Quum, veteri more et instituto, cupide illi semper studioeoque suscepti sint, qui virtute ac nobilitate praestantes, magno Reipublicae nostrae usui atque ornamento fuissent, vel esse aliquando possent: Nos, majorum nostrorum exemplo atque auctoritate permoti, praeclaram hanc consuetudinem nobis imitandam ac servandam fore censemus. Quamobrem quum Illmus Michael Montanus, eques Sancti Michaelis, et a cubiculo regis Christianissimi, Romani nominis studiosissimus, et familiae laude atque splendore, et propriis virtutum meritis dignissimus sit, qui summo Senatus Populique Romani judicio ac studio in Romanam civitatem adsciscatur; placere Senatui P. Q. R., Illmum Michaelem Montanum, rebus omnibus ornatissimum, atque huic inclyto Populo carissimum, ipsum posterosque in Romanam civitatem adscribi, ornarique omnibus et praemiis et honoribus, quibus illi fruuntur, qui quives patriciique Romani nati, aut jure optimo facti sunt. In quo censere Senatum P. Q. R., se non tam illi jus civitatis largiri, quam debitum tribuere, neque magis beneficium dare, quam ab ipso accipere, qui, hoc civitatis munere accipiendo, singulari civitatem ipsam ornamento atque honore affecerit. Quam quidem S. C. auctoritatem iidem Conservatores per Senatus P. Q. R. scribas in acta referri, atque in Capitolii curia servari, privilegiumque hujusmodi fieri, solitoque urbis sigillo communiri curarunt. Anno ab urbe condita CXC CCC XXXI; post Christum natum M D LXXXI, III idus martii,
HORATIUS FUSCUS, sacri. S. P. Q. R. scriba.
VINCENT MARTHOLUS, sacri S. P. Q. R scriba.
No siendo ciudadano de ninguna ciudad, satisfecho estoy de serlo de la más noble entre las que fueron y serán. Si los demás se consideraran atentamente como yo, reconoceríanse como yo henchidos de vanidad e insulsez. De ellas no puedo desposeerme sin acabar conmigo. Repletos estamos todos de ambas cosas, mas los que no lo advierten creen hallarse más aligerados; y aun de esto no estoy muy seguro.
Esta idea y común usanza de mirar a otra parte y no a nosotros mismos recae cabalmente en nuestra ventaja, por ser una cosa cuya vista no puede menos de llenarnos de descontento. En nosotros no vemos sino vanidad y miseria: con el fin de no desconfortarnos la naturaleza lanzó ¡cuán sagazmente! hacia fuera la acción de nuestros ojos. Adelante vamos, donde la corriente nos lleva, mas replegar en nosotros nuestra carrera es un penoso movimiento: la mar se revuelve y violenta así cuando de nuevo es empujada hacia sus orillas. Considerad, dicen todos, los movimientos celestes; mirad a las gentes, a la querella de éste, al pulso de aquél, al testamento del otro. En conclusión, mirad siempre alto, bajo o al lado vuestro, delante o detrás de vosotros. Era un precepto paradójico el que nos ordenaba aquel dios en Delfos, diciendo: mirad en vosotros; reconoceos; depended de vosotros mismos vuestro espíritu y vuestra voluntad que se consumen fuera, conducidlos a sí mismos: os escurrís y os esparcís fortificaos y sosteneos: se os traiciona, se os disipa y se os aparta de vuestro ser. ¿No ves cómo este mundo mantiene sus miradas sujetas hacia dentro, y sus ojos abiertos para a sí mismo contemplarse? Tú no hallarás nunca sino vanidad, dentro y fuera, pero será menos vana cuanto menos entendida. Salvo tú, ¡oh hombre! decía aquel dios, cada cosa se estudia la primera, y posee, conforme a sus necesidades, límites a sus trabajos y deseos. Ni una sola hay tan vacía y menesterosa como tú, que abarque el universo mundo. Tú eres el escrutador sin conocimiento, el magistrado sin jurisdicción y, en conclusión, el bufón de la farsa.
Capítulo X
Gobierno de la voluntad
Comparado con el común de los hombres pocas cosas me impresionan, o por mejor decir, me dominan, pues es razón que nos hagan mella, siempre y cuando que dejen de poseernos. Pongo gran cuidado en aumentar, por reflexión y estudio, este privilegio de insensibilidad, que naturalmente adelantó ya bastante en mí; por consiguiente son contadas las cosas que adopto, y pocas también aquellas por que me apasiono. Mi vista es clara, pero la fijo en escasos objetos: en mí, el sentido es, delicado y blando, mas sordas y duras la aprensión y la aplicación. Difícilmente me dejo llevar; cuanto me es dable empléome en mí por completo, y aun en esto mismo sujetaría, sin embargo, y sostendría de buen grado mi afición, a fin de que no se sumergiese en mi individuo sobrado entera, puesto que se trata de cosa entregada a la merced ajena en la cual el acaso tiene más derecho que yo; de suerte que, hasta la salud, que tanto estimo, me precisaría no desearla ni darme a ella tan furiosamente que llegara a encontrar insoportables las enfermedades. Debemos moderarnos entre el odio del dolor y el amor del goce; y Platón ordena que detengamos entre ambos la senda de nuestra vida. Pero a las afecciones que de mí me apartan y que fuera me sujetan, me opongo con todas mis fuerzas. Mi parecer es que hay que prestarse a otro, pero no darse sino a sí mismo. Si mi voluntad se viera propicia a hipotecarse y a aplicarse, yo no daría gran cosa; soy naturalmente blando por naturaleza y por hábito.
Fugax rerum, securaque in otia natus.
Los debates reñidos y porfiados, que acabarían por fin en ventaja de mi adversario; el desenlace, que trocaría en vergonzoso mi perseguimiento acalorado, me roerían quizás cruelmente: hasta en caso de acierto, como acontece a algunos, mi alma no dispondría jamás de fuerzas bastantes para soportar las alarmas y emociones que acompañan a los que todo lo abarcan: se dislocaría incontinenti a causa de semejante agitación intestina. Si alguna vez se me empujó al manejo de extraños negocios, prometí ponerlos en mi mano, no en el pulmón ni en el hígado; encargarme de ellos, no incorporármelos; cuidarme, sí; pero apasionarme, en modo alguno: los considero, mas no los incubo. Sobrado quehacer tengo con disponer y ordenar la barahúnda doméstica, que me araña las entrañas y las venas, sin inquietarme y atormentarme con los extraños y me encuentro bastante interesado en mis cosas esenciales, propias y naturales, sin convidar a ellas otras feriadas. Los que conocen cuánto se deben a su persona, y cuántos son los oficios que consigo mismos deben cumplir, reconocen que la naturaleza los procuró semejante comisión bastante llena y en ningún modo ociosa: «Tienes en tu casa labor abundante, no te apartes de ella.»
Los hombres se entregan en alquiler: sus facultades no son para ellos, son para las gentes a quienes se avasallan; sus inquilinos viven en ellos, no son ellos quienes viven. Este humor común no es de mi gusto. Es necesario economizar la libertad de nuestra alma y no hipotecarla sino en las ocasiones justas, las cuales son contadas, a juzgar sanamente. Ved las gentes enseñadas a dejarse llevar y agarrar; en todas ocasiones así proceden, en las cosas insignificantes como en las importantes, en lo que nada les va ni les viene, como en lo que les importa; indiferentemente se ingieren donde hay tarea y ocupación, y se encuentran sin vida hallándose libres de agitación tumultuosa: in negotiis sunt negotii causa, «no buscan la labor sino para atarearse». No es que quieran marchar, sino más bien que no se pueden contener, ni más ni menos que la piedra sacudida en su caída no se para hasta, dar en el suelo. La ocupación para cierta suerte de gentes es como un sello de capacidad y dignidad; el espíritu de éstas busca un reposo en el movimiento, como los niños en la cuna: en verdad pueden decirse tan serviciales para sus amigos como importunos a sí mismos. Nadie distribuye su dinero a los demás, pero todos reparten su tiempo y su vida: nada hay de que seamos tan pródigos como de estas cosas, de las cuales únicamente la avaricia nos sería útil y laudable. Yo adopto un modo de ser opuesto: me apoyo en mí y ordinariamente apetezco blandamente lo que deseo, y deseo poco; me ocupo y atareo en el mismo grado, tranquilamente y rara vez.
Todo lo que quieren y manejan, lo anhelan con toda su voluntad y vehemencia. Tantos malos pasos hay en la vida, que aun en el más seguro precisa escurrirse un poco ligera y superficialmente y resbalar sin hundirse. La voluptuosidad misma es dolorosa cuando es intensa:
Incedis per ignes suppositos cineri doloso.
Los señores de Burdeos me eligieron alcalde de su ciudad hallándome alejado de Francia y todavía más apartado de tal pensamiento; yo me excuse, pero se me dijo que hacia mal procediendo así, puesto que la orden del rey se interponía también. Este es un cargo que debe parecer tanto más hermoso cuanto que carece de remuneración distinta al honor de ejercerlo. Dura dos años, pero puede ser continuado por segunda elección, lo cual ocurre muy rara vez, y aconteció conmigo; y no había sucedido más que otras dos veces antes, algunos años había, al señor de Birón, mariscal de Francia, de quien yo ocupé el puesto, dejando el mío al señor de Matignón, también mariscal de Francia. Puedo no en vano gloriarme de tan noble compañía;
Uterque bonus pacis bellique minister.
Quiso la buena fortuna contribuir a mi promoción por esa particular circunstancia que, de su parte paso, no del todo vana, pues Alejandro no paró mientes en los embajadores corintios que le brindaban con la ciudadanía de su ciudad; mas cuando le dijeron que Baco y Hércules figuraban también en el mismo registro, les dio gracias por ello muy cumplidas.
