Creo yo que este templo suyo levantó muchas veces el cuerpo de sus caídas: se ve abatido tan sobradas veces, que si el alma no está regocijada, mantiénese, a lo menos, tranquila y en reposo. Durante cuatro o cinco meses padecí cuartanas; mi semblante se desencajó, mas el espíritu anduvo siempre no sólo sosegado, sino también alegre. Si el dolor reside fuera de mí, la flojedad y languidez apenas me contristan: muchas debilidades corporales veo, cuyo solo nombre pone espanto, las cuales temería yo menos que mil ordinarias pasiones y agitaciones de espíritu. Determinome a no correr (hago de sobra arrastrándome), y no me quejo de la decadencia natural que me tiene asido;
Quis tumidum guttur miratur in Alpibus?
como tampoco me lamento de que mi duración no sea tan dilatada y resistente cual la del roble.
No tengo por que quejarme de mi fantasía: durante el transcurso de mi vida, pocos pensamientos me asaltaron que perturbaran ni siquiera el curso de mi sueño, si no es algunos de deseo, que me despertaron sin afligirme. Sueño rara vez, y, cuando tal me acontece es con cosas quiméricas y fantásticas, emanadas comúnmente de pensamientos gratos, más bien ridículos que tristes. Tengo por verdadero que los sueños son intérpretes leales de nuestras inclinaciones, pero por cosa de artificio el interpretarlos y el descifrarlos:
Res que in vita usurpant homines, cogitant, curant, vident, quaeque agunt vigilantes, agitantque, ea si cui in somno accidunt, minus mirandum est.
Platón va más allá, diciendo que es deber de la prudencia el deducir de ellos adivinadoras instrucciones para lo venidero: nada de esto se me alcanza, si no es las maravillosas experiencias que Sócrates, Jenofonte y Aristóteles, personajes todos de autoridad irreprochable, nos refieren en este particular. Cuentan las historias que los atlantes no sueñan nunca, y que tampoco corren nada que haya la muerte recibido, lo cual apunto aquí por ser acaso la razón de que dejen de soñar, pues sabemos que Pitágoras designaba alimentos determinados para tener sueños ex profeso. Los míos son blandos, y no me procuran ninguna agitación corporal, ni me hacen hablar en alta voz. Algunos vi quienes maravillosamente agitaban: Teón, el filósofo, se paseaba soñando, y al criado de Pericles le hacían encaramar los sueños por los tejados y lo más prominente de la casa.
En la mesa apenas elijo, cayendo sobre la primera cosa más vecina, y paso difícilmente de un gusto a otro. La abundancia de platos y servicios me disgusta tanto como cualquiera otra demasía: sencillamente me conformo con pocos; aborrezco la opinión de Favorino, según el cual precisa en los festines que os quiten los que os apetecen, sustituyéndolos constantemente con otros nuevos, considerando mezquina la cena en que no se hartó a los asistentes con rabadillas de diversas aves, y que tan sólo la papafigo merece comerse entero. Como ordinariamente las carnes saladas; pero el pan me gusta más sin sal; mi panadero, en mi casa, no lo elabora distinto para mi mesa, contra los usos del país. En mi infancia tuvo principalmente que corregirse el disgusto con que veía las rosas que comúnmente mejor apetece esa edad, como pasteles, confituras y cosas azucaradas. Mi preceptor combatía este odio de manjares delicados como un exceso melindroso, de suerte que aquel disgusto no es sino dificultad de paladar, sea cual fuere lo que no acepte. Quien aparta de las criaturas cierta particular y obstinada propensión al pan moreno, al tocino o al ajo, las priva de una golosina. Hay quien alardea de paciente y delicado, hasta el punto de echar de menos el buey y el jamón entre las perdices: éstos hacen un papel lucido, incurriendo en la delicadeza de las delicadezas; muestran el gusto de una blanda fortuna, que se cansa de las cosas ordinarias y acostumbradas; per quae luxuria divitiarum taedio ludit. No considerar de una comida es buena porque otro como tal la considere; desplegar un cuidado extremo en el régimen, constituyen la esencia de ese vicio:
Si modica caenare times olu omne patella.
Con la diferencia de que vale más sujetar el propio deseo a las cosas fáciles de procurar; pero es siempre vicio el obligarse; antaño llamaba yo delicado a un pariente mío que en los viajes por mar había olvidado el servirse de nuestras camas y el quitarse el vestido para dormir.
Si yo tuviera hijos varones, de buen grado les deseara mi condición. El buen padre que Dios me dio, de quien en mí no se alberga sino el gallardo reconocimiento de su bondad, me envió desde la cuna, para que me criara, a un pobre lugar de los suyos, y allí me dejó mientras estuvo en nodriza y aun después, acostumbrándome a la manera de vivir más baja y común: magna pars libertatis est bene moratus venter. No os encarguéis nunca, y encargad todavía menos a vuestras mujeres el criar a vuestros hijos, dejad que el acaso los forme; bajo leyes populares naturales, dejad que la costumbre los enderece a la frugalidad y austeridad: que más bien tengan que descender de la rudeza que no subir hacia ella. Sus miras iban además a otro fin encaminada; quería unirme con el pueblo y con la condición humanas que necesita de nuestro apoyo, y consideraba que más bien debía mirar hacia quien me tiende los brazos que no a quien me vuelve la espalda; también por eso en la pila bautismal me puso en manos de personas de la más abyecta fortuna para que a ellas me sujetara y obligara.
