Partes: 1, , 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12
No pude apenas dormir aquella noche. Los escualos atravesaban mis sueños. Me parecía tan justa como injusta a la vez esa etimología que hace proceder la palabra francesa con que se designa al tiburón, requin, de la palabra requiem.
A las cuatro de la mañana me despertó el steward que el capitán Nemo había puesto especialmente a mi servicio. Me levanté rápidamente, me vestí y pasé al salón, donde ya se hallaba el capitán Nemo.
-¿Está usted dispuesto, señor Aronnax?
-Lo estoy, capitán.
-Entonces, sígame.
-¿Y mis compañeros?
-Nos están esperando ya.
-¿No vamos a ponernos las escafandras?
-Todavía no. No he acercado el Nautilus a la costa, y estamos bastante lejos del banco de Manaar. Pero he hecho preparar la canoa, que nos conducirá al punto preciso de desembarco evitándonos un largo trayecto. Nos equiparemos con los trajes de buzo en el momento de dar comienzo a esta exploración submarina.
El capitán Nemo me condujo hacia la escalera central, cuyos peldaños terminaban en la plataforma. Ned y Conseil estaban ya allí, visiblemente contentos de la «placentera expedición» que se preparaba.
Cinco marineros nos esperaban en la canoa adosada al flanco del Nautilus.
Aún era de noche. Las nubes cubrían el cielo, dejando apenas entrever algunas estrellas. Dirigí la mirada a tierra, pero no vi más que una línea confusa que cerraba las tres cuartas partes del horizonte del Sudoeste al Noroeste. El Nautilus había costeado durante la noche la región occidental de Ceilán y se hallaba al Oeste de la bahía, o más bien del golfo que forma con ese país la isla de Manaar. Allí, bajo sus oscuras aguas, se extendía el banco de madreperlas sobre más de veinte millas de longitud.
El capitán Nemo, Conseil, Ned Land y yo nos instalamos a popa. Un marinero se puso al timón, mientras los otros cuatro tomaban los remos. Se largó la boza y nos alejamos del Nautilus, con rumbo Sur. Los remeros trabajaban sin prisa. Observé que sus vigorosos movimientos se sucedían cada diez segundos, según el método generalmente usado por las marinas de guerra.
Mientras corría la embarcación por su derrotero, las gotas líquidas golpeaban a los remos crepitando como esquirlas de plomo fundido. Un ligero oleaje imprimía a la canoa un pequeño balanceo, y las crestas de algunas olas chapoteaban en la proa.
Íbamos silenciosos. ¿En qué pensaba el capitán Nemo? Tal vez en esa tierra hacia la que se aproximaba y que debía parecerle excesivamente cercana, al contrario que al canadiense, para quien debía estar excesivamente lejana. Conseil iba como un simple curioso.
Hacia las cinco y media empezó a acusarse más netamente en el horizonte la línea superior de la costa. Bastante llana por el Este, se elevaba un poco hacia el Sur. Cinco millas nos separaban todavía de ella y su perfil se confundía aún con las aguas brumosas. Entre la costa y nosotros, el mar desierto. Ni un barco, ni un buceador. Soledad profunda en este lugar de cita de los pescadores de perlas. Tal como había dicho el capitán Nemo, llegábamos a estos parajes con un mes de anticipación.
A las seis, se hizo súbitamente de día, con esa rapidez peculiar de las regiones tropicales, que no conocen ni la aurora ni el crepúsculo. Los rayos solares atravesaron la cortina de nubes amontonadas en el horizonte oriental y el astro radiante se elevó rápidamente.
Vi entonces con toda claridad la tierra sobre la que se elevaban algunos árboles dispersos.
La canoa avanzó hacia la isla de Manaar que tomaba una forma redondeada por el Sur. El capitán Nemo se puso en pie y observó el mar. A una señal suya, se echó el ancla. La cadena corrió apenas, pues el fondo no estaba a más de un metro en aquel lugar, uno de los más elevados del banco de madreperlas. La canoa giró en seguida en torno a su ancla, por el empuje del reflujo.
-Ya hemos llegado, señor Aronnax -dijo el capitán Nemo-. En esta cerrada bahía, dentro de un mes se reunirán los numerosos barcos de los pescadores y los buceadores se sumergirán audazmente en su rudo trabajo. La disposición de la bahía es magnífica para este tipo de pesca, al hallarse abrigada de los vientos. El oleaje no es nunca demasiado fuerte, lo que favorece el trabajo de los buceadores. Vamos a ponernos las escafandras, para comenzar nuestra expedición.
No respondí, y sin dejar de mirar aquellas aguas sospechosas, comencé a ponerme mi pesado traje marino, ayudado por los marineros. El capitán Nemo y mis dos compañeros se estaban vistiendo también. Ninguno de los hombres del Nautilus iba a acompañarnos en esta nueva excursión.
No tardamos en hallarnos aprisionados hasta el cuello en los trajes de caucho, con los aparatos de aire fijados a la espalda por los tirantes.
En esa ocasión no eran necesarios los aparatos Ruhmkorff. Antes de introducir mi cabeza en la cápsula de cobre, se lo había preguntado al capitán.
-No nos serían de ninguna utilidad -me había respondido el capitán Nemo-. No iremos a grandes profundidades y nos iluminará la luz del sol. Además, no es prudente llevar bajo estas aguas una linterna eléctrica, que podría atraer inopinadamente a algún peligroso habitante.
Al decir esto el capitán Nemo, me volví hacia Conseil y Ned Land, pero éstos, embutidos ya en su casco metálico, no podían ni oír ni responder.
Me quedaba por hacer una última pregunta al capitán Nemo.
-¿Y nuestras armas? ¿Los fusiles?
-¿Para qué? ¿No atacan los montañeses al oso con un puñal? ¿No es más seguro el acero que el plomo? He aquí un buen cuchillo. Póngaselo en su cinturón y partamos.
Miré a mis compañeros y les vi armados como nosotros. Sólo que, además, Ned Land esgrimía un enorme arpón que había depositado en la canoa antes de abandonar el Nautilus.
Luego, siguiendo el ejemplo del capitán, me dejé poner la pesada esfera de cobre sobre la cabeza.
Nuestros depósitos de aire entraron inmediatamente en actividad.
Un instante después, los marineros nos desembarcaron uno tras otro, y tocamos pie a metro y medio de profundidad, sobre una arena compacta. El capitán Nemo nos hizo señal de seguirle y por una suave pendiente desaparecimos bajo el agua.
Una vez allí, me abandonaron inmediatamente las ideas que atormentaban a mi cerebro, y me hallé completamente tranquilo. La facilidad de mis movimientos aumentó mi confianza, mientras la rareza del espectáculo cautivaba mi imaginación.
La luz solar penetraba con suficiente claridad para hace visibles los menores objetos.
Al cabo de unos diez minutos de marcha, nos hallábamo a una profundidad de cinco metros y el fondo iba haciéndo se llano.
A nuestro paso, como una bandada de chochas en una laguna, levantaban el «vuelo» unos curiosos peces del género de los monópteros, sin otra aleta que la de la cola. Reconocí al javanés, verdadera serpiente de unos ocho decímetros de longitud, de vientre lívido, al que se le confundiría fácilmente con el congrio de no ser por las rayas doradas de sus flancos. En el género de los estromateos, cuyo cuerpo es ovalado y muy comprimido, vi fiatolas de brillantes colores y con una aleta dorsal como una hoz, peces comestibles que una vez secos y puestos en adobo sirven para la preparación de un plato excelente llamado karawade; «tranquebars», pertenecientes al género de los apsiforoides, con el cuerpo recubierto de una coraza escamosa dividida en ocho partes longitudinales.
La progresiva elevación del sol aumentaba la claridad en el agua. El suelo iba cambiando poco a poco. A la arena fina sucedía una verdadera calzada de rocas redondeadas, revestidas de un tapiz de moluscos y de zoófitos. Entre las numerosas muestras de estas dos ramas, observé placenos de valvas finas y desiguales, especie de ostráceos propios del mar Rojo y del océano índico; lucinas anaranjadas de concha orbicular; tarazas; algunas de esas púrpuras persas que proveían al Nautilus de un tinte admirable; múrices de quince centímetros de largo que se erguían bajo el agua como manos dispuestas a hacer presa; las turbinelas, vulgarmente llamadas dientes de perro, erizadas de espinas; língulas anatinas, conchas comestibles que alimentan los mercados del Indostán; pelagias panópiras, ligeramente luminosas, y admirables oculinas fiabeliformes, magníficos abanicos que forman una de las más ricas arborizaciones de estos mares.