A mi llegada me descubrí fiel y concienzudamente tal y como me reconozco ser: desprovisto de memoria, sin vigilancia, sin experiencia y, sin vigor pero también sin odios, sin ambición, sin codicia y sin violencia, a fin de que fueran informados e instruidos de cuanto podían esperar de mi concurso; porque sólo el conocimiento de mi difunto padre les había incitado a mi nombramiento en honor de su memoria, añadí bien claramente que me contrariaría mucho el que ninguna cosa, por importante que fuese, hiciera tanta mella en mi voluntad como antaño hicieran en la suya los negocios de su ciudad mientras el la gobernó en el cargo mismo a que me habían llamado. En mi infancia recuerdo haberle visto ya viejo, con el alma cruelmente agitada a causa del trajín de su empleo, olvidando el dulce ambiente de su casa, donde la debilidad de los años le había sujetado largo tiempo antes, sus negocios y su salud; menospreciando su vida, que estuvo a punto de perder, comprometido por las cosas públicas a largos y penosos viajes. Así fue mi padre, y era el origen de este humor su naturaleza buenísima: jamás hubo alma más caritativa ni amiga del pueblo. Esta conducta que yo alabo en los demás no gusto seguirla, y para ello tengo mis razones.
Había oído decir que era menester olvidarse de sí mismo en provecho ajeno; que lo particular nada significaba comparado con lo general. La mayor parte de las reglas y preceptos del mundo toman este camino de lanzarnos fuera de nosotros, arrojándonos en la plaza pública para uso de la pública sociedad: pensaron hacer una buena obra con apartarnos y distraernos de nosotros, presuponiendo que estábamos sobrado amarrados con sujeción natural, y nada economizaron para este fin, pues no es cosa nueva en los sabios el predicar las cosas tal y como sirven, no conforme son. La verdad tiene sus impedimentos, obstáculos e incompatibilidades con nuestra naturaleza; precísanos a veces engañar, a fin de no engañarnos, cerrar nuestros ojos y embotar nuestro entendimiento, para enderezarlos y enmendarlos: imperiti enim judicant, et qui frequenter in hoc ipsum fallendi sunt, ne errent. Cuando nos ordenan amar, antes que nosotros, tres, cuatro y cincuenta suertes de cosas, representan el arte de los arqueros, quienes para dar en el blanco van clavando la vista por cima del mismo grande espacio: para enderezar un palo torcido se retuerce en sentido contrario.
Creo yo que en el templo de Palas, como vemos en todas las demás religiones, habría misterios aparentes para ser mostrados al pueblo, y otros más secretos y elevados que se enseñaban solamente a los profesos; verosímil es que en éstos se encuentre el verdadero punto de la amistad que cada cual se debe: no una amistad falsa que nos haga abrazar la gloria, la ciencia, la riqueza y otras cosas semejantes con afección principal e inmoderada, como cosas que a nuestro ser pertenecieran, ni que tampoco sea blanda e indiscreta, en que acontezca lo que se ve en la hiedra, que corrompe y arruina la pared donde se fija, sino una amistad saludable y ordenada, igualmente útil y grata. Quien conoce los deberes que impone y los práctica, digno es de penetrar en el recinto de las Musas; alcanzó la nieta de la sabiduría humana y la de nuestra dicha: conociendo puntualmente lo que se debe a sí propio, reconoce en su papel que debe aplicar a sí mismo la enseñanza de los otros hombres y del mundo, y para practicar esto contribuir al sostén de la sociedad política con los oficios y deberes que le incumben. Quien en algún modo no vive para otro, apenas vive para sí mismo: quí sibí amicus est, scito hunc amicum omnibus esse. El principal cargo que tengamos consiste en que cada cual cumpla el deber asignado; para eso estamos aquí. De la propia suerte que sería tonto de solemnidad quien olvidara vivir bien y santamente, pensando hallarse exento de su deber encaminando y dirigiendo a los demás, así también quien abandona el vivir sana y alegremente por consagrarse al prójimo, adopta a mi ver un partido perverso y desnaturalizado.
No quiero yo que dejen de otorgarse a los cargos que se aceptan la atención, los pasos, las palabras, y el sudor y la sangre, si es menester,
Non ipse pro caris amicis, aut patria, timidus perire,
pero que se otorguen solamente de prestado y accidentalmente, de manera que el espíritu se mantenga siempre en reposo y en salud, y no tan sólo de acción desposeído si no de pasión y vejación. El obrar simplemente le cuesta tan poco, que hasta durmiendo se agita; pero es necesario que con discreción se ponga en movimiento, porque es el cuerpo quien recibe las cargas que se le echan encima cabalmente conforme son; el espíritu las extiende y las hace pesadas, en ocasiones a sus propias expensas, dándolas la medida que se le antoja. Las mismas cosas se ejecutan con esfuerzos diversos y diferente contención de voluntad; el uno marcha bien sin el otro en efecto, cuantísimas gentes vemos lanzarse todos los días en las guerras, de las cuales poco o nada les importa, lanzándose en los peligros de las batallas, cuya pérdida para nada trastornará su vecino sueño. Tal en su propia casa, lejos de este peligro que ni siquiera contemplarlo osaría, se apasiona más por el desenlace de la lucha y tiene el alma más trabajada que el soldado que expone su sangre y su vida. Pude yo mezclarme en los empleos públicos sin apartarme de mí ni siquiera en lo ancho de una uña, y darme a otro sin abandonarme a mí mismo. Esa rudeza violencia de deseos imposibilita más bien que sirve al manejo de lo que se emprende; nos llena de impaciencia hacia los sucesos contrarios o tardíos, y de animadversión y sospecha hacia aquellos con quienes negociamos. Jamás conducimos bien las cosas porque somos poseídos y llevados:
Male cuneta in ministra impetus.
Quien no emplea sino su habilidad y criterio procede con mayor contento; simula, pliega y difiere todo a su albedrío, según la necesidad de las ocasiones lo exige; y si no acierta, permanece sin tormento ni aflicción, presto y entero para una nueva empresa, caminando siempre con la brida en la mano. En el que está embriagado por su pasión violenta y tiránica, vese necesariamente muelle de imprudente y de injusto: la impetuosidad de su deseo le arrastra, sus movimientos son temerarios, y si la fortuna no lo da la mano, da escaso fruto. Quiere la filosofía que en el castigo de las ofensas recibidas, distraigamos nuestra cólera, no a fin de que la venganza sea menor, sino al contrario, para que vaya tanto mejor encaminada y sea más dura: efectos que la impetuosidad no procura. No solamente la cólera trastorna, sino que además, por sí misma, cansa también el brazo de los que castigan; este luego aturde y consume su fuerza: como en la precipitación, festinatio tarda est; «el apresuramiento se pone a sí mismo la pierna, se embaraza y se detiene», ipsa se velocitas implicat. Por ejemplo, a lo que yo veo en el uso ordinario, la avaricia no tropieza con mayor impedimento que ella misma; cuanto más tendida y vigorosa, es menos fértil; comúnmente atrapa las riquezas con prontitud mayor, disfrazada con imagen liberal.
A un gentilhombre muy honrado y mi amigo, faltole poco para trastornar la salud de su cabeza a causa de la apasionada atención y afección que puso en los negocios de un príncipe, su dueño, el cual se me descubrió a sí mismo, diciendo «que veía el peso de los accidentes como cualquiera otro, pero que en los irremediables resignábase de repente al sufrimiento; en los otros, luego de haber ordenado las provisiones necesarias, -lo cual le es dable realizar con premura por la vivacidad de su espíritu, -espera tranquilamente lo que sobreviene». Y así es en verdad; yo le vi sobre el terreno, manteniendo una tranquilidad magnífica, y una libertad de acciones y de semblante grandes al través de negocios graves y muy espinosos. Más grande y capaz le veo en la adversa que en la próspera fortuna; sus pérdidas le procuran mayor gloria que sus victorias, y su duelo que su triunfo.
Considerad que hasta en las acciones mismas que son vanas y frívolas, en el juego de las damas, en el de pelota y en otros semejantes, ese empeño rudo y ardiente de mi deseo impetuoso, lanza incontinenti el espíritu y los miembros a la indiscreción y al desorden; todos así se alucinan y embarazan: quien procede con moderación más grande hacia el ganar o el perder, se mantiene siempre dentro de sí mismo; cuanto en el juego menos se enciende y apasiona, lo lleva con mayor ventaja y seguridad.
Imposibilitamos, además, la presa y reconocimiento del alma, brindándola con tantas cosas de que apoderarse: precisa sólo presentarla las unas, sujetarla otras e incorporarla otras: puede ver y sentir todas las cosas, mas únicamente de sí misma debe apacentarse; y debe hallarse instruida de lo que la incumbe esencialmente y de lo que esencialmente es su haber y su sustancia. Las leyes de la naturaleza nos enseñan lo que justamente nos precisa. Luego que los filósofos nos dijeron que según ella nadie hay que sea indigente, y que todos sean según su idea, distinguieron así sutilmente los deseos que proceden de aquélla, de los que emanan del desorden de nuestra fantasía: aquellos que muestran el fin, son suyos; los que huyen ante nosotros y de los cuales no podemos tocar el límite, son nuestros: la pobreza de los bienes es fácil de remediar; la pobreza del alma es irremediable:
Nam si, quod satis est homini, id satis esse potesset, hoc sat, erat, nunc, quum hoc non est, qui credimu porro divitias ullas animum mi explere potesse?
Viendo Sócrates conducir pomposamente por su ciudad una cantidad grande de riquezas, joyas y hermosos muebles: «Cuántas cosas, dijo, que yo no deseo.» Metrodoro se sustentaba con el peso de doce onzas de alimento por día; Epicuro, con dos menos. Metrocles dormía en invierno con los borregos, y en estío en los claustros de los templos: sufficit ad id natura, quod poseit. Cleanto vivía del trabajo de sus manos, y se alababa de que Cleanto, a quererlo, sustentaría aun a otro Cleanto.
