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Ensayo como forma literaria (página 10)


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¿Quién no dirá que las glosas aumentan las dudas y la ignorancia, puesto que no se ve ningún libro humano ni divino, con el que el mundo se ataree, cuya interpretación acabe con la dificultad? El centésimo comentario se remite al que le sigue, que luego es más espinoso y escabroso que el primero. Cuando convenimos que un libro tiene bastantes, ¿nada hay ya que decir sobre él? Esto de que voy hablando se ve más patente en el pleiteo: otórgase autoridad legal a innumerables doctores y decretos, así como a otras tantas interpretaciones; ¿reconocemos, sin embargo, algún fin o necesidad de interpretar? ¿Se echa de ver con ello algún progreso y adelantamiento hacia la tranquilidad? ¿Nos precisan menos abogados y jueces que cuando este promontorio jurídico permanecía todavía en su primera infancia? Muy por el contrario, obscurecemos y enterramos la inteligencia del mismo; ya no lo descubrimos sino a merced de tantos muros y barreras. Desconocen los hombres la enfermedad natural de su espíritu, el cual sólo se ocupa en bromear y mendigar; va constantemente dando vueltas, edificando y atascándose en su tarea, como los gusanos de seda, para ahogarse; mus in pice: figúrase advertir de lejos no sé qué apariencia de claridad y de verdad imaginarias, pero mientras a ellas corro, son tantas las dificultades que se atraviesan en su camino, tantos los obstáculos y nuevas requisiciones, que éstos acaban por extraviarle y trastornarle. No de otro modo aconteció a los perros de Esopo, los cuales descubriendo en el mar algo que flotaba semejante a un cuerpo muerto, y no pudiendo acercarse a él, decidieron beber el agua para secar el paraje, y se ahogaron. Con lo cual concuerda lo que Crates decía de los escritos de Heráclito, o sea «que habrían menester un lector que fuera buen nadador», a fin de que la profundidad y el peso de su doctrina no lo tragaran y sofocaran. Sólo la debilidad individual es lo que hace que nos contentemos con lo que otros o nosotros mismos encontramos en este perseguimiento de la verdad; uno más diestro no se conformará, quedando siempre lugar para un tercero, igualmente que para nosotros mismos, y camino por donde quiera. Ningún fin hay en nuestros inquirimientos; el nuestro está en el otro mundo. El que un espíritu se satisfaga, es signo de cortedad o de cansancio. Ninguno que sea generoso se detiene en cuanto emplea su propio esfuerzo; pretendo siempre ir más allá, transponiendo sus fuerzas; posee vuelos que exceden, que sobrepujan los efectos: cuando no adelanta, ni se atormenta ni da en tierra, o no choca ni da vueltas, no es vivo sino a medias; sus perseguimientos carecen de término y de forma; su alimento se llama admiración, erradumbre, ambigüedad. Lo cual acreditaba de sobra Apolo hablándonos siempre con doble sentido, obscura y oblicuamente; no saciándonos, sino distrayéndonos y atareándonos. Es nuestro espíritu un movimiento irregular, perpetuo, sin modelo ni mira: sus invenciones se exaltan, se siguen y se engendran las unas a las otras:

Ainsi veoid on, en un ruisseau coulant, sans fin l'une eau aprez l'altre roulant; et tout le reng, d'un eternel conduict, l'une suyt l'aultre, et l'une l'aultre fuyt. par cetle cy celle la est poulsee, et cette cy par l'aultre est devancee, tousjours l'eau va dans l'eau; et tousjours est ce mesme ruisseau, et tousjours eau diverse.

Da más quehacer interpretar las interpretaciones que dilucidar las cosas; y más libros se compusieron sobre los libros que sobre ningún otro asunto: no hacemos más que entreglosarnos unos a otros. El mundo hormiguea en comentadores; de autores hay gran carestía. El primordial y más famoso saber de nuestros siglos, ¿no consiste en acertar a entender a los sabios? ¿no es éste el fin común y último de todo estudio? Nuestras opiniones se injertan unas sobre otras; la primera sirve de sostén a la segunda, la segunda a la tercera; así, de grado en grado, vamos escalonándolas, por donde acontece que el que ascendió más alto frecuentemente atesora mayor honor que mérito, pues no ascendió sino en el espesor de un grano de mijo sobre los hombros del penúltimo.

¡Cuán frecuente, y torpemente quizás, amplifiqué yo mi libro hablando de él mismo! Torpemente, aun cuando no fuera más que por la sencilla razón que debiera moverme a acordarme de lo que digo de aquellos que hacen otro tanto, o sea: «que esas ojeadas tan frecuentes a su obra son testimonio de un corazón estremecido de puro amor; y hasta las asperezas del menosprecio con que la combaten, no son sino melindres y afectaciones enconados de un sentimiento maternal», según Aristóteles, para quien avalorarse y menospreciarse, nacen a veces de arrogancia semejante. La excusa que yo presento de «que debo disfrutar en aquello mismo libertad mayor que los demás, puesto que ex profeso escribo de mí y de mis escritos, como de mis demás acciones, y que mis argumentos se revelen contra mí mismo», ignoro si alguien la tomará en consideración para disculparme.

En Alemania he visto que Lutero ha dejado tantas divisiones y altercaciones sobre la interpretación de sus ideas, y más todavía de las que promovió sobre la Santa Escritura. Nuestro cuestionar es puramente verbal: yo pregunto, por ejemplo, lo que es Naturaleza, Voluptuosidad, Círculo y Sustitución; la cosa no depende sino de palabras, y con ellas se paga. Una piedra es un cuerpo: mas quien apurase siguiendo, «y cuerpo ¿qué es? – Sustancia.- ¿Y sustancia?», y así sucesivamente, acorralaría por fin al que respondiera en los confines de su calepino. Una palabra se cambia por otra, a veces más desconocida que la primera; conozco mejor lo que es Hombre, que no lo que es Animal, Mortal o Racional. Para aclarar una duda se me propinan tres; es la cabeza de la hidra. Sócrates preguntaba a Memnón: «¿Qué era virtud?» -Hay, decía Memnón, virtud de hombre y de mujer; de funcionario y de hombre privado, de niño y de anciano. -¡Buena es ésa! exclamó Sócrates, buscábamos una virtud y nos presentas un enjambre.» Comunicamos una cuestión, y se nos facilita una colmena. De la propia suerte que ningún acontecimiento ni ninguna forma se asemejan exactamente a otras, así ocurre que ninguna cosa difiere de otra por completo: ¡ingeniosa mezcolanza de la naturaleza! Si nuestras caras no fueran semejantes, no podría discernirse el hombre de la bestia; si no fueran desemejantes, tampoco se acertaría a distinguir, el hombre del hombre; todas las cosas se ligan mediante alguna similitud; todo ejemplo cojea, y la relación que por la experiencia se alcanza, es siempre floja e imperfecta. Júntanse de todos modos las comparaciones por algún cabo así también las leyes se adaptan a nuestros negocios a expensas de alguna interpretación apartada, obligada y oblicua.

Puesto que las leyes morales, cuya mira es el deber particular de cada uno en sí, son tan difíciles de establecer como por experiencia tocamos, no es maravilla que las que gobiernan el conjunto lo sean más aún. Considerad la índole de esta justicia que nos rige, la cual es un verdadero testimonio de la humana debilidad: tan grande es la contradicción y el error que alberga. Lo que nosotros creemos favor o rigor en la justicia, y reconocemos tanto que no sé si con el término medio se tropieza con igual frecuencia, no son sino partes enfermizas y miembros injustos del cuerpo mismo y esencia de ella. Unos campesinos acaban de advertirme apresuradamente que han dejado en un bosque de mi pertenencia a un hombre acribillado de heridas, que todavía respira, y que por piedad les ha pedido agua, y socorro para que le levantaran: ellos dicen que ni siquiera osaron acercarse a él, y han huido, temiendo que las gentes de justicia los atraparan, y que como ocurre cuando se encuentra a alguien junto a un muerto, los obligaran a dar cuenta del sucedido para la cabal ruina de todos, puesto que carecen de capacidad y dinero con que defender su inocencia. ¿Qué los hubiera yo repuesto? Es ciertísimo que ese deber de humanidad les hubiera colocado en un aprieto.

¿Cuántos inocentes no hemos descubierto que fueron castigados hasta sin culpa de los jueces, y cuántos más que no descubrimos? El hecho siguiente ocurrió en mi tiempo. Algunos fueron condenados a muerte por homicidio; la sentencia si no dictada fue al menos en principio acordada. Así las cosas, ocurre que los jueces son advertidos por los magistrados de mi tribunal subalterno vecino, de que guardar algunos prisioneros, quienes confiesan resueltamente el homicidio, llevando al proceso una claridad indudable. Delibérase si a pesar de ello, se debe interrumpir y diferir la ejecución de la sentencia emitida contra los primeros; considérase la novedad del ejemplo, y su consecuencia, para suspender los juicios; que la condena fue jurídicamente sentada, y los jueces de arrepentimiento exentos. En suma, aquellos pobres diablos, se sacrifican a las fórmulas de la justicia. Filipo (o algún otro) proveyó a un inconveniente parecido de la manera siguiente: había condenado a un hombre a pagar a otro recias multas, por virtud de un juicio bien determinado, y como la verdad se hallara algún tiempo después, viose que el juicio había sido injusto. De un lado estaba la razón de la causa, de otro la razón de las formas judiciales: el rey satisfizo en cierto modo a ambos, dejando la sentencia en su primitivo estado y recompensado con su bolsillo los perjuicios del lesionado. Pero este accidente era reparable; los individuos de que hablo fueron irreparablemente ahorcados. ¡Cuántas condenas he visto más criminales que el crimen mismo!

