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Julio Verne – Veinte mil leguas de viaje submarino (página 2)


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-Para acercarse a él -dijo el comandante- supongo que tendré que poner una ballenera a su disposición.

-Claro está.

-Lo que significará poner en juego la vida de mis hombres.

-Y la mía -respondió el arponero, con la mayor simplicidad.

Hacia las dos de la mañana reapareció con no menor intensidad el foco luminoso, a unas cinco millas a barlovento del Abraham Lincoln. A pesar de la distancia y de los ruidos del viento y del mar, se oían claramente los formidables coletazos del animal y hasta su jadeante y poderosa respiración. Se diría que en el momento en que el enorme narval ascendía a la superficie del océano para respirar, el aire se precipitaba en sus pulmones como el vapor en los vastos cilindros de una máquina de dos mil caballos.

«¡Hum!, una ballena con la fuerza de un regimiento de caballería sería ya una señora ballena», pensé.

Permanecimos alertas hasta el alba. Se iniciaron los preparativos de combate. Se dispusieron los aparejos de pesca a lo largo de las bordas. El segundo de a bordo hizo cargar las piezas que lanzan un arpón a una distancia de una milla y las que disparan balas explosivas cuyas heridas son mortales hasta para los más poderosos animales. Ned Land se había limitado a aguzar su arpón, que en sus manos se convertia en un arma terrible.

A las seis comenzó a despuntar el día, y con las primeras luces del alba desapareció el resplandor eléctrico del narval. A las siete era ya de día, pero una bruma matinal muy espesa, impenetrable para los mejores catalejos, limitaba considerablemente el horizonte, ante la cólera y la decepción de todos.

Subí hasta la cofa de mesana. Algunos oficiales estaban ya encaramados en lo alto de los mástiles.

De repente, y al igual que en la víspera, se oyó la voz de Ned Land:

-¡La cosa en cuestión por babor, atrás!

Todas las miradas convergieron en la dirección indicada. A una milla y media de la fragata, un largo cuerpo negruzco emergía de las aguas en un metro, aproximadamente. Su cola, violentamente agitada, producía un considerable remolino. Jamás aparato caudal alguno había batido el mar con tal violencia. Un inmenso surco de blanca espuma describía una curva alargada que marcaba el paso del animal.

La fragata se aproximó al cetáceo, y pude observarlo con tranquilidad. Los informes del Shannon y del Helvetia habían exagerado un poco sus dimensiones. Yo estimé su longitud en unos doscientos cincuenta pies tan sólo. En cuanto a su grosor, no era fácil apreciarlo, pero, en suma, el animal me pareció admirablemente proporcionado en sus tres dimensiones.

Mientras observaba aquel ser fenomenal, vi cómo lanzaba dos chorros de agua y de vapor por sus espiráculos hasta una altura de unos cuarenta metros. Eso me reveló su modo de respiración, y me permitió concluir definitivamente que pertenecía a los vertebrados, clase de los mamíferos, subclase de los monodelfos, grupo de los pisciformes, orden de los cetáceos, familia … En este punto no podía pronunciarme todavía. El orden de los cetáceos comprende tres familias: las ballenas, los cachalotes y los delfines, y es en esta última en la que se inscriben los narvales. Cada una de estas familias se divide en varios géneros, cada género en especies y cada especie en variedades. Variedad, especie, género y familia me faltaban aún pero no dudaba yo de que llegaría a completar mi clasificación, con la ayuda del cielo y del comandante Farragut.

La tripulación esperaba impaciente las órdenes de su jefe Tras haber observado atentamente al animal, el comandante llamó al ingeniero, quien se presentó inmediatamente.

-¿Tiene suficiente presión? -le preguntó el comandante.

-Sí, señor -respondió el ingeniero.

-Bien, refuerce entonces la alimentación, y a toda máquina.

Tres hurras acogieron la orden. Había sonado la hora del combate. Unos instantes después, la dos chimeneas de la fragata vomitaban torrentes de humo negro y el puente se movía con la trepidación de las calderas.

Impelido hacia adelante por su potente hélice, el Abraham Lincoln se dirigió frontalmente hacia el animal. Éste le dejó aproximarse, indiferente, hasta medio cable de distancia, tras lo cual se alejó sin prisa, limitándose a mantener su distancia sin tomarse la molestia de sumergirse.

La persecución se prolongó así durante tres cuartos de hora, aproximadamente, sin que la fragata consiguiera ganarle al cetáceo más de dos toesas. Era evidente que con esa marcha la fragata no le alcanzaría nunca.

El comandante Farragut se mesaba con rabia su frondosa perilla.

– ¡Ned Land! -gritó.

Acudió a la orden el canadiense.

-¿Me aconseja todavía que eche mis botes al mar?

-No, señor -respondió Ned Land-, pues esa bestia no se dejará atrapar si no quiere.

-¿Qué hacer entonces?

-Forzar las máquinas si es posible. Si usted me lo permite, yo voy a instalarme en los barbiquejos del bauprés y si conseguimos acercarnos a tiro de arpón, lo arponearé.

-De acuerdo, Ned, hágalo -respondió el comandante Farragut-. ¡Ingeniero -gritó-, aumente la presión!

Ned Land se dirigió a su puesto. Se forzaron las máquinas. La hélice comenzó a girar a cuarenta y tres revoluciones por minuto. El vapor se escapaba por las válvulas. Lanzada la corredera, se comprobó que el Abraham Líncoln había alcanzado una velocidad de dieciocho millas y cinco décimas por hora.

Pero el maldito animal corría también a dieciocho millas y cinco décimas por hora.

Durante una hora aún, la fragata se mantuvo a esa velocidad, sin conseguir ganarle una toesa al animal, lo que era particularmente humillante para uno de los más rápidos navíos de la marina norteamericana. Una ira sorda embargó a la tripulación, que injuriaba al monstruo, sin que éste se dignara responder. El comandante Farragut no se retorcía ya la perilla, se la comía.

El ingeniero se vio convocado de nuevo.

-¿Ha llegado usted al máximo de presión? -le preguntó el comandante.

-Sí, señor -respondió el ingeniero.

-¿Y están cargadas las válvulas?

-A seis atmósferas y media.

-Pues cárguelas a diez atmósferas.

Una orden bien norteamericana, ciertamente. No se hubiera llegado más allá en el Mississippi en las competiciones de velocidad a que se entregan los vapores fluviales.

-Conseil -dije a mi buen sirviente, que se hallaba a mi lado-, ¿te das cuenta de que muy probablemente vamos a saltar por los aires?

-Como el señor guste -respondió Conseil.

Pues bien, debo confesar que, en mi excitación, no me importaba correr ese riesgo.

Se cargaron las válvulas, se reforzó la alimentación de carbón y se activó el funcionamiento de los ventiladores sobre el fuego. Aumentó la velocidad del Abraham Lincoln hasta el punto de hacer temblar a los mástiles sobre sus carlingas. Las chimeneas eran demasiado estrechas para dar salida a las espesas columnas de humo. Se echó nuevamente la corredera.

-¿Y bien, timonel? -preguntó el comandante Farragut.

-Diecinueve millas y tres décimas, señor.

-¡Forzad los fuegos!

El ingeniero obedeció. El manómetro marcó diez atmósferas.

Pero el cetáceo acompasó nuevamente su velocidad a la del barco, a la de diecinueve millas y tres décimas.

¡Qué persecución! No, imposible me es describir la emoción que hacía vibrar todo mi ser.

Ned Land se mantenía en su puesto, preparado para lanzar su arpón.

En varias ocasiones, el animal se dejó aproximar.

-¡Le ganamos terreno! -gritó el canadiense. ,

Pero en el momento en que se disponía al lanzamiento de su arpón, el cetáceo se alejaba, con una rapidez que no puedo por menos de estimar en unas treinta millas por hora. Y en alguna ocasión se permitió incluso ridiculizar a la fragata, impulsada al máximo de velocidad por sus máquinas, dando alguna que otra vuelta en torno suyo, lo que arrancó un grito de furor de todos nosotros.

A mediodía nos hallábamos, pues, en la misma situación que a las ocho de la mañana.

El comandante Farragut se decidió entonces por el recurso a métodos más directos.

-¡Ah! -exclamó-. Ese animal es más rápido que el Abraham Lincoln. Pues bien, vamos a ver si es más rápido tarnbién que nuestros obuses. ¡Contramaestre, artilleros a la batería de proa!

Inmediatamente se procedió a cargar y a apuntar el cañón de proa. Efectuado el primer disparo, el obús pasó a algunos pies por encima del cetáceo, que se mantenía a media milla de distancia.