En medio de estas plantas vivas y bajo los ramajes de los hidrófitos corrían legiones de torpes articulados: raninas dentadas con sus caparazones en forma de triángulo un poco redondeado; birgos propios de estos parajes y horribles partenopes de aspecto verdaderamente repugnante. No menos horroroso era el enorme cangrejo que encontré varias veces, el mismo que fuera observado y descrito por Darwin. Un cangrejo enorme al que la naturaleza ha dado el instinto y la fuerza necesarios para alimentarse de nueces de coco; trepa por los árboles de la orilla y hace caer los cocos que se rajan con el golpe y, ya en el suelo, los abre con sus poderosas pinzas. Bajo el agua, el cangrejo corría con una gran agilidad que contrastaba con el lento desplazamiento entre las rocas de los quelonios que abundan en estas aguas del Malabar.
Hacia las siete llegábamos por fin al banco de madreperlas en que éstas se reproducen por millones. Estos preciosos moluscos se adherían fuertemente a las rocas por ese biso de color oscuro que les impide desplazarse. En esto, las ostras son inferiores a las almejas, a las que la naturaleza no ha rehusado toda facultad de locomoción.
La meleagrina o madreperla, cuyas valvas son casi iguales, se presenta bajo la forma de una concha redondeada, de paredes muy espesas y muy rugosas por fuera. Algunas de ellas estaban formadas por varias capas y surcadas de bandas verduzcas irradiadas desde la punta. Eran ostras jóvenes. Las otras, de superficie ruda y negra, que medían hasta quince centímetros de anchura, tenían diez años y aún más edad.
El capitán Nemo me indicó con la mano ese prodigioso amontonamiento de madreperlas, una mina verdaderamente inagotable, pues la fuerza creadora de la naturaleza supera al instinto destructivo del hombre. Fiel a ese instinto, Ned Land se apresuraba a llenar con los más hermosos ejemplares un saquito que había tomado consigo.
Pero no podíamos detenernos. Había que seguir al capitán, que parecía dirigirse por senderos tan sólo por él conocidos. El suelo ascendía sensiblemente y a veces al elevar el brazo lo sacaba por encima de la superficie del agua. Luego, el nivel del banco descendió de nuevo caprichosamente. A menudo debíamos contornear altas rocas de formas piramidales. En sus oscuras anfractuosidades, grandes crustáceos, apostados sobre sus altas patas como máquinas de guerra, nos miraban con sus ojos fijos, y bajo nuestros pies reptaban diversas clases de nereidos alargando desmesuradamente sus antenas y sus cirros tentaculares.
De repente se abrió ante nosotros una vasta gruta excavada en un pintoresco conglomerado de rocas tapizadas de flora submarina. En un primer momento, la gruta me pareció profundamente oscura. Los rayos solares parecían apagarse en ella por degradaciones sucesivas. Su vaga transparencia no era ya más que luz ahogada. El capitán Nemo entró en ella y nosotros le seguimos. Mis ojos se acostumbraron pronto a esas tinieblas relativas. Distinguí los arranques de la bóveda, muy caprichosamente torneados, sobre pilares naturales sólidamente sustentados en su base granítica, como las pesadas columnas de la arquitectura toscana.
¿Por qué razón nuestro incomprensible guía nos llevaba al fondo de aquella cripta submarina? Pronto iba a saberlo.
Tras descender una pendiente bastante pronunciada llegamos al fondo de una especie de pozo circular. Allí se detuvo el capitán Nemo y nos hizo una indicación con la mano. Lo indicado era una ostra de una dimensión extraordinaria, una tridacna gigantesca, una pila que habría podido contener un lago de agua bendita, un pilón de más de dos metros de anchura y, consecuentemente, más grande que la que adornaba el salón del Nautilus.
Me acerqué a aquel molusco fenomenal. Estaba adherido por su biso a una gran piedra granítica, y se desarrollaba aisladamente allí en las aguas tranquilas de la gruta. Estimé el peso de esa tridacna en no menos de trescientos kilos. Una ostra semejante debe contener unos quince kilos de carne y haría falta el estómago de un Gargantúa para comerse unas cuantas docenas.
El capitán Nemo conocía evidentemente la existencia de la ostra. No era la primera vez que la visitaba. Yo pensé que al conducirnos a ese lugar quería mostrarnos simplemente una curiosidad natural. Me equivocaba. El capitán Nemo tenía un interés particular por comprobar el estado actual de la tridacna.
Las dos valvas del molusco estaban entreabiertas. El capitán se aproximó e introdujo su puñal entre las conchas para impedir que se cerraran; luego, con la mano, levantó la túnica membranosa con franjas en los bordes que formaban el manto del animal. Entre los pliegues foliáceos vi una perla libre del tamaño de un coco. Su forma globular, su perfecta limpidez, su admirable oriente hacían de ella una joya de un precio inestimable. Llevado de la curiosidad, extendí la mano para cogerla, para sopesarla, para palparla. Pero el capitán Nemo me contuvo con un gesto negativo, y retirando su cuchillo con un rápido gesto dejó que las valvas se cerraran súbitamente.
Comprendí entonces que el designio del capitán Nemo al dejar la perla era la de permitirle aumentar su tamaño. Cada año, la secreción del molusco añadía nuevas capas concéntricas. Sólo el capitán Nemo conocía la gruta en la que «maduraba» ese admirable fruto de la naturaleza. El capitán Nemo la criaba, por así decirlo, a fin de trasladarla un día a su precioso museo. Tal vez, incluso, siguiendo el ejemplo de los chinos y de los indios, había determinado él la producción de esa perla introduciendo bajo los pliegues del molusco algún trozo de vidrio o de metal recubierto poco a poco por la materia nacarada. En todo caso, la comparación de esa perla con las que yo conocía, y con las que brillaban en la colección del capitán, me daba un valor no inferior a diez millones de francos. Soberbia curiosidad natural y no joya de lujo, pues no había orejas femeninas que pudieran con ella.
La visita a la opulenta ostra había terminado. El capitán Nemo salió de la gruta y tras él ascendimos al banco de madreperlas, en medio de la claridad del agua no turbada aún por el trabajo de los buceadores.
Íbamos cada uno por nuestro lado, paseándonos, deteniéndonos o alejándonos a capricho. Yo iba ya absolutamente despreocupado de los peligros que mi imaginación había exagerado tan ridículamente. Los fondos se acercaban sensiblemente a la superficie, hasta que mi cabeza emergió del agua. Conseil se unio a mi y pegando su esfera metálica a la mía me saludó amistosamente con los ojos.
Pero la elevación del fondo se limitaba a unas cuantas toesas y pronto nos hallamos nuevamente en nuestro elemento. Pues creo tener ya el derecho de denominarlo así.
Apenas habrían pasado diez minutos, cuando el capitán Nemo se detuvo súbitamente. Creí que hacía alto para volver, pero no fue así.
Con un gesto nos ordenó que nos situáramos a su lado, en el fondo de una amplia anfractuosidad. Su mano nos indicó algo en la masa líquida. Miré atentamente y vi a unos cinco metros de distancia una sombra que descendía hacia el fondo. La inquietante idea de los tiburones volvió a pasar por mi mente. Pero me equivocaba, no teníamos que habérnoslas con esos monstruos del océano. Era un hombre, un hombre vivo, un indio, un negro, un pescador, un pobre diablo, sin duda, que venía a la rebusca antes de la cosecha. Vi la quilla de su bote a algunos pies por encima de su cabeza. El hombre se sumergía y ascendía sucesivamente. Una piedra entre los pies ligada a su bote por una cuerda constituía todo su equipamiento técnico para descender más rápidamente al fondo del mar. Una vez llegado al fondo, a unos cinco metros de profundidad, se precipitaba a coger, de rodillas, y a llenar su bolsa de todas las madreperlas que podía. Luego, se remontaba, vaciaba su bolsa y recomenzaba su operación, que no duraba más que treinta segundos.
No podía vernos el buceador por hurtarnos a sus miradas la sombra de la roca. Por otra parte, ¿cómo hubiera podido sospechar ese pobre indio que unos hombres, sus semejantes, pudiesen estar allí, bajo el agua espiando sus movimientos sin perder un detalle de su pesca?
