A propósito, o fuera de propósito, poco importa: dícese en Italia, como común proverbio, que desconoce a Venus en su dulzura perfecta, quien no se acostó con una coja. La casualidad, o alguna circunstancia particular, pusieron hace largo tiempo esas palabras en boca del pueblo, y se aplican lo mismo a los machos que a las hembras, pues la reina de las amazonas contestó al escita que la invitaba al amor: , «el cojo lo hace mejor». En esta república femenina, para escapar a la dominación de los varones, las mujeres los inutilizaban desde la infancia brazos y piernas y otros miembros que los procuraban ventaja sobre ellas, y empleaban a los machos en lo que empleamos a las hembras por acá. Hubiera yo supuesto que el movimiento desconcertado de la coja, proveía de algún nuevo placer a la tarea, y de alguna punzante dulzura a los que lo experimentan, pero acaban de decirme que la propia filosofía antigua decidió de la causa: las piernas y los muslos de las cojas, como no reciben, a causa de su imperfección, el alimento que les es debido, acontece que las partes genitales, que están por cima, se ven más llenas, nutridas y vigorosas; o bien que el defecto de la cojera, imposibilitando el ejercicio a los que la padecen, disipa menos sus fuerzas, las cuales llegan así más enteras a los juegos de Venus: precisamente la razón misma por donde los griegos desacreditaban a las tejedoras, diciendo que eran más ardorosas que las demás mujeres, a causa del oficio sedentario que ejercían, sin que dieran movimiento al cuerpo. ¿Y de dónde no podemos sacar razones que valgan tanto como las enunciadas? Por ejemplo, podría yo también decir que el zarandeo que su trabajo les imprime, así sentadas, las despierta y solicita, como a las damas el vaivén y temblequeteo de sus carrozas.
¿No justifican estos ejemplos lo que dije al comienzo de este capítulo, o sea que nuestras razones anticipan los efectos y que los límites de su jurisdicción son tan infinitos, que juzgan y se ejercen en la nada misma y en el no ser? A más de la flexibilidad de nuestra inventiva para forjar argumentos a toda suerte de soñaciones, nuestra fantasía es igualmente fácil en el recibir impresiones de las cosas falsas, merced a las apariencias más frívolas, pues por la sola autoridad del uso antiguo y público de aquel decir, antaño llegué yo a creer recibir placer mayor de una dama porque no andaba como las demás, e incluí esta imperfección en el número de sus gracias.
En la comparación que Torcuato Tasso establece entre Francia e Italia, dice haber advertido que nosotros tenemos las piernas más largas y delgadas que los caballeros italianos, y de ello atribuye la causa a nuestra costumbre de ir continuamente a caballo, que es precisamente la misma razón que Suetonio alega para deducir una conclusión contraria, pues dice que las de Germánico habían engordado por el mismo constante ejercicio. Nada hay tan flexible ni errático como nuestro entendimiento: es el coturno de Theramenes, adecuado a toda suerte de pies: es doble y diverso, lo mismo que los objetos en que se ejercita. «Dame una dragma de plata», decía un filósofo cínico a Antígono. «No es presente digno de un rey», respondió este. «Pues dame un talento.-Ese no es presente digno de un cínico», repuso.
Seu plures calor ille vias et caeca relaxat spiramenta, novas veniat qua succus in herbas; seu durat magis, et venas adstringit hiantes; ne tenues pluviae, rapidive potentia solis acrior, aut Boreae penetrabile frigus adurat.
Ogni medaglia ha il suo riverso. He aquí por qué Clitómaco decía en lo antiguo, que Carneades había soprepujado los trabajos de Hércules, como hubiera arrancado de los hombres el consentimiento, es decir, la idea y temeridad del juzgar. Esta tan vigorosa fantasía de Carneades nació a mi ver en aquellos siglos de la insolencia de los que hacen profesión de saber, y de su audacia desmesurada. Pusieron en venta a Esopo juntamente con otros dos esclavos: el comprador se informó de uno de ellos sobre lo que sabía hacer, y éste dijo que lo sabía hacer todo; que era maestro de esto y lo otro, respondiendo portentos y maravillas: el segundo habló por igual tenor, o se infló más todavía, y cuando llegó para Esopo el momento de contestar sobre su ciencia: «Nada sé hacer, dijo, pues éstos lo abarcaron todo.» Aconteció lo propio en la escuela de la filosofía: la altivez de los que atribuyen al espíritu humano la capacidad de todas las cosas suscitó en otros, por despecho y emulación, la idea de que no es capaz de ninguna: los unos ocupan en la ignorancia la misma extremidad que los otros en la ciencia, a fin de que no pueda negarse que el hombre no es en todo inmoderado, y que para él no hay más sujeción posible que la necesidad e impotencia de pasar adelante.
Capítulo XII
De la fisonomía
Casi todas nuestras, opiniones las adoptamos por autoridad y al fiado: en ello no hay ningún mal, pues no podríamos escoger peor camino que el de dilucidar por nuestra propia cuenta en un siglo tan enteco. Aquella imagen de los discursos de Sócrates, que sus amigos nos dejaron, acogémosla a causa de la reverente aprobación pública, no por virtud de nuestro conocimiento; las razones socráticas se apartan de nuestro uso. Si viniera hoy al mundo algo parecido, habría pocos hombres que lo apreciasen. Sólo advertimos las gracias del espíritu cuando son puntiagudas, o están hinchadas o infladas de artificio: las que corren bajo la ingenuidad o la sencillez, escapan fácilmente a una vista grosera como la nuestra, por poseer una belleza delicada y oculta: precisa una mirada límpida y bien purgado para descubrir ese secreto resplandor. ¿No es la ingenuidad, a nuestro entender, hermana de la simpleza y cualidad censurable? Sócrates agita su alma con movimiento natural y común; así se expresa un campesino, así habla una mujer; jamás de su boca salen otros nombres que los de cocheros, carpinteros, remendones y albañiles: todos sus símiles o inducciones, sacados están de las más vulgares y conocidas acciones de los hombres; todos le entienden. Bajo una forma vil, nunca hubiéramos entresacado las noblezas y esplendor de sus admirables concepciones, nosotros que consideramos chabacanas y bajas todas aquellas que la doctrina no encarama, y que no advertimos la riqueza sino cuando la rodean la pompa y el aparato. A la ostentación sola está habituado nuestro mundo: de viento sólo se inflan los hombres y a saltos se manejan, como las pelotas de goma huecas. Sócrates no encaminó sus miras hacia las vanas fantasías; su fin fue proveernos de preceptos y máximas, que real y conjuntamente sirviesen para el gobierno de nuestra vida;
Servare modum, finemque tenere, naturamque sequi.
Fue también siempre uno e idéntico, y se elevó no por arranques y arrebatos, sino por peculiar complexión al postrer extremo de fortaleza; o, para hablar mejor, no se elevó nada, hizo más bien descender, conduciéndolas a su punto original y natural, las asperezas y dificultades, y las sometió su vigor; pues en Catón se ve bien a las claras una actitud rígida, muy por cuna de las ordinarias. En las valientes empresas de su vida y en su muerte, véselo siempre, montado en zancos. Sócrates toca la tierra, y con paso común y blando trata los más útiles discursos, conduciéndose, así en la hora de su fin como en las más espinosas dificultades que puedan imaginarse, con el andar propio de la vida humana.
Acaeció, por fortuna, que el hombre más digno de ser conocido y de ser presentado al mundo como ejemplo, es aquel de quien tengamos conocimiento más cierto: su existencia fue aclarada por los hombres más clarividentes que jamás hayan sido, y los testimonios que de él llegaron a nosotros, son admirables en fidelidad y en capacidad juntamente. Admirable cosa es, en efecto, haber podido comunicar tal orden a las puras fantasías de un niño, de suerte que, sin alterarlas ni agrandarlas, hayan reproducido más hermosos efectos de nuestra alma; no la representa elevada ni rica; la muestra sólo sana, mas de una cabal y alegrísima salud. Merced a estos resortes naturales y vulgares, y a estas fantasías ordinarias y comunes, sin conmoverse ni violentarse, enderezó no solamente las más ordenadas, sino las más elevadas y vigorosas acciones y costumbres que jamás hayan existido. Él es quien nos trajo del cielo, donde nada tenía que hacer, la humana sabiduría, para devolvérsela al hombre, de quien constituye, la tarea más justa y laboriosa. Vedle defenderse ante sus jueces; ved con qué razones despierta su vigor en los azares de la guerra; qué argumentos fortifican su paciencia contra la calumnia, la tiranía, la muerte, contra la mala cabeza de su mujer; nada hay en todo ello a que las artes y las ciencias contribuyeran: los más sencillos reconocen allí sus fuerzas y sus medios; imposible es marchar de un modo más humilde. Soberano favor prestó a la humana naturaleza, mostrándola cuánto puede por sí misma.
Cada uno de nosotros es más rico de lo que piensa, pero se nos habitúa al préstamo y a la mendiguez; se nos acostumbra a servirnos de lo ajeno más que de lo nuestro. En nada acierta el hombre a detenerse en el preciso punto de su necesidad: en goces, riqueza y poderío abraza más de lo que puede estrechar; su avidez es incapaz de moderación. Yo creo que en la curiosidad que al saber nos impulsa ocurre lo propio: el hombre se prepara mucho mayor trabajo del que puede realizar, y mucho más de lo que tiene que hacer, ampliado la utilidad del saber otro tanto que su materia: ut omnium rerum, sic litterarum quoque, intemperantia laboramus. Tácito alaba, con razón, a la madre de Agrícola, por haber reprimido en su hijo el demasiado ardoroso apetito de ciencia.
