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Julio Verne – Veinte mil leguas de viaje submarino (página 3)


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No puedo negar que las palabras del comandante me causaron una gran impresión. Habían llegado a lo más vulnerable de mi persona, y así pude olvidar, por un instante, que la contemplación de esas cosas sublimes no podía valer la libertad perdida. Pero tan grave cuestión quedaba confiada al futuro, y me limité a responder:

-Señor, aunque haya roto usted con la humanidad, quiero creer que no ha renegado de todo sentimiento humano. Somos náufragos, caritativamente recogidos a bordo de su barco, no lo olvidaremos. En cuanto a mí, me doy cuenta de que si el interés de la ciencia pudiera absorber hasta la necesidad de la libertad, lo que me promete nuestro encuentro me ofrecería grandes compensaciones.

Pensaba yo que el comandante iba a tenderme la mano para sellar nuestro tratado, pero no lo hizo y lo sentí por él.

-Una última pregunta -dije en el momento en que ese ser inexplicable parecía querer retirarse.

-Dígame, señor profesor.

-¿Con qué nombre debo llamarle?

-Señor -respondió el comandante-, yo no soy para ustedes más que el capitán Nemo, y sus compañeros y usted no son para mí más que los pasajeros del Nautilus.

El capitán Nemo llamó y apareció un steward. El capitán le dio unas órdenes en esa extraña lengua que yo no podía reconocer. Luego, volviéndose hacia el canadiense y Conseil, dijo:

-Les espera el almuerzo en su camarote. Tengan la amabilidad de seguir a este hombre.

-No es cosa de despreciar -dijo el arponero, a la vez que salía, con Conseil, de la celda en la que permanecíamos desde hacía más de treinta horas.

-Y ahora, señor Aronnax, nuestro almuerzo está dispuesto. Permítame que le guíe.

-A sus órdenes, capitán.

Seguí al capitán Nemo, y nada más atravesar la puerta, nos adentramos por un estrecho corredor iluminado eléctricamente. Tras un recorrido de una decena de metros, se abrió una segunda puerta ante mí.

Entré en un comedor, decorado y amueblado con un gusto severo. En sus dos extremidades se elevaban altos aparadores de roble con adornos incrustados de ébano, y sobre sus anaqueles en formas onduladas brillaban cerámicas, porcelanas y cristalerías de un precio inestimable. Una vajiHa lisa resplandecía en ellos bajo los rayos que emitía un techo luminoso cuyo resplandor mitigaban y tamizaban unas pinturas de delicada factura y ejecución.

En el centro de la sala había una mesa ricamente servida. El capitán Nemo me indicó el lugar en que debía instalarme.

-Siéntese, y coma como debe hacerlo un hombre que debe estar muriéndose de hambre.

El almuerzo se componía de un cierto número de platos, de cuyo contenido era el mar el único proveedor. Había algunos cuya naturaleza y procedencia me eran totalmente desconocidas. Confieso que estaban muy buenos, pero con un gusto particular al que me acostumbré fácilmente. Me parecieron todos ricos en fósforo, lo que me hizo pensar que debían tener un origen marino.

El capitán Nemo me miraba. No le pregunté nada, pero debió adivinar mis pensamientos, pues respondió a las preguntas que deseaba ardientemente formularle.

-La mayor parte de estos alimentos le son desconocidos. Sin embargo, puede comerlos sin temor, pues son sanos y muy nutritivos. Hace mucho tiempo ya que he renunciado a los alimentos terrestres, sin que mi salud se resienta en lo más mínimo. Los hombres de mi tripulación son muy vigorosos y se alimentan igual que yo.

-¿Todos estos alimentos son productos del mar?

-Sí, señor profesor. El mar provee a todas mis necesidades. Unas veces echo mis redes a la rastra y las retiro siempre a punto de romperse, y otras me voy de caza por este elemento que parece ser inaccesible al hombre, en busca de las piezas que viven en mis bosques submarinos. Mis rebaños, como los del viejo pastor de Neptuno, pacen sin temor en las inmensas praderas del océano. Tengo yo ahí una vasta propiedad que exploto yo mismo y que está sembrada por la mano del Creador de todas las cosas.

Miré al capitán Nemo con un cierto asombro y le dije:

-Comprendo perfectamente que sus redes suministren excelentes pescados a su mesa; me es más difícil comprender que pueda cazar en sus bosques submarinos; pero lo que no puedo comprender en absoluto es que un trozo de carne, por pequeño que sea, pueda figurar en su minuta.

-Nunca usamos aquí la carne de los animales terrestres -respondió al capitán Nemo.

-¿Y eso? -pregunté, mostrando un plato en el que había aún algunos trozos de fdete.

-Eso que cree usted ser carne no es otra cosa que filete de tortuga de mar. He aquí igualmente unos hígados de delfín que podría usted tomar por un guisado de cerdo. Mi cocinero es muy hábil en la preparación de los platos y en la conservación de estos variados productos del océano. Pruébelos todos. He aquí una conserva de holoturias que un malayo declararía sin rival en el mundo; he aquí una crema hecha con leche de cetáceo; y azúcar elaborada a partir de los grandes fucos del mar del Norte. Y por último, permítame ofrecerle esta confitura de anémonas que vale tanto como la de los más sabrosos frutos.

Probé de todo, más por curiosidad que por gula, mientras el capitán Nemo me encantaba con sus inverosímiles relatos.

-Pero el mar, señor Aronnax, esta fuente prodigiosa e inagotable de nutrición, no sólo me alimenta sino que también me viste. Esas telas que le cubren a usted están tejidas con los bisos de ciertas conchas bivalvas, teñidas con la púrpura de los antiguos y matizadas con los colores violetas que extraigo de las aplisias del Mediterráneo. Los perfumes que hallará usted en el tocador de su camarote son el producto de la destilación de plantas marinas. Su colchón está hecho con la zostera más suave del océano. Su pluma será una barba córnea de ballena, y la tinta que use, la secretada por la jibia o el calamar. Todo me viene ahora del mar, como todo volverá a él algún día.

-Ama usted el mar, capitán.

-¡Sí! ¡Lo amo! ¡El mar es todo! Cubre las siete décimas partes del globo terrestre. Su aliento es puro y sano. Es el inmenso desierto en el que el hombre no está nunca solo, pues siente estremecerse la vida en torno suyo. El mar es el vehículo de una sobrenatural y prodigiosa existencia; es movimiento y amor; es el infinito viviente, como ha dicho uno de sus poetas. Y, en efecto, señor profesor, la naturaleza se manifiesta en él con sus tres reinos: el mineral, el vegetal y el animal. Este último está en él ampliamente representado por los cuatro grupos de zoófitos, por tres clases de articulados, por cinco de moluscos, por tres de vertebrados, los mamíferos, los reptiles y esas innumerables legiones de peces, orden infinito de animales que cuenta con más de trece mil especies de las que tan sólo una décima parte pertenece al agua dulce. El mar es el vasto receptáculo de la naturaleza. Fue por el mar por lo que comenzó el globo, y quién sabe si no terminará por él. En el mar está la suprema tranquilidad. El mar no pertenece a los déspotas. En su superficie pueden todavía ejercer sus derechos inicuos, batirse, entredevorarse, transportar a ella todos los horrores terrestres. Pero a treinta pies de profundidad, su poder cesa, su influencia se apaga, su potencia desaparece. ¡Ah! ¡Viva usted, señor, en el seno de los mares, viva en ellos! Solamente ahí está la independencia. ¡Ahí no reconozco dueño ni señor! ¡Ahíyo soy libre!

El capitán Nemo calló súbitamente, en medio del entusiasmo que le desbordaba. ¿Se había dejado ir más allá de su habitual reserva? ¿Habría hablado demasiado? Muy agitado, se paseó durante algunos instantes. Luego sus nervios se calmaron, su fisonomía recuperó su acostumbrada frialdad, y volviéndose hacia mí, dijo:

-Y ahora, señor profesor, si desea visitar el Nautilus estoy a su disposición.

11. El «Nautilus»

El capitán Nemo se levantó y yo le seguí. Por una doble puerta situada al fondo de la pieza entré en una sala de dimensiones semejantes a las del comedor.

Era la biblioteca. Altos muebles de palisandro negro, con incrustraciones de cobre, soportaban en sus anchos estantes un gran número de libros encuadernados con uniformidad. Las estanterías se adaptaban al contorno de la sala, y terminaban en su parte inferior en unos amplios divanes tapizados con cuero marrón y extraordinariamente cómodos. Unos ligeros pupitres móviles, que podían acercarse o separarse a voluntad, servían de soporte a los libros en curso de lectura o de consulta. En el centro había una gran mesa cubierta de publicaciones, entre las que aparecían algunos periódicos ya viejos. La luz eléctrica que emanaba de cuatro globos deslustrados, semiencajados en las volutas del techo, inundaba tan armonioso conjunto. Yo contemplaba con una real admiración aquella sala tan ingeniosamente amueblada y apenas podía dar crédito a mis ojos.

-Capitán Nemo -dije a mi huésped, que acababa de sentarse en un diván-, he aquí una biblioteca que honraría a más de un palacio de los continentes. Y es una maravilla que esta biblioteca pueda seguirle hasta lo más profundo de los mares.

-¿Dónde podría hallarse mayor soledad, mayor silencio, señor profesor? ¿Puede usted hallar tanta calma en su gabinete de trabajo del museo?

-No, señor, y debo confesar que al lado del suyo es muy pobre. Hay aquí por lo menos seis o siete mil volúmenes, ¿no?