No recogía más de una decena de madreperlas a cada inmersión, pues había que arrancarlas del banco al que se agarraban por su fuerte biso. ¡Y cuántas de aquellas ostras por las que arriesgaba su vida estaban privadas de perlas!
Yo le observaba con una profunda atención. Realizaba sus maniobras con gran regularidad desde hacía ya media hora, sin que ningún peligro pareciera amenazarle. Iba yo familiarizándome con el espectáculo de su actividad, cuando, de repente, en un momento en que se hallaba arrodillado en el suelo, le vi hacer un gesto de espanto, levantarse y tomar impulso para subir a la superficie.
La sombra gigantesca que apareció por encima del buceador me hizo comprender su espanto. Era la de un tiburón de gran envergadura que avanzaba diagonalmente, con la mirada encendida y las mandíbulas abiertas.
Me sentí sobrecogido de horror, incapaz de todo movimiento.
El voraz animal se lanzó hacia el indio, quien se echó a un lado y pudo evitar así la mordedura del tiburón pero no su coletazo, que le golpeó en el pecho y le derribó al suelo.
Apenas había durado unos segundos la terrible escena. El tiburón se revolvió y se disponía a cortar al indio en dos, cuando sentí al capitán Nemo erguirse a mi lado y avanzar directamente hacia el monstruo, puñal en mano, dispuesto a luchar cuerpo a cuerpo con él. En el momento en que iba a despedazar al desgraciado pescador, el escualo advirtió la presencia de su adversario y se dirigió derecho hacia él.
Aún estoy viendo la postura del capitán Nemo. Replegado en sí mismo, esperaba con extraordinaria sangre fría la acometida del formidable escualo. Cuando éste se precipitó contra él, el capitán se echó a un lado con una prodigiosa agilidad, evitó el choque y le hundió su puñal en el vientre. Pero con ese golpe no acabó sino que comenzó el combate. Un combate terrible.
El tiburón había rugido, si se puede decir así. Salía a oleadas la sangre de su herida. El mar se tiñó de rojo y no vi nada más a través de ese líquido opaco. Nada más hasta que, en el momento en que se aclaró algo el agua, hallamos al audaz capitán agarrado a una de las aletas del animal, luchando cuerpo a cuerpo, asestándole una serie de puñaladas al vientre, pero sin poder darle el golpe definitivo, es decir, alcanzarle en pleno corazón. Al debatirse, el escualo agitaba furiosamente el agua y las trombas que producía estuvieron a punto de derribarme.
Yo hubiera querido socorrer al capitán, pero el espanto me clavaba al suelo. Miraba despavorido y veía modificarse las fases de la lucha. Derribado por la fuerza inmensa de aquella masa, el capitán cayó al suelo. Las mandíbulas del tiburón se abrieron desmesuradamente como una guillotina, y en ellas hubiera acabado el capitán si, rápido como el rayo, Ned Land, arpón en mano, no hubiera golpeado con él al tiburón.
El agua se ahogó en una masa de sangre agitada con un indescriptible furor por los movimientos del escualo. Ned Land no había fallado el golpe. Eran los estertores del monstruo. Golpeado en el corazón, se debatía en unos espasmos espantosos que convulsionaban el agua con una violencia tal que Conseil cayó al suelo.
Mientras tanto, Ned Land ayudaba a incorporarse al capitán, que estaba indemne. El capitán Nemo se dirigió inmediatamente hacia el indio, cortó la cuerda que le ataba a la piedra, lo tomó en sus brazos y de un vigoroso golpe de talón ascendió a la superficie del mar, seguido de nosotros tres. En algunos instantes, milagrosamente salvados, alcanzamos la barca del pescador.
El primer cuidado del capitán Nemo fue el de reanimar al infortunado pescador. No sabía yo si lo lograría, aunque así lo esperaba porque su inmersión no había sido demasiado larga. Pero el coletazo del tiburón podía haberle herido de muerte.
Afortunadamente, vi como poco a poco iba reanimándose bajo las vigorosas fricciones de Conseil y del capitán. El hombre abrió los ojos. ¡Cuán grande debió ser su sorpresa, incluso su espanto, al ver las cuatro cabezas de cobre que se inclinaban sobre él! ¿Y qué pudo pensar cuando el capitán Nemo le puso en la mano un saquito de perlas que había sacado de un bolsillo de su traje? El pobre indio de Ceilán aceptó con una mano temblorosa la magnífica limosna del hombre de las aguas. Sus ojos desencajados indicaban que no sabían a qué seres sobrehumanos debía a la vez la fortuna y la vida.
A una señal del capitán, nos sumergimos nuevamente y, siguiendo el camino ya recorrido, al cabo de media hora de marcha encontramos el ancla que fijaba al suelo la canoa del Nautilus.
Una vez embarcados, nos desembarazamos de nuestras escafandras con la ayuda de los marineros.
Las primeras palabras del capitán Nemo fueron para el canadiense.
-Gracias, señor Land.
-Es mi desquite, capitán -respondió Ned Land-. Se lo debía.
Un asomo de sonrisa afloró a los labios del capitán. Eso fue todo.
-Al Nautilus –ordenó.
La embarcación se deslizaba rápidamente. Algunos minutos después, vimos el cadáver del tiburón flotando sobre el agua. Por el color negro de la extremidad de sus aletas reconocí al terrible melanóptero del mar de las Indias, de la especie de los tiburones propiamente dichos. Su longitud sobrepasaba los veinticinco pies; su enorme boca ocupaba el tercio de su cuerpo. Era un adulto, como se veía por las seis hileras de dientes en forma de triángulos isósceles sobre la mandílula superior.
Conseil le miraba con un interés científico, y estoy seguro de que lo clasificaba, no sin razón, en la clase de los cartilaginosos, orden de los condropterigios de branquias fijas, familia de los selacios, género de los escualos.
Mientras miraba yo aquella masa inerte, una docena de esos voraces melanópteros apareció de repente en torno a nuestra embarcación. Pero sin preocuparse de nosotros, se lanzaron sobre el cadáver y se disputaron sus pedazos y hasta sus jirones.
A las ocho y media estábamos ya de regreso a bordo del Nautilus.
Allí pude reflexionar ya con calma sobre los incidentes de nuestra excursión al banco de Manaar. Dos conclusiones se derivaban inevitablemente de esos incidentes: la demostración por el capitán Nemo de su audacia sin igual, por una parte, y, por otra, la de su abnegación por un ser humano, por uno de los representantes de la especie de la que él huía bajo los mares. Dijera lo que dijese, ese hombre extraño no había conseguido matar en él sus sentimientos, su humanidad.
Al hacerle esta observación, él me respondió con estas palabras no exentas de una cierta emoción:
-Ese indio, señor profesor, es un habitante del país de los oprimidos, y yo soy aún, y lo seré hasta mi muerte, de ese país.
Durante la jornada del 29 de enero, la isla de Ceilán desapareció del horizonte, y el Nautilus, a una velocidad de veinte millas por hora, se deslizó por el laberinto de canales que separan las Maldivas de las Laquedivas. Costeó la isla de Kittan, tierra de origen madrepórico descubierta en 1499 por Vasco de Gama, una de las principales islas del archipiélago de las Laquedivas, situado entre 100 y 140 30 'de latitud septentrional y 690 y 500 72' de longitud oriental.
Habíamos recorrido en ese momento dieciséis mil doscientas veinte millas o siete mil quinientas leguas desde nuestro punto de partida en los mares del Japón.
Al día siguiente, 30 de enero, no había ninguna tierra a la vista cuando el Nautilus emergió a la superficie, en su ruta Norte-Noroeste hacia el mar de Omán, que se extiende entre las penínsulas arábiga e indostánica y sirve de desembocadura al Golfo Pérsico.
¿Hacia qué nos conducía esa ruta sin salida? ¿Adónde nos llevaba el capitán Nemo? No lo sabía, y eso no satisfizo nada al canadiense.
-Vamos, Ned, a donde nos lleve el capricho del capitán.
-Pero ese capricho no puede llevarnos lejos -respondió el canadiense-. El Golfo Pérsico no tiene salida y si nos adentramos en él no tardaremos en volver sobre nuestros pasos.
-Pues bien, volveremos, y si después del Golfo Pérsico el Nautilus quiere visitar el mar Rojo, ahí está el estrecho de Bab el Mandeb para abrirle paso.