Y bien mirado es un bien que, como todos los otros bienes de los hombres, encierra mucha vanidad y debilidad, propios y naturales, y además de caro coste. Su adquisición es mucho más arriesgada que la de toda otra comida o bebida, pues en todas las demás cosas lo que compramos llevámoslo a nuestra casa en alguna vasija, y luego podemos examinar su valor, cuándo y a qué hora lo tomaremos, mas las ciencias no podemos, en los comienzos, colocarlas en otro recipiente que nuestra alma; las absorbemos al comprarlas, y salimos de la compra inficionados o enmendados: las hay que no hacen sino empeorarnos y recargarnos, en lugar de sustentarnos; y otras que, so pretexto de curarnos, nos envenenan. Pláceme el que algunos hombres, por devoción, hagan voto de ignorancia, como de castidad, pobreza y penitencia, pues es también castrar desordenados apetitos, enervar el ansia que nos empuja al estudio de los libros y privar al alma de esta voluptuosa complacencia que nos cosquillea, mediante la idea de la ciencia. Y es cumplir espléndidamente voto de pobreza el juntar a ella la del espíritu. Apenas si necesitamos una cantidad exigua de doctrina para vivir satisfechos; Sócrates nos enseña que reside en nosotros, lo mismo que la manera de encontrarla y de ayudarse con ella. Toda la capacidad nuestra que va más allá de la natural es, o poco menos, vana y superflua, y mucho hemos conseguido si no nos recarga y trastorna, más bien que nos sirve: paucis opus est litteris mentem bonam. Estos son excesos febriles de nuestro espíritu, instrumento travieso e inquieto. Recogeos, y hallaréis en vosotros los argumentos verdaderos de la naturaleza contra la muerte, y los más propios a serviros en caso necesario: éstos son los que hacen morir a un campesino y a pueblos enteros, con igual firmeza que un filósofo. ¿Moriría yo con tranquilidad menor antes de haber leído las Tusculanas? Creo que no; y cuando me supongo en el caso, veo que mi lengua se enriqueció, pero mi vigor muy poco; éste persiste, cual la naturaleza me lo forjó, y se escuda cuando el conflicto llega con marca original y común: los libros me sirvieron no tanto de instrucción como de ejercicio. ¿Y qué decir si la ciencia intentando armarnos con defensas nuevas contra los inconvenientes naturales, imprimió más bien en nuestra fantasía su grandeza y su peso que no las razones y utilidades para resguardarnos? Son las suyas delicadezas, con las cuales nos despierta frecuentemente con inutilidad cabal; hasta los autores mismos más sólidos y prudentes, ved cómo en derredor de un buen argumento van sembrando otros ligeros y, examinados bien de cerca, sin cuerpo y vacíos de sentido; argucias verbales que nos engañan, mas en atención a que pueden útilmente emplearse, no los quiero desechar con todo rigor; en mi libro los hay de esta condición y en lugares diversos, que penetraron en forma de imitación o préstamo. Así que, ha de cuidarse de no nombrar fuerza lo que no es sino agradable, y sólido a lo que no es más que agudo, o bueno a lo que no es más que hermoso: quae magis gustata, quam potata, delectant. Todo lo que place no es provechoso, ubi non ingenii, sed animi negotium agitur.
Viendo los esfuerzos que Séneca ejecuta para prepararse a la muerte; viéndole sudar de quebranto para enderezarse, asegurarse y debatirse tan dilatado tiempo en este suplicio, hubiera yo modificado la idea de su reputación si muriendo no la hubiese valientemente mantenido. Su agitación tan ardorosa y frecuente muestra su estado impetuoso e hirviente (magnus animus remissius loquitur, et securius…non est alius ingenio, alius animo color, a sus propias expensas precisa convencerle); y da testimonio en algún modo de encontrarse oprimido por su adversario. La manera de Plutarco, como más desdeñosa y menos rígida, es a mi ver tanto más viril y persuasiva. Fácilmente creería yo que los movimientos de su alma eran más fijos y ordenados. El uno, más agudo, nos impresiona y lanza sobresaltados y se dirige más a nuestro espíritu; el otro, más sólido, nos forma, asienta y conforta constantemente, y toca más al entendimiento; aquél arrebata nuestro juicio, éste le gana. Análogamente, he visto otros escritos, todavía más reverenciados, que en la pintura del combate que sostienen contra los aguijones de la carne, representan éstos tan hirvientes, tan poderosos y tan invencibles, que nosotros mismos, gentes de la hez popular, encontramos tanto que admirar en la singularidad y vigor desconocido de la tentación como en la de ella.
¿A qué fin vamos armándonos merced a estos esfuerzos de la ciencia? Miremos al suelo: a las pobres gentes que por él vemos esparcidas, con la cabeza inclinada por la labor, que desconocen a Aristóteles y a Catón y que carecen de ejemplos y preceptos. De estos saca naturaleza todos los días efectos de firmeza y de paciencia más puros y más rígidos que los que tan curiosamente estudiamos en las escuelas filosóficas. ¡Cuántos de entre ellos veo yo diariamente que menosprecian la pobreza, cuántos que desean la muerte, o que la soportan sin alarma ni aflicción! Ese que cava mi huerta enterró esta mañana a su padre o a su hijo. Los nombres mismos con que designan las enfermedades dulcifican y ablandan la rudeza de las mismas: la tisis es para ellos la tos; la disentería, desviación de estómago; la pleuresía es un resfriado: y conforme las nombran dulcemente, así también las soportan. Preciso es que sean bien dolorosas para que interrumpan su trabajo ordinario; no guardan el lecho sino para morir. Simplex illa et aperta virtus in obscuram et solertem scientiam versa est.
Escribía yo esto hacia la época en que una recia carga de nuestros trastornos se desencadenó con todo su peso derecha sobre mí, teniendo de una parte los enemigos a mis puertas, y de otra los partidarios, enemigos peores aun, non armis, sed vittiis certatur; y experimentaba toda suerte de injurias militares a la vez:
Hostis adest dextra laevaque a parte timendus, vicinoque malo terret utrumque latus.
¡Guerra monstruosa! Las otras ocasionan lejos sus efectos; ésta contra sí misma se roe y despedaza, mediante su propio veneno. Es de naturaleza tan maligna y ruinosa que se derruye a sí misma, juntamente con todo lo demás y de rabia se desgarra y despedaza. Con mayor frecuencia la vemos disolverse por sí misma que por carencia de alguna cosa necesaria o por la fuerza enemiga. Toda disciplina la es ajena: viene a curar la sedición, y de sedición está repleta; quiere castigar la desobediencia, y de ella muestra el ejemplo; dedicada a la defensa de las leyes, se rebela contra las suyas propias. ¿Dónde, nos encontramos? ¡Nuestra medicina encierra la infección!
Nostre mal s'empoisonne du secours qu'on luy donne. Exsuperat magis, aegrescitque medendo.
Omnia fanda, nefanda, malo permissa furore, justificam nobis mentem avertere deorum.
En estas enfermedades populares pueden distinguirse en los comienzos los sanos de los enfermos; mas cuando llegan a persistir, como ocurre con la nuestra, todo el cuerpo social se resiente, la cabeza lo mismo que los talones: ninguna pauta está exenta de corrupción, pues no hay aire que se aspire tan vorazmente ni que tanto se extienda y penetre como la licencia. Nuestros ejércitos no se ligan ni sostienen sino por extraño concurso: con los franceses no puede ya constituirse un cuerpo de armas ordenado y resistente. ¡Vergüenza enorme! no hay más disciplina que la que nos muestran los soldados mercenarios. En cuanto a nosotros, conducímonos a nuestra discreción y no a la del jefe, cada cual según la suya; cuesta desvelos mayores hacer obedecer a los soldados que derrotar a los enemigos: al que manda corresponde seguir, acariciar y condescender, a él sólo obedecer; todos los demás son libres y disolutos. Me place ver cuanta cobardía y pusilanimidad hay en la ambición, por en medio de cuanta abyección y servidumbre, la precisa llegar a su fin, pero me desconsuela el considerar a las naturalezas honradas y capaces de justicia, corrompiéndose a diario en el manejo y mando de esta confusión. El dilatado sufrimiento engendra la costumbre, y ésta el consentimiento e imitación. Tenemos sobradas almas malvadas sin que inutilicemos las buenas y generosas, y si por este camino continuamos, difícilmente quedará nadie a quien confiar la salud de este Estado, en el caso en que la fortuna nos la procure algún día:
Hunc saltem everso juvenem succurrere seclo ne prohibete!
¿Qué se hizo de aquel antiguo precepto, según el cual, los soldados más han de temer a su jefe que al enemigo? ¿y aquel maravilloso ejemplo de que las historias nos hablan? Habiéndose encontrado un manzano encerrado en el recinto del campo del ejército de Roma, las tropas abandonaron el lugar, dejando al poseedor el número cabal de sus manzanas, maduras y deliciosas. Bien quisiera yo que nuestra juventud en lugar del tiempo que emplea en peregrinaciones menos útiles y en aprendizajes menos honrosos, invirtiera la mitad en ver la guerra por mar bajo las órdenes de algún buen capitán, comendador de Rodas, y la otra mitad en reconocer la disciplina de los soldados turcos, pues ésta ofrece muchas diferencias y posee muchas ventajas sobre la nuestra: nuestros soldados, se convierten en más licenciosos en las expediciones, allí en más retenidos y temerosos, pues las ofensas y latrocinios ocasionados al pueblo menudo, que se castigan a palos en la paz, se enmiendan en la guerra con la pena capital; por el hurto de un huevo se suministran a cuenta fija cincuenta estacazos, y por cualquiera otra cosa, por ligera que sea, innecesaria para la manutención, se los empala o decapita en el acto. Me admiró en la historia de Selim, el conquistador más cruel que haya jamás existido, ver que cuando subyugó el Egipto, los hermosos jardines que circundan la ciudad de Damas, abiertos como estaban de par en par y en tierra conquistada, puesto que su ejército campaba en el lugar mismo, salieran vírgenes de entre las manos de los soldados, porque no habían recibido orden de saquearlos.