Si lo que naturaleza exacta y originalmente de nosotros solicita para la conservación de nuestro ser es sobrado reducido, como en verdad así lo es (y cuán escaso sea lo que sustenta nuestra vida, no puede mejor expresarse sino considerando que es tan poco que escapa a los vaivenes y al choque de la fortuna por su nimiedad), dispensé menos de lo que está más allá; llamemos naturaleza al uso y condición particular de cada uno de nosotros; tasémonos; sometámonos a esta medida; extendamos hasta ella nuestra pertenencia y nuestras cuentas, pues así paréceme que nos cabe alguna excusa. La costumbre es una segunda naturaleza menos poderosa que la naturaleza misma. Lo que a la mía falta, entiendo que a mí me falta, y preferiría casi lo mismo que me quitaran la vida que de aquélla me despojaran, desviándola lejos del estado en que por espacio de tanto tiempo ha vivido. Ya no me encuentro en el caso de experimentar una modificación esencial, ni de lanzarme a un nuevo camino inusitado, ni siquiera hacia el aumento de bienes. No es ya tiempo de convertirse en otro; y de la propia suerte que lamentaría alguna importante ventura que ahora me viniera a las manos, la cual no hubiera llegado en ocasión de poder disfrutarla,
Quo mihi fortunas, si non conceditur uti?
lo mismo me quejaría de mi mejoramiento interno. Casi mejor vale no llegar nunca a ser hombre cumplido y competente en el vivir, que llegar a serlo tan tarde, cuando la vida se acaba. Yo que estoy con un pie en el estribo, resignaría fácilmente en alguno que viniera lo que aprendo de prudencia para el comercio del mundo, que no es ya sino mostaza después de la comida. Para nada me sirve el bien que no puedo utilizar. ¿De qué aprovecha la ciencia a quien ya no tiene cabeza? Es injuria y disfavor de la fortuna el ofrecernos presentes que nos llenan de justo despecho porque nos faltaron cuando podíamos utilizarlos. No he menester que me guíen, ya no puedo ir más adelante. De tantas partes como el buen vivir componen, la paciencia sola nos basta. Conceded la capacidad de un excelente tenor al cantante cuyos pulmones están podridos, y la elocuencia al eremita relegado en los desiertos de la Arabia. Ningún arte precisa la caída: con el fin se tropieza naturalmente, al cabo de cada trabajo. Para mí el mundo acabó y mi ser expiró; soy todo del pasado y me encuentro en el caso de autorizarlo, conformando con él mi salida. Quiero decir lo que sigue a manera de ejemplo: la nueva supresión de los diez días del año, hecha por el pontífice, me cogió tan bajo que no he podido acostumbrarme a ella: sigo los años como antaño los contábamos. Un tan antiguo y dilatado uso me revindica y me llama, viéndome obligado a ser algo herético en esta parte, incapaz como soy de transigir con la novedad, ni siquiera con la que mejora. Mi fantasía, a despecho de mis dientes, se lanza siempre diez días atrás o diez días adelante, y refunfuña a mis oídos: «Este precepto toca a los que han de ser.» Si la salud misma, por dulce que sea, viene a visitarme a intervalos, sólo es para procurarme duelo más bien que posesión de sí misma: no tengo donde guardarla. El tiempo me abandona; nada sin él se posee. ¡Ah! cuán poco caso haría yo de esas grandes dignidades electivas que por el mundo veo, las cuales no se otorgan sino a los hombres ya prestos a partir; en ellas no se mira tanto la puntualidad con que se ejercerán, como el escaso tiempo que se disfrutarán; desde la entrada se tiene presente la salida. En conclusión, héteme aquí, presto a rematar este hombre, y no a rehacer otro distinto; por largo hábito esta forma se me convirtió en sustancia, y el acaso trocose en naturaleza.
Digo, pues, que cada uno de entre nosotros, seres débiles como somos, es excusable al estimar suyo lo que se halla comprendido en la medida de que hablé; pero pasado este límite todo es confusión y barullo; ésa es la más amplia extensión que podamos otorgar a nuestros derechos. Cuanto más ampliamos nuestras necesidades y nuestra posesión, más nos abocamos a los golpes de la fortuna y de las adversidades. La carrera de nuestros deseos debe hallarse circunscrita y restringida en un corto límite que comprenda las comodidades más próximas y contiguas; y debe, además, efectuarse no en línea recta, cuyo fin nos extravíe, sino en un redondel, cuyos dos puntos se apoyen y acaben en nosotros merced a un breve contorno. Las acciones que se gobiernan sin esta mira como son las de los avariciosos, las de los ambiciosos y las de tantos otros que se lanzan llenos de ímpetu, cuya carrera les lleva delante de sí mismos, son erróneas y enfermizas.
La mayor parte de nuestros oficios son pura farsa: mundus universus exercet histrioniam. Es preciso que desempeñemos debidamente nuestro papel, pero como el de un personaje prestado: del disfraz y lo aparente no hay que hacer una esencia real, ni de lo extraño lo propio: no sabemos distinguir la piel de la camisa, y, basta con enharinarse el semblante sin ejecutar lo propio con el pecho. Muchos hombres veo que se transforman y transubstancian en otras tantas figuras y seres como funciones ejercen, y que se revisten de importancia hasta el hígado y los intestinos, llevando su dignidad a los lugares más excusados. No soy yo capaz de enseñarles a distinguir las bonetadas que les incumben de las que sólo miran a la misión que cumplen, o bien a su séquito o a su cabalgadura: tantum se fortunae permittunt, etiam uti naturam dediscant; inflan y engordan su alma y su natural discurso según la altura de su punto prominente. El funcionario y Montaigne fueron siempre dos personajes distintamente separados. Por ser abogado o hacendista hay que desconocer las trapacerías que encierran ambas profesiones: un hombre cumplido no es responsable de los abusos o torpezas inherentes a su oficio, y no debe, sin embargo, rechazar el ejercicio del mismo; dentro está de la costumbre de su país, y en él se encierra provecho: no hay que vivir en el mundo y prevalerse de él, tal y como se le encuentra. Mas el juicio de un emperador ha de estar por cima de su imperio, y ha de verlo y considerarlo como accidente extraño, acertando a disfrutar individualmente y a comunicarse como Juan o Pedro, al menos consigo mismo.
Yo no sé obligarme tan profundamente y tan por entero cuando mi voluntad me entrega a un partido, no lo hace con tal violencia que mi entendimiento se corrompa. En los presentes disturbios de este Estado el interés propio no me llevó a desconocer ni las cualidades laudables de nuestros adversarios, ni las que son censurables en aquellos a quienes sigo. Todos adoran lo que pertenece a su bando: yo ni siquiera excuso la mayor parte de las cosas que corresponden al mío: una obra excelente no pierde sus méritos por litigar contra mí. Fuera del nudo del debate me mantuve con ecuanimidad y pura indiferencia; neque extra necessitates belli, praecipuum odium gero: de lo cual me congratulo tanto más, cuanto que comúnmente veo caer a todos en el defecto contrario: utatur motu animi, qui uti ratione non potest. Los que dilatan su cólera y su odio más allá de las funciones públicas, como hacen la mayor parte, muestran que esas pasiones surgen de otras fuentes y emanan de alguna causa particular, del propio modo que quien se cura de una úlcera no por ello se limpia de la fiebre, lo cual prueba que ésta obedecía a una causa más oculta. Y es que no están sujetos a la cosa pública en común y en tanto que la misma lastima el interés de todos y el del Estado; la detestan sólo en cuanto les corroe en privado. He aquí por qué se pican de pasión particular más allá de la justicia y de la razón generales: non tam omnia universi, quam ea, quae ad quemque pertinerent, singuli carpebant. Quiero yo que la ventaja quede de nuestro lado, mas no saco las cosas de quicio si así no sucede. Me entrego resueltamente al más sano de los partidos, pero no deseo que se me señale especialmente como enemigo de los otros y por cima de la razón general. Acuso profundamente este vicioso modo de opinar: «Es de la liga porque admira la distinción del señor de Guisa. La actividad del rey de Navarra le pasma, pues es hugonote. Encuentra qué decir de las costumbres del monarca, pues es entrañablemente sedicioso»; y no concedí la razón al magistrado mismo al condenar un libro por haber puesto a un herético entre los mejores poetas del siglo. ¿No osaríamos decir de un ladrón que tiene la pierna bien formada? Porque una mujer sea prostituta, ¿necesariamente ha de olerle mal el aliento? En tiempos más cuerdos que éstos ¿se anuló el soberbio título de Capitolino, otorgado a Marco Manlio como guardador de la religión y libertad públicas? ¿Se ahogó la memoria de su liberalidad y de sus triunfos militares, ni la de las recompensas concedidas a su virtud porque fingió luego la realeza en perjuicio de las leyes de su país? Si toman odio a un abogado, al día siguiente pierde toda su elocuencia. En otra parte había del celo que empuja a semejantes extravíos a las gentes de bien, mas por lo que a mí respecta sé muy bien decir: «Hace malamente esto y virtuosamente lo otro.» De la propia suerte, en los pronósticos o acontecimientos siniestros de los negocios quieren que cada cual en el partido a que está sujeto sea cegado y entorpecido; que nuestra apreciación y nuestro juicio se encaminen, no precisamente a la verdad, sino al cumplimiento de nuestros anhelos. Más bien caería yo en el extremo contrario; tanto temo que mi voluntad me engañe, a más de desconfiar siempre supersticiosamente de las cosas que deseo.