Su designio produjo excelente fruto: entrégome de buen grado a los humildes, ya porque en ello hay mérito mayor, ya por compasión natural, que todo lo puede en mí. El partido que en nuestras guerras condenaré, lo condenaré más rudamente floreciente y próspero: con él me conciliaré en algún modo cuando lo vea por tierra y desquiciado. ¡Con cuánto regocijo considero yo el hermoso rasgo de Quelonis, hija y esposa de reyes de Esparta! Mientras en los desórdenes de su ciudad Cleombroto, su marido, iba ganando a Leónidas, su padre, cumplió como buena hija, acompañando al autor de sus días en su destierro y en su miseria, y oponiéndose al victorioso. Cuando la fortuna cambió de parecer, ella no quiso seguirla, colocándose valerosamente al lado de su marido, a quien siguió donde quiera que sus desdichas lo llevaron, sin otro móvil en su conducta, a mi entender, que el de lanzarse al partido donde su presencia era necesaria, y donde mejor mostrara su piedad. Más naturalmente me dejo llevar por el ejemplo de Flaminio, quien se prestaba a los que de él habían menester mejor que a quienes podían prestarle ayuda, que no por el de Pirro, propio sólo a humillarse ante los grandes y a enorgullecerse ante los humildes.
Las mesas prolongadas me cansan y perjudican, pues ya sea por haberme acostumbrado desde niño, ya por otra causa cualquiera, no ceso de comer mientras sentado permanezco. Por eso en mi casa, aun cuando las comidas sean breves, me instalo después de los demás, a la manera de Augusto, bien que no lo imite en lo de retirarse antes que los otros; por el contrario, me gusta prolongar la sobremesa y el oír contar, siempre y cuando que no sea yo el que relate, pues me molesta y trastorna el hablar con el estómago lleno, tanto como me agrada, gritar y cuestionar antes de la comida, como ejercicio muy saludable y grato.
Los antiguos griegos y romanos procedían mejor que nosotros al fijar para las comidas (que constituyen una de las acciones principales de nuestra existencia) varias horas y la mejor parte de la noche, si algún quehacer extraordinario no los llamaba a otras ocupaciones. Comían y bebían menos atropelladamente que nosotros, que ejecutamos a la carrera todas nuestras necesidades, y dilataban este gusto natural más placentera y habitualmente entreverándolo con diversas conversaciones útiles y agradables.
Los que cuidan de mi persona podrían fácilmente apartar de mis ojos lo que consideran como perjudicial, pues en tales cosas jamás deseo nada, ni echo de menos lo que no veo: mas por lo que toca a aquellas que tengo a mi alcance, pierden su tiempo pregonándome la abstinencia, de tal suerte que cuando quiero ayunar me precisa comer aparte, que me presenten exactamente lo necesario para una colación en regla; puesto en la mesa olvido mi resolución. Cuando ordeno que algún plato de carne se condimente de distinto modo, mis gentes saben que con ello quiero significar la languidez de mi apetito y que ni siquiera lo probaré.
En todas las carnes que lo soportan prefiérolas ligeramente cocidas y me gustan tiernas hasta la desaparición del olor en algunas; sólo la dureza generalmente me contraría (todos los demás defectos los soporto y paso por alto como el más pintado), de tal modo que, contra el parecer común, hasta los pescados me sucede encontrarlos sobrado frescos y resistentes, no a causa de mis dientes, que siempre se mantuvieron buenos hasta la excelencia, y que la edad sólo ahora comienza a amenazar; desde mi infancia aprendí a frotarlos con la toalla por la mañana y con la servilleta al retirarme de la mesa. Congracia Dios a aquel a quien sustrae la vida por lo menudo: es el único beneficio de la vejez; la última muerte será tanto menos plena y dolorosa, pues no matará sino medio o un cuarto de hombre. Aquí tengo un diente que se me acaba de caer sin dolor, sin esfuerzo de mi parte; era el término natural de su duración: este fragmento de mi ser y algunos más están ya muertos, y medio muertos otros, de los más activos, que ocuparon un rango esencial durante mi edad vigorosa. Así voy disolviéndome y escapando a mí mismo. ¿No sería torpeza de mi entendimiento lamentar el salto de esta caída, tan avanzada ya, cual si estuviera entera? No creo yo que así suceda. En verdad experimento un consuelo esencial ante la idea de la muerte, considerando que la mía será de las justas y naturales, y pensando que en lo sucesivo no puedo en este punto exigir ni esperar del destino sino un favor extraordinario. Los hombres creen que en lo antiguo tuvieron, como la estatura, la vida más dilatada, pero se engañan: Solón, que pertenece al tiempo remoto, calcula, sin embargo, la duración más extrema en unos setenta años. Yo que tanto adoré esa de las viejas edades y que como tan perfecta tuve la mediana medida ¿aspiraré, a una vejez desmesurada, y prodigiosa? Todo cuanto va contra el curso normal de la naturaleza, puede ser perjudicial, mas lo que de ella procede ha de ser siempre grato: omnia, quae secundum naturam fiunt, sunt habenda in bonis: así Platón declara violenta la muerte que las heridas o las enfermedades procuran, mas aquella a que la vejez nos lleva, es entre todas, la más ligera y en algún modo deliciosa. Vitam adolescentibus vis aufert, senibus maturitas. La muerte va en nuestra existencia con todo mezclada y confundida: el declinar de nuestras facultades anticipa el momento en que debe negar, y va digiriéndose en el curso de nuestro progreso mismo. Conservo mis retratos de los veinticinco años y de los treinta y cinco, y cuando con el actual los parangono, ¡cuántas veces reconozco no ser el mismo, y cuantas la imagen mía se muestra más alejada de aquéllos que de la muerte! Es sobrado abusar de la naturaleza, el machacarla y zarandearla tan dilatadamente que se vea precisada a abandonarnos, y encomendar nuestra conducta, nuestros ojos, nuestros dientes, nuestras piernas y todo lo demás a la merced de un socorro extraño y mendigado, resignándonos por completo en las manos del arte, ya cansada aquella de seguirnos.
No me muestro extremadamente deseoso de frutas ni de ensaladas, algo sí de los melones: mi padre odiaba toda clase de salsas, y a mí todas me gustan. El mucho comer me molesta; mas por su calidad, no tengo aún noticia cierta de que ninguna carne me siente mal, como tampoco advierto diferencia entre la luna llena y el menguante, o entre el otoño y la primavera. Hay en nosotros movimientos inconstantes y desconocidos, pues los rábanos picantes, por ejemplo, primeramente me gustaron, luego me disgustaron, y ahora, de pronto, vuelven a saberme bien. En algunas cosas advierto que mi estómago y mi apetito van así diversificándose: del vino blanco pasé al clarete y del clarete volví al blanco.
