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Julio Verne – Veinte mil leguas de viaje submarino (página 5)


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El interrogatorio a que sometió Dumont d'Urville a los indígenas le reveló que La Pérousse, tras la pérdida de sus dos barcos en los arrecifes de la isla, había construido uno más pequeño, que se perdería a su vez. ¿Dónde? Se ignoraba.

El capitán del Astrolabe hizo erigir bajo un manglar un cenotaflo a la memoria del célebre navegante y de sus compañeros. Era una simple pirámide cuadrangular asentada sobre un basamento de corales, de la que excluyó todo objeto metálico que pudiera excitar la codicia de los indígenas.

Dumont d'Urville quiso partir inmediatamente, pero hallándose sus hombres y él mismo minados por las fiebres que habían contraído en aquellas costas malsanas, no pudo aparejar hasta el 17 de marzo.

Mientras tanto, temeroso el gobierno francés de que Dumont d'Urville no se hubiese enterado de los hallazgos de Dillon, había enviado a Vanikoro a la corbeta Bayonnaise, al mando de Legoarant de Tromelin, desde la costa occidental de América donde se hallaba. Legoarant fondeó ante Vanikoro algunos meses después de la partida del Astrolabe. No halló ningún documento nuevo, pero pudo comprobar que los salvajes habían respetado el mausoleo de La Pérousse.

Tal es, en sustancia, el relato que expuse al capitán Nemo.

-Así que se ignora todavía dónde fue a acabar el tercer navío, construido por los náufragos en la isla de Vanikoro, ¿no es así?

-En efecto.

Por toda respuesta, el capitán Nemo me indicó que le siguiera al gran salón.

El Nautilus se sumergió algunos metros por debajo de las olas. Se corrieron los paneles metálicos para dar visibilidad a los cristales.

Yo me precipité a ellos, y bajo las concreciones de coral, revestidas de fungias, de sifoneas, de alcionarios y de cariofíleas, y a través de miriadas de peces hermosísimos, de girelas, de glifisidontos, de ponféridos, de diácopodos y de holocentros, reconocí algunos restos que las dragas no habían podido arrancar; tales como abrazaderas de hierro, áncoras, cañones, obuses, una pieza del cabrestante, una roda, objetos todos procedentes de los navíos naufragados y tapizados ahora de flores vivas.

Mientras contemplaba yo así aquellos restos desolados, el capitán Nemo me decía con una voz grave:

-El comandante La Pérousse partió el 7 de diciembre de 1785 con sus navíos Boussole y Astrolabe. Fondeó primero en Botany Bay, visitó luego el archipiélago de la Amistad, la Nueva Caledonia, se dirigió hacia Santa Cruz y arribó a Namuka, una de las islas del archipiélago Hapai. Llegó más tarde a los arrecifes desconocidos de Vanikoro. El Boussole, que iba delante, tocó en la costa meridional. El Astrolabe, que acudió en su ayuda, encalló también. El primero quedó destruido casi inmediatamente. El segundo, encallado a sotavento, resistió algunos días. Los indígenas dieron una buena acogida a los náufragos. Éstos se instalaron en la isla y construyeron un barco más pequeño con los restos de los dos grandes. Algunos marineros se quedaron voluntariamente en Vanikoro. Los otros, debilitados y enfermos, partieron con La Pérousse hacia las islas Salomón, para perecer allí en la costa occidental de la isla principal del archipiélago, entre los cabos Decepción y Satisfacción.

-¿Cómo lo sabe usted? -le pregunté.

-Encontré esto en el lugar de último naufragio.

El capitán Nemo me mostró una caja de hojalata sellada con las armas de Francia y toda roñosa por la corrosión del agua marina. La abrió y vi un rollo de papeles amarillentos, pero aún legibles.

Eran las instrucciones del ministro de la Marina al comandante La Pérousse, con anotaciones al margen hechas personalmente por Luis XVI.

-Una hermosa muerte para un marino -dijo el capitán Nemo- y una tranquila tumba de coral. ¡Quiera el cielo que tanto yo como mis compañeros no tengamos otra!

 

20. El estrecho de Torres

Durante la noche del 27 al 28 de diciembre, el Nautilus abandonó los parajes de Vanikoro a toda máquina. Hizo rumbo al Sudoeste y, en tres días, franqueó las setecientas cincuenta leguas que separan el archipiélago de La Pérousse de la punta Sudeste de la Papuasia.

El 1 de enero de 1868, a primera hora de la mañana, Conseil se reunió conmigo en la plataforma.

-Permítame el señor que le desee un buen año.

-¡Cómo no, Conseil! Exactamente como si estuviéramos en París, en mi gabinete del Jardín de Plantas. Acepto tus votos y te los agradezco. Pero tendré que preguntarte qué es lo que entiendes por un «buen año», en las circunstancias en que nos encontramos. ¿Es el año que debe poner fin a nuestro cautiverio o el año que verá continuar este extraño viaje?

-A fe mía, que no sé qué decirle al señor. Cierto es que estamos viendo cosas muy curiosas, y que, desde hace dos meses, no hemos tenido tiempo de aburrirnos. La última maravilla es siempre la mejor, y si esta progresión se mantiene no sé adónde vamos a parar. Me parece a mí que no volveremos a encontrar nunca una ocasión semejante.

-Nunca, Conseil.

-Además, el señor Nemo, que justifica muy bien su nombre latino, no es más molesto que si no existiera.

-Dices bien, Conseil.

-Yo pienso, pues, mal que le pese al señor, que un buen año sería el que nos permitiera verlo todo.

-¿Todo? Quizá fuera entonces un poco largo. Pero ¿qué piensa de esto Ned Land?

-Ned Land piensa exactamente lo contrario que yo. Es un hombre positivo, con un estómago imperioso. Pasarse la vida mirando y comiendo peces no le basta. La falta de vino, de pan, de carne, no conviene a un digno sajón familiarizado con los bistecs, y a quien no disgusta ni el brandy ni la ginebra en proporciones moderadas.

-No es eso lo que a mí me atormenta, Conseil, yo me acomodo muy bien al régimen de a bordo.

-Igual que yo -respondió Conseil-. Por eso, yo quiero permanecer aquí tanto como Ned Land quiere fugarse. Así, si el año que comienza no es bueno para mí, lo será para él y recíprocamente. De esta forma, siempre habrá alguno satisfecho. En fin, y para concluir, deseo al señor lo que desee el señor.

-Gracias, Conseil. únicamente te pediré que aplacemos la cuestión de los regalos y que los reemplacemos provisionalmente por un buen apretón de manos. Es lo único que tengo sobre mí.

-Nunca ha sido tan generoso el señor -respondió Conseil.

Y el buen muchacho se fue.

El 2 de enero habíamos recorrido once mil trescientas cuarenta millas desde nuestro punto de partida en los mares del Japón. Ante el espolón del Nautilus se extendían los peligrosos parajes del mar del Coral, a lo largo de la costa nordeste de Australia. Nuestro barco bordeaba a una distancia de algunas millas el temible banco, en el que estuvieron a punto de naufragar los navíos de Cook, el 10 de junio de 1770. El barco en que navegaba Cook chocó con una roca, y si no se fue a pique se debió a la circunstancia de que el trozo de coral arrancado se incrustó en el casco entreabierto.

Yo deseaba vivamente visitar ese arrecife de trescientas sesenta leguas de longitud contra el que el mar rompía su oleaje con una formidable intensidad sólo comparable a la de las descargas del trueno. Pero en aquel momento, los planos inclinados del Nautilus nos llevaban a una gran profundidad y no pude ver nada de esas altas murallas coralígenas. Hube de contentarme con la observación de los diferentes especímenes de peces capturados por nuestras redes. Observé, entre otros, a unos escombros, grandes como atunes, con los flancos azulados y surcados por unas bandas transversales que desaparecían con la vida del animal. Estos peces nos acompañaban en gran cantidad y suministraron a nuestra mesa un delicado manjar. Cogimos también un buen número de esparos de medio decímetro de longitud, cuyo sabor es muy parecido al de la dorada, y peces voladores, verdaderas golondrinas marinas que, en las noches oscuras, rayan alternativamente el agua y el aire con sus resplandores fosforescentes. Entre los moluscos y los zoófitos hallé en las redes de la barredera diversas especies de alcionarias, de erizos de mar, de martillos, espolones, ceritios, hiálidos. La flora estaba representada por bellas algas flotantes, laminarias y macrocísteas, impregnadas del mucílago que exudaban sus poros y entre las que recogí una admirable Nemastoma geliniaroíde, que halló su lugar entre las curiosidades naturales del museo.

Dos días después de haber atravesado el mar del Coral, el 4 de enero, avistamos las costas de la Papuasia. En esa ocasión, el capitán Nemo me notificó su intención de dirigirse al océano indico por el estrecho de Torres, sin darme más precisiones. Ned observó, complacido, que esa ruta nos acercaba a los mares europeos.

El estrecho de Torres debe su reputación de peligroso tanto a los escollos de que está erizado Como a los salvajes habitantes de sus costas. El estrecho separa la Nueva Holanda de la gran isla de la Papuasia, conocida también con el nombre de Nueva Guinea.