En mi tiempo he visto maravillas en punto a la indiscreta y prodigiosa facilidad como los pueblos se dejan llevar y manejar por medio del crédito y la esperanza; fueron dando plazo y fue útil a sus conductores por cima de cien errores amontonados unos sobre otros, trasponiendo ensueños y fantasmas. Ya no me admiro de aquellos a quienes embaucan las ridiculeces de Apolonio y de Mahoma. El sentido y el entendimiento de esos otros está enteramente ahogado en su pasión: su discernimiento no tiene a mano otra cosa sino lo que les sonríe y su causa reconforta. Soberanamente eché de ver esto en nuestro primer partido febril; el otro, que nació luego, imitándole le sobrepuja; por donde caigo en que la cosa es una cualidad inseparable de los errores populares; una vez el primero suelto, las opiniones se empujan unas a otras, según el viento que sopla, como las ondas; no se pertenece al cuerpo social cuando puede uno echarse a un lado, cuando no se sigue la común barahúnda. Mas en verdad se perjudica a los partidos justos cuando se los quiere socorrer con truhanes; siempre me opuse a ello por ser medio que sólo se conforma con cabezas enfermizas. Para con las sanas hay caminos más seguros (no solamente más honrados) a mantener los ánimos y a preservar los accidentes contrarios.
Nunca vio el cielo tan pujante desacuerdo como el de Pompeyo y César, ni en lo venidero lo verá tampoco; sin embargo, paréceme reconocer en aquellas hermosas almas una grande moderación de la una para con la otra. Era el que les impulsaba un celo de honor y de mando, que no los arrastraba al odio furioso y sin medida, sin malignidad ni maledicencia. Hasta en sus más duros encuentros descubro algún residuo de respeto y benevolencia, y entiendo que de haberles sido dable cada uno de ellos habría deseado cumplir la misión impuesta sin la ruina de su compañero más bien que con ella. ¡Cuán distinto proceder fue el de Sila y Mario! Conservad el recuerdo de este ejemplo.
No hay que precipitarse tan desesperadamente en pos de nuestras afecciones e intereses. Cuando joven, me oponía yo a los progresos del amor, que sentía internarse demasiado en mi alma, considerando que no llegaran a serme gratos hasta el extremo de forzarme y cautivarme por completo a su albedrío; lo mismo hago en cuantas ocasiones mi voluntad se prenda de un apetito extremo, ladeándome en sentido contrario de su inclinación, conforme lo veo sumergirse y emborracharse con su vino; huyo de alimentar su placer tan adentro que ya no me sea dable poseerlo de nuevo sin sangrienta pérdida. Las almas que por estultez no ven las cosas sino a medias gozan de esta dicha: las que perjudican las hieren menos; es ésta una insensibilidad espiritual que muestra cierto carácter de salud, de tal suerte que la filosofía no la desdeña; mas no por ello debemos llamarla prudencia, como a veces la llamamos. Alguien en lo antiguo se burló de Diógenes del modo siguiente: yendo el filósofo completamente desnudo en pleno invierno abrazaba una estatua de nieve con el fin de poner a prueba su resistencia, cuando aquél, encontrándole en esta disposición, le dijo: «¿Tienes ahora mucho frío? -Ninguno, respondió Diógenes.- Entonces, repuso el otro, ¿qué pretendes hacer de ejemplar y difícil así como estás?» Para medir la constancia, necesariamente precisa conocer el sufrimiento.
Pero las almas que hayan de experimentar accidentes contrarios y soportar las injurias de la fortuna en la mayor profundidad y rudeza; las que tengan que pesarlas y gustarlas según su agriura natural y abrumadora, deben emplear su arte en no aferrarse en las causas del mal, apartándose de sus avenidas, como hizo el rey Cotys, quien pagó liberalmente la hermosa y rica vajilla que le presentaran, mas como era singularmente frágil, él mismo la rompió al punto para quitarse de encima de antemano una tan fácil causa de cólera para con sus servidores. Análogamente evité yo de buen grado la confusión en mis negocios, procurando que mis bienes no estuvieran contiguos a los que me tocan algo, ni a los que tengo que juntarme en amistad estrecha, de donde ordinariamente nacen gérmenes de querella y disensión. Antaño gustaba de los juegos de azar, ya fueran cartas o dados; ya los deseché ha largo tiempo, porque por excelente que apareciera mi semblante cuando perdía, siempre había en mí interiormente algún rasguño. Un hombre de honor que haya de soportar el ser como embustero considerado y experimentar además una ofensa hasta lo recóndito de las entrañas, el cual sea incapaz de adoptar una mala excusa como pago y consuelo de su desgracia, debe evitar la senda de los negocios dudosos y la de las altercaciones litigiosas. Yo huyo de las complexiones tristes y de los hombres malhumorados como de la peste; y en las conversaciones en que no puedo terciar sin interés ni emoción, para nada intervengo si el deber a ello no me fuerza: melius non incipient, quam desinent. Así, pues, es el medio más acertado de proceder el estar preparado, antes de que las ocasiones lleguen.
Bien sé que algunos hombres juiciosos siguieron camina distinto, comprometiéndose y agarrándose hasta lo vivo en muchas dificultades; estas gentes se aseguran de su fuerza, bajo la cual se ponen a cubierto en toda suerte de sucesos enemigos, haciendo frente a los males con el vigor de su paciencia:
Velut rupes, vastum quae prodit in aequor, obvia ventorum furiis, expostaque ponto, vim cunctam atque minas perfet caelique marisque, ipsa immota manens.
No intentemos seguir tales ejemplos, pues no serían prácticos para nosotros. Los revoltosos se obstinan en ver sin inmutarse la ruina de su país, que poseía y mandaba toda su voluntad; para nuestras almas comunes hay en este modo de obrar rudeza y violencia extremadas. Catón abandonó la más noble vida que jamás haya existido; a nosotros, seres pequeñísimos, nos precisa huir la tormenta de más lejos. Es necesario proveer al sentimiento, no a la paciencia, y esquivar los golpes de que no sabríamos defendernos. Viendo Zenón acercársele Cremónides, joven a quien amaba, para sentarse junto a él, se levantó de repente; y como Cleanto lo preguntara la razón de tan súbito movimiento: «Entiendo, dijo, que los médicos aconsejan principalmente el reposo y prohíben la irritación de todas las inflamaciones.» Sócrates no dice: «No os rindáis ante los atractivos de la belleza, sino hacedla frente; esforzaos en sentido contrario.» «Huidla, es lo que aconseja, y correr lejos de su encuentro cual de un veneno activo que se lanza y hiere de lejos.» Y su buen discípulo, simulando o recitando, a mi entender más bien recitando que simulando, las raras perfecciones de aquel gran Ciro, le hace desconfiado de sus fuerzas en el resistir los atractivos de la belleza divina de aquella ilustre Pantea, sa cautiva, encomendando la visita y custodia a otros que tuvieran menos libertad que él. Y el Espíritu Santo mismo, dice ne nos inducas in tentationem; con lo cual no solamente rogamos que nuestra razón no se vea combatida y avasallada por la concupiscencia, sino que ni siquiera sea tentada; que no seamos llevados donde ni siquiera tengamos que tocar las cercanías, solicitaciones y tentaciones del pecado. Suplicamos a Nuestro Señor que mantenga nuestra conciencia tranquila, plena y cabalmente libre del comercio del mal.
Los que dicen dominar sin razón vindicativa o algún otro género de pasión penosa, a veces se expresan como en realidad las cosas son, mas no como acontecieron; nos hablan cuando las causas de su error se encuentran ya fortificadas y adelantadas por ellos mismos; pero retroceded un poco, llevad de nuevo las causas a su principio, y entonces los cogeréis desprevenidos ¿Quieren que su delito sea menor como más antiguo, y que de un comienzo injusto la continuación sea justa? Quien como yo desee el bien de su país sin ulcerarse ni adelgazarse, se entristecerá, mas no se desesperará, viéndole amenazado de ruina o de una vida, no menos desdichada que la ruina; ¡pobre nave, a quien las olas, los vientos y el piloto impelen a tan encontrados movimientos!»
In tam diversa magister, ventus, et unda, trabunt.
Quien por el favor de los príncipes no suspira como por aquello que para su existencia es esencial, no se cura gran cosa de la frialdad que en su acogida dispensan, de su semblante ni de la inconstancia de su voluntad. Quien no incuba a sus hijos o sus honores con propensión esclava, no deja de vivir sosegadamente después de la pérdida de ambas cosas. Quien principalmente obra bien movido por su propia satisfacción, apenas si se inmuta viendo a los demás jugar torcidamente sus acciones. Un cuarto de onza de paciencia remedia tales inconvenientes. A mí me va bien con esta receta, librándome en los comienzos de la mejor manera, que me es dable, y reconozco haberme apartado por este medio de muchos trabajos y dificultades. A costa de poco esfuerzo detengo el movimiento primero de mis emociones y abandono el objeto, que comienza a abrumarme antes de que me arrastre. Quien no detiene el partir es incapaz de parar la carrera; quien no sabe cerrarlos la puerta no los expulsará ya dentro; y quien no puede acabar con ellos en los comienzos, tampoco acabará con el fin, ni resistirá la caída quien no acertó a sostener las agitaciones primeras: etenim ipsae se impellunt, ubi semel a ratione discessum est; ipsaque sibi imbecillitas indulget, in altumque provehitur imprudens, nec reperit locum consistendi. Yo advierto a tiempo los vientos ligeros que me vienen a tocar y a zumbar en el interior, precursores de la tormenta:
Ceu flamina prima quum deprensa fremunt silvis, et caeca volutant murmura, venturos nautis prodentia ventos.