-No le enseñaré nada, señor, si le digo que el mar Rojo no está menos cerrado que el golfo, puesto que el istmo de Suez no está aún horadado, y que aunque lo estuviese ya un barco misterioso como el nuestro no se arriesgaría en sus canales cortados por las esclusas. Luego el mar Rojo no puede ser todavía el camino que nos lleve a Europa.
-Yo no he dicho que volvamos a Europa.
-Entonces ¿qué es lo que usted supone?
-Yo supongo que tras haber visitado estos curiosos parajes de Arabia y Egipto, el Nautilus volverá a descender por el océano Indico, quizá a través del canal de Mozambique, quizá a lo largo de las Mascareñas, hacia el cabo de Buena Esperanza.
-¿Y una vez en el cabo de Buena Esperanza? -preguntó el canadiense con una insistencia muy particular.
-Bien, entonces penetraremos por vez primera en el Atlántico. Pero, dígame, amigo Ned, ¿es que está cansado ya de este viaje submarino? ¿Acaso le hastía el espectáculo siempre cambiante de estas maravillas submarinas? En cuanto a mí, debo decirle que me disgustaría ahora dar por terminado un viaje que a tan pocos hombres les ha sido dado poder hacer.
-Pero ¿se da usted cuenta, señor Aronnax, que hace ya tres meses que estamos aprisionados a bordo de este Nautilus?
-No, Ned, no quiero darme cuenta, yo no cuento los días ni las horas.
-¿Y cuándo va a acabar esta situación?
-La conclusión vendrá a su tiempo. Además, no podemos hacer nada, y estamos discutiendo inútilmente. Si viniera usted a decirme: «Se nos ofrece una oportunidad de evasión», la discutiría con usted. Pero no es éste el caso, y para hablarle con toda franqueza, no creo que el capitán Nemo se aventure nunca por los mares europeos.
Tan breve diálogo hará ver que, fanático del Nautilus, había llegado yo a encarnarme en la piel de su comandante.
Ned Land terminó esa conversación rezongando estas palabras que se decía a sí mismo:
-Todo eso está muy bien, pero para mí, donde hay coerción, no hay placer posible.
Durante cuatro días, hasta el 3 de febrero, el Nautilus visitó el mar de Omán, a diversas velocidades y a diferentes profundidades. Parecía navegar al azar, como si dudara de la ruta a seguir, pero no sobrepasó el trópico de Cáncer.
Al abandonar el mar de Omán avistamos por un instante Mascate, la más importante ciudad del país de Omán. Me admiró su extraño aspecto en medio de las negras rocas que la rodean en contraste con sus blancas casas y sus fuertes. Vi las cúpulas redondeadas de sus mezquitas, la punta elegante de sus alminares, sus frescas y verdes terrazas. Pero no fue más que una rápida visión, tras la cual el Nautilus se sumergió nuevamente en las aguas oscuras de esos parajes.
Navegó luego a una distancia de seis millas a lo largo de las costas arábigas de Mahrah y de Hadramaut, con su línea ondulada de montañas en las que se veían algunas antiguas ruinas.
El 5 de febrero entrábamos en el golfo de Aden, verdadero embudo introducido en ese cuello de botella que es el estrecho de Bab el Mandeb por el que pasan las aguas del Indico al mar Rojo.
El 6 de febrero, el Nautilus se hallaba a la vista de Aden, situada en lo alto de un promontorio que un estrecho istmo une al continente. Aden es una especie de Gibraltar inaccesible, con sus fortificaciones que han restaurado los ingleses tras su conquista en 1839. Pude entrever los alminares octogonales de esta ciudad que fue antiguamente, según el historiador Edrisi, el centro comercial más rico de la costa.
Llegados a tal punto, yo creí que el capitán Nemo iba a retroceder, pero me equivocaba y, con gran sorpresa por mi parte, no lo hizo.
Al día siguiente, 7 de febrero, embocábamos el estrecho de Bab el Mandeb, nombre que en lengua árabe significa ‘la puerta de las lágrimas’. De veinte millas de anchura, su longitud no excede de cincuenta y dos kilómetros. Para el Nautilus, lanzado a toda velocidad, su travesía fue apenas asunto de una hora. Pero no pude ver nada, ni tan siquiera la isla de Perim, fortificada por el gobierno británico para mejor proteger Aden. Eran demasiados los vapores ingleses o franceses, de las líneas de Suez a Bombay, a Calcuta, a Melburne, a Bourbon y a Mauricio, que surcaban aquel estrecho paso, para que el Nautilus tratara de mostrarse. Ello hizo que se mantuviera prudentemente entre dos aguas. A mediodía estábamos ya surcando las aguas del mar Rojo.
El mar Rojo, lago célebre de tradiciones bíblicas, no refrescado apenas por las lluvias ni regado por ningún río importante, está sometido a una excesiva evaporación que le hace perder anualmente una masa líquida de metro y medio de altura. Singular golfo este, que, cerrado, en las condiciones de un lago, quedaría tal vez enteramente desecado. Tiene menos recursos a este respecto que sus vecinos, el Caspio y el mar Muerto, cuyos niveles han descendido solamente hasta el punto en que su evaporación ha igualado el caudal de las aguas que reciben.
El mar Rojo tiene una longitud de dos mil seiscientos kilómetros y una anchura media de doscientos cuarenta. En tiempos de los Ptolomeos y de los emperadores romanos fue la gran arteria comercial del mundo. La horadación del istmo habrá de restituirle su antigua importancia, ya recuperada en parte por el ferrocarril de Suez.
Ni tan siquiera traté yo de comprender la razón del capricho que había inducido al capitán Nemo a meternos en ese golfo, pero aprobé sin reservas que lo hiciera. El Nautilus se desplazaba con una velocidad media, ya manteniéndose en la superficie ya sumergiéndose para evitar a los navíos, y así pude yo observar el interior y el exterior de ese mar tan curioso.
El 8 de febrero, en la madrugada, avistamos Moka, ciudad ahora en ruinas con unas murallas que se desmoronan al solo ruido de un cañonazo y que apenas si dan protección a unas verdes palmeras. Ciudad importante en otro tiempo, con seis mercados públicos, veintisiete mezquitas y unas murallas, entonces defendidas por catorce fuertes, que formaban un cinturón de tres kilómetros.
El Nautilus se aproximó luego a las orillas africanas, donde la profundidad del mar es más considerable. Allí, entre dos aguas de una limpidez cristalina, pudimos ver, por nuestros cristales, admirables «matorrales» de brillantes corales y vastos muros rocosos revestidos de un espléndido tapiz verde de algas y de fucos. ¡Qué indescriptible espectáculo y qué variedad de paisajes en las rasaduras de esas rocas y de esas islas volcánicas que confinan con las costas libias! Pero fue en las orillas orientales, a las que no tardó en llegar el Nautilus, donde las arborescencias aparecieron en toda su belleza, en las costas del Tehama, pues allí esas exhibiciones de zoófitos no solamente florecían bajo el mar, sino que formaban también pintorescos entrelazamientos que se desarrollaban a diez brazas por encima, más caprichosos pero menos coloreados que aquéllos cuyo frescor era mantenido por la húmeda vitalidad de las aguas.
¡Cuántas horas maravillosas pasé así en el observatorio del salón! ¡Cuántas muestras nuevas de la flora y de la fauna submarinas pude admirar a la luz de nuestro fanal eléctrico! Fungias agariciformes, actinias de color pizarroso, entre otras la thalassianthus aster, tubíporas dispuestas como flautas a la espera del soplo del dios Pan, conchas propias de este mar, que se establecen en las excavaciones madrepóricas, con la base contorneada en una breve espiral, y mil especímenes de un polípero que aún no había observado, la vulgar esponja.
La clase de los espongiarios, primera del grupo de los pólipos, ha sido creada precisamente por ese curioso producto de utilidad indiscutible. La esponja no es un vegetal como creen aún algunos naturalistas, sino un animal de último orden, un polípero inferior al del coral. Su animalidad no es dudosa, y ni tan siquiera es ya admisible la opinión de los antiguos que la consideraban como un ser intermedio entre la planta y el animal. Debo decir, sin embargo, que los naturalistas no se han puesto de acuerdo sobre el modo de organización de la esponja. Para unos, es un polípero, y para otros, como, por ejemplo, Milne-Edwards, es un individuo aislado y único.
