responder.

-¿Es usted médico? -repitió-. Sé que algunos de sus colegas han hecho estudios de medicina, como Gratiolet, Moquin-Tandon y otros.

-En efecto -dije-. Soy médico y he practicado durante varios años como interno de hospitales, antes de entrar en el Museo.

-Bien, muy bien.

Mi respuesta satisfizo evidentemente al capitán Nemo.

Ignorando cuáles pudieran ser sus intenciones, esperé que me hiciera nuevas preguntas, reservándome para responderle según las circunstancias.

-Señor Aronnax, ¿aceptaría usted asistir a uno de mis hombres?

-¿Tiene usted un enfermo?

-Sí.

-Estoy a su disposición.

-Sígame.

Debo confesar que me sentía excitado. No sé por qué veía yo una cierta conexión entre la enfermedad de uno de los tripulantes y los acontecimientos de la víspera, y este misterio me preocupaba casi tanto como el enfermo.

El capitán Nemo me condujo a la popa del Nautilus y me hizo entrar en un camarote en el que sobre un lecho yacía un hombre de unos cuarenta años de edad, de aspecto enérgico. Era un verdadero prototipo del anglosajón.

Al inclinarme sobre él vi que no era simplemente un enfermo, sino un herido. Su cabeza, envuelta en vendajes sanguinolentos, reposaba sobre una doble almohada. Le retiré el vendaje. El herido me miraba fijamente, sin proferir una sola queja.

La herida era horrible. El cráneo, machacado por un instrumento contundente, dejaba el cerebro al descubierto. La sustancia cerebral había sufrido una profunda atrición y se habían producido unos cuajarones sanguíneos con un color parecido al de las heces del vino. Había a la vez contusión y conmocion cerebrales. La respiración del enfermo era lenta. Su rostro estaba agitado por espasmódicas contracciones musculares. La flegmasía cerebral era completa y provocaba ya la parálisis de la sensibilidad y del movimiento.

El pulso del herido era intermitente. Comenzaban a enfriarse las extremidades del cuerpo. Comprendí que la muerte se acercaba sin que fuera posible hacer nada por impedirlo. Tras haber vendado al herido, me dirigí al capitán Nemo.

-¿Cómo se ha producido esta herida?

-¿Qué puede importar eso? -respondió evasivamente el capitán-. Un choque del Nautílus ha roto una de las palancas de la maquinaria y herido a este hombre. Pero, dígame, ¿cómo está?

Al ver mi vacilación en responder, el capitán me dijo:

-Puede usted hablar libremente. Este hombre no comprende el francés.

Miré nuevamente al herido y respondí:

-Va a morir de aquí a dos horas.

-¿No hay nada que hacer?

-Nada.

Pude ver cómo se crispaban las manos del capitán Nemo, y cómo brotaban las lágrimas de sus ojos, que yo no hubiera creído hechos para llorar.

Durante algunos momentos seguí observando al agonizante, cuya palidez iba aumentando bajo la luz eléctrica que iluminaba su lecho mortal. Miraba su rostro inteligente, surcado de prematuras arrugas labradas tal vez hacía tiempo por la desgracia, si no por la miseria.

Trataba de sorprender el secreto de su vida en las últimas palabras que pudieran dejar escapar sus labios.

-Puede usted retirarse, señor Aronnax -me dijo el capitán Nemo.

Dejé al capitán en el camarote del agonizante y volví al mío, muy emocionado por aquella escena. Durante todo el día me sentí agitado por siniestros presentimientos. Dormí mal aquella noche, y en los momentos de duermevela creí oír lejanos suspiros, y algo así como una fúnebre salmodia. ¿Sería aquello una plegaria de difuntos en esa lengua que yo no podía comprender?

Al día siguiente, por la mañana, cuando subí al puente hallé allí al capitán Nemo. Nada más verme me dijo:

-Señor profesor, ¿desea hacer hoy una excursión submarina?

-¿Con mis compañeros?

-Si quieren.

-Estamos a sus órdenes, capitán.

-Vayan, pues, a ponerse sus escafandras.

Nada me dijo del moribundo o del muerto. Fui a buscar a Ned Land y a Conseil, a quienes participé la proposición del capitán Nemo. Conseil se apresuró a aceptar y, esta vez, el canadiense se mostró muy dispuesto a seguirnos.

Eran las ocho de la mañana. Media hora después estábamos ya vestidos para ese nuevo paseo, y equipados de los dos aparatos de alumbrado y de respiración. Se abrió la doble puerta, y, acompañados del capitán Nemo, al que seguían doce hombres de la tripulación, pusimos el pie a una profundidad de diez metros sobre el suelo firme en el que reposaba el Nautilus.

Una ligera pendiente nos condujo a un fondo accidentado, a una profundidad de unas quince brazas. Aquel fondo difería mucho del que había visitado durante mi primera excursión bajo las aguas del océano Pacífico. Ni arena fina, ni praderas submarinas, ni bosques pelágicos. Reconocí inmediatamente la maravillosa región a que nos conducía aquel día el capitán Nemo. Era el reino del coral.

Entre los zoófltos y en la clase de los alcionarios figura el orden de los gorgónidos, que incluye a las gorgonias, las isis y los coralarios. Es a este último grupo al que pertenece el coral, curiosa sustancia que fue alternativamente clasificada en los reinos mineral, vegetal y animal. Utilizada como remedio por los antiguos y como joya ornamental por los modernos, su definitiva incorporación al reino animal, hecha por el marsellés Peysonnel, data tan sólo de 1694.

El coral es una colonia de pequeñísimos animales unidos entre sí por un polípero calcáreo y ramificado de naturaleza quebradiza. Estos pólipos tienen un generador único que los produce por brotes. Su vida comunal no les dispensa de tener una existencia propia. Es, pues, una especie de socialismo natural.

Yo conocía los últimos estudios hechos sobre este curioso zoófito que se mineraliza al arborizarse, según la muy atinada observación de los naturalistas, y nada podía tener mayor interés para mí que visitar uno de esos bosques petrificados que la naturaleza ha plantado en el fondo del mar.

Con los aparatos Ruhmkorff en funcionamiento, caminamos a lo largo de un banco de coral en vía de formación, que, con el tiempo, llegará a cerrar un día esta zona del océano índico. El camino estaba bordeado de inextricables espesuras formadas por el entrelazamiento de arbustos coronados por florecillas de blancas corolas en forma de estrella. Pero a diferencia de las plantas terrestres, aquellas arborescencias, fijadas a las rocas del suelo, se dirigían todas de arriba abajo.

La luz producía maravillosos efectos entre aquellos ramajes tan vivamente coloreados. Bajo la ondulación de las aguas parecían temblar aquellos tubos membranosos y cilíndricos, que me ofrecían la tentación de coger sus frescas corolas ornadas de delicados tentáculos, recién abiertas unas, apenas nacientes otras, que los peces rozaban al pasar como bandadas de pájaros. Pero bastaba que acercara la mano a aquellas flores vivas, como sensitivas, para que la alarma recorriera la colonia. Las corolas blancas se replegaban en sus estuches rojos, las flores se desvanecían ante mis ojos, y el «matorral» se transformaba en un bloque pétreo.