Esto trae a mi memoria aquellas opiniones antiguas: «Que es fuerza ejecutar males particulares a quien quiere obrar bien en conjunto; e injusticias en las cosas pequeñas a quien pretende hacer justicia en las grandes; que la justicia humana se formó o modeló con la medicina, según la cual, todo cuanto es útil, es al par justo y honrado: y me recuerda también lo que dicen los estoicos, o sea que la naturaleza misma procede contra la justicia en la mayor parte de sus obras; y lo que sientan los cirenaicos: que nada hay justo por sí mismo, y que las costumbres y las leyes son las que forman la justicia; y lo que afirman los teodorianos, quienes para el filósofo encuentran justo el latrocinio, el sacrilegio y toda suerte de lujuria, siempre y cuando que le sean provechosos.» La cosa es irremediable: yo me planto en el dicho de Alcibíades, y jamás me presentaré, en cuanto de mi dependa, ante ningún hombre que decida de mi cabeza, donde mi honor y mi vida penden del cuidado e industria de mi procurador, más que de mi inocencia. Arriesgaríame a semejante justicia quien considerara el bien obrar y también el malo; donde me cupiera tanta esperanza como temor: la indemnización no es recompensa suficiente para un hombre cuya conducta supera al no incurrir en falta. No nos muestra nuestra justicia más que una de sus manos, y ésta ni siquiera es la derecha: quien con ella se las ha, pierde seguramente.

En China, donde las leyes y las artes, sin mantener comercio ni tener conocimiento de las nuestras, sobrepujan nuestros ejemplos en muchas partes de excelencia, y cuya historia me enseña cuánto más amplio es el mundo y más diverso de lo que los antiguos y nosotros penetramos, los oficiales comisionados por el príncipe para estudiar la situación de sus provincias, de la propia suerte que castigan a los malversadores del erario, también remuneran con liberalidad cabal a los que se condujeron por cima de lo ordinario y excedieron el deber que su cargo los imponía: ante aquéllos se comparece no sólo para responder de la misión encomendada, sino para adquirir con ella, ni simplemente para ser remunerado, sino para ser gratificado. A Dios gracias, ningún juez hasta ahora me habló como tal, ni por negocio mío ni por el de un tercero, ni criminal ni civilmente: ninguna prisión me recibió, ni siquiera para por ella pasearme; la fantasía misma muéstrame ingrata la vista de tales recintos. Tan loco estoy de libertad, que si alguien me prohibiera el acceso de algún rincón de las Indias, viviría en algún modo contrariado; y mientras encontrara tierra o aire libres por otras partes, no me estancaría en lugar donde me fuera necesario ocultarme. Bien sabe Dios que yo soportaría mal la condición en que veo a tantas gentes, clavadas en un barrio de estos reinos, privadas de la entrada en las principales ciudades y cortes y de la frecuentación de los caminos públicos, por haber infringido las leyes. Si aquellas a quienes sirvo me amenazaran, siquiera fuera en lo que monta un grano de anís, partiría incontinenti en busca de otras, donde quiera que fuese. Toda mi insignificante prudencia en estas guerras civiles en que vivimos, encaminada va a que no interrumpan mi libertad de ir y venir.

Ahora bien, éstas se mantienen en crédito, no porque sean justas, sino porque son leyes, tal es la piedra de toque de su autoridad; de ninguna otra disponen que bien las sirva. A veces fueron tontos quienes las hicieron, y con mayor frecuencia gentes que en odio de la igualdad, despliegan falta de equidad; pero siempre fueron hombres, vanos autores o irresueltos. Nada hay tan grave, ni tan ampliamente sujeto a error como en leyes, en ellos caen siempre de continuo. Quien las obedece porque son justas, no lo hace precisamente por donde seguirlas debe. Las nuestras, francesas, nos dan la mano en algún modo, merced a su desbarajuste y deformidad para el desorden y corrupción que vemos en su promulgación y ejecución: la autoridad es tan turbia o inconstante que excusa algún tanto la desobediencia, y el vicio de interpretación en la administración y en la observancia. Cualquiera que sea, pues, el fruto que de la experiencia podamos alcanzar, apenas servirá gran cosa a nuestro régimen el que sacamos de los ejemplos extraños, si tan mal utilizamos el que de nosotros mismos tenemos, el cual nos es más familiar y en verdad capaz de instruirnos en lo que nos precisa. Yo me estudio más que ningún otro asunto: soy mi física y mi metafísica.

Qua Deus hauc mundi temperet arte domum: qua venit exoriens, qua deficit, unde coactis

cornibuss in plenum menstrua luna redit; unde salo superant venti, quid flamine captet eurus, et in nubes unde perennis aqua; sit ventura dies, mundi quae subruat arces, quaerite, quos agitat mundi labor.

En esta universalidad me dejo ignorante y negligentemente llevar por la ley general del mundo: de sobra la sabré cuando la sienta; mi ciencia no puede hacerla mudar de sendero: no se diversificará por mí; considero que es locura esperarla y más grande aún apenarse por ella, puesto que en todo es necesariamente semejante, pública y común. La bondad y capacidad de gobernador nos debe pura y plenamente descargo del cuidado del gobierno: las inquisiciones y contemplaciones filosóficas sólo sirven de alimento a nuestra curiosidad. Con harta razón los filósofos nos remiten a los preceptos de la naturaleza, pero éstos nada tienen que hacer con un conocimiento tan sublime: ellos lo falsifican, presentándonos disfrazado el semblante de aquéllos, subido de color y sofístico en demasía, de donde nacen tantos retratos diversos de un asunto tan uniforme. Como nos proveyó de pies para andar, también nos suministró prudencia para manejarnos en la vida, no tan ingeniosa, robusta, ni pomposa como la que para nuestro uso inventaron, sino fácil, queda y saludable; ésta cumple a maravilla lo que la otra ordena en quien sabe emplearla de una manera ingenua y ordenada, es decir, de una manera natural. El más sencillo encomendarse a la naturaleza, es el más prudente entregarse. ¡Oh, cuán dulce almohada, blanda y sana es la ignorancia e incuriosidad, para el reposo de una cabeza bien conformada!

Mejor preferiría entenderme bien conmigo mismo que no con Cicerón. Con la experiencia que tengo de mí propio en lo bastante con que hacerme prudente si fuera buen escolar: quien ingiere en su memoria el exceso de su cólera pasada y hasta dónde esta fiebre lo llevó, ve toda la fealdad de esta pasión mejor que en Aristóteles, y de ella concibe un odio más justo; quien recuerda los males que lo atormentaron, los que le amenazaron, las ligeras sacudidas que le cambiaron de un estado en otro, con ello se prepara a las mutaciones futuras y al reconocimiento de su condición. La vida de César no es de mejor ejemplo que la nuestra para nosotros mismos; emperadora o popular, siempre es una vida acechada por todos los accidentes humanos. Ecuchémonos vivir, esto es todo cuanto tenemos que hacer; nosotros nos decimos todo lo que principalmente necesitamos; quien recuerda haberse engañado tantas y tantas veces merced a su propio juicio, ¿no es un tonto de remate al no desconfiar de él para siempre? Cuando por ajenas razones me convenzo de la evidencia de una falsa opinión, no tanto veo lo que de nuevo se me ha dicho (flaca adquisición sería), como en general pienso en mi debilidad y en la traición de mi entendimiento, de lo cual saco enseñanza para mi corrección en conjunto. Con todos mis demás errores hago lo propio, y experimento con esta regla utilidad grande para la vida: no considero la especie ni el individuo como una piedra donde haya tropezado, sino que aprendo a desconfiar en todo de mis remedios, deteniéndome a mejorarlos. Los yerros en que mi memoria me hizo caer con frecuencia tanta, hasta cuando estuvo más segura de sí misma, no fueron cabalmente perdidos: inútil es ahora que me jure y perjure afianzarse para en adelante: hago con la cabeza la señal de quien desconfía; el primer reparo que se presenta a su testimonio me deja, suspenso y no osaría fiarme de ella en cosa de alguna monta ni fundamentarla en autoridad ajena. Y si no considerara que en el defecto en que yo incurro por falta de memoria los otros caen con frecuencia mayor por falta de fe, cogería, siempre la verdad de la boca del prójimo, mejor que de la mía, tratándose de hechos. Si cada cual expiara de cerca los efectos y circunstancias de las pasiones que le regentan como yo hice con aquellas en que caí, veríalas venir, procurando hacer un poco más lenta la impetuosidad y la carrera de las mismas: no saltan de una vez a nuestra garganta; muéstranse a veces con gradaciones y amenazas:

Fluctus uti primo caepit quum albescere vento, paniatim sese tollit mare, et altius undas erigit, inde imo consurgit ad aethera fundo.

El juicio ocupa en mi un lugar primordial, o al menos cuidadosamente se estuerza para ello; deja a mis apetitos amplio campo, así al odio como a la amistad, hasta la que a mí mismo me profeso, sin alterarlo ni corromperlo: si no puede reformar las demás partes según él, por lo menos no se deja deformar por ellas; cumple su misión aislado.