La clase de los espongiarios contiene unas trescientas especies que se encuentran en un gran número de mares e incluso en algunos ríos, lo que les da el nombre de fluviátiles. Pero sus aguas predilectas son las del Mediterráneo, archipiélago griego, costa siria y mar Rojo. Allí se reproducen y se desarrollan esas esponjas finas y suaves cuyo valor se eleva hasta ciento cincuenta francos, la esponja rubia de Siria, la dura de Berbería, etc. Pero como no podía esperar estudiar esos zoófitos en el Mediterráneo, del que nos separaba el infranqueable istmo de Suez, me contenté con observarlos en el mar Rojo.
Llamé a Conseil a mi lado y ambos nos pusimos a observar, mientras el Nautilus se deslizaba lentamente a ras de las rocas de la costa oriental, a una profundidad media de ocho a nueve metros.
Crecían allí esponjas de todas las formas: pediculadas, foliáceas, globulares y digitadas. Esas formas justificaban con bastante exactitud esos nombres de canastillas, cálices, ruecas, asta de ciervo, pata de león, cola de pavo real, guante de Neptuno, que les han atribuido los pescadores, más poéticos que los sabios. De su tejido fibroso, impregnado de una sustancia gelatinosa semifluida, manaban incesantemente chorritos de agua que, tras haber llevado la vida a cada célula, eran expulsados por un movimiento contráctd. Esa sustancia desaparece tras la muerte del pólipo, y se pudre liberando amoníaco. Entonces no quedan más que las fibras córneas o gelatinosas con un tinte rojizo de que se compone la esponja doméstica, empleada para usos diversos según su grado de elasticidad, permeabilidad o resistencia a la maceración.
Los políperos se adherían a las rocas, a las conchas de los moluscos, e incluso a los tallos de los hidrófitos. Guarnecían las más pequeñas anfractuosidades, irguiéndose unos y colgando otros, como excrecencias coralígenas. Le informé a Conseil de las técnicas de pesca de las esponjas, ya efectuada con dragas ya a mano. Este último método, muy similar al usado con las perlas, también con buceadores, es preferible, pues al respetar el tejido del polípero le deja un valor muy superior.
Los otros zoófitos que pululaban cerca de los esponglarios consistían principalmente en medusas de una especie muy elegante. Los moluscos estaban principalmente representados por diversas variedades de calamares, que, según D'Orbigny, son de un tipo específico del mar Rojo, y los reptiles, por tortugas virgata, pertenecientes al género de los quelonios, que proporcionaron a nuestra mesa un plato sano y delicado.
Numerosos eran también los peces, y muchos de ellos muy notables. Las redes del Nautilus subían frecuentemente a bordo rayas, entre ellas unas de forma ovalada y de color ladrilloso, con el cuerpo lleno de manchas azules desiguales, reconocibles por su doble aguijón dentado; arnacks de dorso plateado; pastinacas de cola en forma de sierra; mantas de dos metros de largo que ondulaban entre las aguas; aodontes, así llamados por su absoluta carencia de dientes, cartilaginosos próximos a los escualos; ostracios-dromedarios, cuya giba terminaba en un aguijón curvado de un pie y medio de longitud; ofidios, verdaderas murenas de cola plateada, lomo azulado y pectorales oscuros bordeados por una estría grisácea; un escómbrido parecido al rodaballo, listado de rayas de oro y ornado de los tres colores de Francia; soberbios carángidos, decorados con siete bandas transversales de un negro magnífico, de azules y amarillos en las aletas, y de escamas de oro y plata; centropodos; salmonetes rojizos y dorados con la cabeza amarilla; escaros, labros, balistes, gobios, etc., y muchos otros comunes a los océanos que habíamos atravesado ya.
El 9 de febrero, el Nautilus se hallaba en la parte más ancha del mar Rojo, la comprendida entre Suakin, en la costa occidental, y Quonfodah, en la oriental, separadas por ciento noventa millas. Al mediodía, el capitán Nemo subió a la plataforma donde ya me hallaba yo. Me había prometido a mí mismo que no le dejaría descender sin antes haberle preguntado cuáles eran sus proyectos. Pero nada más verme se dirigió a mí y me ofreció amablemente un cigarro.
-Y bien, señor profesor, ¿le gusta el mar Rojo? ¿Ha podido usted observar las maravillas que recubre, sus peces y sus zoófitos, sus parterres de esponjas y sus bosques de coral? ¿Ha entrevisto usted las ciudades ribereñas?
-Sí, capitán Nemo, y el Nautilus se ha prestado maravillosamente a estas observaciones. ¡Ah! ¡Es un barco inteligente!
-Sí, señor, inteligente, audaz e invulnerable. No teme ni a las terribles tempestades del mar Rojo, ni a sus corrientes, ni a sus escollos.
-En efecto, este mar ha sido calificado como uno de los peores, y si no recuerdo mal, en tiempos de los antiguos su reputación era detestable.
-Detestable, en efecto, señor Aronnax. Los historiadores griegos y latinos no hablaban muy bien de él, y Estrabón dijo que era particularmente duro en las épocas de los vientos etesios y de la estación de lluvias. El árabe Edrisi, que lo describió bajo el nombre de Colzum, cuenta que los navíos se destrozaban en gran número en sus bancos de arena y que nadie se arriesgaba a navegar de noche. Es, decía, un mar sometido a terribles huracanes, sembrado de islas inhóspitas y que no «ofrece nada bueno» ni en sus profundidades ni en su superficie. Y tal es la opinión también de Arriano, Agatárquides y Artemidoro.
-Bien claro está que estos historiadores no navegaron a bordo del Nautilus.
-Ciertamente -respondió sonriente el capitán-, y a este respecto, los modernos no están más adelantados que los antiguos. Han sido necesarios siglos para descubrir la potencia mecánica del vapor. ¡Quién sabe si de aquí a cien años podrá verse un segundo Nautilus! ¡Los progresos son tan lentos, señor Aronnax!
-Es cierto. Su nave se adelanta en un siglo, en varios, tal vez, a su época. ¡Qué lástima que semejante invento deba perecer con su creador!
El capitán Nemo no respondió. Tras algunos minutos de silencio, dijo:
-Hablaba usted antes de la opinión de los historiadores de la Antigüedad sobre los peligros de la navegación por el mar Rojo…
-Así es, pero ¿no eran un poco exagerados sus temores?
-Sí y no, señor Aronnax -me respondió el capitán Nemo, que parecía conocer a fondo «su mar Rojo»-. Lo que ya no es peligroso para un navío moderno, bien aparejado y sólidamente construido, dueño de su dirección gracias al dócil vapor, se presentaba lleno de riesgos para los barcos de los antiguos. Hay que imaginarse lo que era para aquellos navegantes aventurarse en el mar con barcas hechas de planchas unidas con cuerdas de palmeras, calafateadas con resina y con grasa de perro marino. No tenían ni siquiera instrumentos Para orientarse y navegaban a la estima, en medio de corrientes que apenas conocían. En tales condiciones, los naufragios eran y debían ser numerosos. Pero en nuestra época, los vapores que hacen servicio entre Suez y los mares del Sur no tienen ya nada que temer de la violencia de este golfo, pese a los monzones contrarios. Sus capitanes y sus pasajeros no tienen que hacer ya sacrificios propiciatorios al partir, ni ir al templo más próximo, al regreso, a dar las gracias a los dioses.
-Convengo en ello -dije- y en que el vapor parece haber matado el agradecimiento en el corazón de los marinos. Pero, capitán, puesto que parece que ha estudiado usted a fondo este mar, ¿podría decirme cuál es el origen de su nombre?
-Hay numerosas explicaciones a este respecto, señor Aronna.x. ¿Quiere conocer la opinión de un cronista del siglo XIV?
-Dígame.
-Pretende dicho visionario que este mar recibió su nombre tras el paso de los israelitas, cuando el faraón pereció en las aguas que habían vuelto a cerrarse a la orden de Moisés:
Como signo delportento,
roja tornóse la mar,
y le dieron cognomento
de bermeja, roja mar
-Explicación de poeta, capitán Nemo, que no puede satisfacerme. Le pido su opinión personal.
-Mi opinión personal, señor Aronnax, es la de que hay que ver en esta denominación de mar Rojo una traducción de la palabra hebrea Edrom, y si los antiguos le dieron tal nombre fue a causa de la coloración particular de sus aguas.
-Hasta ahora, sin embargo, no he visto más que agua límpida, sin coloración alguna.