¿Pero hay algo en nación alguna que valga ser combatido con una droga tan mortal? No, decía Favonio, ni siquiera la usurpación de la posesión tiránica de una república. Platón, de la propia suerte, no consiente que se violente el reposo de su país para curarlo, ni acepta la enmienda que todo lo trastorna y pone en riesgo, y que cuesta la sangre la ruina de los ciudadanos. El oficio de todo hombre de bien en estos casos, ordena dejarlo todo como está; solamente hay que rogar a Dios para que concurra con su mano poderosa. Este filósofo parece condenar a Dión, su grande amigo, por haberse algo apartado de tales vías. Y si Platón debe ser puramente rechazado de nuestro cristiano consorcio, él, que por la sinceridad de su conciencia mereció para con el favor divino penetrar tan adentro en la cristiana luz, al través de las tinieblas públicas del mundo de su tiempo (no creo que procedamos bien dejándonos instruir por un pagano), cuánta impiedad no supondrá el no aguardar de Dios ningún socorro simplemente suyo y sin nuestra cooperación. Con frecuencia dudo si entre tantas gentes como se mezclan en el tumulto, se encontró ninguno de entendimiento tan débil a quien a sabiendas se le haya persuadido de que caminaba a la reforma por la última de las deformaciones; que tiraba hacia su salvación por las más expresas causas que poseamos de condenación infalible; que derribando el gobierno, el magistrado y las leyes, bajo cuya tutela Dios le colocó, desmembrando a su madre y arrojando los pedazos para que los roan a sus antiguos enemigos, llenando de odios parricidas los esfuerzos fraternales, llamando en su ayuda a los demonios y a las furias, pudiera procurar socorro a la sacrosanta dulzura y justicia de la ley divina. La ambición, la avaricia, la crueldad, la venganza, carecen de impetuosidad tan propia y natural; cebámoslas y atizámoslas con el glorioso dictado de justicia y devoción. Ningún estado de cosas más detestable puede imaginarse que aquel en que la maldad viene a ser legítima, y a adoptar con el consentimiento del magistrado el aspecto de la virtud: nihil in speciem fallacius, quam prava religio, ubi deorum numen praetenditur sceleribus: el extremo género de injusticia, según Platón, es el que lo injusto sea como justo considerado.
Con ello el pueblo sufre profundamente, y no sólo los males presentes,
Undique totis usque adeo turbatur agris,
sino también los venideros: los vivos con ello padecieron, y también los que aún no eran nacidos; se le saqueó, y a mí por consiguiente, hasta la esperanza, arrebatándole cuanto poseía para aprestarse a la vida por dilatados años:
Quae nequeunt secum ferre aut abducere, perdunt; et cremat insontes turba scelesta casas. Muris nulla fides, squalent populatibus agri.
A más de esta sacudida, estos desastres ocasionaron en mí otros: corrí los peligros que la moderación acarrea en enfermedades tales: fui despojado por todas las manos; para el gibelino era yo güelfo, y para el güelfo gibelino: alguno de entre nuestros poetas explica bien este fenómeno, pero no recuerdo dónde. La situación de mi casa y el contacto con los hombres de mi vecindad, mostrábanme de un partido; mi vida y mis acciones de otro. No se me presentaban acusaciones concretas, porque no había dónde morder. Nunca esquivo yo las leyes, y quien hubiera intentado el examen de mi conducta, me habría debido el resto: todo eran sospechas mudas, que corrían bajo cuerda, a las cuales nunca falta apariencia en medio de un tan confuso baturrillo; como tampoco se echan de menos espíritus ineptos o envidiosos. Ordinariamente ayudo yo a las presunciones injuriosas que la fortuna siembra contra mí, por la costumbre, que de antiguo practico siempre, de huir el justificarme, excusarme o explicar mis actos. Considerando que es comprometer mi conciencia defenderla; perspicuitas enim argumentatione elevatur, y cual si todos vieran en mí tan claro como yo veo, en lugar de lanzarme fuera de la acusación, me meto dentro, haciéndola más subir de punto por una acusación irónica y burlona, si no callo redondamente, como de cosa indigna de respuesta. Mas los que interpretan mi conducta considerándola como sobrado altiva, apenas me quieren menos mal que los que la toman por debilidad de una causa indefendible; principalmente los grandes, para quienes la falta de sumisión figura entre las extremas, opuestos a toda justicia conocida, que se sienta, no sometida, humilde y suplicante; frecuentemente choqué con este pilar. De tal suerte procedí como digo, que por lo que entonces me aconteció, cualquier ambicioso se hubiera ahorcado y lo mismo cualquier avaricioso. Yo no me cuido para nada de adquirir;
Sit mihi, quod nunc est, etiam minus; et mihi vivam quod superest aevi, si quid superesse volent di:
Más las pérdidas que me sobrevienen por ajena injuria, ya consistan en latrocinio o violencia, me ocasionan casi igual duelo que a un hombre enfermo y atormentado por la avaricia. La ofensa, sin ponderación, es más amarga que la pérdida. Mil diversas suertes de desdichas se desencadenaron sobre mí, unas tras otras: yo las hubiera más gallardamente soportado en torbellino.
Y pensé ya, de entre mis amigos, a quien encomendaría una vejez indigente y caída: después de haber paseado mis ojos por todas partes, me encontré en camisa. Para dejarse caer a plomo y de tan alto, preciso es que sea entre los brazos de una afección sólida, vigorosa, con recursos de fortuna, y así son raras, si es que las hay. En fin, conocí que lo más seguro era fiar a mí mismo de mí y de mi necesidad; y si me sucedía caer fríamente en la gracia de la fortuna, recomendarme más fuertemente a la mía, sujetarme y mirar más de cerca a mí propio. En todas las cosas se lanzan los hombres en los extraños apoyos para economizar los propios, solos ciertos y poderosos para quien de ellos sabe armarse: cada cual corre a otra parte y a lo venidero, tanto más cuanto que ninguno llegó a sí mismo. Y me convencí de que todos aquéllos eran inconvenientes provechosos, puesto que, en primer lugar, a los malos discípulos hay que amonestarlos a latigazos cuando la razón no basta a enderezarlos, como por el fuego y violencia de los recodos conducimos a su derechura una tabla torcida. Yo que me predico hace tanto tiempo el mantenerme en mi y separarme de las cosas extrañas, sin embargo, todavía vuelvo los ojos de lado; la inclinación, una palabra favorable de un grande, un semblante grato me tientan. ¡Dios sabe si de estas cosas hay alta carestía y el sentido que encierran! Resuenan aún en mis oídos, sin que yo frunza el entrecejo, los sobornamientos que se me hacen para sacarme al mercado público, y de ellos me defiendo tan blandamente que parece como si se sufriera de mejor grado ser vencido. Ahora bien, un espíritu tan indócil precisa el palo; y hase menester remachar y juntar a recios mazazos esta barca que se desprende y descose, que se escapa y desvía de sí misma. En segundo lugar, consideraba que este accidente me serviría de ejercitación para prepararme a peores cosas, si yo, que por el beneficio de la fortuna y por la condición de mis costumbres aguardaba ser de los últimos, llegaba a ser de los primeros, atrapado por esta tormenta, instruyéndome temprano a moderar mi vida y a ordenarla para un nuevo estado. La libertad verdadera es poderlo todo sobre sí misino: potentissimus est, qui se habet in potestate. En una época tranquila y moderada, fácilmente se prepara uno a los acontecimientos comunes y moderados; mas en esta confusión en que vivimos treinta años ha, todo hombre francés, en particular y en general se ve a cada momento abocado a la entera destrucción de su fortuna; otro tanto precisa mantener su vigor, ayudado de provisiones más fuertes y vigorosas. Agradezcamos al destino el habernos hecho vivir en un siglo no blando, lánguido ni ocioso: tal que no lo hubiera sido por ningún otro medio, se trocará en famoso por sus desdichas. Como apenas leo en las historias estas mismas confusiones en los otros Estados sin que lamente el no haberlas podido considerar presente, mi curiosidad hace ahora que yo vea gustoso, hasta cierto punto, este notable espectáculo de nuestra muerte pública, sus síntomas y peripecias; y puesto que no me es posible retardarla, me siento contento de verme destinado a asistir a ella para mi instrucción. Así, con igual avidez, buscamos hasta simulados en las fábulas teatrales, una muestra de los juegos trágicos de la humana fortuna, los cuales no contemplamos sin duelo de lo que oímos, pero nos complacemos en despertar nuestro disgusto por la singularidad de estos lamentables acontecimientos. Nada cosquillea sin que pellizque, y los buenos historiadores huyen como un agua adormecida y un mar extinto las sosegadas narraciones, para ganar las sediciones y las guerras, a las cuales por nosotros son llamados.
Dudo si puedo honradamente confesar a cuán vil precio del reposo y tranquilidad de mi vida pasé más de la mitad en la ruina de mi país. Revístome fácilmente de paciencia en los accidentes que no recaen directamente sobre mí, y para lamentarme de éstos, considero no tanto lo que se me quita como lo que me fue dable salvar, dentro y fuera. Existe cierta consolación en esquivar ya unos, ya otros, de entre los males que nos acechan constantemente y ocasionan víctimas en nuestro derredor; así en materia de intereses públicos, a medida que mi atención está más universalmente extendida, va debilitándose; además es a medias verdad aquello de tantum ex publicis malis sentimus, quantum ad privatas res pertinet, y que la salud de donde partimos era, tal que aminora nuestro sentimiento. Salud era, sí, mas sólo comparada con la enfermedad que la siguió; apenas caímos de tan alto: la corrupción y el bandidaje, dignamente profesados, me parecen menos soportables; menos injustamente se nos roba en un camino que en sitio de seguridad. Era la nuestra una juntura universal, de partes particularmente corrompidas, en competencia las unas con las otras, y la mayor parte de úlceras envejecidas, incapaces de curación y que tampoco la pedían.