-¡Otro con mejor puntería! -gritó el comandante-. ¡Quinientos dólares a quien sea capaz de atravesar a esa bestia infernal!

Un viejo artillero de barba canosa -me parece estar viéndolo ahora con una expresión fría y tranquila en su semblante- se acercó a la pieza, la situó en posición y la apuntó durante largo tiempo. La fuerte detonación fue seguida casi inmediatamente de los hurras de la tripulación. El obús había dado en el blanco, pero no normalmente, pues tras golpear al animal se había deslizado por su superficie redondeada y se había perdido en el mar a unas dos millas.

-¡Ah!, ¡no es posible! -exclamó, rabioso, el viejo artillero-. ¡Ese maldito está blindado con planchas de seis pulgadas!

-¡Maldición! -exclamó el comandante Farragut.

La persecución recomenzó, y el comandante Farragut, cerniéndose sobre mí, me dijo-

-¡Voy a perseguir a ese animal hasta que estalle mi fragata!

-Sí -respondí-, tiene usted razón.

Podía esperarse que el animal se agotara, que no fuera indiferente a la fatiga como una máquina de vapor. Pero no fue así. Transcurrieron horas y horas sin que diera ninguna señal de fatiga.

Hay que decir en honor del Abraham Lincoln que luchó con una infatigable tenacidad. No estimo en menos de quinientos kilómetros la distancia que recorrió nuestro barco durante aquella desventurada jornada del 6 de noviembre, hasta la llegada de la noche que sepultó en sus sombras las agitadas aguas del océano.

En aquel momento creí llegado el fin de nuestra expedición, al pensar que nunca más habríamos de ver al fantástico animal. Pero me equivocaba.

A las diez horas y cincuenta minutos de la noche, reapareció la claridad eléctrica a unas tres millas a barlovento de la fragata, con la misma pureza e intensidad que en la noche anterior. El narval parecía inmóvil. ¿Tal vez, vencido por la fatiga, dormía, entregado a la ondulación de las olas? El comandante Farragut resolvió aprovechar la oportunidad que creyó ver en esa actitud del animal, y dio las órdenes en consecuencia. El Abraham Lincoln se acercó a él despacio, prudentemente, para no sobresaltar a su adversario.

No es raro encontrar en pleno océano a las ballenas sumidas en un profundo sueño, ocasión que es aprovechada con éxito por sus cazadores. Ned Land había arponeado a más de una en tal circunstancia.

El canadiense volvió a instalarse en los barbiquejos del bauprés.

La fragata se acercó silenciosamente, paró sus máquinas a unos dos cables del animal y continuó avanzando por su fuerza de inercia. Todo el mundo a bordo contenía la respiración. El silencio más profundo reinaba sobre el puente. Estábamos ya tan sólo a unos cien pies del foco ardiente, cuyo resplandor aumentaba deslumbrantemente.

Inclinado sobre la batayola de proa veía yo por debajo de mí a Ned Land, quien, asido de una mano al moco del bauprés, blandía con la otra su terrible arpón. Apenas veinte pies le separaban ya del animal inmóvil.

De repente, Ned Land desplegó violentamente el brazo y lanzó el arpón. Oí el choque sonoro del arma, que parecía haber golpeado un cuerpo duro.

La claridad eléctrica se apagó súbitamente. Dos enormes trombas de agua se abatieron sobre el puente de la fragata y corrieron como un torrente de la proa a la popa, derribando a los hombres y rompiendo las trincas del maderamen. Se produjo un choque espantoso y, lanzado por encima de la batayola, sin tiempo para agarrarme, fui precipitado al mar.

 

7. Una ballena de especie desconocida

La sorpresa causada por tan inesperada caída no me privó de la muy clara impresión de mis sensaciones.

La caída me sumergió a una profundidad de unos veinte pies. Sin pretender igualarme a Byron y a Edgar Poe, que son maestros de natación, creo poder decir que soy buen nadador. Por ello la zambullida no me hizo perder la cabeza, y dos vigorosos taconazos me devolvieron a la superficie del mar. Mi primer cuidado fue buscar con los ojos la fragata. ¿Se habría dado cuenta la tripulación de mi desaparición? ¿Habría virado de bordo el Abraham Lincoln? ¿Habría botado el comandante Farragut una embarcación en mi búsqueda? ¿Podía esperar mi salvación?

Profundas eran las tinieblas. Entreví una masa negra que desaparecía hacia el Este y cuyas luces de posición iban desapareciendo en la lejanía. Era la fragata. Me sentí perdido.

-¡Socorro! ¡Socorro! -grité, mientras nadaba desesperadamente hacia el Abraham Lincoln, embarazado por mis ropas que, pegadas a mi cuerpo por el agua, paralizaban mis movimientos. Me iba abajo… Me ahogaba.

-¡Socorro!

Fue el último grito que exhalé. Mi boca se llenó de agua. Me debatía, succionado por el abismo.

De pronto me sentí asido por una mano vigorosa que me devolvió violentamente a la superficie, y oí, sí, oí estas palabras pronunciadas a mi oído:

-Si el señor fuera tan amable de apoyarse en mi hombro, nadaría con más facilidad.

Mi mano se asió del brazo de mi fiel Conseil.

-¡Tú! ¡Eres tú!

-Yo mismo -respondió-, a las órdenes del señor.

-¿Te precipitó el choque al mar al mismo tiempo que a mí?

-No. Pero como estoy al servicio del señor, seguí al señor.

El buen muchacho encontraba eso natural.

-¿Y la fragata?

-¡La fragata! -respondió Conseil, volviéndose de espaldas-. Creo que el señor hará bien en no contar con ella.

-¿Cómo dices?

-Digo que en el momento en que me arrojé al mar, oí que los timoneles gritaban: «¡Se han roto la hélice y el timón!».

-¿Rotos?

-Sí; destrozados por el diente del monstruo. Es la única avería, creo yo, que ha sufrido el Abraham Lincoln. Pero desgraciadamente para nosotros es una avería que le impide gobernarse.

-Entonces estamos perdidos.

-Posiblemente -respondió Conseil, con la mayor tranquilidad-. Pero aún tenemos unas cuantas horas por delante, y en unas horas pueden pasar muchas cosas.

La imperturbable sangre fría de Conseil me dio ánimos. Nadé con más vigor, pero, incomodado por mis ropas que me oprimían como los cellos de un barril, tenía grandes dificultades para sostenerme a flote. Conseil se dio cuenta.

-Permítame el señor hacerle una incisión.

Y con una navaja desgarró mis ropas de arriba abajo en un rápido movimiento. Luego me liberó de mis ropas con gran habilidad, mientras yo nadaba por los dos. A mi vez procedí a prestar idéntico servicio a Conseil, y continuamos «navegando» uno junto al otro.

Nuestra situación era terrible. Tal vez no se hubiera dado cuenta nadie de nuestra desaparición, y aunque no hubiera pasado inadvertida, la fragata, privada de gobierno, no podría venir en busca nuestra. únicamente podíamos contar con sus botes.

Partiendo de esta hipótesis, Conseil razonó fríamente e hizo un plan consecuente. ¡Qué extraordinaria naturaleza la de este flemático muchacho, que se sentía allí como en su casa!

Dado que nuestra única posibilidad de salvación era la de ser recogidos por los botes del Abraham Lincoln, se decidió que debíamos organizarnos de suerte que pudiéramos esperarlos el mayor tiempo posible. Yo resolví entonces que dividiéramos nuestras fuerzas a fin de no agotarlas simultáneamente, y así convinimos que uno de nosotros se mantendría inmóvil, tendido de espaldas, con los brazos cruzados y las piernas extendidas, mientras el otro nadaría impulsándolo hacia adelante. Esta tarea de remolcador no debía prolongarse más de diez minutos, y relevándonos así podríamos nadar durante varias horas y mantenernos incluso hasta el alba.

Débil posibilidad, pero ¡la esperanza está tan fuertemente enraizada en el corazón del hombre! Además, éramos dos. Y, por último, puedo afirmar, por improbable que esto parezca, que aunque tratara de destruir en mí toda ilusión, aunque me esforzara por desesperar, no podía conseguirlo.

La colisión de la fragata y del cetáceo se había producido hacia las once de la noche. Calculé, pues, que debíamos nadar durante unas ocho horas hasta la salida del sol. Operación rigurosamente practicable con nuestro sistema de relevos. El mar, bastante bonancible, nos fatigaba poco. A veces trataba yo de penetrar con la mirada las espesas tinieblas que tan sólo rompía la fosforescencia provocada por nuestros movimientos. Miraba esas ondas luminosas que se deshacían en mis manos y cuya capa espejeante formaba como una película de tonalidades lívidas. Se hubiera dicho que estábamos sumergidos en un baño de mercurio.