-Así es, pero al avanzar hacia el fondo del golfo verá usted el fenómeno. Yo recuerdo haber visto la bahía de Tor completamente roja, como un lago de sangre.
-Y ese color ¿lo atribuye usted a la presencia de un alga microscópica?
-Sí. Es una materia inucilaginosa, de color púrpura, producída por esas algas filamentosas llamadas Tricodesmias, tan diminutas que cuarenta mil de ellas apenas ocupan el espacio de un milímetro cuadrado. Tal vez pueda verlas cuando lleguemos a Tor.
-No es ésta, pues, la primera vez que recorre el mar Rojo a bordo del Nautilus.
-No.
-Puesto que antes se refería usted al paso de los israelitas y a la catástrofe de los egipcios, le preguntaré si ha reconocido usted bajo el agua algún vestigio de ese hecho histórico.
-No, señor profesor, y ello por una sólida razón.
-¿Cuál?
-La de que el lugar por el que pasó Moisés con todo su pueblo está hoy tan enarenado que los camellos apenas pueden bañarse las patas. Comprenderá usted que mi Nautilus no tiene agua suficiente.
-¿Dónde está ese lugar?
-Un poco más arriba de Suez, en ese brazo que formaba antiguamente un profundo estuario, cuando el mar Rojo se extendía hasta los lagos Amargos. Fuese milagroso o no el paso, lo cierto es que los israelitas ganaron por allí la Tierra Prometida, y allí fue donde pereció el ejército del faraón. Yo creo que si se hicieran excavaciones en esos arenales se descubriría una gran cantidad de armas y de instrumentos de origen egipcio.
-Es evidente -respondí-, y hay que esperar que los arqueólogos realicen algún día esas excavacíones cuando se erijan nuevas ciudades en el istmo tras la apertura del canal de Suez. Un canal inútil, por cierto, para un navío como el Nautilus.
-Pero de gran utilidad para el mundo entero -dijo el capitán Nemo-. Los antiguos comprendieron la utilidad para su tráfico comercial de establecer una comunicación entre el mar Rojo y el Mediterráneo, pero no pensaron en abrir un canal directo y tomaron el Nilo como intermediario. Muy probablemente, el canal que unía al Nilo con el mar Rojo fue comenzado bajo Sesostris, de creer a la tradición. Lo que es seguro es que, seiscientos quince años antes de Jesucristo, Necos emprendió las obras de un canal alimentado por las aguas del Nilo, a través de la llanura de Egipto que mira a Arabia. Se recorría el canal en cuatro días, y su anchura era suficiente para dejar paso a dos trirremes. Fue continuado por Darío, hijo de Hystaspo, y acabado probablemente por Ptolomeo II. Estrabón lo vio empleado en la navegación. Pero la escasa pendiente entre su punto de partida, cerca de Bubastis, y el mar Rojo lo hacía apto para la navegación tan sólo durante algunos meses al año. El canal sirvió al comercio hasta el siglo de los Antoninos. Abandonado, se cubrió de arena hasta que el califa Omar ordenó su restablecimiento. Fue definitivamente cegado en el año 761 ó 762 por el califa Almanzor, para impedir que le llegaran por él víveres a Mohamed ben Abdallah, que se había sublevado contra él. Durante su expedición a Egipto el general Bonaparte encontró vestigios del canal en el desierto de Suez, donde, sorprendido por la marea, estuvo a punto de perecer unas horas antes de llegar a Hadjaroth, el lugar mismo en que Moisés había acampado tres mil trescientos años antes que él.
-Pues bien, capitán, lo que no osaron emprender los antiguos, esta unión entre los dos mares, que acortará en nueve mil kilómetros la travesía desde Cádiz a la India, lo ha hecho el señor Lesseps, quien dentro de muy poco va a convertir a África en una inmensa isla.
-Así es, señor Aronnax, y puede usted sentirse orgulloso de su compatriota. Es un hombre que honra tanto a una nación como sus más grandes capitanes. Como tantos otros, ha comenzado hallando dificultades e incomprensión, pero ha triunfado de todo por poseer el genio de la voluntad. Es triste pensar que esta obra, que hubiera debido ser internacional, que habría bastado por sí sola para ilustrar a un reino, no hallará culminación más que por la energía de un solo hombre. ¡Gloria, pues, al señor de Lesseps!
-Sí, ¡gloria a este gran ciudadano! -respondí, sorprendido por el tono con que el capitán Nemo acababa de hablar.
-Desgraciadamente -continuó diciendo- no puedo conducirle a través de ese canal de Suez, pero podrá usted ver los largos muelles de Port-Said, pasado mañana, cuando estemos en el Mediterráneo.
-¡En el Mediterráneo! -exclamé.
-Sí, señor profesor. ¿Le asombra?
-Lo que me asombra es pensar que podamos llegar pasado mañana.
-¿De veras?
-Sí, capitán, aunque ya debería estar acostumbrado a no sorprenderme ante nada desde que estoy con usted.
-Pero ¿qué es lo que le sorprende tanto?
-¿Qué va a ser? La increíble velocidad que deberá usted exigir al Nautilus para que pueda estar pasado mañana en el Mediterráneo tras haber dado la vuelta a África y doblado el cabo de Buena Esperanza.
-Pero ¿quién le ha dicho que vamos a dar la vuelta a África? ¿Quién ha hablado del cabo de Buena Esperanza?
-¡Pero … ! A menos que el Nautilus pase por encima del istmo, navegando por tierra firme…
-O por debajo, señor Aronnax.
-¿Por debajo?
-Sí -respondió tranquilamente el capitán Nemo-. Desde hace mucho tiempo, la naturaleza ha hecho bajo esta lengua de tierra lo que los hombres están haciendo hoy en su superficie.
-¡Cómo! ¿Hay un paso?
-Sí, un paso subterráneo al que yo he dado el nombre de Túnel Arábigo, y que partiendo desde un poco más abajo de Suez acaba en el golfo de Pelusa.
-Pero ¿no está compuesto el istmo de arenas movedizas?
-Sólo hasta una cierta profundidad. A cincuenta metros hay una sólida base de roca.
Cada vez más sorprendido, pregunté:
-¿Es el azar el que le ha permitido descubrir ese paso?
-El azar y el razonamiento, y diría que más el razonamiento que el azar.
-Capitán, le escucho, pero mis oídos se resisten a oír lo que oyen.
-¡Ah! Aures habent et non audíent, siempre ha sido así. Bien, no sólo existe el paso, sino que yo lo he atravesado varias veces. Si no, no me hubiera aventurado hoy en el mar Rojo.
-¿Sería indiscreto preguntarle cómo descubrió ese túnel?
-No puede haber nada secreto entre hombres que no deben separarse nunca.
Haciendo caso omiso de su insinuación, esperé el relato del capitán Nemo.
-Señor profesor, fue un simple razonamiento de naturalista lo que me condujo a descubrir este paso, que soy el único en conocer. Yo había observado que en el mar Rojo y en el Mediterráneo existían peces de especies absolutamente idénticas: ofídidos, pércidos, aterínidos, exocétidos, budiones, larnpugas, etc. Convencido de este hecho, me pregunté si no existiría una comunicación entre los dos mares. Pesqué un gran número de peces en las cercanías de Suez, les puse en la cola un anillo de cobre y los devolví al mar. Algunos meses más tarde, en las costas de Siria pesqué varios peces anillados. Estaba demostrada la comunicación entre ambos mares. La busqué con mi Nautilus, la descubrí, y me aventuré por ella. Y dentro de muy poco usted también habrá franqueado mi túnel arábigo, señor profesor.
Aquel mismo día referí a Conseil y a Ned Land cuanto de aquella conversación podía interesarles directamente. Al informarles de que dentro de dos días estaríamos en aguas del Mediterráneo, Conseil palmoteó de contento, pero el canadiense se alzó de hombros.
-¡Un túnel submarino! ¡Una comunicación entre los dos mares! ¿Quién ha oído hablar de tal cosa?
-Amigo Ned -respondió Conseil-, ¿había oído usted hablar alguna vez del Nautilus? No, y, sin embargo, existe. Luego, no se alce de hombros tan a la ligera, y no rechace nada bajo pretexto de que nunca ha oído hablar de ello.
-Ya veremos -replicó Ned Land, moviendo la cabeza-. Después de todo, nadie desea más que yo creer en la existencia de ese paso, y haga el cielo que el capitán nos conduzca al Mediterráneo.