Así, pues, este derrumbamiento me animó más que me aterró, auxiliado por mi conciencia, que se condujo no ya sólo sosegadamente, sino con altivez, y no encontraba motivo de lamentarme de mí propio. Como Dios nunca envía ni los males ni los bienes absolutamente puros a los hombres, mi salud se condujo a maravilla en aquel tiempo, muy por cima de lo ordinario; y así como sin ella de todo soy incapaz, pocas son las cosas que con ella no están a mi alcance. Procurome medio de despertar todas mis provisiones y de llevar la mano al socorro de la herida que, se hubiera complicado sin el pronto remedio. Con estos recursos caí en la cuenta de que todavía era capaz de algún empuje contra la adversidad y de que para hacerme perder el equilibrio era necesario un fuerte enfoque. Y no lo digo por irritarla para que me sacuda una carga más vigorosa; soy su servidor, la tiendo mis manos y pido a Dios que se conforme con su obra realizada. ¿Qué si siento yo sus asaltos? ¡Ya lo creo! Como aquellos a quienes la tristeza confunde y posee se dejan sin embargo acariciar por algún placer y una sonrisa les escapa, así yo tengo bastantes fuerzas sobre mí para convertir mi estado ordinario en tranquilo, descargándolo de fantasías dolorosas; pero me dejo, no obstante, sorprender de cuando en cuando por las mordeduras de sus pensamientos ingratos que me avasallan, mientras me armo para expulsarlos o para luchar con ellos.
He aquí otra agravación de males que me acosó después de los otros: fuera y dentro de mi casa fui acogido por una epidemia vehemente, como cualquiera otra mortífera, pues así como los cuerpos sanos están expuestos a enfermedades, tanto más graves cuanto que sólo por ellas pueden ser avasallados, así mi aspecto saludabilísimo en que ninguna memoria de contagio (bien que a veces estuviera cercano) había logrado arraigar, llegando a envenenarse, produjo en mí extraños efectos,
Mista senum et juvenum densantur funera; nullum saeva caput Proserpina fugit:
hube de sufrir la graciosa condición de que hasta la vista de mi propia casa me ocasionara espanto; todo cuanto en ella había, sin custodia estaba y a la merced de los que lo codiciaban. Yo, que soy tan hospitalario, me vi en la dolorosísima situación de buscar un retiro para mi familia; una familia extraviada que amedrentaba a sus amigos y a sí misma se metía miedo y horror, donde quiera que pensaba establecerse: habiendo de mudar de residencia, tan luego como uno del séquito empieza a sentir dolor en la yema de un dedo, todas las enfermedades son consideradas como la peste; carécese de la necesaria tranquilidad de espíritu para reconocerlas. Y lo bueno del caso es que según los preceptos de la medicina ante todo peligro que se nos acerca hay que permanecer cuarenta días abocado al mal: la fantasía ejerce entonces su papel y febriliza vuestra salud misma. Todo esto me hubiera mucho menos afectado si no hubiese tenido que lamentarme del dolor ajeno, pues durante seis meses tuve que servir de guía miserablemente a la caravana. Mis preservativos personales, que siempre me acompañan, son la resolución y el sufrimiento. La aprensión apenas me oprime, y es lo que más se teme en este mal; y si encontrándome solo a él me hubiera resignado, habría ejecutado una huida más gallarda y más apartada: muerte es ésta que no me parece de las peores, comúnmente corta, de atolondramiento, exenta de dolor, por la condición pública consolada, sin ceremonias, duelos ni tumultos. En cuanto a las pobres gentes de los contornos la centésima parte viose de salvación imposibilitada:
Videas desertaque regna pastorum, et longe sallus lateque vacantes.
En este lugar la parte de mis rentas es anual; la tierra que cien hombres para mí trabajaban quedó por largo tiempo sin cultivo.
¿Qué ejemplos de resolución no vimos por entonces en la sencillez de todo aquel pueblo? Generalmente cada cual renunciaba al cuidado de la vida: las vides permanecían intactas en los campos, cargadas de su fruto, que es la principal riqueza del país; todos, indistintamente, preparaban y aguardaban la muerte para la noche o el día siguiente, con semblante y voz tan libres de miedo que habríase dicho que todos estaban comprometidos a esta necesidad, y que la condenación, era universal e inevitable. Y siempre es así; ¡pero de cuán poca cosa depende la firmeza en el sucumbir! La distancia y diferencia de algunas horas, la sola consideración de la compañía, conviértennos en diverso su sentimiento. Ved aquí unos cuantos: porque sucumben en el mismo mes niños, jóvenes y viejos, nada ya acierta a transirlos, las lágrimas se agotaron en sus ojos. Algunos vi que temían quedarse atrás, como en una soledad horrible; sólo por las sepulturas se inquietaban, porque les contrariaba el ver los cuerpos en medio de los campos, a merced de las bestias que incontinenti los poblaron. ¡Cuán las fantasías humanas son encontradas! Los neoritas, pueblo que Alejandro subyugó, arrojaban los cadáveres en lo más intrincado de sus bosques para que fueran devorados: era el solo sepulcro que entre ellos fuera dignamente considerado. Tal individuo encontrándose sano cavaba ya su huesa; otros se tendían en ella vivos aún, y uno de mis jornaleros en sus manos y sus pies acercó a sí la tierra en la agonía. ¿No era esto abrigarse para dormir más a gusto, con arrojo en altitud parecido al de los soldados romanos a quienes se encontró después de la jornada de Canas con la cabeza metida en agujeros que ellos mismos habían hecho, y colmado con sus manos para ahogarse? En conclusión, todo un pueblo se lanzó de súbito por costumbre en un trance que nada cede en rigidez a ninguna resolución estudiada y meditada.
Casi todas las instrucciones que la ciencia posee para más aparatosas que efectivas, y sirven más de ornamento que de fruto. Abandonamos la naturaleza y queremos enseñarla la lección, siendo así que nos conducía tan segura y felizmente; y sin embargo, las huellas de su instrucción y lo escaso que merced a la ignorancia queda de su imagen sellado en la vida de esa turba rústica de hombres toscos, la ciencia misma se ve obligada todos los días a pedírselo prestado para con ello fabricar un patrón al uso de sus discípulos, de constancia, tranquilidad e inocencia. Hermoso es ver que los urbanos, repletos de tan lindos conocimientos, tengan que imitar esa torpe simplicidad, e imitarla en las acciones más elementales de la fortaleza; y que nuestra sapiencia aprenda de los animales mismos las más útiles enseñanzas aplicables a las más grandes y necesarias partes de nuestra vida: a la manera de vivir y morir, cuidar de nuestros bienes, amar y educar a nuestros hijos y ejercer la justicia: singular testimonio de la enfermedad humana; y que esta razón que se maneja a nuestro albedrío encontrando siempre alguna diversidad y novedad no deje en nosotros rasgo visible de la naturaleza; de ella hicieron los hombres como los perfumistas del aceite: sofisticáronla con tantos argumentaciones y discursos traídos de fuera, que se trocó en variable y particular a cada cual, y perdió su carácter propio constante y universal, precisándonos así buscar el testimonio de los brutos, no sujeto a favor ni a corrupción, ni tampoco a diversidad de opiniones; pues es bien cierto que ellos mismos no siguen invariablemente la senda de la naturaleza; pero la parte donde se desvían es tan pequeña, que siempre advertiréis la traza: de la propia suerte que los caballos que se conducen a la mano, si bien pegan botes y van de aquí para allá, siempre se mantienen sujetos por la brida y siguen constantemente el paso de quien los guía, y como el halcón toma vuelo, pero sujeto por su fiador. Exslia, tormenta, bella, morbos, naufragia meditare… ut nullo sis malo tardi. ¿Para qué nos sirve esa curiosidad de prever todos los accidentes de la humana naturaleza y el prepararnos con dolor tanto contra aquellos mismos que acaso no han de llegarnos? Parem passis tristitiam facit, pati posse? No solamente, el golpe, también el viento y el ruido nos hieren, o como a los más calenturientos, pues en verdad es fiebre el ir desde ahora a que os propinen una tunda de azotes, porque puede ocurrir que el destino os los haga sufrir un día; y vestir vuestro traje aforrado desde San Juan porque de él habréis menester en Navidad. Lanzaos en la experiencia de todos los males que pueden llegaros, principalmente en la de los más extremos; experimentaos en ellos, se nos dice, y aseguraos allí. Por el contrario, lo más fácil y natural será descargarnos hasta de pensamiento: no vendrán nunca bastante temprano; su verdadero ser no nos dura gran cosa; es preciso que nuestro espíritu los extienda y dilate, que de antemano los incorpore en sí mismo y con ellos se familiarice, cual si razonablemente no pesarán a nuestros sentidos. «De sobra pesarán cuando los alberguemos, dice uno de los maestros y no de una dulce secta, sino de la más dura: mientras tanto auxíliate, cree lo que gustes mejor; ¿de qué te sirve ir recogiendo y previniendo tu infortunio, y perder el presente por el temor de lo futuro, y ser incontinenti miserable porque lo debas ser con el tiempo?» Son sus palabras. La ciencia nos procura de buen grado un buen servicio instruyéndonos puntualmente en las dimensiones de los males,
Curis acuens mortalia corda:
sería una lástima el que una parte de su magnitud escapase a nuestro sentimiento y conocimiento.