La Papuasia tiene cuatrocientas leguas de longitud por ciento treinta de anchura, y una superficie de cuarenta mil leguas geográficas. Está situada, en latitud, entre 00 19' y 100 2' Sur, y, en longitud, entre 1280 23' y 1460 15'. A mediodía, mientras el segundo tomaba la altura del sol, vi las cimas de los montes Arfalxs, que se alzan en grandes planos para terminar en pitones agudos.

Esta tierra, descubierta en 1511 por el portugués Francisco Serrano, fue sucesivamente visitada por don José de Meneses, en 1526; por el general español Alvar de Saavedra, en 1528; por Juigo Ortez, en 1545; por el holandés Shouten, en 1616; por Nicolás Sruick, en 1753; por Tasman, Dampier, Fumel, Carteret, Edwards, Bougainville, Cook, Forrest, Mac Cluer y D'Entrecasteaux, en 1792; por Duperrey, en 1823; y por Dumont d'Urville, en 1827. «Es el foco de los negros que ocupan toda la Malasia», ha dicho Rienzi. No podía yo sospechar que los azares de esta navegación iban a ponerme en presencia de los temibles Andamenos.

El Nautilus se presentó en la entrada del estrecho más peligroso del mundo, cuya travesía evitan hasta los más audaces navegantes. Es el estrecho que afrontó Luis Paz de Torres a su regreso de los mares del Sur, en la Melanesia, y en el que las corbetas encalladas de Dumont d'Urville estuvieron a punto de perderse por completo en 1840. El Nautilus, superior a todos los peligros del mar, se disponía, sin embargo, a desafiar a los arrecifes de coral.

El estrecho de Torres tiene unas treinta y cuatro leguas de anchura, pero se halla obstruido por una innumerable cantidad de islas, islotes, rocas y rompientes que hacen casi impracticable su navegación. Por ello, el capitán Nemo tomó todas las precauciones posibles para atravesarlo. Flotando a flor de agua, el Nautilus avanzaba a una marcha moderada. Su hélice batía lentamente las aguas, como la cola de un cetáceo.

Mis dos compañeros y yo aprovechamos la ocasión para instalarnos en la plataforma. Ante nosotros se elevaba la cabina del timonel, quien, si no me engaño, debía ser en esos momentos el propio capitán Nemo.

Tenía yo a la vista los excelentes mapas del estrecho de Torres levantados y trazados por el ingeniero hidrógrafo Vincendon Dumoulin ypor el teniente de navío Coupvent-Desbois -almirante en la actualidad-, integrantes del estado mayor de Dumont d'Urville durante el último viaje de circunnavegación realizado por éste. Estos mapas son, junto con los del capitán King, los mejores para guiarse por el intrincado laberinto del estrecho, y yo los consultaba con una escrupulosa atención.

El mar se agitaba furiosamente en torno al Nautilus. La corriente de las olas, que iba del Sudeste al Noroeste con una velocidad de dos millas y media, se rompía en los arrecifes que asomaban sus crestas por doquier.

-Mal está la mar -dijo Ned Land.

-Detestable, en efecto -le respondí-, y más aún para un barco como el Nautilus.

-Muy seguro tiene que estar de su camino este condenado capitán -dijo el canadiense- para meterse por aquí, entre estas barreras de arrecifes que sólo con rozarlo pueden romper su casco en mil pedazos.

Grande era el peligro, en efecto. Pero el Nautilus parecía deslizarse como por encanto en medio de los terribles escollos. No seguía exactamente el rumbo del Astrolabe y de la Zelée, que tan funesto fue para Dumont d'Urville, sino que, orientándose más al Norte, pasó ante la isla Murray, para luego dirigirse al Sudoeste, hacia el paso de la Cumberland. Por un momento temí que fuera a chocar con ella, pero puso rumbo al Noroeste para dirigirse, a través de una gran cantidad de islas e islotes poco conocidos, hacia la isla Tound y el canal Malo.

Ya estaba yo preguntándome si el capitán Nemo, imprudente hasta la locura, iba a meter su barco por aquel paso en el que habían encallado las dos corbetas de Dumont d'Urville, cuando, modificando por segunda vez su rumbo hacia el Oeste, se dirigió hacia la isla Gueboroar.

Eran las tres de la tarde y la marea alcanzaba ya casi la pleamar. El Nautilus se acercó a aquella isla, todavía intacta en mi memoria con su hilera de pandanes. Navegábamos a unas dos millas de la isla, cuando, súbitamente, un choque me derribó. El Nautilus acababa de tocar en un escollo, y quedó inmovilizado tras bascular ligeramente a babor. Cuando me reincorporé, vi en la plataforma al capitán Nemo y a su segundo examinando la situación del barco y hablando en su incomprensible idioma.

A dos millas, por estribor, se divisaba la isla Gueboroar, cuya costa se redondeaba desde el Norte al Oeste como un inmenso brazo. Hacia el Sur y el Este el reflujo comenzaba a dejar al descubierto las crestas de algunos arrecifes de coral. Habíamos tocado de lleno y en uno de esos mares que tienen mareas pobres, lo que dificultaba la puesta a flote del Nautilus. Sin embargo, éste no parecía haber sufrido ninguna avería gracias a la extraordinaria solidez de su casco. Pero si no podía abrirse ni irse a pique, sí corría el riesgo, en cambio, de permanecer para siempre aprisionado en esos escollos. Así, tal vez había acabado allí su carrera el aparato submarino del capitán Nemo.

En tales términos me planteaba yo la situación, cuando el capitán, frío y tranquilo, tan dueño de sí como siempre, sin manifestar la más mínima emoción o contrariedad, se acercó a mí.

-¿Un accidente? -le pregunté.

-No; un incidente -me respondió.

-Pero un incidente que puede obligarle a ser nuevamente un habitante de esa tierra de la que huye.

El capitán Nemo me miró de un modo singular e hizo un gesto de negación, claramente expresivo de su convicción de que nada le obligaría nunca a regresar a tierra. Luego, me dijo:

-Señor Aronnax, el Nautilus no está perdido, tranquilicese. Volverá a ofrecerle el espectáculo de las maravillas del océano. Nuestro viaje no ha hecho más que comenzar, y yo no deseo privarme tan pronto del honor de su compañía.

-Y, sin embargo, capitán Nemo -le dije, sin darme por enterado del tono irónico de sus palabras-, el Nautilus ha encallado en el momento de la pleamar. Y dado que las mareas son débiles en el Pacífico y que no puede usted deslastrar al Nautilus (lo que me parece imposible), no veo cómo va a sacarlo a flote.

-Tiene usted razón, señor profesor, las mareas no son fuertes en el Pacífico. Pero en el estrecho de Torres hay una diferencia de un metro entre los niveles de las mareas altas y bajas. Estamos hoy a 4 de enero, y dentro de cinco días tendremos luna llena. Pues bien, mucho me sorprendería que nuestro complaciente satélite no levantara suficientemente estas masas de agua, haciéndome así un favor que sólo a él quiero deber.

Dicho esto, el capitán Nemo, seguido de su segundo, se introdujo en el interior del Nautilus. Éste permanecía completamente inmóvil, como si los pólipos coralíferos lo hubiesen enquistado ya en su indestructible cemento.

-¿Y bien, señor? -me preguntó Ned Land, que se había acercado a mí tras la marcha del capitán.

-Amigo Ned, que vamos a esperar tranquilamente la marea del día 9, ya que parece que va ser la luna la encargada de ponernos a flote.

-¿Así de sencillo?

-Así de sencillo.

-¿Cómo? ¿Es que el capitán no va a echar el ancla fuera, ni disponer su maquinaria para hacer todo lo posible por sacarlo tirando del espía?

-¿Para qué, puesto que bastará con la marea? -dijo Conseil.

El canadiense le miró y se alzó de hombros. Era el marino quien hablaba en él.

-Puede usted creerme, señor, si le digo que este trasto de hierro no volverá a navegar por el mar ni bajo el mar. Ya sólo vale para venderlo como chatarra. Creo que ha llegado el momento de prescindir de la compañía del capitán Nemo.

-Amigo Ned -respondí-, yo tengo más confianza que usted en el Nautilus. De todos modos, dentro de cuatro días sabremos a qué atenernos sobre las mareas del Pacífico. En cuanto a su consejo de darnos a la fuga, me parecería oportuno si nos halláramos a la vista de las costas de Inglaterra o de la Provenza, pero en estos parajes de la Papuasia la costa es muy diferente. No obstante, siempre tendremos ocasión de recurrir a esta extremidad si el Nautilus no consigue salir a flote, lo que, para mí, sería muy grave.

-Pero, al menos, ¿no podríamos poner pie en tierra? -dijo Ned Land-. Ahí tenemos una isla. En esa isla hay árboles. Y bajo esos árboles hay animales terrestres, portadores de chuletas y rosbifs, en los que yo hincaría el diente muy gustosamente.

-En esto tiene razón el amigo Ned -dijo Conseil-, y yo soy de su opinión. ¿No podría obtener el señor de su amigo, el capitán Nemo, que se nos trasladase a tierra, aunque no fuese más que para no perder la costumbre de pisar las partes sólidas de nuestro planeta?