Aquella misma tarde, a 210 30’ de latitud Norte, el Nautilus, navegando en superficie, se aproximó a la costa árabe. Pude ver Yidda, importante factoría comercial para Egipto, Siria, Turquía y la India. Distinguí claramente el conjunto de sus construcciones, los navíos amarrados a lo largo de los muelles y los fondeados en la rada por su excesivo calado. El sol, ya muy bajo en el horizonte, deba de lleno en las casas de la ciudad, haciendo resaltar su blancura. En los arrabales, las cabañas de madera o de cañas indicaban las zonas habitadas por los beduinos.
Pronto Yidda se esfumó en las sombras crepusculares, y el Nautilus se sumergió en las aguas, ligeramente fosforescentes.
Al día siguiente, 10 de febrero, aparecieron varios barcos que llevaban rumbo opuesto al nuestro, y el Nautilus volvió a sumergirse, pero a mediodía, hallándose desierto el mar, emergió nuevamente a la superficie.
Acompañado de Ned Land y de Conseil fui a sentarme en la plataforma. La costa se dibujaba al Este como una masa esfumada en la bruma.
Adosados al costado de la canoa, hablábamos de unas cosas y otras, cuando Ned Land, con la mano tendida hacia un punto del mar, me dijo:
-¿No ve usted nada, allí, señor profesor?
-No, Ned, pero ya sabe usted que yo no tengo su vista.
-Mire bien, allí, por estribor, casi a la altura del fanal. ¿No ve una masa que parece moverse?
-En efecto -dije, tras una atenta observación-, parece un largo cuerpo negruzco en la superficie del agua.
-¿Tal vez otro Nautilus? -dijo Conseil.
-No -respondió el canadiense-, o mucho me equivoco o es un animal marino.
-¿Hay ballenas en el mar Rojo? -pregunto Conseil.
-Sí, muchacho, se ven a veces.
-No es una ballena -dijo Ned Land, que no perdía de vista el objeto señalado-. Las ballenas y yo somos viejos conocidos, y no puedo confundirme.
-Esperemos un poco -dijo Conseil-. El Nautilus se dirige hacia allá y dentro de poco sabremos a qué atenernos.
Pronto el objeto negruzco estuvo a una milla de distancia. Parecía un gran escollo, pero ¿qué era? No podía pronunciarme aún.
-¡Ah! ¡Se mueve, se sumerge! -exclamó Ned Land-. ¡Mil diantres! ¿Qué animal puede ser? No tiene la cola bifurcada como las de las ballenas o los cachalotes, y sus aletas parecen miembros troncados.
-Pero entonces… es…
-¡Miren! -dijo el canadiense-, se ha vuelto de espalda y enseña las mamas.
-Es una sirena, una verdadera sirena, diga lo que diga el señor -dijo Conseil.
El nombre de sirena me puso en la vía, y comprendí que aquel animal pertenecía a ese orden de seres marinos que han dado nacimiento al mito de las sirenas, mitad mujeres y mitad peces.
-No, no es una sirena, sino un curioso ser del que apenas quedan algunos ejemplares en el mar Rojo. Es un dugongo.
-Orden de los sirenios, grupo de los pisciformes, subdase de los monodelfos, clase de los mamíferos, rama de los vertebrados.
Y cuando Conseil hablaba así, no había más que decir.
Ned Land continuaba mirando, con los ojos brillantes de codicia. Su mano parecía dispuesta al manejo del arpón. Se hubiese dicho que esperaba el momento de lanzarse al mar para atacarlo en su elemento.
-¡Oh! -exclamó, con una voz trémula de emoción-. ¡jamas he matado eso!
En esa frase estaba expresado todo el arponero.
En aquel momento, apareció el capitán Nemo. Vio al dugongo y comprendió la actitud del canadiense. Dirigiéndose a él, dijo:
-Señor Land, si tuviera usted un arpón ¿no le quemaría la mano?
-Usted lo ha dicho, señor.
-¿Le desagradaría recuperar por un momento su oficio de arponero y añadir ese cetáceo a la lista de los que ha golpeado?
-Puede creer que no.
-Bien, pues haga la prueba.
-Gracias, capitán -respondió Ned Land, cuyos ojos brillaban de alegría.
-Pero le recomiendo muy vivamente -añadió el capitán-, y en su propio interés, que no falle.
-¿Es que es peligrosa la caza del dugongo? -pregunté, a la vez que el canadiense se alzaba de hombros.
-Sí, a veces -respondió el capitán-, porque el animal se revuelve contra sus atacantes, y en sus embestidas logra, frecuentemente, hacer zozobrar las barcas. Pero con el buen ojo y mejor brazo del señor Land no cabe temer ese peligro. Si le recomiendo que no falle es porque el dugongo está considerado, y con justicia, como una pieza gastronómica, y yo sé que el señor Land es aficionado a la buena mesa.
-¡Ah! -dijo el canadiense-, así que esa bestia se permite también el lujo de ser apetitosa en la mesa…
-Así es, señor Land. Su carne, que es verdadera carne, goza de gran estimación, hasta el punto de que en toda la Malasia está reservada a la mesa de los príncipes. Por eso se le ha hecho víctima y objeto de una caza tan encarnizada que, al igual que su congénere, el manatí, va escaseando cada vez más.
-Entonces, capitán -dijo Conseil-, si por casualidad éste fuera el último de su especie, convendría dejarle con vida, en interés de la ciencia.
-Tal vez -replicó el canadiense-, pero en interés de la cocina, más vale cazarle.
-Adelante, pues, señor Land -respondió el capitán Nemo.
Siete hombres de la tripulación, tan mudos e impasibles como siempre, aparecieron en la plataforma. Uno de ellos llevaba un arpón y una cuerda semejante a las utilizadas por los pescadores de ballenas. Se retiró el puente de la canoa, se arrancó ésta a su alvéolo y se botó al mar. Seis remeros se instalaron en sus bancos y otro se puso al timón. Ned, Conseil y yo nos instalamos a popa.
-¿No viene usted, capitán? -le pregunté.
-No. Les deseo buena caza, señores.
Impulsado por sus seis remeros, el bote se dirigió rápidamente hacia el dugongo, que flotaba a unas dos millas del Nautilus.
Llegado a algunos cables del cetáceo, el bote aminoró su marcha hasta que los remos descansaron en las aguas tranquilas. Ned Land, arpón en mano, se colocó a proa.
El arpón con que se golpea a la ballena está ordinariamente sujeto a una cuerda muy larga que se desenrolla rápidamente cuando el animal herido la arrastra consigo. Pero la cuerda que iba a manejar Ned Land en esa ocasión no medía más de una decena de brazas, y su extremidad estaba fijada a un barrilito que, al flotar, debía indicar la marcha del dugongo bajo el agua.
Puesto en pie, observaba yo al adversario del canadiense, que se parecía mucho al manatí. Su cuerpo oblongo terminaba en una cola muy alargada, y sus aletas laterales en verdaderos dedos. Se diferenciaba del manatí en que su mandíbula superior estaba armada de dos dientes largos y puntiagudos que formaban a cada lado defensas divergentes. Tenía dimensiones colosales, su longitud sobrepasaba casi los siete metros. No se movía y parecía dormir en la superficie del agua, lo que hacía más fácil su captura.
El bote se aproximó prudentemente a unas tres brazas del animal, manteniéndose a dicha distancia, con los remos inmovilizados.
Ned Land, con el cuerpo ligeramente echado hacia atrás, blandía su arpón con mano experta.
De repente se oyó un silbido y el dugongo desapareció. El arpón, lanzado con gran fuerza, había debido herir el agua únicamente.
-¡Mil diablos! -exclamó, furioso, el canadiense-. ¡Erré el golpe!
-No -le dije-, el animal está herido, mire la sangre, pero el arpón no le ha quedado en el cuerpo.
-¡Mi arpón! ¡Mi arpón! -gritó Ned Land.
Los marineros comenzaron a remar, y el timonel dirigió el bote hacia el barril flotante.
Repescado el arpón, la canoa se lanzó a la persecución del cetáceo, que emergía de vez en cuando para respirar. Su herida no había debido debilitarle, pues se desplazaba con una extremada rapidez. El bote, impulsado por brazos vigorosos, corría tras él. Varias veces consiguió acercarse a unas cuantas brazas y entonces el canadiense intentaba golpearle, pero el dugongo se sumergía frustrando las intenciones del arponero, cuya natural impaciencia se sobreexcitaba con la ira. Ned Land obsequiaba al desgraciado animal con las más enérgicas palabrotas de la lengua inglesa. Por mi parte, únicamente sentía un cierto despecho cada vez que veía cómo el dugongo burlaba todas nuestras maniobras.