Verdad es que a casi todos la preparación a la muerte no procurará mayor tormento que el sufrirla. Con verdad fue dicho en lo antiguo, y por un autor muy juicioso: Minus afficit sensos fatigatio, quam cogitatio. El sentimiento de la muerte presente, por sí mismo nos impulsa a veces con una propia resolución a no evitar lo que es de todo punto inevitable: algunos gladiadores se vieron en Roma, que después de haber cobardemente combatido, tragaron la muerte ofreciendo su garganta al acero del enemigo y convidándole. La vista de la muerte venidera ha menester de una firmeza lenta, y por consiguiente difícil de encontrar. Si no sabéis morir, nada os importe, la naturaleza os informará al instante suficiente y plenamente, y cumplirá con exactitud esta tarea por vosotros: no os atormentéis por vuestra ignorancia:
Incertam frustra, mortales, funeris horam quaeritis, et qua sit mors aditura via. Poena minor, certam subito perferre ruinam; quod timeas, gravius sustinuisse diu.
Con el cuidado de la muerte trastornamos la vida: ésta nos enoja, aquélla nos asusta, y no es la muerte contra lo que nos preparamos, ésta es cosa sobrado momentánea; un cuarto de hora de padecimiento, sin consecuencia y sin daño, no merece preceptos particulares: a decir verdad, preparámonos contra los preparativos a la muerte. La filosofía nos ordena tener aquélla constantemente ante nuestros ojos, preverla y considerarla antes de tiempo, y nos suministra además las reglas y precauciones para proveer a lo que esta previsión y este pensamiento nos hieren: así proceden los médicos, que nos lanzan en las enfermedades a fin de procurar empleo a sus drogas y a su arte. Si no supimos, vivir, es injusto enseñarnos a morir, deformando así la unidad de nuestra existencia: si supimos vivir con tranquilidad y constancia, sabremos morir lo mismo. Alabaranse cuanto quieran, tota philosophorum vita commentatio mortis est; mas yo entiendo que si bien es el extremo, no es, sin embargo, el fin de la vida; es su acabamiento, su extremidad, pero no es su objeto; ella debe ser para sí misma su mira, su designio: su recto estudio es ordenarse, gobernarse, sufrirse. En el número de los varios otros deberes que comprende el general y principal capítulo del saber está incluido este artículo del saber morir, y es de los más ligeros, si nuestro temor no le da peso.
Juzgadas por su utilidad y por su verdad ingenua, las lecciones de la sencillez apenas ceden a las que la doctrina vivir, nos pregona; por el contrario. Los hombres difieren en sentimientos y en fuerzas, precísales por tanto ser conducidos al bien, según ellos, por caminos diversos.
Quo me cumque rapit tempestas, deferor hospes.
Nunca vi a los campesinos de mi vecindad entrar en meditación sobre el continente y la firmeza con que soportarían esta hora postrera: naturaleza los enseña a no pensar en la muerte sino es cuando dejan de existir, y entonces adoptan mejor postura que Aristóteles, para el cual es doble suplicio el acabar, primero por esto mismo, y luego por la premeditación; por eso César pensaba que la menos prevista muerte era la más dichosa y la más ligera: Plus dolet, quam necesse est, qui ante dolet, quam necesse est. El agrior de este pensamiento nace de nuestra curiosidad: así nos embarazamos siempre, queriendo adelantar y regentar las cosas naturales. Sólo a los doctores incumbe el comer de mala gana hallándose sanos, y el hacer pucheritos ante la imagen de la muerte: el común de las gentes no tiene necesidad de remedio ni de consuelo sino cuando llegan el choque y el golpe, y lo consideran únicamente cuando lo sufren. ¿No es esto palmaria prueba de lo que decimos, o sea que la estupidez y falta de aprensión del vulgo procúranle la paciencia para los males presentes y la despreocupación intensa de los siniestros accidentes venideros? ¿Qué su alma por ser más crasa y obtusa es menos penetrable y agitable? ¡Dios nos valga! Si así es en efecto pongamos desde ahora escuela de torpeza: es el extremo fruto que las ciencias nos prometen, al cual aquélla tan dulcemente conduce a sus discípulos. No nos faltan regentes eximios, intérpretes de la natural sencillez; Sócrates será uno de ellos, pues a lo que se me acuerda habla sobre poco más o menos en este sentido a los jueces que deliberan de su vida: «Temo, señores, si os ruego que no me hagáis morir, caer en la delación de mis acusadores, la cual se fundará en que yo alardeo de más entendido que los otros, como poseedor de alguna noción más oculta de las cosas que están por cima y por bajo de nosotros. Yo sé que no he frecuentado ni reconocido la muerte, ni a nadie vi tampoco que experimentara sus cualidades para instruirme. Los que la temen presuponen conocerla: en cuanto a mí, no sé ni lo que es, ni cuál sea su obra en el otro mundo. Quizás sea la muerte cosa indiferente, quizás deseable. Hay motivo para creer, sin embargo, en el caso de que sea una transmigración de un lugar a otro, que se encuentra mejora yendo a vivir con tan grandes personajes muertos, y hallándose libre de tener que ver con jueces injustos y corrompidos: si es un aniquilamiento de nuestro ser, todavía es mejor el entrar en una noche dilatada y apacible; nada sentimos tan dulce en la vida como un reposo y un sueño tranquilos y profundos, sin soñaciones. Las cosas que yo reconozco malas, como el ofender al prójimo y el desobedecer a un superior, sea Dios, sea hombre, las evito cuidadosamente: aquellas que, desconozco, si son buenas o malas, no me sería dable temerlas. Si yo muero y os dejo en vida, sólo los dioses verán quién de entre vosotros y yo andará mejor. De modo que, por lo que a mí toca, ordenaréis lo que os plazca. Mas conforme a mi manera de aconsejar las cosas justas y útiles, hago bien al insinuar que en provecho de vuestra conciencia procederéis mejor concediéndome la libertad, si no veis con mayor claridad que yo en mi causa; y juzgando en vista de mis acciones pasadas, privadas y públicas, conforme a mis intenciones y según el fruto que alcanzan todos los días de mi conversación tantos ciudadanos jóvenes y viejos, y, el beneficio que a todos os hago, no podéis, obrando en justicia, desentenderos de mis merecimientos, sino ordenando que sea sostenido en razón de mi pobreza en el Pritaneo, a expensas del erario publico, lo cual he visto con motivos menores que habéis concedido a otros. No achaquéis a testarudez o menosprecio el que, según costumbre, yo no vaya suplicándoos y moviéndoos a conmiseración. No habiendo sido engendrado, como dice Homero, de madera ni de piedra, como tampoco lo fueron los demás, tengo amigos y parientes capaces de presentarse llorosos y de duelo llenos, y tres hijos desolados con que despertar vuestra piedad; pero avergonzaría a nuestra ciudad, a mis años, y a la reputación de prudente que alcanzara echando mano de tan cobardes arbitrios. ¿Qué se diría de los demás atenienses? Yo aconsejé siempre a los que hablar me oyeron que no rescataran su vida con ninguna acción deshonrosa; y en las guerras de mi país, en Anipolis, Potidea, Delia y en otros lugares donde me hallé, acredité con los hechos cuán lejos estuve de amparar mi seguridad con mi vergüenza. Mayormente me alejaría de torcer vuestro deber ni de convidaros a la comisión de feas acciones, pues no corresponde a mis súplicas el persuadiros, sino a las razones puras y sólidas de la justicia. Así habéis jurado manteneros ante los dioses: diríase que yo sospechaba de vosotros que no los hubiera y que por ello os recriminara; yo mismo testimoniaría contra mí no creer en ellos, como debo, desconfiando de su conducta y no poniendo puramente en sus manos mi proceso. En absoluto confío, y tengo por seguro que obrarán en esto conforme sea más conveniente a vosotros y a mí. Las gentes de bien, ni vivas ni muertas tienen nada que temer de la divinidad.»
¿No es ésta una defensa infantil, de una elevación inimaginable, verdadera, franca y justa por cima de todo encomio, y empleada en un duro trance? En verdad fue razón que la prefiriese a la que aquel gran orador Lisias había escrito para él, excelentemente modelada al estilo judicial, pero indigna de un criminal tan noble. ¿Cómo era posible que de la boca de Sócrates hubieran surgido palabras suplicantes? ¿Aquella virtud soberbia había de rebajarse en más recio de su expansión? Su naturaleza rica y poderosa ¿hubiera podido encomendar al arte su defensa, y en la más suprema experiencia renunciado a la verdad y a la ingenuidad, ornamentos de su hablar, para engalanarse con el artificio de las figuras simuladas de una oración aprendida? Obró prudentísimamente y según él al no corromper un tenor de vida incorruptible y una tan santa imagen de la humana forma para dilatar un año más su decrepitud traicionando la inmortal memoria de un fin glorioso. Debía su vida no a sí mismo, sino al ejemplo del mundo: ¿no sería lastimoso que hubiera acabado de manera ociosa y obscura? Por cierto, una tan descuidada y blanda consideración de su fin merecía que la posteridad la retuviera como tanto más meritoria para él; y así lo hizo, nada hay en la justicia tan justo como lo que el acaso ordenó para su recomendación, pues los atenienses abominaron de tal suerte a los que fueron causa de la muerte del filósofo, que se huía de ellos cual de gentes excomulgadas; teníase por infestado cuanto habían tocado; nadie se bañaba con ellos, ninguno los saludaba ni se les acercaba, hasta que al fin, no pudiendo más tiempo soportar este odio público, todos se ahorcaron voluntariamente.