¿Cuántas veces no me hice yo una evidentísima injusticia por huir el riesgo de recibirlas todavía peores de los jueces, en un siglo de pesares, y de asquerosas y viles prácticas, más enemigos de mi natural que el fuego y el tormento? Convenit a litibus, quantum licet, et nescio an paulo plus etiam, quam licet, abhorrentem esse: est enim non modo liberale, paululum nonnunquam de suo jure decedere, sed interdum etiam fructuosum. Si fuéramos cuerdos deberíamos regocijarnos y alabarnos, como vi hacerlo con toda ingenuidad a un niño de casa grande, quien se mostraba alegre ante todos porque su madre acababa de perder un proceso como si hubiera perdido su tos, su fiebre o cualquiera otra cosa importuna de guardar. Los favores mismos que el acaso pudiera haberme concedido, merced a relaciones y parentescos con personas que disponen de autoridad soberana en esas cosas de justicia, hice cuanto pude, según mi conciencia, por huir de emplearlos en perjuicio ajeno por no hacer subir mis derechos por cima de su justo valor. En fin, tanto hice por mis días (en buena hora lo diga), que héteme aquí todavía virgen de procesos, los cuales no dejaron de convidarse muchas veces a mí servicio, y con razón, si mi oído hubiera consentido halagarse, virgen también de querellas, sin inferir ofensas graves, y sin haberlas recibido, mi vida se deslizó ya casi larga sin malquerencia alguna. ¡Singular privilegio del cielo!
Nuestras mayores agitaciones obedecen a causas y resortes ridículos: ¡cuántos trastornos no experimentó nuestro último duque de Borgoña por la contienda de una carretada de pieles de carnero! Y el grabado de un sello, ¿no fue la primera y principal causa del más terrible hundimiento que esta máquina del universo haya jamás soportado? pues Pompeyo y César no son sino vástagos y la natural continuación de los dos otros. En mi tiempo vi a las mejores organizadas cabezas de este reino, congregadas con grave ceremonia y a costa del erario, para tratados y acuerdos, de los cuales la verdadera decisión pendía, con soberanía cabal, del gabinete de las damas y de la inclinación de alguna mujercilla. Los poetas abundaron en este parecer al poner la Grecia contra el Asia a sangre y fuego por una manzana. Haceos cargo de la razón que mueve a algunos para exponer su honor y su vida con su espada y su puñal en la mano; que os diga de dónde emana la razón del debate que le desquicia, y no podrá hacerlo sin enrojecer: ¡de tal suerte la ocasión es insignificante y frívola!
En los comienzos precisa sólo para detenerse un poco de juicio; pero luego que os embarcasteis, todas las cuerdas os arrastran. Hay necesidad de grandes provisiones de cautela, mucho más importantes y difíciles de poseer. ¡Cuánto más fácil es dejar de entrar que salir! Ahora bien, es necesario proceder de modo contrario a como crece el rosal, que produce en los comienzos un tallo largo y derecho, pero luego, cual si languideciera y de alimentos estuviera exhausto, engendra nudos frecuentes y espesos, como otras tantas pausas que muestran la falta le la constancia y vigor primeros: hay más bien que comenzar sosegada y fríamente, guardando los alientos y vigorosos ímpetus para el fuerte y perfección de la tarea. Guiamos los negocios en los comienzos y los tenemos a nuestro albedrío, mas después, cuando se pusieron en movimiento, ellos son los que nos guían y arrastran, forzándonos a que los sigamos.
Todo lo cual no quiere decir, sin embargo, que ese precepto haya servido a descargarme de toda dificultad, sin experimentar, a las veces, dolor al sujetar y domar mis pasiones. Éstas no se gobiernan conforme las circunstancias lo exigen, y hasta sus principios mismos son rudos y violentos. Mas de todas suertes se alcanza economía y provecho, salvo aquellos que en el bien obrar no se contentan con ningún fruto cuando la reputación les falta, pues a la verdad semejante efecto saludable no es visible sino para cada uno en su fuero interno; con él os sentís más contentos, pero no alcanzáis estimación mayor, habiéndoos corregido antes de entrar en la danza y antes de que la cosa apareciera a la superficie. Mas de todos modos, no solamente en este particular, sino en todos los demás deberes de la vida, la senda de los que miran al honor es muy diversa de la que siguen los que tienden a la razón y al orden. Muchos veo que furiosa e inconsideradamente se arrojan en la liza, y que luego van con lentitud en la carrera. Como Plutarco afirma de aquellos que, por vergüenza, son blandos y fáciles en otorgar cuanto se les pide, quienes después son también fáciles en faltar a su palabra y en desdecirse, análogamente acontece que quien entra ligeramente en la contienda, está abocado a salir también ligeramente. La misma dificultad que me guarda de comenzarla, incitaríame a mantenerme en ella firme una vez en movimiento y animado. Aquél es un erróneo modo de proceder. Una vez que se metió uno dentro, hay que seguir o reventar. «Emprended fríamente, decía Bías, mas proseguid con ardor.» La falta de prudencia trae consigo la de ánimo, que es todavía menos soportable.
En el día, casi todas las reconciliaciones que siguen a nuestras contiendas, son vergonzosas y embusteras: lo que buscamos es cubrir las apariencias, mientras ocultamos y negamos nuestras intenciones verdaderas; ponemos en revoque los hechos. Nosotros sabemos cómo nos hemos expresado y en qué sentido, los asistentes lo saben también, y nuestros amigos, a quienes tuvimos por conveniente hacer sentir nuestra ventaja: mas a expensas de nuestra franqueza y del honor de nuestro ánimo desautorizamos nuestro pensamiento, buscando subterfugios en la falsedad para ponernos de acuerdo. Nos desmentimos a nosotros mismos para salvar el desmentir que a otro procuramos. No hay que considerar si a vuestra acción o a vuestra palabra pueden caber interpretaciones distintas; es vuestra interpretación verdadera y sincera la que precisa en adelante mantener, cuésteos lo que os cueste. Si habla entonces a vuestra virtud y a vuestra conciencia, que no son prendas de disfraz: dejemos estos viles procedimientos y miserables expedientes al ardid de los procuradores. Las excusas y reparaciones que veo todos los días poner en práctica, a fin de juzgar la indiscreción, me parecen más feas que la indiscreción misma. Valdría menos ofenderle aun más, que ofenderse a sí mismo haciendo tal enmienda ante su adversario. Le desafiasteis y conmovisteis su cólera, y luego vais apaciguándole, y adulándole a sangre fría y sentido reposado. Ningún decir encuentro tan vicioso para un gentilhombre como el desdecirse; me parece vergonzoso cuando por autoridad se le arranca, tanto mas cuanto que la obstinación le es más excusable que la pusilanimidad. Las pasiones no son tan fáciles de evitar como difíciles de moderar: exscinduntur facilius animo, quam temperatur. Quien no puede alcanzar esta noble impasibilidad estoica que se guarezca en el regazo de mi vulgar impasibilidad; lo que aquellos practicaban por virtud, me habitué yo a hacerlo por complexión. La región media de la humanidad alberga las tormentas: las dos extremas (hombres filósofos y hombres rurales) concuerdan en tranquilidad y en dicha:
Felix, qui potuit rerum causas, atque metus omnes et inexorabile fatum subjecit pedibus, strepitumque Acherontis avari! Fortunatus et ille, deos qui novit agrestes Panaque, Silvanumque senem, Nymphasque sorores!
De todas las cosas los orígenes son débiles y entecos: por eso hay que tener muy abiertos los ojos en los preliminares, pues como entonces en su pequeñez no se descubre el peligro, cuando éste crece tampoco se echa de ver el remedio. Yo hubiera encontrado un millón de contrariedades cada día más difíciles de digerir, en la carrera de mi ambición, que difícil me fue detener la indicación natural que a ella me llevaba:
Jure perhorrui late conspicuum tollere verticem.