En punto a pescados, soy goloso; mis días de vigilia los convierto en días de carne y los de carne en vigilia, creo yo (y así hay quien dice) que el pescado es de digestión más fácil que la carne. Del propio modo que considero como caso de conciencia el comerla en día de pescado, así también me ocurre lo mismo en lo de mezclar el pescado con la carne; tal diversidad me parece algo remota.
Desde mi juventud prescindí a veces de alguna comida, bien para aguzar mi apetito al día siguiente (pues así como Epicuro ayunaba y comía escasamente a fin de acostumbrar la voluptuosidad a evitar la abundancia, yo persigo el contrario móvil, o sea enderezar el placer para su provecho, haciendo que encuentre regocijo en lo copioso), bien por mantener entero mi vigor para el desempeño de alguna acción corporal o espiritual, pues unas y otras se amodorran en mí cruelmente, con la hartura. Detesto sobre todo el acoplamiento torpe de una diosa, tan sana y alegre con este dios diminuto, indigesto y eructador, todo hinchado con los vapores del mosto. También ayuno para curar mi estómago enfermo, o por carecer de adecuada compañía, pues yo me digo, como Epicuro, que no hay que mirar tanto lo que se come aquel con quien se come; y alabo el proceder de Quilón, el cual no quiso prometer su compañía en el festín de Periandro, antes de que le informaran de los demás invitados. Para mí no hay más dulce apresto ni salsa más apetitosa que aquella que la sociedad procura. Tengo por más sano el comer en buena compañía y en cantidad menor y comer más a menudo, pero no experimentaría ningún placer con arrastrar medicinalmente al día tres o cuatro mezquinas comidas, así tasadas. ¿Quién me asegurará que el apetito de la mañana volveré a encontrarlo por la noche? Aprovechemos, los viejos principalmente, la primera ocasión oportuna que se nos brinda: dejemos a los hacedores de almanaques las esperanzas y pronósticos. La voluptuosidad es el fruto extremo de mi salud: lancémonos tras la primera, presente y conocida. Yo evito la constancia en estas leyes del ayuno; quien quiere que una sola fórmula le sirva de tasa, huya de continuarla: así nosotros nos aguerrimos y nuestras fuerzas se adormecen: seis meses después de seguir tal régimen, os veréis con el estómago tan bien acoquinado que vuestro fruto consistirá en haber perdido la libertad de proceder sin daño distintamente.
Igual abrigo cubre mis muslos y mis pantorrillas en invierno que en verano; con unas medias de seda tengo bastante. Para el socorro de mis catarros consentí en mantener la cabeza más caliente y el vientre para el de mis cólicos: mis males luego a ello se habituaron, menospreciando mis ordinarias precauciones; del casquete pasé al gorro y del gorro a encasquetarme un sombrero bien forrado. La borra de mi coleto no me sirve si no es para el garbo, y tengo que añadir una piel de liebre o el plumón de un buitre, y un solideo a mi cabeza. Seguid esta gradación y marcharéis a buen paso: de buena gana me apartaría de la conducta que observé si lo osara. ¿Caéis en algún nuevo accidente? pues ya los remedios para nada os sirven, os habéis acostumbrado a ellos, buscad otros nuevos. Así se arruinan los que se dejan acogotar por regímenes despóticos, sujetándose a ellos supersticiosamente: precísanles luego, después y siempre. Detenerse es imposible.
Para nuestras ocupaciones y placeres es mucho más ventajoso aplazar la cena, como los antiguos hacían, dejándola para la hora de recogerse, sin interrumpir el orden del día; así lo hice yo antaño. Mas por lo que a la salud toca, por experiencia reconocí después lo contrario: preferible es cenar; la digestión se hace mejor velando. Soy poco propenso a la sed, lo mismo sano que enfermo; en este estado fácilmente se me pone seca la boca, pero ninguna sed experimento, generalmente no me impulsa a beber sino el deseo que comiendo me asalta, y ya bien entrada la comida. Para un hombre que por esta cualidad no se distingue, bebo bastante bien: en verano, tratándose de comidas apetitosas, ni siquiera excedo los límites de Augusto, quien sólo bebía tres veces, con toda puntualidad; mas por aquello de no ir contra el precepto de Demócrito, el cual prohibía detenerse en el número cuatro, considerándolo de mal agüero, en caso necesario voy hasta el cinco: me basta, próximamente, con tres medios cuartillos; los vasos pequeños son mis favoritos, y me place variarlos, lo cual algunos evitan como cosa censurable. Templo mi vino casi siempre con la mitad de agua, a veces con un tercio, y cuando estoy en mi casa, conforme a una usanza remota que su médico ordenaba a mi padre, y a sí mismo, se mezcla el que me precisa en la despensa, dos o tres horas antes de servir la mesa. Cuentan que Cranao, rey de los atenienses, fue el inventor de esta costumbre de aflojar el vino con agua: sobre su utilidad o inconveniencia no falta quien cuestione. Juzgo más decoroso, y también más sano, que los niños no beban hasta los diez y seis o diez y ocho años cumplidos. La manera de vivir más corriente y común es la más hermosa: toda particularidad y capricho me parecen dignos de evitarse, y odiaría tanto a un alemán que bautizara el vino, como a un francés que lo bebiera puro. Las costumbres públicas dan la ley en tales cosas.