-Doce mil, señor Aronnax. Son los únicos lazos que me ligan a la tierra. Pero el mundo se acabó para mí el día en que mi Nautilus se sumergió por vez primera bajo las aguas. Aquel día compré mis últimos libros y mis últimos periódicos, y desde entonces quiero creer que la humanidad ha cesado de pensar y de escribir. Señor profesor, esos libros están a su disposición y puede utilizarlos con toda libertad.

Di las gracias al capitán Nemo, y me acerqué a los estantes de la biblioteca. Abundaban en ella los libros de ciencia, de moral y de literatura, escritos en numerosos idiomas, pero no vi ni una sola obra de economía política, disciplina que al parecer estaba allí severamente proscrita. Detalle curioso era el hecho de que todos aquellos libros, cualquiera que fuese la lengua en que estaban escritos, se hallaran clasificados indistintamente. Tal mezcla probaba que el capitán del Nautilus debía leer corrientemente los volúmenes que su mano tomaba al azar.

Entre tantos libros, vi las obras maestras de los más grandes escritores antiguos y modernos, es decir, todo lo que la humanidad ha producido de más bello en la historia, la poesía, la novela y la ciencia, desde Homero hasta Victor Hugo desde jenofonte hasta Michelet, desde Rabelais hasta la señora Sand. Pero los principales fondos de la biblioteca estaban integrados por obras científicas; los libros de mecánica, de balística, de hidrografía, de meteorología, de geografía, de geología, etc., ocupaban en ella un lugar no menos amplio que las obras de Historia Natural, y comprendí que constituían el principal estudio del capitán. Vi allí todas las obras de Humboldt, de Arago, los trabajos de Foucault, de Henri Sainte-Claire Deville, de Chasles, de Milne-Edwards, de Quatrefages, de Tyndall, de Faraday, de Berthelot, del abate Secchi, de Petermann, del comandante Maury, de Agassiz, etc.; las memorias de la Academia de Ciencias, los boletines de diferentes sociedades de Geografía, etcétera. Y también, y en buen lugar, los dos volúmenes que me habían valido probablemente esa acogida, relativamente caritativa, del capitán Nemo. Entre las obras que allí vi de Joseph Bertrand, la titulada Los fundadores de la Astronomía me dio incluso una fecha de referencia; como yo sabía que dicha obra databa de 1865, pude inferir que la instalación del Nautilus no se remontaba a una época anterior. Así, pues, la existencia submarina del capitán Nemo no pasaba de tres años como máximo. Tal vez -me dije- hallara obras más recientes que me permitieran fijar con exactitud la época, pero tenía mucho tiempo ante mí para proceder a tal investigación, y no quise retrasar más nuestro paseo por las maravillas del Nautilus.

-Señor -dije al capitán-, le agradezco mucho que haya puesto esta biblioteca a mi disposición. Hay aquí tesoros de ciencia de los que me aprovecharé.

-Esta sala no es sólo una biblioteca -dijo el capitán Nemo-, es también un fumadero.

-¿Un fumadero? ¿Se fuma, pues, a bordo?

-En efecto.

-Entonces eso me fuerza a creer que ha conservado usted relaciones con La Habana.

-De ningún modo -respondió el capitán-. Acepte este cigarro, señor Aronnax, que aunque no proceda de La Habana habrá de gustarle, si es usted buen conocedor.

Tomé el cigarro que me ofrecía. Parecía fabricado con hojas de oro, y por su forma recordaba al «londres». Lo encendí en un pequeño brasero sustentado en una elegante peana de bronce, y aspiré las primeras bocanadas con la voluptuosidad de quien no ha fumado durante dos días.

-Es excelente -dije-, pero no es tabaco.

-No -respondió el capitán-, este tabaco no procede ni de La Habana ni de Oriente. Es una especie de alga, rica en nicotina, que me provee el mar, si bien con alguna escasez. ¿Le hace echar de menos los «londres», señor?

-Capitán, a partir de hoy los desprecio.

-Fume, pues, sin preocuparse del origen de estos cigarros. No han pasado por el control de ningún monopolio, pero no por ello son menos buenos, creo yo.

-Al contrario.

En este momento el capitán Nemo abrió una puerta situada frente a la que me había abierto paso a la biblioteca, y por ella entré a un salón inmenso y espléndidamente iluminado.

Era un amplio cuadrilátero (diez metros de longitud, seis de anchura y cinco de altura) en el que las intersecciones de las paredes estaban recubiertas por paneles. Un techo luminoso, decorado con ligeros arabescos, distribuía una luz clara y suave sobre las maravillas acumuladas en aquel museo. Pues de un museo se trataba realmente. Una mano inteligente y pródiga había reunido en él tesoros de la naturaleza y del arte, con ese artístico desorden que distingue al estudio de un pintor.

Una treintena de cuadros de grandes maestros, en marcos uniformes, separados por resplandecientes panoplias, ornaban las paredes cubiertas por tapices con dibujos severos. Pude ver allí telas valiosísimas, que en su mayor parte había admirado en las colecciones particulares de Europa y en las exposiciones. Las diferentes escuelas de los maestros antiguos estaban representadas por una madona de Rafael, una virgen de Leonardo da Vinci, una ninfa del Correggio, una mujer de Tiziano, una adoración de Veronese, una asunción de Murillo, un retrato de Holbein, un fraile de Velázquez, un mártir de Ribera, una fiesta de Rubens, dos paisajes flamencos deteniers, tres pequeños cuadros de género de Gerard Dow, de Metsu y de Paul Potter, dos telas de Gericault y de Prud’hon, algunas marinas de Backhuysen y de Vernet. Entre las obras de la pintura moderna, había cuadros firmados por Delácroix, Ingres, Decamps, Troyon, Meissonier, Daubigny, etc., y algunas admirables reducciones de estatuas de mármol o de bronce, según los más bellos modelos de la Antigüedad, se erguían sobre sus pedestales en los ángulos del magnífico museo.

El estado de estupefacción que me había augurado el comandante del Nautilus comenzaba ya a apoderarse de mi ánimo.

-Señor profesor -dijo aquel hombre extraño-, excusará usted el descuido con que le recibo y el desorden que reina en este salón.

-Señor -respondí-, sin que trate de saber quién es usted, ¿puedo reconocer en usted un artista?

-Un aficionado, nada más, señor. En otro tiempo gustaba yo de coleccionar estas bellas obras creadas por la mano del hombre. Era yo un ávido coleccionista, un infatigable buscador, y así pude reunir algunos objetos inapreciables. Estos son mis últimos recuerdos de esta tierra que ha muerto para mí. A mis ojos, sus artistas modernos ya son antiguos, ya tienen dos o tres mil años de existencia, y los confundo en mi mente. Los maestros no tienen edad.

-¿Y estos músicos? -pregunté, mostrando unas partituras de Weber, de Rossini, de Mozart, de Beethoven, de Haydn, de Meyerbeer, de Herold, de Wagner, de Auber y de Gounod, y otras muchas, esparcidas sobre un piano-órgano de grandes dimensiones, que ocupaba uno de los paneles del salón.

-Estos músicos -respondió el capitán Nemo- son contemporáneos de Orfeo, pues las diferencias cronológicas se borran en la memoria de los muertos, y yo estoy muerto, señor profesor, tan muerto como aquéllos de sus amigos que descansan a seis pies bajo tierra.

El capitán Nemo calló, como perdido en una profunda ensoñación. Le miré con una viva emoción, analizando en silencio los rasgos de su fisonomía. Apoyado en sus codos sobre una preciosa mesa de cerámica, él no me veía, parecía haber olvidado mi presencia.

Respeté su recogimiento y continué examinando las curiosidades que enriquecían el salón.

Además de las obras de arte, las curiosidades naturales ocupaban un lugar muy importante. Consistían principalmente en plantas, conchas y otras producciones del océano, que debían ser los hallazgos personales del capitán Nemo. En medio del salón, un surtidor iluminado eléctricamente caía sobre un pilón formado por una sola tridacna. Esta concha, perteneciente al mayor de los moluscos acéfalos, con unos bordes delicadamente festoneados, medía una circunferencia de unos seis metros; excedía, pues, en dimensiones alas bellas tridacnas regaladas a Francisco I por la República de Venecia y de las que la iglesia de San Sulpicio, en París, ha hecho dos gigantescas pilas de agua bendita.

En torno al pilón, en elegantes vitrinas fijadas por armaduras de cobre, se hallaban, convenientemente clasificados y etiquetados, los más preciosos productos del mar que hubiera podido nunca contemplar un naturalista. Se comprenderá mi alegría de profesor.

La división de los zoófitos ofrecía muy curiosos especímenes de sus dos grupos de pólipos y de equinodermos. En el primer grupo, había tubíporas; gorgonias dispuestas en abanico; esponjas suaves de Siria; ¡sinos de las Molucas; pennátulas; una virgularia admirable de los mares de Noruega; ombelularias variadas; los alcionarios; toda una serie de esas madréporas que mi maestro Milne-Edwards ha clasificado tan sagazmente en secciones y entre las que distinguí las adorables fiabelinas; las oculinas de la isla Borbón; el «carro de Neptuno» de las Antillas; soberbias variedades de cora les; en fin, todas las especies de esos curiosos pólipos cuya asamblea forma islas enteras que un día serán continentes Entre los equinodermos, notables por su espinosa envoltu ra, las asterias, estrellas de mar, pantacrinas, comátulas, as terófonos, erizos, holoturias, etc., representaban la colección completa de los individuos de este grupo.