Todas las acciones públicas están sujetas a interpretaciones inciertas y diversas, pues son muchas las cabezas que las juzgan. Algunos dicen de mis acciones de esta clase (y me satisface escribir una palabra sobre ello, no por lo que valer pueda, sino para que sirva de muestra a mis costumbres en tales cosas), que me conduje como hombre fácil de conmover, que fue lánguida mi afección al cargo. No se apartan mucho de la verdad. Yo procuro mantener mi alma en sosiego, lo mismo que mis pensamientos, quum semper natura, tum etiam aetate jam quietus; y si ambas cosas se trastornan a veces ante alguna impresión ruda y penetrante, es en verdad a pesar mío. De semejante languidez natural no debe, sin embargo, sacarse ninguna consecuencia de debilidad (pues falta de cuidado y falta de sentido son dos cosas diferentes), y menos aún de desconocimiento e ingratitud hacia ese pueblo que empleó cuantos medios estuvieron en su mano para gratificarme antes y después de haberme conocido. E hizo por mí más todavía reeligiéndome para el cargo, que otorgándomelo por vez primera. Tan bien le quiero cuanto es dable, y en verdad digo, que si la ocasión se hubiera presentado todo lo hubiese arriesgado en su servicio. Tantos cuidados me impuse por él como por mí mismo. Es un buen pueblo guerrero y generoso, capaz, sin embargo, de obediencia y disciplina y de servir a las buenas acciones si es bien conducido. Dicen también que en el desempeño de este empleo pasé sin que dejara traza ni huella: ¡buena es ésa! Se acusa mi pasividad en una época en que casi todo el mundo estaba convencido de hacer demasiado. Yo soy ardiente y vivo donde la voluntad me arrastra, pero este carácter es enemigo de perseverancia. Quien de mí quiera servirse según mi peculiar naturaleza, que me procure negocios que precisen la libertad y el vigor, cuyo manejo sea derecho y corto, y, aun expuesto a riesgos; en ellos podrá hacer alijo de provecho: cuando la voluntad que solicitan es dilatada, sutil, laboriosa, artificial y torcida, mejor hará dirigiéndose a otro. No todos los cargos son de difícil desempeño: yo me encontraba preparado a atarearme algo más rudamente, si necesidad hubiera habido, pues en mi poder reside hacer algo más de lo que hago y que no es de mi gusto. A mi juicio, no dejé, que yo sepa, nada por realizar que mi deber me impusiera, y fácilmente olvidé aquellos otros que la ambición confunde con el deber y con su título encubre; éstos son, sin embargo, los que con mayor frecuencia llenan los ojos y los oídos, y los que a los hombres contentan. No la cosa, sino la apariencia los paga. Cuando no oyen ruido les parece que se duerme. Mis humores son contrarios a los que gustan del estrépito: reprimiría bien un alboroto con toda calma, lo mismo lo mismo que castigaría un desorden sin alterarme. ¿Tengo necesidad de cólera y de ardor? Pues los tomo a préstamo, y con ellos me disfrazo. Mis costumbres son blandas, más bien insípidas que rudas. Yo no acuso al magistrado que dormita, siempre y cuando que quienes de su autoridad dependan dormiten a su vez, porque entonces las leyes duermen también. Por lo que a mi toca, alabo la vida que se desliza obscura y muda: neque submissam et abjectam, neque se efferentem, mi destino así la quiere. Desciendo de una familia que vivió sin brillo ni tumulto, y de muy antiguo particularmente ambiciosa de hombría de bien. Nuestros hombres están tan hechos a la agitación ostentosa, que la bondad, la moderación, la igualdad, la constancia y otras cualidades tranquilas y obscuras no se advierten ya; los cuerpos ásperos se advierten, los lisos se manejan imperceptiblemente; siéntese la enfermedad, la salud poco o casi nada, ni las cosas que nos untan comparadas con las que nos punzan. Es obrar para su reputación y particular provecho, no en pro del bien, el hacer en la plaza pública lo que puede practicarse en la cámara del consejo; y en pleno medio día lo que se hubiera hecho bien la noche precedente; y mostrarse celoso por cumplir uno mismo lo que el compañero ejecuta con perfección igual, así hacían algunos cirujanos de Grecia al aire libre las operaciones de su arte, puestos en tablados y a la vista de los pasantes, para alcanzar mayor reputación y clientela. Juzgan los que de tal modo obran, que los buenos reglamentos no pueden entenderse sino al son de la trompeta. La ambición no es vicio de gentes baladíes, capaces de esfuerzos tan mínimos como los nuestros. Decíase a Alejandro: «Vuestro padre os dejará una dominación extensa, fácil y pacífica»; este muchacho sentíase envidioso de las victorias de Filipo y de la justicia de su gobierno, y no hubiera querido gozar el imperio del mundo blanda y sosegadamente. Alcibíades en Platón prefiere más bien morir joven, hermoso, rico, noble y sabio, todo ello por excelencia, que detenerse siempre en el estado de esta condición: enfermedad es acaso excusable en un alma tan fuerte y tan llena. Pues cuando esas almitas enanas y raquíticas le van embaucando y piensan esparcir su nombre por haber juzgado a derechas de una cuestión, o relevado la guardia de las puertas de una ciudad, muestran tanto más el trasero cuanto esperan levantar la cabeza. Este menudo bien obrar carece de cuerpo y de vida; va desvaneciéndose en la primera boca, y no se pasea sino de esquina a esquina: hablad de estas vuestras grandezas a vuestro hijo o a vuestro criado, como aquel antiguo, que no teniendo otro oyente de sus hazañas, ni mayor testigo de su mérito se alababa ante su criada, exclamando: «¡Oh Petrilla, cuán galante y de talento es el hombre que tienes como amo!» Hablad con vosotros mismos, en última instancia, como cierto consejero de mi conocimiento, el cual, habiendo en una ocasión desembuchado una carretada de párrafos con no poco esfuerzo y de nulidad semejante, como se retirara de la cámara del consejo al urinario del palacio se le oyó refunfuñar entre dientes, de manera concienzuda: Non nobis, Domine, non nobis; sid nomini tuo da gloriam. El que no de otro modo con su dinero se paga. La fama no se prostituye a tan vil precio: las acciones raras y ejemplares que la engendran no soportarían la compañía de esta multitud innumerable de acciones insignificantes y diarias. Elevará el mármol vuestros títulos cuanto os plazca por haber hecho reparar un lienzo de muralla o saneado las alcantarillas de vuestra calle, mas no los hombres de buen sentido por tan nimia causa. La voz de la fama no acompaña a la bondad, si los obstáculos y la singularidad no la siguen: ni siquiera a la simple estimación es acreedor todo acto que la virtud engendra, según los estoicos tampoco quieren que en consideración se tenga a quien por templanza se abstiene de una vieja legañosa. Los que conocieron las admirables cualidades de Escipión el Africano rechazan la gloria que Panecio le atribuye de haber sido abstinente en dones, considerándola no tan suya como pertinente a todo su siglo. Cada cual posee las voluptuosidades al nivel de su fortuna; las nuestras son más naturales, y tanto más sólidas y seguras, cuanto son más bajas. Ya que por conciencia, no nos sea dable, al menos por ambición desechemos esta cualidad: menospreciemos esta hambre de nombradía y honor, miserable y vergonzosa, que nos los hace imaginar de toda suerte de gentes (quae est ista laus, quae possit e macello peti) por medios abyectos y a cualquier precio, por vil que sea: es deshonrarnos el ser honrados de este modo. Aprendamos a no ser más ávidos que capaces somos de gloria. Inflarse de toda acción útil o inocente, cosa es peculiar de aquellos para quienes es extraordinaria y rara: quieren que les sea pasada en cuenta por el precio que les cuesta. A medida que un buen efecto es más sonado, rebajo yo de su bondad la sospecha en que caigo de que sea más bien producto del ruido que de la virtud; así puesto en evidencia, está ya vendido a medias. Aquellas acciones son más meritorias que escapan de la mano del obrero descuidadamente y sin aparato, las cuales un hombre cumplido señala luego sacándolas de la obscuridad para iluminarlas a causa de su valer. Mihi quidem laudabiliora videntur omnia, quae sine venditatione et sine populo teste, fiunt, dice el hombre más glorioso del mundo.
El deber de mi cargo consistía únicamente en conservar y mantener las cosas en el estado en que las encontrara, que son efectos sordos e insensibles: la innovación lo es de gran lustre, pero está prohibida en estos tiempos en que vivimos deprisa, y de nada tenemos que defendernos si no es de las novedades. La abstinencia en el obrar es a veces tan generosa como el obrar mismo, pero es menos brillante, y esto poco que yo valgo es casi todo de esta especie. En suma, las ocasiones en mi cargo estuvieron con mi complexión en armonía, por lo cual las estoy muy reconocido: ¿hay alguien que desee caer enfermo para ver a su médico atareado? ¿Y no sería necesario azotar al galeno que nos deseara la peste para poner en práctica su arte? Yo no he sentido ese humor injusto, pero asaz común, de desear que los trastornos y el mal estado de los negocios de esa ciudad realzaran y honraran mi gobierno, sino que presté de buen grado mis hombros para su facilidad y bienandanza. Quien no quiera agradecerme el orden de la tranquilidad dulce y muda que acompañó a mi conducta, al menos no puede privarme de la parte que me pertenece a título de buena estrella. Estoy yo de tal suerte constituido, que gusto tanto ser dichoso como cuerdo, y deber mi buena fortuna puramente a la gracia de Dios que al intermedio de mis actos. Había terminantemente, con abundancia sobrada, echado a volar ante el mundo mi incapacidad en tales públicos manejos, y lo peor todavía es que esta insuficiencia apenas me contraría, y no busco siquiera el medio de curarla, visto el camino que a mi vida he asignado. Tampoco en este negocio a mí mismo me procuré satisfacción, pero llegué con escasa diferencia a realizar mis propósitos, y así sobrepujé con mucho lo prometido a las personas con quienes tenía que habérmelas, pues ofrezco de buen grado un poco menos de aquello que espero y puedo cumplir. Estoy seguro de no haber dejado ofendidos ni rencorosos: en cuanto a sentimiento y deseo de mi persona, por lo menos bien asegurado de que tal no fue mi propósito:
Mene huic confidere monstro!
Mene salis placidi vultum, fluctusque quietos
ignorare!
Capítulo XI
De los cojos
Hace dos o tres años que se acorta en diez días el año en Francia. ¡Cuántos cambios seguirán a esta reforma! Esto ha sido, en verdad, remover el cielo y la tierra juntamente. Sin embargo, nada se mueve de su lugar; para mis vecinos es la misma la hora de la siembra y la de la cosecha; el momento oportuno de sus negocios, los días aciagos y propicios, encuéntranlos en el mismo lugar donde los hallaron en todo tiempo: ni el error se echaba de ver en nuestros usos, ni la enmienda tampoco se descubre. ¡A tal punto nuestra incertidumbre lo envuelve todo, y tanto nuestra percepción es grosera, obscura y obtusa! Dicen que este ordenamiento podía arreglarse de una manera menos dificultosa, sustrayendo, a imitación de Augusto, durante algunos años, un día de los bisiestos, el cual, así como así, viene a ser cosa de obstáculo y trastorno, hasta que se hubiera llegado a satisfacer exactamente esa deuda, lo cual ni siquiera se hace con la corrección gregoriana, pues permanecemos aún atrasados en algunos días. Si por un medio semejante se pudiera proveer a lo porvenir ordenando que al cabo de la revolución de tal número de años aquel día extraordinario fuese siempre suprimido, con ello nuestro error no podría exceder en adelante de veinticuatro horas. No tenemos otra cuenta del tiempo si no es los años; ¡hace tantos siglos que el mundo los emplea! y, sin embargo, todavía no hemos acabado de fijarla, de tal suerte que dudamos a diario de la forma que las demás naciones diversamente los dieron y cuál en ellas era su uso. ¿Y qué pensar de lo que algunos opinan sobre que los cielos se comprimen hacia nosotros envejeciendo, lanzándonos en la incertidumbre hasta de horas, días y meses? Es lo que Plutarco dice, que todavía en su época la astrología no había acertado a determinar los movimientos de la luna. ¡Nuestra situación es linda para tener registro de las cosas pasadas!