-Puedo pedírselo, pero creo que será inútil.

-Inténtelo el señor -dijo Conseil-, y así sabremos a qué atenernos sobre la amabilidad del capitán Nemo.

Con gran sorpresa por mi parte, el capitán Nemo me concedió su autorización con toda facilidad, sin tan siquiera exigirme la promesa de nuestro retorno a bordo. Cierto es que una huida a través de las tierras de la Nueva Guinea era demasiado peligrosa y no sería yo quien aconsejase a Ned Land intentarla. Más valía ser prisionero a bordo del Nautilus que caer entre las manos de los naturales de la Papuasia.

Se puso a nuestra disposición el bote para el día siguiente. Yo daba por descontado que no nos acompañarían ni el capitán Nemo ni ninguno de sus hombres y que Ned Land habría de dirigir él solo la embarcación. Pero la tierra no se hallaba más que a dos millas de distancia, y para el canadiense sería un juego conducir el ligero bote entre esas líneas de arrecifes tan peligrosas para los grandes navíos.

Al día siguiente, 5 de enero, se extrajo de su alvéolo la canoa y se botó al mar desde lo alto de la plataforma. Dos hombres bastaron para realizar la operación. Los remos estaban ya a bordo y nos embarcamos a las ocho de la mañana, con nuestras hachas y fusiles.

El mar estaba bastante bonancible. Soplaba una ligera brisa de tierra. Conseil y yo remábamos vigorosamente, en tanto que Ned Land manejaba el timón en los estrechos pasos que dejaban los rompientes. La canoa obedecía bien al timón y navegaba con rapidez.

Ned Land no podía contener su alegría. Era un prisionero escapado de su cárcel, y no parecía pensar que debía volver a ella.

-¡Carne! -exclamaba-. ¡Vamos a comer carne, y qué carne! ¡Caza auténtica! No digo yo que el pescado no sea una buena cosa, pero sin abusar, y un buen trozo de carne fresca a la parrilla sería una agradable variación.

-¡El muy glotón, me está haciendo la boca agua! -dijo Conseil.

-Queda por ver -dije- si hay caza en esos bosques. Y puede que las piezas sean de tal tamaño que cacen al cazador.

-¡Oh!, señor Aronnax -respondió el canadiense, cuyos dientes parecían estar tan afilados como el filo de un hacha-, le aseguro que estoy dispuesto a comer tigre, solomillo de tigre, si no hay otro cuadrúpedo en esta isla.

-El amigo Ned es inquietante -dijo Conseil.

-Lo que sea -prosiguió Ned Land-. Cualquier animal de cuatro patas sin plumas o de dos patas con plumas recibirá el saludo de mi fusil.

-He aquí que el señor Land vuelve a excitarse.

-No tema, señor Aronnax -respondió el canadiense-, y reme con fuerza. No pido más de media hora para ofrecerle un plato a mi manera.

A las ocho y media, la canoa del Nautilus arribó a una playa de arena, tras haber franqueado con fortuna el anillo de coral que rodeaba a la isla de Gueboroar.

21. Unos días en tierra

Me impresionó vivamente tocar tierra.

Ned Land pisaba el suelo como en un acto de posesión. No hacía más de dos meses, sin embargo, que éramos, según la expresión del capitán Nemo, los «pasajeros del Nautilus», es decir, en realidad, los prisioneros de su comandante.

En pocos minutos estuvimos a tiro de fusil de la costa. El suelo era casi enteramente madrepórico, pero algunos lechos de torrentes desecados, sembrados de restos granfticos, demostraban que la isla era debida a una formación primordial.

Una cortina de hermosos bosques ocultaba el horizonte. Árboles enormes, algunos de los cuales alcanzaban doscientos pies de altura, se unían entre ellos por guirnaldas de lianas, verdaderas hamacas naturales a las que mecía la brisa. Mimosas, ficus, casuarinas, teks, hibiscos, pandanes y palmeras se mezclaban con profusión, y al abrigo de sus bóvedas verdes, al pie de sus tallos, crecían orquídeas, leguminosas y helechos.

Sin reparar en tan bellas muestras de la flora papuasiana, el canadiense abandonó lo agradable orlío útil, alver un cocotero. Abatió rápidamente algunos e sus frutos, los abrió y entonces bebimos su leche y comim s su almendra con una satisfacción que parecía expresar una protesta contra la dieta del Nautilus.

– ¡Excelente! -decia Ned Land.

-¡Exquisito! -respondía Conseil.

-Espero -dijo el canadiense- que el capitán Nemo no se oponga a que introduzcamos a bordo una carga de cocos.

-No lo creo -respondí-, pero dudo que quiera probarlos.

-Peor para él -dijo Conseil.

-Y tanto mejor para nosotros -añadió Ned Land-, así tocaremos a más.

-Ned -dije al arponero, que se disponía a vaciar otro cocotero-, los cocos están muy buenos, pero antes de llenar el bote, me parece que sería prudente ver si la isla produce algo no menos útil. Creo que la despensa del Nautilus acogería con agrado legumbres frescas.

-Tiene razón el señor -dijo Conseil-, y yo propongo que reservemos en la canoa tres espacios: uno para los frutos, otro para las legumbres y el tercero para la caza, de la que no he visto todavía ni la más pequeña muestra.

-Conseil, no hay que desesperar -respondió el canadiense.

-Continuemos, pues, nuestra excursión -dije-, pero con el ojo al acecho. Aunque parezca deshabitada, bien podría albergar la isla algunos individuos menos escrupulosos que nosotros sobre la naturaleza de la caza.

-¡Eh! ¡Eh! -exclamó Ned Land, haciendo un significativo movimiento de mandíbulas.

-Pero, ¡Ned! -exclamó Conseil.

-Pues, ¿sabe lo que le digo? Que comienzo a comprender los encantos de la antropofagia.

-Pero ¡qué dice, Ned! -exclamó Conseil-. ¡Usted antropófago! Ya no podré sentirme seguro a su lado, durmiendo en el mismo camarote. ¿Me despertaré un día semidevorado?

-Amigo Conseil, le quiero mucho, pero no tanto como para comérmelo sin necesidad.

-No sé, no me fío -dijo Conseil-. ¡Hala, a cazar! Es menester cobrar una pieza como sea, para satisfacer a este caníbal; si no, una de estas mañanas, el señor no hallará más que unos trozos de doméstico para servirle.

Mientras así iban bromeando, nos adentramos en la espesura del bosque, que, durante dos horas, recorrimos en todos sentidos.

El azar se mostró propicio a nuestra búsqueda de vegetales comestibles. Uno de los más útiles productos de las zonas tropicales nos proveyó de un alimento precioso, del que carecíamos a bordo. Habló del árbol del pan, muy abundante en la isla de Gueboroar, que ofrecía esa variedad desprovista de semillas que se conoce en malayo con el nombre de rima. Se distinguía este árbol de los otros por su tronco recto, de una altura de unos cuarenta pies. Su cima, graciosamente redondeada y formada de grandes hojas multilobuladas, denunciaba claramente a los ojos de un naturalista ese artocarpo que tan felizmente se ha aclimatado en las islas Mascareñas. Entre su masa de verdor destacaban los gruesos frutos globulosos, de un decímetro de anchura, con unas rugosidades exteriores que tomaban una disposición hexagonal. Útil vegetal este con que la naturaleza ha gratificado a regiones que carecen de trigo, y que, sin exigir ningún cultivo, da sus frutos durante ocho meses al año.

Ned Land conocía bien ese fruto, por haberlo comido durante sus numerosos viajes, y sabía preparar su sustancia comestible. La vista del mismo excitó su apetito, y sin poder contenerse dijo:

-Señor, si no pruebo esta pasta del árbol del pan, me muero.

-Pues adelante, Ned, a su gusto. Est os aquí para hacer experimentos. Hagámoslos.

-No llevará mucho tiempo -respondió el canadiense.

Y, provisto de una lupa, encendió un fuego con ramas secas que chisporrotearon alegremente. Mientras tanto, Conseil y yo escogíamos los mejores frutos del artocarpo. Algunos no habían alcanzado aún un grado suficiente de madurez y su piel espesa recubría una pulpa blanca pero poco fibrosa. Otros, en muy gran número, amarillos y gelatinosos estaban pidiendo ser ya cogidos.

Los frutos no contenían hueso. Conseil llevó una docena de ellos a Ned Land, quien los colocó sobre las ascuas tras haberlos cortado en gruesas rodajas.

-Verá usted, señor, lo bueno que es este pan -decía.

-Sobre todo, cuando se ha estado privado durante tanto tiempo -dijo Conseil.

-Es más que pan -añadió el canadiense-, es obra de respostería, y delicada. ¿No la ha comido usted nunca?

-No, Ned.

-Pues prepárese a probar una cosa suculenta. Si no es así, dejo yo de ser el rey de los arponeros.

Al cabo de algunos minutos, la parte de los frutos expuesta al fuego quedó completamente tostada. Por dentro apareció una pasta blanca, como una tierna miga, cuyo sabor recordaba el de la alcachofa. Hay que reconocerlo, era un pan excelente y lo comí con gran placer.