Un conquiliólogo un poco nervioso se hubiera pasmado y vuelto loco de alegría ante otras vitrinas, más numerosas, en las que se hallaban clasificadas las muestras de la división de los moluscos. Vi una colección de un valor inestimable, para cuya descripción completa me falta tiempo. Por ello, y a título de memoria solamente, citaré el elegante martillo real del océano índico, cuyas regulares manchas blancas destacaban vivamente sobre el fondo rojo y marrón; un espóndilo imperial de vivos colores, todo erizado de espinas, raro espécimen en los museos europeos y cuyo valor estimé en unos veinte mil francos; un martillo común de los mares de la Nueva Holanda, de difícil obtención pese a su nombre; berberechos exóticos del Senegal, frágiles conchas blancas bivalvas que un soplo destruiría como una pompa de jabón; algunas variedades de las regaderas de Java, especie de tubos calcáreos festoneados de repliegues foliáceos, muy buscados por los aficionados; toda una serie de trocos, unos de color amarillento verdoso, pescados en los mares de América, y otros, de un marrón rojizo, habitantes de los mares de Nueva Holanda, o procedentes del golfo de México y notables por su concha imbricada; esteléridos hallados en los mares australes, y, por último, el más raro de todos, el magnífico espolón de Nueva Zelanda; admirables tellinas sulfuradas, preciosas especies de citereas y de venus; el botón trencillado de las costas de Tranquebar; el turbo marmóreo de nácar resplandeciente; los papagayos verdes de los mares de China; el cono casi desconocido del género Coenodulli; todas las variedades de porcelanas que sirven de moneda en la India y en África; la «Gloria del mar», la más preciosa concha de las Indias orientales; en fin, litorinas, delfinulas, turritelas, jantinas, óvulas, volutas, olivas, mitras, cascos, púrpuras, bucínidos, arpas, rocas, tritones, ceritios, husos, estrombos, pteróceras, patelas, hiálicos, cleodoras, conchas tan finas como delicadas que la ciencia ha bautizado con sus nombres más encantadores.

Aparta en vitrinas especiales había sartas de perlas de la mayor belleza a las que la luz eléctrica arrancaba destellos de fuego; perlas rosas extraídas de las ostras-peñas del mar Rojo; perlas verdes del hialótide iris; perlas amarillas, azules, negras; curiosos productos de los diferentes moluscos de todos los océanos y de algunas ostras del Norte, y, en fin, varios especímenes de un precio incalculable, destilados por las más raras pintadinas. Algunas de aquellas perlas sobrepasaban el tamaño de un huevo de paloma, y valían tanto o más que la que vendió por tres millones el viajero Tabernier al sha de Persia o que la del imán de Mascate, que yo creía sin rival en el mundo.

Imposible hubiera sido cifrar el valor de esas colecciones. El capitán Nemo había debido gastar millones para adquirir tales especímenes. Estaba preguntándome yo cuál sería el alcance de una fortuna que permitía satisfacer tales caprichos de coleccionista, cuando el capitán interrumpió el curso de mi pensamiento.

-Lo veo muy interesado por mis conchas, señor profesor, y lo comprendo, puesto que es usted naturalista. Pero para mí tienen además un encanto especial, puesto que las he cogido todas con mis propias manos, sin que un solo mar del globo haya escapado a mi búsqueda.

-Comprendo, capitán, comprendo la alegría de pasearse en medio de tales riquezas. Es usted de los que han hecho por sí mismos sus tesoros. No hay en toda Europa un museo que posea una semejante colección de productos del océano. Pero si agoto aquí mi capacidad de admiración ante estas colecciones, ¿qué me quedará para el barco que las transporta? No quiero conocer secretos que le pertenecen, pero, sin embargo, confieso que este Nautilus, la fuerza motriz que encierra, los aparatos que permiten su maniobrabilidad, el poderoso agente que lo anima, todo eso excita mi curiosidad… Veo en los muros de este salón instrumentos suspendidos cuyo uso me es desconocido. ¿Puedo saber .. ?…

-Señor Aronnax, ya le dije que sería usted libre a bordo, y consecuentemente, ninguna parte del Nautilus le está prohibida. Puede usted visitarlo detenidamente, y es para mí un placer ser su cicerone.

-No sé cómo agradecérselo, señor, pero no quiero abusar de su amabilidad. Únicamente le preguntaré acerca de la finalidad de estos instrumentos de física.

-Señor profesor, esos instrumentos están también en mi camarote, y es allí donde tendré el placer de explicarle su empleo. Pero antes voy a mostrarle el camarote que se le ha reservado. Debe usted saber cómo va a estar instalado a bordo del Nautilus.

Seguí al capitán Nemo, quien, por una de las puertas practicadas en los paneles del salón, me hizo volver al corredor del barco. Me condujo hacia adelante y me mostró no un camarote sino una verdadera habitación, elegantemente amueblada, con lecho y tocador.

Di las gracias a mi huésped.

-Su camarote es contiguo al mío -me dijo, al tiempo que abría una puerta-. Y el mío da al salón del que acabamos de salir.

Entré en el camarote del capitán, que tenía un aspecto severo, casi cenobial. Una cama de hierro, una mesa de trabajo y una cómoda de tocador componían todo el mobiliario, reducido a lo estrictamente necesario.

El capitán Nemo me mostró una silla.

-Siéntese, por favor.

Me senté y él tomó la palabra en los términos que siguen.

12. Todo por la electricidad

– Señor -dijo el capitán Nemo, mostrándome los instrumentos colgados de las paredes de su camarote-, he aquí los aparatos exigidos por la navegación del Nautilus. Al igual que en el salón, los tengo aquí bajo mis ojos, indicándome mi situación y mi dirección exactas en medio del océano. Algunos de ellos le son conocidos, como el termómetro que marca la temperatura interior del Nautilus, el barómetro, que pesa el aire y predice los cambios de tiempo; el higrómetro que registra el grado de sequedad de la atmósfera; el storm-glass, cuya mezcla, al descomponerse, anuncia la inminencia de las tempestades; la brújula, que dirige mi ruta; el sextante, que por la altura del sol me indica mi latitud, los cronómetros, que me permiten calcular mi longitud y, por último, mis anteojos de día y de noche que me sirven para escrutar todos los puntos del horizonte cuando el Nautilus emerge a la superficie de las aguas.

-Son los instrumentos habituales del navegante y su uso me es conocido -repuse-. Pero hay otros aquí que responden sin duda a las particulares exigencias del Nautilus. Ese cuadrante que veo, recorrido por una aguja inmóvil, ¿no es un manómetro?

-Es un manómetro, en efecto. Puesto en comunicación con el agua, cuya presión exterior indica, da también la profundidad a la que se mantiene mi aparato.

-¿Y esas sondas, de una nueva clase?

-Son unas sondas termométricas que indican la temperatura de las diferentes capas de agua.

-Ignoro cuál es el empleo de esos otros instrumentos.

-Señor profesor, aquí me veo obligado a darle algunas explicaciones. Le ruego me escuche.

El capitán Nemo guardó silencio durante algunos instantes y luego dijo:

-Existe un agente poderoso, obediente, rápido, fácil, que se pliega a todos los usos y que reina a bordo de mi barco como dueño y señor. Todo se hace aquí por su mediación. Me alumbra, me calienta y es el alma de mis aparatos mecánicos. Ese agente es la electricidad.

-¡La electricidad! -exclamé bastante sorprendido.

-Sí, señor.

-Sin embargo, capitán, la extremada rapidez de movimientos que usted posee no concuerda con el poder de la electricidad. Hasta ahora la potencia dinámica de la electricidad se ha mostrado muy restringida y no ha podido producir más que muy pequeñas fuerzas.

-Señor profesor, mi electricidad no es la de todo el mundo, yeso es todo cuanto puedo decirle.

-Bien, no insisto, aun cuando me asombre tal resultado. Una sola pregunta, sin embargo, que puede no contestar si la considera usted indiscreta. Pienso que los elementos que emplee usted para producir ese maravilloso agente deben gastarse pronto. Por ejemplo, el cinc ¿cómo lo reemplaza usted, puesto que no mantiene ninguna comunicacion con tierra?

-Responderé a su pregunta. Le diré que en el fondo del mar existen minas de cinc, de hierro, de plata y de oro, cuya explotación sería ciertamente posible. Pero yo no recurro a ninguno de estos metales terrestres, sino que obtengo del mar mismo los medios de producir mi electricidad.

-¿Del mar?

-Sí, señor profesor, y no faltan los medios de hacerlo. Yo podría obtener la electricidad estableciendo un circuito entre hilos sumergidos a diferentes profundidades, a través de las diversas temperaturas de las mismas, pero prefiero emplear un sistema más práctico.

-¿Cuál?

-Usted conoce perfectamente la composición del agua marina. En cada mil gramos hay noventa y seis centésimas y media de agua, dos centésimas y dos tercios aproximadamente,/de cloruro sódico, y muy pequeñas cantidades de dor-ros magnésico y potásico, de bromuro de magnesio, de st4fato de magnesio y de carbonato cálcico. De esa notable cahtldad de cloruro sódico contenida por el agua marina extraigo yo el sodio necesario para componer mis elementos.

-¿El sodio?

-En efecto. Mezclado con el mercurio forma una amalgama que sustituye al cinc en los elementos Bunsen. El mercurio no se gasta nunca. Sólo se consume el sodio, y el mar me lo suministra abundantemente. Debo decirle, además, que las pilas de sodio deben ser consideradas como las más enérgicas y que su fuerza electromotriz es doble que la de las pilas de cinc.