Temo el aire colado y huyo el humo mortalmente: los primeros inconvenientes que remedié en mi hogar fueron el de las chimeneas y el de los excusados, defectos tan insoportables como frecuentes en las casas viejas. Entre las dificultades de la guerra, incluyo las espesas polvaredas que en lo más recio del calor nos circundan y nos entierran durante todo un día. Mi respiración es libre y fácil, y mis resfriados pasan ordinariamente sin atacar el pulmón, ni ocasionar tos alguna. La rudeza del verano es para mí más enemiga que la del invierno, pues aparte de que la incomodidad del calor es menos remediable que la del frío, y a más de que los rayos solares trastornan mi cabeza, a mis ojos ofusca toda luz resplandeciente: yo no sería capaz, a la edad que tengo, de comer frente a un fuego ardiente y luminoso.
Para amortiguar la blancura del papel, en los tiempos en que la lectura me fue más grata, acostumbraba a poner un vidrio sobre las páginas, y así mi vista encontraba alivio. Desconozco hasta el presente el uso de los anteojos, veo tan de lejos como cuado más, y tanto como cualquiera otro: verdad es que al declinar el día, mis ojos comienzan a turbarse y que la lectura los debilita; este ejercicio fue para mí siempre sensible, de noche sobre todo. He aquí, un paso atrás, perceptible apenas: así retrocederé de otro, y pasaré del segundo al tercero y del tercero al cuarto, tan silenciosamente que me precisará verme ciego por completo antes de advertir la decadencia y vetustez de mis ojos: ¡con artificio tanto van las parcas deshilando nuestra vida! Y, no obstante, aun ignoro si mi oído va perdiendo su fuerza; y veréis que lo habré perdido a medias, culpando la voz de las que me hablan: necesario es sujetar el alma para hacerla sentir cómo va deslizándose.
Mi andar es rápido y seguro, e ignoro cuál, de entre el cuerpo y el espíritu, acerté a detener con dificultad mayor en un momento dado. Buen predicador es aquel de mis amigos que detiene mi atención durante toda una plática. En los lugares ceremoniosos, donde cada cual adopta tan violentado continente, donde vi a las damas mantener los ojos tan inmóviles, jamás logré cabalmente dominarme: aun cuando sentado permanezca, no acierto a estar de asiento. Como la doméstica del filósofo Crisipo decía de su amo que sólo por las piernas se emborrachaba, pues tenía la costumbre de moverlas en cualquiera posición que se encontrase (y lo decía, cuando el vino trastornando a sus compañeros, él permanecía impávido), de mí pudo decirse desde la infancia que mis pies estaban locos, o que tenía en ellos mercurio, tanta es mi veleidad e inconstancia natural, sea cual fuere el sitio donde los ponga.
Esta falta de decoro perjudica a la salud, y aun al placer de comer vorazmente, cual yo acostumbro: a veces me muerdo la lengua y otras los dedos por la premura. Como Diógenes viera a un niño que comía así, sacudió una bofetada a su preceptor. En Roma había hombres que adiestraban en el mascar delicadamente, como en el andar y en otras operaciones. Yo prescindo de la distracción que el hablar procura (siendo en las mesas una salsa tan gustosa), siempre y cuando que oiga cosas agradables y ligeras.
Entre nuestros placeres hay celos y envidias; chocan unos con otros, embarazándose: Alcibíades, hombre competentísimo en la ciencia del bien tratarse, echaba a un lado hasta la música de los banquetes, a fin de no trastornar en ellos la dulzura de los coloquios, por las razones que Platón le atribuye. Decía, «que es propio de hombre comunes el recurrir en los festines a los tocadores de instrumentos músicos y a los cantores a falta de buenos discursos y diálogos agradables, con los cuales las gentes de entendimiento saben entrefestejarse». Varrón exige los requisitos siguientes en una mesa: «Que sean los congregados personas de presencia grata y de amena conversación, ni mudos ni habladores; nitidez y delicadeza en los manjares, y el lugar y el tiempo despejados.» No exige poco arte ni voluptuosidad escasa el buen trato de las mesas: ni los eximios filósofos ni los guerreros de memoria inmarcesible menospreciaron el uso, y ciencia de las mismas. Mi fantasía dio a guardar tres a mi recuerdo, que la buena fortuna hizo para mí de dulzura soberana, en diversas épocas de mi edad florida. Apárteme de tales fiestas mi situación actual, pues cada uno para sí provee la gracia principal y el sabor, según el buen temple de cuerpo y de espíritu en que a la sazón se encuentra. Yo que camino siempre pedestremente, detesto esa sapiencia inhumana que tiende a convertirnos en menospreciadores enemigos del cultivo de nuestro cuerpo: tan injusto considero el que los goces naturales como el buscarlos sin medida. Jerjes era un fatuo, porque envuelto en todas las humanas voluptuosidades, iba proponiendo un premio a quien se las descubriera nuevas; pero no es menos torpe quien prescinde de aquellas con que la naturaleza le brindara. Si bien no hay que seguirlas, tampoco se debe huirlas, basta sólo recogerlas. Yo las recibo con alguna mayor amplitud y delicadeza, y de mejor grado me dejo llevar hacia la pendiente natural. No tenemos para qué exagerar la vanidad de los placeres: de sobra se nos muestra y aparece a cada paso, gracias a nuestro enfermizo espíritu, extinguindor de alegrías, que nos las hace repugnar como también a sí mismo. Trata esto todo cuanto recibe como a sí mismo se trata, unas veces más allá y otras más acá, conforme a su ser insaciable, versátil y vagabundo:
Sincerum est nisi vas, quodecumque infundis, acescit.
Yo, que me precio de abrazar tan atenta y particularmente las comodidades todas de la vida, en ellas no descubro sino viento cuando con intensidad las miro; pero el viento, más prudente que nosotros, se complace con el ruido y la agitación, conformándose con sus oficios peculiares, sin desear estabilidad ni solidez, cualidades que en modo alguno le pertenecen.
