Yo propongo una vida baja y sin brillo, mas para el caso es indiferente que fuera relevante. Igualmente se aplica toda la filosofía moral a una existencia ordinaria y privada que a una vida de más rica contextura; cada hombre lleva en sí la forma cabal de la humana condición. Los autores se comunican con el mundo merced a un distintivo especial y extraño; yo, principalmente, merced a mi ser general, como Miguel de Montaigne, no como gramático, poeta o jurisconsulto. Si el mundo se queja porque yo hablé de mí demasiado, yo me quejo porque él ni siquiera piensa en sí mismo. ¿Pero es razonable que siendo yo tan particular en uso, pretenda mostrarme al conocimiento público? ¿Lo es tampoco el que produzca ante la sociedad, donde las maneras y artificios gozan de tanto crédito, los efectos de naturaleza, crudos y mondos, y de una naturaleza enteca, por añadidura? ¿No es constituir una muralla sin piedra, o cosa semejante, el fabricar libros sin ciencia ni arte? Las fantasías de la música el arte las acomoda, las mías el acaso. Pero al menos voy de acuerdo con la disciplina, en que jamás ningún hombre trató asunto que mejor conociera ni entendiera que yo entiendo y conozco el que he emprendido; en él soy el hombre más sabio que existir pueda; en segundo lugar, ningún mortal penetró nunca en su tema más adentro, ni más distintamente examinó los miembros y consecuencias del mismo, ni llegó con más exactitud y plenitud al fin que propusiera a su tarea. Expuse la verdad, no hasta el hartazgo, sino hasta el límite en que me atrevo a exteriorizarla, y me atrevo algo más envejeciendo, pues parece que la costumbre concede a esta edad mayor libertad de charla, y mayor indiscreción en el hablarse de sí mismo. Aquí no puede acontecer lo que veo que sucede frecuentemente, o sea que el artesano y su labor se contradicen: ¿cómo un hombre, oímos, de tan sabrosa conversación ha podido componer un libro tan insulso? O al revés: ¿cómo escritos tan relevantes han emanado de un espíritu cuyo hablar es tan flojo? Quien conversa vulgarmente y escribe de modo diestro declara que su capacidad reside en mi lugar de donde la toma, no en él mismo. Un personaje, sabio no lo es en todas las cosas; mas la suficiencia en todo se basta, hasta en el ignorar vamos conformes y en igual sentido, mi libro y yo. Acullá puede recomendarse, o acusarse la obra independientemente del obrero; aquí no; pues quien se las ha con el uno se las ha igualmente con el otro. Quien le juzgare sin conocerle se perjudicará más de lo que a mí me perjudique; quien le haya conocido me procura satisfacción cabal. Por contento me daré y por cima de mis merecimientos me consideraré, si logro solamente alcanzar de la aprobación pública el hacer sentir a las gentes de entendimiento que he sido capaz de la ciencia en mi provecho, caso de que la haya tenido, y que merecía que la memoria me prestara mayor ayuda.
Pasemos aquí por alto lo que acostumbro a decir frecuentemente o sea que yo me arrepiento rara vez, y que mi conciencia se satisface consigo misma; no como la de mi ángel o como la de un caballo, sino como la de un hombre, añadiendo constantemente este refrán, y no ceremoniosamente sino con sumisión esencial e ingeniosa: «que yo hablo como quien ignora e investiga, remitiéndome para la resolución pura y simplemente a las creencias comunes legítimas». Yo no enseño ni adoctrino, lo que hago es relatar.
No hay vicio que esencialmente lo sea que no ofenda y que un juicio cabal no acuse, pues muestran todos una fealdad e incomodidad tan palmarias que acaso tengan razón los que los suponen emanados de torpeza e ignorancia tan difícil es imaginar que se los conozca sin odiarlos. La malicia absorbe la mayor parte de su propio veneno y se envenena igualmente. El vicio deja como una úlcera en la carne y un arrepentimiento en el alma que constantemente a ésta, araña y ensangrienta, pues la razón borra las demás tristezas y dolores engendrando el del arrepentimiento, que es más duro, como nacido interiormente, a la manera que el frío y el calor de las fiebres emanados son más rudos que los que vienen de fuera. Yo considero como, vicios (mas cada cual según su medida) no sólo aquellos que la razón y la naturaleza condenan, sino también los que las ideas de los hombres, falsas y todo como son, consideran como tales, siempre y cuando que el uso y las leyes las autoricen.
Por el contrario, no hay bondad que no regocije a una naturaleza bien nacida. Existe en verdad yo no sé qué congratulación en el bien obrar que nos alegra interiormente, y una altivez generosa que acompaña a las conciencias sanas. Un alma valerosamente viciosa puede acaso revestirse de seguridad, mas de aquella complacencia y satisfacción no puede proveerse. No es un plan baladí el sentirse preservado del contagio en un siglo tan dañado, y el poder decirse consigo mismo: «Ni siquiera me encontraría culpable quien viese hasta el fondo de mi alma, de la aflicción y ruina de nadie, ni de venganza o envidia, ni de ofensa pública a las leyes, ni de novelerías y trastornos, ni de falta al cumplimiento de mi palabra; y aun cuando la licencia del tiempo en que vivimos a todos se lo consienta y se lo enseñe, no puse yo jamás la mano en los bienes ni en la bolsa de ningún hombre de mi nación, ni viví sino a expensas de la mía, así en la guerra como en la paz, ni del trabajo de nadie me serví sin recompensarlo.» Placen estos testimonios de la propia conciencia, y nos procura saludable beneficio esta alegría natural, la sola remuneración que jamás nos falte.
Fundamentar la recompensa de las acciones virtuosas en la aprobación ajena es aceptar un inciertísimo y turbio fundamento, señaladamente en un siglo corrompido e ignorante como éste; la buena estima del pueblo es injuriosa. ¿A quién confiáis el ver lo que es laudable? ¡Dios me guarde de ser hombre cumplido conforme a la descripción que para dignificarse oigo hacer todos los días a cada cual de sí mismo! Quae fuerant vitia, mores sunt. Tales de entre mis amigos me censuraron y reprimendaron abiertamente, ya movidos por su propia voluntad, ya instigados por mí, cosa que para cualquier alma bien nacida sobrepuja no ya sólo en utilidad sino también en dulzura los oficios todos de la amistad; yo acogí siempre sus catilinarias con los brazos abiertos, reconocida y cortésmente; mas, hablando ahora en conciencia, encontré a veces en reproches y alabanzas tanta escasez de medida, que más bien hubiera incurrido en falta que bien obrado dejándome llevar por sus consejos. Principalmente nosotros que vivimos una existencia privada, sólo visible a nuestra conciencia, debemos fijar un patrón interior para acomodar a él todas nuestras acciones, y según el cual acariciamos unas veces y castigamos otras. Yo tengo mis leyes y mi corte para juzgar de mí mismo, a quienes me dirijo más que a otra parte; yo restrinjo mis acciones con arreglo a los demás, pero no las entiendo sino conforme a mí. Sólo vosotros mismos podéis saber si sois cobardes y crueles, o leales y archidevotos; los demás no os ven, os adivinan mediante ciertas conjeturas; no tanto contemplan vuestra naturaleza como vuestro arte, por donde no debéis ateneros a su sentencia, sino a la vuestra: Tuo tibi judicio est utendum… Virtutis et vitiorum grave ipsius concientiae pondus est: qua sublata, jacent omnia. Mas lo que comúnmente se dice de que el arrepentimiento sigue de cerca al mal obrar, me parece que no puede aplicarse al pecado que llegó ya a su límite más alto, al que dentro de nosotros habita como en su propio domicilio; podemos desaprobar y desdecirnos de los vicios que nos sorprenden y hacia los cuales las pasiones nos arrastran, pero aquellos que por dilatado hábito permanecen anclados y arraigados en una voluntad fuerte y vigorosa no están ya sujetos a contradicción. El arrepentimiento no es más que el desdecir de nuestra voluntad y la oposición de nuestras fantasías, que nos llevan en todas direcciones haciendo desaprobar a algunos hasta su virtud y continencia pasadas:
Quae mens est hodie, cur cadem non puero fuit?
Vel cur his animis incolumes non redeunt genae?