-Comprendo bien, capitán, la excelencia del sodio en las condiciones en que usted se halla. El mar lo contiene. Bien. Pero hay que fabricarlo, extraerlo. ¿Cómo lo hace? Evidentemente, sus pilas pueden servir para tal extracción, pero, si no me equivoco, el consumo de sodio necesitado por los aparatos eléctricos habría de superar a la cantidad producida. Ocurriría así que consumiría usted para producirlo más del que obtendría.

-Por esa razón es por la que no lo extraigo por las pilas, señor profesor. Simplemente, empleo el calor del carbón terrestre.

-¿Terrestre?

-Digamos carbón marino, si lo prefiere -respondió el capitán Nemo.

-¿Acaso puede usted explotar yacimientos submarinos de hulla?

-Así es y habrá de verlo usted. No le pido más que un poco de paciencia, puesto que tiene usted tiempo para ser paciente. Recuerde sólo una cosa: que yo debo todo al océano. Él produce la electricidad, yla electricidad da al Nautilus el calor, la luz, el movimiento, en una palabra, la vida.

-Pero no el aire que respira…

-¡Oh!, podría fabricar el aire que consumimos, pero sería inútil, ya que cuando quiero subo a la superficie del mar. Si la electricidad no me provee del aire respirable, sí acciona, al menos, las poderosas bombas con que lo almacenamos en depósitos especiales, lo que me permite prolongar por el tiempo que desee, si es necesario, mi permanencia en las capas profundas.

-Capitán, no tengo más remedio que admirarle. Ha hallado usted, evidentemente, lo que los hombres descubrirán sin duda algún día, la verdadera potencia dinámica de la electricidad.

-Yo no sé si la descubrirán -respondió fríamente el capitán Nemo-. Sea como fuere, conoce usted ya la primera aplicación que he hecho de este precioso agente. Es él el que nos ilumina con una igualdad y una continuidad que no tiene la luz del sol. Mire ese reloj, es eléctrico y funciona con una regularidad que desafía a la de los mejores cronómetros. Lo he dividido en veinticuatro horas, como los relojes italianos, pues para mí no existe ni noche, ni día, ni sol ni luna, sino únicamente esta luz artificial que llevo hasta el fondo de los mares. Mire, en este momento son las diez de la mañana.

-En efecto.

-Aquí tiene otra aplicación de la electricidad, en ese cuadrante que sirve para indicar la velocidad del Nautilus. Un hilo eléctrico lo pone en comunicación con la hélice de la corredera, y su aguja me indica la marcha real del barco. Fíjese, en estos momentos navegamos a una velocidad moderada, a quince millas por hora.

-Es maravilloso, y veo, capitán, que ha hecho usted muy bien al emplear este agente que está destinado a reemplazar al viento, al agua y al vapor.

-No hemos terminado aún, señor Aronnax -dijo el capitán Nemo, levantándose-, y si quiere usted seguirme, visitaremos la parte posterior del Nautilus.

En efecto, conocía ya toda la parte anterior del barco submarinc-,cuya división exacta, del centro al espolón de proa, era la siguiente– el comedor, de cinco metros, separado de la biblioteca por un tabique estanco, es decir, impenetrable al agua; la biblioteca, de cinco metros; el gran salón, de diez metros, separado del camarote del capitán por un segundo tabique estanco; el camarote del capitán, de cinco metros; el mío, de dos metros y medio, y, por último, un depósito de aire de siete metros y medio, que se extendía hasta la roda. El conjunto daba una longitud total de treinta y cinco metros. Los tabiques estancos tenían unas puertas que se cerraban herméticamente por medio de obturadores de caucho, y ellas garantizaban la seguridad a bordo del Nautilus, en el caso de que se declarara una vía de agua.

Seguí al capitán Nemo a lo largo de los corredores y llegamos al centro del navío. Allí había una especie de pozo que se abría entre dos tabiques estancos. Una escala de hierro, fijada a la pared, conducía a su extremidad superior. Pregunté al capitán Nemo cuál era el uso de aquella escala.

-Conduce al bote -respondió.

-¡Cómo! ¿Tiene usted un bote? -pregunté asombrado.

-Así es. Una excelente embarcación, ligera e insumergible, que nos sirve para pasearnos y para pescar.

-Pero entonces, cuando quiera embarcarse en él estará obligado a volver a la superficie del mar, ¿no?

-No. El bote está adherido a la parte superior del casco del Nautilus, alojado en una cavidad dispuesta en él para recibirlo. Tiene puente, está absolutamente impermeabilizado y se halla retenido por sólidos pernos. Esta escala conduce a una abertura practicada en el casco del Nautilus, que comunica con otra similar en el costado del bote. Por esa doble abertura es por la que me introduzco en la embarcación. Se cierra la del Nautilus, cierro yo la del bote por medio de tornillos a presión, largo los pernos y entonces el bote sube con una prodigiosa rapidez a la superficie del mar. Luego abro la escotilla del puente, cuidadosamente cerrada hasta entonces, pongo el mástil, izo la vela o cojo los remos, y estoy listo para pasearme.

-Pero ¿cómo regresa usted a bordo?

-No soy yo el que regresa, señor Aronnax, sino el Nautilus.

-¿A una orden suya?

-Así es, porque unido al Nautilus por un cable eléctrico, me basta expedir por él un telegrama.

-Bien -dije, maravillado-, nada más sencillo, en efecto.

Tras haber pasado el hueco de la escalera que conducía a la plataforma, vi un camarote de unos dos metros de longitud en el que Conseil y Ned Land se hallaban todavía comiendo con visible apetito y satisfacción. Abrimos una puerta y nos hallamos en la cocina, de unos tres metros de longitud, situada entre las amplias despensas de a bordo. Allí era la electricidad, más enérgica y más obediente que el mismo gas, la que hacía posible la preparación de las comidas. Los cables que llegaban a los fogones comunicaban a las hornillas de platino un calor de regular distribución y mantenimiento. La electricidad calentaba también unos aparatos destiladores que por medio de la evaporación suministraban una excelente agua potable. Cerca de la cocina había un cuarto de baño muy bien instalado cuyos grifos proveían de agua fría o caliente a voluntad.

Tras la cocina se hallaba el dormitorio de la tripulación, en una pieza de cinco metros de longitud. Pero la puerta estaba cerrada y no pude ver su interior que me habría dado una indicación sobre el número de hombres requerido por el Nautilus para su manejo.

Al fondo había un cuario tabique estanco que separaba el dormitorio del cuarto de máquinas. Se abrió una puerta y me introduje allí, donde el capitán Nemo -un ingeniero de primer orden, con toda seguridad- había instalado sus aparatos de locomoción. El cuarto de máquinas, netamente iluminado, no rnedía menos de veinte metros de longitud. Estaba dividido en dos partes: la primera, reservada a los elementos que producían la electricidad, y la segunda, a los mecanismo)-ransmitían el movimiento a la hélice.

Nada más entrar, me sorprendió el olor sui generis que llenaba la pieza. El capitán Nemo advirtió mi reacción.

-Son emanaciones de gas producidas por el empleo del sodio. Pero se trata tan sólo de un ligero inconveniente. Además, todas las mañanas purificamos el barco ventilándolo completamente.

Yo examinaba, con el interés que puede suponerse, la maquinaria del Nautilus.

-Como ve usted -me dijo el capitán Nemo-, uso elementos Bunsen y no de Ruhmkorff, que resultarían impotentes. Los elementos Bunsen son poco numerosos, pero grandes y fuertes, lo que da mejores resultados según nuestra experiencia. La electricidad producida se dirige hacia atrás, donde actúa por electroimanes de gran dimensión sobre un sistema particular de palancas y engranajes que transmiten el movimiento al árbol de la hélice. Ésta, con un diámetro de seis metros y un paso de siete metros y medio, puede dar hasta ciento veinte revoluciones por segundo.

-Con lo que obtiene usted…

-Una velocidad de cincuenta millas por hora.

Había ahí un misterio, pero no traté de esclarecerlo. ¿Cómo podía actuar la electricidad con tal potencia? ¿En qué podía hallar su origen esa fuerza casi ¡limitada? ¿Acaso en su tensión excesiva, obtenida por bobinas de un nuevo tipo? ¿O en su transmisión, que un sistema de palancas desconocido podía aumentar al infinito? Eso era lo que yo no podía explicarme.

-Capitán Nemo, compruebo los resultados, sin tratar de explicármelos. He visto al Nautilus maniobrar ante el Abraham Lincoln y sé a qué atenerme acerca de su velocidad. Pero no basta moverse. Hay que saber adónde se va. Hay que poder dirigirse a la derecha o a la izquierda, hacia arriba o hacia abajo. ¿Cómo hace usted para alcanzar las grandes profundidades en las que debe hallar una resistencia creciente, evaluada en centenares de atmósferas? ¿Cómo hace para subir a la superficie del océano? Y, por último, ¿cómo puede mantenerse en el lugar que le convenga? ¿Soy indiscreto al formularle taléslweguntas?

-En modo alguno, señor profesor -me respondió el capitán, tras una ligera vacilación-, ya que nunca saldrá usted de este barco submarino. Venga usted al salón, que es nuestro verdadero gabinete de trabajo, y allí sabrá todo lo que debe conocer sobre el Nautilus.