El advertimiento común «De conocerse», debe de ser de un importante efecto, puesto que aquel Dios de ciencia y de luz lo hizo plantar al frente de su templo como comprensivo de cuanto tenía que aconsejarnos: Platón dice también que prudencia no es otra cosa que la ejecución de esta enseñanza; y Sócrates lo verifica por lo menudo en Jenofonte. Las dificultades y obscuridades no se descubren en las ciencias sino por aquellos que las penetraron, pues precisa todavía algún grado de ver la ignorancia; para saber si una puerta está cerrada, menester es empujarla; de donde nace esta sutileza: «Ni los que saben necesitan inquirir, puesto que saben; ni tampoco los que no saben, puesto que para informarse precisa saber en lo que se trata de inquirir.» Así en punto a, «Conocerse a sí mismo», lo de que todos se muestren tan resueltos y satisfechos, y lo de que cada cual crea hallarse suficientemente competente, significa que nadie entiende jota, conforme Sócrates enseña a Eutidemo. Yo que de otra cosa no hago profesión, en ello encuentro una profundidad y variedad tan infinitas que en mi aprendizaje no reconozco otro fruto que el de hacerme sentir cuánto me queda por aprender. A mi debilidad, tantas veces reconocida, debo mi inclinación a la modestia, la sujeción a las creencias que no fueron prescritas, la constante frialdad y moderación de opiniones, y el odio de esa arrogancia importuna, y querellosa que en sí se cree, y todo lo fía, y en sí todo lo confía, capital enemiga de disciplina y de verdad. Oíd cómo ejercen de maestros; para las primeras torpezas que anticipan emplean el estilo de un profeta o el de un legislador. Nihil est turpius, quam cognitioni et perceptioni assertionem approbationemque praecurrere. Aristarco decía que antiguamente apenas si se encontraron siete sabios en el mundo, y que en su tiempo apenas se encontraban siete ignorantes; ¿no tendríamos nosotros mayor motivo de sentar lo mismo de nuestro tiempo? La afirmación y testadurez son signos expresos de torpeza. Quien ha caído de bruces en el suelo cien veces en un día, vedle al instante sobre sus espolones sustentado, tan resuelto y cabal como antes: diríase que al punto le infundieron algún alma y vigor de entendimiento nuevos y que le acontece lo propio que a aquel antiguo hijo de la tierra, que alcanzaba nueva firmeza y se reforzaba con su caída;

Cui quum tetigere parentem, jam defecta vigent renovato robore membra:

ese indócil porfiado, ¿cree recuperar un nuevo espíritu emprendiendo una nueva disputa? Por experiencia propia acuso la humana ignorancia, que es a mi entender el más serio partido de la mundanal escuela. Los que en sí mismos no quieren reconocerla, valiéndose de ejemplo tan vano como el mío, o como el suyo propio, que la descubran por Sócrates, el maestro de los maestros; pues Antístenes el filósofo decía a sus discípulos: «Vamos todos a oírle; ante él, seré yo discípulo con vosotros»; y sentando el dogma de su secta estoica, según el cual, «la virtud basta a hacer la vida plenamente dichosa sin necesidad de ningún otro aditamento», añadía: «si no es de la fuerza de Sócrates».

Esta dilatada atención que yo pongo en considerarme me enseña también a juzgar medianamente de los demás; y pocas cosas hay de que hable de una manera más dichosa y admisible. Acontéceme con frecuencia ver y distinguir más exactamente la condición de mis amigos de lo que ellos la reconocen; a alguno dejé admirado por la pertinencia de mi descripción, y de sí mismo le advertí. Por haberme acostumbrado desde mi infancia a mirar mi vida en la de los otros adquirí una complexión estudiosa en este punto, y cuando en ello me empleo, pocas cosas se me escapan en mi derredor que dejen de ilustrarme: continente, humores, razonamientos. Todo lo estudio, lo que me precisa fluir como lo que he menester seguir. Así en mis amigos descubro por el modo cómo se producen sus inclinaciones internas; y no para ordenar tan infinita variedad de acciones, tan diversas y tan recortadas, en ciertos géneros y capítulos, y distribuir distintamente mis pareceres y divisiones en clases y regiones conocidas

Sed neque quam multae species, et nomina quae sint, est numerus.

Los doctos hablan, y denotan sus fantasías más específicamente y a la menuda: yo que no veo en ellas sino lo que el uso me informa, sin regla alguna, presento las mías generalmente a tientas, como aquí formulo mi sentencia mediante artículos descosidos, como cosa que no se pueda decir en conjunto ni en montón: la relación y conformidad no se encuentran en almas como las nuestras, bajas y comunes. Es la prudencia un edificio sólido y entero en el cual cada pieza ocupa su rango y lleva su marca correspondiente: sola sapientia in se tota conversa est. Yo dejo a los artífices (y no estoy muy seguro de si logran su empeño en cosa tan complicada, menuda y fortuita) el ordenar en categorías esta variedad innumerable de aspectos, detener nuestra inconstancia y disponerla en orden. No solamente considero difícil el ligar nuestras acciones las unas a las otras, también aisladas juzgo poco hacedero el designarlas propiamente, por alguna cualidad principal: tan dobles son todas ellas y abigarradas, según el cristal con que se miran. Lo que por raro se advierte en Perseo, rey de Macedonia, o sea: «que su espíritu a ninguna condición se sujetaba, sino que iba errando por todos los géneros de vida y representando costumbres tan libres en su vuelo y tan vagabundas que ni él mismo ni los demás conocían qué clase de hombre fuera», me parece aproximadamente convenir a todo el mundo y por cima de todos he visto algún otro de su medida a quien esta conclusión podría aplicarse todavía más propiamente, a mi ver. Ninguna posición media; yendo a dar del uno al otro extremo por causas inadivinables; ninguna clase de rumbo, sin experimentar contrariedad portentosa; ninguna facultad completamente buena ni enteramente mala, de tal suerte que lo más verosímilmente que algún día pueda representársele será diciendo que gustaba y estudiaba el darse a conocer por ser desconocido. Hay que tener oídos bien resistentes para escuchar el juicio franco de sí mismo; y porque son pocos los que pueden sufrirlo sin mordedura, los que se determinan a emprenderlo de nosotros nos muestran una amistad singular, pues es querer raramente el tomar a su cargo el ofender y el herir para buscar provecho. Duro es a mi entender el juzgar a aquel cuyas malas condiciones sobrepujan a las buenas: Platón recomienda tres cualidades a quien pretende examinar el alma ajena: ciencia, benevolencia y resolución.

Alguna vez se me ha preguntado para qué me hubiese reconocido yo apto en el caso de que a alguien se lo hubiera ocurrido servirse de mí cuando de ello estaba en edad;

Dum melior vires sanguis dabat, aemula necdum temporibus geminjis canebat sparsa senectus:

«A nada», contestaba yo: y me excuso de buen grado de no saber hacer cosa que a otro me esclavice. Pero habría dicho las verdades a mi maestro, y hubiera fiscalizado sus costumbres si él lo hubiese deseado: no en conjunto, por medio de lecciones escolásticas, que ignoro por completo (y ninguna enmienda veo nacer en los que las conocen), sino observándolas paso a paso, con toda oportunidad, y juzgando a la vista, parte por parte, de manera sencilla y natural; haciéndole ver quién es conforme a la opinión común, oponiéndome a sus cortesanos. Ninguno hay de entre nosotros que no valiera menos que los reyes si fuera así, continuamente corrompido, como ellos lo son, por esa canalla de gentes: ¿y cómo si hasta Alejandro, aquel gran monarca y filósofo, no pudo de ellos libertarse? Yo hubiera poseído fidelidad bastante y también resolución de juicio para expresarme con desahogo. Sería un cargo sin razón de ser en la casa de un príncipe si así no se desempeñara, no respondiendo al efecto para que se instituye, y es un papel que no todos pueden indistintamente desempeñar, pues hasta la verdad misma carece del privilegio de ser empleada a cada instante, y en todas las cosas; tan noble como es su causa, tiene sus circunscripciones y sus límites. Con frecuencia ocurre, siendo el mundo como es, que se desliza en el oído de un monarca, no solamente sin provecho, sino también perjudicial e injustamente; y nadie podrá hacerme creer que un santo advertimiento no pueda a veces ser viciosamente aplicado, ni que el interés de la substancia no tenga que inclinarse en ocasiones al de la fórmula.

Quisiera yo, para este oficio, un hombre contento de su fortuna,

Quod sit, esse velit; nihilque malit,

y nacido en situación mediana; con tanta más razón cuanto que de una arte no temería tocar viva y profundamente el corazón de su señor por no desviarse con esta conducta del curso de su carrera; por otro lado, siendo de aquella condición tendría más fácil comunicación con toda suerte de gentes. Quisiera también un solo hombre, pues extender a varios el privilegio de esta libertad y privanza, engendraría una perjudicial irreverencia; exigiría, sobre todo, en el hombre de que hablo la fidelidad y la reserva.

Un soberano no es de creer cuando se alaba de su firmeza en aguardar el encuentro del enemigo para su gloria, si para su provecho y mejoramiento no es capaz de soportar la libertad de las palabras amigables, cuyo fin no es otro que el de pellizcarle el oído (el complemento efectivo en su mano está). Ahora bien; no hay ninguna condición humana que más haya menester que los reyes de verdaderas y libres advertencias: pública es su vida, y han de ser gratos a la opinión de tantos espectadores, mas como se acostumbra a callarlos cuanto puede apartarlos de la resolución que formaran, cuando menos lo piensan se muestran sin sentirlo entregados al odio y execración de sus pueblos por circunstancias que acaso hubieran podido evitar sin detrimento de placeres mismos, de haber sido avisados y, desde luego, bien encaminados. Comúnmente los favoritos miran a sí mismos más que al soberano y así no les va mal, pues, a la verdad, casi todos los deberes de la amistad verdadera se colocan cuando en aquél se emplean en prueba ruda y peligrosa. De suerte que precisa para con ellos no solamente mucha afección y franqueza, sino también la entereza y el ánimo.