El azar me había puesto en presencia de una de las más preciosas muestras de este zoófito. Aquel coral era tan valioso como el que se pesca en el Mediterráneo, a lo largo de las costas de Francia, Italia y del Norte de África. Por sus vivos tonos, justificaba los poéticos nombres de flor y espuma de sangre que da el comercio a sus más hermosos productos.

El coral llega a venderse hasta a quinientos francos el kilogramo, y el que allí tenía ante mis ojos hubiera hecho la fortuna de un gran número de joyeros. La preciosa materia, mezclada a menudo con otros políperos, formaba esos conjuntos inextricables y compactos que se conocen con el nombre de «macciota», y entre los cuales pude ver admirables especímenes de coral rosa.

Pero pronto los «matorrales» se espesaron y crecieron las formaciones arbóreas, abriéndose ante nosotros verdaderos sotos petrificados y largas galerías de una arquitectura fantástica. El capitán Nemo se adentró por una de ellas a lo largo de una suave pendiente que nos condujo a una profundidad de cien metros. La luz de nuestras linternas arrancaba a veces mágicos efectos de las rugosas asperezas de aquellos arcos naturales y de las pechinas que semejaban lucernas a las que hacía refulgir con vivos centelleos. Entre los arbustos de coral vi otros pólipos no menos curiosos, melitas, iris con ramificaciones articuladas, matojos de coralinas, unas verdes y otras rojas, verdaderas algas enquistadas en sus sales calcáreas, a las que los naturalistas han alojado definitivamente, tras largas discusiones, en el reino vegetal. Un pensador ha dicho que «quizá se halle allí el límite real a partir del cual la vida empieza a salir del sueño de la piedra, sin por ello liberarse totalmente y todavía de su rudo punto de partida».

Al cabo de dos horas de marcha habíamos llegado a una profundidad de unos trescientos metros, es decir, al límite extremo de la formación del coral. Allí no existía ya ni el aislado «matorral» ni el «bosquecillo» de monte bajo. Era el dominio del bosque inmenso, de las grandes vegetaciones minerales, de los enormes árboles petrificados, reunidos por guirnaldas de elegantes plumarias, esas lianas marinas, cuya belleza realzaban sus matices de color y sus destellos fosforescentes. Andábamos fácilmente bajo los altos ramajes perdidos en la oscuridad de las aguas, mientras a nuestros pies, las tubíporas, las meandrinas, las astreas, las fungias, las cariófilas, formaban un tapiz de flores sembrado de gemas resplandecientes.

¡Qué indescriptible espectáculo! ¡Ah! ¡No poder comunicar nuestras sensaciones! ¡Hallarse aprisionado en una jaula de metal y de vidrio! ¡Vernos imposibilitados para comunicarnos entre nosotros! ¡Ah, no poder vivir la vida de esos peces que pueblan el líquido elemento, o mejor aún, la de esos anfibios que, durante largo tiempo, pueden recorrer al albedrío de su antojo el doble dominio de la tierra y del agua!

Mis compañeros y yo suspendimos nuestra marcha al ver que el capitán Nemo se había detenido, con sus hombres formando semicírculo en torno suyo. Fue entonces cuando me di cuenta de que cuatro de ellos llevaban sobre sus hombros un objeto de forma oblonga.

Nos hallábamos en el centro de un vasto calvero, rodeado por las altas concreciones arbóreas del bosque submarino. Nuestras lámparas proyectaban sobre ese espacio una especie de claridad crepuscular que alargaba desmesuradamente nuestras sombras sobre el suelo. En los lindes del calvero la oscuridad era profunda, sólo surcada por algún que otro centelleo arrancado por nuestras lámparas a las vivas aristas de coral.

Ned Land y Conseil se hallaban junto a mí. Yo intuía que íbamos a asistir a una extraña escena. Observando el suelo, vi que en algunos puntos se elevaba ligeramente en unas protuberancias de depósitos calcáreos cuya regularidad traicionaba la mano del hombre.

En medio del calvero, sobre un pedestal de rocas groseramente amontonadas, se erguía una cruz de coral cuyos largos brazos se hubiera dicho estaban hechos de sangre petrificada.

A una señal del capitán Nemo, se adelantó uno de sus hombres y, a algunos pasos de la cruz, comenzó a excavar un agujero con un pico que había desatado de su cinturón.

Sólo entonces comprendí que aquel calvero era un cementerio, el agujero, una tumba, y el objeto oblongo, el cuerpo del hombre que había muerto durante la noche. ¡El capitán Nemo y los suyos habían venido a enterrar a su compañero en esa última residencia común, en el fondo inaccesible del océano!

¡No! ¡Nunca mi espíritu se había sentido tan sobrecogido como en aquel momento! ¡Jamás me había sentido embargado por una emoción tan impresionante como aquélla! ¡No quería ver lo que estaban viendo mis ojos!

Pero la tumba iba tomando forma lentamente. Sobresaltados, huían los peces de aquí y de allá. Se oía resonar el hierro del pico sobre el suelo calcáreo y de vez en cuando sobre algún sílex perdido en el fondo de las aguas. El agujero se iba alargando y ensanchando y pronto se convirtió en una fosa suficientemente profunda para albergar el cuerpo.

Los portadores se acercaron a ella. El cuerpo, envuelto en un tejido de biso blanco, descendió a su húmeda tumba. El capitán Nemo, los brazos cruzados sobre el pecho, y todos los demás, se arrodillaron en la actitud de la plegaria… Mis dos compañeros y yo nos inclinamos religiosamente.

Se recubrió la tumba con los restos arrancados al suelo, formando una ligera protuberancia.

El capitán Nemo y sus hombres se reincorporaron y, acercándose a la tumba, extendieron sus manos en un gesto de suprema despedida.

La fúnebre comitiva emprendió entonces el camino de regreso al Nautilus, bajo los arcos del bosque, a través de los matorrales y a lo largo de las plantas de coral, en un ascenso continuo.

Aparecieron al fin las luces del Nautilus que guiaron nuestros últimos pasos. A la una, ya estábamos a bordo.

Nada más despojarme de mi escafandra, subí a la plataforma donde, Presa de una terrible confusión de ideas. fui a sentarme cerca del fanal. Pronto se unió a mí el capitán Nemo. Me levanté y le dije:

-Así, pues, tal y como había pronosticado, ese hombre murió anoche.

-Sí, señor Aronnax.

-Y ahora está reposando junto a sus compañeros en ese cementerio de coral.

-Sí, olvidado de todos, pero no de nosotros. Nosotros cavamos las tumbas y los pólipos se encargan de sellar en ellas a nuestros muertos para toda la eternidad.