Dicen algunos que los placeres puros de la fantasía y lo mismo los dolores, son los más intensos, como mostraba la lanza de Critolao. Lo cual no es de maravillar, pues aquella facultad a su albedrío los elabora, teniendo para ello copiosa tela donde cortar: a diario veo de esta verdad ejemplos insignes, y deseables acaso. Mas yo, hombre de condición mixta y ordinaria, soy incapaz de morder tan por completo a ese sencillo objeto sin que pesadamente me deje llevar por los placeres presentes de la ley humana y general, intelectualmente sensibles, sensiblemente intelectuales. Quieren los filósofos cirenaicos que, como los dolores, también los placeres corporales sean más poderosos, como dobles y como de índole más justa. Gentes hay, Aristóteles así lo dice, que con estupidez altiva por ello se contrarían; otros conozco yo que por ambición hacen lo mismo. ¿Por qué no renuncian también al respirar? ¿Por qué de lo propio no viven? y ¿por qué no rechazan también la luz, en atención a que es gratuita, no costándoles invención ni esfuerzo? Que para ver los sustenten Marte, Palas o Mercurio, en lugar de Venus, Ceres y Baco. ¿Buscarán, acaso, la cuadratura del círculo tendidos encima de sus mujeres? Yo detesto el que se nos ordene mantener el espíritu en las nubes, mientras sentados a la mesa permanecemos: no quiero que el espíritu remonte a regiones sobrenaturales, ni que se arrastre por el lodo, anhelo solamente que a sí mismo se aplique y que en sí mismo se recolecte, no que en si se tienda. Aristipo no se ocupaba sino del cuerpo, como si no tuviéramos alma; Zenón no comprendía sino el alma, cual si de cuerpo careciéramos: ambos viciosamente aconsejaban. Cuentan que Pitágoras practicó una filosofía puramente contemplativa; la de Sócrates consistió en costumbres y en acciones, en toda su integridad: Platón halló un término medio entre las dos. Mas no lo dicen sino por hablar. El temperamento verdadero en Sócrates se reconoce: Platón es mucho más socrático que pitagórico, y le sienta mejor. Cuando yo bailo, bailo, y cuando duermo, duermo; hasta cuando me paseo solitariamente por vergel ameno, si durante algún espacio de tiempo mis pensamientos llenaron ocurrencias extrañas, durante otro los vuelvo al aseo, al vergel, a la dulzura solitaria, y a mí, en fin.
Cuidó maternalmente naturaleza de que las acciones que para nuestras necesidades nos impuso, nos fueran al par placenteras; a ellas nos convida, no solamente por razón, sino también por apetito: es injusto corromper sus reglas. Cuando veo a César y a Alejandro en lo más rudo de sus labores gozar tan plenamente de los placeres humanos y corporales, no digo que aflojan su alma, sino que a la rigidez la encaminan, sometiendo por vigor de ánimo a las comas de la vida ordinaria aquellas violentas ocupaciones y laboriosos pensamientos: prudentes si hubieran creído que ésta era su ordinaria ocupación y aquélla la extraordinaria ¡Todos somos locos de remate! «Ha pasado su vida en la ociosidad», decimos: «Hoy nada hice.» ¡Pues qué! ¿no habéis vivido? Ésta no es solamente la fundamental, sino la más relevante de vuestras labores. «Si se me hubiera adiestrado en el manejo de las empresas magnas, dicen habría puesto de relieve de cuánto era capaz.» ¿Habéis sabido meditar y gobernar vuestra vida? pues realizasteis de entre todas la mayor de las humanas obras; para que naturaleza se muestre y ejecute, el acaso en nada tiene que intervenir; igualmente, aparece aquélla en todos los estados sociales, y así tras el telón como sin él. ¿Supisteis elaborar vuestras costumbres? pues hicisteis más que quien libros elaboró; ¿fuisteis diestro en el descansar? pues realizasteis mayores hazañas que quien se apoderó de imperios y ciudades.
La más eximia y gloriosa labor del hombre consiste en vivir a propósito como Dios manda; todas las demás cosas: reinar, atesorar, edificar y otras mil no son sino apéndices y adminículos, cuando más. Me complace el ver a un caudillo al pie de la brecha, que al punto va a atacar, prestarse luego, íntegramente, a sus necesidades ordinarias, al comer y al conversar entre sus amigos; y a Bruto, conspirando contra él la tierra toda y juntamente contra la libertad romana, reservar a sus revistas nocturnas algunas horas para leer y compendiar a Polibio con tranquilidad cabal. A las almas pequeñas, aniquiladas por el peso de los negocios corresponde el ignorar diestramente desenvolverse, y el no saber echarlos a un lado para luego volver a la carga:
O fortes, pejoraque passi mecum saepe viri nunc vino pellite curas: cras ingens iterabimus aequor.
Ya sea broma o realidad lo de que el vino teologal y sorbónico se haya trocado en proverbio, y lo mismo los festines sorbónicos y teologales, considero yo razonable que de él almuercen con tanta mayor comodidad y regocijo cuanto más seria y útilmente ocuparon la mañana en los ejercicios propios de su escuela: la conciencia de haber empleado bien las demás horas constituye un sabroso y justo condimento de las mesas. Así vivieron los filósofos: y aquella virtud ardorosa que en uno y otro Catón nos admira, aquel carácter severo hasta la importunidad, se sometió blandamente, y se complació a las leyes de la humana condición, a Venus y, a Baco, conforme a los preceptos de la secta a que pertenecían, que soliciten la perfección prudente, tan experta y entendida en el ejercicio de los placeres naturales como en todos los demás deberes de la vida: Cui cor sapiat, ei et sapiat palatus.