En fin, toda esta pepitoria que yo emborrono aquí, no es más que un registro de las experiencias de mi vida, la cual, por lo que a la salud interna toca, es bastante ejemplar, no como un modelo que imitar, sino que evitar; mas por lo que respecta a la salud corporal, nadie mejor que yo puede poveer de experiencias más útiles, ni presentarla pura, en ningún modo corrompida ni adulterada, por parte ni opinión preconcebidos. En las cosas tocantes a lo medicina, todo lo puede la experiencia, aun cuando la razón impere. Decía Tiberio que quien había vivido veinte años debía estar bien al cabo de las cosas que le eran perjudiciales o favorables, y saber manejarse libre de medicinas; lo cual acaso aprendiera en Sócrates, quien cuidadosamente aconsejaba a sus discípulos como un estudio principal el estudio de su salud, añadiendo que era difícil para un hombre de entendimiento que pusiera reparo en sus ejercicios, en comer y en beber, el no discernir mejor que cualquier médico lo que era bueno o malo. Así la medicina hace siempre profesión de mostrar constantemente la experiencia como piedra de toque de sus operaciones, y así Platón decía bien al asegurar que para ser médico verdadero sería necesario haber pasado por todas las enfermedades que han de curarse por todas las circunstancias y accidentes de que un facultativo debe juzgar. Es razón que padezcan el mal venéreo si pretenden saber curarlo. En las manos de uno así resolveríame yo encomendarme, pues los otros nos guían a la manera de aquel artista que pintara los mares, escollos y los puertos, tranquilamente sentado en su gabinete, e hiciera pasear la figura de un navío con seguridad cabal: lanzadle a la realidad, y no sabrá por dónde se anda. Hacen igual descripción de nuestros males que el pregonero de la ciudad, cuando grita la pérdida de un caballo o la de un perro de tal color, alzada u oreja, a quien, cuando el animal es presentado, le desconoce por completo sabiendo sus señas puntuales. ¡Pluguiera a Dios que la medicina me procurase algún día un evidente y buen socorro; entonces gritaría con buena fe sus milagros,

Tandem efficaci do manus scientiae!

Las artes que nos prometen mantener el cuerpo en salud y lo mismo el alma, mucho es lo que nos prometen, así no hay ningunas otras que más desencanten ni desilusionen. Y en nuestro tiempo, los que entre nosotros las ejercen, muestran menos los efectos que todos los demás hombres; puede decirse de ellos, a lo sumo, que venden drogas medicinales, mas que sean médicos no puede asegurarse. Yo he vivido bastante tiempo para poder tener en cuenta el régimen que tan largo me condujo: para quien quiera gustarlo me presento como escanciador. He aquí algunos artículos tal como el recuerdo me los muestra: ninguno de mis humores ha dejado de cambiar a medida de los accidentes; registro sólo los más ordinarios, los que me dominaron hasta el momento actual.

Mi manera de vivir es la misma, cuando sano que cuando enfermo: reposo en el mismo lecho y a horas idénticas, tomo los mismos alimentos e igual bebida, y la única diferencia consiste en la moderación del más o del menos, según mis fuerzas y apetito. Consiste mi salud en mantener sin trastorno mi natural estado. Yo veo que la enfermedad me deja libre de un lado, y, si otorgo crédito a los médicos me desvían del otro, de suerte que, por acaso y por arte, héteme fuera de mi camino. Nada más que esto creo con mayor certeza: que en manera alguna podrán ocasionarme quebranto las cosas con que me familiaricé de tan antiguo. La costumbre imprime norma a nuestra vida, tal cual la place, y todo lo puede en este punto; es el brebaje de Circe, que diversifica a su antojo nuestra naturaleza. ¡Cuántas naciones, hasta las situadas a cuatro pasos de nosotros, consideran ridículo el temor al sereno, que nos hiere tan sensiblemente! Un alemán enferma acostándose sobre un colchón, un italiano sobre la pluma blanda y un francés sin cortinaje ni fuego. El estómago de un español no soporta nuestra manera de comer, ni el nuestro el beber a la suiza. Plugiéronme las palabras de un alemán en Augsburgo el cual censuraba las molestias de nuestros hogares con iguales argumentos a los de ordinario por nosotros empleados para condenar sus estufas, pues a la verdad ese calor estadizo, junto con el olor de la substancia que las compone, recalentada, aturde a casi todos los no habituados; a mi no me hace mella, pero por lo demás, aun siendo el calor igual, constante y general, sin llama ni humo, y sin el viento, que la abertura de nuestras chimeneas nos procura, tiene por qué ser con el nuestro comparado. ¿Por qué no imitamos la arquitectura romana? Dícese que en lo antiguo el fuego no se encendía en las casas sino por fuera, y al fin de ellas, de donde el calor se extendía al interior por medio de tubos practicados en el recio de los muros, los cuales iban a dar a los lugares, que debían ser calentados, cosa que he visto claramente manifiesta en Séneca, no recuerdo en qué pasaje. Como mi alemán me oyera encarecer las comodidades y hermosura de su ciudad (y eran justas mis alabanzas), empezó a compadecerme porque tenía que alejarme, y entre las molestias primeras con que me brindó, figuraba la pesantez de cabeza que me procurarían las chimeneas en otras partes. De este mal había oído quejarse a alguien y me colgaba a mí, privado como estaba por la costumbre de advertirlo en su país. Todo calor proveniente del fuego me debilita y amodorra; Eveno decía, sin embargo, que el mejor condimento de la vida era el fuego: mejor prefiero yo todo otro modo de escapar al frío.

Tenemos nosotros el vino cuando en los toneles queda poco, los portugueses constituyen con él sus delicias, y es entre ellos el brebaje de los príncipes. En conclusión, cada pueblo tiene algunos usos y costumbre que son no solamente desconocidos para los demás, sino también milagros y repulsivos. ¿Qué hacer de un pueblo que sólo acoge los testimonios impresos, que no cree a los hombres sino a los libros, ni lo verdadero cuando su edad no es competente? Dignificamos nuestras torpezas al meterlas en el molde: para el común de las gentes es de mayor peso decir: «Lo he leído» que si decís: «Lo he oído decir.» Pero yo que creo lo mismo en la boca que en la mano de los hombres; que sé que se escribe tan indiscretamente como se habla, y que juzgo este siglo de la propia suerte que cualesquiera otros de los que pasaron, lo mismo traigo a cuento a un mi amigo que a Macrobio o Aulo Gelio, y lo que vi como lo que éstos escribieron. Y del propio modo que la virtud no es más grande por ser más añeja, creo que la verdad por ser más vieja no es más prudente. A veces me digo que es torpeza pura lo que nos hace correr tras los ejemplos extraños y escolásticos: la fertilidad de éstos es igual en los momentos en que vivimos que en los tiempos de Homero y Platón. ¿Mas no es cierto que buscamos más bien el honor de la alegación que la verdad del razonamiento? Como si no fuera lo mismo extraer nuestras pruebas de las oficinas de Vascosan o Plantino que de lo que se ve en nuestro lugar; o más bien ocurre que carecemos de espíritu para escudriñar y hacer valer lo que pasa ante nosotros, y juzgarlo vivamente para convertirlo en ejemplo; pues si decimos que la autoridad nos falta para dar fe a nuestro testimonio, expresámonos torcidamente, tanto más cuanto que a mi entender de las más ordinarias cosas comunes y conocidas, si a luz supiéramos sacarlas, podrían formarse los prodigios más grandes de la naturaleza y los ejemplos más maravillosos, principalmente en lo tocante a las acciones humanas.

Ahora bien, para volver a mi asunto, y dejando a un lado los ejemplos antiguos que sé por los libros, y lo que Aristóteles refiere de Andrón el argiano, sobre que atravesaba sin catar el agua los áridos desiertos de Libia, diré que un gentilhombre, el cual desempeñó dignamente algunos cargos, aseguraba en mi presencia haber hecho el viaje de Madrid a Lisboa en pleno estío sin beber gota; para los años que cuenta, goza de salud vigorosa, y nada de extraordinario ofrece su género de vida, sino el permanecer dos o tres meses, y a veces hasta un año, sin probar el agua. Siente sed, pero la deja pasar, considerando que es un apetito que fácilmente por sí mismo languidece, y bebe más bien por capricho que por necesidad o por placer.

He aquí otro caso. No ha mucho tiempo que encontré yo a uno de los hombres más sabios de Francia, y de los que gozan de fortuna no mediocre, estudiando en el rincón de una sala, al abrigo de un espeso cortinaje; en derredor suyo los criados promovían un estrépito lleno de licencia, y me dijo (Séneca casi decía otro tanto de sí propio) que alcanzaba su provecho de la barahúnda, cual si derrotado su espíritu por el ruido se recogiera y encerrara más en sí mismo para la contemplación, añadiendo que la tempestad de las voces hacía repercutir sus pensamientos en su interior. Siendo este señor escolar en Padua tuvo su estudio instalado durante tanto tiempo en un cuarto que daba a la plaza, donde nunca tenía fin el tumulto ni el estruendo de los carruajes, y así se había hecho no sólo a menospreciar, sino a apetecer el ruido para el provecho de sus estudios. Sócrates contestó a Alcibíades, quien se maravillaba de que pudiera soportar el continuo machaqueo de la mala cabeza de su mujer: «Como los que se familiarizan con el ruido ordinario de las norias», repuso el filósofo. Mi manera de ser no es así; mi espíritu es blando, y fácilmente toma vuelo, mas cuando algún impedimento le tropieza, hasta el zumbido de una mosca le asesina.

Séneca, siendo joven, como abrazara ardientemente el ejemplo de Sextio, quien no comía cosa ninguna a que se hubiera dado muerte, mantúvose así durante un año, y muy a gusto, según dice, abandonando solamente tal costumbre para que no oyeran que seguía los preceptos de algunas religiones nuevas que lo sembraban. Al propio tiempo siguió el ejemplo de Átalo, de no acostarse muellemente en colchones de los que se hunden con el peso del cuerpo, usando hasta la vejez los que no ceden al tenderse. Lo que el uso de su tiempo consideraba como rudo, el del nuestro lo convierte en voluptuoso.