Ocultando con un gesto brusco su rostro en sus manos crispadas, el capitán trató vanamente de contener un sollozo. Luego, dijo:

-Ése es nuestro apacible cementerio, a algunos centenares de pies bajo la superficie del mar.

-Sus muertos duermen en él tranquilos, capitán, fuera del alcance de los tiburones.

-Sí, señor -respondió gravemente el capitán Nemo-, fuera del alcance de los tiburones y de los hombres.

FIN DE LA PRIMERA PARTE

Segunda parte

1. El océano índico

Aquí comienza la segunda parte de este viaje bajo los mares. Terminó la primera con la conmovedora escena del cementerio de coral que tan profunda impresión ha dejado en mi ánimo.

Así, pues, el capitán Nemo no solamente vivía su vida en el seno de los mares, sino que también había elegido en ellos domicilio para su muerte, en ese cementerio que había preparado en el más impenetrable de sus abismos. Ningún monstruo del océano podría perturbar el último sueño de los habitantes del Nautilus, de aquellos hombres que se habían encadenado entre sí para la vida y para la muerte. «Ningún hombre, tampoco», había añadido el capitán, con unas palabras y un tono que confirmaban su feroz e implacable desconfianza hacia la sociedad humana.

Había algo que me inducía a descartar la hipótesis sustentada por Conseil, quien persistía en considerar al comandante del Nautilus como uno de esos sabios desconocidos que responden con el desprecio a la indiferencia de la humanidad. Para Conseil, el capitán Nemo era un genio incomprendido que, cansado de las decepciones terrestres, había debido refugiarse en ese medio inaccesible en el que ejercía libremente sus instintos. Pero, en mi opinión, tal hipótesis no explicaba más que una de las facetas del capitán Nemo.

El misterio de la noche en que se nos había recluido y narcotizado, el violento gesto del capitán al arrancarme el catalejo con el que me disponía a escrutar el horizonte, y la herida mortal de aquel hombre causada por un choque inexplicable del Nautilus, eran datos que me llevaban a plantearme el problema en otros términos. ¡No! ¡El capitán Nemo no se limitaba a rehuir a los hombres! ¡Su formidable aparato no era solamente un vehículo para sus instintos de libertad, sino también, tal vez, un instrumento puesto al servicio de no sé qué terribles represalias!

Nada, sin embargo, es evidente para mí en este momento, en el que sólo me es dado entrever algún atisbo de luz en las tinieblas, por lo que debo limitarme a escribir, por así decirlo, al dictado de los acontecimientos.

Nada nos liga al capitán Nemo, por otra parte. Él sabe que escaparse del Nautilus es imposible. Ningún compromiso de honor nos encadena a él, no habiendo empeñado nuestra palabra. No somos más que cautivos, sus prisioneros, aunque por cortesía él nos designe con el nombre de huéspedes.

Ned Land no ha renunciado a la esperanza de recobrar su libertad. Es seguro que ha de aprovechar la primera ocasión que pueda depararle el azar. Sin duda, yo haré como él. Y, sin embargo, sé que no podría llevarme sin un cierto pesar lo que la generosidad del capitán nos ha permitido conocer de los misterios del Nautilus. Pues, en último término, ¿hay que odiar o admirar a este hombre? ¿Es una víctima o un verdugo? Y, además, para ser franco, antes de abandonarle para siempre yo querría haber realizado esta vuelta al mundo bajo los mares, cuyos inicios han sido tan magníficos. Yo querría haber visto lo que ningún hombre ha visto todavía, aun cuando debiera pagar con mi vida esta insaciable necesidad de aprender. ¿Qué he descubierto hasta ahora? Nada, o casi nada, pues aún no hemos recorrido más que seis mil leguas a través del Pacífico.

Sin embargo, sé que el Nautilus se aproxima a costas habitadas, y sé también que si se nos ofreciera alguna oportunidad de salvación sería cruel sacrificar a mis compañeros a mi pasión por lo desconocido. No tendré más remedio que seguirles, tal vez guiarles. Pero ¿se presentará alguna vez tal ocasión? El hombre, privado por la fuerza de su libre albedrío, la desea, pero el científico, el curioso, la teme.

A mediodía de aquella jornada, la del 21 de enero de 1868, el segundo de a bordo subió a la plataforma a tomar la altura del sol. Yo encendí un cigarro y me entretuve en observar sus operaciones. Me pareció evidente que aquel hombre no comprendía el francés, pues permaneció mudo e impasible tantas veces cuantas yo expresé en voz alta mis comentarios, que, de haberlos comprendido, no habrían dejado de provocar en él algún signo involuntario de atención.

Mientras él efectuaba sus observaciones por medio del sextante, uno de los marineros del Nautilus -el mismo que nos había acompañado en nuestra excursión submarina a la isla de Crespo- vino a limpiar los cristales del fanal. Eso me hizo observar con atención la instalación del aparato cuya potencia se centuplicaba gracias a los anillos lenticulares, dispuestos como los de los faros, que mantenían su luz en la orientación adecuada. La lámpara eléctrica estaba concebida para su máximo rendimiento posible. En efecto, su luz se producía en el vacío, lo que aseguraba su regularidad a la vez que su intensidad. El vacío economizaba también el deterioro de los filamentos de grafito sobre los que va montado el arco luminoso. Y esa economía era importante para el capitán Nemo, que no hubiera podido renovar con facilidad sus filamentos. El deterioro de éstos en esas condiciones era mínimo.

Al disponerse el Nautilus a practicar su inmersión, descendí al salón. Se cerraron las escotillas y se puso rumbo directo al Oeste.

Estábamos surcando las aguas del océano Indico, vasta llanura líquida de una extensión de quinientos cincuenta millones de hectáreas, cuya transparencia es tan grande que da vértigo a quien se asoma a su superficie.

Durante varios días, el Nautilus navegó entre cien y doscientos metros de profundidad.

A cualquier otro se le hubieran hecho largas y monótonas las horas. Pero a mí, poseído de un inmenso amor al mar, los paseos cotidianos por la plataforma al aire vivificante del océano, el espectáculo fascinante de las aguas a través de los cristales del salón, la lectura de los libros de la biblioteca y la redacción de mis memorias, ocupaban todo mi tiempo sin dejarme ni un momento de cansancio o de aburrimiento.

La salud de todos se mantenía en un estado muy satisfactorio. La dieta de a bordo era perfectamente adecuada a nuestras necesidades, y yo me habría pasado muy bien sin las variantes que en ella introducía Ned Land por espíritu de protesta. Además, en aquella temperatura constante no había que temer el más mínimo catarro. Por otra parte, la dendrofilia, ese madrepórico que se conoce en Provenza con el nombre de «hinojo marino», de la que había una buena reserva a bordo, habría suministrado, con la carne de sus pólipos, una pasta excelente para la tos.