Si alguien estima que entre tantos otros ejemplos como hubiera podido escoger en los dichos de Sócrates para el servicio de mis palabras, hice mal en elegir al citado, juzgando que este discurso se eleva por cima de las comunes opiniones, sepa que lo hice a sabiendas, pues yo juzgo de distinto modo, y tengo por cierto que es una oración en ingenuidad y en rango muy atrás y muy por bajo de las ideas ordinarias. Representa un arrojo limpio de todo artificio; la seguridad propia de la infancia; la impresión primitiva y pura; creíble es que naturalmente temamos el dolor; mas no la muerte a causa de ella misma: es una parte de nuestro ser no menos esencial que la vida. ¿A qué fin naturaleza había de engendrar en nosotros el odio y el horro del sucumbir, puesto que nuestra desaparición la es de utilidad grandísima, para alimentar la sucesión y vicisitud de sus obras, y puesto que en esta república universal sirve la muerte más de nacimiento y propagación que de pérdida y de ruina?
Sic rerum summa novatur Mille animas una necata dedit;
«el acabamiento de una vida es el tránsito de mil otras existencias». Naturaleza imprimió en los brutos el cuidado de ellos y de su conservación: llegan a temer su empeoramiento, el tropezar, el herirse, ser atados y sujetos, que nosotros los encabestramos e inoculamos, accidentes sujetos a sus instintos y sentidos; pero que los maternos no pueden temerlo, ni tampoco poseen la facultad de representarse la muerte; de tal modo que, al decir de algunos, se les ve no sólo sufrirla alegremente (casi todos los caballos relinchan al morir, los cisnes cantan), sino además buscarla cuando la apetecen, como acreditan muchos ejemplos entre los elefantes.
A más de lo dicho, la manera de argumentar que en este caso Sócrates emplea ¿no es igualmente admirarle en sencillez y en vehemencia? En verdad es mucho más fácil el hablar como Aristóteles y el vivir como César, que no el vivir y el hablar como Sócrates: aquí tiene su asiento el último grado de perfección y dificultad; el arte no puede alcanzarlo. Ahora bien, nuestras facultades están así enderezadas, nosotros no las experimentamos ni las conocemos; nos investimos con las ajenas y dejamos reposar las nuestras; lo propio que alguien podría decir de mí que amontoné aquí una profusión de extrañas flores, no proveyendo de mi caudal sino el hilo que las sujeta.
Y, en efecto, ya concedí a la pública opinión que estos adornos prestados me acompañan, mas entiendo que ni me cubren ni me tapan: muestran lo contrario de mi designio, que no quiere enseñar sino lo propio, lo que por naturaleza me pertenece; de seguir mi primera voluntad, en toda ocasión habría hablado solo, pura y llanamente. Todos los días me cargo con nuevas flores, apartándome de mi idea primera, siguiendo los hábitos del siglo, y entreteniendo mis ocios. Si esto a mí me sienta mal, como así lo creo, nada importa; a alguien puede serle útil. Tal alega Platón y Homero, que jamás los vio, ni por el forro, y yo he tomado bastantes versos y presas en lugar distinto de las fuentes. Sin fatiga ni capacidad, teniendo mil volúmenes en derredor mío, en este lugar donde escribo, cogería ahora mismo, si me viniera en ganas, una docena de tales zurcidos, gentes que apenas hojeo, con qué esmaltar el tratado de la fisonomía: no precisaba sino la epístola preliminar de un alemán para rellenarme de alegaciones. ¡Y con esto vamos mendigando una gloria golosa con que engañar al mundo estulto! Estas empanadas de lugares comunes con que tantas gentes economizan su estudio, apenas sirven para asuntos comunes, y sólo para mostrarnos, no para conducirnos: fruto ridículo de la ciencia, que Sócrates censura tan graciosamente en Eutidemo. Yo he visto fabricar de libros de cosas jamás estudiadas ni entendidas; el autor encomienda a varios de sus amigos eruditos el rebusco de esta o la otra materia para edificarlo, y se contenta por su parte con haber concedido el designio y ligado con su industria el haz de provisiones desconocidas: a lo menos el papel y la tinta le pertenecen. Esto se llama, en conciencia, comprar o pedir prestado un volumen, no hacerlo; es enseñar a las gentes, no que se sabe hacer un libro, sino lo que acaso pudieran dudar: que no se sabe hacer. Un presidente se alababa, yo le oí, de haber amontonado doscientos y tantos lugares extraños en una de sus sentencias presidenciales: predicándolo borraba la gloria que se le tributaba: ¡pusilánime y absurda vanidad, a mi ver, tratándose de un tal asunto y de una tal persona! Yo hago todo lo contrario, y entre tantas cosas prestadas, es muy de mi gusto poder disfrazar alguna, deformándola, para convertirla a un servicio nuevo: exponiéndome a que decirse pueda que fue por inteligencia de su natural sentido, la imprimo alguno particular, modelado con mi nano, a fin de que sea menos puramente extraño. Aquéllos hacen ostentación de sus latrocinios, por eso les son perdonados más que a mí; nosotros, hijos de la naturaleza, estimamos que haya incomparable preferencia entre el honor de la invención y el de la alegación.
Si de científico hubiera yo querido echármelas, habría hablado más temprano; habría escrito en tiempo más vecino al de mis estudios, cuando disfrutaba viveza mayor de espíritu y memoria, confiando más en el vigor de esta edad que en el actual, de querer ejercer profesión literaria. ¿Y qué decir si este gentil favor que el acaso me procuró antaño, ofrecido por mediación de esta obra, hubiera acertado a salir a mi encuentro en aquel tiempo de mis verdes años, en lugar del actual, en que es igualmente deseable de poseer que presto a perder? Dos de mis conocimientos, grandes hombres en esta facultad, perdición a mi entender la mitad, por haberse opuesto a sacarse a luz a los cuarenta años para aguardar a los sesenta. La madurez tiene sus inconvenientes, como el verdor, y aun peores; la vejez es tan inhábil a esta suerte de trabajo como a cualquier otro: quienquiera que en su decrepitud se violenta, comete una locura si aguarda a expresar con ella humores que no denuncien la desdicha, el ensueño y la modorra; nuestro espíritu se constriñe y embota envejeciendo. Yo declaro pomposa y opulentamente la ignorancia, y la ciencia de manera flaca lastimosa; ésta, accesoria y accidentalmente; aquélla, de modo expreso y principal; y de nada trato concretamente si no es de la nada, ni de ninguna ciencia, si no es de la carencia de ella. Escogí el tiempo en que mi vida, que retrato, la tengo toda delante de mí; la que me queda es más bien muerte que vida: y de mi muerte, si como algunos habladora la encontrara, comunicaríala también a las gentes, desalojándola.
Sócrates fue un ejemplar perfecto en toda suerte de grandes cualidades. Me desconsuela que su figura y su semblante fueran tan ingratos como dicen y tan poco en armonía con la hermosura de su alma. Con un hombre tan enamoradamente loco de la belleza, la naturaleza no fue justa. Nada hay tan verosímil como la conformidad y relación entre el cuerpo y el espíritu. Ipsi animi, magni re.fert, quali in corpore locati sint; multa enim e corpore exsistunt, quae acuant mentem; multa, quae obtundant. Cicerón habla de una falsedad de miembros desnaturalizada y deformada, pero nosotros llamamos también fealdad a la que nos es desagradable al primer golpe de vista, a la que reside principalmente en el semblante y que nos repugna por bien ligeras causas; por el tinte, por una mancha, por un brusco continente, por alguna cosa, en fin, a veces inexplicable, siendo lo demás, sin embargo, cabal bien acomodado. La fealdad que revestía en Esteban de La Boëtie un alma hermosa era de esta naturaleza. Esta fealdad superficial, que es, no obstante, la más imperiosa, ocasiona menor perjuicio al estado del espíritu, su certeza no es grande en la opinión de los hombres. La otra, que con nombre más adecuado se llama deformidad, más sustancial, influye hasta en el interior: no solamente todo zapato de cuero bien lustroso, sino todo zapato bien conformado muestra la interior forma del pie que guarda: como Sócrates decía de su rostro, que denunciaba otro tanto de su alma, si por educación no hubiera ésta enmendado. Pero el hablar así creo que era pura burla, según su costumbre; jamás un alma tan excelente acertó a sí misma a modelarse.
No acertaría nunca a repetir de sobra, cuánto idolatro la belleza, calidad suprema y poderosa. Sócrates la llamaba «breve tiranía»; y Platón, «privilegio de naturaleza». Nada hay en la vida que en predicamento lo sobrepuje: en el comercio de los hombres ocupa el primer rango; muéstrase antes que todo, seduce y preocupa nuestro juicio con poderoso imperio e impresión maravillosa. Friné perdía su proceso, que estaba en manos de un abogado excelente, si abriendo su túnica no hubiera corrompido a sus jueces con el resplandor de su hermosura; y yo creo que Ciro, Alejandro y César, aquellos tres soberanos del mundo, no la echaron en olvido en sus grandes empresas, como tampoco el primer Escipión. Una misma palabra abraza en griego lo bello y lo bueno; y el Espíritu Santo llama a veces buenos a los que quiere nombrar hermosos. Yo colocaría de buen grado el rango de los bienes conforme el cantar, que Platón dice haber oído al pueblo, tomado de algún antiguo poeta: «la salud, la hermosura y la riqueza». Aristóteles escribe que a los buenos pertenece el derecho de mandar, y que cuando hay alguno cuya belleza toca en los confines de lo celeste, la veneración le es en igual grado debida: a quien lo interrogaba por qué se frecuentaba más y más dilatadamente a los hermosos: «Esa pregunta, decía, no debe hacerla sino un ciego.» La mayor parte de los filósofos y los grandes pagaron su aprendizaje y adquirieron la sabiduría por mediación y favor de su belleza. No sólo en las gentes que me sirven, sino en los animales también, la considero a dos dedos de la bondad.