Parad mientes en la diferencia que existe entre el vivir de mis braceros y el mío; los escitas y los indios nada tienen que más se aleje de mi fuerza y de mi forma de vida. Ocurriome a veces arrancar a algunas criaturas de la limosna para que me sirvieran, y bien pronto me dejaron, y mi cocina y mi librea, sólo por convertirse a su existir primero; uno encontré luego recogiendo almejas en medio del arroyo para su comida, a quien ni por ruegos ni amenazas supe distraer de lo sabroso y dulce que encontraba en la indigencia. Tienen los pordioseros sus magnificencias y voluptuosidades, como los ricos, y dícese que también cuentan con sus dignidades y órdenes políticas. Estos son efectos de la costumbre; la cual puede habituarnos no sólo a tal o cual forma que la plazca (por eso dicen los filósofos que debemos plantarnos en la mejor, pues al punto nos facilitará el camino), sino también al cambio y a la variación, que es el más noble y útil de sus aprendizajes. La mejor de mis complexiones corporales consiste en ser flexible y escasamente porfiado; algunas de mis inclinaciones me son más propias y ordinarias y también más agradables que otras, pero a costa de poco esfuerzo las sacudo y me deslizo fácilmente a la manera contraria. Para despertar su vigor debe un joven trastornar sus reglas, evitando al par así que aquél se enmohezca y apoltrone; ningún género de vida tan tonto ni tan flojo como el de conducirse por prescripción y disciplina;

Ad primum lapidem vectari quum placet, hora sumitur ex libro; si prurit frictus ocelli angulus, inspecta genesi, collyria quarit:

lanzarase con frecuencia hasta en los excesos mismos, si me cree; de otra suerte el menor desorden ocasionará su ruina; en la conversación truécase en desagradable e incómodo. La cualidad más opuesta a la esencia del hombre cumplido es la delicadeza y sujeción a cierto hábito particular, y es particular cuando no es plegable y flexible. Es vergonzoso dejar de hacer algo por impotencia o por no atreverse a practicar lo que se ve hacer a los compañeros: que gentes tales permanezcan en su cocina, junto al fuego. Indecoroso es en todos, pero en un guerrero es vicioso además e insoportable. Éste, como decía Filopómeno, debe acostumbrarse a todas las vidas, por desiguales y diversas que sean.

Aun cuando yo haya sido enderezado, tanto como fue posible, a la libertad e indiferencia, como por incuria envejeciendo me detuve en ciertos hábitos (mi edad está ya libre de toda educación, y nada tiene que considerar si no es la persistencia), la costumbre, sin darme cuenta de ello imprimió tan maravillosamente en mí su carácter en ciertas cosas, que llamo excesos al desvíarme; y sin efecto sensible no puedo dormir durante el día; ni tomar nada entre las comidas, ni desayunar, ni acostarme sino pasado un largo intervalo, como de tres horas largas, después de cenar; ni procrear sino antes del sueño, ni de pie; ni soportar el sudor, ni beber agua pura o vino puro, ni permanecer largo tiempo con la cabeza descubierta, ni resistir que me afeiten después de comer; tan difícilmente prescindiría de mis guantes como de mi camisa; de lavarme al acabar de comer y al levantarme de la cama y del dosel y cortinas de mi lecho, como de las cosas más necesarias, no pondría ningún reparo en comer sin mantel, pero a la alemana, sin servilleta blanca, lo haría con incomodidad sobrada; más que ellos y que los italianos las ensucio, ayudándome poco de tenedor y cuchara. Siento que no se haya seguido una costumbre que yo he visto iniciada, a ejemplo de los reyes, o sea que nos cambiaran de servilleta, según los manjares, como de plato. De Mario, aquel soldado rudo, sabemos que con la vejez trocose delicado en el beber, y que sólo lo hacía en una copa que llevaba consigo lo mismo me dejo yo cautivar por cierta forma de vasos, y no bebo de buena gana, en los de vidrio común; todo metal me disgusta comparado con una substancia clara y transparente; quiero que mis ojos prueben las cosas en la medida de lo posible. Algunos de entre tales regalos me los procuró la costumbre. Naturaleza también me favoreció con los suyos, como el no poder soportar ya dos comidas fuertes en un mismo día sin recargar mi estómago, ni la abstinencia cabal de una de las comidas sin llenarme de vientos, tener la boca seca y perturbar mi apetito. El sereno dilatado me hace daño, pues de algunos años acá, en los quebrantos de la guerra, cuando toda la noche se va de un lado a otro, como acontece comúnmente, pasadas cinco o seis horas, mi estómago empieza a removerse, procurándome vehemente dolor de cabeza, y el día no llega sin que haya vomitado. Como los demás van a tomar el desayuno, yo me voy a dormir, y después del sueño me encuentro muy a gusto y bien dispuesto. He considerado siempre que el sereno no se extendía sino con el nacimiento de la noche, mas frecuentando familiarmente en estos últimos años durante largo tiempo a un señor imbuido en la creencia de que es más rudo y perjudicial al declinar del sol, una o dos horas antes de ponerse (el cual evita cuidadosamente menospreciando el de la noche), faltome poco para que imprimiera en mí, más que su razonamiento, su propia sensación. ¿Qué decir de nosotros, puesto que la duda misma y la investigación hieren nuestra fantasía modificándonos? Los que instantáneamente se inclinan ante esas pendientes, atraen hacia sí la completa ruina. Yo compadezco a muchos gentileshombres a quienes la torpeza de sus médicos hizo languidecer, encerrándose en sus hogares en plena juventud y con las fuerzas cabales: mejor sería sufrir un catarro que perder para siempre por desacostumbrarse el comercio de la vida común. ¡Desdichada ciencia, que nos avinagra las horas más dulces de la jornada! Dilatemos nuestro dominio echando mano hasta de los últimos medios: comúnmente nos endurecemos al resistir al mal, corrigiendo así la propia complexión, como César con el epiléptico, a fuerza de menospreciarlo y descuidarlo. Deben ponerse en práctica los preceptos mejores, mas no a ellos esclavizarse, si no es a aquellos (si los hay) cuya obligación y servidumbre sean cabalmente provechosos.

Defecan los monarcas y los filósofos, y también las damas: a ceremonia se debe la reputación que envuelve las vidas públicas; la mía, privada y obscura, goza de toda dispensa natural; soldado y gascón son también cualidades algo apartadas de lo discreto, por lo cual diré lo siguiente de ese acto: Que precisa dejarlo para cierta hora determinada de la noche, obligarse por costumbre y sujetarse, como yo hago; mas no dejarse avasallar, como hice envejeciendo, por el cuidado de la comodidad particular de lugar y sitio para esta operación, convirtiéndola en molesta por dilatación y molicie. Sin embargo, hasta en los más sucios quehaceres, ¿no es en algún modo excusable exigir algo de miramiento y limpieza? Natura homo mundum et elegans animal est. De todas las acciones naturales es ésta la en que peor de mi grado soporto el ser interrumpido. Conocí muchas gentes de guerra molestadas por el desorden su vientre: el mío y yo nunca fallamos a nuestro señalamiento, que es al saltar de la cama, si alguna apremiante ocupación o enfermedad no nos perturban.

Juzgo, pues, como decía ha poco, que allí donde los enfermos no puedan mejor ponerse al abrigo de accidentes los mantengamos quietos, conforme al género de vida ordinario, en el jugar donde se engendraron y prosperaron el cambio, cualquiera, que sea, perturba y hiere. Resignaos a creer que las castañas dañan a un perigordano o a un luqués, y la leche o el queso a los que habitan en la montaña. Va ordenándoseles, no solamente una nueva, sino contraria forma de vida, modificación que ni siquiera un hombre sano soportaría. Aconsejad el agua a un bretón de setenta años; encerrad en una estufa a un marino, prohibid el pasearse a un lacayo vasco: así agarrotan a los enfermos, quitándolos por fin aire y luz.

An vivere tanti est?

Cogimur a suetis animum suspendere rebus, atque, ut vivamus, vivere desinimus… Hos superesse reor, quibus et spirabilis aer, et lux, qua regimur, redditur ipsa gravis?

Y si no realizan otra buena obra, al menos logran la de preparar a los pacientes tempranamente a la muerte, minándoles poco a poco y cercenándoles el uso de la vida.

Lo mismo sano que enfermo, déjeme fácilmente llevar por los apetitos que me asaltaron. Yo otorgo gran autoridad a mis deseos y propensiones: no gusto de curar el mal por el mal mismo, y detesto los remedios que son más importunos que la enfermedad. Encontrarme sujeto al cólico e imposibilitado del placer de comer ostras, es caer en dos males por evitar uno solo: el dolor nos pellizca por un lado, el precepto por otro. Puesto que al riesgo de engañarnos estamos abocados, expongámonos más bien en seguimiento del placer. El mundo hace lo contrario y nada cree útil que no sea doloroso; la facilidad es para él sospechosísima. Mi apetito en algunas cosas se acomodó bastante felizmente por sí mismo, e inclinó a la salud de mi estómago; la acrimonia y el picante de las salsas me agradaron cuando joven, mi estómago se hastió después, el paladar le siguió muy luego: el vino perjudica a los enfermos, es lo primero con que mi boca se contraría con invencible contrariedad. Todo lo desagradable me hace daño y nada me ocasiona dolor de lo que tomo con apetito y contento. Nunca me ocasionó perjuicio la acción que me fue muy grata, de suerte que hice ceder siempre ampliamente en pro de mi placer toda conclusión medicinal; y en mi juventud

Quem circumcursans huc atque huc saepe Cupido fulgebat crocina splendidus in tunica, me, presté tan licenciosa e inconsideradamente como cualquiera otro al deseo que me amarraba:

Et militavi non sine gloria;

más, sin embargo, que por arranques fuertes, por continuidad y duración:

Sex me vix memini sustinuise vices.