Pensando en lo precedente fantaseaba yo, como de ordinario acostumbro, cuánto la humana razón es un instrumento libre y vago. Comúnmente veo que los hombres, en los hechos que se les proponen, se entretienen de mejor grado en buscar la razón que la verdad. Pasan por cima de aquello que se presupone, pero examinan curiosamente las consecuencias: dejan las cosas, y corren a las causas. ¡Graciosos charlatanes! El conocimiento de las causas toca solamente a quien gobierna las cosas, no a nosotros, que no hacemos sino experimentarlas, y que disponemos de su uso perfectamente cabal y cumplido, conforme a nuestras necesidades, sin penetrar su origen y esencia; ni siquiera el vino es más grato a quien conoce de él los principios primeros. Por el contrario, así el cuerpo como el espíritu interrumpen y alteran el derecho que les asiste al empleo del mundo y de sí mismos, cuando a ello añaden la idea de ciencia: los efectos nos incumben, pero los medios en modo alguno. El determinar y distribuir pertenecen a quien gobierna y regenta, como el aceptar ambas cosas a la sujeción y aprendizaje. Vengamos a nuestra costumbre. Ordinariamente así comienzan: «¿Cómo aconteció esto?» «¿Aconteció?» habría que decir simplemente. Nuestra razón es capaz de engendrar cien otros mundos descubriendo, al par de ellos, sus fundamentos y contextura. No la precisan materiales ni base: dejadla correr, y lo mismo edificará sobre el vacío que en el lleno, así de la nada como de cal y canto:
Dare pondus idonea fomo.
En casi todas las cosas reconozco que precisaría decir: «Nada hay de lo que se cree»; y repetiría con frecuencia tal respuesta, pero no me atrevo, porque gritan que el hablar así es una derrota que reconoce por causa la debilidad de espíritu y la ignorancia, y ordinariamente he menester hacer el payaso ante la sociedad tratando de cosas y cuentos frívolos en que nada creo rotundamente. A más de esto, es algo rudo y ocasionado a pendencias el negar en redondo la enunciación de un hecho, y pocas gentes dejan principalmente en las cosas difíciles de creer, de afirmar que las vieron o de alegar testimonios cuya autoridad detiene nuestra contradicción. Siguiendo esta costumbre conocemos los medios y fundamentamos de mil cosas que jamás acontecieron, y el mundo anda a la greña por mil cuestiones, de las cuales son falsos el pro y el contra. Ita finitima sunt falsa veris… ut in praecipitem locum non debeat se sapiens committere.
La verdad y la mentira muestran aspectos que se conforman; el porte, el gusto y el aspecto de una y otra, son idénticos: mirámoslas con los mismos ojos. Creo yo que no solamente somos débiles para defendernos del engaño, sino que además le buscamos convidándole para aferrarnos en él: gustamos embrollarnos en la futilidad como cosa en armonía con nuestro ser.
En mi tiempo he visto el nacimiento de algunos milagros, y aun cuando al engendrarse ahogasen no por ello dejamos de prever la marcha que hubieran seguido si hubiesen vivido su edad, pues no hay más que dar con el cabo del hilo para confabular hasta el hartazgo; y hay mayor distancia de la nada a la cosa más pequeña del universo, que de ésta a la más grande. Ahora bien, los primeramente abrevados en este principio de singularidad, viniendo a esparcir su historia, echan de ver por las oposiciones que se les hacen, el lugar dolido radica la dificultad de la persuasión, y van tapándolo con materiales falsos; a más de que: insita hominibus libidine alendi de industria rumores, nosotros consideramos como caso de conciencia el devolver lo que se nos prestó con algún aditamento de nuestra cosecha. El error particular edifica primeramente el error público, y éste a su vez fabrica el particular. Así van todas las cosas de este edificio elaborándose y formándose de mano en mano, de manera que el más apartado testimonio se encuentra mejor instruido que el más cercano, y el último informado, mejor persuadido que el primero. Todo lo cual es mi progreso natural, pues quien cree alguna cosa, estima obra caritativa hacer que otro la preste crédito, y para así obrar nada teme en añadir de su propia invención cuanto necesita su cuento para suplir a la resistencia y defecto que cree hallar en la concepción ajena. Yo mismo, que hago del mentir un caso de conciencia, y que no me cuido gran cosa de dar crédito y autoridad a lo que digo, advierto, sin embargo, en las cosas de que hablo, que hallándome excitado por la resistencia, de otro o por el calor propio de mi narración, engordo e inflo mi asunto con la voz, los movimientos, el vigor y la fuerza de las palabras, y aun cuando sea por extensión y amplificación, no deja de padecer algo la verdad ingenua, pero, sin embargo, yo así obro a la condición de que ante el primero que me lleva al buen camino, preguntándome la verdad cruda y desnuda, súbito abandono mi esfuerzo y se la doy sin exageración, sin énfasis ni rellenos. La palabra ingenua y abierta, como es la mía ordinaria, se lanza fácilmente a la hipérbole. A nada están los hombres mejor dispuestos que a abrir paso a sus opiniones, y cuando para ello el medio ordinario nos falta, empleamos nuestro mando, la fuerza, el hierro y el fuego. Desdichado es que la mejor piedra de toque de la verdad sea la multitud de creyentes, en medio de una confusión en que los locos sobrepujan con tanto a los cuerdos en número. Quasi vero quidquam sit tam valde, quam nihil sapere, vulgare. Sanitatis patrocinium est, insanientium turba. Cosa peliaguda es el asentar su juicio frente a las opiniones comunes: la persuasión primera, sacada del objeto mismo, se apodera de los sencillos, de los cuales se extiende a los más hábiles, por virtud de la autoridad del número y de la antigüedad de los testimonios. En cuanto a mí, por lo mismo que no creeré a uno, tampoco creeré a ciento, y no juzgo de las opiniones por el número de años que cuentan.
Poco ha que uno de nuestros príncipes, en quien la gota había aniquilado un hermoso natural y un templo alegre, se dejó tan fuertemente persuadir con lo que le contaron de las operaciones maravillosas que ejecutaba un sacerdote, el cual por medio de palabras y gestos sanaba todas las enfermedades, que hizo un largo viaje para dar con él, y hallándole adormeció sus piernas durante algunas horas, por virtud de la fuerza de su propia fantasía, de tal suerte que en el instante no le fue mal. Si el acaso hubiese dejado amontonar cinco o seis ocurrencias semejantes habrían éstas bastado para considerar la cosa como puro milagro de la naturaleza. Después se vio tanta sencillez y tan poco arte en la arquitectura de tales obras, que se juzgó al eclesiástico indigno de todo castigo: lo propio experimentaría en la mayor parte de las cosas de este orden quien las examinara en su yacimiento. Miramur ex intervallo fallentia: así nuestra vista representa de lejos extrañas imágenes que se desvanecen al acercarnos: numquam ad liquidum fama perducitur.
¡Maravilla es de cuán fútiles comenzamientos y frívolas causas nacen ordinariamente tan famosas leyendas! Esta misma circunstancia imposibilita la información, pues mientras se buscan razones y fines sólidos y resistentes, dignos de una tan grande nombradía, se pierden de vista las verdaderas, las cuales escapan a nuestras miradas por su insignificancia. Y a la verdad se ha menester en tales mientes un muy prudente, atento y sutil inquiridor, indiferente y en absoluto despreocupado. Hasta los momentos actuales, todos estos milagros y acontecimientos singulares se ocultan ante mis ojos. En el mundo no he visto monstruo ni portento más expreso que yo mismo: nos acostumbramos por hábito a todo lo extraño, con el concurso del tiempo; pero cuanto más me frecuento y reconozco, más mi deformidad me pasma y menos yo mismo me comprendo.
La causa primordial que preside al engendro y adelantamiento de accidentes tales, está al acaso reservada. Pasando anteayer por un lugar, a dos leguas de mi casa, encontré la plaza caliente todavía a causa de un milagro cuya farsa acababa de descubrirse, por el cual el vecindario había estado inquieto varios meses: ya las comarcas vecinas empezaban a conmoverse y de todas partes a correr en nutridos grupos de todas suertes al teatro del suceso. Un mozo del pueblo se había divertido simulando de noche en su casa la voz de un espíritu, sin otras miras que gozar de una broma pasajera, pero habiéndole esto producido algo mejor efecto del que esperaba, a fin de complicar más la farsa, asoció a ella una aldeana completamente estúpida y tonta, reuniéndose, por fin, tres personas de la misma edad y capacidad análoga, y trocándose la cosa de privada en pública. Ocultáronse bajo el altar de la iglesia, hablaron sólo por la noche y prohibieron que se llevaran luces: de palabras que tendían a la conversión de los pecadores y a las amenazas del juicio final (pues éstas son cosas bajo cuya autoridad la impostura se guarece con facilidad mayor) fueron a dar en algunas visiones y movimientos tan necios y ridículos, que apenas si hay nada tan infantil en los juegos de niños. Mas de todas suertes, si el acaso hubiera prestado algún tanto su favor a la ocurrencia, ¡quién sabe las proporciones que hubiera alcanzado la mojiganga! Estos pobres diablos están ahora a buen recaudo: cargarán, sin duda, con la torpeza común y no sé si algún juez se vengará sobre ellos de la suya propia. El portento éste se ve con toda claridad, porque fue descubierto, pero en muchas cosas de índole parecida, que exceden nuestro conocimiento, soy de entender que suspendamos nuestro juicio, lo mismo en el aprobar que en el rechazar.