Es una vida relevante la que se mantiene dentro del orden hasta en su privado. Cada cual puede tomar parte en la mundanal barahúnda y representar en la escena el papel de un hombre honrado; mas interiormente y en su pecho, donde todo nos es factible y donde todo permanece oculto, que el orden persista es la meta. El cercano grado de esta bienandanza es practicarla en la propia casa, en las acciones ordinarias, de las cuales a nadie tenemos que dar cuenta, y donde no hay estudio ni artificio; por eso Bías, pintando un estado perfecto en la familia, dijo «que el jefe de ella debe ser tal interiormente por sí mismo como lo es afuera por el temor de la ley y el decir de los hombres». Y Julio Druso respondió dignamente a los obreros que mediante tres mil escudos le ofrecían disponer su casa de tal suerte que sus vecinos no vieran nada de lo que pasara en ella, cuando dijo: «Os daré seis mil si hacéis que todo el mundo pueda mirar por todas partes.» Advierten en honor de Agesilao que tenía la costumbre de elegir en sus viajes los templos por vivienda, a fin de que así el pueblo como los dioses mismos pudieran contemplarle en sus acciones privadas. Tal fue para el mundo hombre prodigioso en quien su mujer y su lacayo ni siquiera vieron nada de notable; pocos hombres fueron admirados por sus domésticos; nadie fue profeta no ya sólo en su casa, sino tampoco en su país, dice la experiencia de las historias; lo mismo sucede en las cosas insignificantes, y en este bajo ejemplo se ve la imagen de las grandes. En mi terruño de Gascuña consideran como suceso extraordinario el verme en letras de molde, en la misma proporción que el conocimiento de mi individuo se aleja de mi vivienda, y así valgo más a los ojos de mis paisanos; en Guiena compro los impresores, y en otros lugares soy yo el comprado. En esta particularidad se escudan los que se esconden vivos y presentes para acreditarse muertos y ausentes. Yo mejor prefiero gozar menos honores; lánzome al mundo simplemente por la parte que de ellos alcanzo, y llegado a este punto los abandono. El pueblo acompaña a un hombre hasta su puerta deslumbrado por el ruido de un acto público, y el favorecido con su vestidura abandona el papel que desempeñara, cayendo tanto más hondo cuanto más alto había subido, y dentro de su alojamiento todo es tumultuario y vil. Aun cuando en ella el orden presidiera, todavía precisa hallarse provisto de un juicio vivo y señalado para advertirlo en las propias acciones privadas y ordinarias. Montar brecha, conducir una embajada, gobernar un pueblo, son acciones de relumbrón; amonestar, reír, vender, pagar, amar, odiar y conversar con los suyos y consigo mismo, dulcemente y equitablemente, no incurrir en debilidades, mantener cabal su carácter, es cosa mas rara, más difícil y menos aparatosa. Por donde las existencias retiradas cumplen, dígase lo que se quiera, deberes tan austeros y rudos como las otras; y las privadas, dice Aristóteles, sirven a la virtud venciendo dificultades mayores y de modo más relevante que las públicas. Más nos preparamos a las ocasiones eminentes por gloria que por conciencia. El más breve camino de la gloria sería desvelarnos por la conciencia como nos desvelamos por la gloria. La virtud de Alejandro me parece que representa mucho menos vigor en su teatro que la de Sócrates en aquella su ejercitación ordinaria y obscura. Concibo fácilmente al filósofo en el lugar de Alejandro; a Alejandro en el de Sócrates no lo imagino. Quien preguntara a aquél qué sabía hacer obtendría por respuesta. «Subyugar el mundo»; quien interrogara a éste, oiría: «Conducir la vida humana conforme a su natural condición», que es ciencia más universal, legítima y penosa.
No consiste el valer del alma en encaramarse a las alturas, sino en marchar ordenadamente; su grandeza no se ejercita en la grandeza, sino en la mediocridad. Como aquellos que nos juzgan por dentro nos sondean, reparan poco en el resplandor de nuestras acciones públicas, viendo que éstas no son más que hilillos finísimos y chispillas de agua surgidos de un fondo cenagoso, así los que nos consideran por la arrogante apariencia del exterior concluyen lo mismo de nuestra constitución interna; y no pueden acoplar las facultades vulgares, iguales a las propias con las otras que los pasman y alejan de su perspectiva. Por eso suponemos a los demonios formados como los salvajes. ¿Y quién no imaginará a Tamerlán con el entrecejo erguido, dilatadas las ventanas de la nariz, el rostro horrendo y la estatura desmesurada, como lo sería la fantasía que lo concibiere gracias al estruendo de sus acciones? Si antaño me hubieran presentado a Erasmo, difícil habría sido que yo no hubiese tomado por apotegmas y adagios cuanto hubiera dicho a su criado y a su hostelera. Imaginamos con facilidad mayor a un artesano haciendo sus menesteres o encima de su mujer, que en la misma disposición a un presidente, venerable por su apostura y capacidad; parécenos que éstos desde los sitiales preeminentes que ocupan no descienden a las modestas labores de la vida. Como las almas viciosas son frecuentemente incitadas al bien obrar movidas por algún extraño impulso, así acontece a las virtuosas en la práctica del mal; precisa, pues, que las juzguemos en su estado de tranquilidad, cuando son dueñas de sí mismas, si alguna vez lo son, o al menos cuando más con el reposo están avecinadas en su situación ingenua.
Las inclinaciones naturales se ayudan y fortifican con el concurso de la educación; mas apenas se modifican ni se vencen: mil naturalezas de mi tiempo escaparon hacia la virtud o hacia el vicio al través de opuestas disciplinas, las cualidades originales no se extirpan, se cubren y ocultan. La lengua latina es en mí como natural e ingénita (mejor la entiendo que la francesa); sin embargo, hace cuarenta años que de ella no me he servido para hablarla y apenas para escribirla, a pesar de lo cual, en dos extremas y repentinas emociones en que vino a dar dos o tres veces en mi vida, una de ellas viendo a mi padre en perfecto estado de salud caer sobre mí desfallecido, lancé siempre del fondo de mis entrañas las primeras palabras en latín; mi naturaleza se exhaló y expresó fatalmente en oposición de un uso tan dilatado. Este ejemplo podría con muchos otros corroborarse.
Sic ubi desuetae silvis in carcere clausae, mansuevere ferae, et vultus posuere minaces, atque hominem didicere pati, si torrida parvus; venit in ora cruor, redeunt rabiesque furorque, admonitaeque tument gustato sanguine fances; fervet, et a trepido vix abstinet ira magistro;
Los que en mi tiempo intentaron corregir las costumbres públicas con el apoyo de nuevas opiniones, reforman sólo los vicios aparentes, los esenciales los dejan quedos si es que no los aumentan, y este aumento es muy de tener en aquella labor. Repósase fácilmente de todo otro bien hacer con estas enmiendas externas, arbitrarias, de menor coste y de mayor mérito, satisfaciéndose así con poco gasto los otros vicios naturales, consustanciales o intestinos. Deteneos un poco a considerar lo que acontece dentro de vosotros: no hay persona, si se escucha, que no descubra en sí una forma suya, una forma que domina contra todas las otras, que lucha contra la educación y contra la tempestad de las pasiones que la son contrarias. Por lo que a mi respecta, apenas me siento agitado por ninguna sacudida; encuéntrome casi siempre en mi lugar natural, como los cuerpos pesados y macizos; si no soy siempre yo mismo, estoy muy cerca de serlo. Mis desórdenes no me arrastran muy lejos; nada hay en mí de extremo ni de extraño, y sin embargo vuelvo sobre mis acuerdos por modo sano y vigoroso.
La verdadera condenación, que arrastra a la común manera de ser de los hombres, consiste en que el retiro mismo de éstos está preñado de corrupción y encenagado; la idea de su enmienda emporcada, la penitencia enferma y empecatada, tanto aproximadamente como la culpa. Algunos, o por estar colados al vicio con soldadura natural, o por hábito dilatado, no reconocen la fealdad del mismo; para otros (entre los cuales yo me encuentro), el vicio pesa, pero lo contrabalancean con el placer o cualquiera otra circunstancia, y lo sufren y a él se prestan, a cierto coste, por lo mismo viciosa y cobardemente. Sin embargo, acaso pudiera imaginarse una desproporción tan lejana, en que el vicio fuera ligero y grande el placer que recabara, por donde justamente el pecado podría excusarse, como decimos de lo útil; y no sólo hablo aquí de los placeres accidentales de que no se goza sino después del pecado cometido, como los que el latrocinio procura, sino del ejercicio mismo del placer, como el que ayuntándonos con las mujeres experimentamos, en que la incitación es violenta, y dicen que a veces invencible. Hallándome días pasados en las tierras que uno de mis parientes posee en Armaignac conocí a un campesino a quien todos sus vecinos llaman el Ladrón, el cual relataba su vida por el tenor siguiente: como hubiera nacido mendigo y cayera en la cuenta de que con el trabajo de sus manos no llegaría jamás a fortificarse contra la indigencia, determinó hacerse ladrón, y en este oficio empleó toda su juventud, con seguridad cabal, merced a sus fuerzas robustas, pues recolectaba y vendimiaba las tierras ajenas con esplendidez tanta que parecía inimaginable que un hombre hubiera acarreado en una noche tal cantidad sobre sus costillas; cuidaba además de igualar y dispersar los perjuicios ocasionados, de suerte que las pérdidas importaran menos a cada particular de los robados. En los momentos actuales vive su vejez, rico, para un hombre de su condición, gracias a ese tráfico que abiertamente confiesa; y, para acomodarse con Dios, a pesar de sus adquisiciones, dice que todos los días remunera a los sucesores de los robados y añade que si no acaba con su tarea (pues proveerlos a un tiempo no le es dable), encargará de ello a sus herederos en razón a la ciencia, que el solo posee, del mal que a cada uno ocasionara. Conforme a esta descripción, verdadera o falsa, este hombre considera el latrocinio como una acción deshonrosa, y lo detesta, si bien menos que la indigencia; su arrepentimiento no deja lugar a duda; mas considerando el robo, según su escuela, contrabalanceado y compensado, no se arrepiente en modo alguno. Este proceder no constituye la costumbre que nos incorpora al vicio y con él conforma nuestro entendimiento mismo, ni es tampoco ese viento impetuoso que va enturbiando y cegando a sacudidas nuestra alma y nos precipita, como asimismo a nuestro juicio, en las garras del vicio.
Ordinariamente realizo yo por entero mis acciones y camino como un cuerpo de una sola pieza; apenas tengo movimiento que se oculte y aleje de mi corazón y que sobre poco más o menos no se conduzca por consentimiento de todas mis facultades, sin división ni sedición intestinas: mi juicio posee íntegras la culpa o la alabanza, y si de aquélla me di cuenta una vez, en lo sucesivo lo propio me aconteció, pues casi desde que vine al mundo es uno, con idéntica inclinación, con igual dirección y fuerza; y en punto a opiniones universales, desde mi infancia que coloqué en el lugar donde había de mantenerme en lo sucesivo. Hay pecados impetuosos, prontos y súbitos (dejémoslos a un lado), mas en esos de reincidencia, deliberados y consultados, pecados de complexión o de profesión y oficio, no puedo concebir que permanezcan plantados tan dilatado tiempo en un mismo ánimo sin que la razón y la conciencia de quien los posee los quiera constantemente y lo mismo el entendimiento; y el arrepentimiento de que el pecador empedernido se vanagloria hallarse dominado en cierto instante prescrito, es para mí algo duro de imaginar y de representar. Yo no sigo la secta de Pitágoras, quien decía «que los hombres toman un alma nueva cuando se acercan a los simulacros de los dioses para recoger sus oráculos», a menos que con esto no quisiera significar la necesidad de que sea extraña, nueva y prestada para el caso, puesto que la nuestra tan pocos signos ofrece de purificación condignos con ese oficio.