-Desgraciadamente -dije- esta pasta no puede conservarse fresca. Es inútil, por tanto, que llevemos una provisión a bordo.

-¡Ah, no! -exclamó Ned Land-. Habla usted como un naturalista, pero yo voy a actuar como un panadero. Conseil, haga usted una buena recolección de frutos, que cogeremos a la vuelta.

-¿Cómo va a prepararlo, entonces? -le pregunté.

-Haciendo con su pulpa una pasta fermentada que se conservará indefinidamente sin pudrirse. Cuando quiera emplearla, la coceré en la cocina y verá usted cómo a pesar de su sabor un poco ácido estará muy rica.

-Así, Ned, veo que no le falta nada a este pan…

-Sí, señor profesor, le faltan algunas frutas o al menos algunas legumbres.

-Pues busquemos frutas y legumbres.

Una vez acabada nuestra recolección, nos pusimos en marcha para completar nuestro «almuerzo» terrestre.

No resultó baldía nuestra búsqueda; a mediodía habíamos hecho ya una buena recolección de plátanos. Estos deliciosos productos de la zona tórrida maduran durante todo el año. Los malayos, que les dan el nombre de pisang, los comen crudos. Además de los plátanos recogimos unas jacas enormes, fruta de sabor muy fuerte, mangos también muy sabrosos y piñas tropicales de un tamaño extraordinario.

Estas tareas nos llevaron mucho tiempo, aunque a la vista de su resultado no cabía lamentarlo.

Conseil no le quitaba ojo a Ned, que abría la marcha e iba recogiendo al paso, con mano segura, magníficas frutas para completar nuestras provisiones.

-¿No le falta nada, Ned? -preguntó Conseil.

-¡Hum! -gruñó el canadiense.

-¿Cómo? ¿De qué se queja?

-De que todos estos vegetales no nos ofrecen una comida. Son el postre. Pero ¿y la sopa?, ¿y el asado?

-Es cierto -dije-. Ned nos había prometido unas chuletas, que empiezan a parecerme muy problemáticas.

-Oiga -me dijo el canadiense-, no sólo no ha terminado la cacería, sino que todavía no ha comenzado. Tengamos paciencia, que acabaremos encontrando algún animal de pluma o de pelo, y si no es por aquí, será en otro sitio.

-Y si no es hoy, será mañana -añadió Conseil-, pues no hay que alejarse demasiado. Es más, creo que deberíamos volver a la canoa.

-¿Tan pronto? -dijo Ned.

-Debemos estar de regreso antes de la noche -dije.

-Pero ¿qué hora es? -preguntó el canadiense.

-Por lo menos son las dos -respondió Conseil.

-¡Cómo pasa el tiempo en tierra firme! -exclamó Ned Land, con un suspiro de pesar.

-En marcha entonces -dijo Conseil.

Volvimos sobre nuestros pasos y durante el camino fuimos completando nuestra recolección con nueces de palma, para lo que hubimos de subir a la cima de los árboles, así como con ese género de pequeñas habichuelas que los malayos denominan abrou, y con batatas de magnífica calidad.

Así, llegamos muy sobrecargados a la canoa. Pero Ned Land no se hallaba todavía satisfecho con las provisiones. Le favoreció la suerte entonces, ya que en el momento en que iba a embarcar vio varios árboles, de unos veinticinco a treinta pies de altura, pertenecientes a la familia de las palmas. Estos árboles, tan preciosos como el artocarpo, son considerados justamente como uno de los más útiles productos de Malasia. Eran sagús, vegetales silvestres que se reproducen, como los morales, por sus retoños y sus semillas.

Ned Land conocía la manera de utilizar esos árboles. Manejando el hacha con gran vigor, derribó dos o tres sagús, cuya madurez denunciaba el polvillo blanco que recubría sus palmas.

Yo le observaba más con los ojos del naturalista que con los de un hombre hambriento. Nad Land arrancaba de cada tronco una capa de corteza de una pulgada de espesor, dejando así al descubierto una red de fibras alargadas que formaban inextricables nudos amazacotados por una especie de harina gomosa. Esta fécula era el sagú, que constituye uno de los alimentos básicos de las poblaciones de la Melanesia.

Ned Land se limitó de momento a cortar los troncos como si de leíía se tratara, dejando para más tarde la extracción de la fécula, que habría de ser separada de sus ligamentos fibrosos, expuesta al sol para evaporar su humedad y, finalmente, depositada en moldes para endurecerse.

Eran las cinco de la tarde cuando abandonamos las orillas de la isla, cargados con nuestras riquezas. Media hora más tarde, llegábamos al Nautilus. Nadie presenció nuestra llegada. El enorme cilindro de acero parecía deshabitado. Embarcadas nuestras provisiones, fui a mi camarote, en el que hallé la cena servida. Después de comer, me dormí.

Al día siguiente, 6 de enero, sin novedad a bordo. Ni un ruido, ni un signo de vida, La canoa se hallaba en el mismo lugar en que la habíamos dejado. Resolvimos volver a la isla Gueboroar. Ned Land esperaba tener más fortuna que en la víspera, como cazador, y deseaba visitar otra parte de la selva.

A la salida del sol, ya estábamos en marcha. Alcanzamos la isla en pocos instantes. Desembarcamos, y, pensando que lo mejor era fiarse del instinto del canadiense, seguimos a Ned Land, cuyas largas piernas amenazaban distanciarnos excesivamente.

Ned Land siguió la costa hacia el Oeste. Luego, tras haber vadeado algunos torrentes, llegamos a un altiplano bordeado de magníficos bosques. A lo largo de los cursos de agua vimos algunos martines pescadores que no aceptaron nuestra proximidad. Su circunspección probaba que aquellos volátiles sabían a qué atenerse sobre los bípedos de nuestra especie, y de ello inferí que si la isla no estaba habitada era, por lo menos, frecuentada por seres humanos.

Tras haber atravesado una tupida pradera, llegamos al lindero de un bosquecillo animado por el canto y el vuelo de un gran número de pájaros.

-Sólo pájaros -dijo Conseil.

-Los hay también comestibles -respondió el arponero.

-No éstos, amigo Ned -replicó Conseil-, pues no veo más que loros.

-Conseil, el loro es el faisán de los que no tienen otra cosa que comer -dijo gravemente Ned.

-A lo que yo añadiré -intervine- que este pájaro, convenientemente preparado, puede valer la pena de arriesgar el tenedor.

En medio del follaje del bosque, todo un mundo de loros volaba de rama en rama, sin más separación entre sus garriduras y la lengua humana que la de una más cuidada educación. Por el momento, garrían en compañía de cotorras de todos los colores, de graves papagayos, que parecían meditar un problema filosófico, mientras loritos reales de un rojo brillante pasaban como un trozo de estambre llevado por la brisa, en medio de los cálaos de ruidoso vuelo, de los papúas, esos palmípedos que se pintan con los más finos matices del azul, y de toda una gran variedad de volátiles muy hermosos pero escasamente comestibles.

Aquella colección carecía, sin embargo, de un pájaro propio de estas tierras hasta el punto de que nunca ha salido de los límites de las islas de Arrú y de las islas de los Papúas. Pero la suerte me tenía reservada la posibilidad de admirarlo al poco tiempo. En efecto, después de atravesar un soto de escasa frondosidad nos encontramos en una llanura llena de matorrales. Fue allí donde vi levantar el vuelo a unos magníficos pájaros a los que la disposición de sus largas plumas obligaba a dirigirse contra el viento. Su vuelo ondulado, la gracia de sus aéreos giros y los reflejos tornasolados de sus colores atraían y encantaban la mirada. Pude reconocerlos sin dificultad.

Aves del paraíso! -exclamé.

-Orden de los paseriformes, sección de los clistómoros -respondió Conseil.

-¿Familia de las perdices? -preguntó Ned Land.

-No lo creo, señor Land, pero cuento con su pericia para atrapar a uno de estos maravillosos productos de la naturaleza tropical.

-Lo intentaré, señor profesor, aunque estoy más acostumbrado a manejar el arpón que el fusil.

Los malayos, que hacen un activo comercio de estos pájaros con los chinos, se sirven para su captura de diversos medios que a nosotros nos estaban vedados, y que consisten ya sea en tenderles unos lazos en la copa de los elevados árboles en que estas aves suelen buscar su morada, ya sea con una liga tenaz que paraliza sus movimientos. Incluso llegan a envenenar las fuentes en las que estos pájaros van a beber. Nuestros medios quedaban limitados a la tentativa de cazarlos al vuelo, con muy pocas posibilidades de alcanzarles. Y, en efecto, en estas tentativas gastamos en vano una buena parte de nuestra munición.