Hacia la una de la mañana me sentía ya totalmente extenuado, con los miembros rígidos por el efecto de unos violentos calambres. Conseil tuvo que sostenerme, y a partir de ese momento nuestra conservación pesó exclusivamente sobre él. Pronto oí jadear al pobre muchacho. Su respiración se tornó corta y rápida, y eso me hizo comprender que no podría resistir ya mucho más tiempo.

-¡Déjame! ¡Déjame! -le dije.

-¡Abandonar al señor! ¡Nunca! Antes me ahogaré yo. Me ahogaré antes que él.

La luna apareció en aquel momento, entre los bordes de una espesa nube que el viento impelía hacia el Este. La superficie del mar rieló bajo sus rayos. La bienhechora luz reanimó nuestras fuerzas. Pude levantar la cabeza y escrutar el horizonte. Vi la fragata, a unas cinco millas de nosotros, como una masa oscura, apenas reconocible. Pero no había ni un bote a la vista.

Quise gritar. -¡Para qué, a tal distancia! Mis labios hinchados no dejaron pasar ningún sonido. Conseil pudo articular algunas palabras, y gritar repetidas veces:

-¡Socorro! ¡Socorro!

Suspendidos por un instante nuestros movimientos, escuchamos. Y quizá fuera uno de esos zumbidos que en el oído produce la sangre congestionada, pero me pareció que un grito había respondido al de Conseil.

-¿Has oído? -murmuré.

-¡Sí! ¡Sí!

Y Conseil lanzó al espacio otra llamada desesperada.

Ya no había error posible. ¡Una voz humana estaba respondiendo a la nuestra! ¿Era la voz de algún infortunado abandonado en medio del océano, la de otra víctima del choque sufrido por el navío? ¿O provenía esa voz de un bote de la fragata, llamándonos en la oscuridad?

Conseil hizo un supremo esfuerzo y, apoyándose en mi hombro, mientras yo extraía fuerzas de una última convulsión, irguió medio cuerpo fuera del agua sobre la que cayó en seguida, agotado.

-¿Has visto algo?

-He visto… -murmuró-, he visto …. pero no hablemos…, conservemos todas nuestras fuerzas …

¿Qué podía haber visto? Entonces, no sé cómo ni por qué, me asaltó por vez primera el recuerdo del monstruo. Pero ¿y esa voz … ? En estos tiempos los Jonás no se refugian ya en el vientre de las ballenas.

Conseil comenzó a remolcarme. De vez en cuando levantaba la cabeza, miraba ante sí y profería un grito de reconocimiento al que respondía la voz, cada vez más cercana. Yo apenas podía oírla, llegado ya al límite de mis fuerzas. Notaba cómo se me iban separando los dedos; mis manos no me obedecían ya y me negaban un punto de apoyo; la boca, abierta convulsivamente, se llenaba de agua; el frío me invadía hasta los huesos. Levanté la cabeza por última vez y me hundí… En ese instante, choqué con un cuerpo duro, y me agarré a él. Sentí cómo me retiraban y me sacaban a la superficie. Mis pulmones se descongestionaron, y me desvanecí…

Pronto volví en mí, gracias a unas vigorosas fricciones que recorrieron mi cuerpo. Entreabrí los ojos.

-¡Conseil! -murmuré.

-¿Llamaba el señor? -dijo Conseil.

A la débil luz de la luna que descendía por el horizonte vi una figura que no era la de Conseil y que reconocí en seguida.

-¡Ned! -exclamé.

-En persona, señor, el mismo, que va corriendo tras de la prima ganada -respondió el canadiense.

-¿También le precipitó al mar el choque de la fragata?

-Sí, señor profesor, pero más afortunado que usted, pude tomar pie casi inmediatamente sobre un islote flotante.

-¿Un islote?

-O, por decirlo con más propiedad, sobre su narval gigantesco.

-Explíquese, Ned.

-Sólo que pronto pude comprender por qué mi arpón no le hirió y se melló en su piel.

-¿Porqué, Ned, porqué?

-Porque esta bestia, señor profesor, está hecha de acero.

Debo aquí hacer acopio de mis impresiones, revivificar mis recuerdos y controlar mis propias aserciones.

Las últimas palabras del canadiense habían dado un vuelco a mi cerebro. Rápidamente me icé hasta la cima del ser o del objeto semisumergido que nos servía de refugio y la golpeé con el pie. Era evidentemente un cuerpo duro, impenetrable, y no la sustancia blanda que forma la masa de los grandes mamíferos marinos. Pero ese cuerpo duro podía ser un caparazón óseo semejante al de los animales antediluvianos, que me permitiría clasificar al monstruo entre los reptiles anfibios, tales como las tortugas y los aligátores.

Pues bien, no. El lomo negruzco que me soportaba era liso, bruñido, sin imbricaciones. Respondía a los golpes con una sonoridad metálica, y, por increíble que fuera, parecía estar hecho, qué digo, estaba hecho con planchas atornilladas.

La duda ya no era posible. El animal, el monstruo, el fenómeno natural que había intrigado al mundo científico de todo el orbe y excitado y extraviado la imaginación de los marinos de ambos hemisferios era, había que reconocerlo, un fenómeno aún más asombroso, un fenómeno creado por la mano del hombre.

El descubrimiento de la existencia del ser más fabuloso, del ser más mitológico, no habría podido sorprender tanto y entan alto grado a mi razón como el que acababa de hacer. Que lo prodigioso provenga del Creador, parece sencillo. Pero hallar de repente bajo los ojos lo imposible, misteriosa y humanamente realizado, es algo que hace naufragar a la razón.

Y no había vacilación posible. Nos hallábamos, efectivamente, tendidos sobre la superficie de una especie de barco submarino cuya forma, hasta donde podía juzgar por lo que de ella veía, era la de un enorme pez de acero. Ned Land tenía ya formada su opinión al respecto, y Conseil y yo hubimos de compartirla con él.

-Pero, puesto que es así -dije-, este aparato contiene un mecanismo de locomoción y una tripulación para maniobrarlo.

-Evidentemente -respondió el arponero-, y sin embargo hace ya tres horas que habito esta isla flotante sin que su tripulación haya dado todavía señales de vida.

-¿Ha permanecido inmóvil durante todo este tiempo?

-Así es, señor Aronnax. Se deja mecer por las olas, sin ningún otro movimiento.

-Sin embargo, nosotros sabemos, sin la menor duda, que está dotado de una gran velocidad. Ahora bien, para producir esa velocidad hace falta una máquina y para hacer funcionar ésta un maquinista. De todo ello infiero que… ¡estamos salvados!

-¡Hum! -exclamó Ned Land, en tono de duda.

En aquel mismo momento, y como corroboración de mi argumento, se oyó un ruido procedente de la extremidad posterior del extraño aparato, cuyo propulsor era evidentemente una hélice, y se puso en movimiento. Apenas si tuvimos tiempo para aferrarnos a su parte superior que emergía de las aguas en unos ochenta centímetros. Afortunadamente, su velocidad no era excesiva.

-Mientras navegue horizontalmente -murmuró Ned Land- nada tengo que objetar, pero como le dé por sumergirse, no doy dos dólares por mi pellejo.

Y aún hubiera podido dar menos. Se hacía, pues, urgente comunicar con los seres encerrados en el interior de la máquina. Busqué en la superficie de la misma una abertura, una escotilla, un «agujero de hombre», por emplear la expresión técnica. Pero las líneas de tornillos, sólidamente fijados en las junturas de las planchas, eran continuas y uniformes.

La luna desapareció en ese momento y nos sumió en una profunda oscuridad. Necesario era esperar la llegada del día para considerar los medios de penetración en el interior del barco submarino.

Así, pues, nuestra salvación dependía únicamente del capricho de los misteriosos tripulantes que dirigían el aparato. Si decidían sumergirse, estaríamos perdidos. Exceptuado este caso, no dudaba yo de la posibilidad de entrar en relación con ellos. Pues, en efecto, de no producir por sí mismos el aire, ne¿esario era que ascendiesen de vez en cuando a la superficie del océano para renovar su provisión de moléculas respirables. De ahí la necesidad de que existiera una abertura que pusiera en comunicación el interior del barco con la atmósfera.

Había que descartar ya completamente toda esperanza de ser salvados por el comandante Farragut, pues íbamos hacia el Oeste y a una velocidad que, aunque relativamente moderada, yo estimaba no inferior a unas doce millas por hora. La hélice batía el agua con una regularidad matemática, y a veces emergía lanzando una espuma fosforescente a gran altura.