Durante algunos días vimos una gran cantidad de aves acuáticas, palmípedas y gaviotas. Algunas de ellas pasaron a la cocina para ofrecernos una aceptable variación a los menús marinos que constituían nuestro régimen. Entre los grandes veleros, que se alejan de tierra a distancias considerables y descansan sobre el agua de la fatiga del vuelo, vi magníficos albatros, aves pertenecientes a la familia de las longipennes y que se caracterizan por sus gritos discordantes como el rebuzno de un asno. La familia de las pelecaniformes estaba representada por rápidas fragatas que pescaban con gran ligereza los peces de la superficie y por numerosos faetones, entre ellos el de manchitas rojas, del tamaño de una paloma, cuyo blanco plumaje está matizado de colores rosáceos que contrastan vivamente con el color negro de las alas.

Las redes del Nautilus nos ofrecieron algunos careys, tortugas marinas cuya concha es muy estimada. Estos reptiles se sumergen muy fácilmente y pueden mantenerse largo tiempo bajo el agua cerrando la válvula carnosa que tienen en el orificio externo de su canal nasal. A algunos de ellos se les cogió cuando dormían bajo su caparazón, al abrigo de los animales marinos. La carne de aquellas tortugas era bastante mediocre, pero sus huevos eran un excelente manjar.

Los peces continuaban sumiéndonos en la mayor admiración, cuando a través de los cristales del Nautilus sorprendíamos los secretos de su vida acuática. Vi algunas especies que no me había sido dado poder observar hasta entonces. Entre ellas citaré los ostracios, habitantes del mar Rojo, de las aguas del Indico y de las que bañan las costas de la América equinoccial. Estos peces, al igual que las tortugas, los armadiros, los erizos de mar y los crustáceos, se protegen bajo una coraza que no es pétrea ni cretácea, sino verdaderamente ósea. Algunos de estos ostracios o peces-cofre tienen una forma triangular y otros cuadrangular. Entre los triangulares, había algunos de medio decímetro de longitud, de una carne excelente, marrones en la cola y amarillos en las aletas, cuya aclimatación a las aguas dulces yo recomendaría. Hay un cierto número de peces marinos que pueden acostumbrarse fácilmente al agua dulce. Citaré también ostracios cuadrangulares, de cuyo dorso sobresalían cuatro grandes tubérculos, y otros con manchitas blancas en la parte inferior, que son tan domesticables como los pájaros; trigones, provistos de aguijones formados por la prolongación de sus placas óseas, a los que su singular gruñido les ha ganado el nombre de «cerdos marinos», y los llamados dromedarios por sus gruesas gibas en forma de cono, cuya carne es dura y coriácea.

En las notas diariamente redactadas por «el profesor» Conseil veo también constancia de algunos peces del género de los tetrodones, propios de estos mares, espenglerianos con el dorso rojo y el vientre blanco, que se distinguen por tres hileras longitudinales de filamentos, y eléctricos ornados de vivos colores, de unas siete pulgadas de longitud. También, como muestras de otros géneros, ovoides, así Hamados por su semejanza con un huevo, de color marrón oscuro surcado de franjas blancas y desprovistos de cola; diodones, verdaderos puercoespines del mar, que pueden hincharse como una pelota de erizadas púas; hipocampos, comunes a todos los océanos; pegasos volantes de hocico alargado, cuyas aletas pectorales, muy extendidas y dispuestas en forma de alas, les permiten si no volar, sí, al menos, saltar por el aire; pegasos espatulados, con la cola cubierta por numerosos anillos escamosos; macrognatos, así llamados por sus grandes mandíbulas, de unos veinticinco centímetros de longitud, de hermosos y muy brillantes colores, y cuya carne es muy apreciada; caliónimos hvidos, de cabeza rugosa; miríadas de blenios saltadores, rayados de negro, que con sus largas aletas pectorales se deslizan por la superficie del agua con una prodigiosa rapidez; deliciosos peces veleros que levantan sus aletas como velas desplegadas a las corrientes favorables; espléndidos kurtos engalanados por la naturaleza con el amarillo, azul celeste, plata y oro; tricópteros, cuyas alas están formadas por radios filamentosos; los cotos, siempre manchados de cieno, que producen un cierto zumbido; las triglas, cuyo hígado es considerado venenoso; los serranos, con una especie de anteojeras sobre los ojos, y, por último, esos quetodontes de hocico alargado y tubular llamados arqueros, verdaderos papamoscas marinos que, armados de un fusil no inventado por los Chassepot o por los Remington, matan a los insectos disparándoles una simple gota de agua.

En el octogesimonono género de la clasificación ictiológica de Lacepède, dentro de la segunda subclase de los óseos, caracterizados por un opérculo y una membrana branquial, figura la escorpena, en la que pude observar su cabeza armada de fuertes púas y su única aleta dorsal. Los escorpénidos están revestidos o privados de pequeñas escamas, según el subgénero al que pertenezcan. Al segundo subgénero correspondían los ejemplares de didáctilos que pudimos ver, rayados de amarillo, de tres a cuatro decímetros tan sólo de longitud, pero con una cabeza de aspecto realmente fantástico. En cuanto al primer subgénero, pudimos ver varios ejemplares de ese extrañísimo pez justamente llamado «sapo de mar», con una cabeza enorme y deformada tanto por profundas depresiones como por grandes protuberancias; erizado de púas y sembrado de tubérculos, tiene unos cuernos irregulares, de aspecto horroroso; su cuerpo y su cola están llenos de callosidades; sus púas causan heridas muy peligrosas. Es un pez realmente horrible, repugnante.

Del 21 al 23 de enero, el Nautilus navegó a razón de doscientas cincuenta leguas diarias, o sea, quinientas cuarenta millas, a una velocidad media de veintidós millas por hora. Nuestra observación, al paso, de las diferentes variedades de peces era posible porque, atraídos éstos por la luz eléctrica, trataban de acompañarnos. La mayor parte quedaban rápidamente distanciados por la velocidad del Nautilus, pero los había, sin embargo, que conseguían mantenerse algún tiempo en su compañía.

En la mañana del 24, nos hallábamos a 120 5' de latitud Sur y 940 33'de longitud, en las proximidades de la isla Keeling, de edificación madrepórica, plantada de magníficos cocoteros, que fue visitada por Darwin y el capitán Fitz-Roy. El Nautilus navegó a escasa distancia de esa isla desierta. Sus dragas hicieron una buena captura de pólipos, equinodermos y conchas de moluscos. Los tesoros del capitán Nemo se incrementaron con algunos preciosos ejemplares de la especie de las delfinulas, a las que añadí una astrea puntífera, especie de polípero parásito que se fija a menudo en una concha.

Pronto desapareció del horizonte la isla Keeling y se puso rumbo al Noroeste, hacia la punta de la península india.

-Tierras civilizadas -me dijo aquel día Ned Land-, mejores que las de esas islas de la Papuasia en las que se encuentra uno más salvajes que venados. En esas tierras de la India, señor profesor, hay carreteras, ferrocarriles, ciudades inglesas, francesas y asiáticas. No se pueden recorrer cinco millas sin encontrar un compatriota. ¿No cree usted que ha llegado el momento de despedirnos del capitán Nemo?