En el mundo se engendran muchos abusos, o para hablar con resolución mayor, todos los abusos del mundo nacen de que se nos enseña a temer el hacer de nuestra ignorancia profesión expresa. Así nos vemos obligados a acoger cuanto no podemos refutar, hablando de todas las cosas por preceptos y de manera resolutiva. La costumbre romana obligaba que aun aquello mismo que un testigo declaraba por haberlo visto con sus propios ojos, y lo que un juez ordenaba, inspirado por su ciencia más certera, fuese concebido en estos términos: «Me parece.» Se me hace odiar las cosas verosímiles cuando me las presentan como infalibles: gusto de estas palabras, que ablandan y moderan la temeridad de nuestras proposiciones: «Acaso, En algún modo, Alguno, Se dice, Yo pienso», y otras semejantes; y si yo hubiera tenido que educar criaturas, las habría de tal modo metido en la boca esta manera de responder, investigadora, y no resolutiva: «¿Qué quiere decir? No lo entiendo, Podría ser, ¿Es cierto?» que hubieran más bien guardado la apariencia de aprendices a los sesenta años que no el representar el papel de doctores a los diez, como acostumbran. Quien de ignorancia quiere curarse, es preciso que la confiese.
Iris es hija de Thaumas: la admiración es el fundamento de toda filosofía, la investigación, el progreso, la ignorancia, el fin. Y hasta existe alguna ignorancia sólida y generosa que nada debe en honor ni en vigor a la ciencia, la cual, para ser concebida, no exige menos ciencia que para penetrar la ciencia misma. Yo vi en mi infancia un proceso que Coras (magistrado tolosano) hizo imprimir, de una naturaleza bien rara: tratábase de dos hombres que se presentaban uno por otro. Recuerdo del caso solamente, y no me acuerdo más que de esto, que aquel auxiliar de la justicia convirtió la impostura del que consideró culpable en tan enorme delito, y excediendo de tan lejos nuestro conocimiento y el suyo propio que era juez, que encontré temeridad singular en la sentencia que condenaba a la horca a uno de los reos. Admitamos alguna fórmula jurídica que diga: «El tribunal no entiende jota en el asunto», con libertad e ingenuidad mayores de las que usaron los areopagitas, quienes hallándose en grave aprieto con motivo de una causa que no podían desentrañar, ordenaron que las volvieran pasados cien años.
Las brujas de mi vecindad corren riesgo de su vida, a causa del testimonio de cada nuevo intérprete que viene a dar cuerpo a sus soñaciones. Para acomodar los ejemplos que la divina palabra nos ofrece en tales cosas (ejemplos ciertísimos e irrefutables), y relacionarlos con nuestros, acontecimientos modernos, puesto que nosotros no vemos de ellos ni las causas ni los medios, precisa otro espíritu distinto del nuestro: acaso exclusivamente pertenece sólo a ese poderosísimo testimonio el decirnos: «Esto y aquello son milagro, y no esto otro.» Dios debe ser creído; razón cabal es que lo sea, mas no cualquiera de entre nosotros que se pasma con su propia relación (y nada más natural si no está loco), ya relate ajenas cosas o portentos propios. Mi contextura es pesada y se atiene un poco a lo macizo y verosímil, esquivando las censuras antiguas: Majorem fidem homines adhibent iis, quae non intelligunt. -Cupidine humani ingenii, libentius obscura creduntur. Bien veo que la gente se encoleriza, y que se me impide dudar bajo la pena de injurias execrables; ¡novísima manera de persuadir! Gracias a Dios, mi crédito no se maneja a puñetazos. Que se irriten contra los que acusan de falsedad sus opiniones, yo no los achaco sino la dificultad y lo temerario, y condeno la afirmación opuesta igualmente como ellos, si no tan imperiosamente. Quien asienta sus opiniones a lo matón e imperiosamente, de sobra deja ver que sus razones son débiles. Cuando se trata de un altercado verbal y escolástico, muestren igual apariencia que sus contradictores: videantur sane non affirmentur modo; mas en la consecuencia efectiva que deducen, estos últimos llevan la ventaja. Para matar a las gentes precisa una claridad luminosa y nítida, y nuestra vida es cosa demasiado real y esencial para salir fiadora de esos accidentes sobrenaturales y fantásticos.
En cuanto a las drogas y venenos, los dejo a un lado, por ser puros homicidios de la índole más detestable. Sin embargo, aun en esto mismo dicen que no hay que detenerse siempre en la propia confesión de estas gentes, pues a veces se vio que algunos se acusaron de haber muerto a personas que luego se encontraban vivas y rozagantes. En esas otras extravagancias, diría yo de buena gana que es ya suficiente el que un hombre, por recomendaciones que le adornen sea creído en aquello puramente humano: en lo que se aparta de su concepción, en lo que es de índole sobrenatural, debe solamente otorgársele crédito cuando una aprobación sobrenatural también lo revistió de autoridad. Este privilegio, que plugo a Dios conceder a algunos de nuestros testimonios no debe ser envilecido ni a la ligera comunicado. Aturdidos están mis oídos con patrañas como ésta: «Tres le vieron en tal día en levante. Tres le vieron al siguiente día en occidente, a tal hora, en tal lugar, así vestido.» En verdad digo que ni a mí mismo me creería. ¡Cuánto más natural y verosímil encuentro yo el que dos hombres mientan que no el que un mismo hombre, en el espacio de doce horas, corra con los vientos de oriente a occidente; cuánto más sencillo que nuestro magín sea sacado de quicio por la volubilidad de nuestro espíritu destornillado, que el que cualquiera de nosotros escape volando, caballero en una escoba, por cima de la chimenea de su casa, en carne y hueso, impulsado por un extraño espíritu! No busquemos fantasmagorías exteriores y desconocidas, nosotros que estamos perpetuamente agitados por ilusiones domésticas y peculiares. Paréceme que se es perdonable descreyendo una maravilla, al menos cuando es dable rechazarla con razones no maravillosas, y con san Agustín entiendo «que vale más inclinarse a la duda que a la certeza en las cosas de difícil prueba, y cuya creencia es nociva».
Hace algunos años visité las tierras de un príncipe soberano, quien por serme grato y al par por acabar con mi incredulidad, me concedió la gracia de mostrarme en su presencia, en lugar reservado, diez o doce prisioneros de esta clase; entre ellos había una vieja bruja, en grado superlativo fea y deforme, famosísima de muy antiguo en esta profesión. Vi de cerca las pruebas, libres confesiones y no saqué marca insensible en el cuerpo de esta pobre anciana; me informé y hablé a mi gusto con la más sana atención de que fui capaz (y no soy hombre, que deje agarrotar mi juicio por preocupación alguna); pues bien, en fin de cuentas y con toda conciencia, hubiera yo ordenado el elaboro mejor que la cicuta a todas aquellas gentes: captisque res magis mentibus, quam consceleratis, similis visa; la justicia cuenta con remedios apropiados para enfermedades tales. En cuanto a las oposiciones y argumentos que algunos hombres cumplidos me hicieran en aquel mismo lugar y en otros, ninguno oí que me sujetara y que no tuviera solución siempre más verosímil que las conclusiones presentadas. Bien es verdad que las pruebas y razonamientos fundados en la experiencia y en los hechos, en modo alguno los desato; como éstos no tienen fin los corto a veces, como Alejandro su nudo. Después de todo es poner sus conjeturas muy altas el cocer a un hombre vivo.
Refiérense ejemplos varios, entre otros el de Prestancio de su padre, el cual, amodorrado más pesadamente que con el sueño perfecto, creyó haberse convertido en yegua y servir de acémila a unos soldados; y, en efecto, lo que fantaseaba sucedía. Si los brujos sueñan así cabales realidades, si los sueños pueden a veces trocarse en cosa tangible, creo yo que nuestra voluntad para nada tendría que habérselas con la justicia. Esto que digo, entiéndase como emanado de un hombre que ni es juez ni consejero de reyes, y que, con muelle, se cree indigno de tales cargos, sino de persona del montón, nacida y consagrada a la obediencia de la razón pública, en hechos y en sus dichos. Quien tomara en cuenta mis ensueños en perjuicio de la más raquítica ordenanza de villorrio, o bien contra sus opiniones y costumbres, se inferiría grave daño y a mí juntamente; pues en todo cuanto digo no sustento otra certeza que la que se albergaba en mi pensamiento cuando lo escribí; tumultuario y vacilante pensamiento. Yo hablo de todo a manera de plática, y de nada en forma de consejo; nec me pudet, ut istos, fateri nescire quod nesciam: no sería tan grande mi arrojo al hablar si tuviera derecho a ser creído; y así respondí a un caballero que se quejaba de la rudeza y contención de mis razones. Viéndoos convencidos y preparados hacia un partido, os propongo el otro con todo el cuidado que puedo para aclarar vuestro juicio, no para obligarle. Dios que retiene vuestros ánimos os procurará medio de escoger. No soy tan presuntuoso para creerme ni siquiera capaz de desear que mis opiniones ocasionaran cosa de tal magnitud: mi fortuna no las enderezó a conclusiones tan elevadas y poderosas. Verdaderamente, no sólo mis complexiones son numerosas, sino que mis pareceres lo son también, de los cuales haría que mi hijo repugnara, si le tuviera. ¿Y qué decir, además, si los más verdaderos no son siempre los más ventajosos para el hombre? ¡tan salvaje es su naturaleza!
Página anterior | Volver al principio del trabajo | Página siguiente |