Hacia las cuatro de la mañana aumentó la velocidad. Nos era muy difícil resistir a tan vertiginosa marcha, sobre todo cuando las olas nos azotaban de plano. Afortunadamente, Ned halló una argolla fijada a la superficie del aparato, a la que pudimos asirnos con seguridad.

Al fin acabó la espantosa noche, de la que mi memoria no ha podido conservar todas sus impresiones. Tan sólo un detalle quedó impreso en ella. Durante algunos momentos de calma del mar y del viento creí oír en varias ocasiones unos vagos sonidos, una especie de armonía fugaz producida por lejanos acordes. ¿Cuál era, pues, el misterio de esa navegación submarina cuya explicación buscaba en vano el mundo entero? ¿Qué seres vivían en ese extraño barco? ¿Qué agente mecánico le permitía desplazarse con tan prodigiosa velocidad?

Se hizo de día. Las brumas matinales nos envolvían, pero no tardaron en desgarrarse. Me disponía a examinar atentamente la superficie del aparato, que en su parte superior presentaba una especie de plataforma horizontal, cuando me di cuenta de que el barco iniciaba un movimiento de inmersión.

-¡Eh! ¡Por todos los diablos! -gritó Ned Land, al tiempo que golpeaba con el pie la plancha sonora-. ¡Ábrannos, navegantes inhospitalarios!

Pero era difícil hacerse oír en medio del ensordecedor zumbido de la hélice.

Afortunadamente, cesó el movimiento de inmersión.

De repente, se produjo en el interior del barco un ruido de herrajes, que precedió a la apertura de una plancha por la que apareció un hombre que profirió un extraño grito antes de desaparecer en seguida.

Algunos instantes después, ocho hombres muy fornidos, con el rostro velado, aparecieron por la abertura y, silenciosamente, nos introdujeron en su formidable máquina.

 

 

8. «Mobilis in mobile»

Ese rapto tan brutalmente ejecutado se había realizado con la rapidez del relámpago, sin darnos tiempo ni a mis compañeros ni a mí de poder efectuar observación alguna. Ignoro lo que ellos pudieron sentir al ser introducidos en aquella prisión flotante, pero a mí me recorrió la epidermis un helado escalofrío. ¿Con quién tendríamos que habérnoslas? Sin duda con piratas de una nueva especie que explotaban el mar a su manera.

Nada más cerrarse la estrecha escotilla me envolvió una profunda oscuridad. Mis ojos, aún llenos de la luz exterior, no pudieron distinguir cosa alguna. Sentí el contacto de mis pies descalzos con los peldaños de una escalera de hierro. Ned Land y Conseil, vigorosamente atrapados, me seguían. Al pie de la escalera se abrió una puerta que se cerró inmediatamente tras nosotros con estrépito.

Estábamos solos. ¿Dónde? No podía decirlo, ni apenas imaginarlo. Todo estaba oscuro. Era tan absoluta la oscuridad que, tras algunos minutos, mis ojos no habían podido percibir ni una de esas mínimas e indeterminadas claridades que dejan filtrarse las noches más cerradas.

Furioso ante tal forma de proceder, Ned Land daba rienda suelta a su indignación.

-¡Por mil diablos! -exclamaba-. He aquí una gente que podría dar lecciones de hospitalidad a los caledonianos. No les falta más que ser antropófagos, y no me sorprendería que lo fueran. Pero declaro que no dejaré sin protestar que me coman.

-Tranqudícese, amigo Ned, cálmese -dijo plácidamente Conseil-. No se sulfure antes de tiempo. Todavía no estamos en la parrilla.

-En la parrdla, no -replicó el canadiense-, pero sí en el horno, eso es seguro. Esto está bastante negro. Afortunadamente, conservo mi cuchillo y veo lo suficiente como para servirme de él. Al primero de estos bandidos que me ponga la mano encima…

-No se irrite usted, Ned -le dije-, y no nos comprometa con violencias inútiles. ¡Quién sabe si nos estarán escuchando! Tratemos más bien de saber dónde estamos.

Caminé a tientas y a los cinco pasos me topé con un muro de hierro, hecho con planchas atornilladas. Al volverme, choqué con una mesa de madera, cerca de la cual había unas cuantas banquetas. El piso de aquel calabozo estaba tapizado con una espesa estera de cáñamo que amortiguaba el ruido de los pasos. Los muros desnudos no ofrecían indicios de puertas o ventanas. Conseil, que había dado la vuelta en sentido opuesto, se unió a mí y volvimos al centro de la cabina, que debía tener unos veinte pies de largo por diez de ancho. En cuanto a su altura, Ned Land no pudo medirla pese a su elevada estatura.

Había transcurrido ya casi media hora sin modificación alguna de la situación cuando nuestros ojos pasaron súbitamente de la más extremada oscuridad a la luz más violenta. Nuestro calabozo se iluminó repentinamente, es decir, se llenó de una materia luminosa tan viva que no pude resistir al pronto su resplandor. En su blancura y en su intensidad reconocí la iluminación eléctrica que producía en torno del barco submarino un magnífico fenómeno de fosforescencia. Reabrí los ojos que había cerrado involuntariamente yvi que el agente luminoso emanaba de un globo deslustrado, encajado en el techo de la cabina.

-¡Por fin se ve! -exclamó Ned Land, quien, cuchillo en mano, mostraba una actitud defensiva.

-Sí -respondí, arriesgando una antítesis-, pero la situación no es por ello menos oscura.

-Tenga paciencia el señor -dijo el impasible Conseil.

La súbita iluminación de la cabina me permitió examinar sus menores detalles. No había más mobiliario que la mesa y cinco banquetas. La puerta invisible debía estar herméticamente cerrada. No llegaba a nosotros el menor ruido. Todo parecía muerto en el interior del barco. ¿Se movía, se mantenía en la superficie o estaba sumergido en las profundidades del océano? No podía saberlo.

Pero la iluminación de la cabina debía tener alguna razón, y ello me hizo esperar que no tardarían en manifestarse los hombres de la tripulación. Cuando se olvida a los cautivos no se ilumina su calabozo.

No me equivocaba. Pronto se oyó un ruido de cerrojos, la puerta se abrió y aparecieron dos hombres.

Uno de ellos era de pequeña estatura y de músculos vigorosos, ancho de hombros y robusto de complexión, con una gruesa cabeza con cabellos negros y abundantes; tenía un frondoso bigote y una mirada viva y penetrante, y toda su persona mostraba ese sello de vivacidad meridional que caracteriza en Francia a los provenzales. Diderot pretendía, con razón, que los gestos humanos son metafóricos, y aquel hombre constituía ciertamente la viva demostración de tal aserto. Al verlo se intuía que en su lenguaje habitual debía prodigar las prosopopeyas, las metonimias y las hipálages, pero nunca pude comprobarlo, pues siempre empleó ante mí un singular idioma, absolutamente incomprensible.

El otro desconocido merece una descripción más detallada. Un discípulo de Gratiolet o de Engel hubiera podido leer en su fisonomía como en un libro abierto. Reconocí sin vacilación sus cualidades dominantes: la confianza en sí mismo, manifestada en la noble elevación de su cabeza sobre el arco formado por la línea de sus hombros y en la mirada llena de fría seguridad que emitían sus ojos negros; la serenidad, pues la palidez de su piel denunciaba la tranquilidad de su sangre; la energía, demostrada por la rápida contracción de sus músculos superciliares, y, por último, el valor, que cabía deducir de su poderosa respiración como signo de una gran expansión vital. Debo añadir que era un hombre orgulloso, que su mirada firme y tranquila parecía reflejar una gran elevación de pensamientos, y que de todo ese conjunto de rasgos y de la homogeneidad expresiva de sus gestos corporales y faciales cabía diagnosticar, según la observación de los fisonomistas, una indiscutible franqueza.

Me sentí «involuntariamente» tranquilizado en su presencia y optimista en cuanto al resultado de la conversación.

Imposible me hubiera sido precisar si el personaje tenía treinta y cinco o cincuenta años. Era de elevada estatura; su frente era ancha; recta la nariz; la boca, netamente dibujada; la dentadura, magnífica, y sus manos eran finas y alargadas, eminentemente «psíquicas», por emplear la expresión de la quirognomonía con que se caracteriza unas manos dignas de servir a un alma elevada y apasionada. Aquel hombre constituía ciertamente el tipo más admirable que me había encontrado en toda mi vida. Detalle particular: sus ojos, un tanto excesivamente separados entre sí, podían abarcar simultáneamente casi la cuarta parte del horizonte. Esa facultad -que pude verificar más tarde- se acompañaba de la de un poder visual superior incluso al de Ned Land. Cuando aquel desconocido fijaba sus ojos en un objeto, la línea de sus cejas se fruncía, sus anchos párpados se plegaban circunscribiendo las pupilas y, estrechando así la extensión del campo visual, miraba. ¡Qué mirada la suya! ¡Cómo aumentaba el tamaño de los objetos disminuidos por la distancia! ¡Cómo le penetraba a uno hasta el alma, al igual que lo hacía con las capas líquidas, tan opacas para nuestros ojos, y como leía en lo más profundo de la mar!