-No, Ned. No -le respondí tajantemente-. El Nautilus se está acercando a los continentes habitados. Vuelve a Europa, deje usted que nos lleve allí. Una vez llegados a nuestros mares, veremos lo que podamos hacer. Por otra parte, no creo yo que el capitán Nemo nos permitiera ir de caza por las costas de Malabar o de Coromandel, como en las selvas de Nueva Guinea.

-¿Es que necesitamos acaso de su permiso?

No respondí al canadiense. No quería discutir. En el fondo, lo que yo deseaba de todo corazón era recorrer hasta el fin los caminos del azar, del destino que me había llevado a bordo del Nautilus.

A partir de la isla Keeling, nuestra marcha se tornó más lenta y más caprichosa, con frecuentes incursiones por las grandes profundidades. En efecto, se hizo uso en varias ocasiones de los planos inclinados por medio de palancas interiores que los disponían oblicuamente a la línea de flotación. Descendimos así hasta dos y tres kilómetros, pero sin llegar a tocar fondo en esos mares en los que se han hecho sondeos de hasta trece mil metros sin poder alcanzarlo. En cuanto a la temperatura de las capas bajas, el termómetro indicó invariablemente cuatro grados sobre cero en todos los descensos. Pude observar que, en las capas superiores, el agua estaba siempre más fría sobre los altos fondos que en alta mar.

El 25 de enero, el océano estaba absolutamente desierto. El Nautilus pasó toda la jornada en la superficie batiendo con su potente hélice las olas que hacía saltar a gran altura. ¿Quién al verlo así no lo hubiera tomado por un gigantesco cetáceo?

Pasé las tres cuartas partes de aquella jornada sobre la plataforma, contemplando el mar. Nada en el horizonte, con la unica excepción de un vapor al que avisté hacia las cuatro de la tarde navegando hacia el Oeste. Su arboladura fue visible un instante, pero su tripulación no podía ver al Nautilus, demasiado a ras de agua. Yo supuse que el vapor debía pertenecer a la línea Peninsular y Oriental que cubre el servicio de Ceilán a Sidney, con escalas en la punta del Rey George y en Melbourne.

Hacia las cinco de la tarde, antes de ese rapidísimo crepúsculo que apenas separa el día de la noche en esas zonas tropicales, Conseil y yo tuvimos ocasión de presenciar, maravillados, un curioso espectáculo.

Hay un gracioso animal cuyo encuentro presagiaba para los antiguos venturosas perspectivas. Aristóteles, Ateneo, Plinio y Opiano estudiaron su comportamiento y volcaron en sus descripciones todo el lirismo de que eran capaces los sabios de Grecia y de Italia. Lo llamaron Nautilus y Pompilius, denominación no ratificada por la ciencia moderna que ha aplicado a este molusco la de argonauta.

Quien hubiera consultado a Conseil habría sabido que los moluscos se dividen en cinco clases, la primera de las cuales, la de los cefalópodos, en sus dos variedades de desnudos y de testáceos, comprende a su vez dos familias: la de los dibranquios y la de los tetrabranquios, en función de su número de branquias. Hubiera sabido asimismo que la familia de los dibranquios contiene tres géneros: el argonauta, el calamar y la jibia, en tanto que la de los tetrabranquios tiene uno sólo: el nautilo. Si después de esta explicación de nomenclatura, un entendimiento rebelde confundiera al argonauta, que es acetabulífero, es decir, portador de ventosas con el nautdo, que es tentaculífero, es decir, portador de ten táculos, no tendría perdón.

Eran argonautas, y en una cantidad de varios centenares, los que acompañaban al Nautilus. Pertenecían a la especie de los argonautas tuberculados, propia de los mares de la India.

Los graciosos moluscos se movían a reculones por medio de su tubo locomotor a través del cual expulsaban el agua que habían aspirado. De sus ocho brazos, seis, finos y alargados, flotaban en el agua, mientras los dos restantes, redondeados, se tendían al viento como una vela ligera. Veía yo perfectamente su concha espiraliforme y ondulada que Cuvier ha comparado a una elegante chalupa. Y es, en efecto, un verdadero barquito que transporta al animal que lo ha secretado, sin adherencia entre ambos.

-El argonauta es libre de abandonar su concha -le dije a Conseil-, pero nunca lo hace.

-Lo mismo que el capitán Nemo -respondió atinada mente Conseil-. Por eso hubiera hecho mejor en llamar a su navío El Argonauta.

Durante casi una hora navegó el Nautilus en medio de aquellos moluscos, hasta que, súbitamente, espantados, al parecer, por algo que ignoro, y como respondiendo a una señal, arriaron las velas, replegaron los brazos, contrajeron los cuerpos y cambiaron el centro de gravedad al invertir la posición de las conchas. En un instante, toda la flotilla desapareció bajo las olas con una simultaneidad y acompasamiento nunca igualados por los navíos de una escuadra.

La desaparición de los argonautas coincidió con la súbita caída de la noche. Las olas, apenas levantadas por la brisa, golpeaban los flancos del Nautilus.

Al día siguiente, 26 de enero, cortábamos el ecuador por el meridiano noventa y regresábamos al hemisferio boreal.

Durante aquel día tuvimos por cortejo una formidable tropa de escualos, terribles animales que pululan en estos mares haciéndolos muy peligrosos. Eran escualos filipos de lomo oscuro y vientre blancuzco, armados de once hileras de dientes; escualos ojeteados con el cuello marcado por una gran mancha negra rodeada de blanco que parece un ojo; isabelos de hocico redondeado y manchado de puntos oscuros. De vez en cuando, los potentes tiburones se precipitaban contra el cristal de nuestro observatorio con una violencia inquietante, que ponía fuera de sí a Ned Land. Quería subir a la superficie y arponear a los monstruos, sobre todo a algunos emisoles con la boca empedrada de dientes dispuestos como un mosaico, y a los tigres, de cinco metros de longitud, que le provocaban con una particular insistencia. Pero el Nautilus aumentó su velocidad y no tardó en dejar rezagados a los más rápidos de aquellos tiburones.

El 27 de enero, a la entrada del vasto golfo de Bengala, pudimos ver en varias ocasiones el siniestro espectáculo de cadáveres flotantes. Eran los muertos de las ciudades de la India llevados a alta mar por la corriente del Ganges, ya devorados a medias por los buitres, los únicos sepultureros del país. Pero no faltaban allí escualos para ayudarles en su fúnebre tarea.

Hacia las siete de la tarde, el Nautilus, navegando a flor de agua, se halló en medio de un mar blanquecino que se diría de leche.

El extraño efecto no se debía a los rayos lunares, pues la luna apenas se había levantado aún en el horizonte. Todo el cielo, aunque iluminado por la radiación sideral, parecía negro por contraste con la blancura de las aguas.

Conseil no podía dar crédito a sus ojos y me interrogó sobre las causas del singular fenómeno.