13. Algunas cifras

Un instante después, nos hallábamos sentados en un diván del salón, con un cigarro en la boca. El capitán me mostraba un dibujo con el plano, la sección y el alzado del Nautilus. Comenzó su descripción en estos términos:

-He aquí, señor Aronnax, las diferentes dimensiones del barco en que se halla. Como ve, es un cilindro muy alargado, de extremos cónicos. Tiene, pues, la forma de un cigarro, la misma que ha sido ya adoptada en Londres en varias construcciones del mismo género. La longitud de este cilindro, de extremo a extremo, es de setenta metros, y su bao, en su mayor anchura, es de ocho metros. No está construido, pues, con las mismas proporciones que los más rápidos vapores, pero sus líneas son suficientemente largas y su forma suficientemente prolongada para que el agua desplazada salga fácilmente y no oponga ningún obstáculo a su marcha. Estas dos dimensiones le permitirán obtener por un simple cálculo la superficie y el volumen del Nautilus. Su superficie comprende mil cien metros cuadrados cuarenta y cinco centésimas: su volumen, mil quinientos metros cúbicos y dos décimas, lo que equivale a decir que en total inmersión desplaza o pesa mil quinientos metros cúbicos o toneladas.

»Al realizar los planos de este barco, destinado a una navegación submarina, lo hice con la intención de que en equilibrio en el agua permaneciera sumergido en sus nueve décimas partes. Por ello, en tales condiciones no debía desplazar más que las nueve décimas partes de su volumen, o sea, mil trescientos cincuenta y seis metros y cuarenta y ocho centímetros, o, lo que es lo mismo, que no pesara más que igual número de toneladas. Esto me obligó a no superar ese peso al construirlo según las citadas dimensiones.

»El Nautilus se compone de dos cascos, uno interno y otro externo, reunidos entre sí por hierros en forma de T, que le dan una extrema rigidez. En efecto, gracias a esta disposición celular resiste como un bloque, como si fuera macizo. Sus juntas no pueden ceder, se adhieren por sí mismas y no por sus remaches, y la homogeneidad de su construcción, debida al perfecto montaje de sus materiales, le permite desafiar los mares n-ás violentos.

»Estos dos casos están fabricados con planchas de acero, cuya densidad con relación al agua es de siete a ocho décimas. El primero no tiene menos de cinco centímetros de espesor y pesa trescientas noventa y cuatro toneladas y noventa y seis centésimas. El segundo, con la quilla que con sus cincuenta centímetros de altura y veinticinco de ancho pesa por sí sola sesenta y dos toneladas, la maquinaria, el lastre, los diversos accesorios e instalaciones, los tabiques y los virotillos interiores, tiene un peso de novecientas sesenta y una toneladas con sesenta y dos centésimas, que, añadidas a las trescientas noventa y cuatro toneladas con noventa y seis centésimas del primero, forman el total exigido de mil trescientas cincuenta y seis toneladas con cuarenta y ocho centésimas. ¿Ha comprendido?

-Comprendido.

-Así pues-prosiguió el capitán-, cuando el Nautilus se halla a flote en estas condiciones, una décima parte del mismo se halla fuera del agua. Ahora bien, si se instalan unos depósitos de una capacidad igual a esa décima parte, es decir, con un contenido de ciento cincuenta toneladas con setenta y dos centésimas, y se les llena de agua, el barco pesará o desplazará entonces mil quinientas siete toneladas y se hallará en inmersión completa. Y esto es lo que ocurre, señor profesor. Estos depósitos están instalados en la parte inferior del Nautílus, y al abrir las llaves se llenan y el barco queda a flor de agua.

-Bien, capitán, pero aquí llegamos a la verdadera dificultad. Que su barco pueda quedarse a flor de agua, lo comprendo. Pero, más abajo, al sumergirse más, ¿no se encuentra su aparato submarino con una presión que le comunique un impulso de abajo arriba, evaluada en una atmósfera por treinta pies de agua, o sea, cerca de un kilogramo por centímetro cuadrado?

-Así es, en efecto.

-Luego, a menos que no llene por completo el Nautilus, no veo cómo puede conseguir llevarlo a las profundidades.

-Señor profesor, respondió el capitán Nemo, no hay que confundir la estática con la dinámica, si no quiere uno exponerse a errores graves. Cuesta muy poco alcanzar las bajas regiones del océano, pues los cuerpos tienen tendencia a la profundidad. Siga usted mi razonamiento.

-Le escucho, capitán.

-Cuando me planteé el problema de determinar el aumento de peso que había que dar al Nautilus para sumergirlo, no tuve que preocuparme más que de la reducción de volumen que sufre el agua del mar a medida que sus capas van haciéndose más profundas.

-Es evidente.

-Ahora bien, si es cierto que el agua no es absolutamente incompresible, no lo es menos que es muy poco compresible. En efecto, según los cálculos más recientes, esta compresión no es más que de cuatrocientas treinta y seis diezmillonésimas por atmósfera, o lo que es lo mismo, por cada treinta pies de profundidad. Si quiero descender a mil metros, tendré que tener en cuenta la reducción del volumen bajo una presión equivalente a la de una columna de agua de mil metros, es decir, bajo una presión de cien atmósferas. Dicha reducción será en ese caso de cuatrocientas treinta y seis cienmilésimas. Consecuentemente, deberé aumentar el peso hasta mil quinientas trece toneladas y setenta y siete centésimas, en lugar de mil quinientas siete toneladas y dos décimas. El aumento no será, pues, más que de seis toneladas y cincuenta y siete centésimas.

-¿Tan sólo?

-Tan sólo, señor Aronnax, y el cálculo es fácilmente verificable. Ahora bien, dispongo de depósitos suplementarios capaces de embarcar cien toneladas. Puedo así descender a profundidades considerables. Cuando quiero subir y aflorar a la superficie, me basta expulsar ese agua, y vaciar enteramente todos los depósitos si deseo que el Nautilus emerja en su décima parte sobre la superficie del agua.

A tales razonamientos apoyados en cifras nada podía yo objetar.

-Admito sus cálculos, capitán -respondí-, y mostraría mala fe en discutilos, puesto que la experiencia le da razón cada día, pero me temo que ahora nos hallamos en presencia de una dificultad real.

-¿Cuál?

-Cuando se halle usted a mil metros de profundidad, las paredes del Nautilus deberán soportar una presión de cien atmósferas. Si en ese momento decide usted vaciar sus depósitos suplementarios para aligerar su barco y remontar a la superficie, las bombas tendrán que vencer esa presión de cien atmósferas o, lo que es lo mismo, de cien kilogramos por centímetro cuadrado. Pues bien, eso exige una potencia.

-Que sólo la electricidad podía darme -se apresuró a decir el capitán Nemo-. Le repito que el poder dinámico de mi maquinaria es casi infinito. Las bombas del Nautilus tienen una fuerza prodigiosa, lo que pudo usted comprobar cuando vio sus columnas de agua precipitarse como un torrente sobre el Abraham Líncoln. Por otra parte, no me sirvo de los depósitos suplementarios más que para alcanzar profundidades medias de mil quinientos a dos mil metros, con el fin de proteger mis aparatos. Pero cuando tengo el capricho de visitar las profundidades del océano, a dos o tres leguas por debajo de su superficie, empleo maniobras más largas, pero no menos infalibles.

-¿Cuáles, capitán?

-Esto me obliga naturalmente a revelarle cómo se maneja el Nautilus.

-Estoy impaciente por saberlo.

-Para gobernar este barco a estribor o a babor, para moverlo, en una palabra, en un plano horizontal, me sirvo de un timón ordinario de ancha pala, fijado a la trasera del codaste, que es accionado por una rueda y un sistema de poleas. Pero puedo también mover al Nautilus de abajo arriba y de arriba abajo, es decir, en un plano vertical, por medio de dos planos inclinados unidos a sus flancos sobre su centro de flotación. Se trata de unos planos móviles capaces de adoptar todas las posiciones y que son maniobrados desde el interior por medio de poderosas palancas. Si estos planos se mantienen paralelos al barco, éste se mueve horizontalmente. Si están inclinados, el Nautilus, impulsado por su hélice, sube o baja, según la disposición de la inclinación, siguiendo la diagonal que me interese. Si deseo, además, regresar más rápidamente a la superficie, no tengo más que embragar la hélice para que la presión del agua haga subir verticalmente al Nautilus como un globo henchido de hidrógeno se eleva rápidamente en el aire.

-¡Magnífico, capitán! Pero ¿cómo puede el timonel seguir el rumbo que le fija usted en medio del agua?

-El timonel está alojado en una cabina de vidrio con cristales lenticulares, que sobresale de la parte superior del casco del Nautilus.

-¿Cristales? ¿Y cómo pueden resistir a tales presiones ?

-Perfectamente. El cristal, por frágil que sea a los choques, ofrece, sin embargo, una resistencia considerable. En experiencias de pesca con luz eléctrica hechas en 1864 en los mares del Norte, se ha visto cómo placas de vidrio de un espesor de siete milímetros únicamente, resistían a una presión de dieciséis atmósferas, mientras dejaban pasar potentes radiaciones caloríficas que le repartían desigualmente el calor. Pues bien, los cristales de que yo me sirvo tienen un espesor no inferior en su centro a veintiún centímetros, es decir, treinta veces más que el de aquellos.

-Bien, debo admitirlo, capitán Nemo; pero, en fin, para ver es necesario que la luz horade las tinieblas, y yo me pregunto cómo en medio de la oscuridad de las aguas…

-En una cabina situada en la parte trasera está alojado un poderoso reflector eléctrico, cuyos rayos iluminan el mar hasta una distancia de media milla.