Hacen los pecadores todo lo contrario de lo que pregonan los preceptos estoicos, los cuales nos ordenan corregir las imperfecciones y los vicios que reconocemos en nosotros, pero nos prohíben alterar el reposo de nuestra alma. Aquéllos nos hacen creer que sienten disgustos y remordimiento internos, mas de enmienda, corrección, ni interrupción nada dejan aparecer. La curación no existe si la carga del mal no se ceba a un lado; si el arrepentimiento pesara sobre el platillo de la balanza, arrastraría consigo la culpa. No conozco ninguna cosa tan fácil de simular como la devoción, si con ella no se conforman las costumbres y la vida; su esencia es abstrusa y oculta, fáciles y engañadoras sus apariencias.
Por lo que a mí incumbe, puedo en general ser distinto de como soy; puedo condenar mi forma universal y desplacerme de ella; suplicar a Dios por mi cabal enmienda y por el perdón de mi flaqueza natural, pero entiendo que a esto no debo llamar arrepentimiento, como tampoco a la contrariedad de no ser arcángel ni Catón. Mis acciones son ordenadas y conformes a lo que soy y a mi condición; yo no puedo conducirme mejor, y el arrepentimiento no reza con las cosas que superan nuestras fuerzas, sólo el sentimiento. Yo imagino un número infinito de naturalezas elevadas y mejor gobernadas que la mía, y sin embargo no enmiendo mis facultades, del propio modo que ni mi brazo ni mi espíritu alcanzaron vigor mayor por concebir otra naturaleza que los posea. Si la imaginación y el deseo de un obrar más noble que el nuestro acarreara el arrepentimiento de nuestras culpas, tendríamos que arrepentirnos hasta de las acciones más inocentes, a tenor de la excelencia que encontráramos en las naturalezas más dignas y perfectas, y querríamos hacer otro tanto. Cuando reflexiono, hoy que ya soy viejo, sobre la manera como me conduje cuando joven, reconozco que ordinariamente fue de un modo ordenado, según la medida de las fuerzas que el cielo me otorgó; es todo cuanto mi resistencia alcanza. Yo no me alabo ni dignifico; en circunstancias semejantes sería siempre el mismo: la mía no es una mancha, es más bien una tintura general que me ennegrece. Yo no conozco el arrepentimiento superficial, mediano y de ceremonia; es preciso que me sacuda universalmente para que así lo nombre; que pellizque mis entrañas y las aflija hasta lo más recóndito cuanto necesario sea para comparecer ante el Dios que me ve, y tan íntegramente.
Por lo que a los negocios respecta yo dejé escapar muchas ocasiones excelentes a falta de dirección adecuada; mis apreciaciones, sin embargo, fueron bien encaminadas, según el cariz que los acontecimientos presentaron; lo mejor de todo es tomar siempre el partido más fácil y seguro. Reconozco que en mis deliberaciones pasadas, conforme a mi regla procedí cuerdamente, conforme a la cosa que se me proponía, y haría lo mismo de aquí a mil años en ocasiones semejantes. Yo no miro en este particular el estado actual de las cosas, sino el que mostraban éstas cuando sobre ellas deliberaba: la fuerza de toda determinación radica en el tiempo; las ocasiones y los negocios ruedan y se modifican sin cesar. Yo incurrí en algunos groseros y trascendentales errores durante el transcurso de mi vida, no por falta de buen dictamen sino por escasez de dicha. Existen lados secretos en los objetos que traemos entre manos, e inadivinables, principalmente en la naturaleza de los hombres; condiciones mudas y que por ningún punto se muestran, a veces desconocidas para el mismo que las posee, que se producen y despiertan cuando las ocasiones sobrevienen; si mi prudencia no las pudo penetrar ni profetizar, no por ello quiero mal a mi prudencia; la misión de ésta se mantiene dentro de sus límites: si el acontecimiento me derrota, si favorece el partido que había yo rechazado, el suceso es irremediable, no me culpo a mi, culpo a mi mala fortuna y no a mi obra. Esto no se llama arrepentimiento.
Foción dio a los atenienses cierto consejo que no fue puesto en práctica, y como la cuestión que lo motivara aconteciese prósperamente contra lo que él previera, alguien le dijo: «Que tal, Foción, ¿estás contento de que los sucesos vayan tan a maravilla? -Contentísimo estoy, contestó, de que haya ocurrido lo que hemos visto, pero no me arrepiento de mi consejo.» Cuando mis amigos se dirigen a mí para ser encaminados, les hablo libre y claramente sin detenerme, como casi todo el mundo acostumbra, puesto que siendo la cosa aventurada puede ocurrir lo contrario de mis previsiones, por donde aquéllos puedan censurar mis luces. Lo cual no me importa, pues errarán si tal camino siguen, y yo no debí negarles el servicio que me pedían.
Yo no achaco mis descalabros e infortunios a otro, sino a mí mismo, pues rara vez me sirvo del consejo ajeno si no es por ceremonia, y bien parecer, salvo en el caso en que me son necesarios ciencia, instrucción o conocimiento de la cosa. Mas en aquellas en que sólo mi buen o mal entender precisa, las razones extrañas pueden servirme de apoyo pero poco a desviarme de mi camino: todas las oigo favorable y decorosamente, pero que yo recuerde no he creído hasta hoy más que las mías. A mi juicio, no son éstas sino moscas y átomos que pasean mi voluntad. Poco mérito hago yo de mis apreciaciones, mas tampoco estimo grandemente las ajenas. Con ello el acaso me paga dignamente, pues si no recibo consejos, doy tan pocos como recibo. Si bien soy muy poco requerido, todavía soy menos creído, y no tengo nuevas de ninguna empresa pública o privada que mi parecer haya dirigido y encaminado. Aun aquellos mismos a quienes la casualidad había a ello en algún modo dirigido, se dejaron con mejor gana gobernar por otro cerebro con preferencia al mío. Como quien es tan celoso de los derechos de su tranquilidad como de los de su autoridad, prefiérolo mejor así. Dejándome de tal suerte, se procede conforme a mi albedrío, que consiste en establecerme y contenerme dentro de mí mismo. Me es agradable mantenerme desinteresado en los negocios ajenos y desligado de la salvaguardia de los mismos.
En toda suerte de negocios, cuando ya son pasados, de cualquier modo que hayan acontecido, tengo poco pesar, pues la consideración de que así debieron suceder aparta de mí el resentimiento. Helos ya formando parte del torrente del universo, en el encadenamiento de las causas según las doctrinas estoicas; vuestra fantasía no puede por deseo e imaginación remover un punto sin que todo el orden de las cosas se derribe, así el pasado como el porvenir.
Detesto además el accidental arrepentimiento a que la edad nos encamina. Aquel que en lo antiguo decía estar obligado a los años porque le habían despojado de los placeres voluptuosos, profesaba opiniones diferentes a las mías. Jamás estaré yo reconocido a la debilidad, por mucha calma que me procure: nec tam aversa unquam videbitur ab opere suo Providentia ut debilitas inter optima inventa sit. Los apetitos son raros en la vejez; una saciedad intensa se apodera de nosotros cuando en ella ponemos nuestra planta, en la cual nada veo en que la conciencia tenga que ver: el dolor moral y la debilidad física nos imprimen una virtud cobarde y catarral. No debemos tanto y tan por completo dejarnos llevar por las alteraciones naturales que abastardeemos nuestro juicio. El placer y la juventud no hicieron antaño que yo desconociera el semblante del vicio en la voluptuosidad, ni en el momento actual el hastío con que los años me obsequiaron hace que desconozca el de la voluptuosidad en el vicio: ahora que ya no estoy en mis verdes años, me es dable juzgar como si lo estuviera. Yo que la sacudo viva y atentamente encuentro que mi razón es la misma que gozaba en la edad más licenciosa de mi vida, si es que con la vejez no se ha debilitado y empeorado; y reconozco que oponerse a internarme en ese placer por interés de mi salud corporal, no lo hará como antaño no lo hizo por el cuidado de la salud espiritual. Por verla fuera de combate no la juzgo más valerosa: mis tentaciones son tan derrengadas y mortecinas, que no vale la pena que la razón las combata; con extender las manos las conjuro. Que se la coloque frente a la concupiscencia antigua y creo que tendrá menos fuerza que antaño para rechazarla de las que entonces desplegaba. No veo que mi discernimiento juzgue de la voluptuosidad diferentemente de como antaño juzgaba; tampoco encuentro en ella ninguna claridad nueva, por donde caigo en la cuenta de que si hay convalecencia, es una convalecencia maleada. ¡Miserable suerte de remedio el de deber la salud a la enfermedad! No incumbe a nuestra desdicha cumplir este oficio sino a la bienandanza de nuestro juicio. Nada se me obliga a hacer por las ofensas y las aflicciones si no es maldecirlas; éstas sólo mueven a las gentes que no se despiertan sino a latigazos. Mi razón camina más libremente en la prosperidad, al par que está mucho más distraída y ocupada en digerir los males que los bienes: yo veo con claridad mayor en tiempo sereno; la salud me gobierna más alegre y útilmente que la enfermedad. Avancé cuanto pude hacia mi reparación y reglamento cuando de ellos tenía que gozar: me avergonzaría el que la miseria e infortunio de mi vejez hubiera de ser preferida a mis buenos años, sanos, despiertos y vigorosos, y que hubiera de estimárseme no por lo que fui, sino por lo que dejó de ser.