-Es lo que se llama un mar de leche -le respondí-, una vasta extensión de olas blancas que puede verse frecuentemente en las costas de Amboine y en estos parajes.

-Pero ¿puede decirme el señor cuál es la causa de este singular efecto? Porque no creo yo que el agua se haya transformado en leche.

-Claro que no. Esta blancura que tanto te sorprende es debida a la presencia de miríadas de infusorios, una especie de gusanillos luminosos, incoloros y gelatinosos, del grosor de un cabello y con una longitud que no pasa de la quinta parte de un milímetro. Estos infusorios se adhieren entre sí formando una masa que se extiende sobre varias leguas.

-¿Leguas? ¿Es posible?

-Sí, muchacho, y te recomiendo que no trates de calcular el número de infusorios. Nunca lo conseguirías, pues, si no me equivoco, algunos navegantes han flotado sobre estos mares de leche durante más de cuarenta millas.

No sé si Conseil tuvo o no en cuenta mi recomendación, pero la profunda concentración en que se quedó sumido parecía indicar que se hallaba calculando cuántos quintos de milímetro pueden contener cuarenta millas cuadradas, mientras yo continuaba observando el fenómeno.

Durante varias horas, el Nautilus cortó con su espolón aquella agua blancuzca, deslizándose sin ruido por el agua jabonosa, como si estuviera flotando en los remolinos de espuma que forman las corrientes y contracorrientes de las bahías.

Hacia media noche, el mar recuperó súbitamente su aspecto ordinario, pero detrás de nosotros, y hasta los límites del horizonte, el cielo, reflejando la blancura del agua, pareció durante largo tiempo acoger los vagos fulgores de una aurora boreal.

 

 

2. Una nueva proposición del capitán Nemo

El 28 de febrero, al emerger el Nautilus a la superficie, a mediodía, nos hallábamos, a 90 4'de latitud Norte, ala vista de tierra, a unas ocho millas al Oeste. Vi una aglomeración de montañas, de unos dos mil pies de altura, modeladas en formas muy caprichosas. Una vez fijada la posición, volví al salón donde al consultar el mapa reconocí que nos hallábamos en presencia de la isla de Ceilán, esa perla que pende del lóbulo inferior de la península indostánica.

Fui a la biblioteca a buscar algún libro sobre la isla, una de las más fértiles del mundo, y hallé un volumen de Sirr H. C., Esq., titulado Ceylan and the Cingalese. En el salón, tomé nota de la situación y extensión de Ceilán, a la que la Antigüedad dio nombres tan diversos. Está entre 50 55'y 90 49' de latitud Norte y entre 790 42' y 820 y 4', de longitud al Este del meridiano de Greenwich. Tiene doscientas setenta y cinco millas de longitud y ciento cincuenta de anchura máxima; su circunferencia, novecientas millas, y su superficie, veinticuatro mil cuatrocientas cuarenta y ocho millas, es decir, un poco inferior a la de Irlanda.

El capitán Nemo y su segundo entraron en el salón. El capitán echó una ojeada al mapa y luego se volvió hacia mí.

-La isla de Ceilán -dijo-, una tierra célebre por sus pesquerías de perlas. ¿Le gustaría visitar una de esas pesquerías, señor Aronnax?

-Naturalmente que sí, capitán.

-Bien, pues nada más fácil. Veremos las pesquerías, pero no a los pescadores. Todavía no ha empezado la explotación del año. Voy a ordenar, pues, que nos adentremos en el golfo de Manaar, al que llegaremos esta noche.

El capitán dijo algo a su segundo, que salió en seguida. Pronto el Nautilus se sumergió nuevamente, a una profundidad de treinta pies, según indicó el manómetro.

Busqué el golfo de Manaar en el mapa y lo hallé en el noveno paralelo, en la costa occidental de Ceilán. Está formado por la alargada línea de la pequeña isla de Manaar. Para llegar a él había que costear toda la parte occidental de la isla.

-Señor profesor -dijo el capitán Nemo-, la pesca de perlas se efectúa en el golfo de Bengala, en el mar de las Indias, en los mares de China y del Japón, en aguas de América del Sur, en el golfo de Panamá y en el de California, pero es en Ceilán donde se hace con más provecho. Llegamos un poco pronto, cierto. Los pescadores no se concentran en el golfo de Manaar hasta el mes de marzo. En ese tiempo y durante treinta días sus trescientos barcos se entregan a esta lucrativa explotación de los tesoros del mar. Cada barco tiene una dotación de diez remeros y diez pescadores. Éstos, divididos en dos grupos, bucean alternativamente descendiendo hasta una profundidad de doce metros por medio de una pesada piedra entre sus pies, que una cuerda liga al barco.

-¿Continúan usando ese medio tan primitivo?

-Así es -respondió el capitán Nemo-, pese a que estas pesquerías pertenezcan al pueblo más industrioso del mundo, a los ingleses, a quienes fueron cedidas por el tratado de Amiens en 1802.

-Creo que la escafandra, tal como usted la usa, sería de gran utilidad en estas faenas.

-Sí, ya que estos pobres pescadores no pueden resistir mucho tiempo bajo el agua. El inglés Perceval, en la descripción de su viaje a Ceilán, habla de un cafre que resistía cinco minutos bajo el agua, pero esto no es digno de crédito. Sé que algunos llegan a resistir hasta cincuenta y siete segundos, e incluso los hay que permanecen ochenta y siete segundos. Pero son muy pocos los que pueden aguantar tanto, y cuando salen echan sangre por la nariz y los oídos. Yo creo que la media de tiempo que los pescadores pueden soportar es de treinta segundos. Durante ese tiempo, se apresuran a meter en una pequeña red todas las ostras perlíferas que pueden arrancar. Pero generalmente estos pescadores no llegan a viejos. Su vista se debilita y sus ojos se ulceran, sus cuerpos se cubren de llagas. Y con frecuencia sufren ataques de apoplejía bajo el agua.

-Sí, es un triste oficio, y tanto más cuanto que sólo sirve a satisfacer los caprichos de algunos. Pero, dígame, capitán, ¿qué cantidad de ostras puede pescar un barco al día?

-De cuarenta a cincuenta mil. Se dice que, en 1814, el gobierno inglés acometió por su cuenta la explotación y, en veinte días de trabajo, sus buceadores cogieron setenta y seis millones de ostras.

-¿Están bien retribuidos, al menos, estos pescadores?

-Apenas, señor profesor. En Panamá, sólo ganan un dólar a la semana. Se les paga un sol por cada ostra que contenga una perla. Imagínese el número de ostras que recogen sin perlas.

-Es odioso que se pueda pagar así a esas pobres gentes que enriquecen a sus patronos.

-Bien, señor profesor, visitarán usted y sus compañeros el banco de Manaar, y si por casualidad encontramos allí algún pescador madrugador le veremos operar.

-De acuerdo, capitán.

-A propósito, señor Aronnax, espero que no tenga usted miedo a los tiburones.