-¡Magnífico, capitán! Ahora me explico esa fosforescencia del supuesto narval que tanto ha intrigado a los sabios. Y a propósito,,,desearía saber si el abordaje del Scotia por el Nautilus, que tanto dio que hablar, fue o no el resultado de un choque fortuito.

-Absolutamente fortuito. Yo navegaba a dos metros de profundidad cuando se produjo el choque, que, como pude ver, no tuvo graves consecuencias.

-En efecto. Pero ¿y su encuentro con el Abraham Lincoln?

-Señor profesor, lo siento por uno de los mejores navíos de la valiente marina americana, pero fui atacado y hube de defenderme. Sin embargo, me limité a poner a la fragata fuera de combate. No le será difícil reparar sus averías en el puerto más cercano.

-¡Ah!, comandante -exclamé con convicción-, su Nautilus es verdaderamente maravilloso.

-Sí, señor profesor -respondió con auténtica emoción el capitán Nemo-, y para mí es como un órgano de mi propio cuerpo. El hombre está sometido a todos los peligros que sobre él se ciernen a bordo de cualquiera de vuestros barcos confiados a los azares de los océanos, en cuya superficie se tiene como primera impresión el sentimiento del abismo, como ha dicho tan justamente el holandés jansen, pero por debajo de su superficie y a bordo del Nautilus el hombre no tiene ningún motivo de inquietud. No es de temer en él deformación alguna, pues el doble casco de este barco tiene la rigidez del hierro; no tiene aparejos que puedan fatigar los movimientos de balanceo y cabeceo aquí inexistentes; ni velas que pueda llevarse el viento; ni calderas que puedan estallar por la presión del vapor; ni riesgos de incendio, puesto que todo está hecho con planchas de acero; ni carbón que pueda agotarse, puesto que la electricidad es su agente motor; ni posibles encuentros, puesto que es el único que navega por las aguas profundas; ni tempestades a desafiar, ya que a algunos metros por debajo de la superficie reina la más absoluta tranquilidad. Sí, éste es el navío por excelencia. Y si es cierto que el ingeniero tiene más confianza en el barco que el constructor, y éste más que el propio capitán, comprenderá usted la confianza con que yo me abandono a mi Nautilus, puesto que soy a la vez su capitán, su constructor y su ingeniero.

Transfigurado por el ardor de su mirada y la pasión de sus gestos, el capitán Nemo había dicho esto con una elocuencia irresistible. Sí, amaba a su barco como un padre ama a su hijo. Pero esto planteaba una cuestión, indiscreta tal vez, pero que no pude resistirme a formulársela.

-¿Es, pues, ingeniero, capitán Nemo?

-Sí, señor profesor. Hice mis estudios en Londres, París y Nueva York, en el tiempo en que yo era un habitante de los continentes terrestres.

-Pero ¿cómo pudo construir en secreto este admirable Nautilus?

-Cada una de sus piezas, señor Aronnax, me ha llegado de un punto diferente del Globo con diversos nombres por destinatario. Su quilla fue forjada en Le Creusot; su árbol de hélice, en Pen y Cía., de Londres; las planchas de su casco, en Leard, de Liverpool; su hélice, en Scott, de Glasgow. Sus depósitos fueron fabricados por Cail y Cía., de París; su maquinaria, por Krupp, en Prusia; su espolón, por los talleres de Motala, en Suecia; sus instrumentos de precisión, por Hart Hermanos, en Nueva York, etc., y cada uno de estos proveedores recibió mis planos bajo nombres diversos.

-Pero estas piezas separadas hubo que montarlas y ajustarlas -dije.

-Para ello, señor profesor, había establecido yo mis talleres en un islote desierto, en pleno océano. Allí, mis obreros, es decir, mis bravos compañeros, a los que he instruido y formado, y yo, acabamos nuestro Nautilus. Luego, una vez terminada la operación, el fuego destruyó toda huella de nuestro paso por el islote, al que habría hecho saltar de poder hacerlo.

-Así construido, parece lógico estimar que el precio de costo de este buque ha debido ser cuantiosísimo.

-Señor Aronnax, un buque de hierro cuesta mil ciento veinticinco francos por tonelada. Pues bien, el Nautilus desplaza mil quinientas. Su costo se ha elevado, pues, a un millón seiscientos ochenta y siete mil quinientos francos; a dos millones con su mobiliario y a cuatro o cinco millones con las obras de arte y las colecciones que contiene.

-Una última pregunta, capitán Nemo.

-Diga usted.

-Es usted riquísimo, ¿no?

-Inmensamente, señor profesor. Yo podría pagar sin dificultad los diez mil millones de francos a que asciende la deuda de Francia.

Miré con fijeza al extraño personaje que así me hablaba. ¿Abusaba acaso de mi credulidad? El futuro habría de decírmelo.

14. El río Negro

En tres millones ochocientos treinta y dos mil quinientos cincuenta y ocho miriámetros cuadrados, o sea, más de treinta y ocho millones de hectáreas, está evaluada la porción del globo terrestre ocupada por las aguas. Esta masa líquida de dos mil doscientos cincuenta millones de millas cúbicas formaría una esfera de un diámetro de sesenta leguas, cuyo peso sería de tres quintillones de toneladas. Para poder hacerse una idea de lo que esta cantidad representa ha de tenerse en cuenta que un quintifión es a mil millones lo que éstos a la unidad, es decir, que hay tantas veces mil mifiones en un quintillón como unidades hay en mil millones. Y toda esta masa líquida es casi equivalente a la que verterían todos los ríos de la Tierra durante cuarenta mil años.

Durante las épocas geológicas, al período del fuego sucedió el período del agua. El océano fue universal al principio. Luego, poco a poco, en los tiempos silúricos, fueron apareciendo las cimas de las montañas, emergieron islas que desaparecieron bajo diluvios parciales y reaparecieron nuevamente, se soldaron entre sí, formaron continentes y, finalmente, se fijaron geográficamente tal como hoy los vemos. Lo sólido había conquistado a lo líquido treinta y siete millones seiscientas cincuenta y siete millas cuadradas, o sea, doce mil novecientos dieciséis millones de hectáreas.

La configuración de los continentes permite dividir las aguas en cinco grandes partes: el océano Glacial Ártico, el océano Glacial Antártico, el océano fndico, el océano Atlántico y el océano Pacífico.

El océano Pacífico se sitúa del norte al sur entre los dos círculos polares, y del oeste al este entre Asia y América, sobre una extensión de ciento cuarenta y cinco grados en longitud. Es el más tranquilo de los mares; sus corrientes son anchas Y lentas; sus mareas, mediocres; sus lluvias, abundantes. Tal era el océano al que mi destino me habí amado a recorrer en las más extrañas condiciones.

-Señor profesor -me dijo el capitán Nemo-, si desea acompañarme voy a fijar exactamente nuestra posición y el punto de partida de este viaje. Son las doce menos cuarto. Vamos a subir a la superficie.

El capitán Nemo pulsó tres veces un timbre eléctrico. Las bombas comenzaron a expulsar el agua de los depósitos. La aguja del manómetro iba marcando las diferentes presiones con que se acusaba el movimiento ascensional del Nautilus, hasta que se detuvo.

-Hemos llegado -dijo el capitán.

Me dirigí a la escalera central que conducía a la plataforma. Subí por los peldaños de metal y, a través de la escotilla abierta, llegué a la superficie del Nautilus.

La plataforma emergía únicamente unos ochenta centímetros. La proa y la popa del Nautilus remataban su disposición fusiforme que le daba el aspecto de un largo cigarro. Observé que sus planchas de acero, ligeramente imbricadas, se parecían a las escamas que revisten el cuerpo de los grandes reptiles terrestres. Así podía explicarse que aun con los mejores anteojos este barco hubiese sido siempre tomado por un animal marino.

Hacia la mitad de la plataforma, el bote, semiencajado en el casco del navío, formaba una ligera intumescencia. A proa y a popa se elevaban, a escasa altura, dos cabinas de paredes inclinadas y parcialmente cerradas por espesos vidrios lenticulares: la primera, destinada al timonel que dirigía el Nautilus, y la otra, a alojar el potente fanal eléctrico que iluminaba su rumbo.

Tranquilo estaba el mar y puro el cielo. El largo vehículo apenas acusaba las ondulaciones del océano. Una ligera brisa del Este arrugaba la superficie del agua. El horizonte, limpio de brumas, facilitaba las observaciones. Pero no había nada a la vista. Ni un escollo, ni un islote. Ni el menor vestigio del Abraham Lincoln. Sólo la inmensidad del océano.

Provisto de su sextante, el capitán Nemo tomó la altura del sol para establecer la latitud. Debió esperar algunos minutos a que se produjera la culminación del astro en el horizonte. Mientras así procedía a sus observaciones ni el menor movimiento alteró sus músculos. El instrumento no habría estado más inmóvil en una mano de mármol.

-Mediodía -dijo-. Señor profesor, cuando usted quiera.

Dirigí una última mirada al mar, un poco amarillento por la proximidad de las tierras japonesas, y descendí al gran salón. Allí, el capitán hizo el punto y calculó cronométricamente su longitud, que controló con sus precedentes observaciones de los ángulos horarios. Luego me dijo:

-Señor Aronnax, nos hallamos a 1370 15' de longitud Oeste.

-¿De qué meridiano? -pregunté vivamente, con la esperanza de que su respuesta me diera la clave de su nacionalidad.