Los dos desconocidos, tocados con boinas de piel de nutria marina y calzados con botas de piel de foca, vestían unos trajes de un tejido muy particular que dejaban al cuerpo una gran libertad de movimientos.

El más alto de los dos -evidentemente el jefe a bordo- nos examinaba con una extremada atención, sin pronunciar palabra. Luego se volvió hacia su companero y habló con él en un lenguaje que no pude reconocer. Era un idioma sonoro, armonioso, flexible, cuyas vocales parecían sometidas a una muy variada acentuación.

El otro respondió con un movimiento de cabeza y añadió dos o tres palabras absolutamente incomprensibles para nosotros. De nuevo los ojos del jefe se posaron en mí y su mirada parecía interrogarme directamente.

Respondí, en buen francés, que no entendía su idioma, pero él pareció no comprenderme a su vez y pronto la situación se tornó bastante embarazosa.

-Cuéntele el señor nuestra historia, de todos modos -me dijo Conseil-. Es probable que estos señores puedan comprender algunas palabras.

Comencé el relato de nuestras aventuras, cuidando de articular claramente las sflabas y sin omitir un solo detalle. Decliné nuestros nombres y profesiones, haciéndoles una presentación en regla del profesor Aronnax, de su doméstico Conseil y de Ned Land, el arponero.

El hombre de ojos dulces y serenos me escuchó tranquilamente, cortésmente incluso, y con una notable atención. Pero nada en su rostro indicaba que hubiera comprendido mi historia. Cuando la hube terminado, no pronunció una sola palabra.

Quedaba el recurso de hablar inglés. Tal vez pudiéramos hacernos comprender en esa lengua que es prácticamente universal. Yo la conocía, así como la lengua alemana, de forma suficiente para leerla sin dificultad, pero no para hablarla correctamente. Y lo que importaba era que nos comprendieran.

-¡Vamos, señor Land! -le dije al arponero-, saque de sí el mejor inglés que haya hablado nunca un anglosajón, a ver si es más afortunado que yo.

Ned no se hizo rogar y recomenzó mi relato, que pude comprender casi totalmente. Fue el mismo relato en el fondo, pero diferente en la forma. El canadiense, llevado de su carácter, le dio una gran animación. Se quejó con acritud de haber sido aprisionado con desprecio del derecho de gentes, pidió que se le dijera en virtud de qué ley se le retenía así, invocó el habeas corpus, amenazó con querellarse contra los que le habían secuestrado indebidamente, se agitó, gesticuló, gritó, y, finalmente, dio a entender con expresivos gestos que nos moríamos de hambre.

Lo que era totalmente cierto, aunque casi lo hubiéramos olvidado.

Con gran asombro por su parte, el arponero pudo darse cuenta de que no había sido más inteligible que yo. Nuestros visitantes permanecían totalmente impasibles. Era evidente que no comprendían ni la lengua de Arago ni la de Faraday.

Tras haber agotado en vano nuestros recursos fdológicos, me hallaba yo muy turbado y sin saber qué partido tomar, cuando me dijo Conseil:

-Puedo contárselo en alemán, si el señor me lo permite.

-¡Cómo! ¿Tú hablas alemán?

-Como un flamenco, mal que le pese al señor.

-Al contrario, eso me agrada. Adelante, muchacho.

Y Conseil, con su voz pausada, contó por tercera vez las diversas peripecias de nuestra historia. Pero, pese a los elegantes giros y la buena prosodia del narrador, la lengua alemana no conoció mayor éxito que las anteriores.

Exasperado ya, decidí por último reunir los restos de mis primeros estudios y narrar nuestras aventuras en latín. Cicerón se habría tapado los oídos y me hubiera enviado a la cocina, pero a trancas y barrancas seguí mi propósito. Con el mismo resultado negativo.

Abortada definitivamente esta última tentativa, los dos desconocidos cambiaron entre sí algunas palabras en su lengua incomprensible y se retiraron sin tan siquiera habernos dirigido uno de esos gestos tranquilizadores que tienen curso en todos los países del mundo. La puerta se cerró tras ellos.

-¡Esto es una infamia! -exclamó Ned Land, estallando de indignación por vigésima vez-. ¡Cómo! ¡Se les habla a estos bandidos en francés, en inglés, en alemán y en latín, y no tienen la cortesía de responder!

-Cálmese, Ned -dije al fogoso arponero-, la cólera no conduce a nada.

-Pero ¿se da usted cuenta, señor profesor -replicó nuestro irascible compañero-, de que podemos morir de hambre en esta jaula de hierro?

-¡Bah! Con un poco de filosofía, podemos resistir aún bastante tiempo -dijo Conseil.

-Amigos míos -dije-, no hay que desesperar. Nos hemos hallado en peores situaciones. Hacedme el favor de esperar para formarnos una opinión sobre el comandante y la tripulación de este barco.

-Mi opinión ya está hecha -replicó Ned Land-. Son unos bandidos.

-Bien, pero… ¿de qué país?

-Del país de los bandidos.

-Mi buen Ned, ese país no está aún indicado en el mapamundi. Confieso que la nacionalidad de estos dos desconocidos es difícil de identificar. Ni ingleses, ni franceses, ni alemanes, es todo lo que podemos afirmar. Sin embargo, yo diría que el comandante y su segundo han nacido en bajas latitudes. Hay algo en ellos de meridional. Pero ¿son españoles, turcos, árabes o hindúes? Eso es algo que sus tipos físicos no me permiten decidir. En cuanto a su lengua, es absolutamente incomprensible.

-Éste es el inconveniente de no conocer todas las lenguas, o la desventaja de que no exista una sola -respondió Conseil.

-Lo que no serviría de nada -replicó Ned Land-. ¿No ven ustedes que esta gente tiene un lenguaje para ellos, un lenguaje inventado para desesperar a la buena gente que pide de comer? Abrir la boca, mover la mandíbula, los dientes y los labios ¿no es algo que se comprende en todos los países del mundo? ¿Es que eso no quiere decir tanto en Quebec como en Pomotu, tanto en París como en los antípodas, que tengo hambre, que me den de comer?

-¡Oh!, usted sabe, hay naturalezas tan poco inteligentes.

No había acabado Conseil de decir esto, cuando se abrió la puerta y entró un steward. Nos traía ropas, chaquetas y pantalones, hechas con un tejido cuya naturaleza no pude reconocer. Me apresuré a ponerme esas prendas y mis compañeros me imitaron.

Mientras tanto, el steward -mudo, sordo quizá- había dispuesto la mesa, sobre la que había colocado tres cubiertos.

-¡Vaya! Esto parece serio y se anuncia bien -dijo Conseil.

-¡Bah! -respondió el rencoroso arponero-, ¿qué diablos quiere usted que se coma aquí? Hígado de tortuga, fidete de tiburón o carne de perro marino…

-Ya veremos -dijo Conseil.

Los platos, cubiertos por una tapa de plata, habían sido colocados simétricamente sobre el mantel. Nos sentamos a la mesa. Decididamente, teníamos que vérnoslas con gente civilizada, y de no ser por la luz eléctrica que nos inundaba, hubiera podido creerme en el comedor del hotel Adelhi, en Liverpool, o del Gran Hotel, en París. Sin embargo, debo decir que faltaban por completo al pan y el vino. El agua era fresca y límpida, pero era agua, lo que no fue del gusto de Ned Land. Entre los platos que nos sirvieron reconocí diversos pescados delicadamente cocinados, pero hubo otros sobre los que no pude pronunciarme, aunque eran excelentes, hasta el punto de que hubiera sido incapaz de afirmar si su contenido pertenecía al reino vegetal o al animal. En cuanto al servicio de mesa, era elegante y de un gusto perfecto. Cada utensilio, cuchara, tenedor, cuchillo y plato, llevaba una letra rodeada de una divisa, cuyo facsímil exacto helo aquí:

MOBILIS N IN MOBILE

¡Móvil en el elemento móvil! Esta divisa se aplicaba con exactitud a este aparato submarino, a condición de traducir la preposición in por en y no por sobre. La letra N era sin duda la inicial del nombre del enigmático personaje al mando del submarino.

Ned y Conseil no hacían tantas reflexiones, devoraban, y yo no tardé en imitarles. Estaba ya tranquilizado sobre nuestra suerte, y me parecía evidente que nuestros huéspedes no querían dejarnos morir de inanición.