-¿Tiburones?

La pregunta me pareció a mí mismo ociosa.

-¿Y bien?

-Debo confesarle, capitán, que todavía no estoy muy familiarizado con esta clase de peces.

-Nosotros sí lo estamos, como lo estará usted con el tiempo. Además, iremos armados y quizá podamos cazar alguno por el camino. Es una caza interesante. Así, pues, hasta mañana. Habrá que madrugar mucho, señor profesor.

Dicho eso, con la mayor naturalidad, el capitán Nemo salió del salón.

Cualquiera a quien se le invitara a una cacería de osos en las montañas de Suiza, diría naturalmente: «Muy bien, mañana vamos a cazar osos». Si la invitación fuera a cazar leones en las llanuras del Atlas o tigres en las junglas de la India, diría no menos naturalmente: «¡Ah! Parece que vamos a cazar leones o tigres». Pero cualquiera a quien se le invitara a cazar tiburones en su elemento natural solicitaría un tiempo de reflexión antes de aceptar la invitación.

Hube de pasarme la mano por la frente para secarme unas gotas de sudor frío.

«Reflexionemos -me dije- y tomémoslo con calma. Pase aún lo de ir a cazar nutrias en los bosques submarinos, como hicimos en la isla Crespo. Pero eso de ir al fondo del mar con la seguridad de encontrar tiburones es harina de otro costal. Ya sé que en determinados lugares, como en las islas Andamenas, los negros no vacilan en atacar al tiburón, con un puñal en una mano y un lazo en la otra, pero también sé que muchos de los que afrontan a esos formidables animales no vuelven nunca. Además, yo no soy un negro, y aunque lo fuera, creo que la duda no está desplazada.»

Y heme aquí con la mente llena de tiburones, pensando en esas terribles mandíbulas armadas de múltiples hileras de dientes capaces de cortar a un hombre en dos. Creo que llegué a sentir el dolor en los riñones. Y, además, me era difícil digerir la naturalidad con que el capitán me había hecho esa deplorable invitación. Cualquiera hubiese dicho que se trataba simplemente de cazar un inofensivo zorro en el bosque.

«Bueno -pensé-, de todos modos, Conseil no querrá venir, lo que me dispensará de acompañar al capitán.»

No estaba yo tan seguro de la cordura de Ned Land. Cualquier peligro, por grande que fuese, ejercía una invencible atracción sobre su naturaleza combativa.

Intenté continuar la lectura del libro de Sirr, pero sin poder hacer otra cosa que hojearlo maquinalmente. Veía entre las líneas las formidables mandilbulas abiertas de los escualos.

En aquel momento, entraron Conseil y el canadiense. Venían tranquilos e incluso alegres. No sabían lo que les esperaba.

-Oiga -me dijo Ned Land-, su capitán Nemo (que el diablo se lleve) acaba de hacernos una amable invitación.

– ¡Ah!, entonces ya sabéis lo que…

-El comandante del Nautilus -dijo Conseil- nos ha invitado a visitar mañana, en compañía del señor, las magníficas pesquerías de Ceilán. Y lo ha hecho en los términos más amables, como un verdadero gentleman.

-¿No os ha dicho nada más?

-Nada, sino que ya le había hablado al señor de este pequeño paseo.

-En efecto, pero no os ha dado ningún detalle sobre…

-Ninguno, señor naturalista. Nos acompañará usted, ¿no?

-Yo …. sin duda, Ned. Pero veo que le apetece a usted.

-Sí, será curioso, muy curioso.

-Peligroso tal vez -añadí con un tono insinuante.

-¿Peligrosa una simple excursión por un banco de ostras ?

Decididamente, el capitán Nemo había juzgado inútil hablarles de los tiburones. Yo les miraba, turbado, como si ya les faltara algún miembro. ¿Debía advertirles? Sí, sin duda, pero no sabía cómo hacerlo.

-¿Querría el señor darnos algunos detalles sobre la pesca de perlas?

-¿Sobre la pesca en sí misma, o sobre los incidentes que pueden … ?

-Sobre la pesca -respondió el canadiense-. Bueno es conocer el terreno antes de adentrarse en él.

-Pues bien, sentaos, amigos míos, y os enseñaré todo lo que el inglés Sirr acaba de enseñarme sobre esto.

Ned y Conseil se sentaron en el diván. Antes de que comenzara a explicarles, preguntó el canadiense:

-¿Qué es exactamente una perla?

-Amigo Ned, para el poeta, la perla es una lágrima del mar; para los orientales, es una gota de rocío solidificada; para las damas, es una joya de forma oblonga, de brillo hialino, de una materia nacarada, que ellas llevan en los dedos, en el cuello o en las orejas; para el químico, es una mezcla de fosfato y de carbonato cálcico con un poco de gelatina, y, por último, para el naturalista, es una simple secreción enfermiza del órgano que produce el nácar en algunos bivalvos.

-Rama de los moluscos -dijo Conseil-, clase de los aréfalos, orden de los testáceos.

 

-Precisamente, sabio Conseil. Ahora bien, entre estos testáceos, la oreja de mar iris, los turbos, las tridacnas, las pinnas, en una palabra, todos los que secretan nácar, es decir, esta sustancia azul, azulada, violeta o blanca que tapiza el interior de sus valvas, son susceptibles de producir perlas.

-¿Las almejas también? -preguntó el canadiense.

-Sí, las almejas de algunos ríos de Escocia, del País de Gales, de Irlanda, de Sajonia, de Bohemia y de Francia.

-Habrá que estar atentos de ahora en adelante -respondió el canadiense.

-Pero el molusco por excelencia que destila la perla es la madreperla, la Meleagrina margaritifera, la preciosa pintadina. La perla no es más que una concreción nacarada de forma globulosa, que se adhiere a la concha de la ostra o se incrusta en los pliegues del animal. Cuando se aloja en las valvas, la perla es adherente; cuando lo hace en la carne, está suelta. Siempre tiene por núcleo un pequeño cuerpo duro, ya sea un óvulo estéril, ya un grano de arena, en torno al cual va depositándose la materia nacarada a lo largo de varios años, sucesivamente y en capas finas y concéntricas.

-¿Puede haber varias perlas en una misma ostra?

-Sí, hay algunas madreperlas que son un verdadero joyero. Se ha hablado de un ejemplar que contenía, annque yo me permito dudarlo, nada menos que ciento cincuenta tiburones.

-¿Ciento cincuenta tiburones? -exclamó Ned Land.

-¿Dije tiburones? Quería decir perlas. Tiburones… no tendría sentido.

-En efecto -dijo Conseil-, pero tal vez el señor quiera decirnos ahora cómo se extraen esas perlas.