En verdad, es desdichado al par que sorprendente, el confesar la edad débil en que vine a caer en esta sujeción. El hecho fue casual de todo en todo, pues tuvo mucho antes de los años en que la razón desenvuelta ya conoce: mi recuerdo no remonta a tales lejanías y mi fortuna, en este punto, puede hermanarse con la Cuartilla, quien de su doncellez no guardaba memoria:

Inde tragus, celeresque piti, mirandaque matri barba meae.

Ordinariamente pliegan los médicos con provecho sus preceptos yendo contra la violación de los apetitos rudos que asaltan a los enfermos; esos grandes deseos no pueden considerarse tan extraños ni viciosos que naturaleza deje de tener en ellos alguna parte. Además, ¿cuán avasalladora no es el ansia de aplacar la fantasía? A mi entender esta facultad todo lo arrastra, o a lo menos, predomina sobre todas las otras. Los más dañosos y ordinarios males son aquellos que la mente nos acarrea: este decir español me place por muchos motivos, Defiéndame Dios de mí. Lamento, cuando estoy enfermo, el no sentir algún deseo que me procure la satisfacción de saciarlo; apenas si la medicina de ello me apartaría. Hago lo mismo en cabal salud; o no descubro cosa alguna sino el esperar y el querer. Es lastimoso languidecer y debilitarse hasta el apetecer.

El arte médico no es tan evidente que a nosotros nos deje de toda autoridad desposeídos, sea lo que fuere lo que hagamos: se modifica según los climas y según las lunas; según Fernel o Escalígero. Si vuestro doctor no encuentra provechoso que durmáis ni que uséis del vino o de cualquier manjar, nada os importe; otro os encontraré que de su parecer no participe: la diversidad de los argumentos y opiniones medicinales abarca toda suerte de formas. Yo vi retorcerse y reventar de sed a un pobre enfermo para curarse; otro facultativo que le visitó después condenó tal régimen como dañoso: ¿valió la pena su tormento? Recientemente murió del mal de piedra un hombre de ese oficio, el cual se había servido de la extrema abstinencia para combatir su enfermedad: sus colegas afirman que debió seguir un régimen contrario, porque el ayuno, decían, secó y coció la arena en sus riñones.

He advertido que en las heridas, y también en las enfermedades, el hablar me perjudica y conmociona lo mismo que el mayor descuido en que pudiera incurrir. La voz me cuesta esfuerzo y fatiga, pues la tengo aguda y resistente; de tal modo que, cuando hablé a los grandes al oído de negocios importantes, tuvieron necesidad de que la moderase.

Este cuento merece detenerme. Alguien en cierta escuela griega hablaba como yo, en voz alta; el maestro de ceremonias le ordenó que bajara de tono: «Que me haga saber, repuso el amonestado, el diapasón en que quiere, que me exprese», y aquél replicó: «Que adopte el tono del oído que le escucha.» La observación era acertada siempre y cuando que se entienda: «Hablad con arreglo a lo que tratéis con vuestro oyente»; pues en el caso que quisiera decir: «Basta con que os oiga, u ordenaos por él», no me parece razonable. El tono y el movimiento de la voz, guardan alguna expresión y significación de mi sentido; a mí me incumbe el conducirlo para representarme: hay una voz para instruir, otra para alabar o censurar. Yo quiero que la mía, no solamente llegue a quien me escucha, sino también acaso que le hiera y atraviese. Cuando yo regaño a mi lacayo con tono agrio y duro, sería bueno que me dijera «¡Mi amo, hablad con mayor dulzura, que os oiga bien!» Est quaedam vox ad auditum accommodata, non magnitudine, sed proprietate. La palabra pertenece por mitad a quien habla y a quien escucha; éste debe prepararse a recibirla, según el movimiento que ella adopta: como en el juego de pelota el que recula y avanza lo efectúa según los movimientos del contrario, y con arreglo a la dirección que éste imprime a aquella.

La experiencia me ha enseñado además esta verdad: que la impaciencia nos pierde. Tienen los males su vida y sus límites, su salud y su enfermedad. La constitución de las dolencias está formada conforme al patrón constitutivo de los animales; tienen su carrera y sus días limitados desde la hora en que nacen: quien imperiosamente intenta abreviarlas por la fuerza, al través de su curso, las alarga y multiplica, y las atormenta, en lugar de apaciguarlas. Mi parecer es el de Crántor, o sea: «que no hay que oponerse obstinadamente a los males de manera desatentada, ni sucumbir ante ellos blandamente, sino que precisa cederlos el paso según su condición y la nuestra». Debe dejarse libre entrada a las enfermedades, y creo que en mí se detienen menos porque las consiento obrar: despojeme de aquellas que se consideran como más persistentes y tenaces, por su propia decadencia, sin ayuda ni arte contra los preceptos que las combaten. Dejemos trabajar un poco a la naturaleza: ella entiende mejor que nosotros sus negocios. «Pero, se me repondrá, fulano así murió.» Vosotros haréis lo mismo, si no es de este mal, de otro: ¿y cuántos no dejaron de morir teniendo tres médicos en sus asentaderas? Es el ejemplo un espejo vago, general y aplicable en todos sentidos. Si se trata de una medicina deleitosa, aceptadla, puesto que en ello hay un bien inmediato: yo no me detendré en el nombre ni en el color; si es grato y apetecible, el placer es de las principales especies de provecho. Yo he dejado envejecer en mí, de muerte natural, catarros, fluxiones gotosas, relajaciones, palpitaciones de corazón, dolores de cabeza y otros accidentes, que perdí cuando a medias iba ya acostumbrándome a soportarlos: mejor se los conjura por cortesía que por altanería. Es preciso sufrir con dulzura las leyes de nuestra condición: existimos para envejecer, para debilitarnos y para enfermar, a despecho de toda medicina. Es la lección primera que los mejicanos suministran a sus hijos cuando al salir del vientre de las madres van así saludándolos: «Hijo, viniste al mundo para pasar trabajos: resiste, sufre y calla.» Es injusto dolerse porque haya acontecido a alguien lo que puede suceder a todos: Indignare, si quid in te inique proprie constitutum est.

Ved al anciano que pide a Dios que le conserve su salud cabal y vigorosa, es decir, que de nuevo le devuelva la juventud: Stulte, quid haec frustra votis puerilibus optas?

¿no es estar loco de remate? su condición se opone a tal floreciente estado. La gota, el mal de piedra y la indigestión son síntomas de luengos años, como de luengos viajes es proprio el soportar el calor, las lluvias y los vientos. Platón no cree que Esculapio se molestara en proveer el empleo de regímenes diversos a la duración de la vida en un cuerpo estropeado y débil, inútil a su país, inútil a su profesión y a procrear hijos sanos y robustos; tampono cree este cuidado en armonía con la justicia y prudencia divinas que debe trocar en útiles todas las cosas. ¡Buen hombre! no hay remedio: es ya imposible de nuevo enderezaros; se os revocará cuando más y apuntalará un poco, alargando así en alguna hora vuestra miseria:

Non secus instantem cupiens fulcire ruinam, diversis contra nititur objicibus; donec certa dies, omni compage soluta, ipsum cum rebus subruat auxilium:

Es necesario aprender a sufrir lo que no se puede evitar: nuestra vida está compuesta, como la armonía del mundo, de cosas contrarias, y también de diversos tonos, dulces y ásperos, agudos y llanos, blandos y graves: el músico que no gustara más que de una clase de diapasón, ¿qué podría hacer de bueno? Es preciso que sepa servirse en común y que acierte a continuarlos; así debemos hacer nosotros con los bienes y los males consustanciales con nuestra vida: nuestro ser no puede subsistir sin esta mezcla, y una de las dos categorías no es menos necesaria que la otra. Intentar revolverse contra la necesidad natural es representar a lo vivo la locura de Ctesiphon, que quería luchar a puntapiés con su mula.

Yo me consulto rara vez las alteraciones que experimente, pues aquellas gentes tienen mucho terreno ganado cuando dependemos de su misericordia: os aturden siempre los oídos con sus pronósticos; como me sorprendieran antaño debilitado por el mal, maltratáronme injuriosamente con sus dogmas y continente magistrales; amenazáronme tan pronto con grandes dolores, como de muerte próxima. Sus palabras ni me abatieron ni tampoco me sacaron de quicio, pero me chocaron y empujaron: si mi juicio no se modificó ni alteró, imposibilitose por lo menos, lo cual supone agitación y combate.

Trato yo a mi fantasía con la mayor dulzura que me es dable, y la descargaría, si pudiera, de toda pena y alteración; precisa socorrerla y acariciarla, y engañarla cuando se pueda: mi espíritu es apto para este oficio, y no le faltan recursos en nada; si cual predica persuadiera dichosamente, dichosamente me socorrería. ¿Os place ver un ejemplo? Dice así: «Que por mi bien padezco el mal de piedra: que las construcciones de mi edad es natural que tengan alguna gotera; tiempo es ya de que principien a resquebrajarse y a venirse abajo: cosa es ésta perteneciente a la común necesidad, y no había de realizarse para mí un nuevo milagro; Con ello pago las costas por la vejez ocasionadas, y no podría obtener economía mayor; Que la compañía debe consolarme, habiendo caído en el accidente más ordinario a los hombres de mis años; Por todas partes veo afligidos del mismo mal, y es honrosa para mí su sociedad, puesto que ordinariamente se pega a los grandes; su esencia es noble y digna; Que entre los hombres que son víctimas de esta dolencia pocos hay libres de molestias menores: cargan ellos con las fatigas de someterse a un desagradable régimen, y con la toma desastrosa y cotidiana de abundantes drogas medicinales, mientras que yo debo el mío puramente a mi buena estrella, pues con algunos cocimientos de cardo corredor y hierba de turco, que dos o tres veces bebí en obsequio de las damas (quienes más graciosamente que mi mal no es agrio, me ofrecieron la mitad del suyo), me parecieron igualmente fáciles de tomar que de eficacia inútil: tienen que hacer efectivas mil promesas a Esculapio y otros tantos escudos a su médico por el deslizarse de la arena que yo con frecuencia logro por puro beneficio de naturaleza: la decencia misma de mi parte, cuando estoy, en sociedad, ni siquiera es alterada, y retengo mis aguas diez horas y por tan largo tiempo como un hombre sano. El temor de este mal, dice mi espíritu, te horrorizaba antaño, cuando lo desconocías; los gritos y el desesperarse de quienes lo agrian con su impaciencia, engendraban en ti el espanto. Al fin, es un mal que te sacude por donde más pecaste. Tú eres hombre de conciencia,