Todo tiene un fin en este bajo mundo, hasta el hambre de quienes han permanecido sin comer durante quince horas. Satisfecho nuestro apetito, se dejó sentir imperiosamente la necesidad de dormir. Reacción muy natural tras la interminable noche que habíamos pasado luchando contra la muerte.

-Me parece que no me vendría mal un sueñecito -dijo Conseil.

-Yo ya estoy durmiendo -respondió Ned.

Mis compañeros se tumbaron en el suelo y no tardaron en sumirse en un profundo sueño. Por mi parte, cedí con menos facilidad a la imperiosa necesidad de dormir. Demasiados pensamientos se acumulaban en mi Cerebro, acosado por numerosas cuestiones insolubles, y un tropel de imágenes mantenía mis párpados entreabiertos. ¿Dónde estábamos? ¿Qué extraño poder nos gobernaba? Sentía, o más bien creía sentir, que el aparato se hundía en las capas más profundas del mar, y me asaltaban violentas pesadillas. Entreveía en esos misteriosos asilos todo un mundo de desconocidos animales, de los que el barco submarino era un congénere, como ellos vivo, moviente y formidable… Mi cerebro se fue calmando, mi imaginación se fundió en una vaga somnolencia, y pronto caí en un triste sueño.

9. Los arrebatos de Ned Land

Ignoro cuál pudo ser la duración del sueño, pero debió ser larga, pues nos libró completamente del cansancio acumulado. Yo me desperté el primero. Mis compañeros no se habían movido todavía y permanecían tendidos en su rincón como masas inertes.

Apenas me hube levantado de aquel duro «lecho», me sentí con el cerebro despejado y las ideas claras, y reexaminé atentamente nuestra celda.

Nada había cambiado en su disposición interior. La prisión seguía siéndolo y los prisioneros también. Sin embargo, el steward había aprovechado nuestro sueño para retirar el servicio de mesa. Nada indicaba, pues, un próximo cambio de nuestra situación, y me pregunté seriamente si nuestro destino sería el de vivir indefinidamente en ese calabozo.

Esa perspectiva me pareció tanto más penosa cuanto que, si bien mi cerebro se veía libre de las obsesiones de la víspera, sentía una singular opresión en el pecho. Respiraba con dificultad, al no bastar el aire, muy pesado, al funcionamiento de mis pulmones. Aunque la cabina fuese bastante amplia, era evidente que habíamos consumido en gran parte el oxígeno que contenía. En efecto, cada hombre consume en una hora el oxígeno contenido en cien litros de aire, y el aire, cargado entonces de una cantidad casi igual de ácido carbónico, se hace irrespirable.

Era, pues, urgente renovar la atmósfera de nuestra cárcel, y también, sin duda, la del barco submarino. Esto me llevó a preguntarme cómo procedería para ello el comandante de aquella vivienda flotante. ¿Obtendría el aire por procedimientos químicos, mediante la liberación por el calor del oxígeno contenido en el clorato de potasa y la absorción del ácido carbónico por la potasa cáustica? En ese caso, debía haber conservado alguna relación con los continentes para poder procurarse las materias necesarias a tal operación. ¿O se limitaría únicamente a almacenar en depósitos el aire bajo altas presiones para luego distribuirlo según las necesidades de su tripulación? Tal vez. Quedaba también el procedimiento, más cómodo y económico, y por tanto más probable, de emerger a la superficie de las aguas para respirar, como un cetáceo, y renovar así su provisión de atmósfera para un período de veinticuatro horas. Fuera cual fuese el método adoptado, me parecía prudente que se empleara sin más tardanza.

En efecto, mis pulmones se sentían ya obligados a multiplicar sus inspiraciones para extraer de la celda el escaso oxígeno que contenía. De repente, me sentí refrescado por una corriente de aire puro y perfumado de emanaciones salinas. Era la brisa del mar, vivificante y cargada de yodo. Abrí ampliamente la boca y mis pulmones se saturaron de frescas moléculas. Al mismo tiempo, sentí un movimiento de balanceo, de escasa intensidad, pero perfectamente determinable. El barco, el monstruo de acero, acababa evidentemente de subir a la superficie del océano para respirar, al modo de las ballenas. La forma de ventilación del barco quedaba, pues, perfectamente identificada.

Tras absorber a pleno pulmón el aire puro busqué el conducto, el aerífero que canalizaba hasta nosotros el bienhechor efluvio y no tardé en encontrarlo. Por encima de la puerta se abría un agujero de aireación que dejaba pasar una fresca columna de aire para la renovación de la atmósfera de la cabina.

Me hallaba concentrado en esa observación cuando Ned y Conseil se despertaron casi al mismo tiempo, bajo la influencia de la revivificante aeración. Ambos se restregaron los ojos, desperezaron los brazos y se pusieron en pie en un instante.

-¿Ha dormido bien el señor? -preguntó Conseil con su cortesía consuetudinaria.

-Magníficamente -respondí-. ¿Y usted, Ned?

-Profundamente, señor profesor. Pero, si no me engano, me parece que estoy respirando la brisa marina.

Un marino no podía engañarse. Conté al canadiense lo que había ocurrido durante su sueño.

-Bien -dijo-. Eso explica perfectamente los mugidos que oímos cuando el supuesto narval se halló en presencia del Abraham Lincoln.

-Así es, señor Land, era su respiración.

-No tengo la menor idea de qué hora pueda ser, señor Aronnax. ¿No será la hora de la cena?

-¿La hora de la cena? Debería decir la hora del almuerzo, pues con toda seguridad nuestra última comida data de ayer.

-Lo que demuestra -dijo Conseil- que hemos dormido por lo menos veinticuatro horas.

-Ésa es mi opinión -respondí.

-No voy a contradecirle -manifestó Ned Land-, pero cena o almuerzo, el steward sería bienvenido, ya trajera una u otro.

-Una y otro -corrigió Conseil.

-Justo -replicó el canadiense-, pues tenemos derecho a dos comidas, y por mi parte haría honor a ambas.

-Pues bien, Ned, esperemos -respondí-. Es evidente que estos desconocidos no tienen la intención de dejarnos morir de hambre, ya que si así fuera no tendría sentido la comida de ayer.

-A menos que ese sentido sea el de cebarnos -replicó Ned.

-¡Protesto! -respondí-. No hemos caído entre canibales.

-Una golondrina no hace verano -dijo con seriedad el canadiense-. Quién sabe si esta gente no estará privada desde hace mucho tiempo de carne fresca, y en ese caso, tres hombres sanos y bien constituidos como el señor profesor, su doméstico y yo…

-Aleje de sí esas ideas, señor Land -respondí al arponero-, y, sobre todo, no se base en ellas para encolerizarse contra nuestros huéspedes, lo que no haría más que agravar nuestra situación.

-En todo caso – dijo el arponero-, tengo un hambre endiablada, y ya sea la cena o el almuerzo, no llega.

-Señor Land -repliqué-, hay que conformarse al reglamento de a bordo, y supongo que nuestros estómagos se adelantan a la campana del cocinero.

-Pues bien, los pondremos en hora -dijo con tranquilidad Conseil.

-Sólo usted podría hablar así, amigo Conseil -replicó el irascible canadiense-. Se ve que usa usted poco su bilis y sus nervios. ¡Siempre tranquilo! Sería usted capaz de decir el Deo gracias antes que el benedícite y de morir de hambre antes que de quejarse.

-¿De qué serviría? -dijo Conseil.

-¡Pues serviría para quejarse! Ya es algo. Y si estos piratas (y digo piratas por respeto y por no contrariar al señor profesor, que prohibe llamarles canibales) se figuran que van a guardarme en esta jaula en la que me ahogo, sin oír las imprecaciones con que yo suelo sazonar mis arrebatos, se equivocan de medio a medio. Veamos, sefíor Aronnax, hable con franqueza, ¿cree usted que nos tendrán por mucho tiempo en esta jaula de hierro?

-A decir verdad, sé tanto como usted, amigo Land.

-Pero ¿qué es lo que usted supone?

-Supongo que el azar nos ha hecho conocer un importante secreto. Y si la tripulación de este barco submarino tiene interés en mantener ese secreto, y si ese interés es más importante que la vida de tres hombres, creo que nuestra existencia se halla gravemente comprometida. En el caso contrario, el monstruo que nos ha tragado nos devolverá en la primera ocasión al mundo habitado por nuestros semejantes.

-A menos -dijo Conseil- que nos enrolen en su tripulación y nos guarden así con ellos.

-Hasta el momento -replicó Ned Land- en que alguna fragata, más rápida o más afortunada que el Abraham Lincoln, se apodere de este nido de bandidos y envíe a su tripulación, y a nosotros con ella, a respirar por última vez a la extremidad de su verga mayor.