A mi entender es el «vivir dichosamente», y no como Antístenes decía «el morir dichosamente», lo que constituye la humana felicidad. Yo no aguardé a sujetar monstruosamente la cola de un filósofo a la cabeza de un hombre ya perdido, ni quise tampoco que este raquítico fin hubiera de desaprobar y desmentir la más hermosa, cabal y dilatada parte de mi vida: quiero presentarme y dejarme ver en todo uniformemente. Si tuviera que recorrer lo andado, viviría como hasta ahora he vivido; ni lamento el pasado, ni temo lo venidero, y, si no me engaño, mi existir anduvo por dentro como por fuera. Uno de los primordiales beneficios que yo deba a mi buena estrella, consiste en que en el curso de mi estado corporal cada cosa haya acontecido en su tiempo: vi las horas, las flores y el fruto, y ahora tengo la sequía delante de mis ojos, dichosamente, puesto que es natural que así suceda. Soporto los males con dulzura, porque en la época vivo de sufrirlos, y además porque traen halagüeñamente a mi memoria el recuerdo de mi larga y dichosa vida pasada. Análogamente, mi cordura puede muy bien haber sido de la misma índole en el tiempo pasado y en el presente, pero entonces era más fuerte, y mostraba un continente más gracioso, fresco, alegre e ingenuo; ahora la veo baldada, gruñona y trabajosa. Renuncio, por consiguiente, a estas enmiendas casuales y dolorosas. Necesario es que Dios toque nuestro ánimo; preciso es que nuestra conciencia se enmiende por sí misma, mediante, el refuerzo de nuestra razón y no con el ayuda de la debilidad de nuestros apetitos: la voluptuosidad no es en esencia pálida ni descolorida porque la adviertan ojos engañosos y turbios.
Debe amarse la templanza por ella misma y por respeto al Dios que nos la ordenó, como asimismo la castidad; la que los catarros nos prestan, y que yo debo al beneficio de mi cólico, ni es castidad ni templanza. No puede vanagloriarse de menospreciar y combatir el goce voluptuoso, quien no lo ve, quien lo ignora, quien desconoce sus gracias y sus ímpetus y sus bellezas más imantadas; yo que conozco uno y otro puedo decirlo con fundamento. Pero me parece que en la vejez nuestras almas están sujetas a imperfecciones más importunas que en la juventud; así lo decía yo cuando mozo, y entonces mi apreciación no era entendida a causa de mis pocos años; y lo repito ahora que mis cabellos grises me otorgan crédito. Llamamos cordura a la dificultad de nuestros humores, a la repugnancia que las cosas presentes nos ocasionan; mas en verdad acontece que no abandonamos tanto los vicios cuanto por otros los cambiamos, a mi entender de peor catadura: a más de una altivez torpe y caduca, un charlar congojoso, los humores espinosos e insociables, la superstición y un cuidado ridículo en atesorar riquezas cuando no tenemos en qué emplearlas, descubro yo más envidia, injusticia y malignidad; suministran los años más arrugas al espíritu que al semblante y apenas se ven almas, o por lo menos raramente, que envejeciendo dejen de mostrar agrior y olor a moho. El hombre camina íntegramente hacia su crecimiento lo mismo que hacia su decrecimiento. En presencia de la sabiduría de Sócrates, considerando algunas circunstancias de su condena, osaría yo creer que a ella se prestó hasta cierto punto por prevaricación y de propia intento, tocando tan de cerca, a los setenta años que ya contaba, el embotamiento de las ricas prendas de su espíritu y el obscurecer de su acostumbrada clarividencia. ¡Qué metamorfosis la veo yo hacer a diario en muchas de mis relaciones! Es una enfermedad vigorosa que se desliza natural o imperceptiblemente; provisión grande de estudio y precaución no menor hanse menester para evitar las imperfecciones que nos acarrea, o al menos para debilitar el progreso de las mismas. Yo siento que a pesar de todos mis esfuerzos va ganando en mí terreno palmo a palmo; cuanto puedo me sostengo, pero ignoro dónde me llevará. De todas suertes, me congratula que se sepa el lugar de donde caeré.
Capítulo III
De tres comercios
No es cosa cuerda clavarse indeleblemente a los peculiares humores y complexiones: nuestra capacidad principal consiste en saber aplicarse a diversos usos. Es ser, mas no es vivir el mantenerse atado y por necesidad obligado en una sola dirección. Las más hermosas almas son aquellas en que se encuentran variedad y flexibilidad mayores. He aquí un honroso testimonio relativo a Catón el antiguo: Huic versatile ingenium sic pariter ad omnia fuit, ut natum ad id unum diceres, quodcumque ageret.
Si de mí dependiera formarme a mi albedrío, creo que no hallaría ningún modo de ser, por óptimo que fuera, en el cual me resignara a fijarme para no poder desprenderme; la vida es un movimiento desigual, irregular y multiforme. No es ser amigo de sí mismo y menos todavía dueño, es ser esclavo de la propia individualidad el seguir incesantemente y el estar tan domado por las inclinaciones, que no nos sea dable rehuirlas ni torcerlas. Yo lo declaro en este punto por no poder fácilmente libertarme de la importunidad de mi alma, que comúnmente no acierta a solazarse sino allí donde encuentra impedimentos, ni a emplearse más que en tensión e íntegramente. Por insignificante cosa que se la procure, la abulta y alarga fácilmente hasta un punto en que halla labor para todas sus fuerzas; por esta causa la ociosidad del alma es para mí una ocupación penosa que quebranta mi salud. La mayor parte de los espíritus han menester de materia extraña para desadormecerse y ejercitarse, el mío siente igual necesidad para calmarse y detenerse: vitia otii negotio discutienda sunt, pues su más laborioso y principal quehacer es conocerse a sí mismo. Los libros pertenecen para él al género de ocupaciones que le apartan de su estudio; ante los primeros pensamientos que le asaltan, agítase y da muestras de su vigor en todos sentidos, ejercitando sus facultades ya hacia el orden y la gracia, ya encontrando su natural asiento, moderándose y fortificándose. Tiene por sí mismo recursos con que despertar sus facultades, pues la naturaleza le otorgó, como a todos, suficientes medios para su utilidad a la vez que asuntos propios para inventar y discernir.
El meditar es un estudio poderoso y pleno para quien sabe tantearse y emplearse vigorosamente: yo mejor prefiero forjar mi alma que amueblarla. Ninguna ocupación existe ni más débil ni más fuerte que la de conversar con las propias fantasías, según sea el temple de espíritu que se posee, y con ello hacen su oficio las mayores: quibus vivere est cogitare; por eso la naturaleza la favoreció con este privilegio, consistente en que nada hay que podamos hacer tan continuamente ni acción a la cual nos sea dable consagrarnos más ordinaria y fácilmente. Es la labor de los dioses, dice Aristóteles, de la cual germinan su beatitud y la nuestra.
La lectura me sirve particularmente a despertar mi razón por diversos objetivos, y contribuye a atarear mi discernimiento, no mi memoria. Pocas son, pues, las conversaciones que me detienen sin vigor ni esfuerzo. Verdad es que la belleza y la gentileza ocupan y llenan otro tanto mi espíritu o acaso más que la profundidad; y lo mismo que en otra ocupación me adormezco, no prestándola sino la corteza de mi atención, acontéceme frecuentemente en las conversaciones alicaídas y deshilvanadas, de puro formulismo, emitir y responder ensueños y torpezas ridículos e indignos de una criatura, o bien mantenerme silencioso con obstinación verdadera, inhábil e incivilmente. Mi manera natural de ser es soñadora, y contribuye a que dentro de mí mismo me recoja, caracterizándome además la ignorancia supina de algunas cosas de las más pueriles. A estas dos cualidades debo el que a mis expensas se hayan forjado fundadamente cinco o seis cuentos, tan simples los unos como los otros.
Siguiendo con mis razonamientos diré que esta mi complexión dificultuosa hace que sea yo delicado en punto a la frecuentación y práctica de los hombres y que me precise escogerlos del montón, convirtiéndome en inhábil para las cosas comunes. Nosotros vivimos con el pueblo y con el pueblo negociamos; si su conversación nos importuna, si menospreciamos el aplicarnos a las almas ínfimas y vulgares (que a veces son tan ordenadas como la más desenvueltas, y es insípida toda sapiencia que a la insapiencia común no se acomoda), no tenemos para que entremeternos ni siquiera en nuestros propios negocios ni tampoco en los ajenos. Así los privados como los públicos se resuelven con la mediación de aquellas gentes. Las menos violentas y más naturales disposiciones de nuestra alma son las más hermosas; las ocupaciones preferibles, las menos esforzadas. ¡Qué oficio tan relevante presta la cordura a aquellos cuyos deseos acomoda al poder de su fuerza! Esta es la ciencia más útil entre las útiles. «Según tus fuerzas», era el refrán y la frase favorita de Sócrates; principio grandemente substancial. Es preciso encaminar y detener nuestros deseos en las cosas más fáciles y vecinas. ¿No es un humor lleno de torpeza el discrepar con mil personas a quienes mi fortuna me une y de quienes no puedo prescindir para detenerme en una o dos alejadas de mi comercio, o más bien en un deseo fantástico de algo que no puedo alcanzar? Mis costumbres blandas, enemigas de toda agriura y rudeza, pueden fácilmente haberme despojado de envidias y enemistades; amado, no digo que lo sea, mas para no ser odiado ningún hombre dio nunca mayores motivos. La frialdad de mi conversación me robó, y con razón, la benevolencia de algunos, los cuales son excusables de interpretar aquélla en distinto y peor sentido del que la informa.