Paréceme, sin embargo, que ese sello y conformidad del semblante, y esos lineamientos por los cuales se argumentan algunas internas complexiones, como también nuestra fortuna venidera, es cosa que no se aviene muy directa y naturalmente con el capítulo de la belleza o la fealdad, como tampoco todo buen olor y tranquilidad de aspecto prometen la salud, ni toda pesantez y pestilencia, la infección en tiempo de epidemias. Los que acusan a las damas de contradecir con sus costumbres su belleza, no siempre están en lo cierto, pues en una faz cuyo conjunto no inspira cabal confianza, puede haber algún rasgo de probidad y crédito; y al contrario, a veces leí yo entre dos hermosos ojos las amenazas de una naturaleza maligna y peligrosa. Hay fisonomías que inspiran confianza; así, en medio de una multitud de enemigos victoriosos, elegiréis al punto entre hombres desconocidos uno más bien que otro a quien entregaros y fiar vuestra vida, y no precisamente por la consideración de su belleza.
La cara es débil prueba de bondad, pero merece, sin embargo, alguna consideración: y si yo tuviera que azotarlos, sería más cruel con los malos, los cuales desmienten y traicionan las promesas que naturaleza plantara en su frente; castigaría más rudamente la malicia encubierta con apariencias de bondad. Diríase que hay algunos semblantes dichosos y otros desdichados; yo entiendo que puede haber algún arte para distinguir las fisonomías bondadosas de las simples, las severas de las duras, las maliciosas de las malhumoradas, las desdeñosas de las melancólicas, y semejantes cualidades vecinas. Bellezas hay no sólo altivas, sino ingratas; otras, dulces, y otras insípidas, de puro azucaradas: en cuanto a lo de averiguar lo venidero por el semblante cosa es que dejo indecisa.
Yo adopté, como dijo en otra parte, en toda su simplicidad y crueldad, por lo que a mi individuo se refiere, el principio antiguo que dice: «Jamás podremos engañarnos de seguir la senda deo naturaleza»; y que el soberano precepto es: «Conforme con ella.» No corregí, cómo Sócrates, con la fuerza de mi razón mis complexiones naturales, y en manera alguna por arte alteré mi inclinación: yo me dejo llevar tal y conforme vine; nada combato; las partes que me componen viven por sí mismas en sosiego y buena armonía; pero la leche de mi nodriza fue, a Dios gracias, medianamente sana y atemperada. ¿Osaré decirlo de paso? que veo tener en mayor estimación de lo que realmente vale (y casi sólo entre nosotros se ve esta usanza) cierta imagen escolástica de hombría de bien, sierva de los preceptos, agarrotada entre la esperanza y el temor. Yo la amo, no como las religiones la hacen, sino como la completan y autorizan que se sienta con fuerzas para sostenerse sin ayuda; en nosotros engendrada por la semilla de la razón universal, sellada en todo hombre no desnaturalizado. Esa razón que liberta a Sócrates de su vicioso resabio, conviértele en obediente a los hombres y a los dioses que gobernaban su ciudad, vigorizándole en la muerte, no porque su alma es inmortal, sino porque él es inmortal. ¡Instrucción ruinosa para todo régimen político, y mucho más perjudicial que ingeniosa y sutil la que persuade a los pueblos que las creencias religiosas bastan por sí solas, sin el apoyo de las costumbres, para contentar a la divina justicia! La costumbre nos hace ver una distinción enorme entre la devoción y la conciencia.
Yo muestro un aspecto favorable, lo mismo en apariencia que en interpretación,
Quid dixi, habere me? Imo habui, Chreme: Heu! tantum attriti corporis ossa vides;
lo cual produce un efecto contrario al que Sócrates experimentaba. Con frecuencia me aconteció que por la sola recomendación de mi presencia y de mi aspecto, personas que de mí no tenían noticia alguna, confiaron luego grandemente, sea en sus propios negocios, o bien en algo que con los míos se relacionaría; y en los países extranjeros alcancé de esta circunstancia ventajosa servicios raros y singulares. Pero estas dos experiencias valen la pena, a mi ver, que las relate particularmente. Un quídam deliberó en una ocasión sorprender mi casa y a la vez sorprenderme; el arte que para ello empleó, consistió en llegar solo a mi puerta con alguna premura de franquearla. Yo lo conocía de nombre, y había tenido ocasión de fiarme de él como de mi vecino, y en algún modo como de mi aliado, e hice que la abrieran, como a todo el mundo. Hele aquí todo asustado, con su caballo desalentado y fatigadísimo, que me dispara esta fábula: que acababa de tropezar a una media legua de la casa con un enemigo, a quien yo también conocía, habiendo oído también hablar de la querella que los separaba, el cual lo había hecho huir a uña de caballo; y que como fuera sorprendido más débil en número, se ha lanzado a mi puerta para salvarse; añadió que la situación de sus gentes le ocasionaba gran duelo, y que si no estaban muertos habrían caído prisioneros. Intenté ingenuamente reconfortarle, asegurarle y calmarle; mas pasado un momento, he aquí que comparecen cuatro o cinco de sus soldados con igual continente y tanto susto, que pretendían entrar, y luego otros, y todavía otros, bien equipados y armados, hasta veinticinco o treinta, fingiendo tener al enemigo en los talones. Semejante misterio empezaba ya a despertar mis sospechas: yo no ignoraba el siglo en que vivía, y cuanto mi casa podía ser codiciada; muchos ejemplos podía recordar, además, de otras personas de mi conocimiento a quienes desventura semejante había sucedido: de tal suerte, que echando de ver que no había solución posible, si yo no acababa, y no pudiendo deshacerme de ellos sin violencia, me dejé llevar al partido más natural y sencillo, como hago siempre, ordenando que entraran. A la verdad yo soy, por naturaleza, poco desconfiado y menos inclinado a la sospecha; me inclino fácilmente hacia la excusa e interpretación más dulces; juzgo de los hombres según el común orden, y no creo en esas propensiones perversas y desnaturalizadas, si a ello no me veo forzado por un ejemplo, como tampoco creo en los monstruos y prodigios: soy hombre, además, que me encomiendo de buen grado a la fortuna y a cuerpo perdido me lanzo en sus brazos, con lo cual, hasta hoy, menos motivos he tenido de llorar que de regocijarme, encontrándola, como la encontré, más avisada de mis asuntos de lo que yo mismo pudiera ser. Algunas acciones hay en mi vida cuya conducta, hablando en justicia, fue difícil, o por lo menos prudente: hasta de estas mismas suponed que la tercera parte sean hijas de mi buen tino; pues bien, las otras dos terceras ricamente las desempeñó el acaso. Incurrimos en falta, así lo entiendo yo al menos, por no confiar al cielo nuestras cosas, y pretendemos de nuestra conducta más de lo que debiéramos; por eso naufragan tan fácilmente nuestros designios: se muestra el cielo envidioso de los derechos que atribuimos a la humana prudencia en perjuicio de los suyos, acortándolos a medida que tratamos de amplificarlos. -Los individuos de que hablaba se mantuvieron a caballo en el patio, mientras el jefe permanecía conmigo en la sala, y no había querido que llevaran al establo su caballo, so pretexto de retirarse al punto que recibiera nuevas de sus hombres. Viose, pues, completamente dueño de su empresa, y nada le faltaba sino ejecutarla. Pasado el caso, repitió frecuentemente (pues nada temía denunciarse) que mi semblante y mi franqueza le arrancaron la traición de los puños. Volvió a marchar a caballo; sus gentes no le quitaban los ojos de encima para ver lo que las ordenaba, muy admiradas de verle salir abandonando sus posiciones.
Otra vez, confiando en no sé qué tregua que acababa de ser publicada por nuestros ejércitos, me puse en camino por tierras singularmente peligrosas. Apenas hube comenzado a caminar, cuando me veo que tres o cuatro cabalgatas que de lugares diversos salían en mi seguimiento: una de ellas me dio alcance a la tercera jornada, y fui acometido por quince o veinte gentileshombres enmascarados, seguidos de una banda de mercenarios. Heme pues prendido y vendido, retirado en lo más espeso de una selva vecina, desmontado, desvalijado, mis cofres registrados, mi caja robada, los caballos y el equipaje, todo en manos de nuevos dueños. Largo tiempo permanecimos cuestionando en ese matorral sobre las condiciones de mi rescate, el cual tasaban tan alto que bien parecía que yo les era completamente desconocido. Luego se pusieron a disponer de mi vida, y en verdad que había muchas circunstancias amenazadoras de peligro en la situación en que me hallaba.
Tunc animis opus, Aenea, tunc pectore filmo.
Yo me mantuve siempre alegando el derecho de la tregua, diciéndolos que les abandonaría solamente la ganancia que con mis despojos lograran, la cual no era de desdeñar, sin promesa de otro rescate. Al cabo de dos o tres horas que allí permanecimos, y luego de haberme hecho montar en un caballo que no había de tomar el trote, encomendando mi conducción particular a veinte arcabuceros, y distribuido mis gentes entre otros soldados, ordenaron que nos llevaran presos por caminos diferentes; yo me encontraba a dos o tres arcabuzazos de allí,
Jam prece Pollucis, jam Castoris implorata:
cuando he aquí que una repentina e inopinada mutación los asalta. Vi venir hacia mí al jefe profiriendo dulces palabras, tomándose la pena de buscar en mi compañía, mis vestidos y objetos extraviados, haciendo que se me devolvieran, según iban hallándose, hasta mi propia caja. El mejor presente que me hiciera fue, en fin, el de mi libertad: todo lo demás poco me importaba en aquellos días. La verdadera causa de un cambio tan nuevo, y de una mutación sin ninguna causa aparente, y de un arrepentir tan milagroso en un tal tiempo, en una empresa de antemano pensada y deliberada y que hasta llegó a ser justa por los usos mismos de la guerra (pues desde luego confesé abiertamente el partido a que pertenecía, y la dirección que llevaba), por mucho que me devané la cabeza no acerté a adivinarla. El más visible que se desenmascaró y que me declaró su nombre, insistió varias veces en que yo debía mi libertad a mi semblante, a la franqueza y firmeza de mis palabras, las cuales me hacían indigno de semejante desventura, y me pidió igual proceder si semejante ocasión en que yo interviniera se le presentaba. Posible es que la bondad divina se quisiera servir de este vano instrumento en pro de mi conservación: defendiome aún al día siguiente contra otras peores emboscadas, de las cuales estos mismos individuos me advirtieron. El último de ellos vive todavía y puede referir la historia; el primero fue muerto no ha mucho.