-Se procede de varios modos. Cuando las perlas están adheridas a las valvas se arrancan incluso con pinzas. Pero lo corriente es que se depositen las madreperlas en unas esterillas sobre el suelo. Mueren así al aire libre, y al cabo de diez días se hallan en un estado satisfactorio de putrefacción. Se meten entonces en grandes depósitos Henos de agua de mar, y luego se abren y se lavan. Se procede después a un doble trabajo. Primero, se separan las placas de nácar conocidas en el comercio con los nombres de franca plateada, bastarda blanca y bastarda negra, que se entregan en cajas de ciento veinticinco a ciento cincuenta kilos. Luego quitan el parénquima de la ostra, lo ponen a hervir y lo tamizan para extraer hasta las más pequeñas perlas.

-¿Depende el precio del tamaño? -preguntó Conseil.

-No sólo de su tamaño, sino también de su forma, de su agua, es decir, de su color, y de su oriente, es decir, de ese brillo suave de visos cambiantes que las hace tan agradables a la vista. Las más bellas perlas son llamadas perlas vírgenes o parangones. Son las que se forman aisladamente en el tejido del molusco; son blancas, generalmente opacas, aunque a veces tienen una transparencia opalina, y suelen ser esféricas o piriformes. Las esféricas son comúnmente utilizadas para collares y brazaletes; las piriformes, para pendientes, y por ser las más preciosas se venden por unidades. Las otras, las que se adhieren a la concha de la ostra, son más irregulares y se venden al peso. Por último, en un orden inferior se clasifican las pequeñas perlas conocidas con el nombre de aljófar, que se venden por medidas y que sirven especialmente para realizar bordados sobre los ornamentos eclesiásticos.

-Debe ser muy laboriosa la separación de las perlas por su tamaño -dijo el canadiense.

-No. Ese trabajo se hace por medio de once tamices o cribas con un número variable de agujeros. Las perlas que quedan en los tamices que tienen de veinte a ochenta agujeros son las de primer orden. Las que no escapan a las cribas perforadas por cien a ochocientos agujeros son las de segundo orden. Por último, aquellas con las que se emplean tamices de novecientos a mil agujeros son las que forman el aljófar.

-Es muy ingeniosa esa clasificación mecánica de las perlas -dijo Conseil-. ¿Podría decirnos el señor lo que produce la explotación de los bancos de madreperlas?

-Si nos atenemos al libro de Sirr -respondí-, las pesquerías de Ceilán están arrendadas por una suma anual de tres millones de escualos.

-De francos -dijo Conseil.

-Sí, de francos. Tres millones de francos. Pero yo creo que estas pesquerías no producen ya tanto como en otro tiempo Lo mismo ocurre con las pesquerías americanas, que, bajo e reinado de Carlos V, producían cuatro millones de francos en tanto que ahora no pasan de los dos tercios. En suma puede evaluarse en nueve millones de francos el rendimiento general de la explotación de las perlas.

-Se ha hablado de algunas perlas célebres cotizadas a muy altos precios -dijo Conseil.

-En efecto. Se ha dicho que César ofreció a Servilia una perla estimada en ciento veinte mil francos de nuestra moneda.

-Yo he oído contar -dijo el canadiense- que hubo una dama de la Antigüedad que bebía perlas con vinagre.

-Cleopatra -dijo Conseil.

-Eso debía tener muy mal gusto -añadió Ned Land.

-Detestable, Ned -respondió Conseil-, pero un vasito de vinagre al precio de mil quinientos francos hay que apreciarlo.

-Siento no haberme casado con esa señora -dijo el canadiense a la vez que hacía un gesto de amenaza.

-¡Ned Land esposo de Cleopatra! -exclamó Conseil.

-Pues aquí donde me ve, Conseil, estuve a punto de casarme -dijo el canadiense muy en serio-, y no fue culpa mía que la cosa no saliera bien. Y ahora recuerdo que a mi novia, Kat Tender, que luego se casó con otro, le regalé un collar de perlas. Pues bien, aquel collar no me costó más de un dólar, y, sin embargo, puede creerme el señor profesor, las perlas que lo formaban no hubieran pasado por el tamiz de veinte agujeros.

-Mi buen Ned -le dije, riendo-, eran perlas artificiales, simples glóbulos huecos de vidrio delgado interiormente revestido de la llamada esencia de perlas o esencia de Oriente.

-Pero esa esencia de perlas -dijo el canadiense- debe costar cara.

-Prácticamente nada. No es otra cosa que el albeto, la sustancia plateada de las escamas del alburno, conservado en amoníaco. No tiene valor alguno.

-Quizá fuera por eso por lo que Kat Tender se casó con otro -dijo filosóficamente Ned Land.

-Pero, volviendo a las perlas de muy alto valor -dije-, no creo que jamás soberano alguno haya poseído una superior a la del capitán Nemo.

-Ésta -dijo Consed, mostrando una magnífica perla en la vitrina.

-Estoy seguro de no equivocarme al asignarle como mínimo un valor de dos millones de…

-De francos -dijo vivamente Conseil.

-Sí -dije-, dos millones de francos, sin que le haya costado seguramente más trabajo que recogerla.

-¿Quién nos dice que no podamos mañana encontrar otra de tanto valor? -dijo Ned Land.

-¡Bah! -exclamó Conseil.

-¿Y por qué no?

-¿Para qué nos servirían esos millones, a bordo del Nautilus?

-A bordo, para nada -dijo Ned Land-; pero… fuera…

-¡Oh! ¡Fuera de aquí! -exclamó Conseil, moviendo la cabeza.

-Ned Land tiene razón -dije-, y si volvemos alguna vez a Europa o a América con una perla millonaria, tendremos algo que dará una gran autenticidad y al mismo tiempo un alto precio al relato de nuestras aventuras.

-Ya lo creo -dijo el canadiense.

Pero Conseil, atraído siempre por el lado instructivo de las cosas, preguntó:

-¿Es peligrosa la pesca de perlas?

-No -respondí vivamente-, sobre todo, si se toman ciertas precauciones.

-¿Qué puede arriesgarse en ese oficio? ¿Tragar unas cuantas bocanadas de agua salada? -dijo Ned Land.

-Tiene usted razón, Ned. A propósito -dije, tratando de remedar la naturalidad del capitán Nemo-, ¿no tiene usted miedo de los tiburones?

-¿Yo? ¿Miedo yo, un arponero profesional? Mi oficio es burlarme de ellos.

-Es que no se trata de arponearlos, de izarlos al puente de un barco, de despedazarlos, de abrirles el vientre y arrancarles el corazón para luego echarlos al mar.

-Entonces, de lo que se trata es de…

-Sí.

-¿En el agua?

-En el agua.

-Bien, ¡con un buen arpón! ¿Sabe usted, señor profesor? Los tiburones tienen un defecto, y es que necesitan ponerse tripa arriba para clavarle los dientes, y mientras tanto…

Daba escalofríos la forma con que Ned Land dijo eso de «clavarle los dientes».

-Y tú, Conseil, ¿qué piensas de esto?

-Yo seré franco con el señor.

«¡Vaya! ¡Menos mal!», pensé.

-Si el señor afronta a los tiburones, no veo por qué su fiel sirviente no lo haría con él.

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