Yo soy capacísimo de conquistar y mantener amistades raras y exquisitas. Cuando me adhiero con voraz deseo a las frecuentaciones que a mi manera de ser se acomodan, con igual avidez me produzco y me lanzo, y es difícil que deje de ganar e impresionar allí donde me dirijo; de ello hice experiencia frecuente y dichosa. En las amistades comunes soy algún tanto estéril y frío, pues mi caminar no es natural cuando no va a toda vela; a más de lo cual, habiéndome la fortuna habituado y hecho exigente desde mi juventud, merced a una amistad exclusiva y perfecta, en cierto modo me hastió de las otras imprimiendo en mi espíritu la idea de que es animal de compañía y no de séquito, como decía aquel antiguo. Yo experimento un quebranto natural al comunicarme a medias y con subterfugios; y soy enemigo de la servil y sospechosa prudencia que se nos ordena en la conversación de esa caterva de amistades numerosas e imperfectas. Más que nunca principalmente se nos aconseja hoy en que no es posible hablar del mundo si no es perjudicial o falsamente.
Por eso veo bien que quien como yo tiene como mira las comodidades de la existencia (hablo de las esenciales) debe huir como de la peste de esas dificultades y delicadezas del humor. Yo alabo las excelencias de un alma de compartimientos diversos, que sea capaz de tenderse y desmontarse; que se encuentre bien hallada allí donde la fortuna la transporte; que pueda departir con el vecino de su fábrica, de sus cazas y querellas, y placenteramente conversar con el carpintero y el jardinero. Yo envidio a los que saben habituarse al ser más ínfimo de su comitiva, y entablar conversación con él en su peculiar espíritu. Enemigo soy del consejo de Platón, quien recomendaba hablar siempre en lenguaje magistral a los servidores, desprovisto de familiaridad y gracia, lo mismo a los varones que a las hembras, pues a más de la razón alegada, es injusto e inhumano prevalerse de tal o cual prerrogativa de la fortuna; y las policías en que hay menor disparidad entre los criados y los amos, parécenme las más equitables. Los demás se cuidan de mantener su espíritu erguido; yo pongo todo mi conato en bajarlo y tenderlo: el mío sólo es vicioso en extensión.
Narras, et genus Aeaci, et pugnata sacro bella sub Ilio: quo Chium pretio cadum mercemur, quis aquam temperet ignibus, Quo praebente domum, et quota,
pelignis caream frigoribus, taces.
Así como el valor lacedemonio había menester de moderación y de los dulces y graciosos sones de las flautas para que lo acariciasen en la guerra, por temor de que se lanzara en la temeridad y en la furia, y como todas las demás naciones ordinariamente emplean sonidos y voces agudos y fuertes que sacudan y abrasen hasta el último límite el vigor de los soldados paréceme, contra el opinar ordinario, que en las operaciones de nuestro espíritu, tenemos en general más necesidad de plomo que de alas; más necesitamos frialdad y reposo que agitación y ardor. Sobre todo, a mi juicio, es hacer el tonto echárselas de entendido entre los que no lo son; hablar siempre con rigidez, favellar in punta di forchetta. Es preciso acomodarse al nivel de las personas que nos rodean y a las veces afectar ignorancia; colocad a un lado la fuerza y la sutileza en las conversaciones comunes de la vida; basta con que pongáis orden; arrastraos por tierra, si los que junto a vosotros están lo quieren así.
Los sabios tocan fácilmente con este obstáculo; constantemente hacen alarde de su magisterio, y en todos los lugares de sus libros esparcen de él la semilla. Han vertido en el tiempo en que vivimos tal cantidad en los gabinetes y en los oídos de las damas, que si éstas no retuvieron la substancia, al menos aparentaron retenerla; en toda suerte de conversaciones, por ínfimas y vulgares que sean, echan mano de un modo de hablar y escribir archiculto e inusitado:
Hoc sermone pavent, hoc iram, gaudia, curas, hoc cuncta effundunt animi secreta, quid ultra?
Concumbunt docte;
y alegan el testimonio de Platón y el de santo Tomás para cosas en que el primero que les viniera a las mientes les prestaría igual servicio; la doctrina que no pudo llegar a sus almas se detuvo en la lengua. Si las más distinguidas quieren seguir mi consejo, conténtense con hacer valer sus propias y naturales riquezas, pues entiendo que esconden y cubren con los extraños los propios atractivos. Torpeza superlativa la de ahogar la claridad ingénita para lucir con resplandor prestado; nuestras damas se entierran bajo el arte, de capsula totae. Si tan estrafalario proceder siguen, es porque no se conocen bastante; el mundo nada tiene más hermoso; a ellas incumbe procurar honor a las artes y acicalar lo acicalado. ¿Qué precisa, sino vivir honradas y dignificadas? Sóbralas ciencia para lograrlo y sólo han menester despertar y animar las facultades que en ellas nacen. Cuando yo las veo pegadas a la retórica, a la judiciaria, a la lógica y a otras drogas semejantes, vanas e inútiles para sus necesidades, se me ocurre pensar que los hombres que se las aconsejaron hiciéronlo para con esas enseñanzas tener ocasión de gobernarlas, ¿pues qué otra explicación puedo hallar? Basta y sobra con que puedan, sin nuestro concurso, acomodar a la alegría la gracia de sus ojos, a la severidad y a la dulzura; sazonar un no de despego, duda o favor, y no que busquen intérprete a las razones que se alegan en su alabanza. Con esa ciencia mandan a baquetazos y gobiernan a los regentes más doctos. Si a pesar de todo las molesta que en alguna cosa las aventajemos y quieren por curiosidad de espíritu tomar su ración de letras, la poesía es una distracción adecuada a sus menesteres, un arte sutil y juguetón, artificial y parlero, todo placer y aparato como ellas; podrán alcanzar también ventajas varias de la historia; en punto a filosofía, de la parte que puede adaptarse a la vida, tomarán los discursos que las habitúen a juzgar de nuestras condiciones y humores, a defenderse contra nuestras traiciones, a moderar el avasallamiento de sus propios deseos y su propia libertad, a dilatar los placeres de la vida y a soportar humanamente la inconstancia de un servidor, la rudeza de un marido, la importunidad y los destrozos de los años y otras cosas semejantes. Esta es la parte principal que yo les asignaría en punto a ciencia.
Existen naturales particulares, retirados e internos; mi carácter esencial es propio a la comunicación y a la exteriorización; yo me echo fuera y me pongo en evidencia, como nacido para la sociedad y la amistad. La soledad que amo y predico consiste principalmente en acarrear hacia mí interior, mis afecciones y pensamientos; consiste en abreviar y concertar, no mis pasos, sino mis deseos y cuidados, resignando la solicitud extraña y huyendo mortalmente toda obligación y servidumbre, y no tanto la multitud de hombres como la de los negocios. A decir verdad, la soledad local más bien que extiende y amplifica al exterior; yo me lanzo a los negocios de Estado al universo entero con facilidad mayor cuando me encuentro solo; en el Louvre y en el tropel de la sociedad cortesana, me reconcentro y contraigo en mi pellejo; la multitud me empuja hacia dentro, y jamás converso conmigo mismo tan loca, licenciosa y particularmente como cuando me hallo en los lugares de respeto y de prudencia ceremoniosa: no son nuestras locuras las que a risa me provocan, sino nuestras sapiencias. No soy por complexión enemigo de la agitación cortesana; en ella he pasado una parte de mi vida y habituado estoy a conducirme desenvueltamente en las selectas compañías, mas ha de ser por intervalos y cuando a ello me sienta predispuesto. Pero acontece que la blandura de juicio de que voy hablando, forzosamente me sujeta a la soledad. Hasta en mi casa, que es de las más frecuentadas, en medio de una familia numerosa y donde tengo ocasión de ver toda suerte de gentes, rara vez tropiezo con aquellos que gustaría comunicarme, y eso que en ella es mi norma, para mí y para los demás, el disfrute de una libertad inusitada; allí a toda ceremonia se da tregua: a las asistencias, acompañamientos y tales otros preceptos de nuestra cortesanía, cuyo uso es por demás servil e importuno. Cada cual gobierna a su manera y a quien le place sus fantasías comunica: yo me mantengo mudo, soñador y cerrado con cuatro llaves, sin ofensa de mis huéspedes.
Los hombres cuya sociedad y familiaridad ansío son aquellos que se conocen con los dictados de hábiles y fuertes; la imagen de éstos hace que los otros no me plazcan. La índole de ellos es entre todas la más rara, y reconoce la naturaleza principalmente por causa. Es el fin de este comercio preferentemente la frecuentación y conferencia particulares, el ejercitamiento de las almas, sin otro ajeno fruto ni provecho. En nuestras conversaciones, todos los asuntos son para mí iguales; poco me importa que en ellas haya o no haya profundidad ni solidez; la pertinencia y la gracia resplandecen constantemente; todo en ellas va impregnado de un juicio maduro y permanente, justo, entreverado de bondad, franqueza, alegría y amistad. No es solamente en las cuestiones de resolución complicada, ni en los negocios de los soberanos donde nuestro espíritu muestra su fuerza y su hermosa; manifiéstalas igualmente en los discursos familiares. En el silencio mismo y en las sonrisas conozco yo a mis gentes, y a veces mejor descubro sus interiores cualidades en la mesa que en el consejo. Hipómaco decía bien cuando aseguraba distinguir a maravilla a los buenos atletas con verlos simplemente andar por la calle. Si a la doctrina place inmiscuirse en nuestro departir, no será rechazada, mas tampoco magistral, imperiosa ni importuna cual comúnmente se acostumbra, sino sufragánea y dócil por sí misma. Pasar el tiempo es nuestra mira; cuando suene la hora de la instrucción y la predicación, a buscarla iremos en su trono; que lo sentencioso y lo doctrinal se coloquen por esta vez a nuestro nivel, si les place, pues, tan útiles y deseables como son, creo yo que en última instancia sin ellos podemos salir adelante. Mi alma fuerte, práctica y ejercitada en el comercio humano, por sí misma se muestra grata: el arte no es otra cosa que la fiscalización y el registro de las producciones de tales almas.