La facilidad y el abandono sienta mejor, al par que honran a maravilla, a las almas fuertes y generosas: no creía Epaminondas que destruyera el honor de sus gloriosas victorias ni las perfectas costumbres que le gobernaban el mezclarse en las danzas de los muchachos de su ciudad, cantando y tocando con ejemplar esmero. Entre tantas señaladas acciones como llenaron la vida del primer Escipión, personaje digno de ser considerado como de celestial estirpe, ninguna le muestra con mayor encanto que el verle al desgaire e infantilmente divertirse, cogiendo y escogiendo conchas y jugar al recoveco con Lelio, a lo largo de la playa; y cuando el tiempo no era grato entretenido y divertido con la representación por escrito para el teatro de las acciones humanas más vulgares y bajas: llena estaba mientras tanto su cabeza con aquellas empresas grandiosas de Aníbal y de África, al par que visitaba las escuelas de Sicilia y frecuentaba las lecciones de la filosofía, hasta armar los dientes de la ciega envidia de sus enemigos romanos. Admirable es en la vida de Sócrates el que siendo ya viejo, encontrara razón de que le instruyeran en las danzas y en el toque de instrumentos músicos, considerando su tiempo como bien empleado. A este filósofo se le vio extasiado, de pie durante todo un día y una noche, frente al ejército griego, sorprendido y encantado por algún profundo pensamiento: entre tantos hombres valerosos como entre aquellos hombres había, fue el primero en lanzarse al socorro de Alcibíades, abrumado de enemigos, resguardándole con su cuerpo y arrancándole del tumulto a mano armada; en la batalla deliena se le vio levantar y salvar a Jenofonte, lanzado de su caballo; y en medio del pueblo ateniense, ultrajado como él de un tan indigno espectáculo, socorrer el primero a Terameno, a quien los treinta tiranos conducían a la muerte mediante sus satélites, no desistiendo de esta arrojada empresa sino por la oposición de Terameno mismo, aun cuando él no fuera acompañado en junto más que de dos personas: viósele, asediado por una belleza de quien estaba enamorado, mantenerse severamente abstinente; viósele lanzado constantemente en los peligros de la guerra, hollando el hielo con los pies desnudos; llevar el mismo vestido en invierno que en verano, exceder a todos sus compañeros en las fatigas del trabajo; comer con frugalidad idéntica en el más suntuoso banquete que en la humilde mesa de su casa; permanecer veintisiete años con invariable semblante, soportando el hambre, la pobreza, la indocilidad de sus hijos, las garras de su mujer, y, por fin, la calumnia, la tiranía, la prisión y el veneno: Mas si a este mismo hombre invitaban a beber copiosamente, por deber de civilidad era también de entre los de la compañía quien a todos sobrepujaba; ni rechazaba tampoco el jugar a las tabas con los muchachos, ni el corretear con ellos sobre un palo a guisa de caballo, con gracioso continente; pues todas las acciones, dice la filosofía, sientan igualmente bien y honran al filósofo. Es justo y equitativo el que jamás deje de presentársenos la imagen de este personaje en todos los modelos y formas de perfección. Entre las vidas humanas hay pocos ejemplos tan plenos y tan puros, y a nuestra instrucción se daña proponiéndonos a diario los débiles y raquíticos, buenos apenas para una sola enmienda, los cuales nos echan hacia atrás, y son corruptores más bien que correctores. El mundo vive engañado: con facilidad mayor se camina por los bordes, donde la extremidad sirve de límite, parada y guía, que por la senda de en medio, amplia y abierta; es más cómodo proceder conforme al arte que según naturaleza, pero también es menos noble y menos recomendable.
La grandeza de alma no consiste tanto en tirar hacia lo alto o en pugnar hacia adelante como en saber acomodarse y circunscribirse; como grande considera todo cuanto es suficiente, y muestra su elevación amando más bien las cosas medianas que las eminentes. Nada es tan hermoso ni tan legítimo cual desempeñar bien y debidamente el papel de hombre, ni hay ciencia tan ardua como el vivir esta vida de manera perfecta y natural. De nuestras enfermedades, la más salvaje es el menosprecio de nuestro ser.
Quien pretenda echar a un lado su alma, que lo haga resueltamente, si le es dable, cuando tenga el cuerpo enfermo a fin de descargarla del contagio. Mas si esto no acontece proceda contrariamente, asistiéndola y favoreciendola, y no la niegue la participación de sus naturales placeres, complaciéndose con aquél conyugalmente; obre con moderación si es moderada, por el natural temor de que los goces no se truequen en dolores. La destemplanza es peste de la voluptuosidad, y la templanza no es su castigo, es su condimento: Eudoxo, que en el extremo goce hacía consistir el soberano bien, y sus compañeros, que le imprimieron tan gran valía, saboreáronle en su dulzura mediante la medida, que en ellos fue ejemplar y singular.
Yo ordeno a mi alma que contemple el dolor y el placer con mirada igualmente moderada, eodem enim vitio est effusio animi in laetitia, quo in dolore contractio, y con firmeza idéntica, mas alegremente la una y severa la otra y en tanto que aquella lo pueda procurar, tan cuidadosa de aminorar el uno como de agrandar el otro. El ver sanamente los bienes acarrea el ver los males del propio modo; el dolor tiene algo de inevitable en su blando comenzar, y la voluptuosidad algo de evitable en su fin excesivo. Platón los acopla, y quiere que sea el fin común de la fortaleza combatir al par contra el dolor y contra las encantadoras blanduras de los goces: dos fuentes son en las cuales quien se aprovisiona cuando, como y cuanto precisa, ya sea ciudad, hombre o bruto, es cabalmente dichoso. Hay que tomar el primero como medicina y como cosa necesaria; pero en cantidad muy nimia; el segundo como quien la sed aplaca, pero no hasta la embriaguez. El dolor, el placer, el amor y el odio, son las acometidas primeras que siente un niño: si la razón naciente se aplica a gobernarlos, la virtud se engendra.