Quae venit indigne paena, dolenda venit:

considera este castigo, y veras que comparado con otros es dulcísimo y paternalmente favorable. Considera cuánto es tardío; no ocupa ni trastorna sino la época de tu vida que de todas suertes es ya en lo sucesivo acabada y estéril, habiendo dejado lugar, como por compensación, para la licencia y los placeres de tu juventud. El temor y la compasión que al pueblo inspira este mal, son para ti motivo de gloria; cosa de que si tu juicio está purgado y tu razón curada, tus amigos, sin embargo, encuentran algún tinte en tu complexión. Experiméntase placer oyendo decir de sí mismo: Eso es mantenerse fuerte y resignado. Se te ve sudar la gota gorda palidecer, enrojecer, temblar, vomitar hasta echar sangre, sufrir contracciones y convulsiones extrañas, derramar a veces gruesas lágrimas, verter orines espesos, negros y espantosos, o tenerlos detenidos por alguna piedra espinosa y erizada y que te punza, desuella cruelmente el cuello de la vejiga; y mientras tanto, hablar con los circunstantes con ordinario continente, bromeando a intervalos con los tuyos, expresándote con rígidos razonamientos, excusando de palabras tu dolor y rebajando tu sufrimiento. ¿Te acuerdas de aquellas gentes de los pasados siglos que buscaban hambrientas los males a fin de mantener su virtud vigorosa, ejercitándola constantemente? Pues imagínate el caso de que naturaleza te empujó a esa gloriosa escuela, en la cual tú no hubieras ingresado nunca de tu grado. Si me dices que es un mal peligroso y mortal, considera que ninguno hay que no lo sea, pues es una trampa medicinal el exceptuar algunos de que los médicos dicen que no conducen derecho a la muerte; pero ¿qué importa si a ella llevan por modo casual o si se deslizan y tuercen fácilmente hacia el lado que a ella nos lleva? Mas tú no mueres porque estás enfermo, mueres porque eres vivo: la muerte te mata admirablemente sin el socorro de la enfermedad, y a algunos los males alargaron la vida alejándoles de la muerte, porque les parecía ir muriéndose. Piensa además que, como las heridas, hay enfermedades medicinales y saludables. El cólico es a veces no menos duradero que nosotros: hombres se ven en quienes habiendo comenzado en la infancia, continuó luego hasta la vejez más caduca: y si no se hubieran negado a mantenerse en su compañía, les habría asistido aun más allá: le matáis más bien que no él a vosotros. Aun cuando la imagen de la muerte se te presentara cercana, ¿no es cosa excelente para un hombre de tus años el ser llevado al pensamiento de su fin? Más aún, tú no tienes para qué buscar el medio de curarte. Así como así, el día más inopinado la común necesidad te llama. Considera cuán magistral y dulcemente te hastía de la vida el acabar, desprendiéndote del mundo; no forzándote con sujeción tiránica como tantos otros males que ves en los ancianos, a quienes mantienen constantemente imposibilitados, sin tregua ni descanso, con debilidades y dolores, sino por advertimientos e instrucciones a intervalos iniciados: entreverando largas pausas de reposo, como para darte medio de meditar y repetir su lección a tu gusto. Para procurarte manera de juzgar sanamente, y para que te determines cual hombre animoso, te muestra el estado de tu condición cabal, así en lo bueno como en lo malo, y en el mismo día ya una vida llena de alegría, ya otra insoportable. Si tú no abrazas la muerte, por lo menos la tocas en la palma de la mano una vez al mes: por donde puedes esperar que un día te atrapará sin amenazas; y viéndote conducido hasta el puerto con frecuencia tanta, fiándote de permanecer todavía dentro de los límites acostumbrados, a ti y a tu confianza os habrán hecho pasar el agua una mañana inopinadamente. No debemos quejarnos de las enfermedades que realmente comparten el tiempo con la salud.»

Obligado estoy a la fortuna de la frecuencia con que me asalta con el mismo linaje de armas: por costumbre me acomoda, me endereza por el uso y me endurece por hábito: ahora sé ya, sobre poco más o menos, lo que costará mi rescate. A falta de memoria natural, con el papel la forjo, y cuando algún nuevo síntoma sobreviene a mi mal, lo escribo; por donde acontece que ahora, habiendo casi pasado por situaciones de todas suertes, si algún espanto me amenaza, hojeando estas anotaciones descosidas, cual sibilinas hojas, nunca dejo de encontrar consuelo con algún pronóstico favorable sacado de mi experiencia pasada. Socórreme también la costumbre de esperar mejoría en lo porvenir, pues el conducto de este vaciadero, como ha continuado tantos años, de creer es que la naturaleza no interrumpirá su curso, y no acontecerá otro peor accidente del que ya experimento. Además, la condición de esta enfermedad no se aviene mal con mi complexión, repentina y pronta: cuando me asalta blandamente, me amedrenta, porque dura largo tiempo; mas cuando naturalmente se permite excesos vigorosos y robustos, me sacude hasta el límite, durante un día o dos. Mis riñones han subsistido toda una edad sin alteración; pronto hará otra que cambiaron de estado; los males tienen su período, como los bienes; acaso este acidente esté ya tocando a su fin. Los años debilitan el calor de mi estómago, y su digestión, al ser menos perfecta, envía esta materia cruda a mis riñones: ¿por qué no había de suceder, gracias a alguna revolución, que se debilitara igualmente el calor de mis riñones de manera que no pudieran ya petrificar mi flema y la naturaleza adoptara alguna otra vía de purgación? Los años, indudablemente, me agotaron algunos catarros, ¿por qué no hicieron lo mismo con estos excrementos que proveen de materia a la piedra? ¿Pero hay algo tan dulce como esa repentina mutación y cuando de mi dolor extremo, vengo, por la expulsión de mi piedra a recobrar, con la rapidez del relámpago, la hermosa luz de la salud, tan libre y tan plena, como al escapar a los más repentinos y rudos cólicos? ¿Hay algo en este dolor sufrido que pueda contrapesarse con el placer de un alivio tan repentino? ¡Cuánto más hermosa me parece la salud después de la enfermedad, tan vecina tan contigua que puedo reconocerlas en presencia una de otra y en el grado más preeminente; cuando se oponen en competencia como para hacerse frente y oposición!

Así como los estoicos dicen que los vicios existen útilmente, para avalorar y apoyar a la virtud, podemos nosotros decir con fundamento mayor y menos atrevida conjetura, que la naturaleza procuronos el dolor para honor y servicio de la voluptuosidad y la indolencia. Cuando Sócrates, luego que le hubieron descargado de los hierros que le atormentaban experimentó el regalo de la picazón que su pesantez había ocasionado en sus tobillos, regocijose al reflexionar en la estrecha alianza del dolor y el placer, y al ver cómo están asociados con necesario enlace, de tal suerte que sucesivamente se siguen y engendran el uno al otro, pensando que el buen Esopo debiera haberlo reparado para idear con ello una hermosa fábula.

Lo peor que veo yo en las demás enfermedades es que no son tan graves en sus efectos como en su desenlace: un año entero transcurre para recobrarse, siempre lleno de debilidad y temor. Hay tanto riesgo y tantos grados para de nuevo ponerse en salvo, que nunca llegamos al término apetecido: antes de que nos hayan libertado de una venda y luego de un gorro; antes de que se os haya devuelto el disfrute del aire, el del vino, el de vuestra mujer y el de los melones, cosa milagrosa es si no habéis recaído en alguna nueva miseria. Tiene ésta el privilegio de abandonarnos sin dejar ninguna huella, mientras que las demás depositan siempre alguna alteración o trastorno, convirtiendo el cuerpo en susceptible de un mal nuevo, y haciendo que estos se den la mano unos a otros. Entre los males son tolerables los que se conforman con su dominio sobre nosotros, sin extender ni introducir su séquito. Mas son amables y corteses aquellos cuyo tránsito nos procura alguna consecuencia provechosa. Desde que padezco el cólico encuéntrome descargado de otros accidentes y, a mi parecer, más que antes de padecerlo: nunca la calentura me asaltó conjuntamente. Yo entiendo que me purgan los vómitos extremos y frecuentes a que estoy sujeto, de un lado, y de otro mis ascos; y los dilatados ayunos que atravieso, los cuales destruyen mis malos humores; también vacía en sus piedras lo que tiene de dañoso y superfluo. Y no se me reponga que es ésa una medicina dolorosamente comprada: ¿qué decir entonces de tantos pestíferos brebajes, cauterios, incisiones, sudoríficos, sedales, dietas y tantos otros remedios, que nos procuran a veces la muerte por ser incapaces de resistir su importunidad y violencia? De esta suerte, cuando el mal me coge, como medicina lo considero, y cuando me deja de su mano, considérome absolutamente libertado.