-Tengo diversos cronómetros ajustados a los meridianos de Greenwich, de París y de Washington. Pero, en su honor, me serviré del de París.

Su respuesta no me revelaba nada. El comandante prosiguió:

-Treinta y siete grados y quince minutos de longitud al oeste del meridiano de París, y treinta grados y siete minutos de latitud Norte, es decir, a unas trescientas millas de las costas del Japón. Hoy es 8 de noviembre, a mediodía, y aquí y ahora comienza nuestro viaje de exploración bajo las aguas.

-Que Dios nos guarde -respondí.

-Y ahora, señor profesor, le dejo con sus estudios. He dado la orden de seguir rumbo al Nordeste, a cincuenta metros de profundidad. Aquí tiene usted mapas en los que podrá seguir nuestra derrota. Este salón está a su disposición. Y ahora, con su permiso, voy a retirarme.

El capitán Nemo se despidió y me dejó solo, absorto en mis pensamientos, que se centraban exclusivamente en el comandante del Nautilus. ¿Llegaría a saber alguna vez a qué nación pertenecía aquel hombre extraño que se jactaba de no pertenecer a ninguna? ¿Quién o qué había podido provocar ese odio que profesaba a la humanidad, ese odio que buscaba tal vez terribles venganzas? ¿Era uno de esos sabios desconocidos, uno de esos genios «víctimas del desprecio y de la humillación», según la expresión de Conseil, un Galileo moderno, o bien uno de esos hombres de ciencia como el americano Maury cuya carrera ha sido rota por revoluciones políticas? No podía yo decirlo. El azar me había llevado a bordo de su barco, y puesto mi vida entre sus manos. Me había acogido fría pero hospitalariamente. Pero aún no había estrechado la mano que yo le tendía ni me había ofrecido la suya.

Permanecí durante una hora sumido en tales reflexiones, procurando esclarecer aquel misterio de tanto interés para mí. Me sustraje a estos pensamientos y observé el gran planisferio que se hallaba extendido sobre la mesa. Mi dedo índice se posó en el punto en que se entrecruzaban la longitud y la latitud fijadas.

El mar tiene sus ríos, como los continentes. Son corrientes especiales, reconocibles por su temperatura y su color, entre las que la más notable es conocida con el nombre de Gulf Stream. La ciencia ha determinado sobre el globo la dirección de las cinco corrientes principales: una en el Atlántico Norte, otra en el Atlántico Sur, una tercera en el Pacífico Norte, otra en el Pacifico Sur y la quinta en el sur del Indico. Es probable que una sexta corriente existiera en otro tiempo en el norte del Indico, cuando los mares Caspio y Aral, unidos a los grandes lagos de Asia, formaban una sola extensión deagua.

En el punto que señalaba mi dedo en el planisferio se desarrollaba una de estas corrientes la del Kuro-Sivo de los japoneses, el río Negro, que sale dei golfo de Bengala donde le calientan los rayos perpendiculares do sol de los trópicos, atraviesa el estrecho de Malaca, sube por las costas de Asia, y se desvía en el Pacífico Norte hacia las Aleutianas, arrastrando troncos de alcanforeros y tros productos indígenas, y destacándose entre las olas del océano por el puro color añil de sus aguas calientes. Esta corriente es la que el Nautílus iba a recorrer. Yo la seguía con la mirada, la veía perderse en la inmensidad del Pacífico y me sentía arrastrado con ella.

Ned Land y Conseil aparecieron en la puerta del salón. Mis dos bravos compañeros se quedaron petrificados a la vista de las maravillas acumuladas ante sus ojos.

-¿Dónde estamos? ¿Dónde estamos? -exclamó el canadiense-. ¿En el museo de Quebec?

-Yo diría más bien que nos hallamos en el palacio del Sommerard -dijo Conseil.

-Amigos míos -les dije, tras indicarles que entraran-, no están ni en Canadá ni en Francia, sino a bordo del Nautilus y a cincuenta metros por debajo del nivel del mar.

-Habrá que creerle al señor, puesto que así lo afirma -replicó Conseil-, pero francamente este salón está hecho para sorprender hasta a un flamenco como yo.

-Asómbrate, amigo mío, y mira, pues para un clasificador como tú hay aquí materia de ocupación.

Innecesario era estimular en este punto a Conseil. El buen muchacho, inclinado sobre las vitrinas, murmuraba ya las palabras del idioma de los naturalistas: clase de los gasterópodos, familia de los bucínidos, género de las Porcelanas, especie de los Cyproea Madagascariensis…

Mientras así murmuraba Conseil, Ned Land, poco conquiliólogo él, me interrogaba acerca de mi entrevista con el capitán Nemo. ¿Había podido descubrir yo quién era, de dónde venía, adónde iba, hacia qué profundidades nos arrastraba? Me hacía así mil preguntas, sin darme tiempo a responderle.

Le informé de todo lo que sabía, o más bien de todo lo que no sabía, y le pregunté qué era lo que, por su parte, había oído y visto.

-No he visto ni he oído nada -respondió el canadiense-. Ni tan siquiera he podido ver a la tripulación del barco. ¿Acaso sus tripulantes serán también eléctricos?

-¿Eléctricos?

-A fe mía, que así podría creerse. Pero usted, señor Aronnax -me preguntó Ned Land, obseso con su idea-, ¿no puede decirme cuántos hombres hay a bordo? ¿Diez, veinte, cincuenta, cien?

-No puedo decírselo, Ned. Pero, créame, abandone por el momento la idea de apoderarse del Nautilus o de huir de él. Este barco es una obra maestra de la industria moderna y yo lamentaría no haberlo visto. Son muchos los que aceptarían de buen grado nuestra situación, aunque no fuese más que por contemplar estas maravillas. Así que manténgase tranquilo, y tratemos de ver lo que pasa en torno nuestro.

-¿Ver? -dijo el arponero-. ¡Pero si no se ve nada! ¡Si no puede verse nada en esta prisión de acero! Navegamos como ciegos…

No había acabado Ned Land de pronunciar estas últimas palabras, cuando súbitamente se hizo la oscuridad, una oscuridad absoluta. El techo luminoso se apagó, y tan rápidamente que mis ojos sintieron una sensación dolorosa, análoga a la que produce el paso contrario de las profundas tinieblas a la luz más brillante.

Nos habíamos quedado mudos e inmóviles, no sabiendo qué sorpresa, agradable o desagradable, Os esperaba. Se oyó algo así como un objeto que se deslizara. Se hubiera dicho que se maniobraba algo en los flancos del Nautilus.

-Es el fin del final -dijo Ned Land.

-Orden de las hidromedusas-se oyó decir a Conseil.

Súbitamente, se hizo la luz a ambos lados del salón, a través de dos aberturas oblongas. Las masas líquidas aparecieron vivamente iluminadas por la irradiación eléctrica. Dos placas de cristal nos separaban del mar. Me estremeció la idea de que pudiera romperse tan frágil pared. Pero fuertes armaduras de cobre la mantenían y le daban una resistencia casi infinita.

El mar era perfectamente visible en un radio de una milla en torno al Nautilus. ¡Qué espectáculo! ¿Qué pluma podría describirlo? ¿Quién podría pintar los efectos de la luz a través de esas aguas transparentes y la suavidad de sus sucesivas degradaciones hasta las capas inferiores y superiores del océano?

Conocida es la diafanidad del mar. Sabido es que su limpidez es aún mayor que la de las aguas de roca. Las sustancias minerales y orgánicas que mantiene en suspensión aumentan incluso su transparencia. En algunas partes del océano, en las Antillas, ciento cuarenta y cinco metros de agua dejan ver el lecho de arena con una sorprendente nitidez y la fuerza de penetración de los rayos solares no parece detenerse sino hasta una profundidad de trescientos metros. Pero en el medio fluido que recorría el Nautilus el resplandor eléctrico se producía en el seno mismo del agua, que no era ya agua luminosa sino luz líquida.

Si se admite la hipótesis de Erhemberg, que cree en una iluminación fosforescente de los fondos submarinos, la naturaleza ha reservado ciertamente a los habitantes del mar uno de sus más prodigiosos espectáculos, del que yo podía juzgar por los mil juegos de aquella luz. A cada lado tenía una ventana abierta sobre aquellos abismos inexplorados. La oscuridad del salón realzaba la claridad exterior, y nosotros mirábamos como si el puro cristal hubiera sido el de un inmenso acuario.

El Nautilus parecía inmóvil. La causa de ello era que faltaban los puntos de referencia. A veces, sin embargo, las líneas de agua, divididas por su espolón, huían ante nosotros con gran rapidez.

Maravillados, con los codos apoyados en las vitrinas, permanecíamos silenciosos, en un silencio que expresaba elocuentemente nuestra estupefacción. Conseil rompió el silencio, diciendo:

-Quería usted ver, Ned, pues bien, ¡vea!

-¡Es curioso! ¡Curiosísimo! -dijo el canadiense, que, olvidando su cólera y sus proyectos de evasión, sufría una atracción irresistible-. ¡Se vendría aquí de más lejos incluso pari admirar este espectáculo!

-¡Ah! -exclamé-, ahora puedo comprender la vida de este hombre. Se ha hecho un mundo aparte que le reserva su más asombrosas maravillas.

-Pero ¿y los peces? -dijo Ned Land-. No veo peces.

-¿Y qué puede importarle, amigo Ned -dijo Conseil-, puesto que no los conoce usted?

-¡Decirme eso a mí, a un pescador como yo! -exclamó, indignado, Ned.