Para mi uso particularísimo, tengo un diccionario: cuando el tiempo es malo e incómodo, me limito a pasarlo; cuando es bueno, no hago lo mismo, sino que lo gusto y en él me detengo: es preciso correr por lo malo y asentarse en lo bueno. Estos dichos familiares, «Pasatiempo» y «Pasar el tiempo», significan la costumbre de esas gentes prudentes que no piensan dar a la vida mejor empleo que el de deslizarla, huirla y trasponerla, apartándose de su camino, y cuanto de sus fuerzas depende ignorarla, huyendola como cosa de índole enojosa y menospreciable; mas yo la conozco distinta, y la encuentro cómoda y digna de recibo, hasta en su último decurso, en el cual me encuentro; púsola naturaleza en nuestra mano, provista de circunstancias tales y tan favorables, que solamente de nosotros tenemos que quejarnos si nos mete prisa, escapándosenos inútilmente; stulti vita ingrata est, trepida est, tota in futurum fertur. Yo me preparo, sin embargo, a perderla sin pesadumbre, mas como cosa de condición perdible, y algo pesado e inoportuno; por eso no sienta bien el condolerse de morir sino a aquellos que en el vivir se complacieron. Hay moderación en el gozarla, y yo la disfruto el doble, que los demás, pues la medida del disfrute depende del más o el menos en la aplicación que la procuramos. Ahora, principalmente, que advierto la mía de duración tan breve, quiero amplificarla en peso, quiero detener la rapidez de su huida con la prontitud en el atraparla y, mediante el vigor del empleo, compensar el apresuramiento de su pérdida: a medida que la posesión del vivir es más corta, precísame convertirla en más profunda y más plena.
Otros experimentan las dulzuras de la prosperidad y del contentamiento: yo las siento como ellos, pero no de pasada y deslizándome: es menester estudiarlas, saborearlas y rumiarlas para gratificar dignamente a quien nos las otorga. Gozan los demás placeres, como el del sueño, sin conocerlos. Con este fin, de que ni aun el dormir siquiera me escapase así torpemente, encontré bueno antaño que me lo turbaran, a fin de entreverlo. Contento conmigo mismo, lo medito; no lo desfloro, lo profundizo, y a mi razón, mal humorada ya y asqueada, lo pliego para que lo recoja. ¿Me encuentro en situación reposada? ¿algún deleite interior me cosquillea? pues no consiento que los sentidos lo usurpen, y a mi estado asocio mi alma, no para a él obligarla, sino para que con él se regocije; no para que allí se pierda, sino para que allí se encuentre; y por su parte la invito a que se contemple en tan alto sitial y de él pese y estime la dicha, amplificándola: así mide cuánto debe a Dios, por hallarse en reposo con su conciencia y con otras pasiones intestinas; por tener el cuerpo en su disposición natural, gozando ordenada y competentemente de las funciones blandas y halagadoras, por las cuales le place compensar con su gracia los dolores con que su justicia nos castiga a su vez. El alma mide cuánto la vale el estar alojada en tal punto que donde quiera que dirija su mirada, en su derredor el cielo permanece en calma; ningún deseo, ningún temor ni duda que puedan perturbarla; ninguna dificultad pasada, presente ni futura por cima de la cual su fantasía no pase sin peligro. Reálzase esta consideración con el parangón de condiciones diversas: así yo me propongo bajo mil aspectos, cuantos el acaso y el propio error humano agitan e incluyen; y también éstos de mí más cercanos, que acogen su buena dicha con flojedad tanta de curiosidad exenta: gentes son que, en verdad, pasan su tiempo, sobrepujan el presente y cuanto está en su mano por servir la esperanza, merced a las sombras y vanas imágenes que la fantasía coloca ante sus ojos,
Morte obita quales fama est volitare figuras, aut quae sopitos deludunt somnia sensus:
las cuales apresuran y alargan su huida al igual que se las sigue: y el fruto y última mira de este perseguimiento es simplemente perseguir, como Alejandro decía que el fin de su tarea era de nuevo atarearse:
Nil actum credens, quum quid superesset agendum.
Así, pues, yo amo la vida, y la cultivo tal como a Dios plugo otorgámela. No voy lamentando el experimentar la necesidad de comer o de beber, y me parecería errar de un modo no menos inexcusable, apeteciendo sentirla doble; sapiens divitiarum naturalium quaesitor aserrimus. Ni el que nos alimentáramos metiendo simplemente en la boca un poco de aquella droga con la cual Epiménides se privaba de apetito, sustentándose; ni que estúpidamente se procrearan hijos por medio de los dedos o los talones, sino hablando con reverencia, que más bien se los produjera voluptuosamente con los talones y los dedos. Ni de que al cuerpo asalten cosquilleos: son todas éstas quejas ingratas e injustas. Yo acojo de buen grado y con reconocimiento cuanto la naturaleza hizo por mí; con ello me congratulo y, de ello me alabo. Inferimos agravio a aquel grande Todopoderoso Donador, rechazando su presente, anulándolo y desfigurándolo: como es todo bondad, óptima es toda su obra: omnia, quae secundum naturam sunt, aestimatione digna sunt.
Entre las opiniones de la filosofía, abrazo de mejor grado las más sólidas, es decir, las más humanas y nuestras; mi discurso va de acuerdo con mis costumbres, bajas y humildes: y, a mi ver, aquélla hace una colosal niñada cuando se pone a gallear, predicándonos que es una feroz alianza la de casar lo divino con lo terreno, lo razonable con lo irracional, lo honesto con lo deshonesto. Que la voluptuosidad es cosa de índole brutal e indigna de ser por el filósofo gustada: Que el único placer que éste alcanza con el goce de una esposa hermosa y joven, es el mismo que su conciencia lo procura al realizar una acción conforme al orden, como la de calzarse los botines para emprender una provechosa correría. ¡Así los que tal filosofía predican no tuvieran más derecho, ni más nervios, ni más jugo en el desdoncellar de sus mujeres que en los principios que sientan!