-Buen razonamiento, Ned -dije-. Pero todavía no se nos ha hecho, que yo sepa, ninguna proposición. Inútil, pues, discutir el partido que debamos tomar hasta que sea necesario. Se lo repito, esperemos; tomemos consejo de las circunstancias y abstengámonos de toda acción, puesto que no hay nada que hacer.

-Al contrario, señor profesor -respondió el arponero, que no quería darse por vencido-, hay que hacer algo.

-¿Qué, señor Land?

-Escaparnos.

-Escaparse de una prisión «terrestre» es a menudo dificil, pero hacerlo de una prisión submarina, me parece absolutamente imposible.

-¡Vamos, amigo Ned! -dijo Conseil-, ¿qué va a responder ala objeción del señor? Yo no puedo creer que un americano se halle nunca a falta de recursos.

El arponero, visiblemente turbado, se calló.

Una huida, en las condiciones en que nos había puesto el azar, era absolutamente imposible. Pero un canadiense es un francés a medias, y Ned Land lo acreditó con su respuesta, tras unos momentos de vacilación y reflexión.

-Así que, señor Aronnax, ¿no adivina usted lo que deben hacer unos hombres que no pueden escaparse de su prisión?

-No, amigo mío.

-Pues es bien sencillo, es preciso que se las arreglen para permanecer en ella.

-¡Diantre! -exclamó Conseil-, es cierto que más vale estar dentro que debajo o encima.

-Pero después de haber expulsado de ella a los carceleros y a los guardianes -añadío Ned Land.

-¿Cómo? Ned, ¿piensa usted en serio en apoderarse de este barco?

-Muy en serio, en efecto -respondió el canadiense.

-Eso es imposible.

-¿Por qué? Puede presentarse alguna oportunidad favorable, y no veo lo que podría impedirnos aprovecharla. Si no hay más de una veintena de hombres a bordo de esta máquina, no creo que hagan retroceder a dos franceses y a un canadiense, digo yo.

Más valía admitir la proposición del arponero que discutirla. Por ello me limité a responderle así:

-Dejemos que las circunstancias manden, señor Land, y entonces veremos. Pero hasta entonces, se lo ruego, contenga su impaciencia. No podemos actuar más que con astucia, y no es con la pérdida del control de los nervios con lo que podrá usted originar circunstancias favorables. Prométame, pues, que aceptará usted la situación sin dejarse llevar de la ira.

-Se lo prometo, señor profesor -respondió Ned Land, con un tono poco tranquilizador-. Ni una palabra violenta saldrá de mi boca, ni un gesto brutal me traicionará, aunque el servicio de la mesa no se cumpla con la regularidad deseable.

-Tengo su palabra, Ned.

Cesamos la conversación, y cada uno de nosotros se puso a reflexionar por su cuenta. Confesaré que, por mi parte, y pese a la determinación del arponero, no me hacía ninguna ilusión. No creía yo en esas circunstancias favorables que ha bía invocado Ned Land. Tan segura manipulación del sub marino requería una numerosa tripulación y, consecuente mente, en el caso de una lucha, nuestras probabilidades de éxito serían ínfimas. Además, necesario era, ante todo, estar libres, y nosotros no lo estábamos. No veía ningún medio de salir de una celda de acero tan herméticamente cerrada. Y si como parecía probable, el extraño comandante de ese barco tenía un secreto que preservar, cabía abrigar pocas esperan zas de que nos dejara movernos libremente a bordo. La incógnita estribaba en saber si se libraría violentamente de nosotros o si nos lanzaría algún día a algún rincón de la tierra Todas estas hipótesis me parecían extremadamente plausi-bles, y había que ser un arponero para poder creer en la reconquista de la libertad.

Me di cuenta de que las ideas de Ned Land iban agriándose con las reflexiones a que se entregaba su celebro. Podía oír poco a poco el hervor de sus imprecaciones en el fondo de su garganta, y veía cómo sus gestos iban tornándose amenazadores. Andaba, daba vueltas como una fiera enjaulada y golpeaba con pies y manos las paredes de la celda. Pasaba el tiempo mientras tanto y el hambre nos aguijoneaba cruelmente, sin que nada nos anunciara la aparición del steward.

Esto era ya olvidar demasiado nuestra situación de náufragos, si es que realmente se tenían buenas intenciones hacia nosotros.

Atormentado por las contracciones de su robusto estómago, Ned Land se encolerizaba cada vez más, lo que me hacía temer, pese a su palabra, una explosión cuando se hallara en presencia de uno de los hombres de a bordo.

La ira del canadiense fue creciendo durante las dos horas siguientes. Ned Land llamaba y gritaba, pero en vano. Sordas eran las paredes de acero. Yo no oía el menor ruido en el interior del barco, que parecía muerto. No se movía, pues de hacerlo hubiera sentido los estremecimientos del casco bajo la impulsión de la hélice. Sumergido sin duda en los abismos de las aguas, no pertenecía ya a la tierra. El silencio era espantoso. No me atrevía a estimar la duración de nuestro abandono, de nuestro aislamiento en el fondo de aquella celda. Las esperanzas que me había hecho concebir nuestra entrevista con el comandante iban disipándose poco a poco. La dulzura de la mirada de aquel hombre, la expresión generosa de su fisonomía, la nobleza de su porte, iban desapareciendo de mi memoria. Volvía a ver al enigmático personaje, sí, pero tal como debía ser, necesariamente implacable y cruel. Me lo imaginaba fuera de la humanidad, inaccesible a todo sentimiento de piedad, un implacable enemigo de sus semejantes, a los que debía profesar un odio imperecedero.

Pero ¿iba ese hombre a dejarnos morir de inanición, encerrados en esa estrecha prisión, entregados a esas horribles tentaciones a las que impulsa el hambre feroz? Tan espantosa idea cobró en mi ánimo una terrible intensidad, que, con el refuerzo de la imaginación, me sumió en un espanto insensato.

Conseil permanecía tranquilo, en tanto que Ned Land rugía.

En aquel momento, oímos un ruido exterior, el de unos pasos resonando por las losas metálicas, al que pronto siguió el de un corrimiento de cerrojos. Se abrió la puerta y apareció el steward.

Antes de que pudiera hacer un movimiento para impedírselo, el canadiense se precipitó sobre el desgraciado, le derribó y le mantuvo asido por la garganta. El steward se asfixiaba bajo las poderosas manos de Ned Land.

Conseil estaba ya tratando de retirar de las manos del arponero a su víctima medio asfixiada, y yo iba a unirme a sus esfuerzos, cuando, súbitamente, me clavaron al suelo estas palabras, pronunciadas en francés:

-Cálmese, señor Land, y usted, señor profesor, tenga la amabilidad de escucharme.

 

10. El hombre de las aguas

Era el comandante de a bordo quien así había hablado.

Al oír tales palabras, Ned Land se incorporó súbitamente. El steward, casi estrangulado, salió, tambaleándose, a una señal de su jefe; pero era tal el imperio del comandante que ni un gesto traicionó el resentimiento de que debía estar animado ese hombre contra el canadiense.

Conseil, vivamente interesado pese a su habitual impasibilidad, y yo, estupefacto, esperábamos en silencio el desenlace de la escena.

El comandante, apoyado en el ángulo de la mesa, cruzado de brazos, nos observaba con una profunda atención. ¿Dudaba de si debía proseguir hablando? Cabía creer que lamentaba haber pronunciado aquellas palabras en francés.

Tras unos instantes de silencio que ninguno de nosotros osó romper, dijo con una voz tranquila y penetrante:

-Señores, hablo lo mismo el francés que el inglés, el alemán que el latín. Pude, pues, responderles durante nuestra primera entrevista, pero quería conocerles primero y reflexionar después. Su cuádruple relato, absolutamente semejante en el fondo, me confirmó sus identidades, y supe así que el azar me había puesto en presencia del señor Pierre Aronnax, profesor de Historia Natural en el Museo de París, encargado de una misión científica en el extranjero; de su doméstico, Conseil, y de Ned Land, canadiense y arponero a bordo de la fragata Abraham Licoln, de la marina nacional de los Estados Unidos de América.

Me incliné en signo de asentimiento. No había ninguna interrogación en las palabras del comandante, y en consonancia no requerían respuesta. Se expresaba con una facilidad perfecta, sin ningún acento. Sus frases eran nítidas; sus palabras, precisas; su facilidad de elocución, notable. Y, sin embargo, yo no podía «sentir» en él a un compatriota.