Y con este motivo se entabló entre los dos amigos una discusión, pues ambos conocían los peces, pero cada uno de una forma muy diferente.

Sabido es que los peces son la cuarta y última clase de la ramificación de los vertebrados. Se les ha definido muy justamente como «vertebrados de doble circulación y de sangre fría que respiran por branquias y viven en el agua». Componen dos series distintas: la de los peces óseos, es decir, la de aquellos cuya espina dorsal está constituida por vértebras óseas, y la de los peces cartilaginosos, cuya espina dorsal está hecha de vértebras cartilaginosas.

El canadiense conocía tal vez esa distinción, pero Conseil sabía mucho más y, unido ya a él por una fuerte amistad, no podía admitir que fuese menos instruido que él. Así, le dijo:

-Amigo Ned, es usted un matador de peces, un hábil pescador que ha capturado un gran número de estos interesantes animales. Pero apostaría algo a que no sabe usted clasificarlos.

-Sí -respondió seriamente el arponero-. Se les clasifica en peces comestibles y en peces no comestibles.

-Ésa es una distinción gastronómica. Pero dígame si conoce la diferencia entre los peces óseos y los peces cartilaginosos.

-Creo que sí, Conseil.

-¿Y la subdivisión de esas dos grandes clases?

-Me temo que no -respondió el canadiense.

-Pues bien, amigo Ned, escúcheme bien y reténgalo. Los peces óseos se subdividen en seis órdenes: los acantopterigios, cuya mandíbula superior es completa y móvil y cuyas branquias tienen la forma de un peine; este orden comprende quince familias, es decir, las tres cuartas partes de los peces conocidos. Su prototipo podría ser la perca.

-Que está bastante buena -dijo Ned Land.

-Otro orden es el de los abdominales, que tienen las aletas ventrales suspendidas bajo el abdomen y más atrás de las pectorales, sin estar soldadas a las vértebras dorsales, orden que se divide en cinco familias que comprenden la mayor parte de los peces de agua dulce. Tipos: la carpa y el lucio.

-¡Puaf! -exclamó, despectivamente, el canadiense-. ¡Peces de agua dulce!

-Hay también los subbranquianos, con las ventrales colocadas bajo las pectorales e inmediatamente suspendidas de las vértebras dorsales. Este orden contiene cuatro familias, y sus tipos son las platijas, los gallos, los rodaballos, los lenguados, etcétera.

-¡Excelentes! ¡Excelentes! -exclamó el arponero, que continuaba obstinándose en considerar los peces exclusivamente desde el punto de vista gastronómico.

-Hay también -prosiguió Conseil, sin desanimarse- los ápodos, de cuerpo alargado, desprovistos de aletas ventrales y revestidos de una piel espesa y frecuentemente viscosa. Es éste un orden que se reduce a una sol familia. Tipos: la anguila y el gimnoto.

-Mediocre, mediocre -respondió Ned Land.

-En quinto lugar, los lofobranquios, que tienen las mandíbulas completas y libres y cuyas branquias están formadas por pequeños flecos dispuestos por parejas a lo largo de los arcos branquiales. Este orden no cuenta más que con una familia. Tipos: los hipocampos y los pegasos dragones.

-¡Malo! ¡Malo! -replicó el arponero.

-Y sexto y último, el de los plectognatos, cuyo hueso maxilar está fijado al lado del intermaxilar que forma la mandíbula, y cuyo arco palatino se engrana por sutura con el cráneo, lo que le hace inmóvil. Este orden carece de verdaderas aletas ventrales; se compone de dos familias y sus tipos son los tetrodones y los peces-luna.

-Que bastarían por sí solos para deshonrar a un caldero -dijo el canadiense.

-¿Ha comprendido usted, amigo Ned? -preguntó el sabio Conseil.

-Ni una palabra, amigo Conseil. Pero siga, siga, es muy interesante.

-En cuanto a los peces cartilaginosos -prosiguió, imperturbable, Conseil- tienen tan sólo tres órdenes.

-Tanto mejor -dijo Ned.

-En primer lugar, los ciclóstomos, cuyas mandíbulas están soldadas en un anillo móvil y cuyas branquias se abren por numerosos agujeros. Una sola familia cuyo tipo más representativo es la lamprea.

-Hay a quien le gusta -respondió Ned Land.

-Segundo, los selacios, con branquias semejantes a las de los ciclóstomos, pero con la mandíbula inferior móvil. Este orden, que es el más importante de la clase, tiene dos familias, con las rayas y los escualos por tipos más representativos.

-¿Cómo? ¿Las rayas y los tiburones en el mismo orden? Pues bien, amigo Conseil, por el bien de las rayas le aconsejo que no los ponga juntos en el mismo bocal.

-Y por último, los esturionianos, cuyas branquias está abiertas por una sola hendidura con un opérculo. Hay cuatro géneros y el esturión es el tipo más representativo.

-Amigo Conseil, se dejó usted lo mejor para el final, en mi opinión, al menos. ¿Y esto es todo?

-Sí, mi buen Ned, pero observe usted que saber esto es no saber nada, pues las familias se subdividen en géneros, sul géneros, especies, variedades…

-Pues mire, Conseil -dijo el arponero, inclinándose sobre el cristal-, mire esas variedades que pasan.

-En efecto, son peces -exclamó Conseil-. Uno se creer en un acuario.

-No-respondí-, pues un acuario no es más que una jaula, y esos peces son libres como el pájaro en el aire.

-Bueno, Conseil, nómbremelos, dígame cómo se llaman, ande -dijo Ned.

-No soy capaz de hacerlo -dijo Conseil-. Eso concierne al señor.

Efectivamente, el buen muchacho, empedernido clasificador, no era un naturalista. Yo creo que no era capaz de distinguir un atún de un bonito. Lo contrario que el canadiense, que nombraba todos los peces sin vacilar.

-Un baliste -había dicho yo.

-Y es un baliste chino -respondió Ned Land.

-Género de los balistes, familia de los esclerodermos, orden de los plectognatos -murmuró Conseil.

Decididamente, entre los dos, Ned y Conseil, hubieran constituido un brillante naturalista.

No se había equivocado el canadiense. Un grupo de balistes, de cuerpo comprimido, de piel granulada, armados de un aguijón en el dorso, evolucionaban en torno al Nautilus, agitando las cuatro hileras de punzantes y erizadas espinas que llevan a ambos lados de la cola. Nada más admirable que la pigmentación de su piel, gris por arriba y blanca por debajo, con manchas doradas que centelleaban entre los oscuros remolinos del agua. Entre ellos, se movían ondulantemente las rayas, como banderas al viento. Con gran alegría por mi parte, vi entre ellas esa raya china, amarillenta por arriba y rosácea por abajo, provista de tres aguijones tras el ojo; una especie rara y de dudosa identificación en la época de Lacepède, quien únicamente pudo verla en un álbum de dibujosjaponés.

Durante un par de horas, todo un ejército acuático dio escolta al Nautilus. En medio de sus juegos, de sus movimientos en los que rivalizaban en belleza, brillo y velocidad, distinguí el labro verde; el salmonete barbatus, marcado con una doble raya negra; el gobio eleotris, de cola redondeada,

de color blanco salpicado de manchas violetas en el dorso; el escombro japonés, admirable caballa de esos mares, con el cuerpo azulado y la cabeza plateada; brillantes azurores cuyo solo nombre dispensa de toda descripción; los esparos rayados, con las aletas matizadas de azul y de amarillo; los esparos ornados de fajas con una banda negra en la cola; los esparos zonéforos, elegantemente encorsetados en sus seis cinturas; los aulostomas, verdaderas bocas de flauta o becadas marinas, algunos de los cuales alcanzaban una longitud de un metro; las salamandras del Japón; las morenas equídneas, largas serpientes con ojos vivos y pequeños y una amplia boca erizada de dientes…

Contemplábamos el espectáculo con una admiración infinita que expresábamos en incontenibles interjecciones. Ned nombraba los peces, Conseil los clasificaba, y yo me extasiaba ante la vivacidad de sus evoluciones y la belleza de sus formas. Nunca hasta entonces me había sido dado poder contemplarlos así, vivos y libres en su elemento natural.

No citaré todas las variedades, toda esa colección de los mares del Japón y de la China, que pasaron así ante nuestros ojos deslumbrados. Más numerosos que los pájaros en el aire, todos esos peces pasaban ante nosotros atraídos sin duda por el brillante foco de luz eléctrica.

Súbitamente, desapareció la encantadora visión al cerrarse los paneles de acero e iluminarse el salón. Pero durante largo tiempo permanecí aún arrobado en esa visión, hasta que mi mirada se fijó en los instrumentos suspendidos de las paredes. La brújula mostraba la dirección Norte-Nordeste, el manómetro indicaba una presión de cinco atmósferas correspondiente a una profundidad de cincuenta metros y la corredera eléctrica daba una velocidad de quince millas por hora.

Yo esperaba que apareciera el capitán Nemo, pero no lo hizo. Eran las cinco en el reloj.

Ned Land y Conseil regresaron a su camarote y yo hice lo propio. Hallé servida la comida, compuesta de una sopa de tortuga, de un múlido de carne blanca, cuyo hígado, preparado aparte, estaba delicioso, y filetes de emperador cuyo gusto me pareció superior al del salmón.

Pasé la velada leyendo, escribiendo y pensando. Luego, ganado por el sueño, me acosté y me dormí profundamente, mientras el Nautilus se deslizaba a través de la rápida corriente del río Negro.

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