Llevábamos ya una hora persiguiéndole sin descanso, y comenzaba ya a creer que no podríamos apoderarnos de él, cuando el animal tuvo la inoportuna inspiración de vengarse, inspiración de la que habría de arrepentirse. En efecto, el animal pasó al ataque en dirección a la canoa.
Su maniobra no escapó a la atención del arponero.
-¡Cuidado! -gritó.
El timonel pronunció unas palabras en su extraña lengua, alertando sin duda a sus compañeros para que se mantuvieran en guardia.
Llegado a unos veinte pies de la canoa, el digongo se detuvo, olfateó bruscamente el aire con sus anchas narices agujereadas no en la extremidad sino en la parte superior de su hocico y luego, tomando impulso, se precipitó contra nosotros. La canoa no pudo evitar el choque y, volcada a medias embarcó una o dos toneladas de agua que hubo que achicar, pero abordada al bies y no de lleno, gracias a la habilidad de patrón, no zozobró.
Ned Land acribillaba a golpes de arpón al gigantesco animal, que, incrustados sus dientes en la borda, levantaba la embarcación fuera del agua con tanta fuerza como la de un león con un cervatillo en sus fauces. Sus embates nos habían derribado a unos sobre otros, y no sé cómo hubiera terminado la aventura si el canadiense, en su feroz encarnizamiento, no hubiese golpeado, por fin, a la bestia en el corazón.
Oí el rechinar de sus dientes contra la embarcación antes de que el dugongo desapareciera en el agua, arrastrando consigo el arpón. Pero pronto retornó el barril a la superficie y, unos instantes después, apareció el cuerpo del animal vuelto de espalda. El bote se acercó y se lo llevó a remolque hacia el Nautilus.
Hubo de emplearse palancas de gran potencia para izar al dugongo a la plataforma. Pesaba casi cinco mil kilogramos. Se le despedazó bajo los ojos del canadiense, que no quiso perderse ningún detalle de la operación.
El mismo día, el steward me sirvió en la cena algunas rodajas de esta carne, magníficamente preparada por el cocinero. Tenía un gusto excelente, superior incluso a la de ternera, si no a la del buey.
Al día siguiente, 11 de febrero, la despensa del Nautilus se enriqueció con otro delicado manjar, al abatirse sobre él una bandada de golondrinas de mar, palmípedas de la especie Sterna Nilótica, propia de Egipto, que tienen el pico negro, la cabeza gris con manchitas, el ojo rodeado de puntos blancos, el dorso, las alas y la cola grisáceas, el vientre y el cuello blancos y las patas rojas. Cazamos también unas docenas de patos del Nilo, aves salvajes con el cuello y la cabeza blancos moteados de puntos negros, que eran muy sabrosos.
El Nautilus se desplazaba a una velocidad muy moderada, de paseo, por decirlo así. Observé que el agua del mar Rojo iba haciéndose menos salada a medida que nos aproximábamos a Suez.
Hacia las cinco de la tarde avistamos, al Norte, el cabo de Ras Mohammed, que forma la extremidad de la Arabia Pétrea, comprendida entre el golfo de Suez y el golfo de Aqaba.
El Nautílus penetró en el estrecho de jubal, que conduce al golfo de Suez. Pude ver con claridad la alta montaña que domina entre los dos golfos el Ras Mohammed. Era el monte Horeb, ese Sinaí en cuya cima Moisés vio a Dios cara a cara, y al que la imaginación corona siempre de incesantes relámpagos.
A las seis, el Nautilus, alternativamente sumergido y en superficie, pasó ante Tor, alojada en el fondo de una bahía cuyas aguas parecían teñidas de rojo, observación ya efectuada por el capitán Nemo.
Se hizo de noche, en medio de un pesado silencio, roto a veces por los gritos de los pelícanos y de algunos pájaros nocturnos, por el rumor de la resaca batiendo en las rocas o por el lejano zumbido de un vapor golpeando con sus hélices las aguas del golfo.
Desde las ocho a las nueve, el Nautilus navegó sumergido a muy pocos metros de la superficie. Debíamos estar ya muy cerca de Suez, según mis cálculos. A través de los cristales del salón, veía los fondos de roca vivamente iluminados por nuestra luz eléctrica. Me parecía que el estrecho iba cerrándose cada vez más.
A las nueve y cuarto emergió nuevamente el Nautilus. Impaciente por franquear el túnel del capitán Nemo, no podía yo estarme quieto y subí a la plataforma a respirar el aire fresco de la noche.
En la oscuridad vi una pálida luz que brillaba, atenuada por la bruma, a una milla de distancia.
-Un faro flotante -dijo alguien cerca de mí.
Me volví y reconocí al capitán.
-Es el faro flotante de Suez -añadió-. No tardaremos en llegar al túnel.
-Supongo que la entrada no debe ser fácil.
-No. Por eso, soy yo quien asegura la dirección del barco tomando el timón. Y ahora le ruego que baje, señor Aronnax, pues el Nautilus va a sumergirse para no reaparecer a la superficie hasta después de haber atravesado el Arabian Tunnel.
Seguí al capitán Nemo. Se cerró la escotilla, se llenaron de agua los depósitos y el navío se sumergió una decena de metros.
En el momento en que me disponía a volver a mi camarote, el capitán me detuvo.
-¿Le gustaría acompañarme en la cabina del piloto, señor profesor?
-No me atrevía a pedírselo -respondí.
-Venga, pues. Así verá todo lo que puede verse en esta navegación a la vez submarina y subterránea.
El capitán Nemo me condujo hacia la escalera central. A media rampa, abrió una puerta, se introdujo por los corredores superiores y llegó a la cabina del piloto que se elevaba en la extremidad de la plataforma. Las dimensiones de la cabina eran de unos seis pies por cada lado, y era muy semejante a la de los steamboats del Mississippi o del Hudson. En el centro estaba la rueda, dispuesta verticalmente, engranada en los guardines del timón que corrían hasta la popa del Nautilus. Cuatro portillas de cristales lenticulares encajadas en las paredes de la cabina daban visibilidad al timonel en todas direcciones.
Pronto mis ojos se acostumbraron a la oscuridad de la cabina y vi al piloto, un hombre vigoroso que manejaba la rueda. El mar estaba vivamente iluminado por el foco del fanal situado más atrás de la cabina, en el otro extremo de la plataforma.
-Ahora -dijo el capitán- busquemos nuestro paso.
Una serie de cables eléctricos unían la cabina del timonel con la sala de máquinas, y desde allí el capitán podía comunicar simultáneamente dirección y movimiento a su Nautilus. El capitán Nemo oprimió un botón metálico, y al instante disminuyó la velocidad de rotación de la hélice.
En silencio, yo miraba la alta y escarpada muralla ante la que íbamos pasando, basamento inquebrantable del macizo arenoso de la costa. Continuamos así durante una hora, a unos metros de distancia tan sólo. El capitán Nemo no perdía de vista la brújula, y a cada gesto que hacía, el timonel modificaba instantáneamente la dirección del Nautilus.
Yo me había colocado ante la portilla de babor, y por ello veía magníficas aglomeraciones de corales y zoófitos, algas y crustáceos que agitaban sus patas enormes entre las anfractuosidades de la roca.
A las diez y cuarto, el capitán Nemo se puso él mismo al timón. Ante nosotros se abría una larga galería, negra y profunda. El Nautilus se adentró audazmente por ella. Oí un ruido insólito en sus flancos. Eran las aguas del mar Rojo que la pendiente del túnel precipitaba hacia el Mediterráneo. El Nautilus se confió al torrente, rápido como una flecha, a pesar de los esfuerzos de su maquinaria que, para resistir, batía el agua a contrahélice.
A lo largo de las estrechas murallas del paso, no veía más que rayas brillantes, líneas rectas, surcos luminosos trazados por la velocidad bajo el resplandor de la electricidad. Mi corazón latía con fuerza y yo sujetaba sus latidos con la mano.
A las diez treinta y cinco, el capitán Nemo abandonó la rueda del gobernalle y volviéndose hacia mí, dijo:
-El Mediterráneo.
En menos de veinte minutos, arrastrado por el torrente, el Nautilus había franqueado el istmo de Suez.
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