Hacia las once de la mañana, alcanzadas ya las primeras estribaciones de las montañas que forman el centro de la isla, todavía no habíamos conseguido cobrar ninguna pieza. El hambre empezaba a aguijonearnos. Habíamos confiado en exceso en la caza y cometido una imprudencia. Pero, afortunadamente, y con gran sorpresa por su parte, Conseil mató dos pájaros de un tiro y aseguró el almuerzo. Eran una paloma blanca y una torcaz que, rápidamente desplumadas y ensartadas en una broqueta, fueron llevadas al fuego. Mientras se asaban, Ned preparó el pan con el fruto del artocarpo. Devoramos las palomas hasta los huesos, encontrándolas excelentes. La nuez moscada de que se alimentan perfuma su carne dándole un sabor delicioso.

-Es como si los pollos se alimentaran de trufas -dijo Conseil.

-Y ahora, Ned, ¿qué es lo que falta?

-Una pieza de cuatro patas, señor Aronnax. Estas palomas no son más que un entremés para abrir boca. No estaré contento hasta que no haya matado un animal con chuletas.

-Ni yo, Ned, si no consigo atrapar un ave del paraíso.

-Continuemos, pues, la cacería -intervino Conseil-, pero de regreso ya hacia el mar. Hemos llegaddo a las primeras pendientes de las montañas y creo que más vale volver.

Era un consejo sensato, y lo adoptamos.

Al cabo de una hora de marcha llegamos a un verdadero bosque de sagús. Algunas inofensivas serpientes huían de vez en cuando a nuestro paso. Las aves del paraíso nos huían y había perdido ya toda esperanza, cuando Conseil, que abría la marcha, se inclinó súbitamente, lanzó un grito triunfal y vino hacia mí con un magnífico ejemplar.

-¡Ah! ¡Bravo, Conseil! -exclamé, entusiasmado.

-Créame que no vale la pena de…

-¡Cómo que no! ¡Ahí es nada coger uno de estos pájaros vivos! ¡Y con la mano!

-Si el señor lo examina de cerca, podrá ver que no he tenido gran mérito.

-¿Porqué, Conseil?

-Porque este pájaro está borracho.

-¿Borracho?

-Sí, señor. Ebrio de la nuez moscada que estaba comiendo en la mirística en que lo he encontrado. Vea, amigo Ned, vea los terribles efectos de la intemperancia.

-¡Mil diantres! -replicó el canadiense-. ¡Mira que echarme en cara la ginebra que he bebido desde hace dos meses!

Al examinar al curioso pájaro vi que Conseil no se equivocaba. El ave del paraíso, embriagada por el jugo espirituoso, estaba reducida a la impotencia, incapaz de volar y apenas de andar. Pero eso no me preocupaba y le dejé dormir «la mona».

Nuestra presa pertenecía a la más hermosa de las ocho especies conocidas en Papuasia y en la islas vecinas, es decir, a la llamada «gran esmeralda» que es, además, una de las más raras. Medía unos tres decímetros de largo. Su cabeza era relativamente pequeña y los ojos, situados cerca de la abertura del pico, eran también de pequeño tamaño. Todo él era una sinfonía de colores: el amarillo del pico, el marrón de las patas y de las uñas, el siena de las alas que en sus extremidades se tornaba en púrpura, el amarillo pajizo de la cabeza y del cuello, el esmeralda de la garganta, el marrón de la pechuga y del vientre. Las plumas, largas y ligeras de la cola, de una finura admirable, realzaban la belleza de este maravilloso pájaro, poéticamente llamado por los indígenas «pájaro de sol».

Yo deseaba vivamente poder llevar a París aquel soberbio ejemplar de ave del paraíso, a fin de donarlo al Jardín de Plantas, que no posee ninguno vivo.

-¿Es, pues, tan raro? -preguntó el canadiense, con el tono del cazador poco inclinado a estimar la caza desde un punto de vista artístico.

-Muy raro, sí, y, sobre todo, muy difícil de capturarlo vivo. Y aun muertos, estos pájaros son objeto de un comercio muy activo. Por eso, los indígenas han llegado incluso a fabricarlos, como se hace con las perlas y los diamantes.

-¿Cómo? -dijo Conseil-. ¿Es posible falsificar las aves de paraíso?

-Sí, Conseil.

-¿Y conoce el señor el procedimiento de los indígenas?

-Sí. Durante el monzón del Este, las aves del paraíso pierden las magníficas plumas que rodean su cola, esas plumas que los naturalistas han llamado subalares. Los falsificadores recogen esas plumas y las adaptan con mucha destreza a una pobre cotorra previamente mutilada. Luego tiñen las suturas, barnizan al pájaro y lo venden para su expedición a los museos y a los aficionados de Europa. Es una singular industria ésta.

-Bueno -dijo Ned Land-, si el pájaro no es auténtico sí lo son sus plumas, y como no está destinado a ser comido no lo veo mal.

Si mis deseos estaban colmados con la posesión del pájaro del paraíso, no acontecía lo mismo con los del cazador canadiense. Pero, afortunadamente, hacia las dos, Ned Land pudo cobrarse un magnífico cerdo salvaje, un barí-outang como lo llaman los naturales. Muy oportunamente había hecho su aparición aquel puerco que iba a procurarnos auténtica carne de cuadrúpedo, y fue bien recibido. Ned Land se mostró muy orgulloso de su disparo. El cerdo, alcanzado por la bala eléctrica, había caído fulminado.

El canadiense lo despojó y vació limpiamente de sus entrañas y extrajo media docena de chuletas destinadas a asegurarnos una buena parrillada para la cena. Luego, continuamos la cacería en la que Ned y Conseil renovarían sus proezas.

En efecto, los dos amigos se entregaron a una batida por los matorrales de los que levantaron un grupo de canguros que salieron dando saltos sobre sus patas elásticas. Pero su huida no fue tan rápida como para evitar que las balas eléctricas no detuvieran a algunos en su carrera.

– ¡Ah, señor profesor! -exclamó Ned Land, a quien exaltaba el ardor de la caza-, ¡qué carne tan excelente, sobre todo estofada! ¡Qué despensa para el Nautilusi ¡Dos… tres…. cinco … ! ¡Y cuando pienso que nos comeremos toda esta carne, y que esos imbéciles de a bordo no van a probarla!

Creo que si no hubiera hablado tanto, en su agitación, el canadiense los habría exterminado a todos. Pero se limitó a derribar una docena de estos curiosos marsupiales que forman el primer orden de los mamíferos aplacentarios, como nos diría Conseil.

Eran de pequeña talla, una especie de los «canguros-conejo», que se alojan habitualmente en los troncos huecos de los árboles, y que están dotados de una gran rapidez de desplazamiento. Pero si eran pequeños, su carne era muy estimable.

Estábamos muy satisfechos del resultado de la caza. El alegre Ned se proponía regresar al día siguiente a esta isla encantada, a la que quería despoblar de todos sus cuadrúpedos comestibles. Pero esto era no contar con lo que iba a sobrevenir.

A las seis de la tarde nos hallábamos de regreso en la playa. Nuestra canoa estaba varada en su lugar habitual. El Nautilus emergía de las olas, como un largo escollo, a dos millas de la costa.

Sin más tardanza, Ned Land se ocupó de la cena, con su acreditada pericia. Las chuletas de bari-outang, puestas sobre las ascuas, perfumaron deliciosamente el aire…

Pero me doy cuenta de que estoy pareciéndome al canadiense. ¡Heme aquí en éxtasis ante una parrillada de cerdo fresco! Espero que se me perdone como yo se lo he perdonado a Ned Land, y por los mismos motivos.

La cena fue excelente. Dos palomas torcaces completaron la extraordinaria minuta. La fécula de sagú, el pan del artocarpo, unos cuantos mangos, media docena de ananás y un poco de licor fermentado de nueces de coco nos alegraron el ánimo, hasta el punto de que las ideas de mis companeros, así me lo pareció, llegaron a perder algo de su solidez habitual.

-¿Y si no regresáramos esta noche al Nautilus? -dijo Conseil.

-¿Y si no volviéramos nunca más? -añadió Ned Land.

Apenas había acabado de formular su proposición el arponero cuando cayó una piedra a nuestros pies.

22. El rayo del capitán Nemo

Miramos hacia el bosque, sin levantarnos. Mi mano se había detenido en su movimiento hacia la boca, mientras la de Ned Land acababa el suyo.

-Una piedra no cae del cielo -dijo Conseil-, a menos que sea un aerolito.

Una segunda piedra, perfectamente redondeada, que arrancó de la mano de Conseil un sabroso muslo de paloma, dio aún más peso a la observación que acababa de proferir.

Nos incorporamos los tres, y tomando nuestros fusiles nos dispusimos a repeler todo ataque.

-¿Son monos? -preguntó Ned Land.

-Casi -respondió Conseil-. Son salvajes.

-A la canoa -dije, a la vez que me dirigía a la orilla.

Conveniente, en efecto, era batirse en retirada, pues una veintena de indígenas, armados de arcos y hondas, había hecho su aparición al lado de unos matorrales que, a unos cien pasos apenas, ocultaban el horizonte a nuestra derecha.

La canoa se hallaba a unas diez toesas de nosotros.

Los salvajes se aproximaron, sin correr pero prodigándonos las demostraciones más hostiles, bajo la forma de una lluvia de piedras y de flechas.

Ned Land no se había resignado a abandonar sus provisiones, y pese a la inminencia del peligro, no emprendió la huida sin antes coger su cerdo y sus canguros.