Si mi rostro por mí no respondiera; si no se leyera en mis ojos y en mi voz la de mis intenciones, no hubiera vivido tan largo tiempo sin querella y sin ofensa, con esta indiscreta libertad de decirlo todo a tuertas y a derechas, cuanto a mi fantasía asalta, y el juzgar temerariamente de las cosas. Esta manera de expresarse puede parecer, y con razón, incivil y mal avenida con nuestros usos; pero ultrajosa y maliciosa nadie he visto que la juzgue, ni a quien haya molestado mi libertad si de mis labios la oyó: las palabras que se profieren tienen como otro son y otro sentido. Así que, a nadie odio, y soy tan flojo en el ofender, que ni aun por el servicio de la razón misma soy capaz de tomar este partido; y cuando la ocasión a ello me invitó en las condenas criminales, más bien falté al deber de la justicia: ut magis peccari nollim, quam satis animi ad vidicanda peccata habeam. Cuéntase que censuraban a Aristóteles por haber sido sobrado misericordioso para con un hombre perverso: «Es verdad, repuso, fui misericordioso para el hombre, pero no hacia la maldad.» Los juicios ordinarios se exasperan en el castigo en pro del horror del crimen: esto mismo enfría el mío; el espanto del primer asesinato me hace temer el segundo, y lo horrible de la crueldad primera es causa de que deteste toda imitación. A mí que no soy más que un simple escudero puede aplicarse lo que se decía de Carilo, rey de Esparta: «No podrá ser bueno, porque no es malo para con los malos»; o bien de este otro modo, pues Plutarco lo muestra en estos dos términos, como mil otras cosas diversa y contrariamente: «Menester es que sea bueno, puesto que lo es hasta con los malos mismos.» De la propia suerte que en las acciones legítimas me contraría emplearme cuando se trata de aquellos a quienes las advertencias molestan, así también, a decir la verdad, en las ilegítimas tampoco me empleo muy gustoso, aun cuando se trate de gentes que en ello consienten.
Capítulo XIII
De la experiencia
Ningún deseo más natural que el deseo de conocer. Todos los medios que a él pueden conducirnos los ensayamos, y, cuando la razón nos falta, echamos mano de la experiencia,
Por varios usus artem experientia fecit, exemplo monstrante viam,
que es un medio mucho más débil y más vil; pero la verdad es cosa tan grande que no debemos desdeñar ninguna senda que a ella nos conduzca. Tantas formas adopta la razón que no sabemos a cual atenernos: no muestra menos la experiencia; la consecuencia que pretendemos sacar con la comparación de los acontecimientos es insegura, puesto que son siempre de semejantes. Ninguna cualidad hay tan universal en esta imagen de las cosas como la diversidad y variedad. Y los griegos, los latinos y también nosotros, para emplear el más expreso ejemplo de semejanza nos servimos del de los huevos: sin embargo, hombres hubo, señaladamente uno en Delfos, que reconocía marcas diferenciales entre ellos, de tal suerte que jamás tomaba uno por otro; y, como tuviera unas cuantas gallinas sabía discurrir de cuál era el huevo de que se tratara. La disimilitud se ingiere por sí misma en nuestras obras; ningún arte puede llegar a la semejanza; ni Perrozet ni ningún otro pueden tan cuidadosamente pulimentar y blanquear el anverso de sus cartas que algunos jugadores no las distingan tan sólo al verlas escurrirse en las manos ajenas. La semejanza es siempre menos perfecta que la diferencia. Diríase que la naturaleza se impuso al crear el no repetir sus obras, haciéndolas siempre distintas.
Apenas me place, sin embargo, la opinión de aquel que pensaba por medio de la multiplicidad de las leyes sujetar la autoridad de los jueces cortándoles en trozos la tarea; no echan de ver los que tal suponen que hay tanta libertad y amplitud en la interpretación de aquéllas como en su hechura; y están muy lejos de la seriedad los que creen calmar y detener nuestros debates llevándonos a la expresa palabra de la Biblia; tanto más cuanto que nuestro espíritu no encuentra el campo menos espacioso al fiscalizar el sentido ajeno que al representar el suyo propio; y cual si no hubiera menos animosidad y rudeza al glosar que al inventar. Quien aquello sentaba vemos nosotros claramente cuánto se equivocaba, pues en Francia tenemos más leyes que en todo el resto del universo mundo, y más de las que serían necesarias para gobernar todos los mundos que ideó Epicuro; ut olim flagitiis, sic nunc legibus laboramus. Y sin embargo, dejamos tanto que opinar y decidir al albedrío de nuestros jueces, que jamás se vio libertad tan poderosa ni tan licenciosa. ¿Qué salieron ganando nuestros legisladores con elegir cien mil cosas particulares y acomodar a ellas otras tantas leyes? Este número no guarda proporción ninguna con la infinita diversidad de las acciones humanas, y la multiplicación de nuestras invenciones no alcanzará nunca la variación de los ejemplos; añádase a éstos cien mil más distintos, y sin embargo no sucederá que en los acontecimientos venideros se encuentre ninguno (con todo ese gran número de millares de sucesos escogidos y registrados) con el cual se puede juntar y aparejar tan exactamente que no quede alguna circunstancia y diversidad, la cual requiera distinta interpretación de juicio. Escasa es la relación que guardan nuestras acciones, las cuales se mantienen en mutación perpetua con las leyes, fijas y móviles: las más deseables son las más raras, sencillas y generales: y aún me atrevería a decir que sería preferible no tener ninguna que poseerlas en número tan abundante como las tenemos.
Naturaleza, las procura siempre más dichosas que las que nosotros elaboramos, como acreditan la pintura de dad dorada de los poetas y el estado en que vemos vivir a los pueblos que no disponen si no es de las naturales. Gentes son éstas que en punto a juicio emplean en sus causas al primer pasajero que viaja a lo largo de sus montañas, y que eligen, el día del mercado, uno de entre ellos que en el acto decide todas sus querellas. ¿Qué daño habría en que los más prudentes resolvieran así las nuestras conforme a las ocurrencias y a la simple vista, sin necesidad de ejemplos ni consecuencias? Cada pie quiere su zapato. El rey Fernando, al enviar colonos a las Indias, ordenó sagazmente que entre ellos no se encontrara ningún escolar de jurisprudencia, temiendo que los procesos infestaran el nuevo mundo, como cosa por su naturaleza generadora de altercados y divisiones, y juzgando con Platón «que es para un país provisión detestable la de jurisconsultos y médicos».
¿Por qué nuestro común lenguaje, tan fácil para cualquiera otro uso, se convierte en obscuro o ininteligible en contratos y testamentos? ¿Por qué quien tan claramente se expresa, sea cual fuere lo que diga o escriba, no encuentra en términos jurídicos ninguna manera de exteriorizarse que no esté sujeta a duda y a contradicción? Es la causa que los maestros de este arte, aplicándose con particular atención a escoger palabras solemnes y a formar cláusulas artísticamente hilvanadas, pesaron tanto cada sílaba, desmenuzaron tan hondamente todas las junturas, que se enredaron y embrollaron en la infinidad de figuras y particiones, hasta el extremo de no poder dar con ninguna prescripción ni reglamento que sean de fácil inteligencia: confusum est, quidquid usque in pulverem sectum est. Quien vio a los muchachos intentando dividir en cierto número de porciones una masa de mercurio, habrá advertido que cuanto más la oprimen y amasan, ingeniándose en sujetarla a su voluntad, más irritan la libertad de ese generoso metal, que va huyendo ante sus dedos, menudeándose y desparramándose más allá de todo cálculo posible: lo propio ocurre con las cosas, pues subdividiendo sus sutilezas, enséñase a los hombres a que las dudas crezcan; se nos coloca en vías de extender y diversificar las dificultades, se las alarga y dispersa. Sembrando las cuestiones y recortándolas, hácense fructificar y cundir en el mundo la incertidumbre y las querellas, como la tierra se fertiliza cuanto más se desmenuza y profundamente se remueve. Difficultatem facit doctrina. Dudamos, con el testimonio de Ulpiano, y todavía más con Bartolo y Baldo. Era preciso borrar la huella de esta diversidad innumerable de opiniones y no adornarse con ellas para quebrar la cabeza a la posteridad. No sé yo qué decir de todo esto, mas por experiencia se toca que tantas interpretaciones disipan la verdad y la despedazan. Aristóteles escribió para ser comprendido: si no pudo serlo, menos hará que penetren su doctrina otro hombre menos hábil, y un tercero menos que quien sus propias fantasías trata. Nosotros manipulamos la materia y la esparcimos desleyéndola; de un solo asunto hacemos mil, y recaemos, multiplicando y subdividiendo, en la infinidad de los átomos de Epicuro. Nunca hubo dos hombres que juzgaran de igual modo de la misma cosa; y es imposible ver dos opiniones exactamente iguales, no solamente en distintos hombres, sino en uno mismo a distintas horas. Ordinariamente encuentro qué dudar allí donde el comentario nada señaló; con facilidad mayor me caigo en terreno llano, como ciertos caballos que conozco, los cuales tropiezan más comúnmente en camino unido.
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