Es también para mi un comercio ameno el de las mujeres bellas y de grande gentileza: nam nos quoque oculos eruditos habemus. Si el alma no encuentra en él tanto deleite como en el primero, los sentidos corporales, que tienen en éste participación más grande, condúcenla a una proporción vecina del otro, aunque a mi juicio no igual. Mas es un comercio en que el dominio de sí mismo es indispensable, señaladamente para aquellos en que, como yo, la sangre es muy pudiente. Yo con él me ponía ardoroso en mi infancia y experimentaba toda la rabia que los poetas dicen sobrevenir a los que se dejan llevar sin orden ni discernimiento. Verdad es que estos latigazos me sirvieron luego de instrucción prudente.
Quicumque Argolica de classe Capharea fugit, semper ab Euboicis vela retorquet aquis.
Es locura amarrar a él todos nuestros pensamientos zambulléndose con afección furiosa e inmoderada. Mas, por otra parte, el cultivarlo sin amor, con una afección huérfana de voluntad, al modo de los comediantes para representar un papel conforme a la edad y a la costumbre, y no poner de sí sino las palabras, es sin duda proveer a su seguridad, pero cobardemente, como quien abandonara su honor, su provecho o su placer por temor del peligro, pues es seguro que los que tal conducta siguen están incapacitados de alcanzar ningún fruto que toque o satisfaga a un alma de buen temple. De buena fe es preciso haber deseado lo que se quiere poseer, y de buena fe hallar placer en el disfrute, aun cuando injustamente la fortuna favorezca el semblante de las damas, lo cual acontece con frecuencia, a causa de que ninguna hay, por desdichada que sea, que no entienda ser amabilísima, o que no se recomiende por su edad, o por cabellera o por sus andares (a decir verdad, feas en absoluto no las hay, como tampoco hermosas en igual medida, y las hijas de los bracmanes, incapaces de mostrar recomendación más ventajosa, se encaminan a la plaza hallándose en ella el pueblo congregado por pregón, mostrando sus partes matrimoniales para ver si así al menos, pueden adquirir marido), por consiguiente no hay una siquiera que no se deje persuadir ante el primer juramento que sus ojos ven y que sus oídos oyen. Ahora bien, de esta traición común y ordinaria a los hombres de hoy, preciso es que sobrevenga lo que nos muestra la experiencia, o sea que las mujeres se unen, y entre ellas buscan arrimo para huirnos; o bien con el ejemplo que las ofrecemos se conforman, representando su papel en la farsa y prestándose a esta negociación, desnudas de cuidados, pasiones y amor, neque affectui suo, aut alieno, obnoxiae; estimando, según los principios que emite Lysias en Platón, que más ventajosa y útilmente pueden entregársenos cuanto menor sea para con ellas nuestro amor; acontecerá a la postre lo que en las comedias en las cuales el disfrute del pueblo es igual o mayor que el de los comediantes. Como no concibo a Venus sin Cupido, tampoco imagino la maternidad sin progenitura; cosas son ambas que se deben y prestan la una a la otra en sus esencias respectivas. De suerte que esa especie de engaño va de rechazo contra quien lo ejecutó, y, si bien nada le cuesta practicarlo, tampoco con él adquiere nada que valga la pena. Los que de Venus hicieron a una diosa, consideraron que su principal encanto era espiritual e incorpóreo, mas el que aquellas gentes buscan no sólo no es humano, ni siquiera es animal. Los animales no apetecen belleza tan pesada y terrestre, y vemos que la fantasía y el deseo frecuentemente los impulsan y solicitan, antes de ser arrastrados por el cuerpo; ocasión tenemos de advertir que al hallarse juntos machos y hembras, eligen y excogitan en sus afecciones, al par que mantienen largas uniones en armonía perfecta. Cuando la vejez acaba con su fuerza corporal, algunos se estremecen de amor, relinchan y se agitan. Vémoslos antes del acto amoroso repletos de esperanza y de ardor, y cuando ya el cuerpo hizo su juego, relamerse todavía por la dulzura del recuerdo; otros y que se inflan de altivez luego que su necesidad satisfacen, entonando cánticos de fiesta y de triunfo cansados ya y hartos. Quien no busca sino descargar el cuerpo de una necesidad natural, tampoco tiene para qué intrigar al prójimo por intermedio de interesantes aprestos; la carne que busca no es adecuada para un hambre tan ordinaria y grosera.
Como el que no quiere que le tengan por mejor de lo que es, apuntaré aquí los errores de mi juventud. No solamente por la conservación de la salud (sin embargo no acertó a proceder con cordura tanta que no dejara de experimentar dos rasguños, aunque fueron ligeros y sin consecuencias), sino también por menosprecio, nunca me arrastraron los venales y públicos juntamientos; quise aguzar este placer por medio de la dificultad, el deseo y el amor propio, gustando la manera del emperador Tiberio, el cual se prendaba en sus amores lo mismo de la modestia y de la nobleza que de otros méritos distintos; y la de Flora la cortesana, que no se prestaba a menos que el beneficiado no fuera dictador, censor o cónsul, alcanzando la mayor suma de agrado de la dignidad de sus amadores. En verdad, las perlas y el brocado contribuyen a aquél, como los títulos y el aparato. Por otra parte, concedía yo importancia grande al espíritu, con tal de que el cuerpo le hiciera compañía, pues hablando en conciencia, si a una o la otra de las dos bellezas había de faltar, necesariamente hubiera mejor prescindido de la espiritual, que tiene más digno empleo en mejores cosas; mas en punto a amor, el cual mira principalmente a la vista y al tacto, algo puede hacerse sin las gracias corporales. Es la belleza la ventaja verdadera de las damas; tan propia les es que la nuestra, aunque exige rasgos algo distintos, no es con la suya confundida sino en la infancia desbarbada. Cuéntase que en la casa del Gran Señor, los que le sirven a título de belleza, que son en número infinito, son, cuando más tarde, despedidos a los veintidós años. La razón, la prudencia y los oficios de amistad aviénense mejor con los hombres, por lo cual gobiernan éstos los negocios del mundo.
Estos dos comercios son fortuitos y dependientes del prójimo: el uno por su rareza es difícil de procurar; el otro se agosta con los años; de suerte que solos no hubieran bastado a proveer las necesidades de mi vida. El de los libros, que es el tercero, nos ofrece mayor seguridad; es más nuestro, y si bien cede a los primeros en algunas ventajas, supéralos en la constancia y facilidad de su servicio. Este es el que costea todo el curso de mi vida y el que me asiste en todo momento; consuela mi vejez y mi soledad, descárgame del peso de una ociosidad pesada, me liberta a toda hora de las compañías que me fastidian, y debilita las acometidas del dolor cuando no es extremo y por entero no me domina. Para distraerme de una fantasía importuna, no hallo medio comparable al de echar mano de los libros, que me sumergen fácilmente en ellos y me la arrebatan; y no se me insubordinan por ver que solo de ellos sirvo cuando las otras comodidades me faltan, las cuales son más reales, naturales y vivas; me acogen siempre con igual semblante. Dícese que bien camina «quien conduce el caballo de la brida»; y nuestro Jaime, rey de Nápoles y de Sicilia, que hermoso, joven y sano hacía que le llevaran en parihuelas, tendido en un mal colchoncillo de plumas, vestido con un traje de paño gris y cubierta la cabeza con un gorro de lo mismo, iba seguid sin embargo, con pompa majestuosa de literas, caballos a la mano de todas suertes, gentilhombres y oficiales, representando a pesar del séquito una austeridad ligera e insegura: el enfermo cuya curación está a su alcance no merece que se le tenga lástima. En la experiencia y uso de esta sentencia, que es veracísima, consiste todo el fruto que yo saco de los libros; de ellos me sirvo, en efecto, casi como aquellos que los desconocen; disfruto como los avaros de un tesoro, para estar seguro de que gozan cuando me plazca; mi alma halla el contento y la calma con ese derecho de posesión. Ni en tiempo de paz, ni en épocas de guerra dejan los libros de acompañarme, a pesar de lo cual se pasarán muchos días y hasta meses sin que yo de ellos eche mano; los leeré dentro de un momento, me digo, o mañana, o cuando se me antoje: mientras tanto el tiempo corre y se va sin serme oneroso, pues es indecible cuánto me tranquilizo y apaciguo considerando que están junto a mí para procurarme placer cuando lo quiera y reconociendo cuán grande es el alivio que facilitan a mi vida. Son la mejor munición que haya yo encontrado en este humano viaje, y compadezco extremadamente a los hombres de entendimiento que no la echan de menos. Mejor que éste acojo cualquiera otro entretenimiento, por ligero que sea, en razón a que el de los libros no puede nunca faltarme.