Apenas tardamos dos minutos en llegar a la canoa. Cargarla con nuestras armas y provisiones, botarla al mar y coger los remos fue asunto de un instante. No nos habíamos distanciado todavía ni dos cables cuando los salvajes, aullando y gesticulando, se metieron en el agua hasta la cintura. Esperando que su aparición atrajera a la plataforma del Nautilus algunos hombres, miré hacia él. Pero el enorme aparato parecía estar deshabitado.

Veinte minutos más tarde subíamos a bordo. Las escotillas estaban abiertas. Tras amarrar la canoa, entramos en el Nautílus.

Descendí al salón, del que se escapaban algunos acordes. El capitán Nemo estaba allí, tocando el órgano y sumido en un éxtasis musical.

-Capitán.

No me oyó.

-Capitán -dije de nuevo, tocándole el hombro.

Se estremeció y se volvió hacia mí.

-¡Ah! ¿Es usted, señor profesor? ¿Qué tal su cacería? ¿Ha herborizado con éxito?

-Sí, capitán, pero, desgraciadamente, hemos atraído una tropa de bípedos cuya vecindad me parece inquietante.

-¿Qué clase de bípedos?

-Salvajes.

-¡Salvajes! -dijo el capitán Nemo, en un tono un poco irónico-. ¿Y le asombra, señor profesor, haber encontrado salvajes al poner pie en tierra? ¿Y dónde no hay salvajes? Y estos que usted llama salvajes ¿son peores que los otros?

-Pero, capitán…

-Yo los he encontrado en todas partes.

-Pues bien -respondí-, si no quiere recibirlos a bordo del Nautilus, hará bien en tomar algunas precauciones.

-Tranquilícese, señor profesor, no hay por qué preocuparse.

-Pero, estos indígenas son muy numerosos.

-¿Cuantos ha contado?

-Tal vez un centenar.

-Señor Aronnax -respondió el capitán Nemo, cuyos dedos se habían posado nuevamente sobre el teclado del órgano-, aunque todos los indígenas de la Papuasia se reunieran en esta playa, nada tendría que temer de sus ataques al Nautilus.

Los dedos del capitán corrieron de nuevo por el teclado del instrumento, y observé que sólo golpeaba las teclas negras, lo que daba a sus melodías un color típicamente escocés. Pronto olvidó mi presencia y se sumió en una ensoñación que no traté de disipar.

Subí a la plataforma. Había sobrevenido de golpe la noche, pues a tan baja latitud el sol se pone rápidamente, sin crepúsculo. Se veía ya muy confusamente el perfil de la isla Gueboroar, pero las numerosas fogatas que iluminaban la playa mostraban que los indígenas no pensaban abandonarla.

Permanecí así, solo, durante varias horas. Pensaba en aquellos indígenas, ya sin temor, ganado por la imperturbable confianza del capitán. Les olvidé pronto, para admirar los esplendores de la noche tropical. Siguiendo a las estrellas zodiacales, mi pensamiento voló a Francia, que habría de ser iluminada por aquéllas dentro de unas horas.

La luna resplandecía en medio de las constelaciones del cenit. Entonces pensé que el fiel y complaciente satélite habría de volver a este mismo lugar dos días después para levantar las aguas y arrancar al Nautilus de su lecho de coral. Hacia medianoche, viendo que todo estaba tranquilo, tanto en el mar como en la orilla, bajé a mi camarote y me dormí apaciblemente.

Transcurrió la noche sin novedad. La sola vista del monstruo encallado er la bahía debía atemorizar a los papúes, pues las escotillas que habían permanecido abiertas les ofrecían un fácil acceso a su interior.

El 8 de enero, a las seis de la mañana, subí a la plataforma.

A través de las brumas matinales, que iban disipándose, la isla mostró sus playas primero y sus cimas después.

Los indígenas continuaban allí, más numerosos que en la víspera. Tal vez eran quinientos o seiscientos. Aprovechándose de la marea baja, algunos habían avanzado sobre las crestas de los arrecifes hasta menos de dos cables del Nautilus. Los distinguía fácilmente. Eran verdaderos papúes, de atlética estatura. Hombres de espléndida raza, tenían una frente ancha y alta, la nariz gruesa, pero no achatada, y los dientes muy blancos. El color rojo con que teñían su cabellera lanosa contrastaba con sus cuerpos negros y relucientes como los de los nubios. De los lóbulos de sus orejas, cortadas y dilatadas, pendían huesos ensartados. Iban casi todos desnudos. Entre ellos vi a algunas mujeres, vestidas desde las caderas hasta las rodillas con una verdadera crinolina de hierbas sostenida por un cinturón vegetal. Algunos jefes se adornaban el cuello con collares de cuentas de vidrio rojas y blancas. Casi todos estaban armados de arcos, flechas y escudos, y llevaban a la espalda una especie de red con las piedras redondeadas que con tanta destreza lanzan con sus hondas.

Uno de los jefes examinaba atentamente y desde muy cerca al Nautilus. Debía de ser un «mado» de alto rango, pues se arropaba con un tejido de hojas de banano, dentado en sus bordes y teñido con colores muy vivos.

Fácilmente hubiera podido abatir al indígena, por la escasa distancia a que se hallaba, pero pensé que más valía esperar demostraciones de hostilidad por su parte. Entre europeos y salvajes, conviene que sean aquellos los que repliquen y no ataquen.

Mientra duró la marea baja, los indígenas merodearon por las cercanías de Nautilus, sin mostrarse excesivamente ruidosos. Les oí repetir frecuentemente la palabra assai, y, por sus gestos, comprendí que me invitaban a ir a tierra firme, invitación que creí deber declinar.

Aquel día no se movió la canoa, con gran pesar de Ned Land que no pudo completar sus provisiones. El hábil canadiense empleó su tiempo en la preparación de las carnes y las féculas que había llevado de la isla Gueboroar.

Cuando, hacia las once de la mañana, las crestas de los arrecifes comenzaron a desaparecer bajo las aguas de la marea ascendente, los salvajes volvieron a la playa, en la que su número iba acrecentándose. Probablemente estaban viniendo de las islas vecinas o de la Papuasia propiamente dicha. Pero hasta entonces no había visto yo ni una sola piragua.

No teniendo nada mejor que hacer, se me ocurrió dragar aquellas aguas, cuya limpidez dejaba ver con profusión conchas, zoófitos y plantas pelágicas. Era, además, el último día que el Nautilus debía permanecer en aquellos parajes, si es que conseguía salir a flote con la alta marea del día siguiente, como esperaba el capitán Nemo.

Llamé, pues, a Conseil, quien me trajo una draga ligera, muy parecida a las usadas para pescar ostras.

-¿Y esos salvajes? -me preguntó Conseil-. No me parecen muy feroces.

-¿No? Pues, sin embargo, son antropófagos, muchacho.

-Se puede ser antropófago y buena persona -respondió Conseil-, como se puede ser glotón y honrado. Lo uno no excluye lo otro.

-Bien, Conseil, te concedo que son honrados antropófagos, y que devoran honradamente a sus prisioneros. Sin embargo, como no me apetece nada ser devorado, ni tan siquiera honradamente, prefiero mantenerme alerta, ya que el comandante del Nautilus no parece tomar ninguna precaución. Y ahora, a trabajar.

Durante dos horas pescamos activamente, pero sin coger ninguna pieza rara. La draga sé llenaba de orejas marinas, de arpas, de melanias, y muy en particular de algunos de los más bellos martillos que había visto yo hasta ese día. Cogimos también algunas holoturias, ostras perlíferas y una docena de pequeñas tortugas que reservamos para la despensa de a bordo.

Pero en el momento en que menos me lo esperaba, puse la mano sobre una maravilla o, por mejor decir, sobre una deformidad natural muy difícil de hallar. Acababa Conseil de dar un golpe de draga y de elevar su aparato cargado de diversas conchas bastante ordinarias, cuando, de repente, me vio hundir el brazo en la red, retirar de ella una concha, y lanzar un grito de conquiliólogo, es decir, el grito más estridente que pueda producir la garganta humana.

-¿Qué le ocurre al señor? -preguntó Conseil, muy sorprendido-. ¿Le ha mordido algo?

-No, muchacho, aunque sí hubiera dado con gusto un dedo por mi descubrimiento.

-¿Qué descubrimiento?

-Esta concha -le dije mostrándole el objeto de mi entusiasmo.

-Pero ¡si no es más que una simple oliva porfiria! Género oliva, orden de los pectinibranquios, clase de los gasterópodos, familia de los moluscos.

-Sí, Conseil, pero en vez de estar enrollada de derecha a izquierda, lo está de izquierda a derecha.

-¿Es posible?

-Sí, muchacho, es una concha senestrógira.

-¡Una concha senestrógira! -repitió Conseil, palpitándole el corazón.

-¡Mira su espira!

-¡Ah! Puede creerme el señor si le digo que en toda mi vida he sentido una emoción parecida -dijo Conseil, a la vez que tomaba la preciosa concha con una mano temblorosa.