No es ésa la doctrina de Sócrates, su preceptor y el nuestro, el cual toma, como debe, la voluptuosidad corporal, pero prefiriendo la del espíritu, como más fuerte, constante, fácil y digna. Ésta, en modo alguno, camina aislada según él (pues no es tan visionario), es únicamente la primera; para él la templanza es moderadora y no enemiga de los goces. Dulce guía es naturaleza, pero no más dulce que prudente y justa: intrandum est in rerum naturam, et penitus, quid ea postulet, pervidendum. Yo sigo en todo sus huellas: confundímosla nosotros con rasgos artificiales, y ese soberano bien académico y peripatético, que consiste en vivir «según ella», por esa razón se convierte en difícil de limitar y explicar; y asimismo el de los estoicos, vecino de aquél, que consiste en «transigir con naturaleza». ¿No es error el considerar algunas acciones menos dignas porque sean necesarias? No me quitarán de la cabeza que no sea una convenientísima unión la del placer y la necesidad: con la cual, dice un antiguo, los dioses conspiran siempre. ¿Con qué mira desmembramos, a guisa de divorcio, mi edificio cuya contextura y correspondencia permanecen juntas y fraternales? Por el contrario, anudémosle mediante oficios mutuos: hagamos que el espíritu despierte y vivifique la pesantez del cuerpo, y que el cuerpo detenga y fije la ligereza del espíritu. Qui, velut summum bonum, laudat animae naturam, et, tanquam malum, naturam carnis accusat, profecto et animam, carnaliter appetit, et carnem carnaliter fugit; quoniam, id vanitate sentit humana, non veritate divina? Ningún fragmento indigno de nuestra solicitud en este presente que Dios nos hizo: de él debemos cuenta estrictísima, hasta de un cabello, y no es un quehacer de cumplido para el hombre el gobernar al hombre, según su condición; es expreso, ingenuo y principalísimo, y el Creador nos lo confió seria y severamente. La autoridad puede sólo contra los entendimientos comunes, y pesa más cuando va envuelta en lenguaje peregrino. Recarguémosla en este pasaje: Stultitiae proprium quis non dixerit ignave contumaciter facere, quae facienda sunt; et alio corpus impellere, alio animum; distrahique inter diversissimos motus. Ahora bien, para experimentarlo haceos predicar las fantasías y divertimientos que aquél ingiere en su cabeza, mediante los cuales aparta su mente de una buena comida y lamenta la hora que en reparar sus fuerzas emplea, y encontraréis así que nada hay tan insípido en todos los platos do vuestra mesa, cual esa hermosa plática de su alma (valdríanos mejor, las más de las dormir por completo que velar por las cosas que velamos); reconoceréis que sus opiniones y razones son hasta indignas de reprimenda. ¿Aun cuando se tratara de los enajenamientos de Arquímedes?, ¿qué valen ni que significan? Yo no toco aquí, ni tampoco mezclo sino a la garrulería humana que nosotros formamos; la vanidad de deseos y cogitaciones que nos extravían. De sobra considero como estudio privilegiado el de esas almas venerables, elevadas por ardor de devoción y de religión a la meditación constante y concienzuda de las cosas divinas, preocupadas por el esfuerzo de una esperanza vehemente y viva, a fin de encaminarse al eterno sustento, última mira y estación postrera de los cristianos anhelos, único placer constante e incorruptible, menospreciando el detenerse en nuestras comodidades miserables, fluidas y ambiguas, libertando fácilmente el cuerpo de la postura temporal y usual. Entre nosotros, las opiniones supercelestiales y las costumbres subterrenales, son cosas que siempre vi singularmente armonizadas.
Esopo, aquel grande hombre, viendo un día que su amo orinaba paseándose: «¡Cómo! dijo, habremos de hacer lo otro corriendo?» Empleemos bien el tiempo, y todavía nos quedará mucho ocioso y desocupado: acaso a nuestro espíritu no satisfagan otras horas para llenar sus menesteres sin desasociarse del cuerpo en lo poco que para su necesidad precisa. Quieren colocarse fiera de sí y escapar al hombre; locura insigne, pues, en vez de convertirse en ángeles, en brutos se convierten; en vez de elevarse, se rebajan. Estos humores preeminentes me atemorizan como los lugares elevados e inaccesibles; y en la vida de Sócrates nada para mí es tan difícil de digerir como sus éxtasis y demonierías; ni en Platón se me antoja nada más humano que las razones por las cuales se lo llama divino; y entre nuestras ciencias, aquellas me parecen más terrenales y bajas que a mayor altura se remontan; y nada encuentro tan humilde ni tan mortal en la vida de Alejandro, como sus fantasías en derredor de su deificación. Filotas le mordió diestramente con su respuesta, pues habiéndose ante él congratulado por escrito de que el oráculo de Júpiter, Ammón, le había colocado entre los dioses, le dijo: «Por lo que a ti respecta, recibo mucho contento; pero hay por qué compadecer a los hombres que tengan que vivir con un hombre y obedecerle, el cual sobrepuja y no se contenta con el nivel humano»:
Dis te minorem quod geris, imperas.
La gentil inscripción con que los atenienses honraron la llegada de Pompeyo a su ciudad, se conforma con mi sentido: «En tanto eres dios cuanto como hombre te reconoces.»
Es una perfección absoluta, y como divina «la de saber disfrutar lealmente de su ser». Buscamos otras condiciones por no comprender el empleo de las nuestras, y salimos fuera de nosotros, por ignorar lo que dentro pasa. Inútil es que caminemos en zancos, pues así y todo, tenemos que servirnos de nuestras piernas; y aun puestos en el más elevado trono de este mundo, menester es que nos sentemos sobre nuestro trasero. Las vidas más hermosas son, a mi ver, aquellas que mejor se acomodan al modelo común y humano, ordenadamente, sin milagro ni extravagancia. Ahora bien, la vejez ha menester aún de alguna mayor dulzura. Encomendémosla, pues, a ese dios de salud y de prudencia, para que a más de prudente y sana, nos la otorgue regocijada y sociable:
Frui paratis el valido mihi, latoe, dones, et, precor, integra cum monte; nec turpem senectam degere, nec cithara carentem.
FIN DE LOS ENSAYOS
Ensayos – Libro III Michel de Montaigne
Autor:
Ing. +Lic. Yunior Andrés Castillo S.
Santiago de los Caballeros,
República Dominicana
2014.
Primera edición
2014
Título:
"ENSAYO COMO FORMA LITERARIA"
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