En mi vivienda me recojo con mayor frecuencia, en mi biblioteca, donde, teniéndolo todo a la mira, doy órdenes a mis gentes. Me coloco a la entrada y veo por bajo mi jardín, el patio, el corral así como a la mayor parte de las personas de mi casa. Allí hojeo unas veces un libro, otras otro, sin orden ni designio, al desgaire: unas veces fantaseo, otras registro y otras dicto paseándome los que aquí veis. Está instalada en el piso tercero de una torre: el primero es mi capilla; el segundo, un dormitorio con sus accesorios, donde me acuesto con frecuencia para encontrarme solo, que tiene por encima un espacioso guardarropa; antaño era el lugar más inútil de mi casa. Allí paso la mayor parte de los días de mi vida y casi todas las horas del día, pero nunca por la noche permanezco. Contiguo al dormitorio hay un pulido gabinete, donde en invierno puede encenderse luego, con pintorescas vistas. Si yo no temiera más que los gastos los cuidados que todo trabajo acarrea, podría fácilmente instalar a cada lado una galería de cien pasos de largo y doce de ancho, a nivel, habiendo encontrado todos los muros montados para otro uso, a la altura que me precisa. Todo lugar retirado requiere un paseo; mis pensamientos duermen cuando los siento; mi espíritu no va solo como al ser agitado por las piernas: todos los que sin libros estudian experimentan impresión idéntica. La figura de mi biblioteca es circular, y la pared no tiene de plano sino el lugar preciso para la mesa; el sitial; al ondularse, me ofrece de una ojeada todos mis libros, colocados en estantes de cinco peldaños, todo alrededor. Tiene tres vistas que de frente se extienden a lo lejos, y hasta diez y seis pasos de diámetro completamente libres. En invierno me instalo en ella más raramente, pues mi casa está colgada en un cerro, como su nombre reza, y ninguna habitación mas que ésta está expuesta a los elementos; y me place por eso para mantenerme apartado, tanto por el provecho que a la ejercitación acompaña, como para alejar de mi a las gentes. Allí está mi residencia; allí intento convertirme a mi propia dominación y sustraerme en ese solo rincón de la comunidad conyugal, filial y civil; en todo otro aposento mi autoridad es sólo verbal, confusa y teórica. ¡Miserable a mi ver quien en su agujero no tiene donde meterse; donde hacer particularmente su corte, donde ocultarse! La ambición recompensa bien a sus esclavos teniéndolos constantemente a la vista de los espectadores, como la estatua de una plaza: magna servitus est magna fortuna: ni siquiera su recogimiento tienen por retiro. Nada he juzgado tan rudo en la austeridad de la vida de nuestros religiosos como lo que veo en las órdenes que tienen por regla la perpetua sociedad y compañía y la numerosa asistencia entre ellos, sea cual fuere la acción que ejecuten. En cierto modo encuentro más soportable estar siempre solo que no poder jamás estarlo.
Si alguien me dice que es envilecer las musas servirse solamente de ellas como de juguete y pasatiempo, es porque no sabe como yo cuánto valen el placer, el juego y la distracción; casi me atrevería a decir que todo otro fin es ridículo. Yo vivo al día, y, con respeto sea dicho, no vivo sino para mí: mis designios todos en ello finalizan. Cuando joven, estudié para la ostentación; luego, un poco para templa mi juicio, ahora para distraerme, y jamás para el material provecho. Un humor vano y dispendioso que antaño me encaminara a mi biblioteca, no sólo para proveer a las necesidades de mi espíritu, sino para algo que se le acerca, para tapizarlo y adornarlo, ha ya tiempo que lo abandoné.
Muestran los libros muchas gratas cualidades a los que los saben elegir mas ningún goce sin dolor: son un placer que, como los otros, no es nítido ni puro; tiene sus incomodidades, que son bien pesadas; el alma con ellos se ejercita, pero el cuerpo, cuyo cuidado nunca olvidé, permanece mientras tanto sin acción, cae por tierra y se entristece. Ningún exceso conozco para mí más perjudicial ni que en la declinación de la edad deba más evitarse. Estas son mis tres ocupaciones favoritas y particulares, sin hablar de las que por obligación civil al mundo soy deudor.
Capítulo IV
De la diversión
Antaño me empleé en consolar a una dama verdaderamente afligida; la mayor parte de los duelos femeninos son artificiales y de ceremonia:
Uberibus semper lacrymis, semperque paratis in statione sua, atque exspectantibus illam, que jubeat manare modo.
Mal proceder es oponerse a esta pasión, pues la contrariedad las incita e interna más en la tristeza; exaspérase el mal por el celo del debate. En las conversaciones indiferentes vemos que lo que uno dice sin interés, cuando la réplica se interpone truécase en cosa formal, y de ello se hace adopción entera; con mayor motivo el tesón se sostiene al poner empeño en lo que se dice. Además, procediendo de aquel modo obráis en vuestra operación con entrada, cuando la primera labor del médico para con su paciente debe ser graciosa, agradable y servicial; y nunca facultativo feo y desdeñoso hizo cosa que valiera a la pena. Al revés, pues; es preciso ayudar desde los comienzos y favorecer sus quejas, testimoniándolas alguna aprobación y excusa. Por virtud de esta inteligencia alcanzáis crédito para caminar más adentro, y con inclinación fácil o insensible os vais deslizando, empleando discursos más resistentes y propios para la curación. Yo que principalmente deseaba engañar a la concurrencia que en mí tenía puesto los ojos, procuré paliar el mal; de suerte que, por experiencia, reconozco tener mala e infructuosa mano para persuadir, pues me ocurre o que presento mis razones en exceso puntiagudas o demasiado secas, o bien con brusquedad y al desgaire. Luego que me hube aplicado algún tiempo al mal que a la dama atormentaba, ya no intenté curarla por razones fuertes y vivas, bien por falta de ellas, bien porque de otro modo pensaba cumplir mejor mi cometido; ni fui tampoco eligiendo las diversas maneras que la filosofía para consolar prescribe: Que lo que se lamenta no es un mal, como Cleantes; que es un mal ligero, como los peripatéticos; que el quejarse no es acción justa ni laudable, como Crisipo; tampoco eché mano de las máximas de Epicuro, que se acercan más a mi modo de ser, o sea convertir el pensamiento de las cosas molestas a las agradables; ni empleé de una vez todo ese montón de remedios, como Cicerón, sino que declinando blandamente nuestra conversación y desviándola poco a poco hacia las cosas más vecinas luego hacia las un poco más apartadas, conforme la dama a ellas se prestaba, apartela imperceptiblemente de la idea dolorosa, la calmé y conduje por completo a adoptar buen continente, igual al que yo mostraba. Todo lo cual conseguí ayudado con la diversión. Los que me siguieron en este mismo propósito no hallaron enmienda alguna, pues yo no había extirpado con el hacha la raíz.
El acaso me hizo tropezar en otras partes con algunas especies de diversiones públicas; el empleo de las militares de que Pericles se sirvió en la guerra peloponesiaca y mil otros en distintas circunstancias para alejar de su país las fuerzas contrarias, es muy frecuente en las historias. Ingenioso fue el procedimiento con que el señor de Himbercourt, se salvó a sí propio y a sus gentes en la ciudad de Lieja, donde el duque de Borgoña, que le tenía sitiado, le había hecho entrar para poner en práctica el convenio de la acordada rendición. Reunido el pueblo durante la noche para deliberar, empezó por revolverse contra las determinaciones pasadas, y acordaron varios atacar a los negociadores, a quienes tenían en su poder; tan luego como el primero hubo sentido el viento de la primera ondeada de esas gentes que iban a lanzarse en sus viviendas, les soltó dos habitantes de la ciudad (pues tenía algunos en su compañía), encargados de comunicar más suaves nuevas para que las expusieran en el consejo, las cuales por salir del apuro habían forjado. Los dos emisarios dichos detuvieron la primera tormenta conduciendo a la casa de la villa las alborotadas turbas para que oyeran su comisión y siguieran luego deliberando sobre ella. Esta tarea fue corta y al punto se desbordó una segunda tormenta tan animada como la otra; cuatro emisarios salieron de nuevo enviados por el mismo jefe, los cuales hicieron protesta de tener que presentarles más ventajosas proposiciones, encaminadas todas a su contentamiento y satisfacción, por donde el amotinado pueblo fue de nuevo rechazado en el cónclave. En conclusión, con divertimientos semejantes, distrayendo su furia y disipándola en consultaciones vanas, logró al fin adormecer al pueblo, ganando el día, que era su mira principal.
Este otro cuento pertenece a la misma categoría: Atalante, joven de belleza sin par y de maravillosa disposición, para deshacerse de los mil perseguidores que la solicitaban en matrimonio, presentó a sus enamorados la siguiente condición: «que aceptaría la mano del que en la carrera la igualara, siempre y cuando que aquellos que a su nivel no estuviesen perdieran la vida». Hubo bastantes que estimaron el premio digno de afrontar el peligro y que sufrieron la pena de condición tan cruel. Como Hipomenes tuviera que hacer su ensayo después de algunos otros, dirigiose a la diosa tutelar de tan amoroso ardor, llamándola a su socorro, la cual, oyendo su plegaria, le proveyó de tres manzanas de oro, instruyéndole del uso que de ellas había de hacer. Puestos ya a correr los contrincantes, a medida que Hipomenes iba sintiendo a su amada cerca de sus talones, dejó escapar, como por inadvertencia, una de las manzanas; la joven, atraída por su belleza, no dejó de volverse para recogerla:
Obstupuit virgo, nitidique cupidine pomi declinat cursus, aurumque volubile tollit.
Lo mismo hizo Hipomenes con la segunda y tercera manzana, y merced al extravío y distracción consiguientes, la ventaja en la carrera quedó de su parte. Cuando los médicos no pueden limpiarnos del catarro, lo distraen y desvían a otra parte menos peligrosa; y advierto también que ésta es la más ordinaria receta para las enfermedades del alma: abducendus etiam nonnunquam animus est ad alia studia, sollicitudines, curas, negotia; loci denique mutatione, tanquam aegroti non convalescentes, saepe curandus est. Poco es su poder contra los males que vienen derechos; imposible es que haga frente o eche por tierra la acometida; todo lo más a que se alcanza es a que declinen y se desvíen.
Demasiado elevado y difícil es el proceder que consiste en detener en la cosa a los primeros de que hablé, y hacer que puramente la consideren y la juzguen. Sólo a un Sócrates pertenece el asomarse a la muerte con su semblante ordinario, familiarizarse con ella y trocarla en cosa de distracción; fuera de la cosa no busca consolación; el morir le parece un accidente natural e indiferente; precisamente a él lanza su mirada, y al acto se resuelve sin desviar sus ojos. Los discípulos de Hegesias, que se dejaron morir de hambre, exaltados por los lacrimosos razonamientos de las lecciones del filósofo, y en tan gran número que el rey Tolomeo lo prohibió que en su escuela pronunciara tan homicidas discursos, no consideraron la muerte en sí misma, ni tampoco la juzgaron, ni en ella detuvieron su pensamiento; entrevieron y corrieron hacia un ser nuevo.