Y era para estar emocionado. Sabido es, en efecto, y así lo han señalado los naturalistas, que la tendencia diestra es una ley de la naturaleza. Los astros y sus satélites efectúan sus movimientos de traslación y de rotación de derecha a izquierda. El hombre se sirve mucho más a menudo de su mano derecha que de la izquierda, y, consecuentemente, sus instrumentos y sus aparatos, escaleras, cerraduras, resortes de los relojes, etc., están concebidos para el uso de la mano derecha. La naturaleza ha seguido generalmente esta ley para el enrollamiento de sus conchas. Todas lo hacen a la derecha, y cuando, por azar, sus espiras lo hacen al contrario, los aficionados las pagan a precio de oro.

Nos hallábamos absortos Conseil y yo en la contemplación de nuestro tesoro, con el que esperaba enriquecer el museo, cuando una maldita piedra, lanzada por un indígena, rompió el precioso objeto en la mano de Conseil.

Mientras yo lanzaba un grito de desesperación, Conseil se precipitó hacia su fusil y apuntó con él a un salvaje que agitaba su honda a unos diez metros de nosotros. Quise impedirle que disparara, pero no pude y su tiro destrozó el brazalete de amuletos que pendía del brazo del indígena.

-¡Conseil! -grité-. ¡Conseill

-¡Y qué! ¿No ve el señor que ha sido el caníbal el que ha comenzado el ataque?

-Una concha no vale la vida de un hombre -le dije.

-¡Ah, el miserable! -exclamó Conseil-. ¡Hubiera preferido que me hubiera roto el hombro!

Conseil era sincero al hablar así, pero yo no compartía su opinión.

La situación había cambiado desde hacía algunos instantes, sin que nos hubiéramos dado cuenta. Una veintena de piraguas se hallaban ahora cerca del Nautilus. Las piraguas, largas y estrechas, bien concebidas para la marcha, se equilibraban por medio de un doble balancín de bambú que flotaba en la superficie del agua. Los remeros, semidesnudos, las manejaban con habilidad, y yo los veía avanzar no sin inquietud.

Era evidente que los indígenas habían tenido ya relación con los europeos y que conocían sus navíos. Pero ¿qué podían pensar de aquel largo cilindro de acero inmovilizado en la bahía, sin mástiles ni chimenea? Nada bueno, a juzgar por la respetuosa distancia en que se habían mantenido hasta entonces. Sin embargo, su inmovilidad debía haberles inspirado un poco de confianza, y trataban de familiarizarse con él. Y era precisamente eso lo que convenía evitar. Nuestras armas, carentes de detonación, no eran las más adecuadas para espantar a los indígenas, a los que sólo inspiran respeto las que causan estruendo. Sin el estrépito del trueno, el rayo no espantaría a los hombres, pese a que el peligro esté en el relámpago y no en el ruido.

En aquel momento, ya muy próximas las piraguas al Nautilus, una lluvia de flechas se abatió sobre él.

-¡Diantre! Está granizando y quizá sea un granizo envenenado -dijo Conseil.

-Hay que avisar al capitán Nemo -dije-, y me introduje por la escotilla.

Descendí al salón. No había nadie, y me arriesgué a llamar a la puerta del camarote del capitán.

-Pase.

Entré y hallé al capitán Nemo sumergido en un mar de cálculos, entre los que abundaban las x y otros signos algebraicos.

-¿Le molesto? -le dije, por cortesía.

-Sí, señor Aronnax, pero supongo que tiene usted serias razones para venir a verme, ¿no?

-Muy serias. Las piraguas de los indígenas nos tienen rodeados, y dentro de unos minutos nos veremos asaltados por varios centenares de salvajes.

-¡Ah! -dijo el capitán Nemo, con la mayor calma-, ¿han venido con sus piraguas?

-Sí, señor.

-Pues bien, basta con cerrar las escotillas.

-Precisamente, y es lo que venía a decirle.

-Nada más fácil -dijo el capitán Nemo, al tiempo que, pulsando un timbre eléctrico, transmitía una orden a la tripulación.

-Ya está -me dijo tras algunos instantes-. La canoa está en su sitio y las escotillas cerradas. Supongo que no temerá usted que esos señores destruyan unas murallas contra las que nada pudieron los obuses de su fragata.

-No, capitán, pero subsiste aún un peligro.

-¿Cuál?

-Mañana, a la misma hora, habrá que reabrir las escotillas para renovar el aire del Nautilus.

-Así es, puesto que nuestro navío respira como los cetáceos.

-Pues bien, si en ese momento los papúes ocupan la plataforma, no veo cómo podremos impedirles la entrada.

-Así que supone usted que van a subir a bordo.

-Estoy seguro.

-Pues bien, que suban. No veo ninguna razón para impedírselo. En el fondo, estos papúes son unos pobres diablos y no quiero que mi visita a la isla Gueboroar cueste la vida a uno solo de estos desgraciados.

Me disponía a retirarme, pero el capitán Nemo me retuvo y me invitó a sentarme a su lado. Me interrogó con interés acerca de nuestras excursiones y la caza, y pareció no comprender la necesidad de carne tan apasionadamente sentida por el arponero. Luego la conversación se orientó hacia otros temas y, sin ser más comunicativo, el capitán Nemo se mostró más amable.

Entre otras cosas, tocamos el tema de la situación del Nautilus, encallado precisamente en el mismo estrecho en que Dumont d'Urville estuvo a punto de perder sus barcos. Y a propósito de Dumont d'Urville -me dijo el capitán Nemo:

-Fue uno de sus más grandes marinos, uno de sus más inteligentes navegantes. Para ustedes, los franceses, Dumont d'Urville es como el capitán Cook para los ingleses. ¡Qué infortunio el de ese hombre sabio! ¡Haber desafiado a los bancos de hielo del Polo Sur, a los arrecifes de Oceanía y a los caníbales del Pacífico, para acabar muriendo miserablemente en un tren! Si a ese hombre enérgico le fue dado pensar durante los últimos segundos de su existencia, ¿se imagina usted cuáles serían sus pensamientos?

Al hablar así, el capitán Nemo parecía emocionado, y yo inscribí ese gesto en su activo.

Luego, mapa en mano, pasamos revista a los trabajos del navegante francés, sus viajes de circunnavegación, su doble tentativa del polo Sur que le valió el descubrimiento de las tierras de Adelia y Luis Felipe y, por último, sus mapas hidrográficos de las principales islas de Oceanía.

-Lo que en la superficie de los mares hizo su Dumont d'Urville -me dijo el capitán Nemo- lo he hecho yo en el interior del océano, y más completa y más fácilmente que él. El Astrolabe y la Zelée, incesantemente zarandeados por los huracanes, no podían competir con el Nautilus, tranquilo gabinete de trabajo y verdaderamente sedentario en medio de las aguas.

-Y, sin embargo, capitán, hay un punto común entre las corbetas de Dumont d'Urville y el Nautilus.

-¿Cuál?

-El de que el Nautilus haya encallado como ellas.

-El Nautilus no ha encallado -me respondió fríamente el capitán Nemo-. El Nautilus está hecho para reposar en el lecho de los mares, y yo no tendré que emprender las penosas maniobras que hubo de hacer Dumont d'Urville para sacar a flote sus barcos. El Astrolabe y la Zelée estuvieron a punto de perderse, pero mi Nautilus no corre ningún peligro. Mañana, en el día y a la hora señalados, la marea lo elevará suavemente y reemprenderá su navegación a través de los mares.

-Capitán, yo no pongo en duda…

-Mañana -añadió el capitán Nemo, levantándose- a las dos horas y cuarenta minutos de la tarde, el Nautilus estará a flote y abandonará, sin avería alguna, el estrecho de Torres.

El capitán Nemo se inclinó ligeramente, en señal de despedida. Salí y volví a mi camarote, donde hallé a Conseil, que deseaba conocer el resultado de mi conversación con el capitán.

-Cuando le dije que su Nautilus estaba amenazado por los naturales de la Papuasia, me respondió muy irónicamente. Así, pues, ten confianza en él y vete a dormir tranquilamente.

-¿El señor no necesita de mis servicios?

-No. ¿Qué está haciendo Ned Land?

-El señor me excusará, pero el amigo Ned está haciendo un paté de canguro que va a ser una maravilla.

Me acosté y dormí bastante mal. Oía el ruido que hacían los salvajes al pisotear la plataforma y sus gritos estridentes. Pasó así la noche sin que la tripulación cambiara en lo más mínimo su comportamiento habitual. La presencia de los caníbales les inquietaba tanto como a los soldados de un fuerte el paso de las hormigas por sus empalizadas. Me levanté a las seis de la mañana. No se habían abierto las escotillas para renovar el aire, pero hicieron funcionar los depósitos para suministrar algunos metros cúbicos de oxígeno a la atmósfera enrarecida del Nautilus.