El hombre prosiguió hablando en estos términos:

-Sin duda ha debido parecerle, señor, que he tardado demasiado en hacerles esta segunda visita. Lo cierto es que, una vez conocida su identidad, hube de sopesar cuidadosamente la actitud que debía adoptar con ustedes. Y lo he dudado mucho. Las más enojosas circunstancias les han puesto en presencia de un hombre que ha roto sus relaciones con la humanidad. Han venido ustedes a perturbar mi existencia…

-Involuntariamente -dije.

-¿Involuntariamente? -dijo el desconocido, elevando la voz-. ¿Puede afirmarse que el Abraham Lincoln me persigue involuntariamente por todos los mares? ¿Tomaron ustedes pasaje a bordo de esa fragata involuntariamente? ¿Rebotaron involuntariamente en mi navío los obuses de sus cañones? ¿Fue involuntariamente como nos arponeó el señor Land?

Había una contenida irritación en las palabras que acababa de proferir. Pero a tales recriminaciones había una respuesta natural, que es la que yo le di.

-Señor, sin duda ignora usted las discusiones que ha suscitado en América y en Europa. Tal vez no sepa usted que diversos accidentes, provocados por el choque de su aparato submarino, han emocionado a la opinión pública de ambos continentes. No le cansaré con el relato de las innumerables hipótesis con las que se ha tratado de hallar explicación al inexplicable fenómeno cuyo secreto sólo usted conocía. Pero debe saber usted que al perseguirle hasta los altos mares del Pacífico, el Abraham Lincoln creía ir en pos de un poderoso monstruo marino del que había que librar al océano a toda costa.

Un esbozo de sonrisa se dibujó en los labios del comandante, quien añadió, en tono más suave:

-Señor Aronnax, ¿osaría usted afirmar que su fragata no hubiera perseguido y cañoneado a un barco submarino igual que a un monstruo?

Su pregunta me dejó turbado, pues con toda certeza el comandante Farragut no hubiese dudado en hacerlo, creyendo deber suyo destruir un aparato de ese género, al mismo título que un narval gigantesco.

-Comprenderá usted, pues, señor, que tengo derecho a tratarles como enemigos.

No respondí, y con razón. ¿Para qué discutir semejante proposición, cuando la fuerza puede destruir los mejores argumentos?

-Lo he dudado mucho. Nada me obligaba a concederles mi hospitalidad. Si debía separarme de ustedes, no tenía ningún interés en volver a verles. Me hubiera bastado situarles de nuevo en la plataforma de este navío que les sirvió de refugio, sumergirme y olvidar su existencia. ¿No era ése mi derecho?

-Tal vez sea ése el derecho de un salvaje -respondí-, pero no el de un hombre civilizado.

-Señor profesor -replicó vivamente el comandante-, yo no soy lo que usted llama un hombre civilizado. He roto por completo con toda la sociedad, por razones que yo sólo tengo el derecho de apreciar. No obedezco a sus reglas, y le conjuro a usted que no las invoque nunca ante mí.

Lo había dicho en un tono enérgico y cortante. Un destello de cólera y desdén se había encendido en los ojos del desconocido. Entreví en ese hombre un pasado formidable. No sólo se había puesto al margen de las leyes humanas, sino que se había hecho independiente, libre en la más rigurosa acepción de la palabra, fuera del alcance de la sociedad. ¿Quién osaría perseguirle hasta el fondo de los mares, puesto que en su superficie era capaz de sustraerse a todas las asechanzas que contra él se tendían? ¿Qué navío podía resistir al choque de su monitor submarino? ¿Qué coraza, por gruesa que fuese, podía soportar los golpes de su espolón? Nadie, entre los hombres, podía pedirle cuenta de sus actos. Dios, si es que creía en Él; su conciencia, si la tenía, eran los únicosjueces de los que podía depender.

 

Tales eran las rápidas reflexiones que había suscitado en mí el extraño personaje, quien callaba, como absorto y replegado en sí mismo. Yo le miraba con un espanto lleno de interés, tal y como Edipo debió observar a la esfinge.

Tras un largo silencio, el comandante volvió a hablar.

-Así, pues, dudé mucho, pero al fin pensé que mi interés podía conciliarse con esa piedad natural a la que todo ser humano tiene derecho. Permanecerán ustedes a bordo, puesto que la fatalidad les ha traído aquí. Serán ustedes libres, y a cambio de esa libertad, muy relativa por otra parte, yo no les impondré más que una sola condición. Su palabra de honor de someterse a ella me bastará.

-Diga usted, señor -respondí-, supongo que esa condición es de las que un hombre honrado puede aceptar.

-Sí, señor, y es la siguiente: es posible que algunos acontecimientos imprevistos me obliguen a encerrarles en sus camarotes por algunas horas o algunos días, según los casos. Por ser mi deseo no utilizar nunca la violencia, espero de ustedes en esos casos, más aún que en cualquier otro, una obediencia pasiva. Al actuar así, cubro su responsabilidad, les eximo totalmente, pues debo hacerles imposible ver lo que no debe ser visto. ¿Aceptan ustedes esta condición?

Ocurrían allí, pues, cosas por lo menos singulares, que no debían ser vistas por gentes no situadas al margen de las leyes sociales. Entre las sorpresas que me reservaba el porvenir no debía ser ésa una de las menores.

-Aceptamos -respondí-. Pero permítame hacerle una pregunta, una sola.

-Dígame.

-¿Ha dicho usted que seremos libres a bordo?

-Totalmente.

-Quisiera preguntarle, pues, qué es lo que entiende usted por libertad.

-Pues la libertad de ir y venir, de ver, de observar todo lo que pasa aquí -salvo en algunas circunstancias excepcionales-, la libertad, en una palabra, de que gozamos aquí mis companeros y yo.

Era evidente que no nos entendíamos.

-Perdón, señor –proseguí-, pero esa libertad no es otra que la que tiene todo prisionero de recorrer su celda, y no puede bastarnos.

-Preciso será, sin embargo, que les baste.

-¡Cómo! ¿Deberemos renunciar para siempre a volver a ver nuestros países, nuestros amigos y nuestras familias?

-Sí, señor. Pero renunciar a recuperar ese insoportable yugo del mundo que los hombres creen ser la libertad, no es quizá tan penoso como usted puede creer.

-Jamás daré yo mi palabra -intervino Ned Land- de que no trataré de escaparme.

-Yo no le pido su palabra, señor Land -respondió fríamente el comandante.

 

-Señor -dije, encolerizado a mi pesar-, abusa usted de su situación. Esto se llama crueldad.

-No, señor, esto se llama clemencia. Son ustedes prisioneros míos después de un combate. Les guardo conmigo, cuando podría, con una sola orden, arrojarles a los abismos del océano. Ustedes me han atacado. Han venido a sorprender un secreto que ningún hombre en el mundo debe conocer, el secreto de toda mi existencia. ¿Y creen ustedes que voy a reenviarles a ese mundo que debe ignorarme? ¡jamás! Al retenerles aquí no es a ustedes a quienes guardo, es a mí mismo.

Esta declaración indicaba en el comandante una decisión contra la que no podría prevalecer ningún argumento.

-Así, pues, señor -dije-, nos da usted simplemente a elegir entre la vida y la muerte, ¿no?

-Así es, simplemente.

-Amigos míos -dije a mis compañeros-, ante una cuestión así planteada, no hay nada que decir. Pero ninguna promesa nos liga al comandante de a bordo.

-Ninguna, señor -respondió el desconocido.

Luego, con una voz más suave, añadió:

-Ahora, permítame acabar lo que quiero decirle. Yo le conozco, señor Aronnax. Si no sus compañeros, usted, al menos, no tendrá tantos motivos de lamentarse del azar que le ha ligado a mi suerte. Entre los libros que sirven a mis estudios favoritos hallará usted el que ha publicado sobre los grandes fondos marinos. Lo he leído a menudo. Ha llevado usted su obra tan lejos como le permitía la ciencia terrestre. Pero no sabe usted todo, no lo ha visto usted todo. Déjeme decirle, señor profesor, que no lamentará usted el tiempo que pase aquí a bordo. Va a viajar usted por el país de las maravillas. El asombro y la estupefacción serán su estado de ánimo habitual de aquí en adelante. No se cansará fácilmente del espectáculo incesantemente ofrecido a sus ojos. Voy a volver a ver, en una nueva vuelta al mundo submarino (que, ¿quién sabe?, quizá sea la última), todo lo que he podido estudiar en los fondos marinos tantas veces recorridos, y usted será mi compañero de estudios. A partir de hoy entra usted en un nuevo elemento, verá usted lo que no ha visto aún hombre alguno (pues yo y los míos ya no contamos), y nuestro planeta, gracias a mí, va a entregarle sus últimos secretos.

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