He aquí otro singular favor particular de mi dolencia. Sobre poco más a menos hace su juego aparte, dejándome hacer el mío; o si tal no acontece es por escasez de ánimo; aun en sus más rudos empujes lo mantuve diez horas a caballo. Si os limitáis a sufrir os veréis imposibilitados de hacer cosa distinta; jugad, comed, corred, haced esto o aquello, si podéis: vuestros desórdenes os procurarán menos quebranto que provecho: y otro tanto puede decirse a un galicoso, a un gotoso o a un hernioso. Los otros males exigen más universales obligaciones, contrarían mucho más nuestras acciones, trastornan por completo nuestros hábitos y comprometen la vida entera: éste no hace sino pellizcarnos la epidermis, dejándonos dueños de entendimiento y voluntad, lengua, pies y manos: más bien os despierta que os amodorra. El alma está herida de calenturiento ardor, aterrada por una epilepsia, dislocada por un rudo dolor de cabeza, atolondrada, en fin, por todas las enfermedades que lastiman la materia juntamente con las otras más nobles partes: aquí ni siquiera se la ataca: si la va mal, suya es la culpa; es que a sí misma se traiciona, abandona y descompone. Sólo los locos se dejan convencer de que esta materia dura y maciza que se cuece en nuestros riñones puede disolverse con brebajes, por donde luego que se puso en movimiento no hay sino dejarla paso, tan pronto como se absorbió. Advierto aún esta particular comodidad: es una enfermedad en la cual poco es lo que nos queda por adivinar: dispensados somos en ella del trastorno en que las demás nos lanzan por la incertidumbre de sus causas, progresos y condición, que es un desorden infinitamente penoso: aquí para nada nos sirven las consultaciones e interpretaciones doctorales; los sentidos nos muestran lo que nos duele y dónde nos duele.

Con tales argumentos, resistentes unos y endebles otros, trata Cicerón de dulcificar los males de su vejez; yo con ellos procuro adormecer y divertir mi imaginación, y suavizar mis llagas. Si empeoran, mañana proveeremos con otras escapatorias. Que así sea la verdad puedo probarlo fácilmente: he aquí que de nuevo los movimientos más leves exprimen sangre fuera de mis riñones. ¿qué hacer en tal estado? Yo no dejo de proceder como si tal cosa ni de caminar con juvenil ardor audaz, reconociendo dominar un tan importante accidente, el cual no me cuesta sino una pesantez y alguna alteración en la parte dolorida: es, quizá, una gruesa piedra que estruja y consume la substancia de mis riñones, y mi vida juntamente, que voy desalojando poco a poco, no sin cierta dulzura natural, como una deyección en adelante molesta y superflua. ¿Siento en mi algo que se derruye? Pues no esperéis que vaya entreteniéndome en examinar mi pulso y mis orines para tomar alguna providencia fatigosa: sobrado tiempo me queda para soportar el mal sin necesidad de dilatarlo con el miedo. Quien teme sufrir, sufre ya de lo que teme. Además, la ignorancia y dubitación de los que se mezclan en explicar los resortes de naturaleza y sus internos progresos, suministrándonos tantos pronósticos auxiliados por el arte que ejercen, debe persuadirnos de que las obras de aquella son infinitamente desconocidas: hay incertidumbre grande, variedad y obscuridad en lo que nos prometen o amenazan. Salvo la vejez, que es indudable sigilo de la proximidad de las cercanías de la muerte, en todos los demás accidentes, contadas señales veo de lo venidero, en las cuales podamos fundamentar nuestra adivinación. Yo no me juzgo sino por experimentación verdadera en este punto, nunca por raciocinio: ¿y para qué me serviría, puesto que no despliego sino paciencia y espera? ¿Queréis saber las ventajas que mi proceder me procura? Mirad a los que obran de distinto modo, a los que dependen de tan diversas persuasiones y consejos; ¡cuántas veces la fantasía los oprime sin que el cuerpo sufra para nada! Procurome placer en muchas ocasiones, hallándome seguro y libre de esos accidentes peligrosos, el anunciárselos a sus médicos como nacientes en el momento en que los hablaba, y soportaba la sentencia de sus horribles conclusiones muy a mi gusto, permaneciendo reconocido a Dios por su divina gracia, mejor instruido de la vanidad de ese arte.

Nada hay que deba tanto recomendarse a la juventud como la actividad y la vigilancia: nuestra vida no es sino acción y movimiento. Yo me muevo difícilmente, y en todas las cosas soy tardío; en el levantarme, en el acostarme y en mis comidas: a las siete de la mañana para mí aún no amaneció, y allí donde yo gobierno no se almuerza antes de las once, ni se cena hasta después de las seis. Antaño atribuí la causa de las calenturas y enfermedades en que he caído a la pesadez y amodorramiento que el dilatado sueño me procura, y siempre me arrepentí de entregarme a él al despertar por la mañana. Platón prefiere el exceso en el beber al exceso en el dormir. Yo gusto de acostarme en cama dura, solo (ni siquiera con mujer), a la real usanza, y mejor bien que mal cubierto. Mi lecho nunca lo calientan, mas la vejez hizo que algunas veces me pusieran tibias las sábanas para templar mis pies y mi estómago. Censurábase de dormilón a Escipión el Grande, a mi ver simplemente porque a todos contrariaba el que nada tuviera que mereciese vituperio. Si alguna delicadeza exige mi cuidado, es más bien al acostarme que en ninguna otra ocasión; mas, en general, cedo y me acomodo a la necesidad como cualquiera otro. El dormir ocupó buena parte de mi vida, y continúa todavía, ocupándola en esta edad en que vivo durante ocho o nueve horas consecutivas. Voy abandonando con provecho esta perezosa propensión, con ello evidentemente valgo más; algo, sin embargo, echo de ver el cambio; pero al cabo de tres días ya me encuentro habituado. Apenas veo quien con menos se conforme, cuando llega el caso, ni tampoco quien constantemente resista, ni a quien los quebrantos pesen menos. Mi cuerpo es capaz de una agitación resistente, mas no vehemente y repentina. Huyo ya de los ejercicios violentos que me llevan al sudor; mis miembros se rinden antes de templarse. Manténgome en pie durante todo un día y el pasearme no me cansa, mas no por el empedrado; desde mi primera edad gusté de montar a caballo: a pie me embadurno hasta la cintura; y las gentes pequeñas como yo, están abocadas, yendo por esas calles de Dios, a empujones y codazos por falta de apariencia. Cuando descanso, ya esté acostado o sentado, pongo las piernas tanto o más altas que el asiento.

Ninguna profesión tan grata como la militar, noble en su ejercicio (pues la más elevada, generosa y soberbia de todas las virtudes es el valor), y noble en su causa, porque no hay ninguna utilidad más justa ni general que la custodia del reposo y la grandeza de vuestro país. Pláceos la compañía de tantos hombres nobles, jóvenes, activos; la vista ordinaria de tantos espectáculos trágicos; la libertad de esa conversación de arte despojada; la manera de vivir, varonil y sin ceremonia; la variedad de mil acciones diversas; esa armonía vigorosa de la música guerrera, que regocija vuestro oído y pone alientos en vuestra alma; el honor del servicio que prestáis; su rudeza misma y dificultad, de Platón tan poco consideradas, que en su República hace que de ella participen las mujeres y los niños: os convidáis a los azares y particulares riesgos conforme juzgáis del brillo e importancia de ellos, cual soldado voluntario. Ved cómo la vida en ello exclusivamente se emplea,

Pulchrumque mori sucurrit in armis.

El temer los comunes peligros peculiares a una tan gran multitud; el no osar a lo que tantas suertes de hombres se determinan, y también todo un pueblo, propio es de un corazón blando y rastrero en demasía: la compañía pone ánimo hasta en las criaturas. Si en ciencia otros os sobrepujan, y en gracia, fuerza y fortuna, podéis alegar alguna causa disculpable: si cedéis a los demás en firmeza de alma, sólo vosotros sois culpables. La muerte es más abyecta, lánguida y dolorosa en el lecho que en el combate: las calenturas y los catarros tan crueles y mortales como un arcabuzazo. Quien se encuentre habituado a soportar valerosamente los ordinarios accidentes de la vida común, no ha menester de engordar su ánimo para convertirse en soldado. Vivere, mi Lucili, militare est.

Nunca recuerdo haberme visto sarnoso; sin embargo el rascarse es uno de los más dulces placeres naturales y está siempre al alcance de nuestra mano; pero, en cambio, la penitencia le sigue con importunidad vecina. Más bien lo ejerzo en los oídos, que me pican interiormente de cuando en cuando.

Yo nací con todos mis sentidos cabales casi hasta la perfección. Mi estómago es cómodamente bueno, como mi cabeza, y ordinariamente se mantienen firmes en medio de mis calenturas, lo mismo que mi respiración. Franqueé ya la edad que algunas naciones, no sin visos de razón, prescribieran para el justo fin de la vida, la cual no consentían sobrepujar. Sin embargo, experimento a veces reposiciones, aunque inconstantes y poco duraderas, tan íntegras y cabales que lindan con la salud y ausencia de males de mi juventud. Y no hablo de alegría y vigor, que razonablemente no trasponen sus linderos naturales;

Non hoc amplius est liminis, aut aquae caelistes, patiens latus.

Mi semblante y mis ojos incontinenti me denuncian; todas mis transformaciones comienzan por ellos; algo más fuertes de lo que son en realidad. A veces inspiro lástima a mis amigos antes de experimentar dolor. El mirarme al espejo no me asusta, pues hasta en la juventud misma sucediome más de una vez tener un color de mal augurio sin experimentar gran malestar; de suerte que los médicos, al no encontrar una causa interior que respondiera de la alteración externa, la atribuían al espíritu y a alguna pasión secreta que interiormente me royera, equivocándose. Si el cuerpo se gobernara tan a mi albedrío como el alma, caminaríamos algo más a nuestro sabor: en mis verdes años la tenía, no ya exenta de trastornos, sino henchida de satisfacción y fiesta, las cuales emanan, ordinariamente, mitad de su complexión y por designio la otra mitad:

Nec vitiam artus aegre contagia mentis.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11
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