Estuve trabajando en mi camarote hasta mediodía, sin ver ni un solo instante al capitán Nemo. No parecía efectuarse ninguna maniobra de partida a bordo. Esperé aún durante algún tiempo y luego fui al salón. El reloj de pared indicaba las dos y media. Dentro de diez minutos la marea debía alcanzar su máxima altura y, si el capitán Nemo no había hecho una promesa temeraria, el Nautilus quedaría liberado. Si así no ocurría, podrían pasar meses antes de salir de su lecho de coral. Pero no tardé en sentir los estremecimientos precursores que agitaron el casco del buque. Luego se oyeron rechinar los flancos del mismo contra las asperezas calcáreas del arrecife.

A las dos horas y treinta y cinco minutos, el capitán Nemo apareció en el salón.

-Vamos a zarpar -dijo.

-¡Ah! -exclamé.

-He dado orden de abrir las escotillas.

-¿Y los papúas?

-¿Los papúas? -dijo el capitán Nemo, alzándose de hombros.

-¿No teme que penetren en el Nautilus?

-¿Cómo podrían hacerlo?

-Entrando por las escotillas.

-Señor Aronnax, no se entra así como así por las escotillas del Nautilus, incluso cuando están abiertas.

Le miré.

-No lo comprende, ¿no es así?

-En efecto.

-Bien, pues venga y véalo.

Me dirigí hacia la escalera central, al pie de la cual se hallaban Ned Land y Conseil, muy intrigados, contemplando cómo algunos hombres de la tripulación abrían las escotillas. Afuera, sonaban gritos de rabia y espantosas vociferaciones.

Se corrieron los portalones del exterior. Veinte figuras horribles aparecieron a nuestra vista. Pero el primero de los indígenas que tocó el pasamano de la escalera, rechazado hacia atrás por no sé qué fuerza invisible, huyó dando espantosos alaridos y saltos tremendos. Diez de sus compañeros le sucedieron y los diez corrieron la misma suerte.

Conseil estaba fascinado. Ned Land, llevado de sus violentos instintos, se lanzó a la escalera. Pero nada más tocar el pasamano, fue derribado a su vez.

-¡Mil diantres! -bramó-. ¡Me ha golpeado un rayo!

Su grito me lo explicó todo. No era un pasamano, sino un cable metálico cargado de electricidad. Quienquiera que lo tocara sufría una formidable sacudida, que podría ser mortal si el capitán Nemo hubiera lanzado a ese conductor toda la electricidad de sus aparatos. Podía decirse realmente que entre sus asaltantes y él había tendido una barrera eléctrica que nadie podía franquear impunemente.

Los papúas se habían retirado enloquecidos por el terror. Nosotros, venciendo a duras penas la risa, consolábamos y friccionábamos al desdichado Ned Land, que juraba como un poseso.

En aquel momento, el Nautilus, elevado por las aguas, abandonaba su lecho de coral en el minuto exacto que había fijado el capitán. Su hélice batió el agua con una majestuosa lentitud. Su velocidad aumentó poco a poco. Navegando en superficie, abandonó sano y salvo los peligrosos pasos del estrecho de Torres.

 

 

23- ((Aegri somnia))

Al día siguiente, 10 de enero, el Nautilus continuó su marcha entre dos aguas, pero con una velocidad extraordinaria, que no estimé en menos de treinta y cinco millas por hora. Era tal la rapidez de su hélice, que no podía yo ni seguir sus vueltas ni contarlas.

Al pensar que ese maravilloso agente eléctrico, además de dar al Nautilus movimiento, luz y calor, lo protegía de todo ataque exterior y lo transformaba en un arca santa que ningún profanador podía tocar sin ser fulminado, mi admiración no conocía límites, y del aparato se remontaba al ingeniero que lo había creado.

Marchábamos directamente hacia el oeste, y el 11 de enero pasamos antes el cabo Wessel, situado a 1350 de longitud y 100 de latitud norte, que forma la punta oriental del golfo de Carpentaria. Los arrecifes eran todavía numerosos, pero ya más dispersos, y estaban indicados en el mapa con una extremada precisión. El Nautilus evitó con facilidad los rompientes de Money, a babor, y los arrecifes Victoria, a estribor, situados a 1300 de longitud sobre el paralelo 10, que seguíamos rigurosamente.

El 13 de enero, llegados al mar de Timor, pasamos cerca de la isla de este nombre, a 1220 de longitud. La isla, cuya superficie es de mil seiscientas veinticinco leguas cuadradas, está gobernada por rajás. Dichos príncipes dicen ser hijos de cocodrilos, es decir, tener el más alto origen a que puede aspirar un ser humano. Sus escamosos antepasados abundan en los ríos de la isla y son objeto de una particular veneración. Se les protege, se les mima, se les adula, se les alimenta, se les ofrecen jóvenes muchachas en ofrenda. ¡Pobre del extranjero que ose poner la mano sobre estos sagrados saurios!

Pero el Nautilus no tuvo nada que ver con tan feos animales. Timor sólo fue visible un instante, a mediodía, cuando el segundo fijó la posición. Asimismo, sólo pude entrever la pequeña isla Rotti, que forma parte del grupo, y cuyas mujeres tienen adquirida en los mercados malayos una sólida reputación de belleza.

A partir de ese punto, la dirección del Nautilus se inflexionó en latitud hacia el Sudoeste. Se puso rumbo al océano Indico. ¿Adónde iba a llevarnos la fantasía del capitán Nemo? ¿Se dirigiría hacia las costas de Asia o hacia las de Europa? Determinaciones poco probables en un hombre que rehuía los continentes habitados. ¿Descendería, pues, hacia el Sur? ¿Pasaría por el cabo de Buena Esperanza y por el de Hornos hacia el polo antártico? ¿O regresaría a aquellos mares del Pacífico en los que su Nautilus podía hallar una navegación fácil e independiente? Era esto algo que sólo el porvenir podría decirnos.

Tras haber bordeado los escollos de Cartier, de Hibernia, de Seringapatam y de Scott, últimos esfuerzos del elemento sólido contra el elemento líquido, el 14 de enero nos hallamos más allá de todo vestigio de tierra. La velocidad del Nautilus se redujo considerablemente, y, muy caprichoso en su comportamiento, navegaba alternativamente en inmersión y en superficie.

Durante este período del viaje, el capitán Nemo se entregó a interesantes experimentos sobre las diversas temperaturas del mar en capas diferentes. En condiciones normales, estos datos se obtienen por medio de instrumentos bastante complicados. Las informaciones que éstos procuran son por lo menos dudosas, ya sean sondas termométricas cuyos cristales se rompen a menudo bajo la presión de las aguas, ya sean aparatos basados en la variación de resistencia de los metales a las corrientes eléctricas. Los resultados así obtenidos no pueden ser controlados con un rigor suficiente. Pero el capitán Nemo podía permitirse ir por sí mismo a buscar la temperatura en las profundidades del mar, y su termómetro, puesto en comunicación con las diversas capas líquidas, le proporcionaba tan inmediata como seguramente los grados solicitados.

Así es como, ya fuere sobrecargando sus depósitos, ya descendiendo oblicuamente por medio de sus planos inclinados, el Nautilus alcanzó sucesivamente profundidades de tres, cuatro, cinco, siete, nueve y diez mil metros, y el resultado definitivo de sus experimentos fue que, bajo todas las latitudes, el mar, a una profundidad de mil metros, presentaba una temperatura constante de cuatro grados y medio.

Yo seguía tales estudios con el más vivo interés. El capitán Nemo ponía en ellos una verdadera pasión. A menudo me preguntaba yo con qué fin procedía él a esas observaciones. ¿Las hacía en beneficio de sus semejantes? No era probable que así fuera, pues, un día u otro, los resultados de sus trabajos debían perecer con él en algún mar ignorado. A menos que me destinara a mí el resultado de sus estudios. Pero eso significaría admitir que mi extraño viaje tendría un término, y ese término yo no lo veía.

Fuera como fuese, el capitán Nemo me dio a conocer algunos datos por él obtenidos acerca de las densidades del agua en los principales mares del Globo. De tal comunicación deduje yo algo interesante a título personal, que no tenía carácter científico.

Fue en la mañana del 15 de enero, cuando me hallaba paseando con el capitán por la plataforma. Me preguntó si conocía las diferentes densidades de las aguas marítimas. Le respondí negativamente, precisándole que la ciencia carecía de observaciones rigurosas sobre este punto.

-Yo he efectuado esas observaciones, y puedo certificar la certeza de las mismas.

-Bien, pero el Nautilus es un mundo aparte, y los secretos de los sabios no llegan a la tierra.

-Tiene usted razón, señor profesor -me dijo tras algunos instantes de silencio-. Es, efectivamente, un mundo aparte. Es tan extranjero a la Tierra como a los planetas que la acompañan en su viaje alrededor del Sol. Nunca se conocerán los trabajos de los sabios de Saturno o de Júpiter. Sin embargo, y puesto que el azar ha ligado nuestras vidas, voy a comunicarle el resultado de mis observaciones.

-Le escucho, capitán.

-Usted sabe, señor profesor, que el agua de mar es más densa que el agua dulce. Pero esta densidad no es uniforme. En efecto, si se representara por la unidad la densidad del agua dulce, hallaríamos uno y veintiocho milésimas para las aguas del Atlántico, uno y veintiséis milésimas para la del Pacífico, uno y treinta milésimas para las del Mediterráneo…

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