Esas pobres gentes que vemos en el cadalso llenas de una devoción ardiente y empleando sus sentidos todos hasta donde sus fuerzas alcanzan: los oídos a las instrucciones que se les ordenan, los ojos y las manos elevados al cielo, la voz entonando oraciones elevadas con emoción ruda y no interrumpida, practican en verdad cosa laudable y en armonía con la situación en que se encuentran; debemos ensalzar su religiosidad, mas no propiamente su firmeza, pues lo que en realidad hacen es huir de la lucha, desviar de la muerte su atención, como a los niños se distrae cuando quiere dárseles el lancetazo. He visto algunos cuya mirada, si alguna vez descendía a considerar los horribles aprestos de la muerte que los circundaban, se transían, y lanzaban con furia a otras consideraciones su pensamiento. A los que experimentan horror profundo, se les ordena que cierren los ojos o que miren a otro lado.
Debiendo ser ejecutado Sobrio Flavio por orden de Nerón y por las manos de Níger (ambos eran caudillos de guerra), cuando llevaron al primero al campo donde la ejecución había de tener lugar, como viera la fosa que Níger había hecho cavar para sepulcro de sus despojos: «Ni esto mismo, dijo convirtiendo los ojos a los soldados que tenía delante, está conforme con la disciplina militar»; y a Níger, que le exhortaba para que mantuviese firme la cabeza: «¡Hirierais con fuerza igual a mi resistencia!» Y dijo bien, pues el tembloroso brazo del ejecutor no fue capaz de amputar la cabeza de un solo golpe. Éste semeja haber mantenido su mente derecha y fija en su suplicio y en su muerte.
El que acaba en los campos de batalla, con las armas en la mano, no estudia entonces la muerte, ni la siente ni la considera; el ardor del combate le arrebata. Un hombre valiente a quien conozco, batiéndose en campo cerrado, dio en tierra, y como su enemigo le suministrase nueve o diez heridas con la daga, todos los que estaban presentes gritábanle que pensara en su conciencia; mas el vencido me contó que, aunque las voces llegaban a sus oídos, no le hicieren efecto alguno, y que no pensó más que en desquitarse y vengarse, logrando matar a su adversario en este mismo combate. Mucho hizo por L. Silano, quien al comunicarle la nueva de su condena, habiendo oído esta respuesta: «que estaba dispuesto a morir, pero no de manos criminales», se lanzó con sus soldados sobre aquél y su comitiva; Silano, desarmado, se defendió obstinadamente con pies y puños y murió en la pendencia, disipando en cojera pronta y tumultuaria el sentimiento penoso de una muerte larga y preparada a la cual estaba destinado.
Nuestro pensamiento se mantiene en perpetua ausencia, el anhelo de una mejor vida nos detiene o apoya; o la esperanza en el valer de nuestros hijos, o la gloria futura de nuestro nombre, o el huir de los males de esta vida, o la venganza que amenaza a los que nos ocasionan la muerte.
Spero equidem mediis, si quid pia numina possunt, supplicia hausurum scopulis, et nomine Dido
saepe vocaturum… Audiam; et haec manes veniet mihi fama sub imos.
Con la corona en la frente, Jenofonte sacrificaba cuando le anunciaron la muerte de su hijo Grillo en la batalla de Mantinea; ante la impresión que la nueva le produjo lanzó la corona al suelo, mas por los detalles que al punto supo, viendo que se trataba de un fin valeroso, recogió la corona y de nuevo la ciñó sobre sus sienes; Epicuro mismo halla consuelo en su fin con la eternidad y utilidad de sus escritos: omnes clari et nobilitati labores fiunt tolerabiles; las mismas heridas y fatigas iguales no pesan tanto a un general como a un soldado, dice Jenofonte; Epaminondas soportó su muerte con menos pesar en cuanto le informaron que la victoria estaba de su parte: haec sunt solatia, haec fomenta summorum dolorum. Tales otras circunstancias nos entretienen, distraen y apartan de la consideración de la cosa en sí misma. Hasta los argumentos mismos de la filosofía van constantemente costeando y rehuyendo la materia y apenas si llegan a tocarla: el primer hombre de la primera esencia filosófica, subintendente de las otras, el gran Zenón, dijo de la muerte: «Ningún mal es digno; la muerte sí lo es, luego no es un mal»; de la embriaguez. «Nadie confía su secreto al borracho; todos lo ponen en manos del continente; éste, pues, no será borracho.» ¡He aquí lo que se llama dar en el blanco! Me place ver que todas esas almas altísimas no pueden desprenderse de nuestro comercio; sea cual fuere su perfeccionamiento, hombres son con todas las máculas que al hombre acompañan.
La venganza es una pasión dulcísima que nos arrastra, y a la cual naturalmente propendemos; aunque de ello no tenga yo experiencia alguna, véolo clara y distintamente. Para apartarla poco ha de un príncipe mozo, no le prediqué la necesidad de mostrar la mejilla izquierda a quien había golpeado la derecha, merced al deber que la humildad impone; ni le representé los trágicos acontecimientos que la poesía atribuye a esta pasión, sino que se la dejé quieta, entreteniéndome en hacerle gustar la hermosura de una imagen contraria: el honor, favor y benevolencia que alcanzaría mediante la clemencia y la bondad, por donde le encaminé hacia la ambición. Este es el camino que debe seguirse.
Si vuestra afección amorosa es prepotente, disipadla, dicen algunos, y dicen bien, pues yo provechosamente he aplicado este remedio; rompedla en deseos diversos, de los cuales haya uno, si queréis, que regente y gobierne; mas para que no os sofreno y tiranice, debilitadla y detenedla dividiéndola y distrayéndola:
Quum morosa vago singultiet inguine vena,Conjicito humorem collectum in corpora quaeque:
y proveed temprano, no sea que luego os apene una vez que os haya atrapado fuertemente:
Si non prima novis conturbes vulnera plagis, volgivagaque vagus venere ante recentia cures.
Antaño fui acometido por un disgusto poderoso para mi complexión y todavía mas justo que avasallador; de haber confiado en mis débiles fuerzas para desposeerme de él acaso me hubiera perdido. Habiendo menester de una vehemente diversión de espíritu para con ella distraerme, encomendeme al amor por arte y estudio, a lo cual la edad me ayudaba, y esta pasión me alivió y retiró del mal que la amistad me había ocasionado. Con todos los demás pesares me acontece lo propio: cuando se apodera de ninguna fantasía desagradable, hallo más breve que domarla modificarla; y la sustituyo, si no me es dable con una contraria, al menos con otra diferente, pues siempre la variación alivia, disuelve y disipa. Cuando no puedo combatirla, la huyo, y al huir la engaño y la burlo; mudando de lugar, de ocupación y compañía, me salvo en la sociedad merced a otras ideas y pensamientos, con los cuales el mal pierde mis trazas y se extravía.
Así obra Naturaleza en provecho de la inconstancia, pues el tiempo que nos diera como remedio soberano de nuestras pasiones, logra su efecto principalmente proveyendo constantemente de asuntos diversos a nuestra mente, y disuelve y corrompe la aprensión primera por resistente que sea. Un filósofo no ve menos a su amigo moribundo el primer año que al cabo de veinticinco y según Epicuro así debe acontecer, pues éste no atribuye ningún lenitivo a los pesares por su previsión, como tampoco por su antigüedad; lo que ocurre es que tantas otras cogitaciones atraviesan nuestro espíritu, que los dolores así languidecen y se fatigan.
Para desviar la inclinación de los vulgares rumores Alcibíades cortó las orejas y la cola a un hermoso perro que tenía, y le lanzó a la plaza, a fin de que suministrando este pasto a la charla del pueblo, dejara en paz sus demás acciones. He visto también, para lograr este efecto de divertir las opiniones y conjeturas de las masas y desviar a los parlanchines, que algunas mujeres ocultaron sus verdaderas afecciones con otras contrahechas. Y he visto tal, que contrahaciéndose dejose amar de verdad, y abandonó la afección original y verdadera por la fingida; aprendiendo por ello que los que se encuentran bien asegurados, son muy torpes al consentir en tal disfraz. Estando los acogimientos y públicas conversaciones reservados a este servidor postizo, creed que necesita ser muy romo si no se coloca en vuestro lugar y os envía al que ocupaba. Esto se llama cortar y coser un zapato para que otro se lo calce.
Poca cosa basta a divertirnos y extraviarnos. Apenas si consideramos los objetos en general en sí mismos: son las circunstancias y las imágenes menudas y superficiales lo que nuestra atención solicita y las vanas apariencias que de las cosas surgen:
Volliculos ut nunc teretes aestate cicadae linquunt:
Plutarco mismo lamenta la pérdida de su hija a causa de las monerías que en la infancia ejecutaba. El recuerdo de un adiós, el de una acción, el de una gracia particular, el de una postrera recomendación nos afligen. Las vestiduras de César trastornaron toda Roma, e hicieron lo que su muerte no había logrado: el timbre mismo de las palabras que resuena en nuestros oídos: «¡Mi pobre maestro! o ¡Mi grande amigo! o ¡Mi querido padre! o ¡Mi buena hija!» Cuando me pellizcan estas exclamaciones y de cerca las considero, reconozco que son quejas gramaticales y vocales; el tono y las palabras me hieren, de la propia suerte que, las exclamaciones de los predicadores conmueven al auditorio frecuentemente más que las razones, y como nos hiere la plañidera voz de un animal que para nuestro servicio se sacrifica, sin que pesemos ni penetremos la verdadera esencia maciza y sólida de nuestro duelo:
His se stimulis dolor ipse lacessit.
Estos son los verdaderos fundamentos de nuestro llanto.
Página anterior | Volver al principio del trabajo | Página siguiente |